Jesús Díaz
(La Habana, 1941 - Madrid, 2002)
Las palabras perdidas (1992)
Para Ambrosio Fornet
Torre Ostánkino
¿Sería posible que el orden hubiera vuelto a trastornarse y el palacio estuviera otra vez a la izquierda y no a la derecha de la torre? ¿Aquel maldito restorán habría girado de nuevo sobre su eje, como la tierra, o los raudales de vodka y coñac que tenía entre pecho y espalda lo llevaban a confundir este y oeste? Y en todo caso, ¿qué hacía allí el Rojo acariciando a una rubia y por qué carajo se desvanecía como una pompa de jabón cada vez que intentaba tocarlo para reaparecer después componiendo la escena más natural del mundo salvo por el pequeño detalle de que el Rojo había muerto hacía ya siete años? Él, ¿estaría loco, además de borracho? ¿Lo habrían desquiciado las sugerencias de Adrián sobre un drama que creía olvidado y cuyos personajes, sin embargo, aún mostraban con rencor sus cicatrices? ¿O estaba obligado a reconocer que temblaba debido a las imprevisibles consecuencias de aquel diálogo y que tenía miedo, simple y sencillamente?
¿Podría siquiera encontrar su mesa en medio del aquelarre de aquel restorán convertido en salón de baile, donde todos saltaban y chillaban como dementes, o debía regresar al baño, sentarse en uno de los monumentales inodoros y dormir allí su cobardía, su curda y su locura soñando que era un Segismundo cualquiera, o mejor, que aquella torre rodeada de nubes era un cohete y él un cosmonauta dispuesto a explorar los mundos remotísimos donde estarían flotando sus amigos del alma, los mismos que acababan de visitarlo, en plena conversación con Adrián, quizá para exigirle que cumpliera el destino común a cualquier precio? ¿Por qué volvía ahora Una? ¿Qué intentaba decir? ¿Por qué se desvanecía, como el Rojo? Él, ¿sería un caballo? Aquellas obsesivas visitas que le permitieron vestir la piel de sus hermanos, o prestarles su cuerpo, ¿significarían que había caído en trance y ellos lo habían montado? ¿Quizá Oyá le otorgó ese don y la nevada no fue más que un aviso? ¿O había sido Changó quien le dio las armas de la invocación y la memoria y reintrodujo a Adrián en su vida para obligarlo a pelear por sus muertos?
¿Sería por eso que volvía a temblar como aquella noche en la que Candelaria Cárdenas se posesionó de su voz para terminar pegándose candela? ¿Tendría valor para volver al ruedo, fe para sacrificarlo todo a aquel delirio, paciencia para sufrir un nuevo ostracismo, talento para alcanzar su objetivo? ¿Acudirían los dioses en su ayuda, si decidía luchar? ¿Lo protegería el talismán que aún llevaba consigo y que hasta ahora había servido únicamente para recordarle la noche de su gran derrota? ¿Por qué estallaba en sus labios aquella invocación sagrada? «¡Kabiosile, Changó, kabiosile!». ¿Quién lo montaba ahora, ordenándole abrirse paso en el tumulto con la danza guerrera que haría irreversible su destino? «¡Kabiosile, Rojo, kabiosile!». ¿De dónde provenía el fulgor que señalaba a Eléggua como creador de la zarabanda que enloquecía el salón para impedirle llegar hasta su sitio? «¡Kabiosile, Gordo, kabiosile!». ¿Quién sino el Cancerbero del Cielo y el Infierno hacía girar la cabeza de la torre poniendo a su antojo el norte en el sur y el este en el oeste? «¡Kabiosile, Oyá, kabiosile!». ¿Cómo evadir aquellos fogonazos rojos, verdes, azules, naranjas, que cada tres segundos cambiaban el color de las gentes? «¡Kabiosile, Roque, kabiosile!». ¿Por qué se apagó la luz al terminar el rock que guiaba su ritmo? «¡Kabiosile, Silencio, kabiosile!». ¿Qué le quedaba, más que tantear el aire como un ciego y seguir avanzando en lo oscuro? «¡Kabiosile, Una, kabiosile!». ¿Quién sino Oyá enviaba la centella que iluminó el salón por un instante, permitiéndole entrever en su mesa el impasible rostro de Adrián? «¡Kabiosile, Madre, kabiosile!». ¿Quién o qué se insinuaba más allá, en las tinieblas? «¡Kabiosile, Misterio, kabiosile!». ¿Cómo cumplir su destino, sino enfrentando aquel enigma que de pronto abría las fauces y vomitaba fuego?
El Flaco y la Biblioteca de Alejandría
El Rojo se miró en la cristalera y quedó fascinado por la imagen. Solo veía la mitad de su rostro. La otra mitad era un libro. Cara y carátula se fundían en un espacio insólito y armónico a la vez, como en las caraspájaros de Lam. Deseó tener allí un pincel para salvar lo que se le había revelado como una configuración de su destino, pero comprendió que el instrumento sería inútil en sus manos. No le había sido dado el don de la luz sino el de la palabra, no estaba ante un cuadro sino ante un poema. ¿Qué libro completaría su cara? ¿Qué libro era su ojo, su mejilla, la mitad de su boca? Hizo un esfuerzo por leer el título, pero le fue imposible. Cedió a la tentación de avanzar y se precipitó en lo oscuro. Ahora la imagen de su rostro se había borrado por completo. El título del libro seguía siendo ilegible.
Retrocedió tratando de recuperar aquella visión, pero ya la lívida luz del amanecer se había sobreimpuesto a las escasísimas luces interiores de la librería disolviendo definitivamente el misterio. Entonces comprendió que el libro no era otro que su libro; solo podría leerlo una vez que lo hubiese escrito.
—¿Usted es el último, compañero?
La pregunta lo ofendió como una bofetada. Tenía junto a sí a un mulato altísimo, con la cara picada de viruelas. Asintió en silencio, levemente inclinado sobre su paraguas, e intentó refugiarse en la evocación de la imagen. Cerró los ojos y vio un libro escrito en una lengua indescifrable.
—¿Último?
La nueva pregunta quebró la evocación. Intentó rehacerla, pero la magia ya había desaparecido y sintió caer sobre sí la maldición que produce un cristal al romperse. «Ella, siempre lo dijo», masculló como un conjuro, «tápenme bien los espejos, que la muerte presume». Aquellos versos desencadenaban en su mente una serie de imágenes que lo aterraban y atraían como la de un barco negro en medio de la noche: él mirándose al espejo, y su abuela, la sorda, apareciendo desde la nada, dispuesta a presumir con una sonrisa macabra.
—Estoy detrás de usted.
Abrió los ojos y contuvo un grito. Una vieja de ojos grises lo señalaba con el índice. Parecían estar solos junto a la puerta de la librería y él miró a su alrededor, como pidiendo ayuda a sus vecinos de cola: el mulato y un calvo que cargaba un portafolios.
—No, usted va detrás de mí —dijo el calvo—. Y conmigo vienen cuatro.
—Conmigo viene otro —murmuró el Rojo, mirando al suelo.
Para ocultar su turbación hurgó en la mariconera y extrajo uno de los tabaquitos que solía hurtarle a su abuela.
Al encenderlo sintió un latido en el párpado. Era una reacción inevitable cada vez que algo no andaba bien. ¿Por qué había mentido? No queriendo reconocer que por burlar a la pelona, se dijo que lo había hecho como un signo de obediencia a las inescrutables leyes de la cola. Ahora, por lo menos, su espera no sería totalmente gratuita; había adquirido el poder poético de designar a alguien y situarlo en el olimpo del número uno.
Pero de todas formas él no podría comprar libros. Su padre, un inflexible abogado para quien poeta y maricón venían a ser lo mismo, lo expulsó de su reino suspendiéndole el saludo y la mesada cuando no pudo modificar su maldita vocación. Desde entonces el Rojo concluyó que la liaison del verbo vender con el sustantivo libros era repugnante. Por eso no tenía escrúpulos en robarlos. Su técnica era incruenta y funcional: usaba un grueso volumen, el Manual de marxismo-leninismo, de Otto V. Kuusinen, al que le había horadado cuidadosamente las páginas, vaciándolo del texto, aunque no de los márgenes, de modo que ya no era un libro sino un ladrillo hueco, una caja vacía. Lo demás, meter a Sor Juana dentro de Kuusinen, era un simple juego de manos.
—Buenos días, ¿quién es la última persona?
La recién llegada, una señora de pelo entrecano y rostro sin afeites del que emanaba una tranquila dulzura, sonreía con suprema ingenuidad.
—Yo —dijo la vieja de los ojos grises con una voz seca y agrietada.
El Rojo no se atrevió a mirarla de nuevo. Acarició su bibliocaja y se dijo que robarse uno precisamente hoy, el día en que iba a realizarse aquella venta gigantesca, era ridículo. Dio una intensa chupada al tabaquito. Tonificado por el humo pensó que sería espléndido dar un golpe de mano con ayuda de la recién llegada. Era una mujer de elegancia criolla, cuyo donaire provenía del buen gusto y la cultura, no de la etiqueta; y por eso mismo, porque nadie sospecharía de una persona así, el momento en que ella sacara una pistola de la cartera y le espetara a los libreros: «¡El Decamerón o la vida!» sería formidable. Pero también imposible. Aquella mujer, a quien una recién llegada llamaba Fina, lo era, sin duda; jamás llevaría consigo una pistola.
A pesar de que el Rojo amaba la novela negra e incluso sospechaba que alguna vez escribiría una, sabía también que ese amor era irrevocablemente platónico. De modo que frunció los labios formando unos anillos de humo y descartó la violencia. En eso descubrió un culo en la cola; sonrió ante la paronomasia, que en aquel caso era casi sinonimia, y avanzó mirándolo. Era un ejemplar perfecto. Provenía de una espalda recta que se estrechaba en cintura de avispa y de pronto formaba una curva rotunda. Dejó que sus ojos recorrieran el camino inverso, hasta la cara, y murmuró: «Criolla trigueña, rostro de Modigliani, culo de negra». ¿Se atrevería a decírselo al oído? No. Era un piropo, pero podía tomarse como una ofensa.
Pasó en silencio junto a la muchacha, levemente irritado por su indecisión, llegó a la acera, dio una última fumada bogartiana al tabaquito, lo dejó caer en el latón de basura y resolvió escapar de la instintiva inseguridad que le inspiraba la maldita vieja de los ojos grises. Pero al mirar hacia la librería sintió un mareo, una sudoración, un llamado. Allí adentro y ahora el loco más cuerdo de la historia entraba a la eternidad montado en las aspas de un molino, el más inocente era procesado de modo inapelable, el más desesperado mataba a una anciana de un hachazo, el más fantasmal proyectaba su larga sombra sobre el páramo, el más siniestro batía incesantemente su tambor, el más inteligente resolvía la oscura ecuación inscrita en un jardín de senderos que se bifurcaban, el más vapuleado moría en los helados campos de Kolyma y el más terco luchaba contra los sigilosos designios de un enorme cetáceo; había amores allí, desgarramientos, odios, tropelías; Napoleón avanzaba hacia el desastre por las nieves de Rusia, el Investido de Poderes instalaba en el Caribe una insaciable guillotina, Ulises vagaba sin rumbo por las calles de Dublín y el Cholo moría en París con aguacero recordando a su Rita de junco y capulí; allí adentro y ahora, llamándolo, se abría la noche insular con sus jardines invisibles.
Volvió apresurado hacia la punta de la fila. Lo obsesionaban la posibilidad de perder el turno y el enigma de los libros inaccesibles. La cola había aumentado su caudal como un río en primavera: ahora doblaba por el recodo del portal, seguía paralelamente a la avenida y amenazaba con desbordarse por los tortuosos meandros de las calles adyacentes. Tenía que decidir a quién colar: ¿a un amigo o a una hembra? Era mejor no precipitarse. El poder efímero también corrompía, aunque fuera efímeramente; solo se sentiría en paz consigo mismo si lo usaba en un acto de poiesis. Tenía que colar a un escritor.
Paseó la vista por la fila, alcanzó a ver a dos de ellos y los descartó de inmediato; sus obras habían sido ejecutadas en La Ladilla Ladina, órgano de justicia poética que él publicaba en mimeógrafo junto a su carnal el Gordo. Mientras pensaba en su extraña condición de poeta a la vez inédito y temido distinguió al Flaco, desesperado al final de la cola. Apenas se conocían, pero se habían enfrentado una vez, tenían un amigo en común y habían compartido una mujer. Al verlo, el Rojo evocó la tarde de su primer recital, en los tiempos antiguos, cuando aún La Ladilla Ladina no existía. Las autoridades universitarias habían intentado fiscalizar los textos, pero el Gordo y él rechazaron la pretensión y seguidos por un grupo de estudiantes ocuparon el anfiteatro. Allí leyeron sus primeros poemas e invitaron a un debate, donde el Flaco calificó los versos del Gordo de «triviales» y los del Rojo de «exangües, desasidos, levemente decimonónicos». Él contratacó con una ironía tan cáustica que aquello estuvo a punto de terminar en trifulca. Al día siguiente los poetas fueron amenazados con la expulsión, y solo la vehemente defensa del Flaco impidió que la sanción se consumara.
Pero aquellos calificativos demoledores se fueron filtrando lentamente en la conciencia del Rojo, que días después leyó en una novela de ciencia-ficción una curiosa paradoja: para llegar al Sol había que alejarse previamente hasta Venus; solo desde allí era posible trazar una parábola perfecta. Y concluyó que, al calificar su poesía de desasida, el Flaco había querido decir que estaba mal colocada con respecto a su objeto. Todo el problema residía en la distancia. Pero, en el futuro, no iba a acercarse, sino a viajar hasta el punto remotísimo desde donde pudiera elaborar la metáfora perfecta, la parábola bíblica, la imaginería que doblegara el tiempo y aprehendiera definitivamente a su obsesión: la Isla.
Y ahora, con el Flaco a unos pasos, evocó el agobiante trabajo sufrido para encontrar aquella distancia. Noches tendido bocarriba en la azotea de su casa, mirando al infinito, mañanas leyendo clásicos sin levantarse siquiera de la cama, tardes dedicadas al angustioso dolce far niente que tanto irritaba a su padre, a las autoridades universitarias y a los militantes de la Juventud Comunista. Se había arriesgado al suspenso y al descrédito sin encontrar el punto lejanísimo desde donde podría verlo y expresarlo todo con claridad, pero aquella búsqueda, lejos de ser inútil, lo había preparado para recibir el mensaje secreto que le dirigieron las extranjeras del Campamento 5 de Mayo. Allí, en la singular siembra de eucaliptos llevada a cabo como homenaje a Carlos Marx, había escuchado, mezcladas, todas las lenguas y dialectos de Europa, y aquella confusión babélica le sugirió la idea de un Idioma desconocido del que supuestamente iría traduciendo sus poemas.
Y a pesar de las burlas del Gordo abrigaba la porfiada certidumbre de que cuando lograra concretar aquel hallazgo podría romper la prisión del realismo, la servidumbre de la anécdota, la miseria del color local que, bajo los seudónimos de antipoesía, conversacionalismo y coloquialismo banalizaban hasta el hastío la joven poesía cubana creando la desoladora impresión de que todos los versos estaban escritos por el mismo pésimo poeta.
Pero su secreta gratitud hacia el Flaco, que sin saberlo le había dado el impulso, no bastaba para disculpar aquel ataque, hecho, por cierto, en presencia de Ibis. La simple memoria del nombre lo hizo enrojecer. La evocó como en los días del recital, cuando todavía era virgen, casi niña, y él apenas comenzaba a ser poeta y la llamaba Abu Menyel, Ibis de Egipto, Ave sagrada de los árabes, y la palabra novia tenía un encanto inmarcesible. Pero la propia Abu Menyel lo había estrujado, chupado, desflorado; había dejado de ser su novia para convertirse en su hembra precipitándolo en un torbellino de lujurias insoportablemente deliciosas y horribles, y ahora él reconocía que ella lo había ayudado a poner en crisis su poética tanto o más que el ataque del Flaco y que los propios libros y lenguas extranjeras, curándolo de los restos de cierto empolvado modernismo a golpes de pura perversidad contemporánea. Abu Menyel tenía la clara perfección de un Boticelli y era tímida como una florecita, pero en la intimidad se comportaba como la más agresiva de las putas del puerto; mirándose desnuda en el espejo solía decir, entre otras exquisiteces, que tenía perro culo. Fue entonces cuando él empezó a llamarla la Dama del Perrito.
Con aquel sobrenombre lo engañó por primera vez y, arrepentida, le contó al oído su experiencia. El Rojo luchó contra la obsesionante pesadilla en brazos de otras niñas, y continuó frecuentándolas aún después de que la Dama le confesara que estaba metida con él como una perra, dispuesta a soportarlo todo. Lo hizo con una paciencia tan espectacular que él se habituó a mantener su gineceo con la absoluta certeza de que la Dama siempre estaría esperándolo. Así que cuando ella le dijo abur, porque andaba con un instructor de filosofía, la llamó Flor de Fango, lo que para un lector vergonzante de Vargas Vila era la peor de las ofensas. Dos meses después, cuando él era ya uno de los flamantes editores de La Ladilla, estalló el escándalo. El instructor de marras, que no era otro que el Flaco, golpeó en público a Ibis porque ella le había pegado los tarros. La Dama exhibió sus cardenales como si fuesen medallas y proclamó su amor por el Flaco que, sin embargo, se negó a volver con ella. Él disfrutó como una doble venganza aquella historia de inocultable sabor folletinesco, y tiempo después rechazó de plano la sorpresiva propuesta del Gordo: incorporar al Flaco a la redacción de La Ladilla.
Volvió a mirarlo. Alto, desgarbado, orejón, con camisa gris y pantalón carmelita cuyos bajos apenas le llegaban a los tobillos, sobre los que caían, flácidas, unas medias escandalosamente verdes. Aquella facha se hacía aún más deplorable por el hecho de estar asociada a una gestualidad demasiado enfática, obviamente populista. Pero el Gordo aseguraba que el tipo tenía talento, que si lo ayudaban sería capaz de descubrir nuevos espacios narrativos, y él empezó a sentirse atraído por la profecía y pensó, mientras echaba a caminar hacia el Flaco, que aquel era un buen momento para pagarle el favor y terminar de conocerlo.
—Tengo un turno allá alante —dijo, como si los uniera una vieja amistad—. El uno.
El Flaco se quedó mirándolo o midiéndolo por espacio de un segundo.
—Chévere —respondió—. Vamos.
Era más prepotente que Zeus. El Rojo había sorprendido en su mirada, primero, un amago de reto, y después, la total y vehemente certidumbre de que merecía aquel turno. Ahora caminaba a zancadas hacia la punta de la cola, con dos mochilonas en bandolera, mientras la sorpresa y la indignación del Rojo daban paso a la burla, porque su protegido tenía un aspecto francamente cómico. Era efectivamente muy flaco y algo encorvado, aunque no enclenque; solía hablar en un tono demasiado alto, y él se preguntaba si lo haría por falta de educación o por exhibicionismo, cuando advirtió una creciente agitación en la cola. El administrador de la librería, gordo y calmudo como una morsa, caminaba a lo largo de la fila haciendo tintinear un mazo de llaves. La gente se arremolinaba a su paso en medio de ácidas discusiones sobre el orden de precedencias.
—Pónganse de acuerdo —sugería la morsa con una sonrisa paternal—, o no les vendo ni un folleto.
La amenaza produjo un temblor colectivo. Era la primera vez en muchos años que se importaban libros extranjeros y nadie quería quedarse con las manos vacías. Cuando la morsa se detuvo ante la puerta cerrada, estaba rodeado por un grupo anhelante, convulso.
—Sepárense —ordenó—. Hoy amanecí sin ganas de trabajar, así que si no se me portan bien…
El grupo reculó, la fila empezó a rehacerse y el Rojo se dedicó a detener a los que avanzaban desde el fondo, luchando por conjurar el peligro de que la cola estallara allí mismo, convirtiéndose en una turba incontrolable.
—De ustedes depende —decía la morsa suavemente—. Yo no tengo apuro.
En eso, los cuatro socios del portafoliado llegaron con otros cuatro y la mujer de punzó que iba detrás de Fina armó un escándalo. Junto a los cristales se formó un molote alegremente engrosado por la gente que continuaba acudiendo desde el fondo. El Rojo quedó en el centro, horrorizado al pensar que los cristales podrían quebrarse provocando una triple catástrofe: la pérdida del uno, los heridos y la mala suerte. De pronto la señora echó a correr pidiendo justicia, detuvo un carro patrullero que había entrado por la callejuela lateral y regresó con un sargento de la policía. Los gritos aumentaron, ahora eran confusas explicaciones dirigidas al sargento acerca de la hora en que había llegado cada uno. El tumulto atrajo a algunos transeúntes que querían saber qué iba a venderse allí.
—Libros —le informó el Rojo a una anciana de piernas varicosas que se había infiltrado entre la multitud, jaba en mano, hasta situarse junto a la puerta.
—¿Libros? —preguntó la mujer, boquiabierta.
—Libros —repitió él.
El rostro de la anciana se ensombreció.
—Y ando buscando papas —dijo, decidida a marcharse—. Y zapatos ortopédicos, que estos ya están…
El sargento le ordenó a la multitud que se agrupara lejos de los cristales y llamó:
—¡El uno!
—¡Aquí! —gritó el Flaco.
—Avance —ordenó el sargento—. ¡El dos!
—Yo —dijo el Rojo.
—Se dice aquí… ¡Avance!
El Flaco entró corriendo. Él lo hizo lentamente, con el temblor con que los fieles entran al templo, y quedó boquiabierto ante el estante de Aguilar. Cogió las Obras completas de Góngora y le acarició el lomo como a una gata. Pero el libro estaba envuelto en nailon. Metió la uña del índice en la línea de sellaje, cerró los ojos, recordó la tarde ya lejana en que su dedo penetró por primera vez el sexo virgen de Abu Menyel, y desfloró el volumen aspirando el olor de la piel que lo encuadernaba con la misma demorada impaciencia con que ella lo había enseñado a olisquear sus pechos. Se lo pegó al oído para gozar el susurro irrepetible de las páginas pasando por primera vez, acarició el papel biblia como si tocara las cuerdas de una guitarra y pensó: «Solo el Amor entiende estos misterios…».
De pronto se sintió desplazado. Varias personas se interpusieron entre él y el estante y un enjambre de manos cayó sobre los libros, que empezaron a desaparecer como en un acto de prestidigitación. En eso le arrebataron a Góngora y sintió que su desasosiego se transformaba en rabia. Al recordar que no tenía plata desistió de perseguir al ladrón, que ya escapaba en dirección a la caja. Hacía un calor húmedo, la librería estaba tan llena que resultaba difícil avanzar por los pasillos. Una suerte de locura se había apoderado de los compradores, que pugnaban por adquirir colecciones completas en las que se mezclaban el oro y el barro. Se dirigió a la puerta, decidido a huir, y en el camino descubrió la Biblioteca Breve de Seix Barral y se detuvo como ante una exposición fotográfica. Aquellos libros no eran solo bellos sino también provocadores gracias al inusual diseño de sus sobrecubiertas. Gotas de agua detenidas en el preciso instante de caer, perros peleando a dentelladas, la pupila profunda, oscura y luminosa de un elefante… ¿Y quiénes serían, santo dios, Ingeniar Bachman, Mario Vargas Llosa, Slawomir Mrozek?
—Rojo, ¿tú no vas a comprar? —le espetó el Flaco.
Él sintió un golpe de sangre en la cara, una incurable vergüenza, como si de pronto estuviera desnudo en medio de la librería.
—No —dijo.
—Entonces, ayuda —lo conminó el Flaco—. Ve trayéndolos aquí.
Tenía abierta una de las mochilonas y echaba en ella libros a granel, mirando apenas los títulos para comprobar que no estaba repetiéndolos. El Rojo sintió que su rabia se convertía en envidia. ¿El Flaco sería un revendedor? No, no tenía tipo. Probablemente era algo muchísimo más siniestro, un oportunista, un nuevo rico que se había hecho con alguno de los palacetes abandonados por los burgueses de Miramar y que ahora compraba libros por metros para adornar paredes. Iba a darle la espalda cuando comprendió que, si lo ayudaba, el Flaco podría convertirse en una especie de prestamista de libros que él no habría de devolver jamás.
—¿Cuáles quieres?
El Flaco se encogió levemente de hombros.
—Todos —dijo.
Él iba a insinuar que aquello era un disparate, pero desistió. Metió el falso manual y la mariconera en una de las mochilonas, se colgó el paraguas en el antebrazo y se frotó las manos.
—Con permiso —dijo en un tono entre autoritario y persuasivo—, paso a un empleado.
Se escurrió entre los bibliófagos, que lo dejaron pasar sorprendidos, y casi enseguida reapareció con varios volúmenes en las manos. Guardó los libros en una de las mochilonas y miró alrededor. Los estantes raleaban. Echó a caminar seguido por el Flaco hasta desembocar en un reducto menos concurrido donde, de súbito, se abalanzó hacia el estante del Fondo de Cultura Económica y, de una sola brazada, arrambló con media colección de Letras Mexicanas. Regresaba junto al Flaco cuando lo oyó gritar:
—¡Tuyo!
Se volvió instintivamente. Un empleado accedía a la zona sosteniendo una tonga de volúmenes entre la ingle y la barbilla. Varios bibliófagos lo rodearon, pero él se las ingenió para quedar en el centro del grupo, casi aspirando al empleado por las fosas nasales. El tipo se detuvo y él lo imitó cercándolo con ambos brazos, como un basquetbolista, sin soltar la mochilona ni el paraguas y sin dejar de mirarlo a los ojos. Sabiendo que en esos casos el jugador delata su intención por la mirada, no creyó en la finta que el empleado hizo hacia la derecha y se adelantó a bloquearlo por la izquierda.
—¡Así! —gritó el Flaco rompiendo el cerco y situándose casi detrás del empleado, que dio un paso adelante y dos atrás.
El Rojo repetía los movimientos sincronizadamente cuando observó que el Flaco, deslizándose como una culebra por entre los bibliófagos, metía las manos bajo las del empleado y decía:
—Entrega.
El tipo lo miró boquiabierto y cedió los libros con una sorpresa no exenta de alivio. El Flaco echó a correr esquivando a dos bibliófagos que lo miraban con rabia, y él se le unió en un rincón donde quedó fascinado por los volúmenes azules y amarillos de los Premios Nobel de Aguilar. De pronto escuchó un escándalo en el otro extremo del salón. El Flaco terminó de meter los libros en la mochilona y ambos salieron disparados. Cuando doblaron por el estante vacío del Fondo de Cultura, el Rojo empezó a reír de puro nerviosismo. Diez o doce bibliófagos competían en una feroz arrebatiña sobre una montaña de volúmenes, mientras los empleados contemplaban impotentes la escena y las mujeres y los viejos se servían de los despojos del combate.
—¡Los argentinos! —gritó el Flaco.
Se metió en el molote a empujones y al fin emergió con una tonga de libros sostenida de cualquier manera con ambos brazos. Cuando llegó junto a las mochilas se arrodilló dejando caer al suelo los volúmenes de Emecé. El Rojo empezó a revisarlos ansiosamente y exclamó, desesperado:
—¿Y Borges?
El Flaco no lo miró siquiera. Terminaba de guardar el botín cuando se abrieron las puertas y desde el interior del almacén emergió un carrito tan cargado que parecía una montaña rodante.
—¡Vamos! —gritó.
Dos empleados empujaron el carrito, que continuó rodando solo mientras la manada de bibliófagos trataba de interceptarlo. Pero ya el Flaco había roto la inercia y, lanzándose sobre la montaña con un segundo de ventaja, logró situarse en el vórtice. El Rojo se echó las mochilas a la espalda, fue hacia el tumulto extendiendo las manos en dirección al Flaco, que ahora estaba casi cubierto por los mismos libros que abrazaba, y los agarró como pudo mientras el Flaco regresaba al torbellino del que emergió minutos después, con una nueva pila en los brazos.
—¡Ya lo tenemos! —dijo el Rojo—. ¡Las Obras completas!
—¡Bestial! —exclamó el Flaco—. Vamos echando.
Pagó sin chistar aquella cifra astronómica y salieron a La Rampa. Bajaban por 23 como mulos por un abismo, se dijo el Rojo abrumado por el peso de la mochilona, pensando que su abismo privado era la negativa del Flaco a dejarse acompañar hasta la casa, donde difícilmente podría negarle en préstamo unos libros. ¿Sería esa la razón? ¿Habría alguien capaz de llegar a un grado tan feroz de egoísmo? Desechó la idea de mandarlo a la mierda porque era obvio que el Flaco no podría cargar él solo las mochilonas. Tendría que transigir.
—I want to hold your hand —murmuró cuando llegaron a la parada.
El Flaco hizo todavía otro intento fallido. Había una cierta desesperación en su mirada, como si la necesidad de aceptar ayuda fuese una súbita desgracia.
—Okey —dijo de pronto, poniendo las mochilonas en la acera—. Help me, help me, help meee.
Lo había captado al vuelo. ¿Tendría los discos? De inmediato el Rojo se respondió que sí y los oídos se le hicieron agua al evocar la voz de Lennon. Al perder la melodía se dijo que probablemente no, los Beatles estaban prohibidos y solo los hijos de papá tenían los discos; él, por ejemplo, apenas poseía una pobre placa grabada con medios artesanales en la que los monstruos de Liverpool sonaban como gatos en una noche de tormenta. ¿Sería un hijo de papá, el Flaco? No, era un tipo duro, hecho a golpes, eso se le veía por encima de aquella ropa ridícula. Probablemente, ambos habían bebido del mismo manantial: el disco del Gordo.
Sonriendo, atrajo hacia sí una mochilona. Al sopesarla maldijo el homo del trópico, la devolvió a la acera, abrió su paraguas y recibió la sombra como un baño en la piel pecosa y reseca. De inmediato empezaron los murmullos, a los que no hizo caso. Había aprendido a vivir por encima del chismorreo, despreciaba aquel hábito bárbaro y no pensaba ceder ninguna de sus soberanas prerrogativas al provincialismo o la maledicencia.
—Ven —dijo, invitando al Flaco a unírsele en la sombra.
—¿Tas loco?
El Rojo se encogió de hombros y miró el paraguas. Amaba aquel objeto principesco, regalo de su abuelo catalán, que no solo lo ayudaba a sobrellevar su pobre piel en medio de los fuegos del verano, sino que además le permitía retar la estupidez públicamente.
—Ahí viene —le advirtió el Flaco, señalando al ómnibus.
Se acercaba rugiendo, repleto, ladeado por el peso. Él cerró el paraguas y cargó la mochilona. Entonces el ómnibus se detuvo inesperadamente, a unos cuarenta metros de la parada, abrió la puerta posterior y empezó a vomitar pasajeros. Los que aguardaban se echaron a correr, él entre ellos, con la mochilona golpeándole la espalda. Llegó jadeando pero el chófer no se dignó a abrir la puerta delantera, aunque alguien la golpeaba desesperadamente.
Un par de adolescentes lograron montar por detrás, casi a la fuerza, y el vehículo, rugiendo, reanudó la marcha.
—«El ómnibus oscuro representa qué vaga bestia»… —citó mirando a la multitud desalentada, envuelta en la negra humareda de los gases—. «Como en salvaje fiesta»… —añadió, pasmado ante la capacidad de la palabra poética para expresar el alma de la nueva carrera que la multitud emprendía en pos de otra vaga bestia oscura.
Pero como esta no los llevaría a Luyanó, el extraño barrio donde vivía el Flaco, podía contemplarla en medio de la desesperada calma de la espera. Reabrió el paraguas, hurgó en la mochila hasta encontrar su mariconera, extrajo el último tabaquito, lo encendió y aspiró el humo como un exorcismo contra los insoportables fantasmas de la ansiedad; amaba demorarse en aquella costumbre, la única con que su Isla había marcado al mundo.
—Tócame —pidió el Flaco.
Hubiera podido negarse, un tabaco era algo tan personal como los labios de Abu Menyel en los viejos tiempos; pero la escasez había prostituido el hábito de fumar convirtiéndolo en un ritual colectivo: tabacos y cigarros pasando de labio en labio, de saliva en saliva, como la pipa de los sioux. Apreciaba la generosidad implícita en la nueva costumbre, pero, sencillamente, le resultaba imposible practicarla. Él no era sioux. De modo que dio una última, intensísima cachada, maldijo la escasez, cerró los ojos y cedió la breva decidido a no volver a recibirla. Disfrutó la delicada cosquilla del humo incorporándose a su cuerpo y lo exhaló dulcemente, suavemente, como si se despidiera de la dicha antes de regresar a los calcinantes vapores del asfalto.
Dos nuevas bestias se acercaban crujiendo. La multitud se abalanzó sobre ellas y él se vio envuelto en la marea mientras cerraba el paraguas y se echaba a cuestas la mochilona. El Flaco apagó el tabaquito en la suela del zapato, se echó el cabo en el bolsillo y se sumó al tumulto que presionaba junto a la primera bestia. Él había quedado delante y sintió que lo alzaban en vilo en el momento en que la puerta se abría. Lo envolvió un rancio olor a grajo y un murmullo de protesta por el espacio que ocupaban las mochilonas, y supo así que el Flaco también había subido.
Cuando el ómnibus dejó atrás La Rampa, sintió la excitación de estar adentrándose en terra incógnita. En el sudeste hacia el que se dirigían había barrios desconocidos, cuyos nombres —Luyanó, Lawton, Guanabacoa— le sonaban como palabras de otra lengua. Había también una calle que en su imaginación acabó perdiendo toda materialidad para trasmutarse en un libro cuya sosegada demencia lo sobrecogía. «Me pasma lo callado», citó en un murmullo, «brutalmente me pasma lo callado y digo / no sé quién ríe por mí la noble broma…».
Dejó la cita en el aire y se concentró en esperar el acontecimiento, el instante en que la bestia cruzara por fin la Esquina de Tejas pasando, «como los frutos que la demencia impulsa», de la calle Infanta a la calzada de Jesús del Monte, el ámbito de la escritura. Siempre lo había conmovido aquel tránsito, alguna vez hasta lo había hecho llorar, aun cuando reconocía que, mal miradas, es decir, miradas sin palabras que las distinguieran, no había grandes diferencias entre Infanta y la Calzada. Pero Infanta era muda y Jesús del Monte había sido cantada, cantaba ella misma «el reverso claro de la muerte, la extraña conciliación de los días de la semana con la eternidad». Y ahora habían dejado atrás la Escuela Normal y llegado al punto en que Infanta se estrecha y se hace especialmente fea y sombría, como la salida de ciertas grutas que, de pronto, se abren a un valle cegador. Allí estaba. «En la Calzada más bien enorme de Jesús del Monte / donde la demasiada luz forma otras paredes con el polvo», murmuró, agradecido como el primer hombre ante el misterio inagotable del fuego. No existía, ni había existido, ni existiría nunca alquimia semejante, capaz de trasmutar, sin traicionarla, la pobreza, la fealdad y el polvo en el oro de ley de la nostalgia. Gracias a ella atravesaban ahora no aquella desolada vastedad chillona que le proponían los ojos de su cara, sino el «cruce tan humilde, el ceniciento / Paso de nuestras Aguas Dulces, el siempre atardecido».
—En la esquina —advirtió el Flaco.
Mientras se abrían paso hasta la puerta y se apeaban, entre empujones y protestas, el Rojo se preguntó cómo habría podido el poeta distanciarse de aquella cruda realidad para trocarla en utopía, y se dijo que algún día escribiría un poemario que fuera a la vez semejante y distinto al de Diego, definitivamente suyo.
Atravesaron la Calzada de Luyanó, se adentraron en el barrio, y entonces se sintió abrumado por la fealdad brutal de la pobreza sin palabras. Aquí no había alquimias, sino bochorno, gritería, aceras sin un cantero, sin un árbol.
—Rojo —dijo el Flaco como si pidiera excusas—, mi casa no está buena.
La explicación sobraba, allí las casas solo podían clasificarse en malas, peores y pésimas. Algunas eran de mampostería y mostraban sus fechas de construcción, los años veinte, en unas lucetas colocadas sobre las puertas; rara vez tenían portal, nunca jardín y estaban adosadas unas a otras como para sostenerse mutuamente. Las más eran de una madera incolora, mordida por el sol y el sereno, con techos de tejas que alguna vez debieron ser rojas y que ahora eran de un verdinegro moribundo. El Rojo sentía hambre, sed, las correas de la mochilona le sajaban los hombros; se pasó la lengua por los labios resecos y decidió abrir el paraguas.
—Aquí no —le advirtió el Flaco—. Esto no es el Vedado.
Pobreza, prejuicios, chismes, ignorancia, pensó él, datos que conformaban aquel nuevo concepto tan de moda, subdesarrollo, y concluyó que su compañero de camino era eso, un subdesarrollado, y que como tal vestía y se comportaba.
—¡Habla! —le gritó el Flaco a un negro joven, que bailaba solo en una esquina al compás de la música de un radio.
—¡Sua-va-ná! —respondió el bailarín.
Se movía de un modo casi mágico al ritmo del son y de su propia jitanjáfora, mientras el Flaco parodiaba el pasillo y le gritaba:
—¡Che-ve-ré!
Y él descubría, en los del negro, la fuente de los movimientos del Flaco que, en el Vedado, le habían parecido excesivamente enfáticos y que aquí y ahora cobraban una suerte de elegancia cálida y transparente como el aire: aquella mano alzada y abierta, aquel nuevo grito del Flaco:
—¡Entra!
Aquel sonoro choque de palmas con otro negro, mecánico a juzgar por sus ropas, que venía avanzando en sentido contrario y respondía:
—¡Dímelo!
Aquella mulata magra, preguntando desde la puerta de su casucha:
—¿Más libros, Profe? y el Flaco:
—¿Qué le vamo’hacer, Exuperancia? y la mulata, alzando los brazos al cielo:
—¡Alabao!
Sí, aquello era atractivo, pero no por eso dejaba de ser pintoresco, puro color local. Era, en vivo, ese balbuceo que había matado tantos sueños de gloria, tanta poesía folklórica, tanta novela costumbrista… De pronto descubrió a una muchacha tan bella como la reina de Saba, hacia la que el Flaco se dirigía ahora, y se quedó sin aire. Era muy alta, tenía los labios anchos y la piel negrísima, casi azul, los ojos grandes y asombrados, color café, la nariz aplastada, los senos altivos bajo la blusa blanca, las piernas largas como una gacela y un culo redondo y poderoso, donde el Flaco puso la mano.
—Buen inán —dijo.
Él se turbó ante la grosería y grabó el sinónimo. Inán era una palabra tan sonora como culo, pero, desgraciadamente, resultaba intraducibie.
—No ande ahí, que utté no tiene pá’eso —dijo la muchacha en un tono que era el punto medio entre la complacencia y el reto.
El Flaco retiró la mano, sonriendo.
—Un ecobio —dijo.
El Rojo esbozó una sonrisa. Se sentía frágil en aquel mundo donde tanto los hábitos como el idioma le eran ajenos. Miró con disimulo los muslos de la reina de Saba —dos perfectas columnas desnudas sobre las que caían los pliegues azules de la minifalda de becaria— y luego su rostro ligeramente inclinado hacia adelante.
—Mucho gusto, compañero —murmuraba la diosa, tendiéndole la mano—. Bárbara Beldarraín, para servirle.
—El gusto es mío —dijo él—. Puede llamarme… mis amigos me dicen Rojo.
Soltó a su pesar aquella mano larga, fina, cálida y cuidada, y renunció a la tentación de besársela. Le agradecía la sonrisa y la gentileza de cambiar de estilo para saludarlo, pero, al propio tiempo, sentía que ese cambio los separaba como el cristal de una pecera.
—Ya no me prestas libros —dijo Bárbara, volviéndose hacia el Flaco, que había echado a caminar—. Y te pones bravo si voy por el cuarto.
—Cuando estoy escribiendo —replicó este sin detenerse—. ¡Dale, Rojo!
Él se despidió de la muchacha y reemprendió la marcha. Se había vuelto a mirarla, cuando lo sorprendió la voz del Flaco.
—Es aquí.
No había casa, solo el vacío en medio de un muro que alguna vez fue blanco y que ahora tenía una zona gris oscura, formada por huellas de suelas de zapatos, y otra verdinegra, de humedad y limo. El Flaco entró a un patio mal cementado y él lo siguió, atónito ante el color de la miseria. El patio estaba flanqueado por una doble hilera de cuartuchos pintados de sucio. Sucio. No encontró otra palabra en su paleta para aquella mezcla de cal vieja y churre, amasada por años de sol y aguaceros. Al fondo, junto a dos puertas cerradas, había una cola de hombres sin camisa, mujeres en bata de casa y niños semidesnudos, esperando tumo para llenar sus recipientes —cubos, latones, palanganas— en una pila de la que salía un delgado hilo de agua. Una de las puertas contiguas se abrió y una negra gorda, que tenía en el cuello y los brazos horribles huellas de quemaduras, salió del excusado alisándose la saya deshilachada.
—A la veldá, la veldá, que no hay na’como cagal —eructó y se sobó la barriga.
—Esto es un solar —explicó el Flaco con una sombría agresividad—. Una cuartería, ¿entiendes? —y apartó una cortina de cretona con dibujos de flores que el tiempo y el polvo habían convertido en grises—. ¡Vieja, traigo visita!
El Rojo quedó boquiabierto. El cuarto era más grande de lo que parecía desde afuera, y estaba literalmente tapizado de libros. Tres de las cuatro paredes de altísimo puntal estaban cubiertas por enormes libreros improvisados a base de tablones y ladrillos; en los rincones había paquetes amarrados con cordel y cajas desbordadas de libros. Junto a la cuarta pared, bajo una ventana de barrotes sin pintar, se veía un refrigerador descascarado, un tosco escaparate color crema con el techo atestado de libros, una venerable máquina de coser con la tapa cubierta de libros, una mesa despintada con un cajón de libros debajo, un fogón de luz brillante encima, dos sillas y una butaca desfondada por el peso de los libros. Casi en el centro del habitáculo había una cama camera con el bastidor hundido. Sobre el ángulo que formaban dos de los libreros, un altar de Santa Bárbara, al que de milagro no le habían puesto un libro encima.
La madre del Flaco, una mujer pequeña, arrugadísima, miró desolada las mochilonas.
—¿Más?… —murmuró.
—Y un socio —respondió el Flaco—. Le decimos el Rojo. Fríe los bistés.
—Mucho gusto, señora —dijo él haciendo una venia.
—Es mío —respondió ella con un hilo de voz—. Pero… la cagne entoavía no ha llegao.
—Se dice todavía, Rosa —apuntó el Flaco mientras se liberaba del peso de la mochilona y lo invitaba a hacer lo mismo—. Y la carne llegó, tú lo sabes.
Rosa enrojeció al bajar la cabeza y el Rojo hizo otro tanto. Entendía la ingenua estratagema de la pobre mujer y lo desconcertaban la insólita grosería y la extrema generosidad del Flaco. Corregir a su madre ante un extraño lindaba con lo grotesco, compartir la exigua cuota de carne, con la locura.
—No tengo hambre —mintió mientras dejaba la mochilona sobre las cajas, sintiendo que enrojecía aún más.
—Siéntese y no joda —dijo el Flaco. Se quitó la camisa y la colgó de cualquier modo en un librero antes de dejarse caer en el borde de la cama.
—No estoy cansado —volvió a mentir el Rojo.
—Deme —murmuró Rosa pidiéndole el paraguas.
Lo puso sobre los libros que cubrían la vieja Singer, y la heteróclita disposición de los objetos que había en el cuarto convirtió el hecho en algo perfectamente normal. No hubo nada de insólito en el encuentro casual del paraguas y la máquina de coser en aquella habitación invivible.
El Rojo sentía una creciente desazón. ¿Cómo era posible que un instructor de la Universidad viviese en aquel sitio siniestro? De pronto le resultó evidente que el Flaco había nacido allí, que era demasiado joven cuando la rueda de la fortuna dio un vuelco y todas las viviendas quedaron habitadas; en suma, que estaba jodido. Sin embargo, sabría dios cómo, había logrado atesorar aquella biblioteca, más grande que su propio cuarto. Se acercó a un librero, sacó un volumen al azar y quedó totalmente anonadado ante el título:
Perz thz eg Tyaih yucopaz
—¿Tú sabes griego? —preguntó, en un tono que fluctuaba entre la admiración y la incredulidad.
—No. —El Flaco se quitó los zapatos y se sobó los pies.
Turbado, el Rojo abandonó el rimero helénico y tomó otro volumen: System der Wissenschaft. I Teil. Die Phänomenologie des Geistes.
—¿Y alemán?
—Tampoco. Un poco de inglés, you know what I mean? —El Flaco se estiró para alcanzar una especie de molinillo que había en la mesita y suspiró mirando los libros—. Como la burguesía se fue, compré los mamotretos. —Y con el énfasis de quien hace una promesa, añadió—: Voy a aprender por lo menos diez idiomas.
Él devolvió a Hegel a su sitio y se sentó en el otro extremo de la cama como si lo hiciera sobre cristales, con extrema cautela.
—Yo pienso inventar uno —se aventuró a decir y de inmediato, al recordar la carcajada del Gordo ante aquella confesión, se arrepintió de haberla hecho.
Pero el Flaco no reaccionó burlándose, ni se asombró siquiera. Partió el cabo en dos, metió la mitad en el molinillo y obtuvo una picadura basta, mal cortada.
—¿Un idioma? —dijo.
—Bueno, no exactamente un idioma —se apresuró a aclarar el Rojo, consciente de su osadía—. Pretendo suponer la existencia teórica de una lengua desconocida de la que yo traduciría mis poemas.
Con sumo cuidado, el Flaco echó la picadura en un papel de estraza y abrió una gavetica anexa al molinillo.
—No es mala idea… —murmuró—. Pero deberías ir más lejos.
Sintiendo que el hedor de la picadura rancia le irritaba la nariz, el Rojo buscó la mariconera, extrajo un nebulizador y se roció nafazolina. Mientras volvía a sentarse aspiró profundamente, hasta sentir que se liberaba del ahogo.
—Explícate —dijo.
—Un idioma no tiene sentido si no es parte de una cultura. —El Flaco guardó el pedazo que restaba del tabaquito junto a otros cabos viejos, renegridos. Tomó una hoja blanca y empezó a cortarla en tres pedazos regulares, con ayuda de una regla—. Quiero decir que debes crear tu propia Weltanschauung, o sea, tu concepción del mundo, y a partir de ella, si esa es tu onda, imaginar un cosmos. —Se aplicó a liar un cigarrillo con la ayuda de un extraño artefacto parecido a un rebobinador—. Lo del idioma aislado es un disparate, ¿entiendes? —y selló el pitillo con saliva.
Rosa se acercó trayendo agua y café, y el Rojo apuró el vaso de agua y miró hacia arriba. Desde las grietas del techo caía una arenilla presagiando derrumbe. La demasiada luz del atardecer seguía formando paredes con el polvo. El Flaco, metido en aquel halo incandescente que le otorgaba un aura de furiosa irrealidad, se adelantó para ofrecerle un cigarrillo, y él tuvo la insólita certeza de que solo aquella mano, que al salir del área luminosa recobraba su opaca consistencia, era real. Lo demás, incluso las palabras, eran maya, ilusión.
—¿Tú escribes? —preguntó, deseoso de comprobar los vaticinios del Gordo.
—Cuentos —dijo el Flaco—, por ahora. En realidad, me preparo para escribir una novela total, o sea, una novela que incluya todos los géneros literarios, poesía, cuento, periodismo, ensayo… —Tocaron a la puerta y buscó a su madre con la vista, pero era obvio que había salido. Bajó la voz e intentó seguir—: Una novela que… —Volvieron a tocar, pegó un salto y se dirigió a la puerta—. ¡Qué solar, coño! ¡Va!
