Willa Cather
(Black Creek Valley, Virginia, Estados Unidos, 1873 - Manhattan, Nueva York, 1947)


Muerte en el desierto (1903)
(“A Death in the Desert”)
Originalmente publicado en Scribner’s Magazine,
33 (enero de 1903), págs. 109-121;
The Troll Garden and Selected Stories
(Nueva York: McClure, Phillips & Co, 1905, 274 págs.)



      Everett Hilgarde era consciente de que el hombre sentado al otro lado del pasillo lo observaba con atención. Era un hombre grande, rubicundo, que llevaba un llamativo solitario en su tercer dedo; Everett consideró que era una especie de representante comercial. Parecía un tipo capaz de adaptarse con facilidad, alguien que ha viajado por el mundo y puede mantenerse tranquilo y aseado casi en cualquier circunstancia.
       Esa calurosa tarde, el “expreso de alta línea”, como lo llamaban con sorna los ferroviarios, atravesaba entre sacudidas el monótono campo entre Holdridge y Cheyenne. Además del hombre rubio y de él mismo, las únicas ocupantes del vagón eran dos muchachas cubiertas de polvo y aspecto desaliñado que habían visitado la Exposición en Chicago y que debatían con fervor el coste de su primer viaje fuera de Colorado. Los cuatro incómodos pasajeros estaban cubiertos con un sedimento de un fino polvo amarillo que se pegaba a sus cabellos y pestañas como oro en polvo. Salía de nubes que provenían del campo desolado y sin vida por el que pasaban, hasta que se volvieron del mismo color que la artemisa y las dunas. El desierto gris y amarillo solo cambiaba gracias a las ruinas esporádicas de pueblos abandonados y los pequeños cajones rojos de las estaciones, donde los árboles como agujas y las enredaderas enfermizas y los campos de forraje constituían una escasa reserva de verde en medio de aquel páramo desconcertante de arena.
       Como los oblicuos rayos del sol caían cada vez con más fuerza a través de las ventanas, el caballero rubio les pidió permiso a las damas para quitarse el abrigo y se quedó con la camisa a rayas lavanda y un pañuelo negro de seda metido con cuidado alrededor del cuello. Parecía interesado en Everett desde que ambos subieron al tren en Holdridge, pues seguía observándolo con curiosidad y luego miraba por la ventana con aire pensativo, como si intentase recordar algo. Pero allá donde Everett iba, casi siempre había alguien que lo examinaba con ese curioso interés, por lo que aquello ya había dejado de avergonzarle o molestarle. Al cabo de un rato, el desconocido, tras quedarse satisfecho al parecer con su análisis, se reclinó de nuevo en su asiento, con los ojos entrecerrados, y se puso a silbar por lo bajo la “Spring Song” de Proserpina, la cantata que, doce años antes, había hecho famoso a su joven compositor de la noche a la mañana. Everett había oído esa melodía en guitarra en el Viejo México, en mandolina en orfeones universitarios, en organillos rurales en caseríos de Nueva Inglaterra y, solo dos semanas antes, la había oído en los cascabeles de un teatro de variedades en Denver. No había ninguna forma de huir de la precocidad de su hermano, literalmente. Adriance vivía en la otra orilla del Atlántico, donde sus indiscreciones juveniles caían en el olvido gracias a sus maduros logros, pero su hermano Everett nunca había podido escapar de Proserpina, y allí se la encontraba de nuevo, en las colinas de arena de Colorado. No es que Everett se avergonzase de Proserpina, pues solo un hombre con talento podría haberla compuesto, pero era de ese tipo de cosas que un hombre con talento aventaja a la menor oportunidad.
       Everett se relajó un tanto y le sonrió a su vecino del otro lado del pasillo. El hombretón se levantó de inmediato y, tras acercarse, se dejó caer en el asiento frente a Hilgarde y le ofreció su tarjeta.
       —Menudo viaje más polvoriento, ¿verdad? A mí no me importa, ya estoy acostumbrado. Nacido y criado en un zarzal, como Br’er Rabbit [un personaje que aparece en las historias afroamericanas tradicionales que contaban los esclavos en el sur de Estados Unidos]. Llevo un buen rato intentando situarle. Me parece que ya nos conocemos.
       —Gracias —respondió Everett, aceptando la tarjeta—. Me apellido Hilgarde. Es probable que haya conocido a mi hermano, Adriance. La gente suele confundirnos.
       El representante se llevó la mano a la rodilla con tanta vehemencia que su solitario resplandeció.
       —Así que yo tenía razón, después de todo, y si usted no es Adriance Hilgarde, debe de ser su doble. Sabía que no podía equivocarme. ¿Verlo? ¡Vaya, y tanto! No me he perdido ni uno de sus recitales en el auditorio y en una ocasión tocó la partitura para piano de Proserpina en el Chicago Press Club. Trabajaba en el departamento publicitario de allí antes de que empezase a viajar para el departamento editorial, por si le interesa. Así que usted es el hermano de Hilgarde y resulta que nos hemos encontrado en este apeadero. Esto parece una historia sacada de un periódico, ¿verdad?
       El representante se rio, le ofreció a Everett un cigarro y le asedió a preguntas sobre el único tema que a la gente le apetecía comentar con Everett. Al fin, el hombre y las dos muchachas se apearon en la parada de Colorado y Everett siguió hasta Cheyenne en solitario.
       El tren se detuvo en Cheyenne a las nueve en punto, con un retraso de unas cuatro horas; pero nadie pareció estar demasiado preocupado por su tardanza, a excepción del jefe de la estación, quien se quejó por tener que quedarse en la oficina más tiempo en una noche de verano. Tras bajar del tren, Everett recorrió el andén y se detuvo en el cruce, indeciso sobre qué dirección debía tomar para llegar al hotel. Había un faetón cerca del cruce, con una mujer sujetando las riendas. Iba vestida de blanco y su silueta se perfilaba con claridad contra los cojines, aunque estaba demasiado oscuro como para verle la cara. Everett apenas se había fijado en ella cuando la locomotora llegó resoplando por el otro lado y el faro iluminó el rostro de Everett con un fuerte resplandor. De repente, la mujer en el faetón profirió un débil grito y soltó las riendas. Everett se adelantó y agarró la cabeza del caballo, pero el animal solo alzó las orejas y agitó la cola con una sorpresa impaciente. La mujer permanecía completamente quieta, con la cabeza hundida entre sus hombros y un pañuelo presionado sobre el rostro. Otra mujer salió de la estación y se apresuró hacia el faetón, gritando.
       —Katharine, querida, ¿qué ocurre?
       Everett dudó un momento, lleno de una dolorosa vergüenza, pero entonces alzó el sombrero y siguió adelante. Estaba acostumbrado a reconocimientos repentinos en los lugares más imposibles, sobre todo por mujeres, pero ese grito en medio de la noche lo había desconcertado.
