Jesús Díaz
(La Habana, 1941 - Madrid, 2002)

Diosito
Los años duros (1966)

I

A las cinco de la mañana la claridad es sólo un grito. Un grito que deshace la modorra, quita las hamacas, se lava los ojos y forma. Después, lentamente, los rayos de sol van abriendo las mentes con chirridos de viejas bisagras.

      La voz de diana había partido en dos el sueño. Vibraba todavía sobre la copa de la vieja ceiba, cuando ya la unidad se hallaba formada para los ejercicios. Los hombres, saltando sin camisa, semejaban una colección de inquietos espantapájaros. Pero las aves no se decidían a emprender el vuelo, más bien parecían burlarse. El sargento ritmaba los saltos con intermitentes pitazos. El teniente, desde la puerta de la tienda donde estaba la jefatura, los miraba hacer. Al rato, el descanso llegó traído por el silencio.
       —¿Ya habló con él?
       —Sí.
       —¿Y...?
       —Nada.
       —Pero, ... ¿nada?
       —No.
       —Vuelva... trate.
       —Ese muchacho es incorregible, teniente.
       —No puede ser, si tiene 16 años, no puede ser. ¿Usted se da cuenta? ¡ 16 años!
       —Pero no quiere entender.
       —Tiene que volver a tratar. Quizás la segunda vez. Por algo es instructor revolucionario, ¿no?
       —Soy instructor, teniente; no mago.


II

      ... se lo dije al teniente, eso es insoluble, ya lo sabía, antes de volver a hablar con él lo sabía, no hay nada que hacer salvo mandarlo a casa, ¡qué clase de lío!, si Machado no se hubiera puesto con que éste sabe marxismo cuando llegamos a la 32-34 todavía estaría con las unidades de la universidad, pero éste siempre me echa a mí por delante, allí sí, con Macana y con Barbitas cualquiera es instructor, pero me mandaron para acá, y acá está Diosito, ¡qué clase de lío! nadie entiende cómo cayó aquí si en esta llamada sólo trajeron gente de Patria o Muerte, nadie entiende, pero el teniente no quiere mandarlo a su casa como le dije desde que hablé con Diosito la primera vez, «hable con él, discuta, tiene 16 años» pero es como si tuviera 60, qué manera de no querer hablar, ni oír, ni nada, sólo mirarme con esa desconfianza tremenda y preguntarme si era de La Habana, después repetirme que esto era comunismo, que él tenía fe, que él tenía fe, que esto era comunismo, le hablé de la propiedad, de la tierra, del dinero, de la explotación, ¡nada!, se metía en sí mismo y no había quien lo sacara, después reírse por lo de ese pajarraco blanco, ese bicho, es lo más feo que he visto en mi vida, aquí se ven cosas, cuando el caballo le metió mano a la yegua, qué cuadro más brutal, parecía que estaba loco, la verdad es que uno, con las mujeres, también se vuelve loco, pero de todas formas eso es de madre, es una cosa febricitante, como diría Tajes, que también está allá, con los otros, en los 120, eso es otra cosa, la infantería ésta es violenta, con la Pierna corno está no sé cómo voy a hacer la caminata, mira que enredarme en ese alambre de mierda, me duele como loco, pero tengo que meterle, tengo que meterle porque por algo soy comisario, y si después Diosito que camina cantidad se da cuenta de que yo, qué va, tengo que meterle, además está Efrén, ese bárbaro que la tiene cogida conmigo, nunca había visto tipo más bruto, no sé ni por qué es sargento, verdad es que trabaja mucho pero qué bruto es, se pasa la vida agitando a la gente, no entiendo por qué el teniente lo defiende tanto, casi siempre le da la razón, lo protege, si yo fuera teniente ya hubiera pedido que lo trasladaran, suerte que no se ha dejado llevar por él en esto de Diosito porque el chiquito no es malo, lo que pasa es, yo no sé, pero aquí no se resuelve, me gustaría que el teniente Dorta se diera cuenta de mis razones antes de que nos desmovilicen, porque si no a lo mejor Efrén lo convence y...

III

La tierra es tremendamente obstinada. Golpea ccn sus piedras las puntas de los picos mientras el sol se funde sobre las cabezas de los picadores. Ella puede ser herida, golpeada, rota. No grita, porque es terca. Pero una trinchera cuesta sudor y sangre porque la tierra es tremendamente obstinada.