La figura de un chino viejo y jorobado se dibujó en el umbral y el tono de voz del Flaco se hizo suave, cariñoso.
—Ah, Manuel, ¿cómo va la cosa? Me parece que la vieja fue al baño. ¿Quiere esperarla?
—No, glasia —respondió el chino sonriendo de un modo a la vez cómplice e impasible—. Le conseguí ajo. ¿Me hace el favol de entlegálselo?
—Siempremente —dijo el Flaco palmeándole el hombro—. ¿Cuánto es?
—Oh, nada, no es nada —murmuró el chino con una venia, y se alejó arrastrando los pies.
El Flaco puso el cartucho de ajos sobre la mesita y de paso encendió su rudimentario cigarrillo en la llama del fogón.
—Déjame leer un cuento tuyo —dijo el Rojo.
Los ojos del Flaco brillaron. Se acuclilló frente a un librero, sacó unas cuartillas y se las tendió.
—Con una condición: que me digas de verdad lo que piensas.
Él asintió con la cabeza. La solicitud era absolutamente superflua; tratándose de literatura, no podía hacer otra cosa.
—Préstame un lápiz —dijo—, si no te molesta que haga sugerencias de detalle sobre el texto. Es un vicio de editor.
—No hay problema —replicó el Flaco amoscado, tendiéndole el lápiz—. ¿Por qué iba a molestarme?
El Rojo miró su cigarrillo, decidido a prenderlo; el humo apestaba, pero era humo.
—«Fidelidad» —dijo, como para sí mismo—. Empieza bien, con un título breve… —Miró a un punto en el vacío, como si se estuviera concentrando, y suspiró levemente—. «Una ráfaga de eme dieciséis…».
—¿Vas a leerlo en voz alta? —lo interrumpió el Flaco.
—Soy lector de poesía —dijo él—. No puedo leer de otra manera.
Y leyó:
«Una ráfaga de eme dieciséis quemó la noche y el guardafronteras Yisiel Manzano cayó de bruces, herido en las piernas y la cara. Cuando intentó gritar sintió que se ahogaba en un buche de sangre. Negra, su perra, le lamió el rostro y empezó a luchar por voltearlo. Yusiel logró despegar el hombro izquierdo de la tierra, ayudado por el animal, pero un dolor feroz lo obligó a interrumpir el movimiento. Volvió a caer. Alrededor sonaban órdenes confusas, nuevas ráfagas de eme dieciséis, ladridos y disparos de ak. Negra aullaba, nerviosa. Yusiel intentó arrastrarse para alcanzar su arma, que había caído a unos dos metros de distancia, pero las fuerzas no le respondieron. Temblando, vio como Negra se acercaba al fusil y lo empujaba hasta él con el hocico. Luchó por acodarse y sostener el ak solo para acabar otra vez tendido y sudoroso.
En eso un infiltrado entró corriendo al cañadón. Yusiel quiso gritar, pero un nuevo buche de sangre le llenó la boca. El hombre se detuvo, sorprendido, y de pronto levantó el eme dieciséis y apuntó hacia Yusiel. Entonces Negra saltó hacia su garganta. Yusiel cerró los ojos. Se sabía incapaz de ordenar el “¡Negra, aquí!”, que paralizaría a la perra e impediría lo que ya había ocurrido cuando volvió a mirar: el hombre yacía con la garganta destrozada.
Negra se acercó a Yusiel, le metió la cabeza debajo del pecho, lo empujó hasta voltearlo y se tendió a su lado a lamerle la herida. Bocarriba, mareado por el dolor y el esfuerzo, Yusiel buscó los ojos del animal. Negra lo miraba con tanta ternura como no lo había hecho jamás ningún ser humano, y Yusiel se estremeció al recordar cuánto la había odiado al recibirla.
“¡La negra pa’l negro!”, gritó burlón el Sargento perrero, negro él mismo, cuando le entregó aquella perrita recién destetada, temblorosa, la única negra de la camada de seis que había parido Loba, la fiera perra parda del Sargento. Yusiel soportó en silencio las risas de sus compañeros y quiso llamar Pantera a la perra, pero ya el Sargento la había bautizado con un apodo casi idéntico al que sufría en silencio el propio Yusiel: Negra.
Yusiel Manzano nunca logró que nadie le dijera su nombre. Fue Negro desde siempre y para siempre, desde el solar de hambre y soledad hasta el Servicio Militar en el que al menos tenía seguros la comida, la ropa, el fusil y el culpable agradecimiento de sus compañeros. Nunca abandonaba el campamento, no tenía dónde ir, y le daba lo mismo hacer las guardias de aquellos afortunados que tenían casa, madre, novia…
Él solo tenía a su perra y volcó sobre ella todo su odio y su ternura, todo su amor y su resentimiento, entrenándola y pegándole, dándole de comer y pegándole, besándola y pegándole, poseyéndola y pegándole y arrullándola con extrañas canciones de cuna compuestas por él mismo. En menos de un año Negra demostró ser el mejor animal de la unidad, y el Sargento perrero quiso quitársela pretextando que la necesitaba para pie de cría. Yusiel se echó a llorar con toda la inconsolable desesperación de su soledad, y la perra reaccionó con tal fiereza contra el Sargento que lo hubiera matado de no ser por el “¡Negra, aquí!” con que Yusiel logró dominarla. Jamás había recibido comida de otras manos, besos de otros labios, patadas de otros pies.
Y ahora la inagotable fidelidad de sus ojos rojizos provocó en Yusiel un extraño agradecimiento cargado de rechazo. Pensó que quizás iba a morir y deseó ver a su madre, no a Negra. Pero solo logró recordar el dulce rostro de Susana Pérez, una actriz de belleza tan radiante como la de aquella noche en que Yusiel la vio por primera vez, haciendo de buena en una telenovela, y decidió que así había sido su madre, muerta a puñaladas cuando él no había cumplido aún los cinco años. Jamás confesó aquella obsesión; Susana tenía el pelo tan negro como la piel de Yusiel, pero era blanca, ¿y cómo podía su madre ser una blanca de ojos verdes? La pregunta lo torturó durante los años interminables de su infancia hasta que terminó por enterrar en su vergüenza aquella imagen que ahora reaparecía sonriendo en el recuerdo.
Los disparos cesaron. Solo se escuchaban los gritos de los infiltrados al rendirse, las voces de mando del Sargento y los ladridos de los perros de sus compañeros. Yusiel pensó que la unidad se retiraba victoriosa y que lo dejaba abandonado ante la muerte. Quiso gritar, pero le fue imposible. Negra continuaba lamiéndole la sangre. De pronto oyó que el Sargento lo llamaba y por primera vez su apodo le resultó agradable. Lo buscaban, lo querían, registraban sin cesar la zona y el Sargento exigía que se lo encontraran vivo y volvía a llamarlo, “¡Negro!”.
Negra aulló como llorando. Yusiel emitió un sonido gutural, se atoró con sus propios dientes y tuvo un vómito de sangre. Atraído por los aullidos, el Sargento apareció junto a las uvas caletas iluminadas por la luna. Negra se paró de un salto sobre Yusiel y mostró los colmillos. El Sargento se detuvo ante la amenaza. “¡Háblale, Negro!”, dijo. Yusiel emitió un jadeo ronco. El Sargento amagó con avanzar y Negra lanzó al aire una feroz dentellada. Se escucharon pasos, voces, ladridos. En medio de un dolor atroz, Yusiel movió la cabeza, algunos compañeros lo rodeaban tratando inútilmente de calmar a la perra. Negra seguía atravesada sobre el pecho de su amo enseñando los dientes, dispuesta a saltar. Yusiel sentía que se desangraba, que la vida se le iba escapando y que ya no podía siquiera evocar el color de los ojos de Susana. En eso un recluta trató de halarlo por los hombros, de espaldas a la perra. Negra lo presintió, giró en el aire y alcanzó a desgarrarle la muñeca. Entonces el Sargento ordenó, “¡Apártense!”, y montó el fusil. Los guardafronteras se colocaron detrás de él. Yusiel alcanzó a implorar que no con el brazo y lo dejó caer sobre el lomo de la perra, que se volvió a lamerle la mano. El Sargento dio un paso hacia Yusiel y Negra giró como una pantera e intentó saltarle al cuello, pero cayó fulminada por el disparo».
El Rojo había ido haciendo anotaciones sobre el texto y ahora se mantuvo en silencio durante un minuto.
—Es un buen cuento —dijo al fin, sin entusiasmo, devolviendo el lápiz y las cuartillas—. Mira después las sugerencias, si quieres…
—¿De verdad te parece bueno? —preguntó el Flaco, buscándole los ojos.
—Digamos que es correcto —repuso él, le dio una última fumada al cigarrillo y lo apagó en una latica que hacía las veces de cenicero—. No da lecciones de moral, cosa rarísima entre nosotros, maneja bien el tiempo y no le teme a la retórica… Por ejemplo, ningún neojemingüeyano de esos que defienden la prosa seca sin entender la estructura interna del español se hubiera atrevido a jugar con los fonemas oclusivos y fricativos de ese sintagma, la «fiera perra parda», ¿no? Pero…
—Pero ¿qué?
El Rojo miró al suelo, esforzándose por hallar las palabras precisas. No quería herir al Flaco diciéndole que aquel relato de un realismo a ras de tierra no le hacía el más mínimo honor a sus ambiciones. Pero tampoco quería ser paternalista, ni mucho menos mentir.
—Su principal defecto —dijo al fin, con voz alta y clara— es su falta de distancia, de ambición… Su aurea mediocritas.
El Flaco se quedó mirándolo sin parpadear, con una ligera mueca.
—Concreta, a ver si logro entenderte —dijo con una soterrada agresividad.
—Creo que es primario —precisó él alzando la vista, como si buscara el infinito—, y que una literatura que no reflexione sobre sí misma no merece… ¿Qué te pasa?
El Flaco se había puesto de pie.
—Voy a mear —dijo, y salió del cuarto.
Él bajó de nuevo la cabeza pensando que todos los miembros de la tribu eran iguales: empezaban pidiendo la verdad y terminaban yendo a mear. El cuento le parecía correcto, publicable inclusive; pero no era ni remotamente gran literatura. Punto. En eso descubrió una cucaracha e intentó aplastarla, pero el bicho se coló por la hendija de un cajón de libros en cuya tapa había un letrero trágico: CULTURE IS HERE! Sintió unas ganas crecientes de marcharse, fue hasta las mochilonas, revolvió los libros hasta hallar su manual ahuecado y descubrió junto a él las Obras completas de Borges. ¿Cabría adentro? Casi como una deformación profesional comprobó que cabía y sintió un latido en el párpado. El chisporroteo de la manteca en la sartén lo había sobresaltado.
—Debe quererte mucho, m’ijo —dijo Rosa—. Nunca trae a nadie… Libro na’ma’, libro y ma’ libro… Me le van a sorber el seso.
—No se preocupe, señora —murmuró él, sintiendo que el Borges oculto le quemaba los dedos—. Los libros no hacen daño.
Iba a sacarlo del supuesto manual y devolverlo a su sitio cuando descubrió, en el estante que tenía enfrente, un ejemplar de la edición príncipe de Trilce. Tomó el volumen temblando porque aquel libro, hecho por las humildes manos de los presos, era sagrado. Pensó robarlo pero se arrepintió. Sería una canallada. Lo pediría prestado y escribiría un poema sobre el hallazgo.
—Ya están fritos —dijo el Flaco desde la puerta.
Él puso a Vallejo en su lugar, dejó el falso Kuusinen sobre un librero, sacó el nebulizador y se roció la nariz. Ahora no quería irse, pero tampoco podía devolver a Borges ante los ojos del Flaco, ni mucho menos comer con aquellas manos sucias. Enrojeció al mostrarlas y el Flaco decidió acompañarlo hasta la pila, aunque sin alcanzarle jabón ni toalla. Salieron al patio, donde la violenta luz del mediodía calcinaba las tejas color borravino. Junto a la puerta de su cuartucho un negro altísimo, con bemba de trompetista, cantaba un guaguancó acompañándose con las manos:
… y pelsiguiendo tu amol, quemao pol dentro y pol fuera, yo me tuve que’nfrental, en la montaña e’mi vida, a los dientes de un león, de un lobo y de una pantera…
—A ver, explícame —dijo el Flaco de pronto—, ¿cómo Pichincho escogió los mismos animales que el Dante? Explícame eso primero y después habla —me de falta de distancia y de ambición y de aurea mediocritas.
—¿Quién é er Dante ese, yérnica? —preguntó Pichincho parodiando las fintas de un boxeador.
—No sé —respondió el Rojo deseando más bien averiguar si «yérnica» sería un sinónimo de «ecobio» o simplemente una suerte de pronombre personal—. Los mismos animales… y la misma estrofa, el terceto —concedió, desconcertado—. Pero aun así lo que canta es folklore, no poesía.
—Ah, pero ven acá, ven acá —dijo Pichincho pasando su larguísimo brazo por sobre los hombros del Flaco y señalándolo a él con un índice de pianista—, ¿de dónde coño tú sacate al pollo’e granja ette?
Sintiendo que se ruborizaba ante las carcajadas simultáneas, el Rojo se dirigió al negro:
—En esta tumba pardusca / yace quien tradujo al Dante. / Ten cuidado tú, cantante, / no sea que te traduzca.
Pichincho abrió los ojos y la boca en un gesto de admiración infinita.
—¡Ño, yérnica, utté é una bejtia! —dijo, echándole el otro brazo por sobre los hombros.
—Somos yérnicas los tres —aventuró él, perseguido por otra carcajada.
Ya no cabía duda: «yérnica» era un pronombre personal; había dicho algo así como «Somos tú los tres», con lo que a través del absurdo había revelado la función simbólica del terceto en La divina comedia: expresar el misterio de la Santísima Trinidad.
—¿Por fin quién é er Dante ese, asere? —insistió Pichincho.
—Un poeta —respondió él.
—¡Un coleguita! —exclamó alborozado Pichincho, e hizo sonar sus manazas en medio de una carcajada—. Délen recuerdo del hijo’e Fredejvinda.
—Viento en popa —dijo el Flaco, y llegó a la cola de la pila, gritando—: ¿Último?
—Hasta luego, yérnica —se despidió el Rojo, que con el dominio de la palabra había recuperado el dominio de sí mismo.
El sonido del agua le provocó unos inaplazables deseos de orinar y entró al excusado. En la oscuridad de aquel cajón pestilente sintió que así debió haber sido el quinto barranco del octavo círculo del infierno. Al salir estaba al borde del vómito.
Se enjuagó las manos y la cara y regresó al cuarto secándose con el aire, precedido por el Flaco. Sacó un frasquito de colonia de la mariconera, se humedeció las manos y renunció a peinarse al comprobar que el único espejo de la estancia estaba tan manchado que deformaría su imagen convirtiéndola en el rostro de la mismísima muerte. Se sentó junto a una esquina de la mesita, donde Rosa había puesto un mantel de hule escrupulosamente cepillado, sendos platos de arroz blanco y unos bistés casi transparentes; al lado se apiñaban el fogón de luzbrillante, el molinillo de los cigarros y la desvencijada Underwood.
—No tengo vianda, ni frijoles, ni ensalada, m’ijo —se excusó Rosa—. La calle ’tá que arde. Lo poquito que hay tá cansísimo y ette na’má’ que compra libro, compra libro y compra libro. ¿Y yo?, ¿qué voy a hacer yo? Si por lo menos tuviera una pensión…
—Ah, no arrugue, vieja, no empiece con el tiqui tiqui —dijo el Flaco con la boca llena.
Él no soportaba ver la masticación; bajó la cabeza y advirtió que Rosa había picado en trocitos el bisté de su hijo y ahora lo miraba como un aya peleona, con una ternura que él nunca le conoció a su propia madre. Miró a los ojos de la mujer y sufrió una oscura sensación de culpa. Comerse un bisté ajeno le parecía un crimen.
—Mira —dijo suavemente—, me doy cuenta que es muy difícil distanciarse viviendo aquí, en el solar, para…
—¿Y qué coño tiene que ver el solar con el talento? —El Flaco dio un manotazo que hizo vibrar los platos—. ¡Dime!, ¿qué coño tiene que ver?
Él tardó unos segundos en entender aquella reacción y en medir el tamaño de la ofensa. Entonces se sintió abrumado por su propia torpeza.
—No quise decir que no tuvieras talento —dijo—, sino que tienes desventajas. Y sin embargo —paseó la vista por el cuarto, admirado—, tantos libros…
—Vive pá’ ellos, m’ijo —comentó Rosa en tono conciliador.
Deseoso de que le creyeran, el Rojo buscó los ojos del Flaco y leyó en ellos una desolada necesidad de autoafirmación.
—En realidad, el cuento es publicable —dijo convencido—. Podemos darlo en La Ladilla.
—Dime una cosa, Rojo —el Flaco le sostuvo la mirada apuntándole al pecho con el tenedor—, ¿hasta cuándo van a perder el tiempo jugando a los enfants terribles con ese periodiquito escolar?
Avasallado por la evidencia, él pasó por alto la pésima pronunciación francesa.
—¿Qué vamos a hacer? —dijo—. En otro sitio no nos publican.
—Por suerte —replicó instantáneamente el Flaco—. Tenemos que hacer una revista nuestra, que circule como suplemento de un periódico que lea todo el mundo… Algo que influya en la cultura, algo grande.
El Rojo se sintió excitado por la idea de una publicación donde al fin podría limpiar de mediocres, a trallazo limpio, los establos de la literatura, pero pensó en los obstáculos que hacían virtualmente irrealizable el proyecto y permaneció en silencio, masticando.
—¿Qué te parece? —insistió el Flaco.
—Un sueño —dijo él. Le parecía exactamente eso: un sueño. No lograba imaginar cómo podría convertirse en realidad—. ¿Quién te va a autorizar?
El Flaco dejó caer el tenedor sobre el plato con una expresión entre asombrada y furiosa.
—Tengo veinticinco años, ¿y tú?
—Veintitrés.
—¿Y entonces? ¿Quién nos tiene que autorizar a pensar? —Había subrayado la palabra con un gesto de la mano huesuda—. Nosotros somos el poder, los hijos de la revolución, ¿no es así? —exclamó, golpeando la mesa con el puño—. Dime: ¿a quién le vamos a pedir permiso?
—Cálmate, m’ijo, te va a dar una embolia —suplicó Rosa.
Pero el Flaco no la miró siquiera. Sus ojos estaban clavados en el Rojo, que pestañeaba ante aquella seguridad tan irresponsablemente persuasiva. En ella se hacía patente la autosuficiencia del Flaco, pero también su lucidez, y él supo de inmediato que intentar oponérsele equivalía a ser expulsado de su reino.
—Estoy contigo —dijo—. Todo el poder para los comemierdas. Usted perdone, señora. ¡Hacemos la revista!
—¡Entra! —exclamó el Flaco.
Y le presentó las palmas de las manos en un gesto que él hubiera confundido con una invocación de no haberlo visto antes, al entrar en el barrio; de modo que colocó los cubiertos sobre el plato, abrió las manos, chocó palmas con el Flaco y tuvo la certeza de que aquel golpe seco rubricaba un pacto inviolable. Entonces tragó un último bocado y se dirigió al estante donde estaba la edición sagrada de Trilce. Una nota sobre el hallazgo de aquel tesoro sería su primera colaboración para la revista. Estiró el brazo y, como quien toma una fruta del árbol, extrajo el polvoriento volumen.
El Flaco lo miró sorprendido.
—¿Adónde tú crees que vas con eso? —dijo.
—Quiero hacer un trabajo para la revista —explicó él, apretando el libro contra el pecho—. Préstamelo.
—Ni lo sueñes. Dame acá.
Desconcertado por la avaricia de aquella mirada, el Rojo cedió el libro y sintió quebrarse su estado de gracia, como quien pasa de un sueño dorado a la atroz realidad del solar. Tomó automáticamente su paraguas, su mariconera y su bibliocaja, cuyo peso le hizo recordar que ahora estaba llena.
—No prestarás tus libros a nadie —sentenció el Flaco—. Es el onceno mandamiento.
La intolerable mezquindad de la frase hirió tanto al Rojo como el hecho de que el Flaco dejase caer el volumen en un cajón cualquiera, como pasto de cucarachas, y tuvo que dominarse para no maldecir aquel endemoniado egoísmo, para no pegarle, para no echarse a llorar.
—Me voy —dijo.
—¿No va a tomar café? —preguntó Rosa.
—No, señora, gracias.
Apretó el Kuusinborges contra las costillas y huyó del último círculo del infierno con la firme convicción de que no regresaría jamás.
Torre Ostánkino
—Perdona —dijo Irina—, Osip tiene que hacer sus deberes.
El Flaco comprendió que ya debía dar por terminada la visita pero no se atrevió a moverse. Afuera caía una nevada tolstoiana. No tenía un copeck ni adónde ir; su única esperanza consistía en aquel viejo número de teléfono. Era imposible hacerse el distraído para obligar a Piotr, Osip e Irina a acomodarlo en un cuartucho donde apenas cabían ellos tres. Le echó una ojeada a su maleta y a su bolso, arrinconados junto a la puerta, y encendió un cigarrillo. Piotr masculló un juramento e Irina se limitó a observar el humo y a dirigirle una mirada de reproche.
—Disculpa —dijo él.
Dio dos chupadas nerviosas, apagó el cigarrillo en la suela del zapato y guardó el cabo. Irina sonrió como excusándose. La tenue belleza que alguna vez iluminó su rostro había desaparecido con la juventud. Los cristales de sus gafas eran ahora muy gruesos, estaba canosa y demacrada y la rodeaba un aura de cansancio, como si aquel cuchitril la hubiese vencido. Él bajó la cabeza, pensando que su empeño en conocer a Osip, después del lío del aeropuerto, había sido un disparate. Pero ¿cómo renunciar a aquel encuentro si llevaba diez años esperándolo?
—Pasado mañana es sábado —observó Irina mientras retiraba vasos, platos y botellas de la mesa en la que Piotr aún bebía vodka y rumiaba versos de Pushkin—. Puedes venir a por Osip si lo deseas.
No podré, pensó él mirando al niño, que ciertamente era «su vivo retrato», como le había escrito ella alguna vez. Los diferenciaba la piel blanquísima, los ojos azules y la ceremoniosa timidez de Osip, concentrado ahora en su tarea sobre un cuaderno peligrosamente extendido junto a la botella de Piotr Era hermoso verlo así, ausente, como si no escuchara el monólogo de su padrastro, ni el escándalo del pasillo, ni el ruido de los televisores y radios proveniente de los otros cuartos de la casa. Pero ya era casi de noche y él debía irse.
—¿Dónde está el teléfono? —dijo.
Irina le indicó que la siguiera. Atravesaron la habitación atestada de libros, muebles y ropas tendidas y accedieron al pasillo, donde dos mujeres discutían a voz en cuello. Parado junto a la puerta de su cuarto, un viejo de ojos legañosos y rojizos espiaba en silencio.
—Siempre está ahí esa víbora —murmuró Irina.
El Flaco tuvo la incomodísima sensación de que el viejo estaba contando sus pasos. Aquella «casa colectiva» era en realidad un solar al que el invierno convertía en ratonera, algo peor aún que la sórdida cuartería donde él había vivido durante tantos años. Jamás hubiera imaginado que en pleno centro de la ciudad existiesen sitios así, ni mucho menos que encontraría a su hijo en uno de ellos. Era como ver repetida la maldición de su infancia y de su juventud, como si Osip también estuviera condenado a desear que el fuego lo arrasara todo.
—Debes perdonar a Piotr —le susurró Irina, ya en la sala—, pasó muchos años… allá.
Él iba a preguntar si en un campo de concentración o en un hospital psiquiátrico, pero se contuvo. En cualquier caso, aquellos años explicaban la inagotable agonía que había entrevisto en los malhumorados ojos de Piotr.
—No te preocupes —dijo.
Suspirando, se dirigió al teléfono negro y venerable, adosado a la pared de un color malva resudado. Un portazo puso fin a la discusión de las mujeres, y a pesar de los ruidos de televisores y radios él tuvo la impresión de que se había hecho un silencio opresivo. Al descolgar, se repitió la pregunta que lo había estado agobiando durante toda la velada. El Rubito, ¿se acordaría o, más exactamente, querría acordarse de él? En rigor, no habían sido grandes amigos, pero estuvieron cerca en los tiempos de gloria, cuando ambos eran jóvenes y audaces. \6lvió a suspirar, acarició el gastado billete de a peso que siempre llevaba consigo, como un talismán, sacó el papelito donde había escrito el número y empezó a discar lentamente. Si el Rubito no estaba dispuesto a ayudarlo no tendría otra alternativa que confesarle la verdad a Irina y rogarle que lo dejara dormir allí, en el suelo. Pero ¿Piotr estaría de acuerdo? Desde el principio había hecho evidente que desaprobaba su visita. ¿Qué hacer si fracasaba aquella llamada? De pronto, sintió un escalofrío. Había completado el número y oía unos zumbidos ajenos, agudos, espaciados. Se dijo que el aparato estaba sonando en cirílico y le dirigió a Irina una sonrisa tonta. En eso oyó una voz preguntando algo en un ruso acubanado y gritó instintiva, casi desesperadamente:
—¡Rubito! ¡Soy yo, el Flaco!
Entonces ocurrió algo fantástico, que le devolvió el alma al cuerpo.
—¡Coñóoo! —exclamó eufórico el Rubito, identificándolo de inmediato—. ¿Qué haces aquí?
Pero él no estaba en condiciones de explicarse bajo la mirada de Irina y se limitó a pedirle ayuda y a dictarle la dirección, rogándole que pasara a recogerlo cuanto antes.
—Salgo ahora mismo para allá —dijo aquella bendita voz.
El Flaco sintió que ocupaba de nuevo un lugar en el mundo. Su simple sobrenombre había bastado para reactivar una fraternidad inmune, por lo visto, a los diez años que llevaban sin verse. Se volvió hacia Irina e instintivamente la abrazó y la besó en la mejilla. Ella se separó con cierta brusquedad, mirando hacia la puerta desde donde espiaba el viejo de ojos legañosos.
—Perdona —se excusó él—. Ahora viene un amigo a buscarme.
Seguidos por la impertinente mirada del viejo regresaron al cuarto. Osip continuaba ensimismado en su tarea. Piotr cantaba, llorando, un trozo de ópera.
—Boris Godunov —informó Irina, y dijo algo a su marido, que dejó de cantar, se secó los ojos con el dorso de la mano y entabló un diálogo como si tal cosa.
Con la sonrisa hueca de quien no entiende nada, el Flaco se sentó en el sofacama, preguntándose dónde dormiría Osip. Había una cosa segura: los oiría hacer el amor con la misma desazonada vergüenza con que él había oído tantas veces a su madre. En eso, se sorprendió llevándose el cabo a los labios. Apestaba, pero no lo guardó. Si ellos se sentían con derecho a conversar animadamente en su presencia bien podía él exhibir sus deseos, o su ansiedad. De pronto, Irina dio la impresión de haberse puesto de acuerdo con su marido.
—Piotr quiere saber si escribes la verdad o si mientes —dijo.
La brutal sencillez de la pregunta dejó boquiabierto al Flaco. Para él, la línea divisoria siempre había pasado entre escribir bien o mal y tuvo que dominar la tentación de abrir una polémica sobre el tema. Durante sus largos años de ostracismo no había dejado de soñar con escribir una novela en la que transitaría todos los géneros literarios, llevando hasta el final sus múltiples perplejidades. Pero no se lo había dicho a nadie. Albergaba un temor supersticioso a que una fuerza inesperada, que en sus pesadillas cobraba la forma de un accidente, un censor o una enfermedad, le impidiera concluir o publicar un trabajo que no había siquiera empezado. En sueños, solía morir en choques descomunales, ver su manuscrito entre las llamas o amanecer ciego frente a la página en blanco. Aquellas premoniciones lo hacían pensar que en vez de una novela estaba imaginando una desgracia de la que solo lo libraría un silencio tenaz.
—Hace años que no escribo —dijo.
Irina tradujo la frase, que obviamente la había decepcionado, y Piotr se mesó la barba negrísima y enmarañada al pronunciar una sentencia.
—Quien no escribe la verdad debe callar —tradujo ella en voz muy baja y, como si quisiera cortar por lo sano, añadió—: Voy a hacer té.
No se dirigió al infiernillo sino afuera, a la cocina común. El Flaco se sintió humillado y se dedicó a espiar a Osip, que continuaba ausente, haciendo gala de una capacidad de abstracción que él hubiera necesitado cuando pretendía escribir en el solar. Piotr había reanudado su monólogo y, mientras Osip seguía en lo suyo, él no lograba desentenderse de aquel galimatías. Probó a cerrar los párpados, a recorrer el cuarto con la vista, a escudriñar los dos pares de medias todavía húmedas tendidas sobre los tubos de la calefacción y a volver a su hijo. Pero siempre estuvo pendiente del obsesivo, incomprensible soliloquio de Piotr, preguntándose cómo hubiera podido pernoctar allí sin irle al cuello. Estaba a punto de huir para esperar al Rubito en plena calle, bajo la nevada, cuando Irina regresó con una sonrisa de alivio.
—Tu amigo está abajo —dijo.
Él se incorporó de un salto, sin poder dominar su alegría, y se puso su viejo jacket de nailon. Irina llamó a Osip, que abandonó sus cuadernos y los acompañó en silencio hasta la puerta. Piotr interrumpió su discurso, extrajo del armario una chatka de piel y una bufanda de lana y se las tendió acompañadas de una frase.
—Dice que tu ropa no es suficiente —tradujo Irina.
Con cierta avaricia, él miró las prendas, usadas pero enteras, y pensó en la nevada.
—Dile que no puedo aceptarlas —dijo—. Quizá no se las pueda devolver.
—Por favor —insistió Irina—. Se ofendería.
Lo miraba con una solicitud tan sufrida que el Flaco tomó chatka y bufanda y se las puso de cualquier manera, decidido a partir. Entonces Piotr, abrazándolo, le propinó un beso en la boca. Él apenas pudo reprimir los deseos de escupir o frotarse los labios allí mismo. Le dio la mano a Irina y besó a Osip en la frente. El niño dijo algo.
—Mucho gusto en haberlo conocido, padre —tradujo Irina.
El Flaco intentó sonreírle mientras tomaba su equipaje, pero solo logró esbozar una mueca. Por fin partió a grandes trancos, seguido por la mirada imperturbable del viejo del pasillo. Aun cuando sentía que Piotr, Osip e Irina permanecían en la puerta, no acertó a volverse. En el rellano, húmedo y oscuro, se limpió los labios con el puño de la camisa, contuvo a duras penas un súbito deseo de echarse a llorar y siguió escaleras abajo, la maleta golpeándole las piernas. Llegó jadeando al zaguán, donde un tipo con pinta de ministro daba paseítos bajo la turbia luz de la bombilla. Llevaba un abrigo de piel y una chatka flamante; la infantil redondez de su rostro resultaba atenuada por una elegantísima chiva.
—¿Rubito? —preguntó él en voz muy baja, poniendo el bolso y la maleta en el suelo.
El tipo se detuvo, se quitó maquinalmente la chatka y lo miró desconcertado durante un segundo. Dio un paso hacia él. De pronto, su desconcierto se trocó en alegría y culminó en un abrazo entusiasta.
—¡Flaco, cará! —exclamó—. No te hubiera reconocido. Estás hecho mierda.
Instintivamente, él lo miró de pies a cabeza. Tampoco había reconocido al Rubito. Estaba calvo como una bola de billar y tenía sendas bolsitas de grasa bajo los ojillos azules. La chiva, rojiza, le daba un aire mundano, pese a la barriguita y la papada. Parecía más alto; pero no había crecido, simplemente usaba botas de tacón. En conjunto, tenía la prestancia de un conde.
—Tengo que pedirte un favor —le dijo.
El Rubito le colocó correctamente la bufanda, terminó de cerrarle la cremallera del jacket y le bajó las orejeras de la chatka.
—Lo que tú quieras —prometió—. Pero antes vamos a un lugar decente.
Salieron a la calle y al principio el Flaco tuvo la sensación de que el frío no era tan intenso. Veinte metros después tenía las manos entumecidas, apenas sentía la nariz y el aguanieve había penetrado a través de sus zapatos. Tiritaba cuando depositó el equipaje en el maletero del soberbio Volga negro que un chófer había mantenido en marcha.
—¿Adónde vamos? —preguntó ya dentro del auto, donde se respiraba un delicioso olor a cuero curtido.
—A la Torre Ostánkino —sonrió el Rubito, arrellenándose en el asiento.
El Gordo y el soneto
«Una ráfaga de eme dieciséis quemó la noche y el joven guardafronteras»… El Flaco hojeó las cuartillas con desgano; «aurea mediocritas», murmuró, echando un vistazo al reloj de pared y luego al rostro de la secretaria, todavía recubierto por una sonrisa indescifrable. Se dijo que ahora todo dependía de la paciencia y volvió a refugiarse en sí mismo. No, el Rojo no tenía razón, no podía tenerla. Era cierto que en el solar resultaba virtualmente imposible escribir, que la sordidez de aquella vida lo tenía al borde de la locura, pero ¿qué remedio?… Vivía en una ciudad donde todas las casas estaban ocupadas y por tanto ninguna se alquilaba. ¿Iba a dejar de escribir por eso? Meneó lentamente la cabeza pensando que el silencio equivaldría al suicidio y que su error, su verdadero error, consistía en haber intentado huir de la miseria, en no haberse metido en ella hasta los tuétanos para crear, desde el centro de aquella artesa donde ardía su vida, una narrativa realmente nueva.
Al guardar «Fidelidad» en la carpeta vio el sobre con la carta de Irina; una hoja del cuento cayó al suelo y se inclinó a recogerla pensando que no iba a ser fácil habituarse a la idea de ser padre. Por dos razones: primero porque no podía ver y tocar a su hijo y después porque la idea misma no entraba ni remotamente en sus cálculos. Tuvo la consoladora impresión de que aquello le había ocurrido a otro, al Gordo, por ejemplo, que en cierto sentido era el responsable de todo, y se preguntó si ya habría sido evaluado, exaltado y coronado. Claro que le habrían dado cinco, tipos como él solo obtenían el máximo, así que dentro de dos horas no se estaría encontrando con un simple Instructor sino con todo un señor Asistente, que iría a echarse en sus brazos corriendo con la cara.
Entrecerró los párpados, evocándolo. El Gordo padecía de una escoliosis avanzada que le inclinaba el torso hacia adelante y se lo escoraba hacia la izquierda, y además tenía los pies planos como la pista de un aeropuerto. Se desplazaba a la velocidad de un caracol soñoliento, pero era capaz de correr con la cara. Cuando estaba apurado su expresión se hacía idéntica a la de un atleta en el momento de romper el estambre. El efecto era mágico. El rostro producía la impresión de un bólido mientras el cuerpo avanzaba con lentitud exasperante, y esta contradicción le daba un aire de ángel expresionista, de ser de otra galaxia, atento y distraído a la vez, sufrido y jovial, como si percibiera al mundo en una longitud de onda solo audible para los gatos.
Él no tenía dudas de que esa condición gatuna estaba en el centro mismo del destino del Gordo, de que ese brillo felino de sus ojos había sido captado por Larisa la tarde en que empezó aquella historia cuyo inesperado desenlace lo había impactado a él, al Flaco, como un acontecimiento que habría de marcar para siempre su vida. Se habían conocido hacía aproximadamente año y medio, durante un recital, pero aquel primer encuentro sirvió más bien para alejarlos porque allí él criticó los versos del Gordo que, como todos los poetas, solo se alimentaba de incienso. Meses después ambos ganaron el concurso literario de la revista Alma Mater —él en cuento, el Gordo en poesía— y una foto publicada en páginas centrales los unió para siempre. Eran, literalmente, el Gordo y el Flaco.
Empezaban a disfrutar del premio —un viaje a Moscú— la tarde que entraron al buffet del hotel Ucraína, y el Gordo no se había quitado siquiera el abrigo cuando, con un plato de salianka en la mano, se dirigió a la mesa de la ninfa más hermosa que ojos humanos vieron.
—¿Pashalsta…? —y sin esperar respuesta invitó al Flaco a sentarse allí, a pesar de que el saloncito estaba casi vacío.
La muchacha asintió por pura cortesía y el Flaco estuvo seguro de no haber visto nunca ojos de un azul tan transparente, cutis de un rosado tan tierno, cabellos de un amarillo tan brillante. Era el tipo de mujer por el que siglos atrás los piratas turcos atravesaban la inmensidad de Rusia afrontando los atroces rigores del invierno y el riesgo de morir empalados; al que los sultanes cubrían de brazaletes de oro y tiaras de piedras preciosas en remotos serrallos. Y de pronto aquel ángel se dirigió al Gordo con una sonrisa que dejó al Flaco pálido de envidia.
—Pozhaluista, vytaschite svoi sharf iz moei tarelki s solianskoi.
—Pashalsta —respondió el Gordo sonriendo a su vez y, tocándolo a él con el codo—: La ligué, ¿viste qué bárbaro?
—¿Qué dijo?
—No sé, pero está puesta para mí.
Puso cara de Latin lover y volvió hacia ella todo su corpachón, pues tenía las vértebras soldadas de tal modo que le era imposible hacer girar la cabeza con independencia del tronco. El ángel lo miró a los ojos y repitió su frase, esta vez en tono apremiante.
—¿Qué dice? —preguntó el Flaco.
El Gordo hundió un tanto la cabeza, que era su manera de encogerse de hombros, y se dirigió a ella, siempre sonriente.
—Mí niet entender —dijo.
—A, het?
—Sí, ne… —dijo el Gordo con cierto desamparo, tratando de repetir la fonética rusa—. Es decir… Niet.
Entonces el ángel sacó de su plato de sopa la punta de la bufanda del Gordo y le cruzó la cara con un bufandazo provocando en el Flaco un ataque de risa que contagió a la cajera y a los parroquianos.
—Acepto el reto, abadesá —dijo el Gordo, mientras trataba de limpiar dignamente la mejilla mancillada—. Le enviaré mis padrinos —la miraba con tal intensidad que la muchacha se paró asustada y abandonó el local—. Sigámosla —exclamó entonces, y con su mejor cara de corredor se lanzó tras ella.
El Flaco lo siguió intentando convencerlo de que con su paso de tortuga jamás la alcanzaría y de que aun si lo lograba habría perdido el tiempo, pero el Gordo estaba fuera de sí.
—¡Maldita! —mascullaba jadeando—. ¡Conozco ese método! ¡Calientapollas!
Cuando llegaron al vestíbulo el ángel ya salía a la calle. Tardaron una eternidad en cruzar el salón, grande y circular como un stadium. Afuera hacía un frío de horca y el ángel estaba ya a dos cuadras, a dos de las inmensas cuadras moscovitas.
—Vamos al cuarto —dijo el Flaco—. Aquí la pulmonía es segura.
—Ve tú, Kemo Sabay, y no te acostarás esta noche con su amiga.
Él subió a la habitación con la certeza de que tarde o temprano el Gordo lo seguiría, pero al asomarse a la ventana lo vio corriendo con la cara hacia la avenida Kalinin, mientras el ángel caminaba por la acera de enfrente. La Kalinin es más ancha que el Volga y los peatones solo pueden atravesarla por unos pasos subterráneos situados cada doscientos metros, de modo que el Flaco estaba seguro de que el Gordo no tenía la menor posibilidad de alcanzar a su presa cuando lo vio lanzarse a la avenida, cruzada en ambas direcciones por un tránsito infernal. El Flaco emitió un grito y fue secundado de inmediato por transeúntes, chóferes, vecinos, empleados y clientes de las tiendas aledañas y por el alarido del ángel, que se detuvo a observar la lentísima, terquísima, suicida travesía del Gordo entre los autos, ómnibus, trolebuses, motocicletas y camiones, cuyos conductores hacían chillar las bocinas y le dirigían rotundos improperios eslavos, mientras el Flaco hacía lo mismo en español y rezaba porque el idiota se arrepintiera y regresara hasta que cayó en la cuenta de que ya no era posible, ya el imbécil había alcanzado el medio de la avenida y ahora daba igual que volviera o continuara, ya no había escape, ya los gritos, los bocinazos, los chirridos de las gomas y los dedos que el ángel se mordía eran igualmente inútiles, porque el atorrante no podía seguir teniendo tanta suerte, en cualquier momento un encontronazo terminaría de destrozarle la columna y por eso la tétrica sirena de una ambulancia y la sirena fiscal e intermitente de un patrullero se habían unido ahora al pandemónium y avanzaban hacia él, que aún tenía bemoles para agitar el brazo y saludar a un ángel conmovido, anhelante, que le devolvía el saludo y lo animaba a llegar, mientras el Flaco notaba que el sentido de los gritos había cambiado, que ahora era como si el oligofrénico estuviera atravesando el Canal de la Mancha y ambas orillas estuviesen colmadas de admiradores que le pedían calma, inteligencia, valor para llegar hasta un ángel que había avanzado hacia el bordillo de la acera con los brazos abiertos, dispuesta a recibir a aquel tarado que llegaba al fin, entre los vítores de una multitud exaltada.
Entonces se produjo una discusión, muy confusa desde el punto de vista del Flaco, entre el Gordo, el ángel y la policía, que terminó con el subnormal esposado dentro del carro patrullero. El Flaco apoyó los codos en el alféizar pensando que ahora sí que el muy mongólico la había hecho buena. Preso en Moscú. ¿Quién lo iba a entender en La Habana? Decidió bajar sin saber exactamente a qué, y mientras intentaba infructuosamente explicarle al carpetero que necesitaba ayuda, que era un caso de urgencia, vio entrar al Gordo sonriendo junto a un policía.
—Kubiiinsky… naaarod —decía como un escolar, y buscaba la aprobación del guardia—: ¿Kubinsky narod?
—Da —aprobó el miliciano.
—¡Estás loco, loco, loco pa’l carajo! —exclamó el Flaco. Y no cesó de repetírselo hasta diez minutos después, cuando, ya en el cuarto, logró preguntar—: Ven acá, maricón, ¿por qué coño hiciste eso?
—Porque soy zimmerman —susurró el Gordo.
Y empezó a explicar su teoría del amor. Los enamorados, aseveraba, se dividían en zimmermans y milesius, como sabía todo aquel que hubiera leído a Humphrey Bogart. Los zimmermans, o amantes-pistola, eran tipos rápidos, arriesgados, decididos a todo con tal de conseguir a la mujer de sus sueños. Estaba hablando en un sentido literal, subrayó, cuando decía decididos a todo quería decir a todo, a tirarse de un rascacielos o de un avión intercontinental en pleno vuelo si la mujer deseada les negaba sus favores. No podían esperar, sabían que la oportunidad era más calva aún que la soprano y que las despedidas acechaban. Pero ojo, su vocación de sacrificio tenía que ser real y lista para llegar hasta la muerte, porque la mujer sentía al zimmerman verdadero en la vagina, y para que ese latido fulminante se produjera resultaba absolutamente imprescindible que ella tuviera la certeza de que, si no abría pronto las piernas, el zimmerman era capaz de suicidarse de inmediato. El método era infalible, operaba sobre el fondo romántico, el componente carnal, apasionado y loco que hay en toda mujer, y también sobre la ancestral necesidad psicológica del poder.
—Chico, eso se me parece bastante a Vargas Vila, el Schopenhauer de los pobres —dijo el Flaco.
El Gordo lo caracterizó como milesius, porque los milesius, continuó explicando, o amantes-caracoles, eran lentos, tímidos, indecisos, podían estar locos por una mujer durante años enteros sin atreverse a nada. Solían mirar con cara de carnero degollado y sufrir. El amor milesius se basaba en el componente maternal de lo femenino y también en otros elementos como la lástima y un cierto narcisismo. Humphrey Bogart, rey zimmerman, era feo a morirse, tan feo como él mismo, el propio Gordo; Toni Curtis, sol milesius, era lindísimo. El mayor drama era el de un milesius feo, como, por ejemplo, el suyo, el del Flaco. Podía hablarse incluso de una literatura zimmerman y de otra milesius. Bécquer era un poeta totalmente milesiusiano, en cambio Quevedo era un zimmerman de cuerpo entero, como lo demostraba su «Amor constante más allá de la muerte». Cerró los ojos y, casi sin transición, empezó a decir los versos con tal propiedad, con un equilibrio tan magistral entre sonidos, silencios y cesuras, que el último terceto emergió con la fuerza de una sentencia gloriosa, inapelable.
Después se tendió trabajosamente en la cama preguntando qué había hecho él al lanzarse a cruzar la avenida sino «perder el respeto a ley severa». ¿De qué otra forma podía su miserable cuerpo llamar la atención de aquella princesa de todas las Rusias, de aquella maldita boyarda que le había aplicado el tormento de su mirada?
—Podías haber muerto —dijo el Flaco.
—«Polvo serán, mas polvo enamorado».
—De todas formas, no la ligaste.
El Gordo lo miró con una sonrisa felina, alzó el brazo para apagar la luz del velador, y dijo:
—Vendrá.
Vino. La maldita boyarda, la princesa de todas las Rusias vino al día siguiente a rendirse a los pies del Jorobado de Nuestra Señora de Moscú, como se autotituló el Gordo aquella mañana al mirarse al espejo. Y empezaron un romance adolescente, impúdicamente alegre, en el que el Flaco no tenía otro papel que el de entretener a la cancerbera del piso para que la estudiante de literatura inglesa pudiera entrar al cuarto y acostarse con el poeta.
Así anduvieron unos días, el Gordo atendiendo su amor y desatendiendo sus obligaciones y el Flaco atendiendo las de ambos y a Irina, la intérprete, una rubia delgada, de espejuelos, insoportablemente culta y cumplidora, que no se cansaba de explicar hasta la saciedad las inagotables exposiciones de los museos a los que Larisa y el Gordo jamás iban, escudados en una consigna que pronunciaban a dúo. «¡Entre cultura y vida… —comenzaba diciendo el Gordo, y Larisa remataba en el español que había aprendido en la cama—:…escoge vida!».
El Flaco aguantó como pudo hasta que, en el asiento trasero del taxi que los llevaba hacia la Estación del Norte, el Gordo le dijo que Larisa iría a Leningrado y que dormiría con él en el compartimento.
—No jodas. ¿Y dónde voy a dormir yo?
—Zimmerman con Irina.
—Y soy milesius —repuso el Flaco, y agregó, dando por terminada la discusión—: Además, Irina no me gusta.
Ya en la estación, mientras caminaban buscando a las muchachas, el Gordo le reveló su proyecto de casarse con Larisa y de tener un nuevo Pushkin, para lo que la noche en tren le resultaba imprescindible. ¿Sabía que Pushkin era mulato? El Flaco hizo una mueca y, vencido, miró hacia el andén: Irina se acercaba, presurosa y formal como siempre, del brazo de Larisa.
La partida se anunció puntualmente, como en las películas, y el Flaco se sintió culpable e incapaz de explicarle a Irina la decisión que habían tomado a sus espaldas. Subió al vagón en silencio, mirando la niebla y la nieve, y de pronto Larisa y el Gordo desaparecieron tras la puerta de uno de los compartimentos y él quedó en el pasillo frente a Irina, sintiéndose como el Príncipe Idiota. La siguió al compartimento contiguo con la certeza de que Larisa había hecho con ella lo que el Gordo con él, decidido a portarse como un caballero.
El cuartico parecía una alcoba real en miniatura. Todo era precioso y pequeño salvo las literas, que tenían un tamaño normal y un colchón mullido y estaban una frente a la otra. Después de poner las maletas en el portaequipajes él no supo qué hacer y se sentó con las manos en los bolsillos del abrigo. El silencio duraba tanto como un minuto en un reloj de arena cuando el tren se puso en marcha.