       Mientras Everett desayunaba a la mañana siguiente, el maître se inclinó sobre su silla para murmurarle que había un caballero esperándolo en la sala. Everett se terminó el café y fue en la dirección indicada, donde encontró a su visitante paseándose nerviosamente de un lado al otro de la habitación. Todos sus gestos delataban un alto grado de agitación, aunque su físico no era el de un hombre cuyos nervios se hallen cerca de la superficie. Tenía una estatura por debajo de la media, una constitución sólida y los hombros cuadrados. Su cabello, espeso y corto, mostraba trazas de gris por encima de las orejas, y su rostro bronceado estaba lleno de surcos. Llevaba sus cuadradas manos marrones cerradas a la espalda y el porte de sus hombros era el de un hombre consciente de sus responsabilidades. Aun así, cuando se dio la vuelta para recibir a Everett, mostró una timidez incongruente en sus modales.
       —Buenos días, señor Hilgarde —dijo, alargando la mano—. He encontrado su nombre en el registro del hotel. Me llamo Gaylord. Me temo que anoche mi hermana le asustó en la estación, señor Hilgarde, y he venido a disculparme.
       —¡Ah! ¿La joven dama del faetón? No sé si tuve algo que ver con su sobresalto. Si es así, soy yo quien le debe una disculpa.
       El hombre se sonrojó un poco bajo el marrón oscuro de su rostro.
       —Oh, no es nada que usted pudiera evitar, señor, lo entiendo perfectamente. Verá, mi hermana era alumna de su hermano y, al parecer, usted se le parece, y cuando la locomotora le iluminó el rostro, se asustó.
       Everett se giró en su silla.
       —¡Oh! ¡Katharine Gaylord! ¡Será posible! Ahora es usted quien me ha sobresaltado. Vaya, la conocí cuando era niño. Pero ¿qué…?
       —¿Qué está haciendo ella aquí? —añadió con gravedad Gaylord para rellenar la pausa—. Ha llegado al meollo de la cuestión. ¿Sabía que mi hermana no ha gozado de buena salud durante mucho tiempo?
       —No, no había oído ni una palabra al respecto. Lo último que supe de ella es que cantaba en Londres. Mi hermano y yo nos escribimos con poca frecuencia y casi nunca sobre asuntos que no sean familiares. Lo lamento profundamente. Hay más motivos por los que estoy preocupado de los que puedo revelarle.
       Las arrugas en la frente de Charley Gaylord se destensaron un poco.
       —Lo que intento decirle, señor Hilgarde, es que ella quiere verle. Detesto pedírselo, pero se ha empeñado. Vivimos a unas cuantas millas del pueblo, pero tengo el carro abajo y puedo llevarle a la hora que le venga bien ir.
       —Puedo ir ahora mismo y será un inmenso placer hacerlo —se apresuró a decir Everett—. Voy a por el sombrero y me reuniré con usted enseguida.
       Al bajar las escaleras, Everett se encontró con un carro en la puerta; Charley Gaylord soltó un largo suspiro de alivio al recoger las riendas y acomodarse de nuevo en su elemento.
       —Verá, creo que es mejor que le hable sobre mi hermana antes de que la vea, pero no sé por dónde empezar. Viajó a Europa con su hermano y su esposa y cantó en muchos de sus conciertos, pero no sé cuánto sabe usted sobre ella.
       —Muy poco, aparte de que mi hermano siempre creyó que ella era su alumna más brillante y, cuando la conocí, era muy joven y hermosa y estuvo en mis pensamientos durante un tiempo.
       Everett se fijó en que la pena ocupaba en gran medida la mente de Gaylord. Tan nervioso estaba que sus reservas y sentido de la mesura lo habían abandonado; su problema era lo más vital en el mundo.
       —Esa es la cuestión —prosiguió, lanzando un latigazo a sus caballos—. Era una gran mujer, como usted ha dicho, pero no provenía de una gran familia. Tuvo que luchar para abrirse camino desde el principio. Fue a Chicago y luego a Nueva York y, de ahí, a Europa, donde ascendió como un relámpago y adquirió un gusto por las todas cosas; y ahora se muere aquí, como una rata en un agujero, lejos de su mundo, sin poder regresar al nuestro. Nos hemos distanciado, de algún modo… Estamos a millas y millas de distancia… Y me temo que es terriblemente infeliz.
       —Lo que me está contando es una historia muy trágica, Gaylord —dijo Everett. Ya se habían adentrado en el campo y avanzaban a gran velocidad por las polvorientas planicies de hierba roja, con el azulado contorno deshilachado de las montañas ante ellos.
       —¡Trágica! —gritó Gaylord, enderezándose en su asiento—. Por Dios, hombre, nadie sabrá cómo de trágica es. Es una tragedia con la que vivo, como y duermo, hasta que se me ha ido todo de las manos. Verá, mi hermana ha ganado un buen pellizco de dinero, pero se lo ha gastado todo en balnearios. Son sus pulmones, ¿sabe? Tengo dinero suficiente para enviarla a cualquier parte, pero los médicos dicen que es inútil. No tiene ni la más mínima oportunidad. Solo puede vivir los días que le quedan. No sé si estaba ni la mitad de mal antes de que viniera a mí. Me escribió solo para decirme que estaba agotada. Ahora que está aquí, creo que se sentiría mejor en cualquier otra parte, pero no piensa irse. Dice que aquí es más fácil renunciar a la vida y que, si va hacia el este, morirá por partida doble. Hubo una época en la que yo era guardafrenos en Bird City, Iowa, y ella era una criaturita que podía llevar sobre mi hombro, una época en la que podía conseguirle cualquier cosa sobre la faz de la tierra que quisiera, cuando ella no sentía un capricho que mi paga mensual de ochenta dólares no cubría. Y, ahora que tengo tierras, ¡no puedo comprarle una noche de descanso!
       Everett vio que, cualquiera que fuera la presente situación de Charley Gaylord en el mundo, se había traído consigo el corazón de guardafrenos, así como la franca confesión de sentimientos. Gaylord no tardó en seguir hablando:
       —Debe entender que su familia se le ha quedado pequeña. Somos bastante normales, ferroviarios desde hace años. Mi padre era revisor. Murió cuando éramos niños. Maggie, mi otra hermana que vive conmigo, fue telegrafista mientras yo empezaba a controlar las cosas. No tenemos estudios. Tengo que contratar a un taquígrafo porque no sé escribir bien… Ni Dios Todopoderoso pudo enseñarme a escribir. Las cosas que, para Kate, son la vida, para mí suenan a chino, y ya casi ni existe un punto en el que nos relacionemos, salvo al recordar los viejos tiempos cuando todos éramos jóvenes y felices juntos, y Kate cantaba en el coro de la iglesia en Bird City. Pero creo, señor Hilgarde, que si ve aunque sea a una persona como usted, que conoce las cosas y las gentes que a ella le interesan, tendrá el único consuelo que ahora mismo puede sentir.