       A una orden del teniente los jefes de pelotones distribuyeron el trabajo. Fue una operación rápida, pues se había comenzado el día anterior y cada cual conocía sus tareas. Cordeles amarrados a pequeñas estacas marcaban las zigzagueantes líneas del emplazamiento. A cada escuadra correspondía cavar el hueco de su trinchera y la zanja de comunicación hasta la vecina. El sol iba escalando el cielo, y aunque todavía no golpeaba a los hombres de frente, hacía ya un calor irresistible. El tambucho de agua traído en hombros con ayuda de unos palos desde el campamento, se había casi agotado. Quedaba sólo un fondito, con sabor a herrumbre.
       —Si viene una nube y quita el sol, nos salvamos.
       —Si Dios quiere.
       —Oye a Diosito, tú.
       —Diosito, ¿si Dios manda que llueva?, ¿llueve?
       —Diosito, ¿y si Dios manda que se caigan todos los mangos?
       —Diosito, dile a Dios que me abra la trinchera.
       —Diosito, ¿te quedaste mudo?
       —Diosito, Diosito.
       —¡Ponte a laborar, 26, viene el teniente!
       —¡26!
       —¡Aquí!
       —¿Por qué anda poniendo apodos a los compañeros?
       —¡Teniente! ¿Yo?
       —Usted mismo. Tiene dos reportes. Uno por poner apodos; otro por tratar de negarlo.
       —Pero, teniente...
       —Otro, por réplica. ¿Quiere más?
       —No, teniente.
       El oficial continuó caminando por sobre la loma de tierra, que se iba, cada vez más, elevando en los bordes de la trinchera.
       —¡Instructor!
       —¡Aquí!
       —Póngase cómodo. ¿Volvió a hablar con él?
       —Volví, teniente. Pero no logré nada. No hay nada que hacer, teniente. Hay que mandarlo a casa.
       —Yo no sé por qué está aquí ese muchacho, pero hay que hacer algo. No se puede mandar a casa así...
       —Déjemelo a mí, teniente, en una granja...
       —Deje eso, sargento, ése no es un problema suyo.
       —¿Cómo que no, Dorta?
       —Teniente, dime teniente.
       —Bueno, teniente, pero en una granja...
       —Nada, nada, sargento, vuelva a las trincheras. Tiene que volver, instructor, tiene que volver a tratar.
       —Teniente, no se va a lograr nada.
       —¡Es una orden! ¿Entendido?
       —Sí, teniente.