—¿Es largo el viaje? —preguntó.
Irina se quitó los lentes; fue como si hubiera desnudado sus ojos, que ahora brillaban con una fuerza inesperada.
—Toda la noche —dijo.
En eso llamaron a la puerta. Ella se entendió rápidamente con el revisor —un hombre de nariz grande y colorada como un pimiento, que se retiró con una venia— y entonces corrió los visillos, apagó la luz, se quitó el gorro, la bufanda, las botas y el vestido, los puso en un closet y entró al baño. El Flaco respiró al quedarse solo, como si la presencia de aquella sombra cercana le hubiese hecho mal.
La paz duró poco. Minutos después la puertecilla volvió a abrirse e Irina reapareció en refajo, con el pelo sobre los hombros, iluminada al sesgo por la luz del baño. Él advirtió sus pechos altos y desafiantes, libres ahora de la presión del abrigo, y bajó la cabeza.
—Pasa —dijo ella.
Obedeció y, mientras orinaba, comprobó que las dimensiones del bañito le impedían desvestirse allí. Al lavarse las manos se miró al espejo. Nunca sus orejas le habían parecido tan grandes. El sombrero le daba un vago aspecto dé gángster en derrota.
Cuando salió, al ver que ella estaba acostada y tapada, acarició durante un segundo la idea de meterse vestido en la litera. Pero era imposible, las sábanas eran tan blancas como la estepa nevada y sus burdas botas estaban llenas de barro. De modo que se sentó en la cama, evitando mirarla a los ojos. Sentía un intenso fogaje en el rostro y se pasó la mano por la frente sudorosa.
—Hace calor aquí —dijo.
—Es la calefacción —explicó ella—. Desnúdate.
La palabra lo ruborizó aún más. ¿Por qué no había dicho «desvístete»? «Basta, bestia», pensó. El asunto era tan sencillo como que el español no era su lengua materna. Y punto. A desvestirse. Al quitarse el abrigo sintió un descanso doloroso, hecho de calambres en los hombros. Colgó aquella pieza que, según el Gordo, debía donar al museo de la revolución rusa, y continuó desvistiéndose torpemente, con los ojos cerrados. Sus dedos sudorosos resbalaron hasta el agotamiento en el nudo de la corbata, los botones de la bragueta y los cordones de las botas. Trastrabilló al sacarse los pantalones y cuando quedó en aquellos calzoncillos horribles, de patas anchas, ella se echó a reír.
Él se metió de cabeza en la litera. Solo entonces reparó en que había olvidado quitarse el sombrero. Pero ya se había tapado hasta el cuello y no tuvo coraje para volverse a parar. De modo que lo tiró a los pies de la cama e intentó normalizar el ritmo de su respiración. Estaba desesperado por encender un cigarro; se abstuvo porque Irina detestaba el humo. Empezó a tirarse de los bigotes hasta sentir dolor y al cabo de un rato se atrevió a mirarla. Ella yacía de lado, sonriendo. Sus ojos y sus dientes brillaban en la oscuridad creando la impresión de que eran independientes del rostro, como en una historia de Lewis Caroll.
Entonces se preguntó si ella no estaría provocándolo, si no desearía que él salvara el estrechísimo pasillo que los separaba y se metiera en su cama, e inmediatamente se respondió que no. Estaban en Europa y allí una mujer podía perfectamente dormir en la misma habitación, incluso en la misma cama que un hombre sin que pasara nada. Al cerrar los ojos escuchó la voz del Gordo acusándolo de ser un milesius. Se defendió diciéndose que había dado mil pruebas en su vida de ser el más agresivo de los zimmermans. Pero en Cuba. ¿Y si aquí fuera lo mismo? ¿Si un hombre y una mujer no fueran más que eso, siempre? ¿Si se decidiera a saltar en la próxima curva?
Lo detuvo su afición al cine. El freno de emergencia estaba exactamente sobre la litera de ella y cuando el tren entró en la curva él imaginó una secuencia muda, de brevísimos primeros planos. Su verga enhiesta saliendo del calzoncillo. Los ojos aterrados de Irina. La mano de él sobre la boca de ella. La mano de ella tirando del freno. Las chirriantes ruedas de la locomotora sacando chispas al parar en seco. Varias maletas cayendo sobre pasajeros desprevenidos. Dos vagones embistiéndose brutalmente. Los carrillos inflados de un inspector soplando el silbato. La puerta del compartimento abriéndose. Un índice inapelable acusándolo. Su propio rostro iluminado desde abajo, al modo expresionista. El corte era a un plano secuencia lentísimo, donde él aparecía canoso, purgando su pena como machetero en medio de un cañaveral reverberante que se extendía hasta el infinito mientras la cámara subía y se alejaba.
Abrió los ojos y paseó la vista por el compartimento con la medrosa alegría de quien despierta en medio de una pesadilla. El tren devoraba la estepa sobre una recta tan larga que llegó a albergar la ilusión de que pronto llegarían a Leningrado. Casi había logrado calmarse cuando pensó en Larisa, ahorcajada sobre el Gordo. Tuvo una erección inmediata. El tren entró pitando en una nueva curva y el ulular lo remitió a su horror infantil a las sirenas de los barcos y los trenes en la noche. Cuando volvieron a la recta, tiritaba. La presión de los ojos de Irina sobre su mejilla era tan fuerte que se volvió a mirarla.
—Échate a un lado —dijo ella.
Se levantó, totalmente desnuda, y se tendió junto a él en silencio. Solo entonces el Flaco advirtió que llevaba casi una hora contraído, tenso como un condenado a muerte, y se sumió en el horror de que no podría responder, de que sería impotente. Pero ella no parecía reclamar sexo, sino ternura, y empezó a decirle al oído versos que en algún momento encendieron la chispa que los hizo entrar juntos en el canto y el vértigo final de aquella noche…
Y ahora, once meses después del delirio, la carta en el portafolio lo remitía no a la apasionada judía rusa del tren a Leningrado, no a la triste muchacha cuyos padres habían muerto en los helados campos de Kolyma, sino a la aplicadísima estudiante de lengua española, a la inflexible traductora de Moscú. Le producía una profunda vergüenza comunicarle aquella nueva, escribía Irina, pero había tenido un hijo suyo. Se lo informaba como un deber cívico, aunque él no debía preocuparse. Llevaba el apellido de ella. Le había llamado Osip como homenaje a Mandelstam. Estaba bien de salud y se parecía mucho a él: su vivo retrato. La perdonara. Lo que hizo no fue premeditado. Pero cuando ocurrió no podía ni quería evitarlo. Por suerte, ni su hijo ni ella necesitaban nada. Y firmaba «tu amiga Irina», simplemente.
Cuando él leyó por primera vez la carta, esa misma mañana, tuvo la intención de quemarla, como para borrar así la única huella de un extraño crimen. Se lo impidió el orgullo, la conciencia de haber engendrado un varón. Intentó entonces quererlo, sentirse conmovido, pero solo logró excitarse con la memoria de Irina. Y ahora cayó en una suerte de súbita depresión al darse cuenta de que la orgullosa, patética frase que cerraba la carta era idéntica a la que solía decir su propia madre cuando algún vecino indiscreto indagaba por «el padre del muchacho», y de que Osip crecería como él mismo, con un sordo pozo de angustia en el pecho.
Decidió responder, reclamar la paternidad, quizá incluso casarse con Irina. Se estaba preguntando cómo vivir con su madre, su mujer y su hijo en el solar, cuando escuchó la voz de la secretaria.
—Dice el compañero Director que pase.
Al ponerse de pie sintió un retortijón en el vientre. Tragó aire, cruzó los dedos intentando conjurar el terror de sufrir, justamente ahora, una incontrolable diarrea, echó a caminar como por sobre brasas encendidas y, tras unos segundos de indecisión, entreabrió la puerta.
—Adelante, compañero; aquí no se cobra la entrada.
El Director estaba sentado tras el buró, examinándolo por sobre sus espejuelos de présbita. Su tono era jovial, campechano, y el Flaco lo agradeció mientras entraba a la estancia sudando frío, ponía el portafolio sobre el buró y tomaba asiento en el butacón de cuero con las rodillas unidas, como un escolar.
—Yudeisy —el Director habló a través del citófono—, agua y café, por favor.
Era un hombre corpulento, calvo, del que emanaba un aura de autoridad y fuerza que contrastaba con su guayabera de filigranas bordadas, arrugada a la altura del cuarto botón por la presión del vientre. A través de la cristalera situada a su espalda se veía la inmensa Plaza de la Revolución.
—Bien, compañero —sonrió—. Usted dirá.
Él fue a presionarse las sienes con los pulgares para olvidar a Osip e intentar concentrarse, y solo entonces reparó en que aún tenía la hoja del cuento en la mano. Pero no se decidió a guardarla, temeroso de que el Director confundiera aquel acto con una indecisión. «Audacia, audacia y más audacia», pensó antes de presentarse como escritor e instructor de filosofía marxista de la Universidad, y empezar un discurso que había ensayado ante el espejo hasta aprenderlo de memoria. Venía, dijo en un tono más alto del que hubiese deseado, a dar cuenta de un hecho, de un acontecimiento. Una nueva generación de escritores había surgido con la revolución, un grupo en el que, por primera vez desde al año cincuentinueve, las vanguardias política y artística se fundían en un todo indisoluble. Le hablaba de jóvenes que no tenían compromisos con el pasado y que podían decir la verdad porque tampoco tenían nada que perder. El compañero Director conocía seguramente la tesis del Che: el pecado original de los intelectuales cubanos era el no ser auténticamente revolucionarios. Pues bien, ellos, los jóvenes hijos de la revolución, sí lo eran. Y por tanto eran también los únicos capaces de responder a la demanda de una crítica activa y una expresión militante de la contemporaneidad en el arte y la literatura. Hizo una pausa para medir el efecto de sus palabras y comprobó que el Director sonreía complacido. Pero había un problema, continuó, marcando una nueva pausa para crear la necesaria expectación, no tenían donde expresarse. Tanto las revistas como las editoriales estaban controladas por los viejos. Y en Cuba, desde el siglo XIX, toda nueva generación literaria se había expresado a través de una revista. Por tanto, compañero, venía a solicitar que su periódico iniciara la publicación de un suplemento cultural, que sería la voz de los jóvenes escritores revolucionarios.
—Eres un cuadro —dijo el Director sonriendo con cierta fatiga; sus inflamados ojos verdes, de un brillo mineral, delataban que había pasado la noche en vela.
Un ligero cambio en la dirección de su mirada hizo que el Flaco se volviera. Yudeisy, una mulata aindiada, de pelo lacio, negrísimo, con una cierta tosquedad de rasgos que la hacía a la vez fea y atractiva, había entrado con una bandeja. Pero él volvió a sentir miedo a la diarrea y decidió no probar la taza de café que ella puso sobre el buró, junto al portafolio.
—¿Y quién va a dirigir el suplemento? —preguntó el Director antes de alzar su taza.
—Y —dijo el Flaco sin titubear, y el horror a la diarrea desapareció de golpe.
—Eres un cuadro —repitió el Director. Extrajo dos Cohibas imperiales de una caja de cedro y le brindó uno.
Él tomó el agua y el café, pero no se decidió a encender el tabaco. Era un obsequio tan precioso que prefería disfrutarlo a solas, celebrando lo que ya le parecía un triunfo seguro. El Director degolló la breva de una dentellada, puso las botas sobre el buró, se reclinó en la silla y cerró los ojos. Yudeisy recogió el servicio y salió en silencio. Pasaron unos treinta segundos y él tuvo la incómoda sensación de que el Director se había dormido, tal era la placidez de su rostro, y permaneció callado, mirando los libreros de maderas preciosas que cubrían las paredes laterales de la oficina.
—Es increíble comprobar —comentó el Director de pronto, como para sí mismo, sin abrir los ojos— que nosotros, los que hicimos esta revolución, ya no somos jóvenes. —No había soltado el tabaco de los dientes y eso hacía difícil entender sus palabras, como si hablara desde el sueño donde pareció volver a sumirse.
El Flaco se removió en la silla y miró hacia la tercera pared, cubierta por una foto mural en la que la Plaza de la Revolución aparecía colmada por más de un millón de personas. En eso, el Director bajó las botas y encendió el tabaco.
—Háblame de ese suplemento —dijo.
Lo redactarían principalmente jóvenes profesores de la Universidad, respondió él, sería algo verdaderamente nuevo. Se puso de pie, decidido a vender la idea a toda costa, y añadió que se trataba de reeditar en Cuba, compañero Director, el momento en que las vanguardias artística y política coincidieron en la Rusia Soviética.
—Me gusta tu idea —dijo el Director, mirándolo con un interés casi paternal—. Pero tengo que consultarla… —Exhaló una bocanada de humo sin dejar de mirar al Flaco, como evaluándolo—. Por cierto —agregó con aparente displicencia—, tengo por ahí una invitación a Praga a un encuentro de jóvenes periodistas o escritores… ¿te interesa?
Le interesaba, pensó él tragando en seco mientras volvía a sentarse, claro que le interesaba, pero concluyó que el Director lo estaba sometiendo a una suerte de examen de pureza revolucionaria y que si aceptaba el viaje estaría procediendo como un oportunista y condenando a muerte al suplemento. Bueno…, dijo al fin, escogiendo las palabras como si avanzara por un campo minado en la noche, el viaje era sin duda interesante, pero prefería que lo hiciera otro de los jóvenes del grupo y así él podría concentrarse en preparar la publicación.
El Director volvió a reír.
—Bien. Designa tú al otro —dijo mirando la ceniza, que conservaba una estabilidad prodigiosa en la punta del tabaco—. Pero te voy a dar un consejo: cuando te ofrezcan poder, acéptalo y úsalo. —Sacudió la breva sobre el cenicero y la ceniza se desprendió suavemente.
Él se preguntó si sería posible aún dar marcha atrás y aceptar el viaje y concluyó que no, que ya era tarde.
—Me gusta tu idea —repitió el Director. Se incorporó y él hizo otro tanto mientras guardaba la hoja mecanografiada en el portafolio, excitadísimo, con la certeza de que a pesar de todo había dado en el blanco—. Le dejas tu teléfono a mi secretaria…
Temeroso de que no pudieran localizarlo, él se atrevió a murmurar que no tenía teléfono.
—¿Cómo es posible?
En el tono de la pregunta parecía ocultarse una promesa. Por la mente del Flaco centelleó la idea de responder que tampoco tenía casa y que sin embargo le había nacido un hijo a quien no podría criar; que así era imposible estudiar ni escribir; que por favor… Pero un confuso sentimiento donde se mezclaban la vergüenza, el orgullo, el horror a ir demasiado lejos, la conciencia de que aquella conversación había terminado y la idea fija de que la revista era el más importante de los objetivos inmediatos de su vida lo inhibió, resolviéndose en un sonido gutural y en un gesto de desamparo.
—Dale tu dirección entonces —dijo el Director pasándole el brazo fuerte y velludo por sobre los hombros—. Yo te resuelvo eso. Y en cuanto a lo demás, espera mi llamada, ¿okey?
Él se sintió protegido, como si el padre que nunca conoció estuviese ahora a su lado, y aquella máscara de dureza que se había construido para sobrevivir se quebró de pronto. Se mordió el labio por miedo al ridículo y aun así los ojos se le aguaron. Cedió a la leve presión de la manaza del Director, que lo condujo hasta la puerta y se dirigió a su secretaria.
—El compañero te va a dar su dirección. Anótala y localízame al Ministro de Comunicaciones —se volvió hacia el Flaco con la mano extendida y de pronto, al mirarlo a los ojos—: ¿Tienes catarro?
Él se encogió de hombros al murmurar que no era nada, que ya se le estaba pasando. Cuando ganó la avenida de Rancho Boyeros, después de haber vencido la vergüenza de revelar su dirección, empezó a saltar de júbilo. Sabía que la gente lo miraba extrañada, pero ni podía ni quería dominar la electricidad que lo impelía a correr y a brincar al tiempo que gritaba, «¡Ya!». «¡Ahora sí!», pensando que él también, algún día, llegaría a dominar el arte de morder su tabaco. Sí, también aprendería a fumar así, también tendría una secretaria, un intercomunicador, una casa… ¡Dios mío, una casa! ¡Qué le importaba Praga si iba a tener una casa donde criar a Osip! ¡Una biblioteca, tendría una verdadera biblioteca! ¡Un estudio! ¡Una revista! Ah, ¿dónde estaba el Rojo ahora? Desesperaba por gritarle que él tenía una revista. Y que publicaría exclusivamente a quienes quisiera. ¿Dónde estaba el Rojo con su elegancia? ¿Dónde con su ridículo paraguas? ¡Reconoce que «Fidelidad» es un cuento magnífico!, le gritaría en la cara, o no te publico ni un poema.
Ah, ¿dónde estaba el Gordo? Ese maldito, ese miserable, ese canalla, el único a quien podía confiar su inminente triunfo. No habría llegado, como siempre, y él tendría que esperarlo, como siempre. ¿Por qué corría entonces? ¿Por qué no caminaba simplemente, con aire distinguido, como el Rojo? «¡Pinga para el Rojo!», gritó de pronto, y una mujer que caminaba a su lado empezó a protestar contra el bárbaro lenguaje de la juventud. «¡El rollo no es entre civilización y barbarie, señora», le espetó él en pleno rostro, «sino entre la falsa erudición y la naturaleza!». La mujer lo miró aterrada, cambió de rumbo, y él volvió a reír estruendosamente. ¡Ah, Gordo, Gordo, Gordo, había terminado al fin la era del silencio!
Dobló por Paseo y empezó a cruzar la Plaza de la Revolución sudando bajo el sol inclemente. Siempre lo había inquietado aquel espacio descomunal, aplastante, desértico, aquella inmensidad pétrea que no era siquiera propiamente una plaza pues estaba abierta a grandes avenidas. Pero hoy todo cobraba aquella luz distinta que le provocó un nuevo golpe de júbilo. «¡Claro!», gritó, «¡pero claro!». Publicaría en páginas centrales el artículo del Mulo Bebelagua que guardaba el Gordo, proponiendo una remodelación en toda la línea para «convertir aquel desierto en un espacio humano». Estaba feliz, y a través del sudor que le escocía los ojos imaginó el área tal y como la había soñado el Mulo en sus dibujos: con el parque de la calle Paseo prolongándose desde Zapata hasta una Plaza llena de esculturas, estanques, fuentes, flores y flamboyanes rojos, que continuaba, a través del espacio ocupado por los grandes parqueos, hasta los terrenos ahora inútiles de la desvencijada Feria y aún más allá, por un paso a nivel, hasta el Castillo del Príncipe. La vio llena de pintores, juglares y enamorados, y vio aquellos dibujos desplegados en las páginas centrales del suplemento, y los dibujos fueron cobrando la consistencia y la gracia de la vida y durante un segundo la Plaza fue realmente así, y Osip, Irina y él caminaban por ella, bajo la acogedora sombra de las ceibas.
«Me estoy volviendo loco», pensó al cruzar Zapata, pero al acceder al parque de Paseo y sentir la sombra de los árboles sobre su cabeza enfebrecida se dijo que no. Aquella plácida avenida, con flores y bancos para los enamorados, prefiguraba la ciudad necesaria. Cruzó Veintisiete sintiéndose seguro y preguntándose qué otra cosa publicar. Imaginó una entrevista exclusiva con el Poeta Inmenso y volvió a echar a correr, impelido por el júbilo. Para otros, aquel empeño sería punto menos que imposible, mas no para ellos. El Poeta sentía un afecto especial por el Gordo, le había concedido años atrás una entrevista antológica y no le negaría ahora el encuentro que, como entonces, todos envidiarían. En eso una nueva inquietud lo obligó a aminorar el paso. El Rojo y el Gordo estaban distanciados y él ignoraba los motivos de la desavenencia que lo había hecho tan feliz al permitirle monopolizar durante semanas la amistad del Gordo, pero que ahora empezaba a preocuparlo porque no podían darse el lujo de prescindir del Rojo en aquella empresa. Se prometió maniobrar hasta obtener un reencuentro que hiciera posible el rescate y que, al propio tiempo, lo mantuviera a él como árbitro de la situación. ¿Y si mandara al Rojo a Praga, en lugar del Gordo?
Tenía que pensarlo. En todo caso, el problema más difícil que afrontaba no era ese, sino el de decidir qué iba él a publicar en su revista. ¿«Fidelidad»? Claro que podría hacerlo, si quisiera. Sería fácil lograr que algún socio escribiera una nota introductoria encomiando su cuento. Pero ¿serviría eso para cambiar el criterio del Rojo, borrando el recuerdo de sus anotaciones sobre el texto? ¿O más bien debía analizarlas con sentido autocrítico? No, se olvidaría de todo; no publicaría «Fidelidad» simplemente porque no estaba a la altura de su apuesta. Escribiría un cuento realmente nuevo, dejaría de huir de su entorno, se metería en el solar hasta los huesos, revelaría un mundo. «Eso», se dijo, «un mundo». Pegó un nuevo salto gritando, «¡Uyuyuui!»… y atravesó Veintitrés corriendo entre los autos y los ómnibus porque no era capaz de detenerse. Acababa de descubrir el ámbito de su nuevo cuento, aquel en que las ancestrales religiones africanas se enmascaraban con el santoral católico; un universo que él conocía como nadie por haberlo mamado en la misma teta de su madre y que hasta ahora solo había sido tratado por la investigación folklórica, jamás por la gran literatura. «¡Kabiosile, Changó, kabiosile!», gritó, elevando los brazos al cielo sin dejar de correr, y por primera vez en su vida dio gracias a Orula por haber nacido en un solar. Esa era su fuerza, su secreto, su carta de triunfo, y sería en lo adelante la fuente viva de su literatura.
Dobló por Diecinueve decidido a empezar a escribir ese mismo día, después de ponerse de acuerdo con el Gordo respecto a la revista, y en eso vio una ruta 57, redobló el paso hasta alcanzarla, montó por detrás y se dedicó a mirar las fachadas y jardines de las impresionantes casonas criollas del Vedado que desfilaban por la ventanilla. ¿Cómo llamarle a la revista? Las generaciones anteriores se habían atenido a simples sustantivos, capaces, sin embargo, de expresar de manera contundente sus propósitos —Orígenes, Sur, Lunes—, pero la suya había introducido el humor y la intertextualidad como un sello —El Viejo Topo, El Escarabajo de Oro, El Techo de la Ballena—, y él se inclinaba por seguir esa línea. ¿Y si la llamara El Diablo Cojuelo? No, tenía la virtud de remitir a Martí, pero también a una novela que no le había gustado. En eso, se dio cuenta de que acababan de dejar atrás la parada donde debía bajarse.
—¡Un chance, chofe! —gritó.
—¡Tas bobeando, marqués! —le respondió el chófer al detener el vehículo.
Descendió en la esquina de la casa del Gordo, un chalet blanco, de dos pisos y techo de tejas, rodeado por un jardín con dalias, hortensias, extrañarrosas y dos flamboyanes, uno rojo y el otro amarillo. Estaba situada al final de la calle, justo antes de una ladera que terminaba en el Almendares, y aquel río a sus pies y la ausencia de casas colindantes le daba, a sus ojos, un cierto aire de castillo encantado. Aquella era, sin duda, la casa adecuada para un escritor.
Al mirar el Almendares pensó en los famosos güijes de la mitología insular: negritos cabezones, de orejas puntiagudas, que vivían bromeando en el fondo de los ríos. «¡El Güije!», gritó. Era un nombre original, sonoro, simpático. Pero ¿cómo resolver lo de la intertextualidad…? No halló respuesta y se encaminó a la casa corriendo. Si el Gordo no estaba lo esperaría en el estudio, el santuario donde, en ausencia del dueño, únicamente el Rojo y él tenían derecho a permanecer solos. Pero el Rojo había perdido ese privilegio y aunque él se proponía restablecer la vieja amistad, pensaba hacerlo de modo que el Rojo entendiera quién sería en adelante el verdadero jefe. Entró sin llamar, saludó con un beso en la mejilla a Estefanía, tan gorda, jorobada y gentil como su hijo, y subió de dos en dos los escalones hasta acceder al sanctasanctórum.
Como siempre, sintió un golpe de envidia: la habitación era dos veces mayor y más clara que el cuarto del solar. Estaba pintada de blanco, tenía grandes ventanas en las paredes laterales y una puertaventana de tres cuerpos en la pared frontal, tras la que se hallaba la terraza, iluminada por los cálidos reflejos de los flamboyanes. Los cuatro libreros de caoba hacían juego con el enorme buró, en cuyo centro brillaba una flamante Olivetti. A la derecha, más allá de la puerta que daba al baño intercalado, estaban la guitarra, el tocadiscos y los discos. Sobre ellos, el inquietante óleo de Lam: un rostro de hombrepájaro.
El Gordo estaba hundido en un butacón, en pleno centro de su reino, con Rengo Star sobre las piernas. Ni él ni el gato levantaron la cabeza cuando el Flaco entró. El Rojo, en cambio, le dirigió una mirada de náufrago. Estaba de pie, escudriñando el globo terráqueo situado sobre el buró, y el Flaco, irritado por su presencia inesperada, se dijo que aquel fingido interés por la geografía no era más que un pretexto para mostrar la impecable línea de su ropa blanca, inmaculada, tan perfectamente contrastante con su melena de azafrán que parecía un insulto.
—¡Tronco de noticia! —gritó.
—Siéntate, Skinny —murmuró el Gordo, cabizbajo.
El Flaco se dejó caer en un sillón de mimbre e intentó disimular su disgusto. Era evidente que algo grave había sucedido, volviendo a unir al Rojo y al Gordo antes de que él pudiera elaborar las nuevas reglas del juego.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Me suspendieron —dijo el Gordo sin mirarlo—. Me dieron dos sobre cinco.
Anonadado, el Flaco interrumpió el gesto con que se estaba secando el sudor de la frente. No era posible, simplemente no era posible. El Gordo era el mejor instructor de literatura de su generación, infinitamente mejor que casi todos los profesores titulares de la Escuela. Para el Flaco esa virtud era tan acusada que llegaba a ser, inclusive, la causa de la mayor limitación de su amigo. Porque el Gordo parecía preso en la investigación y la oralidad, y era demasiado vago para fijar por escrito las brillantes revelaciones que desgranaba ante un alumnado confundido al principio por la heterodoxia de las tesis de un maestro al que luego llegaba a admirar hasta el delirio, haciendo recaer sobre él la envidia de muchos viejos profesores. Y ahora aquel juego parecía haber llegado al final. El Gordo no sería ascendido de categoría y, probablemente, en el próximo curso tendría que abandonar la universidad. Pero algo fallaba en aquella hipótesis porque el Gordo era demasiado bueno y él no lograba imaginar con qué pretexto lo habrían suspendido.
—Fueron los metodólogos —explicó el Rojo—. Unos ingenieros mecánicos que no saben siquiera ortografía. Lo suspendieron porque el Gordo no llenó el modelo peuno, ni puso la fecha en el extremo superior derecho de la pizarra, ni dividió su exposición en tres fases, ni hizo una pregunta de control cada quince minutos.
El Flaco se removió en el sillón sintiendo que la rabia lo invadía. No se podía admitir que aquella suerte de intervención burocrática sofocara de tal forma la imaginación docente. De seguir así la propia revolución terminaría ahogada en un mar de papeluchos. Si por lo menos se hubiese tratado de la estupidez o del oportunismo intelectual del jefe de cátedra habría habido ideas en juego. Pero lo que había ocurrido era una barbaridad en estado puro.
—Hay que hacer algo —dijo.
—¿Qué?… —hubo una nota de escepticismo en la pregunta del Rojo, que extrajo un tabaquito de su mariconera y le cortó la punta con una cuchilla, limpiamente.
Sin ocultar su disgusto, el Flaco empezó a tamborilear sobre el brazo del sillón. Lo irritaba el talante del Rojo, pero también sus modales de burguesito, el hecho de que no degollara el tabaco con los dientes, como los hombres, y sobre todo su mariconera, aquella carterita casi femenina, de cuero de becerro, donde llevaba colonia, peine, pastillas… Sabía que no era maricón —la Dama del Perrito se lo había confirmado—, pero desde que trataba con el Mulo —que sí lo era, y sin embargo sabía defenderse y pelear como un hombre—, ese asunto le interesaba menos que la creciente certeza de que el Rojo era débil y, probablemente, cobarde. Solo que era también inteligente y culto y él, el Flaco, admiraba demasiado esas dos condiciones como para no tomarlas en cuenta.
—Bueno, si se trata de hacer, ya lo hice —dijo el Gordo, sonriendo—. Les dediqué un poema: «Soneto al metodólogo».
—Un poema no sirve para nada. —La sentencia del Rojo lo devolvía al escepticismo y ante el infinito gesto de asombro del Gordo, intentó explicarse—: No quiero decir que la poesía no sirva para nada, sino que no sirve para estas cosas.
—Salvo que se publique a toda página y en doscientos mil ejemplares —dijo el Flaco, incapaz de ocultar la noticia por más tiempo—, como una denuncia de…
—Pero es que la poesía nunca denuncia nada —ripostó el Rojo, alargándole al Gordo el tabaquito—. La poesía…
—¡No me interrumpas más, coño! —gritó el Flaco poniéndose de pie. El cristal del librero que tenía enfrente devolvía su sombra gesticulante—. ¡Llevo media hora diciendo que tengo tronco de noticia y no me dejan darla!
Ruborizado, el Rojo bajó la cabeza. El Gordo mordisqueó el tabaquito, desplazándolo hasta la comisura de los labios, e hizo como si se ajustara un sombrero inexistente.
—Me autorizaron la publicación del suplemento… —dijo el Flaco, y dejó la frase en el aire. Había pensado decir «Casi me autorizaron…», pero en el momento preciso el «casi» le pareció obsceno y ahora, ante el deslumbrado estupor de los otros, sintió que había hecho bien.
El Rojo fue el primero en reaccionar Alzó las manos sin salir de su asombro y el Flaco las palmeó con fuerza. El Gordo lo imitó. Su imagen, con el tabaquito colgándole de la comisura derecha, recordaba tanto la de un mafioso de poca monta atrapado por la policía que los otros se echaron a reír antes de repetir el gesto ritual. Entonces el Flaco encaramó sus gastados zapatos en una mesita, sacó el Cohíba y lo degolló de una dentellada.
—Se va a llamar El Güije —informó—. ¿Qué les parece?
El Gordo chupó el tabaquito y se entretuvo en mirar el humo.
—No sé… —dijo, frunciendo los labios—. Se me queda corto… ¿Por qué no, por ejemplo, El Güije Encantado?
Molesto por aquel disparate, el Flaco resopló. Había llegado a pensar que el Gordo podía encontrar la dimensión de intertextualidad que le faltaba al nombre y no logró ocultar su desencanto.
—Sería un pleonasmo —dijo—. Los güijes están encantados por definición. —Encendió el habano y, extendiendo la mano derecha—: Dame tu poema.
El Gordo, que miraba hacia arriba como si el cielorraso estuviera en otra galaxia, empezó a echarse hacia delante y de pronto desistió del esfuerzo.
—Niño, por favor —dijo—, alcánzame la carpeta.
El Flaco se sintió sutilmente excluido. A él jamás lo llamaban «niño», tratamiento que, por otra parte, le sonaba ridículo. Estaba irritado por una contradicción insoluble: añoraba un tipo de relación que de hecho le parecía insoportable. Mirando cómo el Rojo se afanaba por ayudar al Gordo en la búsqueda del dichoso poema, sintió un golpe de envidia. Aquellos dos actuaban como hermanos, mientras que él no era más que una suerte de primo. Mejor así. En el fondo, temía que su coraza, la imagen de duro que ya se le había convertido en otra piel, pudiera quebrarse de pronto, como le había ocurrido ante el Director, dejándolo desnudo.
—Bueno, ¿qué?… —gruñó.
—No aparece… —El Gordo lo miraba consternado; de pronto, salió de la estancia corriendo con la cara.
El Rojo no lo siguió, como solía hacer en casos semejantes; volvió a sentarse, abrió aquel manual de marxismo-leninismo que siempre lo acompañaba y el Flaco quedó boquiabierto al ver dentro las Obras de Borges. Las cogió, sin mover un párpado.
—Vamos a suponer que te lo presté —dijo ásperamente, y al ver que las mejillas del Rojo se encendían como si él las hubiese abofeteado, añadió—: ¿Te interesaría ir a Praga, a un encuentro de jóvenes escritores?
—Claro —dijo el Rojo—. Pero… ¿por qué yo?
El Flaco envidió la espontánea respuesta que él no se había atrevido a dar, perdiendo así el viaje y obteniendo, a cambio, el poder del que ahora disfrutaba como de una droga. Pero al pensar en la pregunta se sintió perplejo. ¿Por qué? ¿Porque quería ganarse su fidelidad, o más bien porque el Rojo tenía todo aquello de lo que él carecía? ¿Quizá porque en el fondo envidiaba lo que creía odiar, se sentía física y literariamente despreciado por el Rojo y necesitaba ser aceptado en su universo? No había encontrado la respuesta cuando el Gordo reapareció trayendo agua y café. El Rojo se incorporó de un salto, tomó la bandeja, la puso sobre la mesa y le dio al Gordo un abrazo y un beso en la frente.
—¡El Flaco me va a mandar a Praga, niño!
—¿Quéee…? —El Gordo los miraba, incrédulo.
Para refrescar el paladar el Flaco bebió un buche de agua, sorbió lentamente el café, prendió el Cohiba y solo entonces dio una versión del diálogo con el Director según la cual él había tomado aquella decisión en vista de que el Rojo nunca había viajado al extranjero.
—Me parece justo —dijo el Gordo en el tono de un buen perdedor—. Es más, me parece cojonudo —alzó el brazo y—: ¡Otra noticia!:
Anuncia el cementerio de La Habana
que deben apurarse para ver
el cadáver de Alejo Carpentier:
¡Vuelve a París la próxima semana!
El Flaco sonrió. Era como si aquella burla, que dejaba intacta su admiración, lo liberara súbitamente de su idolatría. Cualquier día voy a matar al Poeta Inmenso —amenazó todavía risueño, fascinado por la elegancia con que el Gordo había aceptado su suerte y pasado a otro tema.
La idea brilló un instante en los ojos del Gordo, que se puso hosco cuando el Flaco volvió a pedirle el soneto.
—¿De qué soneto me está usted hablando? —dijo entonces, frunciendo los labios como si fuera a chasquear un beso.
—¡No me digas que lo perdiste!
El Gordo miró al río como remitiéndose al flujo de lo inevitable.
—Quizá me acuerde —dijo—. A ver… «Pitágoras no hacía plan de clases / Sócrates nunca redactó un peuno / y lo peor, que de los dos ninguno / dividía sus charlas en tres partes…». No, no era así exactamente. —Suspiró, dándose por vencido—: Tal vez pueda reconstruirlo, pero no te preocupes, era un divertimiento.
Resoplando, el Flaco se preguntó cómo era posible que el Gordo perdiera los poemas, que eso pareciera no importarle y que ni aun la oportunidad de conmover al país con el suplemento fuera estímulo suficiente como para encauzar aquel magma en que flotaba oscuramente su voluntad.
—Reconstruyelo —ordenó—. Te doy quince días para eso y para que me traigas una entrevista exclusiva con el Poeta Inmenso. ¿Okey?
—Yo quiero participar en la entrevista —se adelantó ansiosamente el Rojo—. También traeré un poema, pero quiero participar en la entrevista…
El Gordo hizo un mohín casi imperceptible y el Flaco se dijo que a lo mejor había tocado por casualidad la verdadera tecla de la desavenencia con el Rojo: simples rivalidades de poetas.
—Irán los dos —murmuró, apostando de nuevo a la carta del Rojo. Le cedió el Cohíba al Gordo, como si necesitara compensarlo de algún modo, miró distraídamente al globo terráqueo y decidió seguir redondeando su idea—. La cosa marcha. Además de los proyectos, ya tenemos un gran trabajo para el primer número: «Por una plaza humana».
—¡Estás loco! —exclamó el Rojo—. No lo publicarán nunca.
—Nunca —repitió el Gordo—. El niño tiene razón.
—¿Sabes una cosa, Rojo? —preguntó el Flaco, mordiendo las palabras—. Eres un pendejo.
Y se dirigió a grandes trancos hacia la terraza. Ya había visto el trabajo del Mulo en las páginas centrales del primer número y ahora el Rojo contribuía a desalentar al Gordo con la miserable certidumbre de su miedo, sin recordar siquiera que él, el Flaco, le había conseguido un viaje a Praga y propiciado una entrevista con el Poeta Inmenso. Prefería mil veces tratar con un maricón que fuera hombre, como el Mulo, que hacerlo con un tipo tan desagradecido y pendejo como el Rojo. Odiaba el miedo. Estaba convencido de que ese era el verdadero pecado de los intelectuales y de que la revolución resultaría ahogada por la mediocridad y el oportunismo si ellos, los jóvenes, no lograban superarlo. Sabía que el miedo tenía tantas caras como la muerte, que se disfrazaba como la muerte y que, como la muerte, conducía a la nada.
—El Rojo se fue —hubo un agudo tono de reproche en la voz del Gordo, que acababa de salir a la terraza.
—Es un pendejo.
—No, es un poeta.
El Flaco sintió la frase como un latigazo. En el lenguaje del Gordo, poeta equivalía a rey.
—Sé por donde vienes —se defendió—. Pero cuando el poeta confunde su misión con la del censor, estamos jodidos.
—No es el caso. El Rojo piensa que los cavernícolas nunca nos publicarán ese trabajo, que si lo intentamos nos harán polvo y que no vale la pena arriesgarse por algo que no sea gran literatura. Yo pienso lo mismo. —Fijó la vista en una patana que remontaba el río y añadió—: ¿Quién garantiza que…?
—¡Yo! —lo interrumpió el Flaco con una vehemencia que parecía un exorcismo contra su propia inseguridad—. Yo, que logré para el Rojo un viaje a Praga; yo, que inventé y conseguí el suplemento; yo garantizo que podemos publicar «Por una plaza humana» y que solo así nuestro trabajo tendrá sentido.
Suspirando, el Gordo se acodó en la veranda. Abajo, un islote de aceite, una gran mancha iridiscente de vetas azules, moradas, verdes, naranjas avanzaba a la deriva rumbo al mar. A su izquierda, viejos automóviles atravesaban el puente, el gran puente cantado por el Poeta Inmenso.
—Okey, Sam —murmuró—. Asaltemos el banco.
Torre Ostánkino
El Flaco quedó boquiabierto ante la magnificencia del salón circular iluminado por una inmensa araña. Pensó sugerir que fueran a otro sitio, pero ya el Rubito saludaba al maître de largas patillas blancas y smoking impecable que había salido a su encuentro tendiéndole la mano como a un viejo conocido. Después de un breve diálogo en el que hizo gala de un ruso correcto, el Rubito presentó al Flaco como un amigo cubano, y el maître se volvió hacia él con una sonrisa profesional.
—Parlez vous français, monsieur?
Sorprendido, él hizo un gesto incongruente y permaneció en silencio. Se sabía incapaz de responder en un francés mínimamente aceptable.
—Quel dommage! —El maître elevó los brazos al cielo—. Le français est la langue de l’amoin; de l’amitié et de la grande cuisine! Passez s’il vous plait, messieurs —y los condujo a través del salón hacia una mesa situada junto a la cristalera.
Una camarera ayudó al Rubito a despojarse del abrigo, recibió la chatka y la bufanda y colgó las prendas en una percha cercana. El Flaco se apresuró a quitarse el jacket y procedió a esconderlo, junto al gorro y la vieja bufanda de Piotr, bajo el suntuoso abrigo del Rubito. Se sentó a la mesa dominando la tentación de sobarse los tobillos; tenía los pies helados. El maître encendió un velón rojo y les entregó sendas cartas, primorosamente impresas en ruso y francés.
—¿Quieres tomar algo antes? —sugirió el Rubito.
—Vodka —dijo el Flaco—. Tengo un frío del carajo.
El Rubito consultó la carta de licores con cierta displicencia, como si la conociera de memoria.
—¿No quisieras un scoth? ¿Un Chivas, por ejemplo?
—No. Quiero vodka.
Encogiéndose de hombros, el Rubito abandonó la carta y se dirigió al maître.
—Et bien, monsieur. Pour commencer, donnez-nous une bouteille de Stoli.
El maître asintió, retirándose con una venia que dejó pasmado al Flaco. Todo era elegante en aquel restorán, salvo él.
—Rubito —advirtió—, y a te dije que estoy en carne.
—En ese caso tendremos que fregar platos. —El Rubito sonreía, entre divertido y condescendiente—. Perdóname, tengo que ir al baño.
Él lo siguió con la vista, envidiando aquella ecuanimidad, aquel don de lenguas, aquel vestuario. Hizo una mueca y examinó su propio atuendo: un traje de verano gris, arrugadísimo, una camisa de trabajo verde y unos zapatos rústicos, de suela de goma. De pronto sintió una avasalladora necesidad de volver a ver a Osip y meneó tristemente la cabeza. Le había dedicado más de un año a la preparación de aquella visita, desde que le comunicaron que iría a Kenya a preparar las condiciones para recibir al contingente que construiría allí una escuela. Nadie entendió su solicitud de viajar vía Moscú, en lugar de hacerlo a través de Madrid y Roma, pero él sabía muy bien lo que se traía entre manos.
En el viaje de ida, durante una escala de tres horas en Sheremetievo, llamó a Irina y le anunció su plan de pasar una semana con Osip al regreso. Para hacer uso del teléfono y tomar una merienda tuvo que cambiar el cheque que traía de La Habana, y en ese simple trueque se incubó su desgracia. En Nairobi custodió como un usurero los trescientos cuarenta y ocho rublos con treinta y cinco copecks que le servirían para costear la estancia moscovita, y se preguntó hasta el cansancio si sería capaz de abolir en siete días los diez años de distancia que constituían toda la vida de su hijo. En las noches kenianas se daba respuestas que lo llevaban alternativamente de la depresión al entusiasmo, «del azafrán al lirio», como solía decir el Rojo en su agonía, citando un verso de Ballagas.
La alternancia de aquellos estados de ánimo se hizo frenética al aterrizar en Sheremetievo. Los tortuosos trámites inmigratorios contribuyeron a turbarlo totalmente, haciéndole temer que por algún error de su parte las autoridades lo hicieran seguir viaje hacia La Habana. Estaba en blanco ante una de las preguntas del formulario cuando vio a un mulato desplazándose por el salón con el gallardo aplomo de un general victorioso. «Este es cubano», se dijo. Lo era. Se llamaba Nelson Itúrbide y se desempeñaba como tercer secretario de la embajada, encargado de los asuntos del aeropuerto. Después de obtener aquella información, que el mulato brindó de buen grado, se decidió a preguntarle si debía declarar o no que tenía rublos.
—Sí —le aconsejó Itúrbide sin vacilar—. Con los soviets hay que jugar limpio.
Entonces respondió Yes a la pregunta de si traía Soviet currency, se puso en la cola y cuando le tocó el tumo entró al pasillito que parecía un féretro. Tenía una pared a la espalda, una puerta cerrada a la izquierda y un pétreo militar enfrente, tras la ventanilla donde puso pasaporte y formulario. El guardia los revisó minuciosamente y se levantó de pronto, dejándolo con la sensación de haber incurrido en alguna falta grave. Lo deportarían. No cabía la menor duda. Pero… ¿por qué? Pasó cinco interminables minutos acariciando su talismán, hasta que apareció otro militar más viejo y de mayor graduación y le ordenó en inglés que pusiera los rublos en la ventanilla. Obedeció temblando. Sin mirarlo, el oficial dejó caer el dinero en una gaveta, acuñó el pasaporte, se lo extendió junto a una especie de recibo e hizo sonar una chicharra. En medio de su confusión, él intuyó que aquel ruido lo autorizaba a entrar a Moscú.
—What about my money? —alcanzó a preguntar.
Por toda respuesta, el oficial siguió haciendo sonar la chicharra. Él miró el recibo: estaba en ruso. La vieja que lo seguía en la cola entró al pasillito, rozándolo. El ruido de la chicharra adquirió un tono conminatorio y él empujó la puerta, pero no se movió.
—Dabay, dabay! —le espetó el oficial.
Pasó como un autómata, arrastrando el bolso, y la chicharra dejó de sonar. La puerta se había cerrado a su espalda. Durante un segundo albergó la ilusión de que alguien acudiría a devolverle el dinero. Pero la gente pasaba por su lado sin mirarlo. Enarbolando aquel recibo incomprensible se dirigió en inglés a un militar, que le espetó un «Net poniamayu!» y siguió su camino. Lo mismo le ocurrió con dos civiles. Entonces comprendió que le habían robado y empezó a patear la puerta. De inmediato acudieron tres militares. Lo condujeron bruscamente a una oficinita donde examinaron su pasaporte y su recibo, y el de mayor graduación le dirigió una parrafada en ruso.
—I don’t understand you! —exclamó él—. I want my money back!
Uno de los guardias salió de la oficina y regresó al cabo de un rato junto a Nelson Itúrbide.
—¡Diles que me devuelvan mi plata! —exigió él, señalando a los militares con el índice—. ¡Diles que si no, les armo un rollo de pinga!
Pero el mulato ya no parecía un general. Acoquinado, se sentó donde le indicaron, bajo el retrato de Brezhnev que presidía la estancia, y escuchó medrosamente la filípica del militar.
—Dice que es ilegal sacar rublos del territorio soviético —tradujo sin levantar la cabeza—, y que por tanto es ilegal entrarlos. Que violaste la ley y que tu dinero ha sido decomisado.
El Flaco recibió la información en silencio, entrecerró los párpados y de pronto saltó al cuello de Itúrbide, que no hizo siquiera un ademán de defensa. Dos militares se abalanzaron sobre él y después de forcejear un rato lograron doblarle los brazos sobre la espalda, levantarlo en vilo y echarlo fuera de la oficina. Cuando logró incorporarse se dio cuenta de que estaba perdido. En eso Itúrbide salió de la oficina, le entregó el bolso, se excusó diciendo que era nuevo en la plaza y le preguntó qué podía hacer por él.
—Llévame a esta dirección —suspiró el Flaco alargándole una tarjetica.
En aquel momento pensó quedarse en casa de Irina y ahora pensaba que quizá pudiera hacerlo en la del Rubito. No se había franqueado totalmente con él durante el trayecto, inhibido por la presencia del chófer, pero estaba decidido a ponerse en sus manos. No tenía otra alternativa. Encendió el cabo que había guardado en el bolsillo de la camisa y se paró junto a la cristalera. La nevada había cesado. Las luces del jardín iluminaban el perfecto neoclásico del Palacio de los Condes de Ostánkino, situado a la izquierda de la Torre. Se estaba preguntando si aun en caso de que el Rubito estuviera en condiciones de ayudarlo lograría entenderse con Osip, cuando sintió el brazo de su amigo sobre los hombros.
—Rubito, cará —suspiró estrechándole la mano, mientras miraba el lejano resplandor de las luces del Kremlin—. Viejo Güije, cará.
—El único Güije viejo que hay aquí eres tú —dijo el Rubito sonriendo—. Vamos, el vodka nos espera.
Ya los vasos estaban servidos y el Flaco se sentó y tomó uno.
—Por el reencuentro —dijo, alzándolo.
—Brindemos a la rusa —propuso el Rubito—. Hasta el fondo. Es una prueba de amistad, ¿sabes? Si alguien no los sigue, se ofenden.
El Flaco pensó en Piotr, que efectivamente se había molestado con él por aquella razón, y en la condena que sufrían Osip e Irina.