       Las riendas se aflojaron en la mano de Charley Gaylord cuando se acercaron a una ostentosa casa pintada, llena de hastiales y con una torre circular.
       —Hemos llegado —dijo, volviéndose hacia Everett—. Y supongo que nos entendemos.
       Fueron recibidos en la puerta por una mujer delgada y desvaída a quien Gaylord presentó como “mi hermana, Maggie”. Le pidió a su hermano que acompañase al señor Hilgarde a la sala de música, donde Katharine deseaba verlo a solas.
       Cuando Everett entró en la sala de música, se sobresaltó por la sorpresa al sentir que había pasado del sol deslumbrante de Wyoming a uno de esos estudios de Nueva York que conocía de toda la vida. Se preguntó a cuál de esos incontables estudios, situados bajo tejados elevados, por encima de bancos, tiendas y mayoristas, se parecía aquella habitación, y observó con incredulidad por la ventana la planicie gris que terminaba en la perturbación de las Rocallosas.
       El inquietante aire de familiaridad de la habitación lo tenía perplejo. ¿Era una copia de un estudio concreto que él conocía o solo se debía a la atmósfera del estudio que parecía tan particular y dolorosamente evocadora allí en Wyoming? Se sentó en una silla de lectura y examinó con interés su entorno. De repente, sus ojos se encontraron con una gran fotografía de su hermano encima del piano. Y entonces, lo vio todo con claridad: aquella era en verdad la sala de su hermano. Si no constituía una copia exacta de uno de los múltiples estudios que Adriance había instalado en diversas partes del mundo, tras cansarse de uno y dejarlo casi antes de que el barniz del restaurador se hubiera secado, era al menos una sala con el mismo tono. El gusto de Adriance en cada detalle resultaba tan manifiesto que la sala parecía exhalar su personalidad.
       Entre las fotografías de la pared había una de Katharine Gaylord, tomada cuando Everett la había conocido y cuando el destello de sus ojos o el aleteo de su falda bastaban para agitar su corazón juvenil. Incluso en aquel momento contemplaba el retrato con cierto grado de bochorno. Su cara era la de una mujer ya mayor en su primera juventud, plenamente sofisticada y un tanto dura, y hablaba de lo que su hermano había llamado “su lucha”. La camaradería de sus ojos francos y confiados estaba matizada por las profundas arrugas alrededor de su boca y la curva de los labios, que eran a la vez tristes y cínicos. No cabía duda de que poseía más buena voluntad que confianza hacia el mundo y que la bravura de su sonrisa no podía esconder la sombra de una inquietud que casi se volvía en malestar. El principal encanto de la mujer, según la había conocido Everett, residía en su soberbia figura y en sus ojos, que poseían una cualidad cálida, vivificante como la luz del sol; ojos que brillaban con una especie de salutat perpetuo al mundo. Su cabeza, según la recordaba Everett, poseía una apariencia peculiar y un porte orgulloso. Siempre había ostentado un aire de imperatrix y su actitud en la fotografía revivía todas esas viejas impresiones de libertad sin ataduras, de permanecer sola de una forma absoluta y valerosa.
       Everett seguía de pie ante la imagen, con las manos en la espalda y la cabeza inclinada, cuando oyó que se abría la puerta. Una mujer muy alta avanzaba hacia él con la mano extendida. Cuando empezó a hablar, tosió ligeramente.
       —Ya ve que he hecho la tradicional entrada a lo Camille… [se refiere a la Camille, nombre con el que se conoce en el mundo anglosajón a La dama de las Camelias, de Alexander Dumas, hijo: el personaje principal, Marguerite, está basado en la prostituta Marie Duplessis; murió de tuberculosis y su muerte se convirtió en un mito] con la tos —dijo, riendo, con una voz potente, aunque ligeramente ronca—. Es muy amable por su parte que haya venido, señor Hilgarde.
       Everett se daba perfecta cuenta de que, aunque se dirigía a él, no lo estaba mirando en absoluto y, mientras le aseguraba que había sido un placer ir, se alegró de tener la oportunidad de recomponerse. No había considerado los estragos de una prolongada enfermedad. Los pliegues largos y holgados del vestido blanco de Katharine estaban diseñados especialmente para ocultar los contornos afilados de su cuerpo demacrado, pero la huella de su enfermedad seguía presente: simple, repugnante y penetrante, un hecho despiadado que no podía disfrazarse ni eludirse. Los espléndidos hombros estaban encorvados, sus andares poseían un bamboleo desigual, sus brazos parecían desproporcionadamente largos y sus manos, frías al tacto, eran de un blanco transparente. Los cambios en su rostro eran menos patentes: el porte orgulloso de la cabeza, los ojos cálidos y claros, incluso el delicado rubor en sus mejillas; todo permanecía, desafiante, aunque en menor medida: más viejo, triste, sutil.
       Katharine se sentó en el diván y, nerviosa, se puso a arreglar los cojines.
       —Sé que no soy un objeto inspirador que contemplar, pero debe ser completamente franco y lógico sobre esto y acostumbrarse de una vez, pues no tenemos tiempo que perder. Y si estoy un poco irritable, ¿no le importará? Porque estoy más nerviosa de lo normal.
       —No se moleste conmigo esta mañana, si se encuentra cansada —insistió Everett—. También podría venir mañana.
       —¡Santo Cielo, no! —protestó ella con un destello de ese humor rápido y vivo que Everett recordaba como parte de su carácter—. Si estoy cansada es por la soledad… de la soledad y de la gente equivocada. Verá, el sacerdote, no contento con leer las raciones para los enfermos, ha venido a verme esta mañana. Al parecer, pasaba con la bicicleta y sintió que era su deber detenerse aquí. Desaprueba mi profesión, cómo no, y creo que da por sentado que tengo un pasado oscuro. Lo más gracioso de sus conversaciones es que siempre está justificando mi propia vocación (la tolera, ya sabe) e intenta que haga las paces con mi conciencia sugiriendo posibles nobles usos para lo que él, muy amablemente, llama “mi talento”.
       —¡Oh! —rio Everett—. Me temo que no soy la persona más adecuada a la que ver después de ese caballero tan formal… No puedo ocupar su lugar. En los mejores momentos, solo alcanzo un grado bajo de comedia. ¿Ha decidido por cuál de los nobles usos se decantará?