IV

      ... porque Papo me lo había dicho ya que esta gente habla mucho, y caray que habla, pero por eso Papo también habló y me dio una crucecita y me dijo que no los oyera y yo no los oigo, porque Papo sabe, lo que no sé es cómo no me la quitó el teniente ese que grita igualito como Papo dijo que iba a gritar, por eso no me la guindé del pescuezo, luego se me cayó del bolsillo cuando me agaché y el teniente me preguntó y se puso serio, y yo cogí miedo y yo cogí miedo y le dije lo que Papo me dijo que le dijera si me daban golpes, que yo tenía fe, que esto era comunismo, luego el teniente no me dio golpes como Papo dijo, se puso serio y me dijo que quién me había metido esas cosas en la cabeza, y me pasó la mano y yo le huí, pero no tenía nada en la mano, ni me dio, ni me botó para la casa, ni me prendió como Papo dijo que me iban a hacer, suerte que no fue el sargento Efrén, el sargento Efrén siempre me está gritando y mirándome con malos ojos, luego vino el político ese de La Habana y se puso a decirme mentiras de una tierra y un dinero que yo sé que yo no me cogí ni Papo tampoco, mentiras que ponen la cabeza loca, suerte que descubrí al pichón de aura, y el político le cogió miedo al bicho, se puso a gritar como un demonio por un pájaro, luego se le ponen los ojos grandes por todo, cuando vio al caballo arriba de la yegua parecía que había visto una visión, se quedó bobo mirando las bestias, luego se rompió una pierna cuando fue a saltar la cerca, parecía una yegua vieja brincando, la gente se reía y él se puso a decir cosas del alambre de mierda, yo también me reí, porque el 26 dijo que el alambre no era de mierda, que era de púas, si llega a ser de mierda se hubiera embarrado, pero la pierna estaría sana, luego el teniente dijo que no nos iban a dejar salir si nos reíamos del político, yo me puse serio por el teniente y porque tengo muchas ganas de salir para ver a Papo y para contarle, yo no sé, pero Papo dijo que me iban a dar palos y a meterme preso, la verdad es que no, a lo mejor Papo sabe, me dieron siete pesos que el juyuyo de Ezequiel dijo que era mentira que los daban, luego Ezequiel dice que aquí muchos iban a ser de fe, como yo, pero aquí no hay más ninguno como yo, luego se ríen de mí, luego me regalan cosas, el teniente Dorta me defiende, el sargento no, los achucha, pero el teniente me defiende y luego los castiga, no me gusta que los castigue porque si tienen muchos castigos les pueden quitar el pase que es lo que más la gente quiere aquí porque ya van 34 días sin salir, luego el teniente se pone a hablar, él si sé lo que dice, pero Papo me dijo que no lo oyera, pero sí sé lo que dice, Papo también me dijo que no andara con tiros, mamá cuando estaba viva no quería tiros, a Papo no le importaba pero ahora le importa, aquí la gente está contenta porque va a tirar, la verdad que el aparato está bueno, debe matar hasta un caballo, conque a un cristianó, antes, cuando yo mataba palomas con la escopetica de Toño, Papo no me decía que no, pero ahora me dice que no porque Dios no quiere tiros, ¡cazar con ese aparato!, debe ser bueno para matar bichos grandes no palomas, seguro que suena como un mundo, ¿por qué Papo dice eso que Dios? bueno, cuando digo Dios la gente se burla, luego se ríen, luego me dicen Diosito, a mí no me importa porque yo tengo fe, y porque el teniente me defiende y...

V

Las nubes bajas pesan sobre los nervios como si descansaran encima de sus puntas. Se van cargando hasta sostenerse en un equilibrio improbable. Después se rompen sobre la tierra con un encabritamiento de aires y un reverdecimiento de yerbajos.

       La unidad se encontraba sentada en el campo formando una media luna alrededor del teniente quien nunca dejaba a nadie situarse a sus espaldas. El aire se deshacía en rápidos remolinillos de polvo y basura que corrían nerviosos a lo largo de la explanada. Ante la inminencia de la lluvia, el oficial trataba de acelerar el ritmo de la clase. Los reclutas captaban las explicaciones a golpe de vista y oído, respondiendo, a veces con otra interrogación, las preguntas que el teniente les dirigía. Al darse la voz de atención, un recluta despertó como de un letargo. Cuando el chaparrón comenzó a caer, la clase había concluido.
       —Diosito, ¿por qué no te cambias de camisa?
       —No tengo más. La otra está en donde el campamento central; no pude traerla con el corre-corre.
       —Yo tengo una seca, deja buscarla.
       —Coño pero qué lluviecita esta. A pique de que no podamos ir a tirar.
       —¡Cállate la boca, 26!
       —Es la lluviecita esta, tú.
       —Que llueva, que llueva
       la virgen de la cueva.
       Que escampe, que escampe
       la virgen de tu madre
       la virgen de la madre del 24.
       —No jueguen con la virgen.
       —Ah, Diosito, estate quieto.
       —Sí, sí, que con este fango y esta lluvia y estos 35 días aquí.
       —Si escampa tiramos por la tarde; si no, mañana. Con las ganas que tengo de oír cantar al gallo ese.
       —¿Vamos a ver quién tira mejor, 26?
       —Vamos.
       —¿Vamos Diosito?
       —El Diosito no puede competir, no atendió a clases.
       —Y el teniente no lo reportó.
       —Yo sí atendí, por eso no me reportaron.
       —Atendiste...
       —Y yo, si Dios quiere, creo que no voy a tirar.
       —¿Que no vas a qué?
       —A tirar.
       —Pero qué comemierda. ¡Oye eso, 26! Con lo bueno que está el aparato.
       —Él sí tira. No compite porque no puede; pero deja que oiga cantar al gallo. Tú verás si tira o no tira.
       —Dicen que después de las prácticas de tiro nos dan pase.
       —¡Ojalá!
       —Si Dios quiere.
       —¡Qué Dios ni Dios! Dile a Dios que me dé un pase. ¡Dame un pase Dios, coño! ¡Dame un pase!