—No todos —replicó—. La madre de mi hijo, por ejemplo, no soporta esa costumbre. Le parece bárbara.
—Todavía no se han puesto de acuerdo entre ellos —exclamó el Rubito mesándose la perilla—: «¿Quién es entonces este monstruo que se llama Rusia?».
El tono declamatorio remitió inmediatamente al Flaco a las adivinanzas que el Rojo había puesto de moda hacía ya tantos años.
—¿Dostoievski? —insinuó con cierta timidez.
El Rubito meneó la cabeza, al tiempo que sonreía.
—Herzen… —dijo—. ¡Hasta el fondo!
Él lo imitó, sintiendo de inmediato cómo el vodka lo iba relajando.
—Rubito —se decidió a decir—, tengo un problema muy serio. —Le dio una última cachada al cigarrillo y lo frotó lentamente contra el cenicero—. Necesito… quedarme en tu casa una semana. Quiero… estar con mi hijo.
Frunciendo el ceño, el Rubito sacó una bolsita de piel del bolsillo del saco, la abrió y extrajo un paquete de picadura y una pipa.
—¿Ya eso le llamas «serio»? —sonrió mientras rellenaba la cazoleta—. Serio es, por ejemplo, que a mí no me quiera crecer el pelo. —Encendió la pipa parsimoniosamente y chasqueó los dedos en dirección al maître, que apareció junto a él como por encanto—. Du caviar rouge, s’il vous plaít.
El Rojo y el Poeta Inmenso
—¿Así que usted es el famoso poeta? —preguntó el Ministro.
El Gordo sonrió, inquieto. ¿Por qué lo habría citado él y no el Jefe de Cátedra, el Decano o el Rector? Existía solo una razón a la vez plausible y terrible: el vendaval creado en las universidades por la aparición del «Soneto al metodólogo» en el número donde La Ladilla Ladina se despedía de sus lectores para siempre. Desde que entró a la oficina sintió un ahogo, una suerte de necesidad de protestar mezclada con una extraña, casi compulsiva tendencia a asentir. Al principio creyó que aquel insoportable estado de ánimo se debía a la impresión que le causaba el porte militar del Ministro, la verruga que exhibía en el pómulo izquierdo, los cuatro pelos con que intentaba infructuosamente disimular la calvicie y los toscos maniquíes situados a su derecha, abiertos como reses de matadero, que mostraban músculos, vísceras y venas de varios colores y que, sin embargo, parecían no tener sexo. Pero ahora, cuando el Ministro extrajo de su oscuro portafolio de piel el ejemplar de La Ladilla, sintió un escalofrío, se dijo que jamás debió haber reconstruido aquel soneto y no pudo seguir ocultándose que la causa principal de su turbación era el miedo.
—¿Lo reconoce?
Él asintió en silencio y abrió los brazos de un modo más bien incongruente. Nunca había dialogado con un ministro e intentó vencer su desazón diciéndose que no debía impresionarse ante aquel calvo vergonzante. ¿Y por qué, sin embargo, una simple pregunta lo hacía sudar frío a él, un poeta? ¿Qué ley siniestra determinaba que siempre los ministros tuvieran poder sobre la tierra y que a los poetas solo se les permitiera soñar con la gloria? Si al menos pudiera desentenderse, como el Rojo, para quien la poesía estaba situada claramente en otra esfera; o pelear, como el Flaco, que tenía algo de cruzado en la sangre… Pero no, él detestaba los extremos, soñaba con un mundo que restituyera a la poesía la plenitud dantesca de opinar sobre güelfos y gobelinos y de bajar a la vez y para siempre a los infiernos. Y entonces, ¿por qué había publicado aquellos versitos de ocasión que podían costarle tan caro?
—Bonito poema… —ironizó el Ministro. Puso la hoja mimeografiada sobre el cristal del buró y miró al Gordo—. Suyo, ¿verdad?
¿Y si respondiera que no? ¿Quién podría probar que él era el autor de aquel texto presentado en La Ladilla como un anónimo sevillano del siglo XVI? Durante un segundo soñó con reunir valor para mentir o inventarse un heterónimo, pero su cabeza volvió a asentir automáticamente.
—Los muchachos le pusieron música —comentó el Ministro con tal naturalidad que él tomó la frase como una amenaza.
Pero no podía quejarse. Nunca su vanidad de poeta había sido tan halagada como en aquellos días en los que su soneto ganó el aula, la facultad, la memoria y la risa de los estudiantes y de los profesores jóvenes, que no solo lo recitaban a lo largo y ancho de la Isla, sino que llegaron también a cantarlo y a bailarlo y que, cuando un bando prohibió terminantemente letra y música, se permitían mirar a las autoridades, según afirmaron los metodólogos en sus memoriales de protesta, «con cara de soneto».
El Ministro se puso de pie y con un puntero de cabeza roja señaló un gran mapa de Cuba situado en la pared, a la derecha de los maniquíes.
—¿Sabe usted cuántas universidades tenía nuestro país antes de la revolución? —El Gordo sabía, pero no se molestó en responder; era obviamente una pregunta retórica—. Tres. ¿Sabe cuántas tiene ahora?… ¿Y sabe a cuánto asciende en ellas la matricula?
Casi inconscientemente dejó de escuchar la retahila de cifras que el Ministro citaba de memoria: había oído mil veces aquel discurso, no lograba relacionarlo con su situación y, poco a poco, el aburrimiento fue venciendo al miedo. El mapa de la Isla, en cambio, sí era interesante: tenía multitud de circulitos rojos y azules, y le recordaba más que nunca a un caimán. Lo intrigaban aquellos tiernos animales que lloraban después de comerse a sus víctimas. Fijó la vista en su ciudad natal, Santiago, uno de los colmillos de la fiera, y tropezó con el puntero y con la siguiente exclamación del Ministro:
—¿Se da usted cuenta, compañero? ¿Se da usted cuenta?
Sobresaltado, el Gordo hizo un nuevo gesto incongruente; ¿cuenta de qué? El Ministro lo interpretó a su manera.
—¿Y cómo va a pretender entonces —dijo— que yo dirija decenas de universidades, centenares de materias, miles de profesores y decenas de miles de estudiantes sin nivelar los programas y sin controlar metodológicamente dicha nivelación? —Lo miró a los ojos, como si aguardara efectivamente un consejo—: Dígame, ¿qué me sugiere? ¿Cómo lo haría usted?
Él tragó en seco mientras intentaba elaborar una respuesta, pero el Ministro cortó por lo sano.
—Solo dos instituciones en la historia de la humanidad han sabido resolver ese problema —dijo, mostrando la V de la victoria en su mano derecha—: el Ejército y la Iglesia. No hay que ser militar ni cura para saberlo. Pienso… y usted me perdonará por ello, que la función de la poesía no es meterse en esos asuntos, sino cantar las glorias de la patria.
«Dulce et decorum est pro patria mori», pensó el Gordo, cayendo en cuenta de que ahí estaba la trampa, porque sí, claro, ¿acaso no lo habían hecho todos los poetas bien nacidos?, pero ¿y el universo, la ciudad, el amor, la noche, la rabia, el desaliento, el resplandor de los cocuyos, la tenacidad de las hormigas…? Empezaría por ahí, poniendo en duda…
—Aquí tengo su expediente —el Ministro le mostró una carpeta de cartulina amarilla—. Lo acusan de muchas cosas, algunas verdaderamente graves. Por otra parte, usted fue suspendido en la evaluación, y su promoción… —hojeó la carpeta hasta encontrar una página que golpeó con la uña— no está recomendada. ¿Se imagina, mil problemas como este cada día, aparte del trabajo? ¿Qué haría usted, dígame?
Él volvió a abrir los brazos y permaneció en silencio: le resultaba imposible responder.
—Pero yo creo en los jóvenes —añadió el Ministro poniéndose de pie con un movimiento elástico y caminando hacia él, que se aferró a los brazos de la silla para incorporarse sin ayuda—. Y por eso creo en usted y todavía no he decidido sobre su caso. No, no me diga nada ahora —exigió, extendiendo una mano que el Gordo, ya de pie, estrechó boquiabierto—. Piense en lo que le he dicho. Y gracias por venir. Ha sido un diálogo muy fructífero.
Solo al pulsar el botón del ascensor él tuvo plena conciencia de que no había pronunciado una sola palabra. Miró la puerta de la oficina, ya cerrada, y su repentina lucidez lo hizo enrojecer de rabia.
—¿Baja, compañero?
Entró al ascensor pensando en réplicas rápidas como flechas. Él, compañero Ministro, lo haría de cualquier manera, menos como usted lo estaba haciendo, porque esa «nivelación metodológica» era, más que un crimen, una estupidez por la que la patria se vería obligada a pagar durante decenios, como pagaría también por el fraude, las falsas promociones y la doble moral que eran el pan de cada día en nuestro sistema de enseñanza. Él, compañero Ministro, se veía en la obligación de recordarle que definir la función de la poesía no era competencia de los funcionarios, sino…
—Planta baja, compañero.
Salió del ascensor como un autómata, entregó el pase a la recepcionista y ganó la calle. ¡Ah, podía haber conmovido al Ministro mostrándole en qué país vivía! Podía haberle hecho ver, por ejemplo, que en los últimos años había crecido el índice de divorcios y suicidios, el contrabando de divisas, el robo, el mercado negro, la prostitución clandestina y la admiración bobalicona por todo lo extranjero… Podía haberlo convencido de que aquella creciente mierdificación de la vida cotidiana estaba íntimamente ligada a una política que alentaba la complicidad o la apatía, y que el éxito unánime del Soneto entre los estudiantes demostraba que el amor por la verdad seguía vivo, que todavía era posible revertir la situación, recobrando el empuje y la fe de los años duros. Pero para eso, compañero Ministro, sería necesario…
—Me hace el favor, compañero, ¿dónde queda la oficina del Carné de Identidad?
Negó con la cabeza sin saber exactamente qué le habían preguntado y, convencido de que la guagua demoraría un milenio, decidió caminar hasta su casa. No, compañero, esas conclusiones no eran el resultado de ninguna investigación sociológica, sino de la mirada cívica del poeta. La poesía, compañero Ministro, era una forma de conocimiento muchísimo más útil y profunda que la ciencia y que la política, el nexo entre intuición y autenticidad producía un estado de gracia que en la antigüedad se atribuía a santos y profetas porque les permitía revelar verdades ocultas para la mirada del común de los mortales. Eso, compañero, constituía la fuerza del Tao te kin, de la Biblia, del Popol-vuh… Gracias a ella Cuba no se había revelado en la obra de un general, ni en la de un científico, sino en la de un poeta. Martí era…
—¡Está loco o qué, compadre!
Miró extrañado al gesticulante chófer del automóvil que se había detenido estrepitosamente a un centímetro de su cadera, y continuó su camino. No, el Ministro no hubiera entendido. La poesía, como toda revelación, era en última instancia un misterio, salvo que se asistiera al milagro. Y el milagro era el verso. Tenía que escribir, incluso para que el Ministro lo entendiera. Pero se sentía seco, como si la espléndida posibilidad creada por la próxima aparición de El Güije hubiera segado sus fuentes. Sí, tenía un libro inédito, que no publicaría jamás, varios poemas sueltos sobre los que no estaba seguro y ciertas obsesiones tentándolo. La crisis de la ciudad, por ejemplo, la descomunal diferencia existente entre aquella fascinante Babilonia que había alcanzado a ver en su primer año de estancia en La Habana y el conjunto de calles y portales carcomidos por donde caminaba ahora. Pero no se sentía capaz de expresar esa catástrofe en palabras, necesitaba acabar de liberarse de la servidumbre coloquialista, aquella manera de decir que en un tiempo le había servido para romper con la magia esotérica del Poeta Inmenso y que, después de las críticas del Rojo y del Flaco, había empezado a resultarle incómoda, como un par de zapatos ajenos, demasiado pequeños. Para el Rojo, el lenguaje coloquial impedía tomar distancia; el Flaco lo llamaba trivialismo; él, en cambio, sospechaba que a pesar de todo en aquella antirretórica profesional existía una suerte de fuerza secreta, un núcleo que, al estallar, podía conducirlo a la gran poesía. Pero ¿cómo llevarlo a ese punto? El Flaco quería los textos ya y él necesitaba tiempo. Sabía demasiado bien que El Güije sería no solo un intento de parricidio sino también un torneo entre hermanos para alcanzar la Tierra Prometida. Se había propuesto conmover, tensar el arco, dejar al menos una huella tan profunda como la ambicionada por un tipo tan ilustrado como el Rojo. ¡Coñóoo!, se dijo, ¿por qué no? ¿Por qué no El Güije Ilustrado?
—¿Qué tal, hijo? —Era la voz ansiosa de Estefanía, que bordaba en el jardín bajo el flamboyán amarillo—. ¿Cómo te fue?
Él alzó el pulgar sonriendo, le dio un beso en la mejilla y se detuvo en el rellano de la escalera; ahora se sentía tan confuso como si hubiera recibido un golpe en la cabeza. No lograba precisar si había sido objeto de una amenaza o de una promesa, si sería promovido o demovido. Suspiró. Teniendo en cuenta el tamaño de la ofensa inferida por el poema, la reunión había sido un éxito… que muy bien podía trocarse en desastre. Reemprendió el ascenso pensando que todo dependía de lo que hiciera en lo adelante, y que eso, justamente, era lo que no tenía claro.
—Tienes media hora de atraso. —La irritada voz del Flaco le llegó desde la terraza, por sobre la música de A day in the life que sonaba en el tocadiscos—. Y el Rojo no ha llegado.
Terminó de subir lentamente, atravesó el estudio y se dejó caer en uno de los sillones de la terraza. De inmediato Rengo Star se acomodó en sus muslos, ronroneando.
—¿Qué pasó, mulato, te expulsaron?
La pregunta del Flaco fue inesperadamente tierna, y él cedió a la necesidad de contarlo todo y terminó intentando justificar su silencio con una observación sobre el factor sorpresa.
—¿Sabes lo que vamos a hacer? —exclamó el Flaco incorporándose—. Reproducir el Soneto en la primera página del primer número.
El Gordo acarició a Rengo y alzó la cabeza: la dulce voz de Lennon se había ido afinando hasta convertirse en una suerte de lejanísimo quejido que ya se confundía con una sirena de ambulancia. La canción empezaba su envolvente crescendo. Pero el disco era una regrabación hecha con medios artesanales y a la sirena que avanzaba pidiendo vía desde el cuarto o quinto plano del sonido, en medio del tráfago cada vez más infernal de la ciudad, se sumaba un scratch espantoso. Sintió una punzada en las sienes e imaginó que era él quien iba en la camilla.
—Niet —gritó por encima de la sirena que, ya en primer plano, era como un alarido.
—¿Pero por qué? —dijo el Flaco, acercándosele—. ¿No te das cuenta de que publicarlo es la única manera de evitar que te saquen de la Universidad? ¿De que solo así generaremos una polémica imprescindible? ¿O tienes miedo?
Él permaneció en silencio, preguntándoselo, mientras la sirena se alejaba hasta perderse, el scratch se acallaba haciéndose casi tolerable y aparecía un insistente solo de piano sobre el que Lennon ordenaba: «Wake up!».
—Sí, tengo miedo —reconoció al fin. Miró al Flaco a los ojos y leyó en ellos una insoportable mezcla de cariño y lástima, que lo llevó a intentar explicarse—: Si me atrevo, el tipo me saca de la Universidad, no te quepa duda. Pero esa no es la razón por la que no acepto tu propuesta. La Ladilla Ladina es un juego y el soneto otro; en cambio, El Güije Ilustrado es nuestra gran oportunidad para conmover al país mediante una literatura verdaderamente nueva. A pesar del miedo estoy dispuesto a correr todos los riesgos, pero solo con un poema que me acompañe en el combate. —Formó una cruz con el pulgar y el índice y la besó—: Por mi madre.
El Flaco se dejó caer en el sillón y encendió un cigarro manufacturado con picadura vieja.
—El Güije… Ilustrado —dijo—. Bárbaro, alude a los enciclopedistas… y a Bradbury. —Extendió la mano y—: Dámelo.
—¿Qué?
—El poema.
El Gordo lo miró angustiado.
—¿No te das cuenta, coño, de que todavía no lo he escrito? —Rengo arqueó el lomo y él volvió a acariciarlo mientras intentaba calmar al Flaco con algo concreto—. Hoy mismo hacemos la entrevista —prometió—. ¿Trajiste el cuento?
—Sí —dijo resueltamente el Flaco; de pronto, el tono de su voz, todavía ansioso, se hizo también humilde—. Se llama «Flores para tu altar», y me parece… No sé, mejor lo leo.
Toda su seguridad parecía haberse esfumado. Extrajo las cuartillas, y con una voz tensa, como llevada por el ritmo de las interrogaciones, leyó:
«¿Por qué chiflaba Eléggua? ¿Por qué atronaba el aire a la hora maldita con sus santos sonajeros de latas herrumbrosas? ¿Por qué abandonó la puerta que debía cuidar y ahora metía bulla, encamado en todos los negritos del barrio? ¿Pretendía que ella abriera las puertas a la hora fatal dándoles paso a Ofó, Iñá, Anó e Ikú? ¿Buscaba que la Vergüenza, la Tragedia, la Enfermedad y la Muerte entraran a su cuarto? ¿O de verdad pasaba algo y el Dueño de las Puertas le estaba avisando? ¿Quizá Juancho había dejado a la rusa y regresaba a ella, a su madre, para devolverle su amor, su Eléggua y su Changó? ¡Ay, Virgen Santísima, si Jesucristo pudiera explicarle por qué chiflaba así el Dueño de las Llaves del Destino!
¿Y si se decidiera a abrir, si tuviera agallas para retar a su perra suerte, si se lanzara a la pelea recordando que ella, Candelaria Cárdenas, era hija de Oyá y no podía permitir que una rusa cochuza le torciera el destino? ¡Pero, ay, Santa Bárbara bendita, el destino no lo marcaba ninguna judía, ninguna ladrona de mulatos lindos, sino Eléggua! ¿Y si lo saludara? ¿Si le rindiera culto? ¿Si cerrara los puños así, hasta clavarse las uñas, si subiera los brazos así, hasta tocar el cielo, si pateara el suelo así, hasta levantar tanto polvo como las tolvaneras de Oyá, si remeneara el culo así, hasta parársela al mismísimo señor Jesucristo?
¿Por qué le temblaban las manos al abrir? ¿Por qué chirriaba así la puerta? ¿Por qué no estaba allí Juancho sino Eléggua, aquel niño con cara de viejo que reía a carcajadas, rodeado por los negros murruñosos del solar que gritaban?: “¡Candelaria la Piola, Candelaria la Piola!”. ¡Ya habían entrado! ¡Ya sentía en su cara la Vergüenza, en su alma la Tragedia, en su piel la Enfermedad y en su corazón la Muerte! ¡Ya Ofó, Iñá, Anó e Ikú poseían su cuerpo! ¡Ah, si tuviera allí su Eléggua y su Changó, podría vencerlas! ¿Cómo los había perdido? ¿Quién era culpable de semejante crimen: el propio Eléggua, la Judía, o ella, Candelaria la Piola? Ella, la que gritaba: “¡Váyanse a hacer buches con el periodo de su madre!”.
¿Qué les importaba que fuese piola? ¿Dónde estaba escrito que una negra no podía encamarse con un blanco? ¿A quién, sino a Juan el Gallego, le hubiera parido un mulato tan lindo, tan blanconazo como Juancho? ¡Envidia le tenían! ¡Por envidia le pusieron la Piola, y por envidia le echaron maldeojo hasta conseguir que Eléggua trocara los caminos del Gallego, metiéndole la morriña en el coco y haciéndolo escaparse con aquella Meiga, aquella maldita bruja! ¿Y qué había hecho ella desde entonces, Virgen Santísima, sino servir al Rey de las Llaves y consagrarle a su hijo? ¿Y quién sino el mismísimo Eléggua volvió a traer la salvación a su vida, trastornando el destino de Juancho? ¿Quién sino el Rey de las Encrucijadas pudo haberle metido en la cabeza la pejiguera de irse a estudiar a Rusia? ¿Quién sino el Dueño de las Puertas le había abierto las del frío y el olvido? ¿Y a quién, sino al Maldito, pudo ocurrírsele la idea de poner a un mulato así de lindo entre aquellas perras blancas en celo? ¡Eléggua abriéndoles las patas a las pecosas y Changó suelto, hecho una fiera, dando rabo a diestra y siniestra! ¿Cómo no iba a olvidar a sus orishas, si lo habían vuelto loco? ¡Eléggua, Eléggua era el culpable! ¿Cómo quería que Juancho volviera a vivir en el solar si y a esa judía lo había trabajado, si regresó loco, y estuvo así meses, esperándola, luchando por resolver para ella la casa que nunca resolvió para su madre?
¡Kabiosile, Changó, kabiosile! ¿No veía cómo Satanás la castigaba enloqueciéndola a ella también, quemándola con el recuerdo de Juan? ¡Ah, si hubiera conocido a Juancho entonces, cuando tenía veinte años y estaba dura como la desgracia! ¿Pero cómo podía ahora, con cuarenta y tres en las costillas, arrancárselo a la rusa cochuza que además vivía en una casa con jardín? ¿Cómo, si ni siquiera sus dioses la ayudaban? ¿Dónde carajo se habían metido Changó y Oyá? ¿Por qué el Artillero del Cielo no le echaba con el rayo a la judía? ¿Por qué la Reina de las Tolvaneras no levantaba en peso aquella casa maldita, donde se habían perdido para siempre su Changó y su Eléggua?
¡La judía, la rusa cochuza era la culpable! Sí, pero ¿por qué ella, Candelaria Cárdenas, hija de Changó y Oyá, nacida y criada en el Solar del Reverbero, fue de hueleculo a vivir en casa ajena? ¿Por qué arrancó a sus santos del altar para llevarlos a donde reinaban dioses judíos? ¡Ah!, ¿y quién carajo se atrevía a decirle que la casa de su hijo era ajena? ¿Y cómo iba ella a abandonar a sus santos? ¡La acusaba la envidia! ¡La envidia habló por la bemba de Satrústegui el día de la mudada, cuando le dijo a Juancho!: “¡Piolo, hijo de gata caza rata!”. ¿Cómo no lo mató Juancho? ¿Cómo no le dio, por lo menos, un nalgavajazo? ¿Cómo permitió que todo el solar se carcajeara de él y de su madre? ¿Qué le habrían hecho a ese niño los dioses rusos que tenía en la sala de su casa nueva, uno barbón como un moro y el otro medio calvo, con chivita y ojos de diablo?
¡Ay, Santísimo!, ¿por qué Juancho había rechazado la protección de Changó? ¿Por qué no la entendió cuando ella dijo que el Rey del Fuego sabía compartir el cielo, que siempre lo había hecho, con Martí, con Jesucristo y con el mismísimo Sanfakón? ¿Por qué no permitió siquiera que Eléggua guardara su puerta? ¿Cómo se atrevió a decir, sin que se le quemara la boca, que él era comunista y que los santos lo perjudicaban? ¿No estaba clarísimo, Virgen de las Mercedes, que Juancho se había vuelto loco? ¿Y qué podía hacer una madre sino proteger a su hijo de su propia locura?
¡Sí, ella misma había puesto esa noche a sus santos junto a los herejes! ¡Ella! ¡Dios era testigo! ¿Cómo no enloquecer en la mañana frente al altar vacío? ¿Cómo no iba Oyá a ordenarle que apretara el pescuezo de la rusa para obligarla a confesar dónde los había metido? ¡No, no fue Juancho quien le pegó a su madre, sino Changó en persona! ¡El Dominador del Fuego montado en el alma de su hijo, castigándola! ¿Y por qué, Señor del Santísimo Sacramento del Altar? ¿Cuándo cesaría su martirio? ¿Acaso no había huido de la casa maldita buscando a sus orishas? ¿No había caminado descalza hasta Cayo Cruz? ¿No había recorrido el basurero con los pies sangrantes escudriñando mierda y desperdicios sin hallar al Artillero del Cielo ni al Dueño de las Encrucijadas? ¿No se había revolcado de rabia en la carroña? ¿No había vuelto al solar, apestando como una impía, con la esperanza de hallar allí a sus dioses y a su hijo?
¡Misericordia, señor!, ¿qué más castigo? ¿Por qué la había confundido Eléggua? ¿Por qué le abrió la puerta a Ofó, Iñá, Anó e Ikú? ¿Cómo no sentir que la Vergüenza del regreso le quemaba la cara, su propia Tragedia el alma, la Enfermedad del basurero la piel y la Muerte de sus dioses el corazón? ¿Por qué, Señor, perdía la cabeza? ¿Qué manos la encueraban? ¿Quién reía ahora por su boca? ¿Quién extendía sus dedos hasta agarrar el frasco? ¿Quién derramaba alcohol sobre su cuerpo? ¡Oh, Señor!, ¿quién reclamaba fuego?».
El Gordo vio las llamas mordiendo la piel de la mujer, sintió un escalofrío y abrió los párpados; había empezado a caer una llovizna cenicienta.
—¿Cómo escribiste eso? —dijo—. ¿Por qué…?
—¿Te gusta? —la voz del Flaco temblaba todavía—. Dime la verdad, ¿qué te parece?
Conmovido, el Gordo pidió tiempo. Ahora los Beatles parecían insinuarle que Candelaria, la suicida, había vivido como todos, en el mismo submarino amarillo. Y sin embargo…
—Me gusta, sí —dijo—. Vi esa mujer ardiendo, pero…
—¿Pero qué?
Le dio una última cachada al Cabito y se lo pasó al Flaco. Temía tanto ser injusto como complaciente.
—¿Por qué no me lo dejas para analizarlo? —propuso—. En este momento solo puedo darte impresiones.
—Dámelas, las necesito.
Ahora el Flaco era débil, inseguro, había una soterrada desesperación en su vehemencia, como si estuviera en carne viva y el más leve roce fuera a avivar sus llagas. De modo que el Gordo decidió empezar por el elogio y solo después, con extrema cautela, dar paso a las dudas.
—Lo impresionante —dijo— es que hayas tenido el acierto de limitarte a insinuar ese fuego que yo logré ver con tal intensidad.
El Flaco lo miró a los ojos.
—¿Te parece… gran literatura?
El diálogo había llegado rápidamente al punto cero. Si respondía que sí, el Flaco lo abrazaría emocionado; pero ¿qué resolvía con limitarse a elogiarlo?
—Bueno… —se decidió a decir—, en principio me parece literatura. Me gusta, ya te dije, pero me suscita también varias preguntas… —La extrema tensión de los ojos del Flaco se la hacía casi insoportable—. Por ejemplo: ¿es realmente algo nuevo?
—Dime tú…
—Francamente, no tiene audacias ni novedades técnicas… Estoy pensando en algo así como… el uso de la segunda persona en Aura, por ejemplo.
—Bien —dijo el Flaco secamente, sin mover un músculo de la cara—. ¿Qué más?
La depresión había vuelto a dar paso a la agresividad y el Gordo estuvo a punto de callarse. Pero de pronto pensó que si el Flaco era su amigo, y no un ministro cualquiera, tendría que aprender a dialogar.
—Me pregunto si se entenderá… fuera de aquí —dijo y extendió la palma de la mano derecha para que el Flaco le dejara terminar la idea—. La mitología griega, por ejemplo, porque el cuento, sin duda, tiene el pathos de una tragedia griega…
Se detuvo al observar la jactanciosa sonrisa de su amigo. Le resultaba difícil razonar así, en medio de aquella tensión permanente, y aunque sabía demasiado bien que tratándose de su literatura el Flaco jamás reaccionaría de otra forma, decidió castigarlo prolongando un silencio que le permitía, además, disfrutar And I love her, aquella nostálgica balada donde sentía vibrar la guitarra y la percusión cubanas.
—Si uno escribiera que nadie podría bañarse dos veces en ese río —dijo al fin, señalando hacia afuera—, el lector se remitiría automáticamente a Heráclito, jamás al hecho de que el Almendares está tan sucio que quien se bañe una vez en sus aguas morirá ipso facto. Porque la cultura griega es universal; la yoruba, en cambio, es local, limitada, exótica…
—¿Quieres decir —balbuceó el Flaco— que el cuento es costumbrista?
El Gordo suspiró, fatigado.
—Quiero decir que aunque todos vivimos en un submarino amarillo, son ellos los que ponen la música.
El Flaco le sostuvo la mirada en silencio, con una suerte de angustia desafiante.
—Voy abajo —dijo incorporándose—. El Rojo no llega y tengo un montón de cosas pendientes… Recuerda que la entrevista con el Inmenso debe ser no solo exclusiva sino también agresiva, ¿okey?
Tendió una mano al Gordo y lo ayudó a ponerse de pie, como solía hacerlo el Rojo.
—Flaco, Flaco… —rompió a reír él—. Cálmate. Tu cuento es muy bueno, «Por una plaza humana» excelente, yo estoy trabajando en un poema cojonudo, el Rojo en otro, hoy haremos una entrevista única, y cuando vengamos a ver… ¡el primer número de El Güije Ilustrado estará listo!
—Anda a que te zurzan —dijo el Flaco ya en la puerta, mostrándole las palmas de las manos—. ¡Entra y escribe!
De vuelta al estudio, el Gordo se sentó ante el buró a leer «Flores». Le fue gustando más que cuando lo escuchó, tanto que al repetir en voz alta la invocación final se hallaba al borde del llanto. Y aunque no pudo responderse honestamente las dudas que había formulado, se dijo que estaba ante un buen cuento y que el Flaco había cumplido su compromiso, mientras que el Rojo y él… Se sintió seco y perdido, sin deseos de escuchar la otra cara del disco ni de jugar con Rengo, que había corrido junto a él como un perrito y ahora le arañaba las pantuflas.
Pensó que el Rojo estaría escribiendo, o con una de sus ninfas, la única fuerza capaz de hacerle olvidar a ratos la poesía. Era esa doble pasión compartida la que, tres años antes, había sellado su amistad. Hasta entonces habían sido compañeros de aula, pero él era un apasionado de la poesía conversacional, que el Rojo detestaba, y ese desacuerdo les había impedido entenderse. Tiempo después se les encargó atender a los jóvenes europeos de la Brigada Cinco de Mayo que, como un homenaje a Carlos Marx, estarían un mes sembrando eucaliptos en las terrazas de San Andrés de Cayguanabo. Debido a su escoliosis, él fue nombrado listero y desde aquella posición tuvo un acceso privilegiado al tormento más delicioso de su vida: mirar a centenares de rubias como el sol, de pelirrojas como la sangre, dando pico y pala con las tetas al aire.
Pero solo mirar. Les estaba estrictamente prohibido, so pena de expulsión de la universidad, acostarse con aquellas muchachas que no usaban ajustadores y que en plena faena, cuando el sol empezaba a picar, se quitaban las blusas. Eran walkirias laboriosas, desenfadadas, cuyas tetas erectas, brillantes de sudor, torturaban no solo a los estudiantes que las acompañaban en el trabajo, sino también a los campesinos que acudían desde los más remotos parajes a pajearse encaramados en los árboles. Lejos de terminar junto con la jornada de trabajo, la tortura se iba haciendo cada vez más siniestra. Al regresar al campamento algunas olvidaban cerrar las portezuelas de las duchas y se enjabonaban las nalgas blancas o pecosas y los vellones dorados o rojizos a la vista de todos, hasta quedar limpiecitas, listas para la noche. Era entonces cuando se lanzaban al campo a fornicar con sus compañeros bajo la luna, como en las fiestas dionisíacas o los rituales de la cosecha, y el campamento se estremecía desgarrado por gritos de pasión en veinte idiomas.
—Oigan —solía decir el Rojo, nostálgico—, ahora se está viniendo una noruega.
La tortura se hizo especialmente insoportable a partir del lunes de la segunda semana, cuando las muchachas cayeron en cuenta de que ninguna se había acostado con un cubano, por lo que desataron una ofensiva en toda la linea utilizando no solo sus cuerpos sino también las expresiones más obscenas del argot local, que chapurreaban con la ingenuidad de quien no logra aquilatar por ignorancia el valor de sus palabras. «¡A singarrr!», decían entre divertidas y excitadas por la turbación de los cubanos, y después intentaban verificar la precisión semántica de lo dicho preguntando con un interés deliciosamente pueril: «¿Tú meter tuyo pingo en mío bello hoy, verdad?». La noche en que una finlandesa se empeñó en que el Gordo la enseñara a pronunciar correctamente todas aquellas frases empezó el escándalo. Él huyó corriendo con la cara y encabezó una borrascosa reunión que terminó proclamando ante el Comandante que dirigía el campamento el derecho de los cubanos a templar libremente.
Pero el Comandante se negó de plano a aceptar aquella exigencia que violaba los cánones de la moral revolucionaria. Cuando el Rojo pidió la palabra la polémica estaba hirviendo y el Gordo pensó que quizás una exposición lúcida de su punto de vista podría inclinar la balanza a favor de los estudiantes. Para su sorpresa, el Rojo defendió los criterios del Comandante con un servilismo inaudito, preguntándose cómo era posible, compañeros, que estudiantes revolucionarios pretendieran dedicar sus fuerzas a saciar bajas pasiones como si fueran sementales… ¿Acaso no se daban cuenta de que esa actitud tenía una connotación política? «¿Cuál?», gritó él con la certeza de que el Rojo no podría responderle. «Ratificar el estereotipo del cubano como latín lover y no como revolucionario consciente, compañero», dijo rápidamente el Rojo, y agregó que desde su punto de vista debían concentrarse en el trabajo y punto.
Logró su miserable objetivo. El Comandante le pasó el brazo por los hombros y dijo que esa era la posición correcta y que el asunto estaba cerrado. Le respondió una sorda protesta, pero él no pudo unirse a ella porque estaba mudo de la rabia, mirando al Rojo con un desprecio visceral. «Hay un solo problemita», murmuró entonces el Rojo, a lo que el Comandante respondió frunciendo las cejas, con un gesto receptivo. Durante un segundo él estuvo seguro de que el Rojo aspiraba a la dirección de la Brigada y se alegró al verlo turbarse y farfullar algo ininteligible sobre las extranjeras, que andaban diciendo que los cubanos, que los cubanos, que los cubanos… Su confusión era tal que el Comandante lo interrumpió: «¿Que los cubanos qué, muchacho?». El Rojo lo miró apenado antes de soltar, de un tirón: «Que los cubanos somos maricones». Solo entonces él comprendió la estrategia y sintió deseos de abrazar al Rojo, pero se contuvo porque la partida aún no estaba ganada. El rostro del Comandante se había tomado grave. «De modo que eso dicen», murmuró, mientras sus ojos brillaban como si estuviera evaluando a toda velocidad los pro y los contra del problema. «Bien», añadió lentamente, «les voy a dar una nueva orden»… Quedó en silencio durante unos segundos y de pronto levantó el índice y exclamó: «¡Tírenselas a todas!».
Esa noche los estudiantes pasaron del infierno al paraíso, y al día siguiente, cuando él le confesaba al Rojo lo que había llegado a pensar, este le comunicó un descubrimiento:
—Las hembras se vienen en su idioma.
Desde entonces no repitió una mujer, no perdonó una lengua ni un dialecto. El Gordo, que andaba con la mejor hembra del campamento, una italiana que le recordaba a Stefanía Sandrelli, a quien había ligado después de amenazarla con suicidarse tirándose montaña abajo si ella no se convertía en su compañera, no lograba entender aquella manía que llevaba al Rojo a olvidar su afán de belleza y a descartar por principio, sin fijarse siquiera en sus atractivos, a las mujeres de idiomas conocidos —español, inglés, francés e italiano—, obsesionado por ligar hoy a una noruega, mañana a una húngara, pasado a una sueca. Y cuando terminó con los idiomas que llamaba «centrales», el Gordo lo entendió todavía menos, porque entonces olvidaba a la suiza alemana que tanto lo había hecho sufrir la víspera y penaba por una gordita que hablaba euskera, abandonaba a una belleza sueca tipo Anita Ekberg para dedicarse a una belga flaca que sabía flamenco, cambiaba a la finesa más hermosa de la cristiandad por una narizona de Gdansk que cantaba en cachubo.
—Es fascinante —le explicó al fin el Rojo—, vivir el drama de la Torre de Babel en el plano erótico.
Días después, en el portal de su casa, le confesó que aquella ordalía le había sugerido la idea de inventar un idioma. El Gordo reaccionó intentando tomarle la temperatura, pues alguien capaz de formular semejante despropósito tenía que estar enfermo, y el Rojo le pidió por favor que le permitiera explicarse. Claro que lo que iba a inventar no era exactamente un idioma, sino algo así como la ilusión de un idioma del que traducir sus propios poemas. El rigor necesario para lograr aquellas versiones lo obligaría a obtener la máxima distancia liberándolo de la prisión del realismo y de la miseria provinciana del color local. El Gordo le aseguró que padecía del Síndrome de Cirilo y Metodio y le recetó la lectura de Quevedo, único remedio posible contra aquel neogongorismo trasnochado. Pero el Rojo murmuró, tiempo al tiempo: sabía muy bien lo que se traía entre manos.
Semanas más tarde, cuando ya el Rojo había acompañado al Flaco hasta el solar y la idea de publicar un suplemento literario cobraba cuerpo, el Gordo estrenó su flamante cargo de jefe de redacción del proyecto pidiéndole resultados. El Rojo le dijo que no los había alcanzado aún, pero alegó que ahora lo tenía todo mucho más claro; ya no se trataba de inventar un idioma únicamente, sino toda una cultura con su historia, sus mitos, sus gentes… Cuando él lo interrumpió, «¿Winnesburg?, ¿Spoon River?, ¿Saint Mary Mead? ¿Yoknapatawkpa?, ¿Macondo?, ¿Pueblanueva del Conde? ¿Santa María? ¿Región?», no pudo imaginar que el Rojo reaccionaría de modo tan soberbio, replicándole que esos eran mundos incrustados en culturas existentes y que lo que él se proponía crear era una suerte de civilización previa que… «¿Orbis Tertius?», ironizó el Gordo, y el Rojo gritó que no lo comparara más con nadie, por favor, Orbis Tertius era una civilización paralela, desconectada de las reales, una simple curiosidad utópica, mientras que la suya sería previa a las históricas pero habría influido en ellas y por tanto le permitiría situarse en el centro de la cultura universal, echar mano de cuanto le hiciera falta, alcanzar la libertad absoluta sobre la base de vencer las mayores dificultades, hacerse amigo de sus modelos actuales o históricos, cartearse con Ibn Hazm de Córdoba, con el Marqués de Sade o con Femando Pessoa y desbancar a Aristóteles si le daba la realísima gana.
Él no hizo ningún esfuerzo por dominar la carcajada, pero, por primera vez desde que eran amigos, el Rojo no le siguió la corriente: estaba hablando en serio, gritó, era su destino como poeta lo que estaba en juego y el Gordo se reía de pura envidia. ¿No sería por eso que se había negado hasta entonces a presentarle al Poeta Inmenso? Monopolizaba aquella amistad porque tenía miedo de que, al conocerlo, el Poeta lo prefiriera a él. Sacudido por aquella semiverdad, el Gordo replicó que jamás podría envidiar la locura, el pálido reflejo de los delirios culturológicos del Flaco, y el Rojo se puso púrpura al responder que el Flaco jamás podría influirlo porque era un pésimo escritor, un ignorante, un autócrata, un librófago, un egoísta, un patán y un zafio, y que había sido él, el Gordo, quien lo propuso como redactor de La Ladilla porque sabía que el otro andaba en trajines para publicar una revistica y aspiraba a ser jefe de redacción; en cambio él, el Rojo, tenía solo una aspiración en su vida, ser un gran poeta, no un conversacionalista mediocre.
El Gordo masculló que el Rojo se iba a acordar para siempre de aquella noche y ganó la calle sintiendo cómo la llovizna se mezclaba con sus lágrimas. Lo que más le dolía no era que el niño lo hubiera llamado oportunista y envidioso, sino que estuviera convencido de que él era un mal poeta. La amargura lo hacía sentirse capaz de escribir los versos más cojonudos esa noche, escribir, por ejemplo, el Gordo está estrellado y tirita en la calle como un perro… Sentía deseos de destrozar al Rojo, de redactar un artículo probando cuán epigonal, falsa, vacía y extranjerizante era su búsqueda, de hacerlo mierda en el primer número del suplemento y de publicar allí a diez poetas conversacionales para dejar claro que esa era la linea de la poesía contemporánea.
Intentó empezar el artículo en cuanto llegó a su casa, pero al sentarse a la máquina resultó vencido por la evidencia de que aquello no era una reflexión sino una denuncia, y abandonó el proyecto transfiriendo sus deseos de venganza al plano de la amistad y de la poesía. Jamás propiciaría el encuentro del Rojo con el Poeta Inmenso, le contaría al Flaco lo que el Rojo había dicho de él y sobre todo haría mejores versos que el Rojo. Eso sería más que suficiente para vengarse y dormir tranquilo. Pero despertó angustiado, como si algún mecanismo capital de su vida se hubiese roto, reconociendo con horror que extrañaba a aquel miserable. Luchó por convencerse de que sufría una depresión pasajera, encontró un cierto alivio rumiando sus proyectos de venganza y se sintió mejor cuando, al encontrarse casualmente con el Rojo en los pasillos de la escuela, logró dominar sus deseos de abrazarlo y le dio la espalda.
Esa noche soñó que lo acuchillaba, que intentaba revivirlo y el Rojo no respondía, que aparecía el Flaco rogándole que volviera a la vida, pero el cadáver ¡ay! seguía muriendo… Se despertó en un grito y desde entonces empezó a padecer de insomnio y se prometió que si volvía a encontrar al Rojo lo abrazaría sin reprocharle nada. Pero cuando volvió a verlo, el Rojo estaba sentado en la primera fila del aula en la que él, el Gordo, debía evaluarse. Y cuando los metodólogos le comunicaron que había sido suspendido, fue el Rojo quien lo abrazó en silencio y lo acompañó hasta su casa. Cuando el Flaco llegó, con la noticia de que le habían aprobado el suplemento y con la invitación a Praga, él tuvo el coraje de aceptar su derrota con una sonrisa. No dejaba de ser irónico que el invitado hubiese sido justamente el Rojo, que sentía hacia el Flaco una turbia mezcla de miedo, admiración y desprecio, y no él, primero en descubrir un talento narrativo que ahora acababa de verificarse.
Se dijo que el Rojo no había llegado porque estaba escribiendo, y aterrado ante la idea de ser el último decidió vencer su pereza, aquel pretexto romántico que lo inclinaba a esperar la inspiración para sentarse a escribir. Fue hacia el tocadiscos, puso Let it be y mientras la tarareaba se dedicó a observar a Rengo Star. Lo había recogido en la calle a raíz de la muerte de Paradiso, el gato habanero que le había traído tanta suerte. Tenía una pata quebrada cuando se lo llevó consigo, conmovido por la dignidad con que sufría, y lo curó ateniéndose únicamente a los dictados de su intuición. Quedó rengo. Pero no por ello era menos gato que sus congéneres del barrio. Corría y saltaba sin complejos, arrastrando su pata, peleaba sin pedir clemencia y a pesar de ser feísimo tenía un éxito extraordinario con las gatas, como buen zimmerman que era. A él le dio por pensar que Rengo era su alter ego, y cuando estaba deprimido, como ahora, lo tomaba de ejemplo. Tampoco él sería menos gato que los demás escritores del grupo, se dijo cantando a voz en cuello: «Let it be, let it be, let it be, let it beee!», mientras sentía que la fuerza irresistible de la música lo llevaba como de la mano hacia la necesidad de la poesía.
Se sentó frente al buró despojándose de medias y zapatos, y el frío de las baldosas subiendo desde sus pies deformes lo ayudó a concentrarse. Pero el papel en blanco le produjo una angustia creciente, le recordó que no había bolígrafos en el mercado, que los lápices eran ahora un desastre y que nunca había logrado escribir poemas a máquina. Toda una ristra de pretextos o de razones que la laboriosidad del Flaco y la ambición del Rojo parecían eludir y que a él lo bloqueaban, como si pesaran directamente sobre su mano derecha. Con cierto desgano escribió «Peomas», cerró los ojos, repitió tres veces la palabra y desgarró la hoja. Estaba seguro de haberla leído alguna vez y además le olía a pedo. Pero tenía que escribir, no podía seguir aplazando… De pronto, casi compulsivamente, escribió «Pre textos», creyó haber hallado un buen título para su futuro libro, y sobre una nueva hoja encabezó lo que sería el primer poema: «Pre texto de la ciudad».
Se permitió levantar la cabeza, mirar al río y repetir la frase. No, aquellas palabras carecían de música y de misterio. Desgarró las hojas lentamente, con un placer morboso, casi erótico, y se obligó a fijar la vista sobre una nueva página en blanco, que le hizo evocar una especie de estepa helada. Pensó en la muerte, se preguntó por qué se empeñaba en sembrar palabras sobre el hielo con un lápiz de mierda y decidió renunciar. Pero en eso la trompeta de Penny Lane se impuso por sobre el scratch, como abriendo las puertas del misterio, y él se sintió avasallado por la nostalgia de sus primeros tiempos en La Habana, cuando era jovencísimo e irresponsable, y escribió:
«Fiesta»
Esta ciudad nació en el puerto hace unos siglos y allí creció caliente, salerosa…
No. Salerosa era una palabra demasiado castiza, casi extranjera. Quizás el Rojo no se inhibiría ante esa circunstancia, pero para él era un asunto de principios partir del habla popular. Pensándolo bien, una de las cosas más impresionantes de «Flores» era aquella capacidad para dotar de auténtica fuerza poética a palabras horribles como «cochuza» y «pejiguera» y aun a frases de una incalificable vulgaridad como «abrir las patas» y la muy asquerosa sobre los buches y la menstruación. A esas expresiones atroces las salvaba el contexto, la chispa que producían al contacto con cosas como «¿quién sino el Dueño de las Puertas le había abierto las del frío y el olvido?». «Flores» parecía un monólogo naturalista, pero no lo era. Destrozaba la retórica con el poderío del lenguaje popular, que brillaba con más fuerza aún al fundirse con la riqueza del culto religioso y del lenguaje culto, y era justamente ese sincretismo el que hacía bella y verosímil a la turbulenta Candelaria Cárdenas.
Convencido de que debía aprovechar los hallazgos del cuento sin dejarse arrastrar por el provincialismo de su mitología, releyó el verso y, en lugar de «salerosa», escribió y tachó sucesivamente «puta» y «emputecida»; eran duras, pero también previsibles, casi obvias. ¿Por qué no cortesana?, se dijo al recitar «y allí creció caliente, cortesana». No, era untuosa, servil, y La Habana había sido siempre una puta agresiva, relambía…; pero «relambía» era un localismo. Aunque pensándolo bien, ¿por qué no «cortesana»? ¿Acaso no eran los escritores quienes inventaban las ciudades, según la crítica internacional en boga? ¿No había sido Dickens quien inventó a Londres, Balzac a París, Dostoievski a San Petersburgo? «¡Al carajo la crítica!», gritó, convencido de que eran las ciudades quienes inventaban a los escritores, modelándolos a su imagen y semejanza. «La Habana era un deschave», se dijo de pronto. Escribió «deschavada», y luego.
el sexo abierto al mar,
la crica abierta
como una torre de luz en la bahía…
«Parezco un principiante», murmuró al pasar una flecha de «crica» a «torre»; sobre la primera escribió «¿clítoris?» y entonces, como siguiendo un impulso inconsciente, volvió al primer verso, suprimió «el», puso «la sal» y tachó «hace unos siglos» antes de continuar escribiendo.
y dentro el Barrio Chino,
San Isidro, Colón, los Aires Libres,
orquestas de mujeres musicando,
marcianos bailando ricachá.