       Katharine alzó las manos en gesto de renuncia y exclamó:
       —No soy digna de ninguno de ellos, ni siquiera para el menos noble. No he estudiado ese método —rio y prosiguió con nerviosismo—: El sacerdote no es tan horrible. Su inglés nunca me ofende y se ha leído Decadencia y caída de Gibbon, los cinco volúmenes, y ya es algo. Además, ha estado en Nueva York, y eso es fantástico. Pero ¡cómo perdemos el tiempo! Hábleme de Nueva York. Charley dice que acaba de llegar de allí. ¿Qué aspecto tiene, cómo sabe y huele justo ahora mismo? Creo que el tufillo del ferri de Jersey me sentaría como jarras enteras de aceite de hígado de bacalao. ¿Quién camina llamativamente por el Rialto ahora mismo y qué viste? ¿Los árboles siguen verdes en Madison Square o se han vuelto marrones y sucios? ¿La casta Diana en el Garden Theatre sigue manteniendo sus votos vestales aun con todos los cambios exasperantes del tiempo? ¿Quién ocupa ahora el viejo estudio de su hermano y qué torpes aspirantes practican sus escalas en los gallineros de Carnegie Hall? ¿Qué va la gente a ver a los teatros y qué comen y beben en el mundo? Verá, siento nostalgia por todo, desde Battery hasta Riverside. ¡Oh, dejadme morir en Harlem!
       Se vio interrumpida por un violento acceso de tos y Everett, incómodo ante su malestar, se zambulló en los cotilleos sobre los profesionales que había conocido en la ciudad durante el verano y la previsión musical para el invierno. Estaba dibujando con su lápiz en la parte trasera de un viejo sobre que había encontrado en su bolsillo un nuevo artefacto mecánico que se usaría en el Metropolitan para la producción de El oro del Rin, cuando fue consciente de que ella lo estaba observando atentamente y de que él estaba hablando para las cuatro paredes.
       Katharine estaba recostada entre los cojines, mirándolo con los ojos entrecerrados, igual que un pintor examina una pintura. Everett concluyó su explicación de manera imprecisa y devolvió el sobre a su bolsillo. Mientras lo hacía, ella intervino en voz baja.
       —¡Es maravilloso lo mucho que se le parece a Adriance! —Y él sintió como si hubiera ocurrido alguna especie de crisis que ya estaba superada.
       Rio, mirándola con un atisbo de orgullo en sus ojos que los hacía parecer más juveniles.
       —Sí, ¿no es absurdo? Es casi tan raro como parecerse a Napoleón… Pero, al fin y al cabo, hay ciertas ventajas. Ha hecho que trabe amistad con algunos de sus amigos y espero que ocurra lo mismo con usted.
       Katharine sonrió y le dedicó una mirada rápida y cargada de significado desde debajo de las pestañas.
       —Oh, así fue, hace mucho tiempo. Qué joven más altanero y reservado era usted por esa época. Cómo miraba a la gente para luego sonrojarse y parecer enfadado si se la devolvían con la misma moneda. ¿Se acuerda de aquella noche cuando me llevó a casa después de un ensayo y apenas me dirigió ni una palabra?
       —Era el silencio de la admiración —protestó Everett—, muy vulgar y juvenil, pero sincero y para nada doloroso. ¿Quizás sospechaba usted algo así? Recuerdo que su aspecto era adulto y sofisticado.
       —Creo que sospechaba que era pura pose, la misma que suele afectar a los universitarios con las cantantes… “Una vasija de tierra enamorada de una estrella” [cita de la Proserpina, la cantata ficticia de Adriance Hilgarde], ya sabe. Pero me sorprendió en usted, pues seguro que habría presenciado a muchas de las pupilas de su hermano. ¿O posee una capacidad omnívora, una elasticidad a la altura de la ocasión?
       —No le pida a un hombre que confiese las insensateces de su juventud —dijo Everett con una sonrisa un tanto triste—. Algunas me siguen afectando incluso ahora. Pero no era tan sofisticado como se imagina. Veía a las pupilas de mi hermano ir y venir, pero eso era todo. A veces me exigían que tocase los acompañamientos o rellenase una vacante en el ensayo o que pidiera un carruaje para una soprano enfurecida que había abandonado su parte. Pero nunca pasaban tiempo conmigo, a menos que fuera para fijarse en el parecido que usted ha comentado.
       —Sí —observó Katharine, pensativa—. Ya lo noté entonces, pero ha aumentado a medida que usted ha envejecido. Es bastante raro, pues los dos han llevado vidas muy diferentes. No es un parecido familiar normal, ¿sabe?, sino una especie de individualidad intercambiable: la insinuación de la personalidad de otro hombre en su rostro, como una melodía transportada a otra clave. Pero no pretendo definirla; me supera, es algo tan inusual y un poco… bueno, misterioso —concluyó, riendo.
       —Me acuerdo —dijo Everett con seriedad. Entre sus dedos giraba el lápiz y, sentado con la cabeza echada hacia atrás, miraba por debajo de la roja persiana, alzada solo un poco, que en su vaivén por el viento revelaba el deslumbrante paisaje del desierto: una extensión cegadora de amarillo, llana como el mar en calma chicha, manchada aquí y allá con sombras de un morado oscuro, y, más allá, el azulado contorno irregular de las montañas y los picos de nieve, tan blancos como las nubes blancas—. Me acuerdo de que cuando era un chavalín solía preocuparme por eso. No creo que me desagradase exactamente o, de haber podido, habría cambiado las circunstancias, pero para mí aquello se parecía a una marca de nacimiento o era algo que no debía comentarse a la ligera. La gente, naturalmente, siempre tenía más estima a Ad que a mí, pues solía notar bastante a menudo el escalofrío de la luz reflejada. Afectó incluso a la relación con mi madre. Ad se fue al extranjero a estudiar cuando era absurdamente joven, ¿sabe?, y mi madre se quedó muy destrozada. Cumplió su deber por completo con cada uno de nosotros, pero todos comprendíamos, en general, que nos habría sacrificado por Ad cuando quisiera. Por aquel entonces, yo era un chaval, y cuando ella se sentaba sola en el porche al anochecer veraniego, a veces me llamaba para mirarme el rostro bajo la luz que salía por las persianas y besarme, y siempre supe que pensaba en Adriance.
       —Pobre chiquillo —dijo Katharine con un tono un poco más ronco de lo normal—. ¡Cuánto cariño sentía la gente por Adriance! Y ahora cuénteme las últimas noticias sobre él. No sé nada, salvo por la prensa, desde hace un año o más. Estaba en Argelia entonces, en el valle de Chelif, montando a caballo noche y día vestido de árabe y, con su entusiasmo habitual, casi se había decidido a adoptar la fe musulmana y a volverse todo lo árabe posible. Y yo me pregunto, ¿cuántos países y creencias habrá tomado? Seguramente habrá jugado a ser árabe para sí mismo todo el rato. Recuerdo que, en una ocasión, fue un duque del siglo xvi durante semanas.
       —Oh, así es Adriance —rio Everett—. Apenas es él mismo durante el tiempo suficiente como para escribir los cheques y que le tomen las medidas para sus ropajes. No supe nada de él mientras era árabe, eso me lo perdí.
