Jesús Díaz
(La Habana, 1941 - Madrid, 2002)

II. El cojo
Los años duros (1966)


«Todo hombre se parece a su dolor».
A. MALRAUX             

      Ahorita llega. De veinte mil formas tiene que pasar por aquí a coger su máquina. Me quedan pocos. Nada más que el profesorcito este de esta noche y otro chivato. Después me quedo yo solo a mí mismo y ya sé bien qué hacer conmigo ahora que no soy ni un hombre. Pero antes tengo que acabar, y rápido. Si no, estas gentes con sus juicios y sus leyes me van a joder. A lo mejor él no se acuerda, porque le fue muy fácil; demasiado. O se acuerda y cree que lo voy a perdonar porque no le eché con el rayo en la asamblea de depuración. Salas, profesorcito maricón, te voy a joder. No te eché con el rayo en la asamblea porque eso es perder tiempo. Allí no iba a conseguir lo que quiero. Pero no me olvido. No me olvido porque fue a mí a quien le partieron las costillas y la cabeza a patadas; porque fui yo quien perdió el pulmón por tu culpa, y soy yo quien no podré estar nunca con ninguna jeba. Aunque de eso no tienes la culpa. La culpa es de la bomba que me jodió por dentro, y mía. Ni siquiera del Rolo o de Boby. Eso fue antes de la bomba, cuando la huelga. Boby y el Rolo querían cogérsela.
       —¿Por qué no rompes a un chivato en vez de meterte en la huelga?
       —Lo único que sé, es que voy en ésa.
       Y fui. Metimos recia huelga aunque al Rolo lo prendieron rápido, en la sesión de la noche. Pero él la dominaba y la noche paró. Al Boby le tocó la tarde. A mí la mañana. Fue una cosa violenta.
       —Roberto, en el patio de Educación Física.
       —Catalina, en el patio central.
       —Nelson, la escalera, desde el segundo piso.
       —En el receso de las diez.
       Les dije, dándoles los volantes. A las diez se armó el escándalo. El Instituto se cubrió de papeles. Los bedeles corrían por los pasillos, tratando de cogerlos sin poder.
       —Roberto, dámela.
       Qué cosa? —me gritó. Era lo convenido.
       —¡La cabeza de Batista!
       «La - ca - be - za de - Ba - tis - ta La - ca - be - za de - Ba - tis - ta». Primero lento, yo, 20, 50, 100, 200 estudiantes gritando. «La - ca - be - za de - Ba - tis - ta La - ca - be - za de - Ba - tis - ta La - ca - be - za de - Ba - tis - ta». Un poco más rápido, por los pasillos, «La-ca-be-za de-Ba-tis-ta». Taconeando, golpeando con las reglas. Tatata-Ta tatata-Ta. Por la escalera, por las dos. «La - ca - be - za de - Ba - tis ta La - ca - be - za - de - Ba - tis - ta La-ca-be-za de-Ba-tis-ta». Y Prieto, el direc., «¿Qué hacen, muchachos, qué hacen?». La calva le sudaba. «¿Están locos, muchachos?». Se zafó la corbata. «¡Bedeles! ¡Profesores! ¡Bedeles!». Jiménez, la de Química. «Yo me desmayo, me desmayo». Y nosotros «Lacabeza deBatista Lacabeza deBatista». Y otra vez lento. «La - ca - be - za de - Ba - tis - ta». Y prieto. «A la policía, voy a llamar a la policía». Y Parada, la de Cívica, diciendo, bajito, pero diciendo «La-ca-be-za deBa-tis-ta». Y las pepillas llorando en las aulas y Catalina empujándolas para que pidieran «Lacabeza deBatista», brava que era esa Catalina. Y Roberto saltando como un mono. Y Prieto: «Las van a pagar, las van a pagar». Y las reglas, los tacones, las manos, las gargantas, «La-ca-be-za - de-Ba-tis-ta», rápido, «La ca-beza de Ba-tis-ta», más rápido «La cabeza deBatista», rapidísimo «LacabezadeBatistalacabezadeBatistalacabeza deBatista». Y la Jiménez se cae en el zaguán, y Nel-, son «meteleeldeoenelculopaquetuveascomoselevanta» y, «¿Qué dice?» le pregunta la Suárez, y Nelson «La cabeza de Batista». Y veo que Prieto se pierde y digo «La policía, van a llamar a la policía». Y grito «A la calle - a la calle - a la calle» y la gente, «A la calle - a la calle - a la calle» y pienso en las pepillas y digo «Las agarran allá arriba» y subo a sacarlas.