Bien, le estaba dando en la mismísima costura, el gerundio de música sonaba cojonudo, tanto como la sorpresiva aparición de aquellos marcianos rumberos que tendrían el atractivo adicional de remitir a los cubanos al chácháchá de donde habían salido. Pero ¿tendría valor para retar a la Academia empleando dos gerundios seguidos? ¿Se entendería fuera de La Habana que San Isidro y Colón habían sido barrios de putas? Y aun aquí, ¿podrían descifrar la clave los jóvenes que no conocieron esos barrios? ¿No estaría cayendo acaso en un localismo parecido al del Flaco? Pensó en el cosmopolitanismo del Rojo, en aquella soberbia capacidad para apropiarse de las riquezas de otras culturas, se sorprendió evocando la multitud de lenguas o de restos de lenguas que había escuchado al llegar a La Habana y, casi compulsivamente, escribió:
Se expresaba, babélica,
en una turbia mezcla de español y yoruba,
de yidish y calé, de inglés, árabe y chino,
de catalán, gallego, bable y congo…
¿Pero qué estaba haciendo, santo dios, sino una pedestre enumeración? ¿Por qué se le escapaba aquel poema cada vez que creía tenerlo en las manos? Se aconsejó calma, se sentía exaltado y feliz como un cazador que ha colimado su pieza y sabe que ahora todo depende del ritmo de su respiración. Levantó la cabeza para serenarse y se sobresaltó al ver aquel rostro inmóvil en un extremo del estudio, mirándolo.
—Debe ser buenísimo, niño —dijo el Rojo entusiasmado—. Era impresionante ver cómo escribías, tachabas, hablabas solo, sonreías, sufrías, gozabas…
—Si te gusta ver gente escribiendo, ¿por qué no te miras en un espejo? —replicó el Gordo, que había cubierto el poema con el brazo como un niño cogido en falta—. Es inmoral rascabuchear poetas.
—Perdona —el Rojo se había ruborizado—. No fue mi intención. Cuando llegué estabas… No quería interrumpirte, pensé irme, pero… era tan intenso, tan… así, como un parto.
—Pésima metáfora —juzgó él sin ocultar su irritación.
—Perdona —repitió el Rojo—. Me voy.
El Gordo lo retuvo con un gesto mientras guardaba las cuartillas en la gaveta superior derecha del escritorio. Ya era hora de salir para casa del Inmenso. A pesar de todo se sentía bien, fuerte, seguro de que había dado con el tema y el tono precisos y que el milagro de la revelación final se produciría solo, en cualquier momento. La prueba mayor de su acierto era que mientras trabajaba había dejado incluso de percibir a los Beatles, que ahora tocaban Lucy in the sky with diamonds.
—Lleva cartas —dijo tendiéndole al Rojo la copia de «Flores»—. Tremendo cuentecito se mandó el Flaco. ¿Trajiste tu poema?
—Lo traje —el Rojo rezumaba una seguridad demoledora—. ¿Te lo leo?
—Ahora no —dijo él, irritado por la evidencia de que también el niño había cumplido—. Tenemos que salir ya para la entrevista, el Flaco está echando candela.
Automáticamente el Rojo se roció nafazolina, como si el recuerdo de la presión del Flaco le dificultara la respiración. El Gordo se dirigió al tocadiscos y lo apagó mientras pensaba que sería inevitablemente el último y que solo lograría redimirse ante sus ojos y los de sus amigos si también resultaba el mejor. Confiaba en que podría superar al Flaco, pero no estaba tan seguro con respecto al Rojo. Sin embargo, no podía ceder a la tentación de escuchar su poema porque ya tenían que partir y el Flaco era capaz de freírlos en aceite si no cumplían. De modo que se dirigió a la escalera y abrió los brazos como remitiéndose a lo inevitable.
—«A Gelmanear, a Gelmanearte digo» —dijo.
Entrevistar al Poeta Inmenso podía ser algo tan lleno de sorpresas como explorar Urano, y más aún si se llevaba al Rojo como compañero de tripulación. El Gordo intuía que a pesar de las apariencias, el Rojo y el Inmenso se parecían demasiado como para aceptarse mutuamente y era ese temor el que lo había llevado a aplazar aquel encuentro, que podía culminar tanto en un idilio como en una declaración de guerra. Porque el Poeta Inmenso era un rey, para ser aceptado en sus dominios resultaba imprescindible aceptar sin reservas esa condición, y el Rojo era un joven príncipe demasiado ambicioso, demasiado seguro de su propio talento.
Él, en cambio, se había sumado a la onda coloquial concibiéndose a sí mismo como una suerte de ciudadano de la poesía, aun cuando últimamente y cada vez con mayor fuerza, presionado por la memoria de los dardos que le había clavado el Poeta Inmenso, por la ambición del Rojo y por los delirios del Flaco, soñaba con llegar a ser algo así como el Primer Ciudadano. Pero años atrás, cuando conoció al Inmenso, su horizonte terminaba en Neruda y su ambición en quedarse a vivir en La Habana. Santiago de Cuba le resultaba tan entrañable como previsible y vivía convencido de que para lograr el gran poemario que la contuviese, titulado por aquel entonces Sinfonía de Santiago, tenía que cortar el cordón umbilical con la ciudad y llegar a añorarla hasta el sufrimiento.
Paradójicamente, su padre, un médico habanero a quien la necesidad había llevado a ejercer en Santiago, no tenía el menor interés en abandonar la ciudad donde era querido como un patriarca, a pesar de que su ya reconocido prestigio le daba todas las posibilidades para ello. Pero apreciaba demasiado la inteligencia de su hijo como para responder a sus ruegos con una simple negativa, de modo que convirtió su respuesta en un reto, que tenía además la virtud de reforzar sus ideas sobre la educación de los jóvenes.
—Vé —le dijo, entregándole trescientos pesos—, consigue un trabajo, vive un año por tu cuenta. Si lo logras, nos mudamos todos. Si fracasas, regresa. Esta siempre será tu casa.
Él aceptó, desgarrado entre el entusiasmo y el miedo. Tres días después estaba instalado en el hotel Sevilla, frente al Paseo del Prado, uno de los ejes de una Habana todavía brutal y fascinante. Se dejó ganar por la turbulencia de bares y bailes y burdeles y cuando reaccionó, dos semanas más tarde, había gastado la mitad del dinero. Se dedicó entonces a trabajar en la Sinfonía y a peregrinar por las redacciones de periódicos y revistas ofreciendo sus poemas y una supuesta capacidad para escribir sobre temas culturales, obteniendo invariablemente bromas, evasivas o promesas. Un mes después no tenía un centavo, una mujer, ni un amigo; extrañaba la fraternidad del parque Céspedes y hubiera regresado a Santiago de haber tenido cómo. La Habana era, literalmente, una puta. Había acumulado cinco días de deuda en el hotel y llevaba otros tantos comiendo solo galletas socatas cuando Luis Suárez Dueñas, jefe de la sección cultural del diario La Tarde, le ofreció su primer trabajo.
—Es muy sencillo —le dijo—. En el Instituto de Literatura y Lingüística trabaja un gordo a quien llaman el Poeta Inmenso, que dice estar haciendo una Antología de la poesía cubana. Me le haces una entrevista sobre eso y yo te pago el hotel y doscientos pesos.
En condiciones normales el Gordo se hubiera dado cuenta de que estaba siendo objeto de una broma macabra. Hubiera desconfiado de la sencillez del encargo, de la magnitud del pago, de la recurrente sonrisita de Luis y sus acólitos, un grupo de poetas que con el tiempo serian ejecutados en La Ladilla Ladina. Pero aquella mañana tenía demasiada necesidad de que todo fuera cierto y se lanzó a cumplir la tarea ignorando que en ella habían fracasado varios críticos extranjeros y todos los nacionales, incluidos los íntimos del Poeta Inmenso, pues este había declarado que no daría entrevistas sobre la antología ni siquiera después de publicada.
Él no conocía al Inmenso, ni lo había leído, ni sabía que los aspirantes al Parnaso Nacional, aterrados ante la inminencia del veredicto de Zeus, solo atinaban a preguntarse a quiénes incluiría, con cuántos poemas, con qué valoración crítica… Tampoco había hecho nunca una entrevista y no tenía otra referencia sobre el oficio que la agresividad de los periodistas vistos en el cine, de modo que tan pronto como llegó al Instituto le preguntó al portero, sin detenerse, dando la impresión de que no podía perder un minuto, dónde trabajaba el Poeta, su tío. El portero, solícito, le indicó un salón que estaba a la izquierda, junto al patio central, y el Gordo supuso que los dioses estaban de su parte cuando vio las puertas abiertas. Ignoraba que el Inmenso trabajaba así porque era asmático y no soportaba los locales cerrados ni el aire acondicionado, y también que nadie osaba nunca interrumpirlo en su labor. Sin pensarlo dos veces se acercó a aquella mole que se hallaba de espaldas a la puerta, inclinada sobre la mesa de trabajo, y gritó, exaltado:
—¡Vengo a hacerle una entrevista!
La mole permaneció inmóvil, en silencio, y el Gordo se estaba preguntando si no sería sorda cuando vio que empezaba a moverse lentamente, tan lentamente como un majestuoso elefante que al fin terminó de darse vuelta y lo miró a los pies, a los sucios zapatones que el Gordo no tenía cómo ocultar, y luego fue repasando sin prisa sus ropas desastradas hasta llegar al rostro, donde clavó sus ojillos profundos, burlones, con aquella mirada de rey a cuyos dominios ni aun con la imaginación se pudiera acceder, simplemente porque en ellos entraba quien él quisiera cuando él quisiera, y el Gordo, obviamente, no estaba allí; allí no había más que rimeros de periódicos amarillentos en los que el Poeta, ahora, se sumergía otra vez con su despaciosa majestad de cachalote.
Entonces el Gordo rompió a llorar. Sin querer. No se hubiera creído capaz de hacerlo, pero el desprecio se sumó al hambre, al fracaso y al escarnio de que había sido objeto en el periódico y que recién ahora entendía. Sí, La Habana era muchísimo peor que una puta. ¿Y por qué tornaba el Poeta a darse vuelta? ¿Deseaba quizá verlo llorar para burlarse? Tragó aire, decidido a no darle ese gusto, se limpió la nariz, guardó el pañuelo y lo esperó a pie firme, con los ojos secos y enrojecidos. Y entonces la pregunta del Inmenso llenó la habitación:
—¿Qué le acaeceee, jovencitooo?
La singularidad de su pronunciación no se debía tanto a su grave voz de barítono como al ritmo de su respiración que, entrecortada por el asma y la monumental corpulencia, lo llevaba a contradecir la curva de entonación del castellano, tendente a bajar al final de cada frase, mientras que él subíaaa, después de cada comaaa, dejando vibrar en el aire las vocales que impresionaron al Gordo tanto como la propia mirada del Inmenso y lo hicieron estallar en una respuesta llena de rabia y frustración, donde contó con odio su odisea.
El Poeta lo escuchó con una pasmosa tranquilidad, que mantuvo aun cuando un silencio incómodo se hizo en la estancia. Él alcanzó a pensar que quizá se había excedido, se pregunto si debería excusarse y rechazó la idea al ver que el Inmenso le daba otra vez la espalda, miraba al cielo a través de la ventana y encendía despaciosamente una enorme breva.
—Tarde o temprano tenía que sucedeeer —el Poeta estaba ahora envuelto en el humo azul del tabaco, que era a la vez corona y manto—, porque un propicio viento délfico soplaba desde los orígenes sobre la Isla amada de los dioseees. —Hizo una larguísima pausa que el Gordo sufrió en silencio, deseoso de seguir escuchando aquella verba sibilina, y de pronto, con la misma majestad y en el mismo tono, añadió—: Escribaaa, imbéciiil… Le estoy dando la entrevistaaa…
Ese día el Gordo ganó una fama que alcanzó a trascender incluso los confines de la Isla, cambiando para siempre su vida. Dos meses después su padre permutó el caserón de Santiago por un chalet a orillas del Almendares, pero él, que era feliz como un muchacho y que había aprendido a amar hasta el delirio la turbulencia de La Habana, no olvidaría nunca su segundo encuentro con el Poeta, ocurrido el mismo día de la entrevista, cuando se atrevió a someter su Sinfonía de Santiago al juicio del Inmenso con la esperanza de resultar incluido en la antología. Luego de leer el cuaderno con una calma que llenó al Gordo de ilusiones, el Poeta le preguntó de dónde era. «De Santiago», respondió él desconcertado, «lo dice ahí». Entonces, devolviéndole el original con la misma parsimonia, el Inmenso murmuró: «Regreseee».
De vuelta al hotel, el Gordo quemó la Sinfonía en el baño y después de sufrir horrores en medio de su felicidad rompió para siempre con el nerudianismo. Durante algún tiempo imitó el estilo trascendental del Inmenso con la ilusión de llegar a ser digno de su interés, pero con tan escaso éxito que no se atrevió nunca a mostrarle una sola linea. Por aquella época leyó una entrevista donde Guillén le atribuía al son y al habla de los negros habaneros una influencia capital sobre su poesía, reconoció su propia onda en aquellas declaraciones y escribió lo que consideraba con orgullo como el mejor cuaderno coloquial de la poesía cubana, Cambio de moneda. Seguro de que al fin había hablado con voz propia lo mostró al Inmenso, que lo leyó en su presencia de rabo a cabo y dijo, mirándolo a los ojos: «Jovencitooo, su libro tiene un verso espléndidooo: la cita del Cantar de los Cantares de la primera páginaaa».
Desde ese momento vivió convencido de que el Inmenso tenía más de diablo que de ángel, idea en la que se reafirmó al ganar el premio de la revista Alma Mater con uno de los poemas de Cambio. Pero desde que El Güije se convirtió en una posibilidad real y tuvo que enfrentar el hecho de que ninguno de sus poemas era lo suficientemente bueno como para responder a las altísimas expectativas que ellos mismos habían creado, empezó a preguntarse si aquella diabólica exigencia del Inmenso no escondería algo más que maldad o simple sectarismo. Y ahora, al enfilar por Trocadero, una calle angosta y ruidosa, situada en los limites del Prado y de La Habana Vieja, le agradeció en silencio que además de concederle la entrevista lo hubiera invitado a su casa. Solo tenía un temor: que el Rojo rompiera las delicadas reglas del juego a las que él pensaba atenerse durante el encuentro.
Pero ya no había nada que hacer, estaban frente al 162 y miró las retorcidas columnas salomónicas, se encomendó a los dioses e inspiró profundamente antes de llamar. Segundos después la puerta chirrió al abrirse y el rostro severo de una anciana los escrutó.
—¿Qué desean?
—¡Pero si usted es Baldovina! —exclamó entusiasmado el Rojo.
—Baldomera —precisó la anciana con fuerte acento castellano—. ¿Y ustedes?
—Jóvenes poetas —explicó él—. Venimos a entrevistar al Maestro.
—Joseíto está escribiendo —dijo Baldomera de modo inapelable; había empezado a cerrar la puerta cuando se escuchó, desde el interior, la jadeante voz barítonal del Inmenso.
—Si son jóvenes poetaaas, déjalos pasaaar…
La puerta se abrió del todo y el Rojo y el Gordo se deslizaron en la sala, húmeda y oscura como una gruta.
—¿Qué tal de resonanciaaas, jovencitooos?
El Inmenso había salido a recibirlos con suave familiaridad. Vestía guayabera blanca y fumaba un gran tabaco, cuya punta refulgía como una extraña brasa. El Gordo paseó la vista por la estancia, dio con la foto de un militar vestido con uniforme de principios de siglo y durante un segundo sufrió la desconcertante certidumbre de que lo conocía. Entonces cayó en cuenta de que estaba recordando Paradiso: aquel memorial inagotable había llegado a formar parte de su vida de modo tan intenso y carnal que, efectivamente, conocía a ese hombre, el terrible Coronel Cemí, el Padre.
Precedido por el Inmenso y por el Rojo, el Gordo caminaba ahora en puntillas, impresionado por el tamaño imperial de los muebles en la salita abarrotada de objetos y estatuillas, libros y cuadros, que hacían pensar en las inagotables navegaciones espirituales de aquel viajero inmóvil. Atraído por una singular pareja de novios pintada en morado, pasó a la saleta, disfrutó brevemente el cuadro, atravesó un patiecito vacío, de extraña atmósfera azul, y accedió a un cuartico donde el Inmenso los invitó a sentarse, mientras él lo hacía en un sillón oscuro, como un emperador en su trono.
—Muéstrenme los instrumentooos, jovencitooos —dijo, y al ver que ellos se miraban entre sí, desconcertados, añadió—: Me habían prometidooo, una sesión inquisitoriaaal… —y estalló en una jubilosa carcajada, que se cortó de pronto por la falta de aire.
El Gordo tragó en seco. Le habían dedicado horas a la elaboración del cuestionario y solo se dieron por satisfechos cuando creyeron haber llegado a las preguntas esenciales. Pero ahora que debían empezar a formularlas, la primera le pareció tan simple, tan digna de la burla jupiterina del Inmenso, que sintió miedo e intentó evocar la atmósfera en que la habían pensado. Fijó la vista en una sobrecogedora mascarilla de Pascal que iluminaba la estancia, y la augusta presencia de la muerte lo ayudó a recuperar aquella especie de arcádica inocencia a la que arribaron luego de descartar todo lo que les pareció superfluo.
—Maestro, perdóneme si esta pregunta le parece infantil —dijo—, ese es precisamente su espíritu. ¿Qué es para usted la poesía?
El Poeta Inmenso abrió los ojos, entre asombrado y gozoso.
—Me pone usted en una coyuntura casi desesperadaaa, jovencitooo, como la de la lagartija ante el dragóoon —exclamó dándole una larga chupada al habano—. Seguramente sabe que para los taoístas el nombre de Laotsé significa viejo-sabio-niñooo, y también que para griegos y romanos el poeta era el puer senex o niño viejooo. Y no ignora que esta asombrosa coincidencia se debe a que las preguntas infantiles suelen encerrar una sabiduría ancestral por ser a la vez ascensionales y órficaaas, telúricas y alígeraaas, o seaaa, poéticaaas…
El Gordo aprovechó la pausa para comprobar que el Rojo tomaba nota puntual y rápidamente, y tuvo un sobresalto al descubrir que había un perfecto continuum entre el humo del tabaco del Inmenso y el del cigarrillo del retrato de Mallarmé situado en la pared, a la altura del hombro derecho del Poeta, que ahora se imponía al ahogo y continuaba hablando, amenazado por un repunte de asma.
—Ascencional y órficaaa… —repitió—. Situada en una región donde la sobreabundancia anula el contrasentido y la aparencial relación causa-efectooo, la poesía debe sellar el espacio de la caídaaa, y en un cosmos de paradojales sustituciones equivalenteees, es la única posibilidad de vencer el tiempooo, de poder aislar un fragmento extrayéndole su central contracción o de lograr una hilacha del ser universaaal…
Un nuevo ahogo estableció otra larga pausa. El Gordo, apenado, paseó la vista por el cuarto que, como ajustándose a la metáfora del Poeta, sobreabundaba en libros, cuadros, estatuillas, cajas de tabaco repletas de cartas, pomitos e inhaladores de Dyspné-Inhal, uno de los cuales pasó a las blanquísimas manos del Inmenso, que abrió la boca y se roció copiosamente.
—Le pondré un ejemplo de una de esas hilachaaas. Al comenzar nuestra literatura un libro se brinda con título de fascinación tan mágica y severaaa, Espejo de pacienciaaa, que para buscarle par hay que ir a la sabiduría chinaaa. —La ceniza del tabaco cayó sobre su pantalón, pero el Poeta, ensimismado en sus reflexiones, no pareció advertirlo—: Tin Fan So robando los melocotones de la longevidaaad, o a la gran secularidad que unía la fuerza medioeval con la elegancia del flamígero o del curvooo, Hospital de incurableees, Recinto para cometaaas… Comenzar una literatura con un título de tan milenario refinamiento como el de nuestro Espejo… nos sobresalta y acampaaa, nos maravilla y aguardaaa. —Hizo una pausa no motivada por el ahogo sino por la tensión del pensamiento, un silencio donde él mismo parecía estar acampado, aguardando—. Poco importa que el librooo, menos que un esqueletooo, nos regale una naderíaaa. Está dispuesto José Martíii, y esa es su imago más fascinante junto con su muerteee, a llenar el vacío de ese espejo de pacienciaaa. Ergooo, si se lograse articular de nuevo el prodigioso alcance de aquel título con la extraordinaria imago desplazada por la sentencia y las ejecuciones de Martíii, tendríamos nuestro Enchiridióoon, nuestro libro talismáaan…
Dejando su discurso inconcluso, el Inmenso colocó el tabaco en un cenicero de cristal, pidió excusas, se puso de pie lentamente y salió de la estancia. El Rojo anotaba sus últimas palabras con dedicado entusiasmo. El Gordo sacó un cigarrillo y cedió al deseo de encenderlo con el fuego del tabaco del Poeta, quien regresó al cabo de unos minutos con una bandeja en la que tintineaban tres copas y una botella.
—En la leyenda indostánica la cabeza del dragón rueda cortada por la cola de la lagartijaaa —dijo al colocar la bandeja sobre una mesita—. De ahí se desprendeeen, como pedúnculos urticanteees, graves afirmaciones del ethos que parecen partir de una negatividaaad. ¿Sabía la lagartija del encuadramiento frontal del dragóoon? ¿Conocía la absorción devoradora del dragóoon? ¿Con la simple festinación de su cola decidió salirle al paso al dragóoon? Es decir, ¿presumía la lagartija de la leyenda que tenía un destinooo, que ese destino era implacableee, que para cortar cabezas de dragón no se pueden emplear colas de lagartijaaas? —Hizo un silencio jadeante, como agotado por los enigmas sucesivos, y aprovechó para escanciar en las copas un líquido claro, casi blanco—. Sale entonces la lagartija en alegre ronda matinaaal, pestañeando el destello de su casulla verderoool, ajena al gran role que le ha sido asignadooo, penetra en la confusión boscosa que favorece al dragóoon y, sin que la sorpresa la arredreee, suelta su pequeña colaaa, más que frente al dragóoon, frente a un misterio que la invitaaa. Y ve caer la cabeza del monstmo ígneooo. —Alargó sendas copas al Gordo y al Rojo, alzó la suya y dijo—: Saluuud.
El Gordo, encantado, chocó suavemente su copa con la del Inmenso, se la llevó a los labios y bebió un sorbo. Era un vino de arroz algo áspero, muy parecido al que destilaba su padre en el alambique del sótano.
—Es sakeee, bebida imperiaaal —dijo el Poeta degustando el licor como un sibarita—. Su invención suele atribuirse a los japoneses pero en realidad es una sutileza china obra de Wang Luuung, el terrible mago del juego de las decapitacioneees. —Puso la copa en la bandeja, se acercó a la pared y señaló un agujerito—. En cambio los japoneses nos regalaron este asombrooo, el tokonomaaa… A través de la contemplación de ese orificio se nos revela la calma esencial del infinitooo.
El Gordo terminó de beber el vinillo, que ahora le supo a gloria, y dirigió al Rojo el gesto en clave que indicaba el comienzo de la segunda fase de la entrevista.
—Maestro —dijo el Rojo entusiasmado—, usted es a mi juicio el más universal de los escritores contemporáneos y sin embargo no ha viajado nunca, nunca ha salido de Cuba. ¿Por qué?
El Inmenso se sumió en la contemplación del tokonoma como si estuviera, efectivamente, disfrutando de la calma esencial del infinito.
—No soporto la ideaaa —dijo al fin— de que apenas una delgada lámina de aluminio me separe de la inmortalidaaad. Navego en mi biblioteca día a díaaa, y no solo en el espaciooo, sino también en eltiempooo.
Ahora le tocaba al Gordo hacer la declaración-pistola e invocó el estilo zimmerman con el que desarmaba a las mujeres, pero la natural majestad del Inmenso, que aún estaba frente al tokonoma, se le impuso haciéndole temblar la voz.
—Maestro… —dijo—, nosotros, en fin, los jóvenes poetas, lo hemos asesinado y…
—Pecado de lesa literaturaaa, el parricidio es un lugar comúuun —lo interrumpió el Inmenso con sobria naturalidad, abandonando la contemplación del tokonoma—. Especialmente desde la entrada de Segismundo en la culturaaa, ese hábito de enviar a los padres al sombrío valle de Proserpina se ha convertido en una lataaa. —Se inclinó para rellenar las copas y le dirigió un guiño al Gordo—. Supongo que habrá usted advertido la presencia del azar concurrente entre el nombre del protagonista de La vida es sueño y el del autor de la interpretación de los ídeeem, sesgos del mundooo. —Sonrió con picardía y—: Excuseee, introduje una disonancia en su logooos…
El Gordo necesitó unos segundos para reponerse. La disonancia lo había desconcertado, como si aquel diálogo estuviera más allá de sus fuerzas.
—Lo asesinamos porque es usted demasiado grande —dijo de un tirón e hizo una pausa involuntaria, sorprendido por el rencor subconsciente que había aflorado a sus labios. Pero el poeta lo miraba ahora con una curiosidad casi infantil y él atemperó su tono—. Como todo muerto que sé respete, Maestro, usted debe tener un epitafio, y nosotros, los jóvenes poetas de El Güije Ilustrado, se lo hemos escrito.
El Inmenso aspiró con calma el humo del tabaco y lo invitó a continuar con un gesto mayestático que impresionó al Gordo y lo puso al borde de revelar que el autor del epitafio había sido el Flaco. Pero eso significaría violar una ley sagrada de la tribu, y decidió salir de aquel trance asumiendo los versos con toda naturalidad:
Jamás viajó ni a Nueva York ni a Roma,
José Lezama Lima, vida vana,
entre nosotros, en su vieja Habana,
se dedicó a escribir, mató el idioma.
El Inmenso sonrió con el mismo placer con que disfrutaba el humo del tabaco.
—Mató el idiomaaa —dijo degustando la frase—. En nuestra lengua pocos escritores podrían vencer semejante sentenciaaa… Quizá solo Góngora y Martí sean capaces de trocar tamaño sarcasmo en elogiooo, porque gracias a las ciclónicas fuerzas genitoras de sus respectivas verbaaas, al matar un idioma estaban dando nacimiento a otrooo, más plenooo. —Alzó la copa y propuso un nuevo brindis—: Por el elogiooo, jovencitooos.
Sorprendido, el Gordo brindó diciéndose que el Flaco no podría quejarse de su falta de agresividad; el hecho de que esta no hubiera funcionado se debía al modo natural en que el Inmenso se situaba siempre en el centro de los acontecimientos. Comparó aquella majestad con la mezquina actitud del Ministro y con su propio silencio, no menos mezquino, y se dijo que en el futuro no dejaría de comportarse ante nadie como un poeta, como la lagartija ante el dragón.
—Maestro, ¿cuál es su actitud ante la fama?
El Rojo deslizó su pregunta con una sonrisa, y el Gordo apagó el cigarrillo, hizo un esfuerzo y se echó hacia adelante, picado por la curiosidad. Porque si bien era verdad que el Inmenso había reinventado el idioma con el invencible corpus de su poesía y sus ensayos, si bien había fundado y dirigido una de las revistas literarias más admirables de su época, no era menos cierto que esa tarea descomunal fue hecha en la sombra y la penuria y apreciada solo por los fieles. Pero con la publicación de Paradiso, con la que daba trabajo a los críticos para los próximos cien años, su corpulenta figura había pasado de pronto a ocupar un lugar entre los grandes de este mundo, y por lo tanto, en las páginas de periódicos y revistas. Había una triste ironía en todo eso, porque el Inmenso pertenecía a una especie en extinción, la de los aristócratas del espíritu, para quienes el establo de los best-sellers debía apestar a estiércol. Y ahora, mirándolo paladear la pregunta detrás del humo del tabaco, el Gordo se preguntó si el Poeta habría sido capaz de resistir los embates de la gloria.
—Así como soporté la indiferencia con total dignidaaad —dijo el Inmenso, como mirando al fondo de sí mismo—, quisiera soportar la famaaa, con total indiferenciaaa.
El Gordo se dijo que aquella sentencia era un final glorioso para la entrevista. No se trataba siquiera de que el Inmenso no fuera vanidoso sino de que su vanidad, su suficiencia, o más exactamente, la certidumbre de que había vencido al tiempo extrayéndole momentos de su central contracción a través de la ciclónica fuerza genitora de su obra, como diría él mismo, lo situaban más allá de toda contingencia.
—¿Cómo definiría usted su novela, Maestro? —preguntó, llevado por el entusiasmo.
—Ladrillooo… cuneiformeee… babilónicooo… —ironizó el Poeta marcando una pausa tras cada palabra.
—¿Y no le parece que en ese ladrillo… cuneiforme… babilónico… —ripostó el Rojo, remedándolo—, idealiza usted excesivamente a su propia familia?
La respiración del Inmenso se agitó de nuevo. Volvió a recurrir al Dyspné-Inhal. Permaneció en silencio durante unos segundos hasta vencer el ahogo y establecer una suerte de distancia sideral entre él y su interlocutor.
—Escuche bieeen, jovencitooo —dijo al fin, con una irritación tan mal contenida que sonaba a amenaza—. Soy excesivo por naturalezaaa, tanto en mis afectos como en mis rencoreees.
El Gordo miró de reojo un grabado de Góngora que había en la pared, cuyo gesto señorial y señudo se parecía ahora extraordinariamente al del Inmenso, y dio por terminada la entrevista con la insana alegría de haberlo sacado de quicio, pese a todo. Le agradeció su generosidad y se dirigió a la sala seguido por el Rojo y por el irregular jadeo del Inmenso. Pero ya en la puerta de la calle, mientras volvía a estrechar su blanca, fina mano, intentó reducir la distancia que de pronto había sentido crecer entre ellos.
—¿No está usted fumando demasiado, Maestro?
—Ya he hablado con mi muerteee —dijo el Poeta sin inmutarse—, y cada cual sabe lo que tiene que haceeer.
Como si se hubieran puesto de acuerdo, el Gordo y el Rojo hicieron una venia antes de darle la espalda y dirigirse, Trocadero abajo, hacia el Paseo del Prado. El crepúsculo teñía la ciudad de un rojo quemado, todavía cálido, como el de los rescoldos de un gran incendio. El Gordo miraba las cúpulas tocadas por la gracia diciéndose que únicamente una ciudad así pudo haber producido semejante poeta, cuando el Rojo empezó a citarlo:
—«La mar violeta añora el nacimiento de los dioses, / ya que nacer aquí es una fiesta innombrable»…
—«Un redoble de cortejos y tritones reinando» —continuó él— «la mar inmóvil y el aire sin sus aves, / dulce horror del nacimiento de la ciudad / apenas recordada»… Es imbatible, Rojo, ¿no te parece?
—Sí, salvo cuando uno critica directamente su obra —había una ironía burlona en la respuesta—. Creo que, después de todo, el viejo Bocaza Brown tenía razón: Nobody is perfect.
En eso un mulato alto, de ojos verdes, que usaba un pulóver con un aparatoso anuncio de motocicletas en el pecho, se dirigió a él.
—¿Chanye dólar, míster?
—Mira, yérnica —le replicó el Rojo—, nacer aquí es una fiesta innombrable.
—Es que pareces yanki, asere —respondió el mulato rascándose la cabeza confundido, antes de alejarse.
El Gordo lo siguió maquinalmente con la vista. El mulato se dirigió hacia un turista que fotografiaba un edificio cuya preciosa fachada art nouveau se sostenía gracias a unos puntales de madera oscurecidos por la humedad. En la planta baja una familia miraba una telenovela con las puertas abiertas para aliviarse del calor. El mulato le indicaba al turista una larguísima cola formada frente a la panadería de la esquina, situada en la planta baja de un edificio neoclásico. A través de los grises puntales se veían los resignados rostros de la espera. El Gordo volvió a mirar al cielo, donde el rojo quemado se había vuelto magenta. Quería beberse una cerveza pero no había en toda La Habana un miserable sitio donde hacerlo. Atravesaron Prado y, ya en el Paseo, se sentó en uno de los bancos de mármol mirando el sucísimo, precioso suelo de granito.
—Volvamos a la realidad —dijo el Rojo, que había permanecido de pie, alisándose la blanca camisa de algodón—. Es un grande, pero como sucede con todo creador, su Poética no es otra cosa que una justificación de su obra.
Aquel «volvamos a la realidad» produjo en el Gordo un efecto ambiguo. Deseaba regresar a la realidad de la poesía para liberarse de la angustia que había empezado a atenazarlo, pero sabía que precisamente en esa angustia provocada por la antipoesía de la realidad estaba la fuente de sus versos, de la que no debía huir so pena de secarse para siempre.
—¿Por qué ese desinterés por la realidad, Rojo?
—Porque he inventado otra, más intensa.
Ya era casi de noche y el Gordo sintió que la melena azafrán del Rojo irradiaba una especie de luz propia en medio de la sombra.
—Canta —le pidió, con la envidia de saber que ya el Rojo había escrito, al igual que el Flaco, y que ahora solo faltaba él.
—Niño, hace unos días empecé mi libro. —El Rojo puso un pie sobre el banco—. Se llama Las palabras perdidas y ya di por hecho el primer poema, «Nana de Nuestra Amada Kaär».
Él bajó la cabeza: se había sorprendido deseando que el poemario resultara pésimo.
—Dímela —murmuró para castigar aquel vómito del inconsciente. Sabía que aquellos versos, anhelados durante tanto tiempo por el niño, serían indefectiblemente buenos.
El Rojo puso una mano sobre el hombro del Gordo, como si necesitara apoyarse en él, su mirada ambarina adquirió una profunda intensidad y recitó de memoria, sin énfasis:
«La estrella del destino de Nuestra Amada Kaär, oh, hija mía,
brilló una sola noche entre montañas hace cuarenta siglos;
fue tan bella
que su fulgor cegó por un instante a los guerreros.
En una pobre tienda,
por una única vez se entrevistaron.
Omik Issula, general de los cobres,
Damir Alej, padre de la palabra,
y el viejo Jom Adduá, patriarca de las tropas.
¡Venéralos, oh hija!
Omik puso sobre la mesa
cuarenta cicatrices que llevaba en el cuerpo,
Alej otras cuarenta que cargaba en el alma,
Adduá su clamoroso corazón de anciano.
Preparaban, venéralos, la libertad de Nuestra Amada Kaär;
pero la libertad es en sí misma una pregunta.
Fuera, en la noche,
los soldados que armaban sus cañones de cuero,
¿los oyeron gritar?
Nadie lo sabe.
Los padres no son dioses, hija mía,
hace cuarenta siglos
los nuestros se enzarzaron en ácidas disputas
y por eso
la estrella del destino brilló con sus palabras.
¿Qué dijeron?,
busquemos en Alej, él lo anotaba todo.
¿Te afanas, lloras, te interrogas, temes?
Perdóname, hija mía,
es la condena de los nacidos en Nuestra Amada Kaär
&
mirar de frente
el punto ciego, el tokonoma, el horrendo vacío
que alguien creó en nosotros para siempre
al quemar esos signos:
la página en que Alej grabó para sus hijos
el fulgor de la estrella del destino.
Ya cumpliste el castigó tutelar,
ya sabes que perdimos las palabras.
Ahora, si puedes, duerme».
El Gordo apretó la mano del Rojo, todavía temblorosa.
—Lo lograste, niño —dijo—. Lograste una cálida frialdad, una lejanía desconcertante y cercana, y sin embargo… —Hizo una pausa que se fue extendiendo, primero porque no lograba formular su inquietud de modo coherente y después porque el altivo silencio del Rojo llegó a irritarlo—. Sin embargo…, no puedo menos que preguntarme hasta dónde la «Nana» es un poema cubano.
El Rojo hurgó en su mariconera y sacó el nebulizador, con el que se roció generosamente la nariz.
—¿Extrañas el folklore?
El Gordo pasó por alto la ironía. Era justamente eso, el folklore, lo que había objetado en el cuento del Flaco. Y ahora el Rojo le entregaba la antítesis, una suerte de antifolklore profesional. ¿Podría él realizar la síntesis, el perfecto equilibrio entre aldea y universo? Ya vería, ya verían todos… Pero ahora se sentía moralmente obligado a transmitir sus inquietudes al Rojo y decidió formularlas de otra manera.
—Lo que quiero decir —dijo, mientras contemplaba el noble estilo andaluz del Sevilla— es que no estoy seguro de que la «Nana», sea cual sea su tema, responda únicamente a las necesidades de un poeta cubano actual.
—Yo sí —dijo el Rojo, sacando un tabaquito—. No soy otra cosa, no vivo en otro tiempo ni en otro sitio.
La llama de su fosforera brilló brevemente, como la de un disparo, y el Gordo sintió la necesidad de provocarlo.
—Curiosa coincidencia con el Poeta Inmenso la del tokonoma —dijo.
—Lo tomé de él —aclaró el Rojo, dándole una intensa cachada a la breva—. No estaba en el poema, pero me gustó y lo incorporé ahora mismo… invirtiéndole el sentido. —El humo azuleó a la luz del farol recién encendido—. Y ya es mío.
El Gordo sonrió, fascinado por aquella actitud principesca, y decidió jugar su última carta con extrema delicadeza.
—Perdóname, niño, pero… ¿qué tiene que ver la «Nana» con tu proyecto de inventar un idioma y una cultura?
—Está traducida del kaärico —explicó el Rojo, impertérrito—. La lengua de Nuestra Amada Kaär, una civilización que precedió a la china.
Él se sintió atraído por la explicación. Obviamente aquel recurso le había servido al Rojo para acercarse a su objetivo, solo que…
—Eso no se entiende. ¿Por qué no te lanzas a fondo? ¿Por qué no redactas una especie de fundamentación, un prólogo llevando ese delirio hasta el final? ¿Porqué…?
Hizo silencio. La palabra «delirio» lo había retrotraído a la bronca con el Rojo y no había nada en el mundo que deseara menos que repetirla. Pero el Rojo no parecía molesto, sino vencido.
—No pude —confesó—. Lo intenté y… ¿Te parece imprescindible?
El Gordo conocía bien aquella mirada, la de los que reclamaban un respiro al demonio de la literatura. Sabía perfectamente que si le decía que sí estaría condenando al Rojo a sumergirse y quizás a ahogarse en el intento; desde el fondo de su egoísmo le convenía incluso restarle importancia al problema… Pero también él, ahora, era prisionero de aquel delirio, como si no hubiese en realidad autores sino solamente un inalcanzable ideal de perfección poética del que todos eran responsables.
—Sí —dijo—: absolutamente imprescindible.
—Bueno —murmuró el Rojo—. Veré si al regreso de Praga… —Le cedió el tabaquito, la copia del poema y la agenda con las notas de la entrevista—. Tú la redactas, yo tengo que irme a hacer las maletas.
Chocaron palmas y el Gordo caminó lentamente Prado abajo. De pronto lo sorprendió un grito.
—¡Dile al Flaco que cumplí! —había exclamado el Rojo.
Con un amplio ademán, el Gordo asumió el compromiso. Solo él no había cumplido. Quería comer algo antes de volver a su poema, pero la larguísima cola de la pizzería que encontró en el camino lo desanimó hasta el agotamiento. Y no había otro lugar abierto. «Dulce horror del nacimiento de la ciudad», dijo mirando al Prado, que se le reveló de pronto en todo su patético abandono, en su ajada belleza macilenta, en la sorda resignación de quienes acarreaban pesados latones de agua o hacían una cola interminable frente a una tienda en la que sabría dios qué venderían mañana. ¿Qué le quedaba sino largarse a escribir?, se preguntó, sobrecogido por la súbita certeza de que la ciudad no estaba enferma sino herida de muerte.
Torre Ostánkino
Así que aquel era el famoso caviar, pensó el Flaco mientras miraba las bolitas que constituían, junto al samovar, los mujics y el kvas, personajes familiares y a la vez fantasmagóricos, agazapados, como reliquias de viejas lecturas, en sus tumultuosos recuerdos de adolescente.
—Cuéntame —dijo el Rubito dándole una larga chupada a la pipa—, ¿sigues viviendo en tu castillo secreto?
La certeza de que podría pasar la semana junto a Osip había mejorado el ánimo del Flaco, que por primera vez en mucho tiempo se sentía con deseos de bromear.
—¿De qué castillo me está usted hablando? —preguntó, mientras paseaba la vista por el salón.
La alfombra y las cortinas rojo vino acentuaban la calidez de la atmósfera, enriquecida por la presencia de un pianista que acababa de atacar El animador. El Rubito tamborileó el ritmo sobre la mesa exhalando el humo lentamente.
—Ya estás entrando en caja —dijo, sin ocultar su entusiasmo—. Coño, cómo me gustaba ese «me está usted hablando»; nadie lo pronunciaba como ustedes; nadie podía usar ese tono falsamente prosopopéyico… para burlarse hasta de su madre.
—Pero… ¿acaso la teníamos?
La pregunta pareció sorprender al Rubito, que alzó las manos hasta la altura de su calva como en una plegaria.
—¡Quién sabe! —exclamó—. La verdad es que nadie podía con ustedes; no, nadie podía usar ese tono y luego fruncir los labios y estirarlos así…, dejándolo a uno sin respuesta. ¡Era genial, carajo! —Se inclinó y tocó la mano del Flaco, como si necesitara aquel contacto físico—. Me has hecho recordar, compadre…
Él tomó un canapé de caviar y le dio una mordida. La primera impresión lo remitió al pésimo sabor del aceite de hígado de bacalao que su madre le daba con cualquier pretexto, como una panacea. Pero de inmediato comprendió que su memoria lo traicionaba. Si bien existía un remoto vínculo entre ambos sabores, el del caviar era de una sensual delicadeza, algo así como la otra cara de la moneda.
—Tú también a mí —dijo.
Era cierto. La cálida presencia del Rubito le provocaba una furiosa nostalgia. Los viejos tiempos invadían su memoria con tanta fuerza que se imponían como presente. Pero él no podía instalarse plácidamente allí, sin antes redondear aquella súbita idea. ¿Sería posible que el Rubito lo ayudara a gestionar en Aeroflot el pago en pesos del billete de Osip hasta La Habana? ¿O al menos hasta Praga, donde el niño podría tomar un avión de Cubana cuyo pasaje ya resolvería él de alguna manera? Y en caso de que Aeroflot se negara, argumentando que la moneda cubana no era convertible, ¿llevaría el Rubito su amistad hasta el punto de pagar en rublos el pasaje de Osip, como sin duda lo hubieran hecho en su caso el Rojo, Una, Roque o el Gordo? Él, ¿tendría derecho a solicitarle semejante favor? Y aun si se decidía y todo resultaba, ¿Irina estaría de acuerdo con aquellas vacaciones? ¿Piotr no se opondría? ¿Aceptaría Osip a su hermana mulata y a su madrastra negra? ¿No tendría Bárbara uno de sus ataques de celos?
El Rubito hizo tintinear el arabesco plateado de la pipa contra el vaso para llamar su atención.
—El castillo secreto… —insistió—. Yo le llamaba así porque nadie sabía dónde vivías. Nadie.
El Flaco cedió a la tentación y abrió la esclusa de los recuerdos.
—El Rojo, el Gordo y Una sabían… —dijo.
—Pero esos eran tus carnales —protestó el Rubito—. Eran como tú mismo; fíjate que ni siquiera Roque… —Suspiró, entrecerrando los párpados—. No, yo digo nosotros, los de la periferia. Eras un tipo extrañísimo, el más extraño del Terrible Trío… Así les decíamos mientras ustedes preparaban El Güije, hasta que Una se les unió y les pusimos el Cruel Cuarteto… ¿Tú conocías esos nombretes?
La camarera puso un cenicero limpio sobre el usado, los retiró y luego volvió a colocar otro con un movimiento de esgrimista.
—No —dijo él, admirado por la elegancia de aquella simple operación—. Terrible Trío… Cruel Cuarteto. ¡Qué hijoeputas!
El Rubito rellenó los vasos y vació el suyo de un trago, con cierta ansiedad; sus ojos se enturbiaron y el sudor le hizo brillar la frente.
—Terrible —repitió, pasándose la servilleta por los labios—. El Rojo y el Gordo eran del carajo, pero a pesar de todo uno sentía… no sé, que si estudiaba mucho y llegaba a escribir como querían ellos, alguna vez podría, quizás… En cambio, tú eras un misterio. —Se inclinó hacia el Flaco y su tono se hizo íntimo, mezcla de confesión y recuerdo—. De ti… no sabíamos siquiera la dirección. Una vez te seguí… —añadió de pronto, como evocando una travesura—. Yo me imaginaba una garçoniere tapizada en rojo, donde meterías niñas bellísimas y escucharías música prohibida, toda aquella que ustedes se sabían de memoria, ¡coño, qué memoria!, los Beatles completos… Pero te perdí la pista en un barrio extrañísimo.
Ahora fue el Flaco quien bebió hasta el fondo. No quería recordar aquello. Dudó acerca de si huir hacia el presente y pedirle al Rubito, sin pensarlo más, que apoyara su plan. Pero no se atrevió e hizo un vano intento por consolarse diciéndose que aún no había llegado el momento.
—Luyanó —dijo al fin, en un tono distante—. No había garçoniere ni un carajo —y con la intención de clausurar el tema—: Yo vivía en un solar.
El Rubito meneó la cabeza y se secó la grasa de la cara con un pañuelo blanco, de hilo.
—Nadie lo hubiera creído —murmuró—, nadie. Porque siempre estabas arriba; la gente se jodía, se deprimía a veces, pero tú, no; tú, arriba… —Se mesó la chiva, que a la luz del velón había adquirido un tinte rojizo—. ¡Ahora es que entiendo lo de «Confusión», compadre! —exclamó dándose una palmada teatral en la frente—. Siempre me pareció un cuento absurdo, kafkiano…
El Flaco encendió un cigarrillo en silencio. ¿Recordaría el Rubito que el verdadero título era «Confución», con ce? Decidió no aclarárselo. Su propia paronomasia había llegado a parecerle gratuita con el tiempo; tanto, que si alguna vez llegaba a publicar aquel relato lo titularía «Confesión», simplemente.
—¿Y tú, qué? —preguntó, decidido a cambiar de tema.
Como si su sola presencia lo eximiera de responder, el Rubito abrió los brazos. Mostraba el traje de paño azul prusia, la corbata roja, de seda, la camisa celeste, también de seda, el pasador, los yugos, la sortija, el reloj de oro…
—Es el oficio —se excusó—. Ya te dije que soy Consejero… El tercer hombre de la primera embajada.
Suspiró profundamente, como si tanta responsabilidad lo agobiara. El Flaco sintió que había algo casi infantil en aquel modo de subrayar lo que ya estaba dicho o era obvio y cedió a la tentación de clavarle una banderilla.
—Buen título para una novela de espionaje —bromeó.
—Nunca lo había pensado —reconoció el Rubito.
Divertido, él pensó que ahora podría entrar a matar si lo deseara inventándole un argumento a la novela, una especie de parodia de los relatos de Don Isidro Parodi. Pero recordó que estaba allí gracias al Rubito y decidió parar en seco.
—Mira, viejo Güije —dijo—, lo que quiero saber es si estás casado, divorciado, o si mataste a tu mujer porque ella, so pretexto de que trabajaba en un lupanar, vendía géneros de contrabando.
El Rubito esbozó una sonrisa, chupó dos veces la pipa y comprobó, mirándola, que se había apagado.
—Me divorcié y me volví a casar —dijo. Volcó las cenizas en el cenicero, sacó un kleenex y empezó a limpiar la cazoleta meticulosamente.
—¿Contra quién?
—Con Ibis.