       —Por ese entonces estaba escribiendo una suite argelina para piano; ahora estará en manos del editor. He estado demasiado enferma para responder a su carta y hemos perdido el contacto.
       Everett sacó una carta de su bolsillo.
       —Esta llegó hará un mes. Habla sobre todo de su nueva ópera, que se estrenará en Londres el próximo invierno. Léala con tranquilidad.
       —Creo que debería retenerla como rehén, para asegurarme de que usted volverá. Ahora quiero que toque para mí. Lo que le apetezca; si hay algo nuevo en el mundo, tenga compasión y déjeme oírlo. Llevo nueve meses sin escuchar nada que no sea The Baggage Coach Ahead y She Is My Baby’s Mother.
       Everett se sentó ante el piano y Katharine se acomodó cerca de él, absorta en el excepcional parecido físico a su hermano para determinar en qué consistía este. Se dijo que aquello se parecía mucho a la obra terminada de un escultor que hubiera sido copiada toscamente en madera. Everett era más fornido que Adriance y sus hombros, anchos y fuertes, cuando los de su hermano eran esbeltos y bastante femeninos. El rostro parecía hecho con el mismo molde oval, pero gris y oscurecido alrededor de la boca por los afeitados continuos. Sus ojos poseían ese mismo color inconstante de abril, pero eran reflexivos y bastante apagados, mientras que los de Adriance eran puntos de luz y siempre adquirían un significado distinto al que habían ostentado el día anterior. Pero resultaba complicado ver por qué ese hombre formal insinuaba de forma tan continua aquel otro rostro poético y joven que poseía tanta alegría como seriedad había en este. Adriance, aunque era diez años mayor y su cabello estaba salpicado de plata, tenía la cara de un joven de veinte años, tan expresiva que revelaba sus pensamientos antes de que pudiera formularlos en palabras. Una contralto, famosa por la extravagancia de sus métodos vocales y sus afectos, le había dicho en una ocasión que los pastorcillos que cantaban en el Valle de Tempe tendrían sin lugar a dudas el mismo aspecto que el joven Hilgarde. Un centenar de mujeres más tímidas se habían apropiado de la comparación, pues preferían citar las palabras de la otra.
       Aquella noche, sentado en el porche de la Inter-Ocean House, Everett fue víctima de recuerdos al azar. Su enamoramiento por Katharine Gaylord, utópico como él solo, había sido el más serio de sus romances juveniles y había alterado, tiempo atrás, sus sueños de solterón. Fue dolorosamente tímido en todo lo relacionado con emociones y su dolor había provocado que se retirase de la sociedad femenina. El hecho de que todo estaba muerto y enterrado en su pasado y de que, desde entonces, la mujer había vivido su vida, le causaba una sensación opresiva de edad y pérdida. Se acordó de algo que había leído sobre “sentarse al calor de un fuego y recordar rostros de mujeres sin deseo” y se sintió como un octogenario.
       Recordó lo amargo y malhumorado que se había vuelto durante su estancia en el estudio de su hermano cuando Katharine Gaylord trabajaba allí, y cómo había herido a Adriance la noche de su último concierto en Nueva York. Estaba sentado en el palco mientras llamaban a su hermano y a Katharine una y otra vez después de la última pieza. Observaba cómo las rosas volaban sobre las candilejas hasta que formaron una pila tan alta como el piano, mientras cavilaba, en su hosco corazón juvenil, sobre el orgullo que esos dos sentían acerca de su mutuo trabajo, estimulándose para sacar lo mejor de sí mismos y compitiendo con elegancia en las canciones. Las candilejas parecían una línea dura y reluciente que separaba claramente su vida y la de su hermano: un círculo de llamas dispuesto alrededor de esos espléndidos niños llenos de dones. Regresó a su hotel solo y se sentó junto a la ventana para observar Madison Square hasta bien pasada la medianoche, resuelto a no aporrear más puertas en las que nunca podría entrar; fue consciente, con más intensidad de la que había sentido nunca, de lo lejos que ese glorioso mundo de hermosas creaciones se hallaba de los caminos de hombres como él mismo. Se dijo que lo único que tenía en común con aquella mujer eran los usos más básicos de la vida.
       La semana de Everett en Cheyenne se alargó hasta convertirse en tres, y no veía ninguna posibilidad de marcharse salvo a raíz de aquello que temía. Los luminosos y ventosos días del otoño en Wyoming transcurrieron con rapidez. Las cartas y telegramas que llegaban le instaban a adelantar su viaje a la costa, pero pospuso con determinación sus compromisos empresariales. Pasaba las mañanas sobre uno de los ponis de Charley Gaylord o pescando en las montañas y por las noches se sentaba en su habitación para escribir cartas o leer. Las tardes las dedicaba a su deber. “El destino parece tener unas ideas muy claras sobre qué papel es el más adecuado para nosotros”, reflexionaba. “La escena cambia y la recompensa varía, pero al final descubrimos que hemos desempeñado la misma labor desde el principio”. Everett se había pasado toda su vida siendo un sustituto. Cuando era un chaval, recordaba recorrer un espejo laberíntico en el que probaba un pasillo tras otro para, a cada giro, tropezarse con su nariz pegada a su propio rostro… El cual, de hecho, no era el suyo, sino el de su hermano. No importaba cuál fuera su misión, al este o al oeste, por tierra o por mar, estaba seguro que se vería involucrado en los asuntos de su hermano, como una de las existencias afluentes que ayudaban a crecer el cauce brillante de la vida de Adriance Hilgarde. No era la primera vez que su deber había sido consolar, tan bien como pudiera, una de las cosas rotas que la imperiosa velocidad de su hermano había desechado y olvidado. No intentó analizar la situación o expresarla en los términos exactos, pero sentía que Katharine Gaylord lo necesitaba y aceptaba que ayudar a esa mujer a morir era como un encargo por parte de su hermano. Día tras día, notaba que las exigencias de ella se volvían más apremiantes, su necesidad por él se volvía más aguda y auténtica; y día tras día sentía que, en la peculiar relación que ambos mantenían, para ella su individualidad desempeñaba cada vez un papel menos y menos importante. Su capacidad para proporcionarle consuelo, según vio, recaía únicamente en su vínculo con la vida de su hermano. Entendía todo lo que su parecido físico significaba para ella. Sabía que siempre se sentaba junto a él en busca de alguna peculiaridad común en el gesto, algún juego conocido en las expresiones, alguna ilusión de luces y sombras en las que él pudiera llegar a parecerse por completo a Adriance. Sabía que ella vivía de eso y que su enfermedad se alimentaba de esa búsqueda, que le enviaba escalofríos de recuerdos por todo el cuerpo y que, con el cansancio que seguía a ese trastorno de sus sentidos moribundos, dormía profunda y dulcemente y soñaba con la juventud, el arte y los días en cierto antiguo jardín florentino y no con la amargura y la muerte.