VI

       ...si a mí me dejaran, pero yo no sé qué le pasa a Dorta, al teniente como le tengo que decir ahora, se lo digo y se lo digo y nada, siempre con que si la edad, con que si el muchacho trabaja, con que si los ojos del muchacho, ni que fuera adivino, yo no sé qué milagro está esperando, convencerlo ni convencerlo, ese Diosito es bicho malo, a ése lo enseñaron de donde vino, lo más malo es que nunca hace nada mal, ni contesta mal, siempre se calla y lo mira a uno así con ojos de miedo, al teniente le dijo que él tenía fe, que él no se fajaba con nadie y eso es contrarrevolución, ¡convencerlo!, a ése lo enseñaron de donde vino, siempre haciéndose el bobo, no atendió ni a una clase de tiro, ni a una, pero se va a joder, porque lo que él no sabe es que Dorta me puso al frente de los ejercicios y lo voy a cazar, si falla lo menos que pierde es el pase, que es lo que más quiere, eso si es medicina, perder el pase, no palabritas y boberías, si a mí me dicen ahora que pierdo el pase me vuelvo loco, entre estos reclutas y los de más atrás hace como ocho meses que no veo a mi gente, perder el pase sí duele, no la palabrería del instructor ése, yo no sé por qué Dorta lo encargó de Diosito, a lo mejor porque es de la universidad, pero no sabe brincar una cerca ni lo que es un pichón de aura, y el guajirito no lo respeta, ¡lo va a respetar! a mí sí, y a Dorta, sobre todo a Dorta porque Dorta es guapo, Dorta, qué tipo más cojonudo, nunca se me olvida cuando, medio muerto, me sacó de la casetica aquella en Ocujal debajo de los plomos de los casquitos, si no llega a ser por él, me pelan, y ahora tengo que decirle teniente, yo se lo digo a veces, a veces no, porque me jode, no entiendo eso, decirle usted a Dorta, esto se ha vuelto una mierda, en el monte sí, si Diosito me cae abajo allí, ¡mi madre!, allí los hombres se medían por sus cojones, esto con el trajecito y el saludito es una mierda, si a mí me dejan, mando al instructor ese al carajo, y a Diosito, a Diosito yo lo convenzo, ¡crucecitas conmigo!, a trabajar coño que de eso no se muere nadie y menos Diosito que está cujeado, si es bueno como dice Dorta, se arregla, si no, se jode, pero el asunto se resuelve, voy a tener que esperar a que desmovilicen al instructorcito ese, a lo mejor no, a lo mejor Diosito falla en el ejercicio de tiro y le quito el pase y lo mando a una granja, si a mí me dejaran...

VII

El sol es a veces, para los hombres, un pequeño punto negro que hiere los ojos. Camina por el cielo como una perezosa llamarada. Quema. Invita a que lo miren. Guiña. La visera de una gorra se mueve Un rostro resplandece. El sol se torna entonces un pequeño punto negro que hiere los ojos.