—¿La Dama del Perrito? —El Flaco se dio un trago y puso el vaso sobre la mesa con mucho cuidado, como si temiera un accidente.
—La misma que viste y calza —dijo el Rubito, dando por terminada la limpieza.
Él agradeció que su amigo, lejos de haberse ofendido por su torpe mención de aquel sobrenombre, lo justificara con una nueva sonrisa. Desechó la idea de pedirle excusas. Era un asunto demasiado delicado, que se replantearía de otro modo dentro de unas horas, cuando tuviera que convivir con la Dama durante siete largos días. Se sentía en condiciones de mantener una indiferencia total, tratándola como a una desconocida. Pero ¿cómo reaccionaria aquella loca? Después de tantos años sin verla no tenía la menor posibilidad de imaginar la respuesta y se consoló pensando que el tiempo y el matrimonio la habrían apaciguado. Si no, y a se las ingeniaría él para mantenerla a distancia.
—¿Te va bien? —preguntó con absoluta naturalidad.
—Todavía no la he matado —repuso el Rubito mientras guardaba la pipa—. Y tú, ¿has vuelto a escribir?
El Flaco se atusó el bigote y dejó caer el cabo en el cenicero, sin apagarlo. Aquella simple pregunta lo enfrentaba a su fracaso. Durante un segundo acarició la idea de exponer su decisión irrevocable de escribir por fin una novela. No lo hizo, intentando convencerse de que le era imprescindible soñar en secreto para proteger un manuscrito que no había tenido siquiera el valor de empezar.
—No —dijo—. Ahora soy constructor.
—Lástima —comentó el Rubito—. Esperábamos mucho de ti… —y añadió, encogiéndose de hombros—: Aunque es cierto: el vicio de la literatura, como la juventud, es un mal que se cura con los años… ¿Qué te parece si comemos?
Enroque
Llegaron hasta el Malecón porque el Rojo quería contar junto al Caribe su viaje a Praga y durante un rato disfrutaron en silencio el espléndido panorama. El mar era celeste cerca de la orilla, verde botella sobre el musgo de las rocas, prusia a la altura del primer veril e índigo en la Corriente del Golfo, donde se unía al espejo cóncavo del cielo que no reflejaba los colores con exactitud, pensó el Rojo, más bien los expresaba con una libérrima metáfora, iluminando la ciudad desgastada y a pesar de todo hermosísima que el Gordo quería atrapar en «Fiesta».
Se sentaron en el muro y el Rojo se dijo que jamás, de no haber sido por el viaje y la distancia, hubiera notado la insólita perspectiva que formaban la austera arquitectura colonial española del Mesón de la Chorrera y la exótica jardinería asiática del Parque Japonés, en el restorán «1830», una mansión de nostalgias francesas situada junto a la desembocadura del Almendares, cuyo perfil acriollado se recortaba sobre los edificios de líneas norteamericanas que dominaban la otra orilla del río. Y sin embargo, quizá había sido la fascinación inconsciente por ese eclecticismo enloquecido la que lo había llevado a soñar una poética capaz de apropiarse del mundo, la misma que solo pudo elaborar en Praga, a mil millas de la ciudad que le dio origen.
El Gordo y el Flaco estaban impacientes y él empezó evocando el inicio de aquella semana que para su vida espiritual había significado tanto como un año. Se sentía, dijo, frito de aburrimiento en aquel Castillo lleno de rincones inútiles y pasillos que conducían a inmensos salones desiertos, donde se desarrollaba el enésimo Encuentro de Jóvenes Escritores de los Países Socialistas. No tenía allí un amigo, ni un centavo, ni conocía aquellos idiomas cargados de consonantes. Los demás delegados eran invariablemente canosos y gordos, parecían usar el mismo traje oscuro y se propinaban mutuamente larguísimas ponencias escritas del mismo modo insoportable, que además versaban sobre el mismo tema: «El realismo socialista y las tareas de la actualidad». Y él, que las recibía todas a través de la monótona voz del intérprete, llegó a abrigar la desoladora certidumbre de que estaba en el Infierno, condenado a escuchar por siempre jamás la lectura de aquel texto único.
—¡De pinga! —exclamó el Flaco—. ¿Por qué no te escapaste?
Lo hizo, claro, al segundo día, dijo el Rojo. Ni siquiera el frío logró detenerlo. Praga era gris, bellísima y en cierto modo aterradora, dominada por el Castillo y por las inmensas iglesias barrocas de la contrarreforma. Pero él, desde luego, corrió a rastrear las huellas de un tal Kafka. Visitó su casa natal de la calle Uradnice, el palacio Kinski de la Staromestské Námesti, donde estaba el liceo en que estudió y la tienda de su padre; la Urazová Pojistovna Delnická, o sea la Compañía de Seguros Obreros, en la que agonizó durante catorce años, y la Costanilla de los Alquimistas, donde quedaba el estudio en el que escribió «Un médico de aldea».
—¿Y qué se siente, chico? —preguntó ansiosamente el Gordo.
Algo muy raro, dijo el Rojo. Una especie de angustia, como si su espíritu estuviera sellado con lacre en el aire de la ciudad. Ese día, por ejemplo, él estaba tan solo, hacía tanto frío, sentía tanta hambre y era tan pobre que no tenía ni siquiera palabras que otro ser humano pudiera entender. Entonces llegó a sentir a flor de piel la sensación de ser, o mejor dicho, de no ser nadie. Y eso era Kafka, esa necesidad nunca satisfecha de ocupar un lugarcito bajo el sol, en un mundo que te rechazaba y te juzgaba y te condenaba y te negaba sin permitirte siquiera entender por qué.
—¡Del coño’e su madre! —exclamó el Gordo.
Faltaba lo peor, murmuró él, la visita a la iglesia de San Mikuláse, en la plaza central de la Malá Strana, a donde fue buscando rastros de Jan Neruda solo para volverse a encontrar con los de Kafka. Se trataba de un templo barroco, desde luego, solo que allá esa palabra tenía un peso diferente. Quería decir, añadió adelántandose a la pregunta que brillaba en los ojos del Flaco, que el barroco de la catedral habanera era alígero y el de San Mikuláse aplastante; de modo que si te atrevías a entrar allí chocabas con imágenes de judíos posternados, turcos descabezados y conversos cagados de miedo frente a las estatuas de San Juan Crisóstomo, San Gregorio Nacianceno, San Basilio y San Cirilo de Alejandría.
—¡Coño! —exclamó el Flaco—. ¿Y después?
Después no fue fácil. La ciudad estaba oscura a las cuatro de la tarde, ¿se imaginaban?, oscura y helada. Y él caminó largo rato hacia el Castillo sintiéndose un judío, con el horror de estar viendo aquella mole a la que probablemente no llegaría nunca. Al fin logró acercarse, y entonces sintió en las tripas el temor de que una fuerza oculta lo detuviera para siempre frente a aquella puerta que sin embargo, como ellos bien sabían, le estaba reservada. Echó a correr. Minutos después entraba al Castillo jadeando, sin que el portero se molestara siquiera en responder a su saludo. ¿Qué otra ciudad podía haber producido un Kafka?, murmuró, evocando el horror visceral que había sentido entonces. Lo revelador consistía en recordar que universalizó todo aquello sin recurrir jamás al color local, escribiendo en un idioma ajeno a la ciudad, sin utilizar por tanto ni un solo modismo, ni una sola palabra de argot, de modo que cualquier profesor podría preguntarse si era o no un escritor praguense y esa pregunta, tan legítima, sería al mismo tiempo una estupidez.
—Rojo, por favor —protestó el Gordo—. La literatura ni empieza ni termina en Kafka. Joyce, por ejemplo, hizo todo lo contrario, mapeó Dublín hasta el delirio y utilizó e incluso inventó todas las jergas posibles.
Obvio, dijo el Rojo, pero Kafka era el más grande, por lo menos desde su punto de vista. Era… como un profeta. Y él pretendía reflexionar sobre aquellas impresiones de viaje que llevaban su sello. Porque al otro día amaneció en prisión, o sea, en el Encuentro, sin fuerzas para afrontar el miedo, la soledad, el frío y el hambre de la calle. Entonces tuvo como una iluminación: la conciencia de que estaba lejos de todo, distanciado de todo, con un tablero, lápiz, papel y mucho tiempo por delante. Y se puso a escribir…
—¿Un poema kafkiano? —lo interrumpió el Gordo socarronamente.
Un ensayo, repuso él sin inmutarse, que lo mismo podía servir de Prólogo a su libro que de Introducción al primer número de El Güije, porque aún estaba abierto. Lo más importante había sido la libertad de invención que le permitió la distancia, el estar en una ciudad extraña y en un salón extraño donde se hablaban lenguas extrañas… ¿Querían que lo leyera? Conocía la respuesta de antemano, y mientras los otros asentían volvió a mirar al mar. Todo lo que había contado no era sino un preámbulo para llegar a este momento. Sin embargo, ahora pensó que no lo entenderían y hurgando en la mochilita salpicada de escudos como retazos de colores que le había regalado Roque en el aeropuerto, pensó simular que había olvidado el texto. Pero cuando sus dedos rozaron aquellas cuartillas escritas como en un raptus y revisadas una y otra vez, hasta el agotamiento, no pudo evitar la tentación. En realidad, estaba orgulloso de su «Prólogo» y soñaba con que el tiempo le otorgaría la misma significación que al de El reino de este mundo. Por fin decidió sacarlo, y para curarse en salud repitió que se trataba de un texto abierto, de un work in progress sujeto a modificaciones que dependían justamente de los criterios del Gordo y del Flaco, porque también, con perdón, allí hacía referencia a sus obras.
—¡Acaba de leer, compadre! —suspiró el Flaco. Pero todavía el Rojo creyó conveniente precisar que se trataba de un prólogo apócrifo a la traducción apócrifa de un libro apócrifo titulado Las palabras perdidas. En ese momento sintió que se le tupía la nariz. Se roció nafazolina, y solo cuando pudo respirar libremente, leyó:
«Para comprender la importancia de esta traducción se precisan algunas noticias sobre la nebulosa civilización llamada de Nuestra Amada Kaär, así como sobre el kaärico, lengua que, debo apresurarme a aclararlo, ignoro rigurosamente. Occidente debe el redescubrimiento de Nuestra Amada Kaär a la dedicación del ilustre sinólogo francés Henri Maspero, que ya había desvelado los misterios de la antigüedad china en su monografía clásica La Chine antique. Durante sus investigaciones de Gramática Oriental Comparada en la legendaria Biblioteca Imperial de la Ciudad Prohibida, Maspero halló un extraño libro que, si bien estaba escrito en caracteres ideográficos, no correspondía a ninguna de las variantes conocidas del chino. Una investigación con carbono catorce demostró que el texto había sido escrito a fines del siglo XX antes de nuestra era y que se había salvado, milagrosa y premonitoriamente, de la gran quema ordenada por el Emperador Hu-Fo trescientos veinticinco años después, reconocida hoy como la mayor catástrofe cultural de la Antigüedad china.
Estimulado por la leyenda de una civilización espléndida y perdida, que la imaginería de los ancianos ubicaba en la mítica isla de Nuestra Amada Kaär, supuestamente situada más allá de la península de Chatung y del golfo de Po-hai y hundida en el Mar Amarillo como castigo celestial contra Kaik Kan —el emperador que retó a los dioses negándole a su pueblo el derecho a cumplir ciertos crudelísimos ritos iniciáticos que, sin embargo, habían garantizado su supervivencia durante siglos—, Maspero dedicó largos años al estudio de aquellos desconcertantes ideogramas hasta descifrarlos, resolviendo así varios enigmas de la cultura kaärica, ya codificados por los egipcios, y probando que desentrañar el sentido oculto de las palabras nunca es inútil.
De las tesis demostradas por el sinólogo francés me limitaré a señalar diez. Primera, que el carácter profundamente conservador de la cultura china desde el punto de vista ético, expresado en la asombrosa pervivencia de las doctrinas de Confucio y Lao-Tsé, se debe al miedo visceral a las consecuencias de todo cambio, presente en la antiquísima leyenda conocida como “Horror de Nuestra Amada Kaär” o “Llanto de la Prohibición y la Pérdida”, que se introdujo como un atavismo en el inconsciente del joven pueblo chino a partir del hundimiento del Imperio Floreciente de la Isla. Segunda, que solo teniendo en cuenta el origen asiático de las civilizaciones precolombinas de América, y la terrible profecía inscrita en el mencionado “Horror”, podremos explicarnos enigmas tales como la desaparición de la cultura maya o la virtual parálisis de aztecas e incas ante el invasor extranjero. Tercera, que el tokonoma japonés —el huequito, el pequeño vacío existente hasta hoy en la pared de todas las casas de ese archipiélago, con cuya contemplación cotidiana se accede a la plenitud esencial del infinito— es una expresión invertida del horror kaärico al vacío de palabras, demostrado por la función ritual del poema “Nana de Nuestra Amada Kaär”, que encabeza este volumen. Cuarta, que el horror vacui egipcio es una expresión directa del mismo mito kaärico, aun cuando en el Imperio Faraónico el miedo haya estado referido al vacío del espacio y no de palabras como en Nuestra Amada Kaär. Quinta, que la descripción bíblica del Paraíso es virtualmente una reminiscencia del “Placer de Nuestra Amada Kaär” o “Cántico de la Felicidad y el Disfrute”, con el que los poetas egipcios pretendían conservar la memoria del Imperio Floreciente de la Isla, y que Moisés reelaboró en el desierto durante el Éxodo. Sexta, que la leyenda de la Atlántida tiene el mismo origen kaärico, filtrado a Grecia a través del Egipto faraónico, que a su vez puede y debe ser considerado una civilización negra, según la hipótesis de Maspero comprobada por el profesor Martín Bernal en Black Athenea. Séptima, que la influencia neoplatónica en el cristianismo, donde el arquetipo de la Atlántida suele vestir el ropaje del Paraíso Perdido, funde las dos líneas principales de la “nostalgia kaärica” en occidente dando origen, por una parte, a la era de las grandes utopías, y por otra, al olvido consciente y culpable de las fuentes asiáticas, africanas y semíticas de la civilización occidental, “olvido” que está en la raíz de un eurocentrismo cuya hazaña más notable ha sido la de los campos de exterminio nazi. Octava, que no obstante dicha “nostalgia kaärica” está en la base de la obsesiva búsqueda de una nueva ruta hacia el oriente financiada por las coronas española y portuguesa durante los siglos XV y XVI. Novena, que la leyenda de El Dorado no es más que una nueva resonancia del “Cántico de la Felicidad y el Disfrute”, en la que el estado de gracia resulta condicionado a la posesión del oro, aborrecible símbolo de los nuevos tiempos. Décima, que las Utopías constituyen el fundamento filosófico de la irreprimible tendencia eurocéntrica —liberal o marxista, ya que ambas escuelas son fatalmente neoplatónicas y judeocristianas—, a imaginar Paradisos en cualquier isla exótica y distante, así como el rencor atroz del que comprueba lo que debía haber sabido desde siempre: que los Paradisos no existen sobre la tierra.
Henri Maspero fue uno de los estudiosos que con mayor lucidez y entrega combatió esa perniciosa ilusión. Su actitud fue de una profunda curiosidad, de un esencial respeto hacia la cultura otra, como lo prueban sus inestimables investigaciones sobre la civilización china. Este proceder, sostenido en tiempos de desprecio, lo llevó a morir en 1945 en el campo de concentración de Auschwitz. Un final trágicamente lógico si tenemos en cuenta que el nazismo representaba —y aún representa— la esencia de cierta obsesión de superioridad europea, radicalmente bastarda. Le taoisme, el segundo libro conocido de Henri Maspero, fue publicado con carácter póstumo.
Las palabras perdidas hizo honor a su título hasta que François, hijo de Maspero cuyas dotes de escritor y editor son bien conocidas, publicó en edición bilingüe cien ejemplares numerados y los envió a otros tantos colegas de diferentes lenguas con la solicitud de que lo retradujeran, distinción que fue aceptada de modo tan entusiasta como unánime. Este empeño, que a mi juicio merece el calificativo de ecuménico, concluirá con la publicación simultánea del clásico kaärico en cien idiomas y más de doscientos países como culminación de las actividades de la Unesco en el Año Internacional de la Poesía.
Por amistad —ni yo tengo otros méritos ni François tenía otros motivos—, fui elegido para hacer la versión al español. Del kaärico, ya lo dije, no sé absolutamente nada; no soy capaz de leer uno solo de sus fascinantes ideogramas. Maspero padre nos informa que se trata de una lengua preciosa y tiene razón, a juzgar por su espléndida versión francesa. Sin embargo, el propio investigador nos previene contra nuestros prejuicios de lectores contemporáneos. Por ejemplo, el sintagma “Nuestra Amada Kaär”, cuya reiteración puede llegar a parecemos insoportable, constituye, en kaärico, una sola palabra; simplemente no se puede decir de otra manera.
El título original del volumen, Iluminaciones, no podía utilizarse por razones obvias; Maspero padre optó por llamar a su manuscrito Las palabras perdidas. En cuanto a la autoría, se atuvo a la tradición kaärica que lo atribuye a Urdimök Kaisso —el célebre poeta mudo—, aunque conservó los nombres que se encuentran al pie de algunos textos, sosteniendo que se trataba del primer caso de heteronimia en la historia, y tradujo la palabra que define el género, festraäg, como “literatura”. Pero Theodor W. Adorno, que se ocupa de la versión al alemán, nos ha enviado una carta-circular a los restantes traductores: “La gran diversidad no solo de estilos sino también de géneros que se evidencia en la espléndida traducción del insigne kaärólogo francés —sostiene Adorno— prueba que el texto es una compilación de obras de varios autores, que se asemeja mucho a lo que en la actualidad llamamos una revista literaria”. Tuve ocasión de consultar al profesor Ambrose Fornet, cuando aún se hallaba en pleno goce de sus facultades mentales, y rechazó de plano la hipótesis alegando que el libro hace pensar más bien en una novela escrita con el único fin de dinamitar el género, como ha ocurrido tantas veces después en Occidente. “La revista literaria que Adorno cree estar leyendo —me dijo textualmente— no es otra cosa que el modo kaärico en que Urdimök Kaisso concretó el estallido”.
Este problema, así como ciertas dificultades en la traducción, me llevaron a tomar contacto epistolar con Ricardo Reís, quien trabaja en la versión portuguesa bajo su heterónimo menos conocido, Fernando Pessoa. Reís sospecha que el libro es una crestomatía de la cultura literaria para uso de los Liceos kaäricos, que incluye no solo diferentes géneros y estilos sino también periodos distintos, separados entre sí por cientos, quizá por miles de años. Desde su punto de vista, el notable relato “Flores para tu altar” testimonia una fase primaria de la religión kaärica, en la que era común el holocausto vinculado al sentido purificador del fuego. En cambio, el poema “Nana de Nuestra Amada Kaär” da cuenta de un rito iniciático correspondiente a una etapa posterior, donde ya el castigo se ejercía simbólicamente, en el plano de las palabras. Por último, expresa su curiosidad por saber qué analogías aportará “Fiesta”, un texto que aún estaba pendiente de traducción y análisis. En cuanto al género, Reis se muestra inconforme con las propuestas más recientes y prefiere atenerse —cito literalmente su misiva—: “a la clasificación que la sensibilidad de Henri Maspero supo respetar: Las palabras perdidas es un singular banquete de festraäg, esa fiesta agónica que hoy llamamos literatura”.
Debo confesar que para mí este volumen tiene mucho de juego, de investigación o de acertijo: me siento incapaz de clasificarlo. El autor, no contento con darle forma de novela e incluir, sin embargo, cuentos, poemas y entrevistas —algunos de los cuales se supone que no estaban destinados al público—, nos sorprende, ¡a la altura de la página 151!, con un ensayo que es el prólogo de su propio libro; pero, según nos advierte paladinamente, tampoco este es un texto definitivo, ya que su forma final siempre dependerá de lo que aún nos falte por leer. Lo cierto es que Las palabras perdidas produce en el lector contemporáneo una alucinante impresión de postmodernidad.
Y temo que nuestra condición de occidentales habituados a pensar en términos de lógica binaria nos dificulte la comprensión de un libro escrito hace cuarenta siglos cuyos enunciados, sin embargo, adquieren con frecuencia el tono de lo cotidiano.
Occidente se ha habituado a aceptar la separación entre libertad y poesía, reservándole a esta última una función puramente ornamental; de ahí la tranquilidad atroz, la irredimible angustia de los poetas occidentales, a quienes el poder ha reducido a esa mezquina condición de adorno contra la que tanto luchó el malogrado Theodor W. En cambio, Henri Maspero afirma que en Nuestra Amada Kaär libertad y poesía eran un solo concepto, que se expresaba con la misma palabra; de ahí la responsabilidad atroz, la irredimible angustia de los poetas kaäricos, que no tenían opción. Es algo imposible de entender para nosotros: solo puede accederse a ello a través de una revelación, de una mística de la palabra. El traductor, incapaz de resolver este problema, tiene que limitarse a advertir a los lectores que cuando se encuentren, por ejemplo, con: “Pero la libertad es en sí misma una pregunta”, deben entender que también lo es la poesía, de modo semejante a lo que ocurre en el Misterio de la Santísima Trinidad, para los católicos, o en las inextricables fusiones sincréticas para otras culturas.
Los chinos accedieron a la revelación de este misterio y quizá siguiendo sus pasos podamos acercamos a la verdad de los poetas de Nuestra Amada Kaär y de su pueblo. Para ello es preciso detenerse en el uso kaärico de ciertos adjetivos que puede parecemos en extremo arbitrario, por ejemplo, “tutelar” aplicado a “castigo”. Desde el punto de vista kaärico esta relación es no solo hermosa sino también exacta, porque en Nuestra Amada Kaär se habían perdido efectivamente ciertas palabras capitales, y constituía una obligación “tutelar” de los padres someter a sus hijos al “castigo” de la conciencia y la responsabilidad de dicha pérdida en una terrible ceremonia de expiación poética, que era a la vez un acto de purificación. Téngase en cuenta que el insoportable sentimiento de angustia que los chinos llamaron “Horror de Nuestra Amada Kaär” no se debía a la aplicación del “castigo tutelar”, sino a la prohibición del mismo por parte del Emperador Kai Khan. El resultado fue la pérdida de la conciencia de que se habían perdido las palabras y la consecuente incapacidad de continuar luchando por alcanzar la poesía. Así empezó la era de decadencia que terminaría hundiendo a Nuestra Amada Kaär en el Mar Amarillo.
La iniciativa de François Maspero es, entonces, una apuesta por el rescate del sentido kaärico de la poesía. Una última aclaración. La versión de Henri Maspero me parece perfecta; me temo que la mía, en cambio, no alcance a ser más que una pálida sombra platónica del original kaärico».
El Rojo había leído de un tirón. De pronto, se hizo un silencio apenas turbado por el monótono golpear de las olas contra el muro y por el mido de los escasos automóviles que pasaban por el Malecón.
—¿Caminamos un poco? —dijo el Flaco.
El Gordo bajó lentamente del muro y echó a andar. El Rojo se quedó atrás, desconcertado. Mientras leía se había transportado al mundo de Nuestra Amada Kaär y de la historia de la cultura, había creído intensamente en cuanto decía el «Prólogo» y ahora no le parecía posible estar de nuevo en aquella «realidad» que por sí misma, estaba seguro, no significaba absolutamente nada. Perplejo, se echó al hombro la mochilita, tomó el paraguas y alcanzó a sus amigos.
—Tu autoelogio no puede ser más elegante, Rojo. —El Flaco enmascaraba su irritación bajo una capa de aparente calma—. Eso de definir «Flores» como perteneciente a un período primario, y a renglón seguido afirmar que tu «Nana» opera únicamente en el plano de las palabras, me parece genial. Te felicito.
Un pescador de orilla lanzó el anzuelo y el Rojo midió de un vistazo la parábola formada por el cordel. ¿Sería posible que su texto no mereciera del Flaco más comentario que el referido a su propio cuento? Lo irritaba tanto aquella egolatría como el hecho innegable de que la observación había sido perspicaz: captaba al vuelo un criterio que él había expresado del modo más sutil justamente por respeto al Flaco. Pero a lo hecho, pecho. Si bien «Flores» era superior a «Fidelidad», le debía demasiado al folklore como para merecer otra calificación que la de notable. En todo caso, tenía la obligación moral de dejar claro que jamás modificaría sus criterios literarios por amistad.
—Miren —dijo al fin, con voz neutra—, desde el principio les aclaré que el texto era un work in progress y que puede convertirse en una cosa o en otra. Si les interesa como introducción a El Güije santo y bueno, lo seguiré trabajando en función de los nuevos materiales, y si no, pues perfecto, lo utilizaré como prólogo a mi libro, suprimiendo, desde luego, toda opinión que no se refiera directamente al contenido del mismo.
Como para dominar su intranquilidad, el Flaco se llevó las manos a los bolsillos.
—Yo no te puedo responder ahora, caballo —dijo, mientras miraba al Gordo de reojo—. Necesito estudiarlo. Es un texto demasiado denso para opinar de oídas. A veces me parecía brillante, pero de pronto se me hacía borgiano… —suspiró—, demasiado borgiano para mi gusto. No diría que es epigonal, pero… Desde luego, comparado con lo que se escribe aquí hoy por hoy…
Él tragó aire para no rebajarse a responder aquel insulto. Al menos una cosa tenía por fuerza que estar clara para todos: que su texto no era en absoluto comparable con lo que estaban escribiendo sus coetáneos, ni aquí ni en ninguna otra parte.
—Para mí es bastante original —terció el Gordo—, porque Borges no se enfrenta de ese modo a la historia. En todo caso le debe más a Marcel Schwob. Pero ¿quién no es deudor en este mundo? —y girando su corpachón hacia el Rojo, añadió—: Me gusta mucho, aunque debo informarte que mi poema ya no se llama «Fiesta» y que no te diré el nuevo título hasta que esté terminado. Entonces voy a darte una lección de coloquialismo que te dejará turulato.
Él intentó dominarse. Sabía que no era el momento de reír sino de aprovechar el apoyo del Gordo contra el Flaco. Pero aquella «lección de coloquialismo» le parecía un chiste e involuntariamente acabó riéndose.
—Goza… —murmuró el Gordo—, que quien ríe último escribe mejor.
El Flaco se detuvo a mirar a una mulata que avanzaba en sentido contrario y que sonrió cuando él unió los pies como un torero y remedó una verónica, encimándosele hasta casi tocarla.
—¡Qué clase de hembra! —exclamó, uniéndose a sus compañeros, al ver que la mulata seguía de largo—. Sí, quizá esa invención del personaje de Henri baste para salvar…
—¡Es que eso no es una invención! —lo interrumpió el Rojo, violando su propia decisión de permanecer en silencio—. Salvo lo referido a Nuestra Amada Kaär, todo lo que se dice en el texto sobre Maspero es verídico, incluyendo desde luego sus libros sobre China y su muerte en Auschwitz.
—¿Verdad? —El Flaco estaba boquiabierto.
Feliz por haberlo impactado, el Rojo sonrió. Sentía que la atmósfera se iba distendiendo y empezaba a parecerse a aquella en la que el Flaco le comunicó su delirio de escribir una novela total; un delirio, se confesó ahora, al que el «Prólogo» le debía tanto como a Borges.
—Eso cambia la cosa… —El Flaco parecía hablar consigo mismo—. Sitúa la invención, digamos, en otra perspectiva. Aunque eso de que el marxismo sea fatalmente neoplatónico… Y la misma idea contenida en el título… Las palabras no se pierden, tú lo sabes, no caen en el vacío. —Meneó lentamente la cabeza y—: Vamos a tomar algo —propuso de pronto, disponiéndose a cruzar la avenida—. ¿François Maspero conoce el texto?
—No —respondió el Rojo, que se había situado junto al Gordo para ayudarlo con el imprevisible tráfico del Malecón—. ¿Qué importancia tiene eso?
El Flaco empezó a cruzar en silencio, como si estuviera pensando la respuesta, y se detuvo en medio de la avenida para esperarlos.
—Ética —dijo cuando el Rojo llegó junto a él, con el ojo puesto en dos venerables chevrolets que se acercaban renqueando—. A pesar de todo hay ciertos limites para la libertad. —Los autos cruzaron y el Flaco se acompasó al lentísimo ritmo del Gordo—. Quiero leer el «Prólogo» con calma, me gusta la idea de abrir El Güije con un texto tan ambicioso, pero si no consigues la autorización de Maspero, no creo que podamos publicarlo.
Él concluyó que aquella decisión era una prueba casi inaceptable de autoritarismo, o algo peor aún, una estratagema para situarlo en desventaja.
—¿Cuáles son los límites de la libertad? —preguntó—. ¿Cómo se diferencian de la censura?
—No jodas, asere. —El Flaco fue el primero en llegar al estacionamiento de la cafetería Solmar—. Es obvio que hay una diferencia ontológica entre censura y respeto. ¿O acaso te gustaría que jugaran con la memoria de tu viejo?
Abrumado, el Rojo lo siguió en silencio bajo el sol calcinante, sin decidirse a abrir el paraguas. Sabía que el tema del padre era fatal para el Flaco, de modo que decidió cederle ese punto sin discutir, diciéndose que le escribiría a François, a quien había conocido tiempo atrás, en La Habana, y sintió un escalofrío al imaginar que recibía una respuesta negativa. Claro que en ese caso podría rehacer el texto inventándose también el nombre, la obra y la biografía de un sinólogo. Pero ya no sería lo mismo.
—¿Tendrá algo frío de tomar ahí, jefe? —preguntó humildemente el Gordo.
—Agua —respondió de mala gana el camarero canoso y barrigón, que dormitaba junto al mostrador.
—¿Nada más? —el tono del Gordo era ahora casi suplicante.
—Caliente —aclaró el camarero sin abandonar su puesto.
Salieron de Solmar refunfuñando y caminaron en silencio un par de cuadras, hasta La Tarraya, que estaba tan vacía como un hueco. Prosiguieron, cabizbajos, y el Flaco encendió uno de sus apestosos cigarrillos.
—Para nosotros, Gordo… —dijo señalando al Rojo—. Este es un escritor tan exquisito que no le gusta compartir ni el humo.
Por toda respuesta, el Rojo abrió el paraguas, bajo cuya sombra el Gordo se refugió de inmediato, y para aliviar la sed, el hambre y los deseos de fumar un cigarro propio les empezó a contar una travesura que se le había ocurrido en Praga. Mientras escribía, dijo, estuvo en la gloria de Nuestra Amada Kaär, pero al terminar volvió a la dura realidad del Encuentro. Entonces pensó en vengarse haciendo algo surreal, ¿no?, una de aquellas locuras que hacían Bretón y Desnos en la época de oro. Y decidió que cuando le tocara intervenir a Cuba, o sea a él, leería el «Prólogo». ¿Se imaginaban, leer el texto kaärico en aquel santuario del realismo socialista? Estuvo dos días felicísimo previendo una explosión, un ataque de furia colectiva, aunque, la verdad fuera dicha, el Día D llegó a sentir miedo. Pero a pesar de todo, lo hizo. Cuando llamaron al «Camarada representante de la Isla de la Libertad», subió al podio y, sin que le temblara la voz, leyó el «Prólogo» de cabo a rabo.
—¿Y qué pasó, niño? —preguntó entusiasmado el Gordo, mientras urgía al Flaco con un gesto para que le pasara el cabo.
Nada, dijo él, sintiendo que volvía a embargarlo aquella desoladora sensación de vacío que lo aplastó al terminar la lectura, cuando sonaron los mismos desabridos aplausos rituales que había estado escuchando durante una semana, texto tras texto.
—Si hubieras leído un fragmento de Caperucita Roja habrían aplaudido igual —comentó el Flaco, dándole su penúltima fumada al cigarrillo.
Se sentaron en un banco de la Avenida de los Presidentes, bajo la sombra de un pino. Pero al otro día sucedió lo mejor, dijo entonces el Rojo, cerrando el paraguas. Un tipo bajito y flaco, que usaba sandalias, jeans y chaqueta de mezclilla, entró al salón cagándose —obviamente— en el protocolo. Era aindiado, de pelo negrísimo y nariz ganchuda, y miraba a un lado y otro, como buscando a alguien, hasta que se detuvo frente a él y le dijo: «Rojo, soy Roque Dalton. Vamos».
—¡No jodas, compadre! —exclamó el Flaco batiendo las palmas de las manos—. ¡Ehhh!, ¿tú lo conocías?
Qué va, dijo él, había leído un par de poemarios suyos, buenísimos, por cierto, pero hasta aquella tarde en que lo siguió hacia la libertad jamás lo había visto. Ya en la calle, le preguntó de dónde se conocían, y Roque le extendió la manga del abrigo, mientras se lo ponía, y le dijo que recién ahora lo estaba conociendo. Lo había llamado Rojo porque lo era de un modo más bien escandaloso y era, además, el único joven presente en aquel Castillo donde, de creerle a Rude Pravo, se clausuraba ese día el histórico Encuentro en el que participaba un representante de Cuba, paraíso tropical al que se iba a mudar en dos meses, razón de más para que, siguiendo su conocida vocación de San Bernardo de los latinoamericanos perdidos en las nieves de Praga, viniera a rescatarlo.
—¿Quieres decir que Roque Dalton viene a vivir aquí? —preguntó el Gordo, que ahora disfrutaba el cigarrillo bajo la vigilante mirada del Flaco.
Lo había dicho él mismo, aclaró el Rojo, y tenían que recibirlo como lo que era, un poeta y un tipo cojonudísimo. Junto a él, Praga se hizo espléndida; recorrieron las calles, se metieron en decenas de cervecerías, dijo pasándose la lengua por los labios resecos, y mientras bebían Pilsen y comían salchichas con mostaza, él le fue explicando a Roque el proyecto de El Güije y le dio a leer su «Prólogo» que, por cierto, le había gustado muchísimo más que a ellos dos, par de miserables. Roque le dio un poema inédito y…
—Léelo —le pidió el Gordo devolviéndole el cabo al Flaco.
No lo había traído, dijo él por el placer de observar el desencanto en los rostros del Gordo y el Flaco. Pero eso no tenía la menor importancia, añadió, porque se lo sabía de memoria, el propio Roque lo había escrito en la pared del baño de U Fleku, una supertaberna de la que les iba a hablar después. El caso era que cuando fue a mear a U Fleku volvió a ver el poema que Roque le había dado en la mañana, inscrito en letras grandísimas, así, como una consigna en el muro, agregó poniéndose de pie y creando una pared en el aire con las manos, como un mimo. Se llamaba «Después de la bomba atómica», y decía:
Polvo serán, mas ¿polvo enamorado?
—¡Qué bárbaro! —exclamó el Gordo—. Eso sí es poesía, no jodas… Eso sí es síntesis y humor y parodia y filosofía y política y resumen de esta época de mierda en que vivimos. Se incorporó casi con agilidad, como si el entusiasmo le hubiera curado la escoliosis. —¡Ni Ungareti, no jodas! —Agitaba el índice en la nariz del Flaco— «Me ilumino dal inmenso» es dieciochesco, puro iluminismo demodé. Mientras que el de Roque…
El Flaco dio un salto, abrazándolos, y bailó y los hizo bailar.
—¡Y lo publicaremos nosotros! —exclamó—. ¡Y haremos de este puñetero país el centro mundial de la literatura!
El Rojo cedió a la tentación de besarles las mejillas. Sí, la locura del Flaco era posible, la verdad no era otra cosa que aquel delirio y el deseo de llevarlo a cabo contra viento y marea. Atontado por las vueltas y la euforia chocó palmas con el Flaco y el Gordo, y siguió contando. Roque, dijo, se había negado a darle una entrevista sobre su famosa fuga de la cárcel, argumentando que las fugas que se hacían para el público eran las de Bach. Y a renglón seguido lo invitó a escuchar el concierto que el organista inglés Simón Preston daba en la iglesia de la Inmaculada. Cuando llegaron el templo estaba repleto, y si bien al principio él agradeció el calor humano que despedía la multitud, muy pronto se vio atrapado entre cuatro viejas que olían a ajo rancio, mientras Roque utilizaba su conocimiento del terreno para situarse detrás de una doncella. Faltaban todavía cinco largos minutos para que empezara el concierto, una interminable oleada de melómanos seguía entrando a la iglesia, y él empezó a sentir que se asfixiaba entre el olor a sudor, la creciente presión de las tetas de las viejas y la trágica imagen de Cristo crucificado que tenía enfrente.
Contaba todo esto porque, a pesar del interés que le producía el concierto, sintió una necesidad física de escapar. Entonces intentó llamar la atención de Roque con la vista, pero este parecía hipnotizado por la nuca desnuda de la doncella. Quiso tocarlo y no le fue posible mover los brazos, aprisionado como estaba entre las viejas. Le dolían los pies húmedos y fríos y sentía un insoportable fogaje en el rostro. Cuando lo llamó: «Roque», la vieja de la izquierda emitió un sonoro «¡Shshsh!». Y justo en el momento en que iba a gritar: «¡Roqueee!», Simón Preston atacó la Kommheiliger Geist. Desde el primer acorde la necesidad de huir desapareció. No es que no hubiera escuchado a Bach, creía incluso conocerlo bastante bien; pero cuando comenzó a levitar, a elevarse físicamente gracias a unas sonoridades capaces de sustraerlo a la presión de la multitud, al olor a ajo rancio, al dolor de los pies y al peso del abrigo, se dio cuenta de que no lo conocía en absoluto, de que en realidad nunca lo había escuchado, de que Bach había compuesto justamente para aquel sitio: un templo barroco en pleno corazón de Europa.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó el Flaco con mal disimulada aspereza.
Quería decir, respondió el Rojo, que las dimensiones y la acústica magnífica de la nave, la belleza trágica o piadosa de las imágenes y el poderosísimo registro del órgano, absolutamente todo estaba concebido allí para provocar aquella emoción avasalladora, aquella exaltación casi incontrolable de la que no pudo menos que intentar defenderse para no rajarse a llorar. Se dijo que estaba siendo transportado hacia atrás en el tiempo por los ángeles, que ahora respiraba en otro siglo, que debía evitar a toda costa un ataque místico. Y solo así logró reprimir su emoción hasta el final de la obertura. Pero no se movió de su sitio. Necesitaba más, y cuando Simón Preston atacó la Fantasía y fuga, sobre el tema Ad nos, ad salutarem undam, de Lizt, rindió sus defensas y se entregó como un enamorado a aquella música sobrecogedora que le proporcionaba la sensación de una libertad total, fuera del tiempo…
—Sécate los ojos, niño —dijo el Gordo tendiéndole un pañuelo.
El Rojo agradeció con un gesto, pero prefirió utilizar el suyo, limpísimo y perfumado con el agua de colonia Acqua Brava que le enviaba su madre del extranjero.
—Habría que construir en La Habana algo así como una catedral yoruba —dijo el Flaco con aquel tono que tanto desconcertaba al Rojo—. Un Gran Templo de Ochún, Yemayá y Eléggua, desde donde conmover al mundo con el Oratorio de Súlkary. Sería el único templo donde la danza se uniría al canto y a la música, superando la tendencia unidimensional de las religiones blancas, moras o amarillas… ¿Qué les parece?
—Que estás loco p’al carajo —sentenció el Rojo—. ¿Cómo vamos a estimular aquí ese atraso?
—¿Pero por qué, a ver, por qué carajo la cultura católica viste bien y la santería es un atraso? —exclamó el Flaco apretando los puños—. ¿Por qué, explícame?
El Rojo desvió la vista hacia una muchacha que atravesaba el paseo. Los ataques de autoritarismo e irracionalidad del Flaco habían comenzado a dolerle como algo propio, y hubiera hecho todo lo posible por modificar aquel carácter que solía tomarse huraño y agresivo, especialmente cuando, como ahora, no tenía razón. Pero el comportamiento del Flaco era de tómame o déjame y él prefería tomarlo y esperar que pasara la tormenta.
—Bueno… —suspiró el Gordo—, termina de contar tus aventuras espirituales, niño.
La frase formaba parte de las maniobras defensivas que el Gordo y él solían desplegar frente al Flaco: una suerte de barrera invisible hecha de gestos, de palabras en clave, de una silenciosa comprensión que funcionaba incluso por sobre las disputas entre ellos, preservando sus dignidades respectivas con un muro que el Flaco no podía atravesar.
Él decidió volver a hacerlo evidente ahora, dirigiéndose exclusivamente al Gordo. No solo de Bach vivía el hombre, niño. También les había hablado de U Fleku, una taberna que recordaba las de la Segunda guerra mundial porque era de madera y estaba en un sótano y uno bajaba esperando escuchar Lili Marlén y aquella tarde estaba llena de jóvenes turistas alemanes. Al verlos se había estremecido, respiraban una seguridad demoledora y gritaban como dueños mal educados. Él jugó a imaginar que llevaban el casco nazi… Y sintió miedo. Se hallaba ante una desconcertante paradoja. Aquellos tipos eran choznos de Goethe, tataranietos de Marx, biznietos de Thomas Mann, pero sus abuelos habían marcado al mundo con la infamante ceniza de los hornos de Auschwitz y…
—Esos jóvenes no tienen ninguna culpa —lo interrumpió el Flaco—. ¿O quieres decir que Goethe, Marx y Mann son antecesores del fascismo?
¡Por favor!, exclamó el Rojo, quería preguntarse simplemente para qué coño servía la cultura.
—Touché, niño —dijo el Gordo.
Feliz por haber destruido elegantemente el sofisma, el Rojo explicó que de aquella experiencia le vino la idea de incluir en el «Prólogo» la reflexión sobre el fascismo como excrecencia de un cierto espíritu europeo. Pero eso lo había hecho después, en el avión, durante el viaje de regreso; porque allí, en U Fleku, bebieron enormes cantidades de cerveza y a Roque le dio por decir un poema que era como un alarido de despecho, unos versos desgarradísimos que él no recordaba muy bien ahora, lástima, porque eran cojonudos, decían algo así como que su patria no existía, que era tan chica que no alcanzaba a tener de una vez norte y sur, la llamaba perra que se rasca junto a los mismos árboles que mea, doncella arrasada por la baba del crápula, y se increpaba a sí mismo llamándose desertor, pobre desvelado, asaltante hambriento… Entonces él quiso animarlo un poco y echó mano a unos versos de Martí: «Dos patrias tengo yo: Cuba y la noche». Y fue peor, claro, porque Roque le respondió que en cambio él no tenía ninguna.
—Eso también es un poema —murmuró el Gordo—. ¿Y entonces?
Depresión, borrachera, aeropuerto y regreso, suspiró él, evocando a Praga como si los recuerdos hubieran empezado a dolerle.
—Vamos. —El Flaco se había puesto de pie—. Los muchachos deben estar esperándonos.
El Rojo miró las palmas del paseo mientras bajaban hacia el Malecón, volvió a evocar el viaje y se dijo que había hecho bien en no marchar al exilio junto con su madre. ¿Qué significaba Miami para la poesía? En cambio, en el aire de aquella Habana hermosa y desgastada, había, como en Praga, una vocación, un misterio que explicaba las imponentes estructuras verbales construidas por los padres. ¿Qué habían hecho Carpentier, Lezama, Guillén y Diego sino trovar como dioses en aquella ciudad hasta situarla de una vez por todas en el mapa de la literatura universal? Pero para no morir de sed bajo la sombra de los palacios paternos, ellos, los hijos, tenían que poner las tiendas al descampado. Y para que sus casas no resultaran calcinadas por la aldea era preciso que el Gordo superara su vagancia y su servilismo ante la «realidad», y lograra expresar libremente aquella mezcla de ternura y humor que constituía lo mejor de su carácter. Era imprescindible que el Flaco no sucumbiera a su pasión por el poder y se dedicara a escribir en cuerpo y alma, exorcizando así el rencor que sentía hacia sus orígenes y vomitando las excrecencias del solar para quedar en condiciones de hacer la novela total a la que estaba destinado. Era fundamental que él mismo continuara interrogando el misterio de Nuestra Amada Kaär y permaneciera junto a ellos como una suerte de feroz mala conciencia, aguijoneándolos. Era necesario sumar voces mayores y distintas, como la de Roque, y también descubrir otras ambiciosas y nuevas que hicieran sonar el coro como la música de Bach en el templo de Praga.
Y para lograrlo él estaba dispuesto a ceder en todo aquello que no comprometiera su pasión por la excelencia. Incluso a asistir a la reunioncita que el Gordo y el Flaco habían citado en la heladería Coppelia para informar sobre los planes de El Güije y estudiar proyectos de colaboraciones. No esperaba mucho de aquel encuentro. La mayor parte de los escritores activos se dividían en un grupo de Contenidistas y otro de Formalistas, que él había bautizado como la Piara y la Caterva, respectivamente. Y aunque alguna vez su desprecio a la Piara lo hizo inclinarse a favor de los experimentos catervistas, hacía mucho ya que había roto con aquel sectarismo empobrecedor, acentuado hasta el delirio en los jóvenes invitados a Coppelia.
Lo correcto hubiese sido buscar las nuevas voces del coro entre los poquísimos jóvenes de talento que conocían e incorporarlos a un genuino proceso de aprendizaje. Pero el populismo soterrado del Flaco encontraría objeciones y él no estaba dispuesto a entrar en ese antagonismo. El Flaco no sabía polemizar, su pésima educación se manifestaba gritando, manoteando, ofendiendo. Y ya que en las cosas prácticas el Gordo solía dejarse arrastrar por él, era mejor esperar con los dedos cruzados a que los hechos lo enseñaran. Entretanto, la luz de La Habana haría lo suyo, pensó al mirar la hora de los locos, cuando ya no era de día pero tampoco de noche. Durante un tiempo brevísimo y precioso los azules del cielo se tomaban rojo sangre mientras la línea de los edificios costeros se difuminaba en un gris amonedado, capaz de abarcar un tiempo que empezaba ayer, en los rascacielos del Vedado, e iba retrocediendo hasta terminar cinco siglos atrás, en las grandes fortalezas coloniales de la bahía.
En ese preciso instante se hizo de noche, el Gordo pasó el brazo por sobre los hombros del Flaco y el Rojo dobló por L sin esperarlos, como si la imagen de aquellas sombras unidas le doliera. Atravesó Línea y trepó solo la cuesta, pero al llegar a 21 se sintió abrumado por las colas que se extendían hacia los cuatro puntos cardinales y decidió aguardarlos allí. Al norte había dos filas, para los restoranes Los Andes y La Roca; al este una tercera, que cubría un cuarto de cuadra en 21, doblaba por L y se convertía en una multitud frente a la taquilla del cine Radiocentro; al oeste, donde se le sumaron el Gordo y el Flaco, estaba el sudoroso tumulto de quienes pretendían comer en la pizzería Vita Nuova; y al sur, hacia donde se dirigían, las ocho correspondientes al número de círculos de la heladería. «La divina Coppelia», se dijo. Estaba orgulloso de haber hecho solo una cola en su vida. Para comprar libros. No había pensado en eso cuando el Flaco escogió Coppelia para lanzar el proyecto de El Güije, y cruzó la calle decidido a buscar un pretexto para no hacer la cola.
No lo necesitó. El Rubito, jefe de la novísima hornada de la Piara, había marcado temprano junto a sus Jabatos y los esperaba en punta, guardándoles el tumo. El Rojo lo saludó con un simple ademán y el Rubito respondió pidiendo apoyo. Los Jabatos se negaban resueltamente a que Adán Nada y sus Paronomásicos Pimienta, una precoz desviación formalista de la Caterva, entraran junto con ellos. Pero el Flaco impuso su autoridad como si fuera el dueño absoluto de los tumos, decidiendo que pasaran todos los que estaban allí para colaborar con la nueva publicación. Y ante la sorda protesta del resto de la cola, Jabatos, Paronomásicos, Independientes y Desconocidos entraron y unieron varias mesas, que no tardaron en verse cubiertas de copiosos helados.