       La cuestión que más lo desconcertaba era la siguiente: “¿Cuánto debería saber? ¿Cuánto quiere que sepa?”. Unos días después de su primer encuentro con Katharine Gaylord, le había telegrafiado a su hermano para que le escribiera a ella. Solo le dijo que estaba enferma de muerte; podía depender de Adriance para que dijera lo correcto; aquel era parte de su don. Adriance no solo decía lo correcto, sino también lo más oportuno, elegante y exquisito. Sus frases adquirían el color del momento y la condición del aquí y ahora, para que así nunca tuvieran un regusto a cumplido superficial o a uso frecuente. Adriance siempre captaba la esencia lírica del momento, la insinuación poética de cada situación. Asimismo, solía hacer lo correcto, lo oportuno, elegante y exquisito —excepto cuando perpetraba actos muy crueles—, con la intención de hacer feliz a las personas cuando sus existencias tocaban la suya, al igual que insistía en que su entorno material debía ser hermoso; colmaba a quienes le rodeaban de toda la calidez y el resplandor de su rica naturaleza, todo el homenaje del poeta y el trovador y, cuando ya no estaban a su vera, olvido. Pues este también formaba parte del don de Adriance.
       Tres semanas después de que Everett le telegrafiara, cuando hizo su visita diaria al rancho pintado de alegres colores, encontró a Katharine riéndose como una colegiala.
       —¿Alguna vez ha pensado —dijo cuando él entró en la sala de música— en lo mucho que estas sesiones nuestras se parecen a las de Heine en Noches florentinas, solo que yo no le doy la oportunidad de monopolizar la conversación como hizo Heine? —Al saludarlo, retuvo la mano de Everett más tiempo de lo habitual. Lo observó con aire inquisitivo y añadió en voz baja—: Es usted el hombre más bueno sobre la faz de la tierra, el más bueno.
       El rostro gris de Everett se ruborizó ligeramente al apartar la mano, pues sintió que esa vez lo estaba mirando a él y no a la caricatura fantasiosa de su hermano.
       —Vaya, ¿qué he hecho ahora? —preguntó sin convicción—. No recuerdo haberle enviado ningún caramelo rancio ni champán desde ayer.
       Katharine extrajo, de entre las páginas de un libro, una carta con un matasellos extranjero y se la ofreció, sonriendo.
       —Ha hecho que me escriba. No diga que no lo ha hecho, pues ha llegado directamente aquí, ¿sabe? Y la última dirección que le di fue la de una casa en Florida. Este acto hará que me acuerde de usted cuando esté en entre los justos en el Paraíso. Pero hay una cosa que no le pidió que hiciera, pues no lo sabía. Me ha enviado su última obra, la sonata nueva, la más ambiciosa que ha compuesto nunca, y usted me la tocará de inmediato, aunque parece más intrincada que un demonio. Pero antes la carta. Creo que lo mejor será que me la lea en voz alta.
       Everett se sentó en una silla baja frente al asiento de la ventana donde Katharine se hallaba reclinada con una barricada de cojines en su espalda. Everett abrió la carta, sus pestañas medio velando sus amables ojos y, para su satisfacción, vio que era de las largas… Llena de un tacto y un afecto maravillosos, incluso para Adriance, quien era tierno con su ayuda de cámara y su mozo de cuadra, con su anciano gondolero y las mendigas que les rezaban a los santos por él.
       La carta venía de Granada y había sido escrita en la Alhambra, mientras Adriance estaba sentado junto a la fuente del Patio de la Lindaraja. El aire era denso, lleno de la cálida fragancia del sur, y resonaba con el sonido de las salpicaduras del agua fluyendo, igual que había sido en cierto antiguo jardín de Florencia, mucho tiempo atrás. El cielo poseía una gran tonalidad turquesa, tan intensa que hasta resplandecía. Los maravillosos arcos árabes arrojaban unas elegantes sombras azuladas sobre Adriance. Había dibujado un boceto de los arcos en el margen del papel. Las sutilezas de la decoración árabe habían lanzado un hechizo profano sobre él y las exageraciones descarnadas del arte gótico no eran sino una pesadilla, fáciles de olvidar. La misma Alhambra le había parecido, desde el principio, perfectamente familiar; sabía que él debía de haber pisado ese palacio, impecable, pardo y sumiso, siglos antes de que Fernando entrase en Andalucía. La carta estaba plagada de confidencias sobre su trabajo y delicadas alusiones a sus viejos tiempos felices de estudio y camaradería y a la obra de ella, que aún se recordaba con afecto y se comentaba con admiración allá donde iba él.
       Mientras Everett plegaba la carta, sintió que Adriance había adivinado qué era lo que necesitaban y lo había elevado a su maravillosa manera. La carta era sistemáticamente egotista y a él le parecía un tanto condescendiente, aunque era justo lo que Katharine quería. Se vio plenamente consciente del encanto, la intensidad y el poder de su hermano; sintió el aliento de aquel torbellino de llamas con el que Adriance se conducía, arrasando todo en su camino y consumiéndose a sí mismo con más resolución de la hacía uso para consumir a otros. Bajó la mirada hacia la tea blanca y quemada que había ante él.
       —Típico de él, ¿verdad? —dijo Katharine en voz baja—. Creo que a duras penas podría responder a su carta, pero la próxima vez que lo vea, puede hacerlo por mí. Querría que le dijera muchas cosas, pero todas pueden resumirse en lo siguiente: quiero que alcance lo mejor y más grande de sí mismo por completo, incluso a costa de esa apreciada jovialidad que supone la mitad de su encanto para mí y para usted. ¿Me explico?
       —Sé perfectamente a qué se refiere —respondió Everett pensativo—. A menudo me he sentido de esa forma respecto a él. Y, aun así, es difícil prescribirlo para los demás; con poco se hace y con poco se destruye.
       Katharine se alzó sobre un codo, con la cara ruborizada por una seriedad febril.
       —Ah, pero me refería a ese derroche que procede de sí mismo; a esa forma de desperdiciarse en gente estúpida e incomprensiva hasta que se hacen con él a voluntad. Él puede quemar mármol, encender fuego a partir de masilla, pero ¿merece la pena el precio que debe pagar?
       —A ver, a ver —protestó Everett, alarmado por su agitación—. ¿Dónde está la sonata nueva? Que hable él por sí mismo.
       Se sentó ante el piano y empezó a tocar el primer movimiento, que era, de hecho, la voz de Adriance, su propio lenguaje. La sonata era la obra más ambiciosa que había creado hasta el momento y señalaba la transición de su vena puramente lírica hacia un estilo más profundo y noble. Everett tocó con inteligencia y con esa comprensión compasiva que parecía característica de cierta estimada categoría de hombres, los que nunca consiguen nada en particular. Cuando terminó, se volvió hacia Katharine.