       —¡Con un cartucho de guerra: carguen!
       La voz del sargento Efrén fue continuada por el ruido de los cartuchos al introducirse en los cargadores; de los cargadores al introducirse en los fusiles. Éstos quedaron hacia arriba, apuntando al cielo.
       Algo como una gota se formó en el ojo abierto del recluta, nublándolo. Su índice tocó varias veces el disparador, después quedó laxo. Comenzó a llorar, y su frente se unió a la tierra como si el cuello hubiese perdido fuerzas para sostener la cabeza.
       Cuando se mandó apuntar, y las culatas se hundieron en los hombros con sonido de huesos, fue el silencio.
       —¡Con un cartucho de guerra: ¡rompan fuego!!
       La descarga sonó cerrada, colmó los oídos de un zumbido seco, y el ambiente de un enervante olor a pólvora.
       —¡Alto al fuego!
       Los fusiles volvieron sus bocas hacia arriba. El brazo derecho del recluta se movía aceleradamente, tuvo que aguantar el fusil con las dos manos.
       —Diosito, como salta el bicho éste, qué lindo canta.
       —¿Culatea mucho, 26?
       —Un poco, pero si se afinca... Tú no tiraste.
       —Sí.
       —Mentira. ¡Estás llorando!
       —No.
       —Tira en la otra vuelta, tú verás qué rico suena.
       —Pero...
       —¡Con un cartucho de guerra: ¡carguen!!
       —No seas comemierda, ¡tira!
       La operación se repitió más rápidamente ahora. Al poco rato los fusiles estaban otra vez dirigidos hacia adelante, las culatas clavadas en los hombros, los nervios tensos.
       El recluta acarició el disparador.
       —¡Con un cartucho de guerra: ¡rompan fuego!!
       Los plomos huyeron por las estrías, yendo a clavarse en los blancos, y la tierra.
       —¡Alto al fuego!
       El recluta tuvo que volver a sostener su fusil con las dos manos. Algo, como una lejana claridad brilló en sus ojos, mientras las lágrimas comenzaron a secársele en las mejillas.
       —¿Qué te pareció, Diosito?
       —Está bueno, está bueno.
       —26, el Diosito tiró.
       —¿No te lo dije?
       —Le está cogiendo el gusto.
       —¡Con un cartucho de guerra: ¡carguen!!
       A la voz del sargento los codos se volvieron a hincar en la tierra. Los ojos izquierdos se cerraron, mientras los derechos, tratando de quedar fijos, tomaban a veces un curioso movimiento circular.
       —¡Con un cartucho de guerra: ¡rompan fuego!!
       Los fusiles saltaron golpeando los hombros de los reclutas.
       —¡Alto al fuego!
       El recluta sostuvo ahora su fusil tomándolo por la empuñadura, solamente un leve balanceo en la punta hacía recordar el movimiento anterior. Pudo con la mano izquierda limpiarse un poco la cara, y hubo en sus labios un gesto entre sonrisa y mueca.
       —26, ¿viste al Diosito?
       —Le está cogiendo el juego.
       —Diosito, ¿vamos a hacer una competencia?
       —No, 24, yo...
       —Él no atendió a clases, compadre.
       —Pero tira mejor que tú, 26.
       —¿Mejor que quién?
       —¡Con un cartucho de guerra: ¡carguen!!
       El recluta obró esta vez con menor premura. Pegó los talones a la tierra y contuvo la respiración. Colocó el dedo sobre el disparador y por primera vez no se apreció en su fusil ningún movimiento.
       —¡Con un cartucho de guerra: ¡rompan fuego!!
       —¡Diosito, hiciste diana!
       —¿Sí?
       —¡Alto al fuego!
       —Mira, mira, ahora van a marcar blancos, fíjate en la bandera... ¡Mira! ¡Coñó! Lo partiste Diosito, y eso que no atendiste a clase.
       El recluta miró mucho su blanco, volvió a limpiarse los ojos y siguió mirando. Después se mordió la lengua y giró la cabeza hacia el compañero de la derecha.
       —26, ¡26!
       —¿Qué?
       —Hice diana.
       —Ya lo vi. ¿Vamos a ver quién tira mejor?
       —Bueno.
       —Sssh, el sargento nos está mirando.
       —¡Con un cartucho de guerra: ¡carguen!!
       Otra vez los cartuchos fueron a los cargadores, los cargadores a los fusiles, los fusiles a los hombros. Líneas tan rectas como los nervios las permitían, se trazaron de los ojos a los blancos.
       —¡Con un cartucho de guerra: rompan fuego!!
       El recluta presionó suavemente el disparador pero no halló ninguna resistencia. Tampoco saltó su fusil como los otros. Soltó el disparador y volvió a presionarlo con igual resultado, repitió la operación varias veces, cada vez más rápido. El disparador iba y venía en medio del ruido de los otros disparos con el mismo irritante silencio.
       —¡Alto al fuego!
       —Diosito. ¿Qué te pasó?
       El recluta no respondió. Sólo miraba, con los ojos muy abiertos, su fusil.
       —26, ¿Qué le pasó al Diosito?
       —No sé, a lo mejor me cogió miedo. ¡Diosito!
       —¿Qué te pasa?
       —No sé, no sé, este bicho...
       —¡Con un cartucho de guerra: ¡carguen!!
       El susurrante diálogo fue interrumpido por la orden. El recluta trató de secar el sudor de sus manos en el pantalón, pero sólo logró llenarlas de tierra. Volvió a trastear el fusil que no respondió con ninguna de sus voces habituales.
       —¡Con un cartucho de guerra: ¡rompan fuego!!
       —Diosito, ¿por qué no tiraste?
       —¡Alto al fuego!
       —Este aparato... este bicho...
       —¿Qué?
       —Está trabado.
       —¡Desmóntalo!
       —No sé.
       —Sí, si ya tiraste, ¡fíjate en los gases!
       —No sé, no sé, no lo entiendo, no sé.
       —Díselo al jefe de campo.
       —No, es Efrén.
       —¿Y qué?
       —¡Con un cartucho de guerra: ¡carguen!