       Desde allí sentí los tiros. Las pepillas se morían del miedo.
       —Arranquen rápido que las joden —les grité.
       Cuando Magaly pasó por la puerta me le pegué. Tenía los muslos duros, pero no era hora de eso. Además, Magaly siempre me tuvo tirria.
       —¡Revolucionario!
       Me gritó para ofenderme en medio de sus lágrimas. Revisé corriendo algunas aulas.
       No quedaba nadie. Entonces bajé, pero el silencio que se había hecho de pronto me olió mal. Me asomé por el descanso del primer piso.
       —De verdad que no queda nadie dentro —dijo Ramón, el bedel de la puerta, a tres esbirros que estaban en el portal. En la calle sólo se veían tres perseguidoras.
       —No queda nadie —repitió al ver que el cabo dudaba.
       —Vamos a subir por un siacaso, jefe —dijo un policía.
       —Vamos.
       Ya me jodieron. Entraron taconeando en el zaguán. ¿Esconderme en un aula? Me chupan. ¿En una cátedra? Me chupan. ¿En un laboratorio? Me chupan. Me jodieron. Entonces fue que se me encendió el bombillo. La casa de Armando, el bedel residente. Subo hasta el tercer piso, bajo por la escalera de servicio, llego a su casa, me escondo, me salvo, me salvé, soy la candela. Subí corriendo, de dos en dos, de tres en tres, de cuatro en cuatro. Si me caigo se jode esto. De tres en tres, de dos en dos. Los oía taconear en el mármol de la escalera. La casa de Armando, la casa de Armando. Llego a la puerta. Salvado. Trato de abrir. No cede. ¿Trabada? Vuelvo. Nada. Otra vez. ¿Cerrada por dentro? De nuevo. Cerrada. Me joden, seguro me joden. ¿Y ahora qué hago?, ¿qué hago? Corro hacia la izquierda. Corro hacia la derecha. Una idea, coño, una idea. Ya. El baño de las jebas. A lo mejor allí no buscan. Entro. Muchas veces me había hecho el coco de entrar, pero no así. Estoy dentro. Me meto en un servicio. Aquí tiene que haber meado Magaly. Me vuelve loco pensar en eso, encuera sentada aquí. Encuera. Magaly. Pero también, no. Es de madre imaginarse una mujer así. No, ella no, aunque sí. Toco los bordes de la taza, los muslos de Magaly. La puerta está escrita, creía que las jebas no, «Mi novio la tiene así de grande». Pasos, muy suaves. Vienen. No hacen ruido. Aquí. Entran. Pasos. Me joden, de todas todas, me joden. La puerta del servicio la mueven. Me vieron los pies, seguro. Abren.
       —¿Qué carajo quiere, esbirro?
       Grito desde la taza. De nervioso, creo.
       —¡Ay! ¡Ay!
       Ahora es la Doctora Parada la que grita.
       —¿Qué hace aquí, ¡cochino!? —Cochino no, cochino no, doctora. Me persiguen los esbirros, me quieren matar. Me van a matar, doctora.
       —¡Ah! ¡Ven, ven rápido! —me dice.
       Me dejo llevar. ¿A dónde? «Cátedra de Cívica y Psicología», puedo leer en medio del nerviosismo.
       —Siéntate, no hables. Me estás ayudando a llenar actas. Toma los papeles. No hables.
       Emborrono las actas con el sudor. Los oigo en el piso de abajo, registrando aulas, baños, laboratorios. Si no vinieran, si no vinieran. Lo digo.
       —Si no vinieran.
       —Ojalá —dice la doctora.
       Los oigo subir, acercarse. Bajo la cabeza.
       —¿Quién es éste? —pregunta el cabo.
       —Cuando se llega a un lugar se saluda primero —dice la doctora poniéndose de pie.
       Ahora sí nos jodieron. Esta mujer está loca. Pero no.
       —Bu - buenos días.
       —Y se quita uno la gorra.
       Es más guapa que Napoleón. El cabo se quita la gorra, un poco molesto.
       —Bueno, ¿quién es éste?
       —Siéntese, cabo.
       —Estoy apurado. ¿Quién es?
       Ahora va a lo suyo, a joderme.
       —Este jovencito es mi mejor alumno. Me ayuda a llenar actas.
       —¿Actas? —pregunta el cabo rascándose el cogote.
       —¿No será un revolucionario de ésos? ¿Un fidelista?
       —Ahora yo muevo las piernas bajo la mesa, cada vez más rápido.
       —¿Él? —me señala—. Si no mata ni una mosca.