       —¡Cómo ha madurado! —gritó ella—. ¡Cuánto le han hecho estos tres últimos años! Tendía a escribir solo sobre las tragedias de la pasión, pero he aquí la tragedia del alma, la sombra que coexiste con el alma. Esta es la tragedia del esfuerzo y el fracaso, lo que Keats denominaba infierno. Es mi tragedia, pues aquí yazco agotada por la carrera, escuchando los pies de los corredores adelantándome. ¡Ah, Dios! ¡Los pies raudos de los corredores!
       Apartó el rostro y se lo cubrió con manos tensas. Everett cruzó la habitación y se arrodilló a su lado. En todos los días que se habían reunido, Katharine nunca antes había dado voz, más allá de alguna broma irónica ocasional, al rencor de su propia derrota. Su valor se había convertido en un punto de orgullo para él y ver cómo desaparecía lo ponía enfermo.
       —¡No lo haga! —gritó—. No puedo soportarlo. De verdad que no puedo, lo siento demasiado. No debemos hablar de eso, es demasiado trágico e inmenso.
       Cuando Katharine volvió la cara hacia Everett, había en ella un fantasma de esa vieja sonrisa valiente y cínica, más amarga que las lágrimas que no podía derramar.
       —No, no seré tan mezquina; me lo guardaré para las guardias de la noche, cuando no tengo mejor compañía. Por ahora, mézcleme otra bebida, la que sea. Antes, en caso de que tuviera que cantar a Brunilda, o más bien cuando debía cantar a Brunilda, siempre pasaba hambre y pensaba en lo que podía y no podía beber. Pero las cajas de música rotas pueden beber lo que les plazca y a nadie le importa si pierden la figura. Vuelva a repasar esa pieza desde el principio. Esa, al menos, no es nueva. Ya le rondaba por la cabeza cuando estábamos en Venecia, hace años, y a veces la tamborileaba en su copa durante la cena. Acababa de empezar a trabajar en ella cuando llegó el otoño tardío y, como la palidez del Adriático lo oprimía, decidió marcharse a Florencia a pasar el invierno y perdió contacto con la melodía durante su enfermedad. ¿Se acuerda de esa espantosa época? ¡Todas las personas que lo han amado no son lo bastante fuertes como para salvarlo de sí mismo! Cuando me llegaron nuevas desde Florencia de que había estado enfermo, yo me hallaba en Niza, porque me había comprometido para un concierto. Su mujer iba a su encuentro desde París, pero yo acudí antes. Llegué al anochecer, durante una tormenta enorme. Adriance se había instalado en un palacio antiguo para pasar el invierno y lo encontré en la biblioteca… Una sala enorme, oscura, llena de viejos libros en latín, muebles robustos y estatuas de bronce. Estaba sentado junto a una lumbre en un extremo de la habitación y parecía, oh, ¡tan agotado y pálido! Siempre tiene ese aspecto cuando está enfermo, ¿sabe? ¡Ah, qué gusto da que ya lo sepa! Ni siquiera su chaqueta roja de fumar le daba color a su rostro. Sus primeras palabras no fueron para decirme lo enfermo que había estado, sino para relatarme que esa mañana se había encontrado lo bastante bien como para dar las últimas pinceladas a la partitura de su Souvenirs d’Automne. Así es como más me gusta recordarlo: tranquilo, feliz y cansado; no alegre, como acostumbra a ser, sino satisfecho y agotado con ese cansancio celestial que se consigue tras concluir un buen trabajo. Fuera, la lluvia caía en torrentes y el viento gemía de dolor por todo el mundo y sollozaba en las ramas de los temblorosos olivos y en las paredes de ese desolado y viejo palacio. ¡Cómo me acuerdo de esa noche! No había luces en la habitación, solo la lumbre que relucía sobre los rasgos afilados de un Dante de bronce, como un reflejo de las llamas del purgatorio, y arrojaba unas sombras largas y oscuras sobre nosotros; más allá, la luz apenas penetraba en la oscuridad. Adriance se sentaba observando el fuego con la fatiga de toda su vida en los ojos y la de otras vidas que deberían esforzarse y padecer por completar una vida como la suya. De algún modo, el viento, cargado con todo el dolor del mundo, había entrado en la habitación y la fría lluvia inundaba nuestros ojos .La ola nos alcanzó a los dos a la vez (ese dolor terrible, impreciso, universal, ese miedo gélido a la vida y a la muerte y a Dios y a la esperanza) y nos hallamos los dos aferrados a un madero en medio del océano después de un naufragio de todo. Entonces oímos cómo se abría la puerta delantera con una potente ráfaga de viento que hizo temblar hasta las paredes. Vinieron corriendo los sirvientes con luces y el anuncio de que Madam había regresado, “y en el libro no leímos más que la noche”.
       Pronunció la vieja cita con cierto humor amargo y con la sonrisa, dura y resplandeciente en la que, hacía tiempo, había envuelto su enfermedad, como si de un vestido reluciente se tratase. Esa sonrisa irónica, llevada como una máscara a lo largo de tantos años, había cambiado paulatinamente los rasgos de su rostro por completo; cuando ella se miraba en el espejo, no se veía a sí misma, sino a la crítica mordaz, la observadora satírica y divertida de su propia persona. Everett dejó caer la cabeza sobre su mano y se quedó mirando la alfombra.
       —¡Cuánto se ha preocupado!
       —Ah, sí, me he preocupado —respondió ella. Cerró los ojos con un largo suspiro de alivio y, tumbada completamente quieta, prosiguió—: No se puede imaginar qué consuelo me supone que usted sepa cuánto me preocupé, qué alivio poder contárselo a alguien. Antes quería gritárselo al mundo en las largas noches cuando no podía dormir. Me parecía que no podría morir con ello dentro. Me exigía cierta clase de expresión. Y ahora que usted lo sabe, no se creería cuánto ha disminuido esa angustia.
       Everett siguió mirando el suelo con impotencia.
       —No estaba seguro sobre cuánto quería usted que yo supiera —dijo.
       —Oh, desde la primera vez que vi su rostro, cuando vino aquel día con Charley, decidí que debía saberlo. Me enorgullezco de haber podido ocultarlo hasta cuando quise, aunque supongo que las mujeres siempre creemos que es así. Las personas más observadoras pueden haberlo visto, pero las perspicaces acostumbran a ser discretas y, a menudo, amables, pues solemos sangrar un poco antes de empezar a apreciarlo. Pero quería que usted lo supiera; se le parece tanto que es casi como contárselo a él mismo. Al menos, ahora siento que él lo sabrá algún día y su compasión me bendecirá, pues ninguno de nosotros se atreverá a compadecer a los muertos. Ya que ese era el significado primordial de mi vida, me gustaría que él lo supiera. No me arrepiento de ello, en términos generales. Me he defendido bien.
       —¿Y él no sabe nada de esto? —preguntó Everett con la voz pastosa.