El Rojo se sentó entre el Flaco y el Mulo Bebelagua, un negro enjuto, atildado y silencioso que hacía un par de años había logrado la hazaña de modificar la última vocal de su apodo. A raíz de su ingreso a la Escuela de Arquitectura de la Universidad, ciertos estudiantes lo bautizaron el Mula, acusándolo de maricón. Bebelagua no lo negó jamás, pero en cambio rechazó de plano el sobrenombre emprendiéndola a cristazos contra quien se atreviera a decírselo en la cara.
Para sorpresa y horror de los supermachos resultó que había estudiado secundaria en una escuela especial para deportistas, donde se entrenó en la práctica del boxeo. De modo que muy pronto sus denostadores sustituyeron discretamente la a de su apodo por una inofensiva o.
Se había dado a conocer en el mundillo como diseñador de la revista Alma Mater, en la que también publicó algunos artículos sobre urbanismo. Y cuando allí rechazaron «Por una plaza humana», calificándolo de liberal, presentó la renuncia e intentó publicarlo en La Ladilla Ladina. Tanto al Rojo como al Gordo les gustó muchísimo el trabajo, pero ambos convinieron en que publicarlo después que la revista oficial de la Federación de Estudiantes lo había objetado, sería un suicidio. No queriendo aparecer como censores ante el Mulo, se acogieron al hecho cierto de que el texto era demasiado largo para las dos páginas mimeografiadas de La Ladilla, donde, además, sería imposible reproducir la belleza de los dibujos. El original y las ilustraciones quedaron en los archivos del Gordo, y ahora el Flaco iba a publicarlos en El Güije.
Al principio, el Rojo había reaccionado contra esa decisión que ponía al desnudo su propia condición de censor y amenazaba la existencia misma del suplemento, desde donde pensaba ejercer por fin la justicia poética. Pero el Gordo había terminado por convencerlo de que el Flaco sabía lo que se traía entre manos y que en última instancia ellos no tenían más alternativa que apoyarlo. Por suerte, lo habían hecho, pensó ahora el Rojo, y esa decisión generó una dinámica en la que él, sin duda, había resultado vencedor. Solo faltaba que la «Nana» y el «Prólogo» aparecieran en letra impresa para que todos pudieran atestiguarlo. También necesitaba, desde luego, aparecer escoltado por textos de buen nivel, que resaltaran su triunfo e hicieran inexpugnable el conjunto. Y aunque estaba casi seguro de que allí no encontrarían nada que valiera realmente la pena, tomó una cucharada de mantecado y se dispuso a escuchar.
—Un negrito cabezón, orejón, jodedor y cultísimo hará pronto su entrada en la literatura cubana —dijo el Flaco paseando la vista por el grupo—, El Güije Ilustrado. Como todos sabemos habita en los ríos de la Isla y como todo ser terrible es en el fondo un ángel. Llora después de ahogar a sus víctimas. Pero las ahoga el muy hijo de puta y se las come en el fondo de las aguas. Su primer manjar fue La Ladilla Ladina, sus próximos platos —hizo una pausa morbosa y sorbió ruidosamente una cucharada de helado de vainilla—, serán los Jabatos y los Paronomásicos, la Piara y la Caterva. Pero ustedes no deben temer a esta muerte, porque El Güije Ilustrado les ofrece a cambio el Paradiso de la gran literatura. Primero entrará un camello por el ojo de una aguja que un mal escritor en sus páginas. Y ahora —dijo, batiendo palmas como un improvisado croupier: —¡hagan juego, señores!
Los muchachos se removieron en sus asientos entre asombrados e inquietos.
—¿La publicación será un mensaurio? —Adán Nada había roto el hielo.
—No, hijo mío —replicó plácidamente el Gordo—, será un hebdromedario.
El Rojo pensó que sus peores previsiones empezaban a cumplirse. Conocía bien a Adán Nada. Se llamaba en realidad Reginaldo Pérez y tenía mucho talento, pero la misma obsesión por la paronomasia, el palíndromo y el retruécano que lo llevó a cambiarse de nombre, había terminado por empobrecer su literatura hasta convertirla en una jerga para iniciados. Por ese camino conducía ahora a sus Paronomásicos Pimienta, llegando a inculcarles ciertos hábitos rituales, como el de desayunar una vez al año riñón frito, algo quemado, en homenaje a Leopold Bloom. La creciente escasez había terminado por convertir el rito en tortura al hacer cada vez más difícil obtener riñones. Pero Adán y los Paronomásicos eran capaces de hacer cola durante dos días o de pagar precios astronómicos en el mercado negro con tal de conseguirlos. El Rojo respetaba aquella devoción enfermiza por la literatura, especialmente porque tenía lugar en un medio cada vez más ramplón. Pero vivía convencido de que si los Pimienta no lograban romper el ghetto en que se habían enclaustrado, serían incapaces de lograr algo grande.
En eso el Rubito se incorporó diciendo que iba a hacer la primera contribución y el Rojo se dispuso a escucharlo. De escasa estatura, pelo rubio agrisado y labios gordezuelos, había algo inmutablemente infantil en él. En el curso anterior, cuando recién acababa de ingresar a la Escuela de Letras, había intentado publicar en La Ladilla un poema tan rígido que parecía escrito con almidón, según le dijo el Gordo. Era cortés, convencional, disciplinado y obtenía el máximo en todas las materias. El Rojo estaba seguro de que, pese a las apariencias, también era inteligente, aunque tal vez no tuviese talento. Casi habían dejado de verse desde que el Flaco entró como una tromba en las vidas del Rojo y el Gordo. Y quizá aquella separación le había hecho bien, permitiéndole independizarse y organizar a los Jabatos, la fracción juvenil de la Piara, que ahora estaba pendiente de «Odios», el poema que el Rubito se disponía a leer.
«Odio con todo el corazón, el alma, los zapatos
mi heráldica de suaves chupatintas
donde nadie jamás murió en combate. Tristes viejos,
para quienes la vida fue un pasar vacío.
Odio mi piel oficinesca
incapaz de exponerse al sol de las batallas,
a la grasa feraz de los talleres,
al aliento del surco y las semillas.
Odio mis pies pequeños,
mis pobres pies proclives al cansancio
que no subieron nunca las montañas del alba.
Odio mis ojos, las débiles, mostrencas lucecitas
inútiles para entrever al posible enemigo
embozado en la noche.
Siento un odio total, ubérrimo, diacrítico
contra mi pobre yo, hecho para el pasado.
Miro a los héroes, sufro, tenso mi voz de náufrago
y les grito: ¡Eh, camaradas!,
¿para qué sirvo en medio del combate?».
—Para nada —suspiró el Rojo.
El Gordo, el Flaco y el Mulo soltaron al unísono la carcajada y de inmediato fueron secundados por Paronomásicos, Desconocidos e Independientes. El Rubito quedó tan desconcertado que el Rojo estuvo a punto de sentir pena por él, aunque se recuperó de inmediato sorbiendo su mantecado.
—Pero… ¿por qué? —preguntó el Rubito.
El Rojo no levantó la vista. Prefería callar. Estaba convencido de que la mala literatura era un virus altamente peligroso y de que todo contacto con ella debía evitarse.
—Banalizaste a Vallejo —dijo conciliadoramente el Gordo—, lo pervertiste, y eso es un pecado de lesa literatura. Versos como, por ejemplo, «Odio con todo el corazón, el alma, los zapatos», o adjetivos como «ubérrimo» simplemente no pueden escribirse. Salvo como parodia, que no es tu caso.
—No te entiendo —murmuró el Rubito.
—Déjalo ahí —dijo el Flaco—. Esto no es un taller literario. —Y sonó las palmas de las manos, añadiendo: —Hagan juego, señores.
Adán Nada se puso de pie con un gesto teatral. Era alto, corpulento y muy miope. Los lentes, de cristales tan gruesos que parecían fondos de botella, casi impedían verle los ojos.
—Literatura es son ido —dijo—, sound trackbalenguas and Fiel ding. Orto grafía es literhartura. Odia a tus pares. Par odia. Sé Pantacruel, haz Góngoras para tu Gargantúa con los peomas que has (m)amado. ¡Vomátalos!
El Rojo aún estaba tratando de entender cuando Adán Nada dio una orden y tres de los Paronomásicos Pimienta repartieron rápidamente un encarte en forma de menú, que Adán pasó a declamar:
RESTORÁN TROCADERO
(A Dos Passos del Museo Hemingway).
Baudelaire Acondicionado
CARTA A MILENA
D’Ors d’ouvre
Ensaladilla rusa estilo Corta Zar
con mayonesa Mac Cullers
Víctor Jugo
Emilio Zopa
Caldo Gallegos
Entremeses
Perrault calientes
Juan Jamón Jiménez
Francis Bacon
Frutas
Peras al olmo
Duraznos Margarite
Truman Zapote
Especialidad de la casa
Pound de Judío en salsa Ezra
Pescados
Merluza (Robbe) Grillé
Ramón Gómez de la Chema
Teodoro W. al homo
De pronto, el Flaco dio dos palmadas y todos se volvieron hacia él.
—Ya estoy listo para ordenar, camarero —dijo—. ¿Podría pasar a los postres?
Adán lo miró, confundido, sacó un pañuelo y se secó la frente.
—Con todo disgusto, señor —murmuró haciendo una venia—. Hay Flan Kafka, Guy de Mazapán, Robert Frozen, Camus de chocolate y, desde luego, René Depostre.
Los Paronomásicos, desafiantes, rompieron a aplaudir secundados por algunos Independientes y Desconocidos. El Flaco saboreó lentamente su vainilla.
—¿Qué te parece, Gordo? —dijo cuando cesaron los aplausos.
El Gordo entrecerró los ojos y una levísima sonrisa se insinuó en sus labios.
—Gracioso… —dijo.
El Rojo se removió en el asiento; aquel juicio le parecía demasiado severo. Era cierto que el jueguito de los Paronomásicos no llegaba a ser literatura, pero a veces revelaba un humor agudo, capaz de liberar ciertos sentidos ocultos en el idioma. Quizá absolutizaban aquel procedimiento como reacción ante la norma imperante, pero cualesquiera que fuesen sus limitaciones, los Pimienta traían aire fresco.
Y él estaba dispuesto a decir que era imprescindible abrirles las ventanas cuando Adán Nada tomó la palabra.
—Autocraticar es fósil —dijo—. Pedo nuestro peoma ideoilógico no es gracioso sino gaseoso. Somos excretores. Tenemos los glandes más grandes de la Isba. Y los mejores textículos. Mientras que los de ustedes, los mensaurios, son tan fríos como las litera tundras siberianas.
¡Ah no!, se dijo el Rojo, ¡aquello no podía permitirse! Miró al Flaco, temeroso de que este quisiera resolver el problema a gritos o a golpes haciéndoles perder la oportunidad de un buen duelo verbal. Pero el Flaco estaba tranquilo, casi divertido, y extendía la diestra hacia los Pimienta, como un sacerdote a punto de conceder la absolución.
—Reconozco, hijos míos —dijo—, que han cometido un buen par de chistes. Y que de ahí a la literatura no hay más que un paso… en el abismo. —Hizo una pausa para terminar su helado y permaneció en silencio, degustándolo, hasta que se acallaron las risas—. Pero esa concepción tan magallánicamente estrecha, que reduce la literatura a la paronodemasía, casi siempre resulta mejor si también es corta. —Paseó la vista por el grupo y, en tono de absoluta inocencia, preguntó: —¿No hay más helado aquí?
—Yo te lo traigo —dijo el Rubito, y partió seguido por dos Jabatos.
Adán Nada limpiaba una y otra vez los cristales de sus espejuelos. Sin ellos parecía desarmado, ciego, pero al ponérselos recobraba de inmediato su aire de gurú.
—Inténtalo tú, tonto —dijo.
—No vale la pene —respondió el Flaco, mientras movía la mano derecha como si pasara una página.
Su réplica y su gesto cerraron definitivamente el tema. El Rubito y los Jabatos regresaron con tres helados, los pusieron frente a las sillas de la presidencia, y el Rojo tomó una cucharada diciéndose que no había nada que hacer. El sectarismo y la soberbia de Adán habían bloqueado el diálogo. Y en efecto, no valía la pene. A decir verdad, nada había valido la pene aquella noche. Mucho menos la muchacha desconocida, flaca, bajita y desnalgada que ahora insistía en leer, pese a que ya no había atmósfera para eso.
—Silencio en la sala —dijo el Gordo—. Escuchemos a la Una.
Un chaparrón de carcajadas cayó sobre la muchacha y el Rojo se dijo que el Gordo había acertado. Aquella mujer era tan flaca y parecía tan sola como la una. Su pelo negro y lacio y sus grandes ojos asustados eran atractivos, pero tenía la nariz demasiado larga, el pecho plano, las caderas estrechas y las nalgas esmirriadas. Las hojas le temblaban en las manos sudorosas, y él se dijo que si había insistido en llamar la atención y en martirizar la poesía, que se jodiera, ya que no tenía siquiera el atenuante de ser buena hembra.
Sin embargo, tenía buena voz. En el tono algo ronco de quien ha fumado o llorado mucho prometió un poema que gustaría sin duda a los machos allí presentes: «Me confieso culpable ante los hombres». La perspectiva de aquella insólita confesión pública generó el milagro del interés y del silencio. Y Una leyó.
«Si hemos de darle crédito a la Biblia,
yo, Eva,
soy responsable única de todas las desgracias,
por haberle brindado al pobre Adán
la agridulce manzana que llevo entre las piernas.
Si hemos de darles crédito a las crónicas,
yo, la Malinche,
soy la culpable cierta del fin de nuestro imperio,
por haberle entregado al invasor
el puñal carmesí que sufro entre los labios.
Si hemos de darle crédito a la historia,
yo, Carlota Corday,
asesiné a Marat en la bañera, desatando el terror;
&
yo, la Eserista,
disparé contra Lenin la bala envenenada
que abrió el camino a Stalin.
Si hemos de darle crédito al teatro,
Macbeth no era otra cosa que un buen tipo
a quien yo, Lady Mal,
encariñé con el sabor helado de la sangre.
Si hemos de darles crédito a los clásicos
soy Dulcinea,
me la pasé bobeando en el Toboso
mientras mi macho se jugaba el corazón.
Si hemos de darle crédito a la ópera
no soy otra que Carmen, la gitana,
la que condujo a Don José hasta el crimen
después de haberlo coronado como a un alce,
como a un pobre animal de la floresta.
Si hemos de darles crédito a los mitos
yo soy Sikán, la que contó el secreto,
la que atrajo la muerte hacia los suyos,
a la que un dulce tribunal mandó cortar la lengua.
Si hemos de darles crédito a los tangos
soy ese Cachivache que suicidio a su hombre,
esa Maleva a la que vieron sola, fané, descangayada,
borracha de alegría en el entierro.
Si hemos de darle crédito a la rumba
yo soy la Gran Bandolera,
sobre mi tumba hay un ramo de abrojos
y un mandamiento que prohíbe el llanto.
Exijo que lo cumplan al dedillo.
Si hemos de darles crédito a los hombres
nunca debí, mujer, haber nacido».
Una terminó con cierta altanería y se sentó en silencio, ajena, como si ya no le importara nada. El Rojo echó de menos los aplausos que sin embargo no se atrevía a iniciar; la insolencia del poema lo había desconcertado. A pesar de algunas caídas era bueno, sin dudas, especialmente porque tenía la admirable capacidad de hablar desde las cimas de la cultura y la historia. Pero lo hacía en contra, con una ironía corrosiva, como si todo lo escrito y sucedido hubiera sido una confusión o un error. Y quizá por eso mismo era tan atractivo. Solo que él no estaba seguro de su juicio, no lo estaría mientras no pudiera responderse por qué aquellos versos lo habían irritado.
En eso el Encíclope pidió la palabra y el Rojo se dispuso a escucharlo con un interés casi paternal. Había sido él quien lo bautizara con aquel apodo que aún consideraba uno de sus hallazgos más felices. Aludía tanto a la nube que el muchacho padecía en el ojo izquierdo como al carácter supuestamente enciclopédico de su saber gramatical. El Rojo se lo había aplicado un par de años atrás, cuando el Encíclope era apenas un estudiante formal y circunspecto. Pero ahora había cobrado fama de ser una joven estrella de la critica independiente y aquella aureola explicaba la curiosidad con que todos esperaban sus palabras.
—El poema tiene un error gramatical inaceptable —afirmó—. «Suicidar» es una excepción como verbo transitivo. Podemos decir que una mujer «mató» a su hombre, pero afirmar que «lo suicidó» es un disparate. En cambio, yo me suicido…
—¿Por qué no te animas y lo haces? —lo interrumpió el Rojo, provocando una risotada colectiva que dejó boquiabierto al Encíclope durante unos segundos y lo contagió después, aunque solo por un instante; de pronto se puso serio y miró al Rojo.
—No sé de qué me río —dijo.
—¡Atiendan… caballeros! —exclamó el Flaco, todavía gimiendo de risa. Tragó aire y se secó los ojos—. El poema de Una es gran literatura. Y salvo para nosotros cuatro, se acabó la noche. Así que colorín colorao. Las risas se fueron acallando, el grupo empezó a disolverse y el Flaco retuvo al Mulo: —Quédate.
—No, Flaquín —murmuró Bebelagua mirando a Una por encima del hombro—. Esta mujercita me aburre. Chao.
El Rojo se acercó a ella.
—¡Ah, qué buen poema, niña! —dijo, con la intención de hacerla olvidar la patada del Mulo—. Claro que hay que corregir algunos detalles, pero eso es normal cuando se empie…
—Llevo doce años escribiendo —lo interrumpió Una—. Y no soy ninguna niña. Tengo veintiséis.
—No lo parece. —El Gordo se acercaba con dos copas rebosantes de helado—. Como eres tan…
—Fea —dijo Una sonriendo.
—El Gordo no quiso decir eso —explicó el Flaco, que ya se había sentado junto a ella—. Quiso decir que eres…
—Flaca —ironizó Una, echándose hacia atrás el pelo con un leve movimiento de cabeza—. No hay que temerle a las palabras, poetas. Soy fea y bajita y además estoy mala, como dicen ustedes los machos. Voilá.
El Rojo tuvo el pálpito de que Una disfrutaba con aquella autoflagelación. Aunque en verdad tenía poco que agradecerle a dios: apenas los ojos grandes y avellanados, el pelo, el modo en que lo movía y la nerviosa elegancia de sus gestos. El resto era solo talento e inteligencia, y él no pudo menos que sonreír recordando a Quevedo y a su burla de los que enamoran feas cultas.
—¿Hablas francés? —preguntó el Gordo acercándole el helado.
—Y alemán, inglés y ruso —dijo Una, y le sacó la lengua.
—Mira qué bien… —comentó el Flaco—. Puedes hacernos traducciones.
Una tamborileó sobre el granito de la mesa. Tenía las uñas cortas, sin pintura.
—Cómo no —dijo—, y pasarles las cosas a máquina, y echarles talco en los güevitos.
Instintivamente, el Rojo bajó la cabeza. Una movía los pies sin cesar, como si estuviera muy tensa, y él sintió la necesidad de calmarla.
—¿Qué estás escribiendo ahora? —dijo.
—Dos libros complementarios —respondió ella—. Un ensayo y un poemario. —Tomó una cucharada de helado y: —Como ven, rima.
Pero no había dejado de mover los pies, y él pensó que producía electricidad y le resultaba imprescindible descargarla.
—«Busca a tu complementario / el que anda siempre contigo / y suele ser tu contrario» —citó ella, como quien propone una adivinanza y espera respuesta.
Incapaz de hallar la solución, el Rojo miró inquisitivamente al Gordo, que también parecía estar en babia.
—Complementarios son los socías —observó el Flaco con absoluta seguridad—. Jóvenes escritores como nosotros, que intentan hacer una revista literaria en Kuala Lumpur y…
—Machos, carajo —dijo Una en tono de resignado reproche—. Su complementario es la mujer. ¿Cómo no se dan cuenta? —preguntó, mirándolos con quieta desesperación—. «Me confieso culpable» es el arte poética, la introducción del poemario. Los demás poemas serán homenajes personales a ciertas escritoras; los ensayos, estudios personales sobre esas mismas escritoras.
—Pero ¿hay escritoras? —preguntó el Gordo.
—No sé —dijo el Flaco—. Yo no conozco ninguna.
El Rojo apenas sonrió. También estaba irritado con aquella mocosa, pero tanto el chiste del Gordo como la respuesta del Flaco eran pésimos. Hasta ahora, Una los había desbancado. Era necesario buscar una brecha por donde entrarle, para dejar establecido quién llevaba allí la voz cantante.
—¿Sobre qué escritora estás escribiendo en este momento? —le preguntó cautelosamente, dispuesto a saltar sobre ella al primer desliz.
—Sobre Marina Tsvetáieva, la dulce suicida.
No hubo desliz. La voz de Una fue la encarnación de la nostalgia y el Rojo supo de inmediato que aquella frase admirable era el título del ensayo. Estaba tan molesto como desconcertado y curioso. Incluso él, sin dudas el más culto de los tres, lo ignoraba todo acerca de la Tsvetáieva, salvo el nombre y el dato de que había mantenido una intensa correspondencia con Rilke y con Pasternak.
—¿De dónde sacaste tanto saber? —dijo, sin ocultar su irritación.
—Del culo —respondió intempestivamente Una—. Como ven, lo perdí de tanto leer sentada.
El Gordo se atragantó con un buche de agua. Una se puso de pie, empezó a darle palmadas en la espalda y le aplicó un masaje en el cuello, hasta que logró calmarlo. El Rojo había desviado la mirada. No soportaba que las mujeres dijeran palabrotas salvo cuando hacían el amor y eso, desde luego, jamás sucedería entre él y Una.
—¿En qué te graduaste? —preguntó conciliadoramente el Flaco.
—En nada… —Una hizo una pausa, metió el índice en la copa y empezó a trazar un círculo de vainilla sobre el granito—. Estudiaba Física en la URSS pero me expulsaron por puta. —Levantó la vista y los miró, como si quisiera medir sus reacciones—. Sin tener en cuenta siquiera el trabajo que me costó serlo.
El Rojo rompió a reír a su pesar, fascinado por aquel humor grosero, amargo, autodestructivo.
—¿Pero te expulsaron así como así? —inquirió el Gordo.
—Más o menos. La verdad es que me gustaba ser puta —Una sonrió, retadora—, y algo conseguía, no crean. ¡En la Lomonósov había tantos hombres!…
—Suspiró mientras volvía al dibujo, que fue cobrando lentamente la forma de un rostro. —Indios que conocían perfectamente el Kama Sutra, rumanos que me recordaban a los personajes de Panat Istrati, chinos como los de Pearl Buck… Las costumbres eran liberales y yo, para decirlo de una manera bien picúa, bien kitsch, como se dice ahora, libaba en todas las flores sin grandes problemas.
Hizo un silencio que el Rojo agradeció. Le parecía que el descaro implícito en aquella historia formaba parte del gusto de Una por la autoflagelación y no deseaba seguirla escuchando. Sin embargo, era evidente que ella esperaba una pregunta en la que apoyarse para continuar, y él resultó vencido por una curiosidad tan turbia como avasalladora.
—¿Y entonces? —dijo.
—Salí en estado de un negro.
La voz de Una fue perfectamente natural, pero él la percibió como un disparo y una cínica pregunta le afloró a los labios. ¿A qué escritor le recordaba el prieto? No llegó a formularla, aterrado ante su propio racismo, y miró a Una estupefacto.
—¿Qué hay de malo en eso? —dijo el Flaco.
El Rojo pensó en el solar con un sentimiento ambivalente. Era justamente la miseria de aquel sitio diabólico, donde sufrían por igual blancos y negros, la que permitía la ingenua naturalidad del Flaco ante un hecho que a él le parecía escandaloso.
—Supongo que nada —respondió Una, que ahora dibujaba un torso bajo el rostro—. Pero en el colectivo cubano se armó un guirigay espantoso y me pusieron de patitas en La Habana.
—¿Qué edad tiene ahora el niño? —preguntó el Gordo.
—Nació muerto —dijo Una borrando el dibujo con la palma de la mano como si quisiera barrer de golpe sus recuerdos.
Torre Ostánkino
El maître descorchó la botella de Mouton-Cadet y escanció el vino ceremoniosamente. El Rubito procedió a catarlo; mientras lo hacía, la seriedad de su rostro se fue convirtiendo en sonrisa.
—Superbe —dijo.
Entonces el maître sirvió ambos vasos y se retiró con un gesto teatral. El Flaco siguió su desplazamiento por el salón, que se había ido llenando casi imperceptiblemente. El pianista tocaba ahora La vida en rosa, coreada por un grupo de mujeres que ocupaba la gran mesa del centro. Más acá, una pareja entrada en años cuchicheaba como metida en una campana neumática; todavía más cerca, en la mesa contigua, un manco bebía solo, consultando su reloj de bolsillo con la regularidad de un inspector de trenes.
—Por los viejos tiempos —propuso el Rubito levantando el vaso.
—¡A la rusa! —exclamó el Flaco.
Bebió hasta el fondo y comprobó que no tenía en su memoria ningún sabor con que comparar el del Mouton-Cadet. Volvió a servirse: aquel vino le parecía digno de los dioses.
—Es tremendo, pero casi todos los viejos Güijes han muerto —observó el Rubito mesándose la perilla.
El Flaco sintió que se erizaba; justamente de la obsesión con aquellas muertes había surgido la idea de la novela, como si fuera depositario de un destino común que hasta ahora no había tenido valor o talento para cumplir y que lo condenaba a volver maniáticamente sobre los viejos textos, los mismos que necesitaba rescatar del olvido. ¿Tendría derecho a utilizarlos en la novela, salvando así la fácil tentación de una antología? ¿Sería capaz de presentarlos de un modo orgánico, con el oficio suficiente para hacer de su libro algo más que un cajón de sastre? ¿Cómo lograrlo, sino recreándose a sí mismo y a sus hermanos de modo que las respectivas opciones literarias no aparecieran desde el principio como resultados sino como procesos? ¿Valdría la pena empeñarse en aquel trabajo de Sísifo por un libro que, si llegaba a imprimirse, le ocasionaría sin duda nuevas, mayores, incalculables desgracias?
—La muerte de Roque me dejó muy confundido —murmuró el Rubito—. ¿Qué tú sabes?
Una sombra se proyectó sobre la mesa y el Flaco levantó la vista. A su lado, la camarera destapó una fuente, mostrándole la salianka. Era evidente que esperaba un gesto de su parte y él tomó la cuchara y se preguntó si debía probarla, como había visto hacer con el vino.
—Da —dijo el Rubito—. Spasiva, diebushka.
Acto seguido, la camarera sirvió el caldo y él comprendió que había estado a punto de meter la pata.
—Sé poco —murmuró, aliviado—. Parece que fue algo muy feo. Claro que la muerte siempre lo es, pero… después de todo, la posibilidad de morir estaba en sus cálculos. Lo jodido fueron las circunstancias. —Bajó la vista y despejó el humo que brotaba del caldo rojizo—. Tengo entendido que fue asesinado en un refugio, por miembros de otra organización que lo acusaban de ser agente de la CIA.
La sombra volvió a proyectarse, esta vez del otro lado de la mesa. La diebushka mostraba al Rubito un plato de salmón.
—Da, spasiva —dijo este, y señalando la salianka con el tenedor, añadió—: Come, tenemos tiempo.
El Flaco tuvo que evocar al propio Roque para no seguir sufriendo el rencor que le provocaba el recuerdo de aquel asesinato, y decidirse a probar el caldo. Pero su memoria lo remitió a la noche en que lo encontró borracho y se atrevió a decirle que si seguía así iba a terminar por olvidarse de la revolución, de El Salvador y de todo, menos de la bebida. Entonces, sin alzar la voz, sin mirarlo siquiera, casi como si no fuera con él, Roque le había dicho: «Yo sé quién soy, y podría matarte ahora mismo».
—¿Cuándo fue la última vez que lo viste? —dijo el Rubito, saboreando una lasca de carne rojiza.
El Flaco tomó otra cucharada de salianka. Si bien aquel sabor ligeramente picante era agradable, no podía compararse en absoluto con el de un caldo gallego, una fabada asturiana o un potaje de frijoles negros.
—En una fiesta en su casa —respondió—. Aquella noche bebimos así… —Señaló al manco de la mesa contigua, que avanzaba zigzagueando hacia el baño—. Pero estábamos juntos, quiero decir que había… una magia, ¿no?, que la amistad podía tocarse. —Desmenuzó lentamente una miga de pan entre los dedos—. Recuerdo que al final nos regaló un libro a cada uno… A mí me dio Vida y destino, de Grosman… Los sacaba de su biblioteca así, para regalarlos… Increíble, ¿no? —Tenía los ojos muy abiertos, como si aquella imagen todavía lo turbara—. Hubo otro detalle interesante —puntualizó, bebiendo un sorbo de vino—: se regaló a sí mismo Las amistades peligrosas, el único libro, dijo, que se llevaría a Corea… Todavía lo veo preguntándonos: «¿Saben para qué me lo llevo?». —Había imitado fielmente los gestos y el tono de Roque, y dejó la frase en el aire, como si él también esperara respuesta.
—No —repuso el Rubito—, ¿para qué?
—Para hacerse la paja.
El Rubito sonrió sorprendido.
—Era un tipo del carajo —dijo.
—Tú no lo sabes bien —comentó el Flaco—. Nos vendió la idea de que se iba a trabajar en la radio coreana por un año y nos despidió en la puerta de su casa con un abrazo; a mí, además, me despeinó y me dijo: «¡Ya tienes canas, Flaco hijoeputa, y todavía me debes tu novela!». —Había vuelto a hablar con la voz de Roque e hizo una pausa, pestañeando—. Yo le respondí: «¡A cagar, guanaco!»…, y eso fue lo último que le dije…
—¿Guanaco?
—Así les dicen a los salvadoreños… —explicó, ganado por una súbita tristeza al recordar que el Gordo, a la salida de la fiesta, le hizo notar que Roque no había bebido ni una gota. Nada. Y que él, en medio de su curda, llegó a pensar que el guanaco había escuchado la advertencia. Solo después, cuando llegó la noticia, se había dado cuenta del sentido ceremonial de aquel encuentro y de la verdad profunda del «Yo sé quien soy…».
—Vamos a brindar por él —propuso el Rubito, rellenando las copas.
—¡A la rusa! —El Flaco bebió de golpe, sin respirar—. Tenía como una obsesión —dijo al poner la copa vacía sobre el mantel—. Lo atormentaba la vieja pregunta: ¿cabrá un tipo como yo en ese mundo que aspiro a construir?
—¿Tú qué crees? —deslizó el Rubito.
A pesar del mareo, él sintió un timbrazo de alarma. Aquel era un tema tabú. Sabía muy bien que no debía siquiera consultarlo con la almohada y se preguntó si el Rubito no estaría provocándolo.
—No sé —dijo.
—¿Te sientes mal? —El Rubito dejó los cubiertos sobre el plato—. ¿O no confías en mí?
Resoplando, el Flaco dirigió la vista hacia el salón. Al fondo, una delegación del grupo de mujeres le rogaba un bis al pianista.
—No es eso —suspiró evasivamente—. Después de ver cómo lo asesinaron, ¿qué quieres que te diga?… —Quedó boquiabierto y se restregó los ojos: tenía enfrente al mismísimo Roque. Temblando, rellenó la copa y dijo: —Bebe, viejo Güije.
El Rubito tosió ante aquella mano huesuda, que parecía estarle proponiendo un brindis al vacío.
—¿Eso es conmigo? —murmuró.
El pianista atacó Pigalle. Las mujeres chillaron de entusiasmo y el Flaco volvió a restregarse los ojos: la imagen de Roque había desaparecido. Durante un segundo pensó hablarle al Rubito de la alucinación, pero desistió. A lo mejor estaba enloqueciendo de nuevo.
—¿Y con quién iba a ser? —dijo con voz temblorosa.
—Es como la tercera vez que me lo dices, y te lo agradezco —murmuró el Rubito—. Pero… la verdad… yo no era un Güije, y tú lo sabes. No lo digo por nada —aclaró, alzando la mano de dedos cortos y anchos, para evitar que el Flaco lo interrumpiera—. Yo quería serlo. Era lo que más quería en la vida. Pero ustedes… no me daban chance. Yo no era simpático, no tenía chispa, y a lo mejor… tampoco tenía talento.
Había hablado con rentintín, como si estuviera muy dolido, y el Flaco, que todavía temblaba interiormente, decidió calmarlo y normalizar el diálogo antes de hablarle del viaje de Osip.
—Eras muy joven —murmuró.
El Rubito partió en dos una lasca de salmón mientras meneaba la cabeza.
—El Rojo tenía mi edad —dijo.
—Pero el Rojo era un genio.
Las mejillas del Rubito se encendieron.
—Puede ser… En todo caso, yo me pasaba la vida detrás de ustedes tratando de… de ser un Güije —dijo, como quien se confiesa—; aprendí sus costumbres incluso, no tuve más remedio. —Se llevó el trozo de salmón a la boca y empezó a masticar lentamente.
El Flaco se preguntó si podría al menos atenuar aquel resentimiento, que había abierto una especie de fisura entre ellos.
—¿Entonces? —murmuró—. Eras casi un Güije, ¿no?
—Si tú lo dices… —El Rubito pinchó una papa hervida—. Pero… ¿cómo probarlo? No había nada mío en el número famoso. Nada. —Miró a su interlocutor sin amargura, con una triste sonrisa—. Y eso me salvó.
—Tuviste suerte —comentó el Flaco conciliadoramente. Se volvió hacia la cristalera para relajarse con la visión de la ciudad y quedó estupefacto—. ¿Qué coño es esto? —exclamó incorporándose.
—¿Qué fue? —preguntó alarmado el Rubito.
El Flaco se restregó los ojos, volvió a mirar a través de la cristalera y se desplomó en la silla.
—Había un edificio ahí, a mi izquierda… —gritó—, ¡y ahora no está!
—Este lugar da vueltas, como el mundo —dijo el Rubito, sonriendo—. Lo que estaba a tu izquierda… —Señaló hacia allí lentamente, con la zurda—, ahora está a tu derecha… —Repitió el gesto en sentido contrario, con la diestra, y quedó con los brazos enlazados, como la diosa Shiva.
El Flaco, que miraba sus manos embobecido, se incorporó de nuevo y resopló al descubrir el Palacio a la derecha de la Torre.
—De pinga… —murmuró.
—Lo que ayer estaba arriba… —dijo el Rubito desenlazando los brazos como un bailarín o un mago—, hoy está abajo. Es el destino, Flaco; tú mejor que nadie deberías saberlo.
Una para todos
—¿Usted es la última? —preguntó Una mirando angustiada la extensísima cola.
—Sí —dijo la mulata de restallante pantalón naranja que la precedía.
Ella dominó unos deseos casi irracionales de regresar a su casa. Necesitaba valor para soportar aquella espera estúpida. Pero hoy lo encontraría porque por fin tenía para quién cocinar. «Machos», murmuró. Los tres se le habían acercado tratando de enmendarle la plana. Ninguno se había habituado a llamarla por su nombre, Ángela. Un día después de la primera reunión en Coppelia el Flaco la visitó en el garajito donde vivía, elogió la biblioteca, le entregó una copia de su último cuento y le dio toda una conferencia acerca de la necesidad de subvertir críticamente los valores de la cultura universal. Le dijo incluso que «Me confieso culpable» era gran literatura precisamente porque estaba en esa línea, pero se apresuró a recomendarle que suprimiera los versos referidos a Carlota Corday y a la Eserista, ya que ellas habían atentado realmente contra ellos, pontificó, como si ella no lo supiera, como si esas tragedias no formaran parte del poema.
El segundo fue el Gordo, que tuvo al menos la amabilidad de invitarla a su casa. Allí le habló largamente sobre un poema dedicado a La Habana en el que estaba trabajando, escucharon sones, bebieron un ardiente vino de arroz que el Gordo insistía en llamar sake, y cuando ya ella estaba medio jacarandosa y esperando una señal, él le dijo que su Confesión era un poema excelente, pero demasiado frío, porque no explotaba a fondo las posibilidades del lenguaje popular. Entonces ella perdió toda esperanza. Y cuando el Rojo le propuso conversar un rato en el Malecón, previo sus intenciones: recitarle su último poema, una suerte de espléndida antinana, y comentarle que el de ella era bueno, pero que sería muchísimo mejor si suprimía el populismo del tango y de la rumba y si no le llamaba macho a Don Quijote.
—¿Quién es la, última? —preguntó a sus espaldas una voz chirriante.
Ella se volvió sobresaltada y dio con una vieja que tenía la garganta cubierta por una gasa y hablaba a través de un microfonito.
—Yo, señora —dijo.
—¿Detrás de, quién va? —sonó de nuevo la chicharra.
—Detrás de ella. —Una señalaba a la mulata.
—Menos mal se, lo pregunto porque, si después usted se, va de la cola, entonces se arma, el desbarajuste.
Una guardó silencio, impresionada. La voz le irritaba no solo por su tono artificial, sino también porque su dueña la emitía por impulsos eléctricos y parecía incapaz de controlar las pausas. Se dio vuelta e inconscientemente miró las opulentas nalgas de la mulata. «Machos, carajo», pensó, mientras comprobaba que tenía la Libreta de Abastecimientos dentro de la jaba. De haber estado buena, los tres le hubieran fajado. Pero estaba malísima, era un casco, un fleco, un pincho, uno cualquiera de las decenas de sinónimos que designaban a una mujer flaca y fea, y ese hecho les había permitido presentarse como los tres mosqueteros, todos para Una, encubriendo así sus secretas intenciones de manipularla. Aunque en realidad las intenciones habían sido secretas solo para ellos, niños al fin, como todos los hombres.
Al principio, el Flaco le pareció el peor, el que más se ajustaba al arquetipo del macho, aun cuando el hecho de que vistiera de cualquier modo le resultó contradictorio, porque todo macho-macho suele estar enamorado de sí mismo. Era autoritario, a ratos daba la impresión de sufrir delirios mesiánicos, apenas sabía dominar sus pasiones… Y por eso mismo la atraía y despertaba el costado animal que había en ella, haciéndola imaginar una plenitud erótica a la medida de su locura. Pero ni hablar de eso. Como criollo de pura cepa, el Flaco jamás se dignaría mirar a una hembra sin culo; seguramente había hecho un mito de la esteteopigia, aquella grosera acumulación de grasa en las nalgas que ella odiaba y envidiaba al mismo tiempo.
En cambio, el Gordo le pareció otra cosa. Era suave como un oso de peluche y su fealdad se trocaba en belleza cuando sonreía. Pero esos detalles solían pasar inadvertidos para el común de las mujeres y era probable que el Gordo estuviera solo, tan solo como ella. Llegó a suponer que nadie, ni siquiera el propio Gordo, era consciente de la belleza oculta en su torpe humanidad, y se hizo la ilusión de que él sería su Pasternak, su Rilke. Pero en el encuentro, el Gordo dio pruebas de un desinterés olímpico hacia ella como mujer y puso en evidencia que solo deseaba ganarla para su escuelita poética.
Quedaba el Rojo, el dandy. Al principio, ella rechazó de plano aquella elegancia extemporánea. Pero el aire de fastidio con que el Rojo soportó casi toda la reunión de Coppelia, negándose incluso a discutir sobre mala literatura, le sirvió como una clave para desentrañar sus motivaciones. Vestía como el gran poeta que había decidido ser, simplemente. Todos los actos de su vida estaban determinados por una obsesión: la búsqueda de la belleza. Y ella sobraba. Lo sabía cuando aceptó acompañarlo al Malecón consciente de que lo amaría siempre, pese a todo, y quedó embelesada mirando su melena de azafrán moverse con el aire como una llamarada que brotara del cielo rojísimo de la hora de los locos. No era para ella, eso estaba claro. Pero al menos, ¿por qué no la trató como a una amiga? ¿Por qué se empeñó en darle lecciones sin entender que nadie, ni siquiera él, podía ser dueño de una poética universal?
Desalentada, miró la cola, que no había avanzado ni un milímetro, se sentó en un quicio y reclinó la cabeza en las rodillas, suspirando. Involuntariamente, evocó a Candelaria Cárdenas. ¡Ah, qué final tan espantosamente lógico el de aquella mujer abandonada por sus dioses! Así de perdida estuvo ella a raíz de la muerte de su hijo. Pero le faltó el valor o la suprema locura de Candelaria para consumar su sacrificio, quizá porque tampoco tenía dioses que reclamaran fuego. Ahmed Isal Rachid, aquel esbelto príncipe de Guinea, no había sido más que su amo o su chulo. Ella le hacía los deberes, le soplaba en los exámenes y le entregaba casi íntegro el estipendio, a cambio de que él la poseyera hasta el delirio cuando estaba de buenas y le pegara como una bestia cuando venía borracho. Solo el diablo sabía cuánto la había humillado, a qué simas siniestras la hizo descender, por qué jamás tuvo fuerzas para abandonarlo.
Vivía como en un remolino, sin plan alguno, cuando quedó embarazada. Confundida y feliz, se lo dijo a su mejor amiga, y esta le aconsejó el aborto para evitar que el responsable de becarios la mandara de vuelta a Cuba. Entonces se sintió enloquecer y pensó en hacerse musulmana e irse a vivir a Guinea con Ahmed y su hijo. Él estaba bellísimo la tarde que ella escogió para confesarse, vestido de rey, con aquella bata roja, de seda, que ella envidiaba tanto. ¿Por qué tuvo que envilecerse y volver a pegarle antes de echarla para siempre, como a una perra?
¿Por qué tuvieron que escarnecerla sus compañeros en la asamblea donde se informó de su expulsión? ¿Por qué nació muerto su hijo, su mulatico, su Juancho?
La vieja de voz extraterrestre empezó a hablar de la escasez y Una se levantó y se recostó a un poste. Aquella voz y aquel tema la deprimían y le tenía terror a ese estado, al que era tan propensa. Había pasado meses sin levantarse de la cama del hospital psiquiátrico donde la ingresaron cuando se cortó las venas, poco después del parto. En aquel lugar, blanco como la muerte, se dedicó a dibujar y a leer textos escritos por mujeres, obsesionada por la primera frase de Carta a una amazona: «La siento cercana, como a todas las mujeres que escriben». Y un buen día, movida tal vez por aquel libro de la Tsvetáieva, concibió la idea de escribir breves ensayos sobre las escritoras suicidas. Los médicos apreciaron su interés como un signo de recuperación, le dieron el alta y ella alquiló un garajito en el Vedado, decidida a no regresar a Pinar del Río, su terruño, donde se hubiera visto obligada a explicar tantas cosas horribles.
Durante un tiempo su tarea no fue más que una suerte de suicidio vicario. Pero cuando volvió a escribir poesía, después de meses de esterilidad, sintió que la vida recobraba su sentido. Además del libro de ensayos, haría otro, una especie de Antología de Spoon River, con las mismas escritoras suicidas como personajes. Al principio dedicó a ello todo el tiempo que le dejaba libre su empleo de diseñadora de una discreta revista humorística; sin embargo, muy pronto sintió que la soledad consumía sus tuercas. Marina estaba en lo cierto: la poesía era como hundir una aguja en el corazón. Y el suyo era demasiado frágil para soportarla. El dolor de no poder escribir la había sumido en un nuevo ciclo depresivo cuando supo de la convocatoria abierta de El Güije Ilustrado; para intentar salvarse se decidió a parir un poema de larga gestación que ya corría el riesgo de podrírsele dentro.
Asistió a Coppelia sin saber si tendría fuerzas para leerlo. Pero allí logró reír por primera vez en más de un año, fascinada por el riguroso desparpajo con que los tres mosqueteros segaban la mala hierba. Rió tanto y tan bien, que cuando se decidió a pedir la palabra y el Gordo se burló de ella, ya conocía las reglas del juego y había acumulado coraje para resistir. Sabía, además, que su poema era una obra maestra si se le comparaba con la miseria epigonal del Rubito o con la simpática banalidad de los Paronomásicos. Así que no le sorprendió su triunfo. En cambio, la entristeció muchísimo que aún después del examen a que la sometieron, los Güijes no acertaran a reconocer en ella a una igual.
—Avance, avance —la exhortó la vieja de voz extraterrestre, tocándola con el microfonito.
Dio un salto, sorprendida. Aquel aparatico diabólico transmitía corriente. Fue un impacto breve y leve, apenas un poco más molesto que una picada de mosquito, pero resultó suficiente para sacarla de su ensoñación e incorporarla a la dinámica de la cola, que apenas avanzó unos pasos y volvió a detenerse. Entonces miró su reloj y estuvo a punto de echar a correr hacia el garaje: llevaba allí más de una hora. ¿Cómo podría así, malbaratando el tiempo, crecer hasta la altura de la Tsvetáieva o de la McCullers? Ansiosa, empezó a dar paseítos. No podía escapar, había invitado a comer a los Güijes y no tenía literalmente nada que brindarles. Necesitaba quedar bien, hacer indisolubles aquellos lazos que en tan corto tiempo se habían constituido en su razón de ser, dándole la medida mínima de su escritura e introduciendo la alegría en su vida. Ahora se sabía obligada no solo a escribir, sino también a hacerlo mejor que ellos, aunque no fuera más que para obtener su admiración y su respeto y seguir disfrutando de aquel sentido tribal de la existencia. No sería fácil, porque los Güijes eran algo serio. Pero ella también lo era, lo supo desde siempre, y terminaría por obligarlos a transigir.
Ya había obtenido los primeros triunfos en esa dirección. La tarde en que se dignaron visitar juntos el garajito ella los enfrentó al hecho de que los tres, probablemente sin darse cuenta, se habían inspirado en hembras a la hora de crear —el Flaco en Candelaria, el Rojo en la hija de Urdimök Kaisso y el Gordo en la ciudad—, y se dio incluso el lujo de retar al Flaco llevando a cabo una filigrana peligrosísima: era una estimulante paradoja, dijo, que aquel machazo se hubiera desdoblado en una mujer al escribir… Y justamente cuando el Flaco iba a estallar de ira, agregó que solo los grandes podían lograr semejante hazaña. La indignación del Flaco se trocó en gratitud de un modo casi automático y ella ratificó lo que sabía de antemano: nada les importaba más a los Güijes en este mundo que la literatura… O al menos la que ellos hacían.
Entonces decidió comprobar su segunda hipótesis: que los tres creían poseer en solitario la llave de los truenos. Sacó a debate las objeciones que le habían hecho por separado a «Me confieso culpable» y se armó un guirigay. Cada uno defendió sus puntos de vista y atacó los restantes con derroches de ironía e ingenio, que dieron lugar a largas, apasionadas digresiones. Cuatro horas después no se habían puesto de acuerdo y ella atacó a fondo. Como era obvio, dijo, cada uno de los allí presentes tenía su verdad; pues bien, ella también tenía la suya: o publicaban el poema tal y como había sido escrito, o se buscaban otro… Inmediatamente se sintió desfallecer, aterrada ante la posibilidad de que la excluyeran; pero el Flaco aceptó, probablemente agradecido por su anterior elogio.
—Avance, avance —repitió el zumbido del microfonito.
—¡No me toque más con esa mierda! —exclamó ella.
Algunos curiosos abandonaron su puesto para acercarse al conato de bronca, generando la protesta de otros miembros de la cola, que los acusaban de pretender robarles el tumo. Ella miró con rabia a la vieja, se enjugó el sudor de la frente y dio unos pasos, feliz de que ahora la fila avanzara tan rápido.
—¡Se acabó el pan! —gritó, roja de ira, la mujer que estaba junto al mostrador.