       —¿Usted firmaría una declaración asegurando eso que dice?
       La doctora me mira.
       —La firmaría —dice.
       —¿Iría a la Tercera a firmarla?
       —¿Es necesario?
       —Completamente necesario.
       Le está pidiendo demasiado. La vieja se me va a rajar.
       —Entonces iría —dice la doctora recobrando su aplomo. Yo respiro fuerte.
       —En ese caso —dice el cabo— podemos dejarlo así. Se ve que no hay nada. Es por probar. ¿Usted entiende, no?
       —Claro, claro. Si estos fidelistas no dejan ni estudiar a los que son como él.
       —Doctora, si todos los maestros fueran como usted, otro gallo cantaría. Y tú —me dice— sigue así, estudiando, sin meterte en política, ayudando a la doctora.
       Se pone la gorra. Se va a ir. En eso, los pasos en el pasillo. Los mismos que tendrán que sonar ahorita aquí, en el parqueo, donde la bomba me dejó impotente.
       Los guardias se esconden tras la puerta de la cátedra.
       —Déjenlo llegar —dice el cabo— puede ser un revolucionario.
       Es Salas, el mariconcito. En ese momento me acuerdo de todo. Me jodieron. Si no se le olvidó, me jodieron. Pienso que se le olvidó, por darme fuerzas. A lo mejor él ahora piensa lo mismo. Pero me equivoqué y él también se va a equivocar.
       Desde primer año la gente lo decía.
       —Tremenda loca, y le gustan los alumnos.
       —¿Sí?
       Pero entonces era una cosa lejana, un chisme, o un bonche.
       —Le dicen Lulú.
       La cosa cambió en tercer año, cuando nos cayó en Psicología.
       —Te vacila —me decían— está metido contigo.
       Yo no les hacía mucho caso hasta que:
       —¿Te dio 100? ¡Coñó! Cuídate que te está fajando.
       Sabía que había algo y lo que más me jodió fue que la gente empezó a hablar.
       —El Chino se come a Salas.
       Eso fue lo que me tupió, la gente. La gente y la forma en que me miraba en clases, en que me miraba en el baño, el de los alumnos, al que siempre iba. Todo esa fue llenando la copa.
       —Es mentira —dije.
       —Demuéstralo, en público.
       Mis socios me lo propusieron. No quería aceptar, pero mis socios decían que tenía que dejar clara mi condición de hombre. Que un tipo con fama de buga no podía seguir en el grupo. Mis socios me lo propusieron y la gente decía y las jebas decían y yo ya ni podía más.
       —Si no lo haces, es verdad.
       Y lo hice. A la siguiente clase lo hice. Ellos lo esperaban, por eso no jodieron a Salas como siempre. Creo que tomé algo aquella mañana. Seguro que tomé, para impulsarme. En la clase me sentía insolente.
       —Buenos días, muchachitos.
       Salas saludó con la misma voz aflautada y el mismo giro de la mano con que saludaba siempre. Yo me paré. Alguien, creo que el Rolo, imitó una trompeta.
       —¡TA - TA - TA - TAAA!
       —A quien pueda interesar: —dije en medio de la clase— Aclaro por este medio que el seguro profesor y supuesto afeminado («maricón» gritó uno). Salas, no tiene nada que ver con Carlos Fuentes Chang, alias El Chino, es decir, conmigo.
       El Rolo volvió a hacer sonar la trompeta «TA-TA-TATAAA». Entonces un grupo, más de la mitad de la clase, abandonamos el aula marchando a los acordes de la trompeta del Rolo.
       —¡Inmorales! —dijo una pepilla.
       Boby se viró y le dio jamón. Después nos trasladaron de aula y nos suspendieron una semana. Eso fue todo. Ahora, esto.
       —¿Se marcha, cabo?
       —Sí, venía buscando fidelistas y parece que por aquí no hay.
       Ahora él va a decirlo, lo sé; se lo leo en la sonrisa vengativa, amariconada.
       —¿Y éste, cabo? Porque éste es cabecilla de los revolucionarios aquí.
       Después, dos meses preso, la cabeza partida, tres costillas rotas y un pulmón perdido por culpa de un maricón. Un maricón que se acerca, que ahora mismo viene.
       Tres años esperando. Lo voy a dejar que me vea bien, para que sepa.
       —¡Fuentes Chang! —me dice— ¡Gracias!
       Se acerca confiado. Seguro me da las gracias por lo de la asamblea, porque no le eché, porque no sabe.
       —¡Gracias!
       Vuelve a decir, porque no ve mi muleta en el aire, ni mi navaja.




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