VIII

Si a los hombres, con sus uniformes verdes, no les naciera desde el cuello una cosa perpetua, serían sólo largas yerbas. Vienen entre ellas, se confunden con ellas. Pero les nace desde el cuello una presencia perpetua, hermosa.

       El sargento Efrén marchaba a paso doble por el trillo. A veces sus pantalones se trababan en las puntiagudas espinas del aroma. Efrén lanzaba una maldición pero no se detenía a destrabar el pantalón, ni se ocupaba tampoco de ver si la espina había penetrado la carne. Al llegar a una encrucijada miró hacia atrás. A lo lejos se veía venir la unidad mandada por un cabo.
       —¡Teniente, teniente!
       —¿Qué pasa, sargento? ¿Por qué tan rápido? ¿Qué? ¿Algún accidente?
       —Sí, digo no, accidente no.
       —¿Quién está al frente?
       —El cabo Marcel.
       —¿Qué pasa? ¿Por qué ese corre-corre?
       —Que no quiso tirar, que incumplió órdenes.
       —¿Quién?
       —Seguro que fue el Diosito.
       —¿Quién incumplió órdenes?
       —El instructor ya lo dijo.
       —Pero si el instructor no estaba allí.
       —No, pero el único que no quería tirar era el Diosito.
       —¿Qué vas a hacer?
       —¿Por qué no tiró? ¿Qué le dijo?
       —No me dijo nada, se quedó allí cuchicheando con el 26 y con el 24, haciéndose el que tiraba como al principio.
       —¿Cómo como al principio?
       —No tiró porque no quiso, es incorregible.
       —Instructor, hable cuando le pregunte.
       —Sí, porque al principio sí tiró.
       —¿Cuántas veces?
       —No sé, dos o tres, porque siempre hacía como si tirara, se hacía el bobito a ver si no me daba cuenta. Ése es bicho malo, hay que quitarle el pase y mandarlo a una granja.
       —Eso no es así. Hay que ver, estudiar el caso.
       —Incumplió órdenes, teniente.
       —No imp... digo, sí importa; pero hay que estudiar eso, las condiciones...
       —Teniente, incumplió órdenes, hay que quitarle el pase y...
       —Quitarle el pase... Es que se trata de un caso especial.
       —Pero hay otro problema.
       —¿Qué problema?
       —Yo ya le quité el pase.
       —¡¿Cómo?!
       —Que yo... vaya como que... corno yo pensé que... pues le quité el pase y vaya...
       —¡Y ahora yo no puedo desautorizarlo a usted! ¡Qué lindo está eso! ¡Le dije mil veces que no se metiera para nada con ese recluta! ¡Le dije!...
       —Mira, Dorta.
       —¡Dígame Teniente! ¡Cuádrese!
       —...
       —Coño, Efrén. ¿Qué pasa? ¿Qué es eso, chico? ¡Coño, que no se diga Efrén, coño pero, ¿cómo vas a llorar, chico?
       —Mire, Teniente...
       —¡Usted se calla, instructor! ¡Y se queda aquí hasta que se acabe el pase aunque lo desmovilicen!
       —Pero, teniente.
       —¡¿Qué pero, un carajo?! ¡Se queda aquí! ¡Y usted Efrén, también te quedas aquí! ¡Y yo y Diosito y 65 todos! Vamos a ver si juntos podemos algo.




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