       —¡Oh! Nunca en el sentido al que usted se refiere. Pero claro, él está acostumbrado a mirar a los ojos de las mujeres y encontrar amor; cuando no lo encuentra, se cree que es culpable de alguna descortesía y se siente desdichado. Posee un cariño genuino por todas las personas que no son estúpidas o sombrías, ni viejas o absolutamente feas. Juventud, alegría, una moderada cantidad de inteligencia y algo de tacto, y Adriance siempre se alegrará de ver a esa persona girar la esquina. A mí me compartía con los demás: compartía sonrisas y galanterías y los sermoncitos graciosos. Aquello casi parecía un pícnic con la escuela dominical. Llevábamos nuestras mejores galas, una sonrisa y nos turnábamos. Lo más duro era su amabilidad. Al final agoté mi vida en un castigo permanente.
       —No, hará que lo odie —se quejó Everett.
       Katharine rio y se puso a juguetear nerviosa con su abanico.
       —No fue, ni en lo más mínimo, culpa de Adriance; eso es lo más grotesco de todo. Vaya, aquello ya había empezado antes de que lo conociera. Me abrí paso a codazos hasta él y absorbí mi destino con bastante avidez.
       Everett se levantó y se quedó de pie, dudando.
       —Creo que debería irme. Lo mejor es que esté usted tranquila. Yo dudo que pueda oír nada más ahora mismo.
       Ella tendió la mano y le agarró la suya con aire juguetón.
       —Ha dedicado tres semanas a este asunto, ¿no es cierto? Bueno, puede que para usted no haya supuesto la gloria del mundo, pero para mí ha sido como la misericordia del cielo y servirá para ajustar cuentas de una vida mucho peor de lo que la suya nunca será.
       Everett se arrodilló a su lado y, con la voz rota, dijo:
       —Me he quedado porque quería estar con usted, eso es todo. Nunca me han importado otras mujeres desde que la conocí en Nueva York cuando era un chaval. Usted forma parte de mi destino y no podría dejarla ni aunque quisiera.
       Katharine apoyó las manos sobre los hombros de Everett y negó con la cabeza.
       —No, no me diga eso. Dios sabe que ya he visto suficientes tragedias. No me muestre ninguna más justo cuando baja el telón. No, no, solo fue un capricho de juventud, y su compasión divina y mi lastimosa situación lo han recordado durante un momento. No se debe amar a una persona moribunda, querido amigo. Si le ha quedado algún sentimiento de la juventud, esto hará que se libre de él y le sentará bien. Ahora márchese y vuelva mañana, si es que aún quedan mañanas. ¿Vendrá? —Lo agarró de la mano con una sonrisa que le quitó la máscara de su alma, valiente y desesperada a la vez, llena además de lealtad y ternura infinitas. En voz baja, recitó—: “¡Por siempre y para siempre, adiós, Casio! Si volvemos a vernos, en fin, sonreiremos de gozo. Si no, ha estado bien esta despedida” [Julio César, de William Shakespeare, quinto acto, escena primera].
       Al salir, la valentía en los ojos de Katharine fue, para Everett, como la luz clara de una estrella.
       La noche del concierto de apertura de Adriance Hilgarde en París, Everett estaba sentado junto a la cama en el rancho de Wyoming, velando la última contienda que libramos con la carne antes de acabar con ella y liberarnos para siempre. En ocasiones, parecía que el alma serena de Katharine ya se había marchado para buscar un refugio de la tormenta, pues solo quedaba la tenaz vida animal para batallar con la muerte. Sufría delirios tanto lastimosos como piadosos, creía que se hallaba en el Pullman [los coches nocturnos que se usaron en Estados Unidos desde 1867 hasta 1968] de camino a Nueva York, de vuelta a su vida y a su trabajo. Cuando se despertaba de su letargo, solo era para pedirle al mozo que la despertase media hora antes de llegar a Jersey, o para quejarse con él de los retrasos y la brusquedad del camino. A medianoche, Everett y la enfermera se quedaron a solas con ella. El pobre Charley Gaylord se había tumbado en un sofá fuera, junto a la puerta. Everett se quedó observando los chisporroteos de la lamparilla de noche hasta que le dolieron los ojos. Recostó la cabeza en los pies de la cama y se hundió en un sueño pesado y angustioso. Soñaba con el concierto de Adriance en París y con Adriance, el trovador, sonriente y cortés, con su rostro juvenil y el toque plateado en su cabello. Oyó el aplauso y vio las rosas volar por encima de las candilejas hasta formar un montón tan grande como el piano; los pétalos cayeron, se dispersaron y dejaron manchurrones carmesíes en el suelo. Por ese camino carmesí llegó Adriance, con sus andares juveniles, llevando a la prima donna de la mano, una mujer con la piel oscura y unos ojos españoles.
       La enfermera le tocó el hombro; él se sobresaltó y despertó. La mujer tapaba la lámpara con la mano. Everett vio que Katharine estaba despierta, consciente y un poco agobiada. Él la alzó despacio con el brazo y empezó a abanicarla. Katharine posó sus manos con suavidad sobre su pelo y lo miró con unos ojos que no parecían haber llorado o dudado nunca.
       —Ah, querido Adriance, querido, querido —murmuró.
       Everett fue a llamar a Charley, pero cuando regresaron, la locura del arte había terminado para Katharine.
       Dos días más tarde, Everett paseaba por la vía lateral de la estación, a la espera del tren hacia el oeste. Charley Gaylord caminaba a su lado, pero los dos hombres no tenían nada que decirse. Las maletas de Everett estaban apiladas en el carrito; su andar era apresurado y sus ojos, llenos de impaciencia, miraban una y otra vez la vía por si aparecía el tren. La impaciencia de Gaylord no era menor que la suya; esos dos, que tan unidos habían estado, ahora se habían vuelto dolorosos e imposibles el uno con el otro y ansiaban la separación de la despedida.
       Mientras el tren se detenía, Everett retorció la mano de Gaylord en medio de la multitud de pasajeros que se apeaban. La gente de la ópera alemana, de camino hacia la costa, pasaron a toda prisa junto a ellos en una urgencia frenética destinada a conseguir su desayuno durante la parada. Everett oyó una exclamación en un cerrado dialecto alemán y una mujer descomunal, cuya figura persistía en evitar su corsé en los lugares más improbables, se acercó corriendo hacia él, con el cabello rubio desordenado por el viento y, resplandeciente de alegre sorpresa, lo agarró por la manga de su abrigo con sus manos bien enguantadas.
       —Herr Got, Adriance, lieber Freund! —gritó, emocionada.
       Everett apartó con rapidez el brazo y se alzó el sombrero, sonrojándose.
       —Discúlpeme, madam, pero veo que me ha confundido con Adriance Hilgarde. Soy su hermano —dijo en voz baja y, alejándose de la cariacontecida cantante, se apresuró a entrar en el coche del tren.




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