«No puede ser», murmuró ella, desconcertada; pero la cola empezó a disolverse en sus narices entre sordas protestas.
—¡Falta de respeto, con el pueblo falta de, respeto con el pueblo, falta de respeto con, el pueblo! —transmitió la extraterrestre.
—¡Cállese! —gritó ella, tapándose los oídos.
—¡No me callo no, me callo no me, callo! —replicó la voz—. ¡Falta de respeto con, el pueblo!
Ella bajó la cabeza y se retiró en silencio. La pobre mujer tenía razón, era un abuso, pero con aquel sonsonete parecía una cotorra. «¿Qué hacer sin pan, dios mío?», se dijo de pronto, mordiéndose el meñique. La cuota de su núcleo familiar, constituido únicamente por ella, era mínima. Otros productos estaban fuera de su alcance, dado los precios astronómicos del mercado negro. «¿Qué hacer?», repitió, mientras se encaminaba hacia la cola de la carnicería.
—¿Ultima persona? —preguntó.
—La misma que viste y calza —dijo una negra gorda, vestida de blanco desde los escarpines hasta el pañuelo de cabeza—. ¿Es verdá que se acabó el pan?
—Verdad.
—¡Santísimo! —exclamó la mujer—. ¿Hasta dónde nos van a llevar?
Ella miró a su alrededor sin hallar un sitio con sombra donde cobijarse.
—¿Ultima? —gritó desde la acera de enfrente una mujer de piel manchada por la psoriasis como una tela de camuflaje.
—¡Yo! —dijo ella.
Era un desastre, pero quizás no le saldrían tan mal las cosas si les freía íntegra su cuota de pollo y simulaba no tener hambre. En realidad les debía mucho más que eso. Mientras duró, Coppelia había sido un oasis de noches estrelladas que por momentos ella llegó incluso a liderear. Siempre recordaría la atmósfera de emulación que creó el Rojo cuando retó a los presentes a que completaran su cuarteta:
En el centro del África un negrito
se quejaba de tener muy corto el pito.
Y en el centro del Asia un hotentote
se quejaba de tenerlo muy grandote…
Y dejó planteado el reto, mientras imitaba el sonido del reloj para impedirles concentrarse. Estaba radiante. Pero ella se sabía el chiste y se permitió el lujo de observar las tensas caras del Gordo, el Flaco, el Mulo, Adán y el Rubito, antes de rematar con burlona tristeza:
En este mundo, lleno de desdicha,
ninguno está conforme con su picha.
—Chapeau —dijo el Rojo, pero le dirigió un ácido reproche con la vista, logrando que ella dejara de reír y que no se sumara siquiera al canto de victoria que los presentes entonaron.
Poco después, cuando pagaba la primera ronda de helados, él se explicó en su oído: le importaba un pito haber perdido la apuesta, pero no soportaba a una mujer diciendo obscenidades en público. Ella se llenó de valor y le replicó en un murmullo que también sabía decirlas en privado y que no pararía hasta averiguar si acaso él estaba conforme con la que le había tocado en suerte.
—Muévete, niña, muévete —casi le exigió la mujer de las manchas.
La cola había empezado a desplazarse como una marcha fúnebre. Una avanzó, castigada por un sol implacable, musitando: «La noche me enamora más que el día, pero mi corazón nunca se sacia». Le fascinaba aquella canción, aprendida en un disco de Violeta Parra, una de sus suicidas favoritas. Así eran ellos, insaciables. Tanto, que una noche el Flaco se sacó de la manga la idea de invitar a Carpentier a la próxima sesión de Coppelia. Nadie creyó que el Gran Narrador asistiría, pero la noche señalada todos acudieron con una hora de anticipación, y por primera vez los Güijes se rebajaron a hacer la cola junto a Jabatos y Paronomásicos, atraídos por la posible visita y por el disparadero en el que el Gordo había situado al Flaco: si efectivamente Carpentier venía, el Flaco debía recitarle su epitafio del mismo modo que él, el Gordo, le había recitado el suyo a Lezama.
Vino, para asombro de todos. Llegó con puntualidad británica, elegancia francesa y jovialidad criolla, llamando incluso Flaco al Flaco. De entrada, ella se sintió ganada por la infinita curiosidad del Narrador, que los acribilló a preguntas acerca de El Güije, demostrando una soberbia capacidad para escuchar y un gran entusiasmo respecto al aliento cosmopolita de los editores. De modo que cuando, ya avanzada la noche, el Flaco se decidió a cumplir un deber que llamó «güíjico», ella estuvo a punto de taparse los oídos de vergüenza. Pero el morbo y la curiosidad fueron más fuertes y escuchó la mordaz cuarteta como si estuviera al borde de un abismo, escrutando el rostro del Narrador, que se ensombreció de pronto con una sonrisa amarga. Quizás todo hubiera quedado ahí si después del terrible «Vuelve a París la próxima semana» el Encíclope no se hubiera sentido con derecho a hacer aquella acusación estúpida.
—En otras palabras —dijo mirando a Carpentier—, que usted no es un escritor cubano.
Ella enrojeció y pidió la palabra para hacerse cargo de la réplica, pero nadie la tomó en cuenta. El Narrador se había vuelto hacia su fiscal y lo examinaba de pies a cabeza.
—¿Y tú de dónde eres? —preguntó.
—¿Yo? De aquí —replicó el Encíclope con profunda convicción.
—Ajá… —Carpentier hizo una pausa y dejó reposar sus manazas sobre los muslos—. ¿Quieres decir que eres de Cuba? —El Encíclope asintió, pasándose la lengua por los labios resecos—. ¿De Cuba, Portugal, a unos ciento cincuenta kilómetros al sureste de Lisboa? ¿De Cuba, en Okinawa, Japón? ¿Del pueblo de La Cuba, en España? ¿De las cercanías del lago Cuba, en Sicilia? ¿Del Reino de Kuba, situado entre los ríos Kasai y Sankuru, en la provincia de Kassia Occidental, Zaire? ¿De Kuba, en la República Socialista Soviética de Azerbaiján, setenta kilómetros al noreste de Bakú? ¿Acaso eres de Cuba, en Bali, Indonesia? ¿O tal vez naciste en la mezquita de Kuba, en Argel?
El Encíclope volvió a humedecerse los labios y paseó la vista por el grupo, desconcertado.
—Soy de Cuba, en América —dijo.
Carpentier sonrió, como si esperara aquella respuesta.
—¿Del pueblo de Cuba, cerca de Tajira, en el sur de Bolivia?
—No soy del sur —acertó a replicar el Encíclope.
—Ya… —dijo Carpentier y, señalándolo con el índice: —¿Tal vez eres de Cuba, Indiana, o de Cuba, Ohio, o de Cuba, Kentucky, o de alguna de las otras siete Cubas que hay en la América del Norte?
Abrumado, el Encíclope bajó la cabeza. Pero ella estaba fascinada con el juego y le exigió:
—Responde. Trata de escaparte.
—Soy de Cuba, en el Caribe.
—¡Ah! —ripostó de inmediato Carpentier—. ¿Del pueblito de Cuba, cercano a Moca, en Puerto Rico?
Todavía con la cabeza gacha, el Encíclope alzó los brazos dándose por vencido. Entonces ella tuvo el temor de que el juego terminara así y decidió seguir apostando por su cuenta a ver si encontraba una salida, un modo incanjeable de decir que habían nacido aquí, en el país donde vivían.
—No —dijo, con la seguridad de haberlo encontrado—. Él es natural de la isla de Cuba.
—Sí, pero ¿de cuál? —replicó inmutable Carpentier—. ¿La que está casi pegada a Long Island, en Nueva York, o la isla de Cuba situada en el delta del río Lena, en la Unión Soviética?
Ella rompió a aplaudir: la erudición del Narrador le parecía tan extraordinaria como las coincidencias toponímicas. Su gesto terminó de relajar el ambiente. Carpentier se lo agradeció con una leve caricia en el pelo y se recostó en la silla, aguardando en silencio. La acritud inicial había desaparecido, pero el juego estaba abierto aún.
—Digamos que es de La Habana —dijo el Flaco.
—Pero eso es tan impreciso como lo anterior, mi amigo —Carpentier sonreía con un amplio ademán de patriarca—. Hay, por ejemplo, unas nueve Havanas en los Estados Unidos: Havana, Florida, a unos cuarenta kilómetros al noroeste de Tallahasee; Havana, Arkansas, al noreste de Little Rock; Havana, Dakota del Norte, casi en la línea fronteriza con Dakota del Sur; Havana, Kansas, al sureste de Wichita… Y eso —añadió, moviendo las manazas como si estuviera situando las ciudades en el mapa—: para no hablar de las Havanas de Misisipi, Alabama, Ohio y Minnesota… Pero es más, existe incluso una Havana que, desafiando la imaginación más delirante, queda… no me creerán ustedes, como buenos habaneros que son, ¡a cuarenta kilómetros al sudeste de Cuba, Illinois! —Remató el dato con una sonora palmada y quedó boquiabierto, como compartiendo el asombro de sus interlocutores—. Y por si todo esto fuera poco, hay todavía otra Havana nada menos que en Australia, ubicada en los veintiún grados de latitud sur y ciento cuarenta y nueve grados de longitud este… —Recorrió el grupo con la vista y transmitió cierto desasosiego al preguntar, señalando al Encíclope—: Así que… ¿alguno de ustedes podría decirme dónde nació este muchacho?
El Encíclope se hundió en la silla y ella volvió a aplaudir mientras reía, pensando que ahora Carpentier había demostrado una sabiduría simplemente extraordinaria para transmitirles aquella información insólita. Su habilidad de músico, capaz de dirigirse a sí mismo con las manos, modulando la voz en sorpresivos, elocuentes cambios de tono, la hicieron sentirse como ante un juglar o un aeda. El juego corría el riesgo de terminar y ella estaba pensando qué decir para prolongarlo, cuando el Rojo intervino.
—Nació en la República de Cuba, Maestro —dijo, mirando al Narrador a los ojos.
—Eh ese caso —Carpentier le sostenía la mirada, sonriendo—, pudo haber nacido en Isla de Pinos.
—Claro —aceptó el Rojo y, como si jugara un triunfo, añadió—: Pero usted olvida que no hay otra Isla de Pinos en el mundo.
El Narrador echó el corpachón hacia adelante y ella quedó pendiente de sus ojos, brillantes como los de un Marco Polo que se dispusiera a contar sus aventuras.
—El Pacífico Sur es simplemente extraordinario —dijo, y el ritmo lento y el timbre exótico de su erre francesa crearon la impresión de que acababa de regresar de un azaroso viaje por aquellas remotas latitudes—. Mar terrible, verdadera suma de milagros geográficos, refugio de piratas siniestros, creados, las más de las veces, por la imaginación de un Salgari, que no lo visitó jamás, e inspirador de escritores francamente notables; piensen, por ejemplo, en un Conrad, que tampoco estuvo allí, pero que, gracias a su ambición creadora, logró transmitimos en su espléndida Victoria, pese a ciertos errores geográficos de poca monta, la atmósfera singularísima de ese entorno, un entorno que no obstante las obvias diferencias tiene que ver con nuestro Caribe hasta el extremo de poseer un puerto de La Havannah en las Nuevas Hébridas, un canal de Cuba al norte de Nueva Zelandia, y, para pasmo de la imaginación humana, otro canal, llamado también de La Havannah, que separa la Nueva Caledonia nada menos que de la Isla de Pinos.
Todos se miraron en silencio: el asombro los había dejado mudos, como si hubieran asistido a un milagro. Pasó medio minuto antes de que el Rubito rompiera el fuego.
—Eso es fantásticamente verosímil —dijo—. Pero no sé si la verdad está en lo que usted cuenta o en cómo lo cuenta.
—El cómo y el qué son indivisibles, amigo mío, usted lo sabe… —Carpentier lo miraba con una sonrisa condescendiente—. Y yo no calificaría estas revelaciones de fantásticas sino de maravillosas, de real maravillosas.
—¿Cómo llegó a ellas, Maestro? —dijo Una, definitivamente hipnotizada.
—Como una cura de caballo contra la nostalgia —respondió Carpentier, arqueando las cejas—. Demasiados años llevaba yo en Europa, trabajando en la radio, cuando conocí a cierto cubano, Mongo Cantero, verdadero jodedor criollo que, no obstante, ya se ocupaba muy seriamente de una ciencia que entonces era tarea de visionarios y hoy ha transformado el mundo: la computación. Mongó le Grand, como le llamábamos, tenía al igual que yo el dolor de Cuba… —Tomó una cucharada del helado que el Flaco le puso enfrente, y siguió evocando: —Nos dimos a la tarea de buscarla en las enciclopedias y los resultados fueron maravillosos. Cuba estaba en todos lados. ¿Por qué? —se preguntó creando una nueva expectativa, mientras miraba a izquierda y derecha—. Probablemente porque es un nombre tan sencillo y sonoro que puede otorgarse a sí mismo el don de la ubicuidad. Bakú, por ejemplo, no es otra cosa que una inversión de las mismas sílabas, y además de los sitios ya mencionados, están, digamos, las estepas del Kubán, por donde cabalgan alegremente cosacos kubanos…
Ella suspiró insatisfecha, y cuando las risas se aplacaron tomó la palabra.
—Esa explicación no es suficiente, Maestro —dijo—, porque La Habana es un nombre muy complicado.
—Cierto —respondió Carpentier, imponiendo un compás de espera con la mano izquierda mientras tomaba otras dos cucharadas de vainilla—. En esos casos, así como en los de las Cubas americanas, la explicación se encuentra en los viajeros que se llevaron los nombres en sus alforjas para no abandonar del todo nuestras costas. «Cuando salí de La Habana, válgame Dios»…, por ejemplo, es obra de un vasco. Pero los aportes más sorprendentes, me parece, resultaron ser los del Pacífico Sur. Mongó le Grand y yo teníamos la hipótesis de que estos nombres fueron trasegados por oficiales británicos que participaron en la toma de La Habana en 1762 y que, años más tarde, acompañaron al Capitán James Cook en sus correrías por aquellos parajes. En todo caso, lo real maravilloso es que allá, en el otro extremo del mundo, estén también La Habana, Cuba, Isla de Pinos… —Su voz, que había vuelto a cobrar el tono nostálgico de sus grandes relatos, se quebró de pronto, cuando empezó a testimoniar un sentimiento íntimo—. Pero entonces, al descubrirlo, sentí celos, celos de que los nombres de mi país y de mi ciudad estuvieran repartidos por el mundo, como nombres de putas, y Mongó le Grand, que como ya dije era tremendo punto, me replicó, mientras señalaba en el mapa un archipiélago situado unos diecisiete grados al sur del ecuador y sesenta al este del meridiano de Greenwich, en medio del Océano índico: «Consuélate, Alejo, que por lo menos no nacimos aquí, en los Bajíos de los Cargados Carajos».
Una volvió a reír ahora, al evocar el consuelo, y sus compañeras de cola se apartaron discretamente, como si tuvieran que vérselas con una loca. Cuando ella cayó en cuenta de lo que pasaba, su hilaridad se hizo incontenible.
—¿De qué te ríes, chica? —exclamó la mujer del camuflaje—. ¿Qué tiene de gracioso estar horas bajo este puñetero sol esperando un pollo’e mierda?
Estaba hecha un basilisco y ella estuvo a punto de replicarle que se reía de lo que le daba la realísima gana. Pero miró las manchas que cubrían los brazos de la mujer y pensó que aquella explosión era absurda y lógica a la vez, exactamente como la que ella había protagonizado hora y media antes contra la vieja de la voz extraterrestre.
—Perdone —dijo.
La marcha fúnebre se reinició, para detenerse justo cuando ella estaba en las puertas de la carnicería, preguntándose si alguna vez sería posible recrear aquello en términos de gran literatura. La experiencia era bien real, pero ciertamente no había nada de maravilloso ni mucho menos de mágico en ella. ¿Cómo llamarle, entonces, a la poética que la expresase? ¿Real fastidioso? No, aquel era un adjetivo insuficiente para calificar la espera estúpida en la que llevaba perdida toda la mañana. En rigor, se trataba de una experiencia trágica. Entonces, ¿realismo trágico? Tampoco, confundiría al lector, remitiéndolo a grandes pasiones incestuosas o cosas por el estilo. Lo peor de esas colas en las que la gente pasaba la mitad de su vida era que terminaban dándole al absurdo la apariencia de lo natural.
En eso, la negra que la precedía terminó su compra y ella avanzó hasta el mostrador.
—La Libreta y la pasta, mamita —dijo el carnicero, extendiendo la mano.
Una le entregó las monedas y el cuadernito rectangular, cuidadosamente forrado, que él revisó con una calma asiática.
—No en balde estás tan flaca —dijo al cobrar; anotó el consumo en una casilla y le devolvió la Libreta—. Has perdido como seis cuotas seguidas.
Se dio vuelta hacia el refrigerador, sacó un pollo congelado, lo partió a la mitad de un hachazo y empujó una parte hacia ella.
—¿Eso es todo? —preguntó Una mirando desconsolada el trozo.
—Es tu cuota —dijo el carnicero sin mirarla—, pésala si quieres —y volviéndose hacia la mujer del camuflaje, que ya se había pegado al mostrador: —La Libreta y la pasta, mamita.
Una echó la mercancía en la jaba y se detuvo en la puerta, Libreta en mano, preguntándose cómo aplacar la gula de los Güijes con aquella miseria.
—Te compro el derecho, socia.
—¿Qué? —exclamó ella y abrazó maquinalmente la jaba.
Tenía frente a sí a un joven cobrizo, con un palillo en los dientes y las uñas de los pulgares pintadas de esmalte.
—Que te compro el derecho —insistió el joven—. Me das la Libreta, yo te pago, y una socita mía saca tu cuota. Total, tú casi siempre la pierdes y el carnicero se la roba.
—Ni loca —dijo ella dándole la espalda.
Ya en la calle escuchó que el tipo despotricaba contra las perras del hortelano, que ni comían ni dejaban comer. Pero no se dignó responderle. Ciertamente, necesitaba dinero, gastaba más de la mitad de su salario en el alquiler del garajito, siempre llegaba a fin de mes sin un centavo, sabía que el carnicero le robaba y sin embargo tratar con los especuladores estaba más allá de sus fuerzas. Prefería alimentarse a base de yogur y huevos duros. Había renunciado a casi todo, pero aun así debía hacer colas descomunales para comprar champú, desodorante, un par de sandalias o alguna telita. No, los machos jamás conocerían a fondo ese tormento, acostumbrados como estaban a que sus madres o sus mujeres les llevaran las cosas en bandeja.
Pidió el último en la cola del agromercado sabiendo que la rapidez con la que avanzaba era una ilusión. Aquella fila apenas daba derecho a entrar y escoger la mercancía; entonces empezaba la verdadera tortura: esperar para pesarla y pagarla. Dentro, solo había tomates de ensalada. A ojo de buen cubero tomó una libra, la echó en la jaba y cuando pidió el último en una de las cuatro colas del pesaje empezó a sentir un fuerte dolor de cabeza. No había desayunado. El yogur que tenía lo reservaba como postre para la comida. Sufrió una intensísima nostalgia de Coppelia, el único sitio donde podía tomar algo sin previa cola, pues el Rubito y sus Jabatos la hacían por todos esperando obtener así el favor de los Güijes.
Pero los encuentros en Coppelia habían dejado de celebrarse, y ella se consideraba corresponsable de ese final aun cuando no hubiera hecho más que cumplir las reglas del juego. Unas semanas antes, los Güijes le habían expuesto la tesis de que este era el Siglo de Oro de la literatura cubana, en el que descollaban cuatro monstruos: Carpentier, Lezama, Guillén y Diego. Tenían planeado escribir un artículo colectivo sobre el tema, que titularían «La banda de los cuatro», y se alteraron muchísimo cuando ella sostuvo que en realidad los monstruos eran cinco. Faltaba Virgilio Piñera, dijo, a quien habría que incluir especialmente por su teatro, y tuvo que remitirse al minucioso conocimiento de su obra para probarles que en aquellos valores —la mueca, el desparpajo, la carcajada y el absurdo, todo lo que a partir de Bajtín había empezado a llamarse carnavalesco— se fundían las más audaces corrientes de vanguardia con una dimensión de lo cubano que hasta entonces no había entrado en nuestra literatura. Ni tal vez —salvo por Valle-Inclán— en ninguna otra de la lengua.
Estuvo tan brillante y apasionada, manejó tan bien las contradicciones existentes entre ellos, que logró imponerse y obtener su segundo gran triunfo. El artículo se llamaría «El quinteto de la muerte» y ella participaría en su redacción. Pero ese privilegio, dijo el Flaco una vez que lo hubo aceptado, tenía su precio: Una debía escribir el epitafio de Piñera y decírselo en su cara. Ella estuvo de acuerdo, contentísima de convertirse en una especie de D’Artagnan, con los mismos deberes y derechos de los Mosqueteros, y esa misma noche escribió una feroz cuarteta de ocasión. Sin embargo, tres días después, cuando Piñera se presentó en Coppelia junto a Antón Arrufat y los Güijes la emplazaron, hubiera preferido que se la tragara la tierra.
Pero debía cumplir su condena si no quería ser expulsada del Paraíso. Piñera estaba de pie, esperando, y ella lo midió antes de lanzarse al vacío. Era muy flaco; de estatura mediana, la amplísima frente parecía prolongarse en la calva y usaba espejuelos de oficinista y camisa y pantalón de medio pelo. Su mirada de águila burlona impresionó a Una, quien le rogó a dios que el Maestro recibiera sin rencor el epitafio que acto seguido le espetó, paródicamente compungida:
Yace Virgilio bajo esta losa fría;
ya no podrá contamos sus dolores,
sus teatrales delirios y agonías.
(Por fin descansan él y sus lectores).
Los Güijes saludaron la cuarteta con un aplauso unánime, apoyado por Jabatos y Paronomásicos. Pero ella estaba pendiente de la reacción de Piñera, que los miró por sobre el hombro con un mohín de desprecio.
—Jamás respetaré a una generación literaria que hace su bohemia en una heladería —dijo. Les dio la espalda, tomó a Arrufat del brazo y añadió, sin volverse siquiera: —Vamos, querido. Estos muchachitos pasarán a la historia como la generación del mantecado.
Los dejó fríos, como si los helados constituyeran una terrible prueba de intrascendencia. Al poco rato el Flaco se marchó, pretextando que tenía un compromiso urgente, y la reunión se deshizo. Nunca más los Güijes volvieron a Coppelia; sin embargo, cuando días después ella intentó asumir la responsabilidad del desastre, ellos simularon no entender de qué estaba hablando. Coppelia, sentenció el Flaco, había muerto de modo natural después de dar sus frutos. Ella no se atrevió a replicarle, temerosa de que una discusión sobre el tema contribuyera al cumplimiento de la profecía virgiliana. Solo cuando Roque se mudó a Cuba y empezaron a celebrarse en su casa aquellas tertulias fantásticas, anegadas en alcohol, ellos lograron evocar con simpatía el zapatazo de Piñera y decidieron publicar en el primer número tanto los epitafios como las respuestas de los Maestros.
Por aquellos días Roque les expuso su tesis de que lo óptimo equivalía a lo pésimo, ya que la humanidad casi siempre había escrito, compuesto, esculpido, pintado o filmado medianías. Lograr lo peor en cualquier género, sostuvo, era tan difícil como conseguirlo mejor. Los invitó a prepararse para un torneo sobre «La pésima poesía de lengua española» y ofreció como premio cinco volúmenes de su biblioteca que el vencedor escogería a discreción. El Rojo decidió no participar, calificando la tesis de falaz, y ella lo imitó para agradarle. La noche de la competencia, sin embargo, concluyó que sin duda era dificilísimo citar algo realmente pésimo que a su vez respetara de alguna manera las leyes del género. De modo que cuando, después de haber escuchado unos versitos más bien tontos, el Flaco dijo aquel increíble dístico venezolano:
¡Maracay, ay!
¡Me voy, hoy!
Ella rompió a aplaudir, segura de que había escuchado algo insuperable. Pero entonces Roque anunció una cuarteta de origen español, con estrambote, y declamó:
¡Qué linda la Rosalía,
toda vestida de blanco,
toda sentada en un banco,
toda llena de melanco…
lía!
provocando la carcajada universal que lo hizo merecedor del premio.
No quiso cobrarlo, pues los libros ya eran suyos, y decidió aumentar el monto a diez volúmenes, que escogería el ganador del próximo torneo: «La canción infame». La competencia tendría lugar justamente esa noche, después de la comida, y ella estaba segura de poder ganarla si cantaba La cuchilla, un bodrio colombiano aprendido en Moscú que merecía como ninguno el calificativo. Pero no pensaba hacerlo con tal de no irritar al Rojo, que huía de la fealdad como de la peste, contribuyendo así, además, a facilitarle al Flaco la obtención de los libros que tanto ansiaba.
Y ahora que por fin le había llegado el momento de pagar los dichosos tomates, se dijo que ella era uno de los «frutos» de Coppelia y decidió apurarse, feliz ante la perspectiva de reunir a los Güijes en tomo a su mesa.
—¿Dónde tú te crees que tú vas, mi’jita? —preguntó la empleada de la pesa, reteniéndola, por el brazo.
—Perdón —dijo ella, que había olvidado el rito del pesaje e iba directamente hacia la caja.
—Vamo’ a estar aquí —la recriminó la mujer, con los brazos en jarras—. Hoy tengo el día en candela.
Ella volteó los tomates sobre la canasta y la empleada movió rápidamente los contrapesos.
—Libra y media —dijo.
Y levantó la canasta con tal celeridad que Una no tuvo tiempo de comprobar su afirmación. Pero tampoco tenía fuerzas para discutir. Esperó en silencio a que la empleada anotara la cifra en el vale, devolvió los tomates a la jaba y se dirigió a la caja con la certeza de que habían vuelto a robarle.
—Mi amor… —dijo con toda la dulzura de que fue capaz, intentando llamar la atención de la cajera, que estaba entretenida en contarle sus desavenencias matrimoniales a un hombre recostado a la caja.
—Párate, chini —la cajera le dirigió una rápida sonrisita y siguió su cuento.
Ella bajó la vista. El hombre, un barrigón de pelo en pecho que usaba una camiseta amarilla, le resultaba especialmente desagradable.
—Mi amor… —insistió al cabo de un rato.
—Párate, chica, no agites —dijo la cajera, que de hecho había intercalado la frase en medio de su cuento.
—Es que estoy apurada —insistió Una.
—¡Pues entonces vete al médico de guardia, chica! —estalló la cajera.
A duras penas, ella dominó los deseos de abofetearla. Lo único que le faltaba era enredarse en una bronca callejera.
—Cóbrale a la desesperá esta —aconsejó el hombre.
La cajera extendió la mano derecha mientras miraba provocadoramente hacia el techo; tenía las uñas larguísimas, pintadas de rojo y jaspeadas con brillantes puntitos color oro.
Una pagó en silencio y se dirigió a su casa, cabizbaja. Descendió por la rampa que daba acceso al garajito, frente a la que había construido un muro para contener las inundaciones, relativamente frecuentes debido al declive. El habitáculo, semisoterrado, era pequeño, oscuro y caluroso, pero para ella representaba la privacidad y eso era suficiente. Sacó el pollo y los tomates, los puso sobre la pequeña meseta de granito que estaba junto a la cocinita eléctrica, se desnudó en un santiamén y se metió en el baño, tan pequeño que no tenía siquiera espacio para la ducha. Se bañó con un cubo que estaba junto al inodoro y al terminar tuvo que secar el agua que había pasado hacia el cuarto. Cuando se puso la bata de casa notó que sudaba. No tenía perfume, colonia ni desodorante, así que se echó leche de magnesia en las axilas y se peinó cuidadosamente, acariciándose el pelo, su único tesoro.
«¡Qué grande eres, qué artista tan diabólicamente grande eres!», dijo, mientras se miraba en el espejo. Hubiera querido merecer aquel elogio, escrito por Pasternak a la Tsvetáieva a propósito del «Poema del fin», y había convertido la frase en una clave que daba inicio a su juego preferido: recitar de memoria las cartas cruzadas entre ambos poetas. Pero hoy no tenía tiempo ni cabeza para eso. Puso el pollo y el arroz en el fogón, empezó a lavar los tomates y, de pronto, exclamó: «Pido se me conceda el empleo de lavaplatos en la nueva cantina de Chistopol». Poco después de escribir aquella escueta solicitud, Marina se había ahorcado. Una solía repetirla al cocinar, lavar o fregar, y con ella pensaba dar fin al ensayo que estaba escribiendo sobre la Tsvetáieva. Le parecía que encerraba un pudoroso patetismo, capaz de fundir el drama de cualquier mujer con el de una de las poetas más genuinas del siglo, un ser infinitamente vulnerable, cuyo marido había sido asesinado y cuya hermana e hija estaban en campos de concentración en el momento en que ella decidió abandonar este mundo.
Sin embargo, hoy no había sentido la frase como otros días. Por primera vez en muchos años la cocina le resultaba grata. Mientras picaba los tomates en rodajas solo le preocupaba que la comida no alcanzara para todos. Yendo y viniendo desde el aparador hasta la mesita redonda, de base de hierro y superficie de cristal, extendió el mantel y dispuso platos, vasos, fuentes y cubiertos prestados por una vecina en la mañana. Después encendió la lámpara que colgaba sobre la mesita, un globo de papel pintado por ella, y colocó la ensalada de tomates en el centro. Satisfecha con el colorido, se volvió hacia la cocinita; el pollo estaba salcochado, listo para la sazón, y el arroz casi a punto.
¿Qué más podía ofrecerles?, se preguntó mientras sazonaba el pollo con ajo y limón comprados a precio de oro en bolsa negra agotando su exigüo capital. Se enjuagó las manos en un fregaderito empotrado en la pared y fue hasta la mesita. «¡Las flores!», gritó, corriendo hacia el aparador. Tomó el búcaro, un pomo de yogur pintado por ella, y después de intentar colocarlo de mil maneras en la mesa tuvo que rendirse a la evidencia de que no cabía. Frustrada, miró el reloj y se aterró; estaban al llegar y la sorprenderían así, hecha un adefesio. Corrió hacia el armarito situado en el otro extremo, junto a la estrecha cama personal, y sacó su lujo, una ancha bata morada que tenía la virtud de ayudarla a disimular su delgadez. Antes de cambiarse se miró desnuda en el espejo. ¿Por qué dios no le habría dado culo? Sus piernas y sus muslos eran delgados, pero firmes, sus tetas eran pequeñas, pero erectas. ¿Y si los recibiera así, desnuda, para demostrarles que a pesar de todo no estaba tan mala?
Se sabía capaz de hacerlo, y sin embargo desechó la idea porque estaba segura de que los Güijes no la entenderían. Ese tipo de libertad solo era posible entre gentes que estuvieran más allá de todo convencionalismo, como Tina Modotti y Edward Weston, por ejemplo. ¡Ah, qué bella era Tina, qué diabólicamente bella aquella fotógrafa revolucionaria a quien le debía un poema y un ensayo! Se había prometido redactarlos cuando terminara con las escritoras porque estaba decidida a seguir hurgando en el destino trágico que les reservaba este mundo de mierda a las mujeres. Repitiéndose que sí, que los haría, se puso la bata, echó a correr hacia el aparador, cogió las flores, se las prendió al pelo y se miró al espejo.
¿Estaba bonita? ¿Les gustaría más así? El amarillo de las margaritas de japón se hacía una fiesta al contrastar con el negro del pelo, el blanco de la piel y el morado obispo de la bata. Pero ¿aquello no sería demasiado «femenino»? ¿No haría obvia su intención de gustarles? Se quitó las flores y estuvo segura de haber perdido gracia. Volvió a ponérselas, ensayó una sonrisa y corrió a apagar el arroz. ¿Por qué no habrían llegado? ¿Serían capaces de no venir y dejarla como al sordomudo de El corazón es un cazador solitario, la desoladora novela de la McCullers, otra suicida con quien estaba en deuda? Miró el trozo de pollo. No alcanzaría, no tenía aceite ni vinagre para aliñar la ensalada, ni siquiera una triste cervecita que ofrecerles…
—Una, Una, Una, Unaaa…
Se volvió, a punto de echarse a llorar de alegría. Allí estaban, con las caras pegadas a los barrotes del único ventanuco de la cueva, cantando su apodo con aires de trío mexicano.
—Pasen, pasen —dijo.
—Por aquí, ni yo quepo —observó el Flaco.
—Perdonen —se excusó ella mientras corría hacia la puerta—… Hoy amanecí tan bruta como un hombre.
El Flaco y el Rojo aparecieron de inmediato por el pasillito, la besaron en la mejilla y entraron. Ella se quedó esperando al Gordo, que avanzaba lentamente, con los brazos abiertos.
—¡Pero qué linda estás! —exclamó al abrazarla.
—Te va a crecer la nariz como a Pinocho —exclamó ella, radiante.
Entró abrazada al Gordo, buscando a los otros con la vista. El Flaco estaba ante el librero, mirando los volúmenes rusos y alemanes. El Rojo se había detenido frente a Delirio, la única tinta que ella conservaba de las muchas que pintó en el hospital: una alucinación en la linea del expresionismo abstracto.
—Siéntense —dijo—. No tengo nada que brindarles de beber, pero…
No pudo terminar, el Rojo se volvió como un duque, con una botella de Cavernet en la mano, y ella le echó los brazos al cuello y lo besó en ambas mejillas.
—Tampoco tengo abridor —dijo con cierto desasosiego al separarse—. Pero podemos… —Fue hasta la mesita, permaneció unos segundos mirándola en silencio y se volvió hacia ellos—. Podemos… romperle el pico contra la pared y beber como los piratas —añadió de un tirón, con una sonrisa que no lograba ocultar su desamparo.
El Flaco le guiñó un ojo, cogió la botella con la mano izquierda y empezó a golpearla en el fondo con la palma de la derecha hasta que hizo saltar el corcho. Ella lo tomó por la cintura y lo condujo hacia la mesa, donde empezó a servir los vasos.
—Una, mi amor, tengo un dragón en la barriga —dijo el Gordo sobándose la panza.
—No te preocupes, pronto se enfrentará a la lagartija —replicó ella, aludiendo a la entrevista con Lezama cuyo original le había prestado el propio Gordo.
—Dramática esta tinta, ¿no? —comentó el Rojo, que estaba otra vez parado frente al cuadro.
Ella se estremeció. El juicio había sido exacto: Delirio era tan dramática como la locura que le había dado origen. Pero como prefería no hablar de eso se hizo la sorda, se puso un delantal florido y empezó a freír el pollo. Un intenso aroma llenó la habitación mientras la carne se doraba. Cuando se volvió para llevar la comida a la mesa los tres estaban sentados, esperando. Les sirvió el arroz, que por suerte alcanzaba, y al mirar el pollo se sintió impotente.
—Como ven, lo de la lagartija no era broma —dijo, mientras lo trinchaba en tres pedacitos aproximadamente iguales—. Sírvanse.
—¿Y tú? —preguntó el Flaco.
—Estoy a dieta —respondió muy seria. El Rojo se echó a reír y ella añadió: —La grasa me hace daño y además no tengo hambre.
Mintió con convicción, excitadísima por tener a los Güijes sentados a su mesa. El Flaco era la fuerza, el Gordo la ternura, el Rojo la belleza y ella debía ser fiel a su signo, el equilibrio. Sabía demasiado bien que los nacidos en Libra casi nunca lo hallaban, desesperados por el peso endiabladamente desigual de las balanzas, y se dijo que en esta oportunidad estaba obligada a encontrarlo y a garantizar que aquellos tres planetas no chocaran, porque de ello dependía su futuro.
—«Mi dios, qué bellos éramos» —dijo levantando el vaso.
—Por Gelman —replicó el Rojo, a quien ningún texto poético le era ajeno.
—Touché —dijo el Gordo.
Ella brindó en silencio, levemente dolida por la sorda competencia que mantenían en contra suya, preguntándose si a pesar de todo no terminarían excluyéndola.
—¿Ya hiciste el epitafio de Diego, Rojo? —preguntó el Flaco.
El Rojo bajó la cabeza. Ella se dio cuenta de que no resistía ver la masticación y se preguntó si alguna vez podría enseñarle al Flaco, sin herirlo, los modales de la mesa.
—Ya —dijo el Rojo mientras deshuesaba su pedacito de pollo con el arte de un cirujano—. Pero al Gordo no le gustó e hizo otro… peor, por supuesto, y acordamos que tú decidieras.
—Me gusta —el Flaco sonreía al mirarlos—. Reciten, por favor.
Ella sintió que la excluían de un modo tan brutal como inconsciente. Ni siquiera les pasaba por la cabeza que pudiera ayudarlos a decidir. Pinchó con rabia un par de rodajas de tomate y miró al Rojo, que levantó la vista antes de recitar:
¡Oh, mi Señor! Con ilusión te pido
llenes de paz este campo Eliseo,
que feneció, triste carne de amor y de deseo,
En las oscuras manos del olvido.
La cuarteta era buena, fina y elegante como su autor y ella se preguntó por qué no la complacía del todo. El Flaco la escuchó con cara de poker, y se volvió hacia el Gordo.
—Tú —dijo.
Como de costumbre, el Gordo no tenía apuro. Se dio un lamparazo para aclararse la garganta, miró primero al Flaco, después al Rojo, y recitó:
Caminante, aquí yace tendido
Eliseo de Diego, el escritor.
Lo mató a cabillazos un lector
de En las oscuras manos del olvido.
—¡En esta esquina!… —empezó a decir ella, conteniendo la risa.
—A usted nadie le dio vela en este entierro —la interrumpió el Rojo sin poder dominar del todo su disgusto.
Ella se echó a reír de pura rabia y estuvo a punto de gritarle que qué coño se creía, pero de pronto sintió deseos de retarlo y vencerlo en su propio terreno.
—¿Por qué el tuyo es mejor, a ver?
—Responde —lo pinchó el Flaco.
El Rojo se dio un trago y los miró uno a uno como si estuviera muy cansado.
—Es obvio —dijo al fin—, y los poetas ni hablamos obviedades ni explicamos nuestra obra. Pero como se trata de una cuarteta de ocasión y la ilustre anfitriona me ha emplazado, mencionaré dos razones… —Hizo una larga pausa para subrayar que estaba concediéndoles algo—. Por la polisemia de «Campo Elíseo», y por la oblicua referencia a la contradicción entre el catolicismo y la terrenalidad del difunto, sugerida en el penúltimo verso: «triste carne de amor y de deseo»… Voilá —y se dio otro trago sin mirarla siquiera.
Ella sintió que estaba brindando consigo mismo, con su propio talento o su propia belleza, y cedió a una íntima necesidad de agredirlo.
—Eres tan narcisista —dijo—, que no logras darte cuenta de la junción de estos versitos. El tuyo es casi tan lindo como tú mismo, pero carece de odio… Y un epitafio sin odio es una ofrenda, no un parricidio.
—Una tiene razón —decidió el Flaco—. El «lo mató a cabillazos…» es perfecto.
Pero ella no disfrutó de la victoria, asombrada por su propio rencor hacia el Rojo. Si aquel epitafio carecía de odio era justamente porque rezumaba amor y admiración por Diego.
—Piensen lo que quieran —el tono del Rojo era de tan absoluta superioridad, que ella volvió a sentir un latigazo—, pero yo me niego a decirle a Elíseo Diego otro epitafio que no sea el mío. No se trata de odio o de amor sino de buena o mala literatura. Y punto.
—¿Punto de qué, niño? —exclamó el Gordo con tal agresividad que ella sintió miedo—. ¿Acaso el Flaco, Una y yo no cumplimos nuestras condenas? ¡Pues tú tienes que cumplir la tuya! ¡Y punto!
Se hizo un silencio opresivo. Ella sintió que los planetas más cercanos habían chocado y el equilibrio se había roto por su culpa. Lo más terrible era que los tres tenían razón. El Rojo al no querer rebajarse como poeta ante Diego, el Gordo al exigir que se cumpliera la ley de la tribu y el Flaco al garantizar su cumplimiento.
—Yo digo el epitafio —propuso, con la intención de resolver el problema que había contribuido a crear.
—Bueno —aceptó de mala gana el Flaco.
Terminaron de comer en silencio y ella sirvió los yogurs y se tomó uno pensando que el encuentro había sido un desastre. Hubiera hecho falta música para disminuir la tensión, pero no tenía tocadiscos. Recogió los platos, puso a hacer el café y en eso el Gordo se incorporó lentamente y cogió su carpeta.
—Oíd, mortales —dijo, mientras volvía a arrellanarse en la silla—. Ahora verán lo que es poesía. Rojo, ya no se llama «Fiesta» sino «Réquiem», tiene el consabido epígrafe de Rodrigo Caro: «Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves agora»…, y dice:
«Esta ciudad nació en la sal del puerto
y allí creció caliente, deschavada,
el sexo abierto al mar,
el clítoris guiando a los marinos
como un faro de luz en la bahía
y dentro el Barrio Chino, Tropicana,
Floridita, Alí Bar, los Aires Libres,
orquestas de mujeres musicando
un chácháchá bailado por marcianos.
Hablaba, bozalona,
en una turbia mezcla de yoruba y castilla,
de calé y catalán, de bable y congo,
y todo ese patois, ese creole,
ese rico esperanto entreverado
de algarabías moras, chácharas cantonesas,
jerosimilitanas jergas de judíos,
bárbaro spanglish de bares y bayuses.
Atarantada, confundía libaneses con turcos,
asturianos y vascos con gallegos,
israelitas de Ucrania con polacos,
y todos juntos y a la vez gritando
en mesas de manteles de mal gusto
cubiertos con tamales amarillos,
grises cangrejos, rojos camarones,
blanquísimos arroces machiembrados
públicamente con frijoles negros,
plátanos como vergas y de postre
una papaya abierta como un reto,
un gran habano y un buche de café,
infusión preferida de Satán, negra y humeante.
Experta en contrabandos se vestía
con brandys, sedas chinas,
o bien andaba en rones o en harapos
y rezaba el domingo de mañana
en iglesias de un gótico mendaz,
falso románico, columnatas barrocas sosteniendo
el tramposo art nouveau de las mansiones.
Acomplejada, impúdica, ridícula,
disfrutaba de un oscuro placer
impresionando a putas más famosas: en su bahía
un Cristo gris, contaminado
por los lentos vapores de la fiesta,
allá en el vientre un Prado de juguete,
un vacuo Capitolio y rascacielos
que no tocaron nunca el culo de las nubes.
Pavorreal del trópico extasiado
en los vitrales y ocelos de su cola
reflejada en el mar,
graznaba a prima
su profundo dolor radioescuchando novelones,
serpientes de la desesperanza inventadas por ella
que recorrían el mundo proclamando
la maldad insaciable de los hombres;
luego, en las noches,
sacaba los colmillos de vampira
para elevar un himno a las trucidaciones
con letra y música de La Guantanamera
y ya en las madrugadas
se jugaba a la suerte hasta las nalgas
que solía perder con gran contento,
se entregaba a gozar y a raros ritos
y amanecía bailando, la cabrona,
boleros, mambos, rumbas,
en bembés, cocktail parties y saraos,
saturnales del diablo, su ángel más venerado.
Nada la conmovía, ni siquiera
la sangre que sus hijos ofrendaron
asaltando el Palacio del Tirano;
siguió carnavaleando, se diría
que nadie hubiera podido enamorarla,
apagarle la música y dejarla
como una esposa fiel, tan tranquilita.
Poco después bajaron los guerreros
recitando, ¿qué décimas,
qué epitalamios, silvas, madrigales
para hacerla olvidar siglos de rumba?
¿Con qué wemba lograron hechizarla?
Se enamoró de la virtud como una puta,
pidió perdón hincada de rodillas,
para expiar sus múltiples pecados
sacrificó sus congas, sus mentiras,
sus jabones de olor, sus fruslerías,
sus lujurias, pasiones, arrebatos,
comió en mesa frugal un par de huevos,
gritó pura y feliz hasta quedarse ronca,
hizo una cola larga, interminable,
y solo a su pesar, algunas veces,
metida con un santo o con un macho
sufrió las delirantes nostalgias del bembé.
No bastó aquella entrega,
los hijos de la puta, nosotros, sus bastardos,
la negamos tres veces, y a no tuvo
pinturita de uñas, ni siquiera
un buchito de alcohol de reverbero
que llevarse a la boca en sus delirios;
y si gritó de sed no la escuchamos,
andábamos clamando por el mundo
como una llamarada de pureza.
Casi murió de lepra, las legañas
nos la dejaron ciega, el gran silencio
le produjo sordera, el desamor
le descamó los labios, la demencia
le arrancó los cabellos, la tristeza
le fue secando el sexo. Una mañana
la fealdad la asesinó del todo.
Queda tan solo un triste simulacro:
este fantasma de una vieja puta
o de una virgen tuerta y sin altar,
estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves agora,
campos de soledad, mustio collado,
pasto para turistas
que recorren las ruinas murmurando:
“Dicen que fue candela,
que encendía el rumbón con la cintura,
que alguna vez, la pobre, estuvo viva”».
El Gordo levantó la vista y ella cedió al impulso de tocarle la mano con la que había escrito aquella espléndida diatriba.
—No está mal —dijo el Flaco—. No está nada mal… Aun cuando temáticamente remite a cierto Infante difunto, cuya fama conoces.
—Me veo en la obligación de recordarte —repuso el Gordo, suspirando— que esta ciudad, como objeto literario, existía antes de Caín y presumiblemente seguirá existiendo después de Abel.
—A pesar de todo, a mí me gusta —terció el Rojo—. Dedícamelo.
—¡El café! —gritó ella de pronto, derramando el vino al chocar con la mesa mientras corría hacia la cafetera, que estaba hirviendo y le quemó los dedos, obligándola a soltarla—. Soy una inútil —balbuceó contemplando la mancha en el piso, a punto de echarse a llorar.
El Gordo avanzó con los brazos abiertos y ella se refugió en él, mientras el Flaco salvaba tres dedos de vino, volvía a servirlos vasos y los distribuía.
—Por la cocinera y por la poesía coloquial —brindó entonces el Gordo.
Ella pasó por alto lo de cocinera. Se sentía protegida, feliz al brindar, pensando que el «Réquiem» había obrado el milagro de convertir aquella comida desastrosa en una tarde memorable.
—Yo brindé por Una y por tu poema, niño… —aclaró el Rojo—, que no es coloquial en absoluto.
El Gordo volvió a arrellanarse en la silla y paladeó las últimas gotas del Cavernet.
—«No me conocen» —dijo—, «qué buen vino».
—Diego —observó ella, identificando de inmediato al autor de la cita.
El Rojo no dijo «touché», ni la miró siquiera. Estaba pendiente de los demás y ellos de él, como si se hubieran encerrado en una campana neumática exclusiva para hombres. Dispuesta a hacer evidente esa injusticia, ella les dio la espalda, se dirigió a la cocina y empezó a limpiar el café derramado mirándolos de reojo, con la secreta ilusión de ser llamada.
—Desde Balzac sabemos que la obra trasciende las intenciones del autor —dijo el Rojo, sin percatarse siquiera de su ausencia—, y tu poema, niño, a pesar de algunos adjetivos discutibles, como «deschavada», por ejemplo…
—¿Discutible? ¿Por qué? —lo interrumpió el Flaco.
—Para mí —el Rojo extendió la mano derecha pidiendo tregua—, es de un mal gusto evidente. Pero el poema en su conjunto se salva porque el niño logró distanciarse y aprehender la ciudad y su tragedia como un todo, y esa hazaña fue posible porque él no es de aquí, sino de Santiago y…
—¡Qué distancia ni un carajo! —El Flaco había vuelto a interrumpirlo poniéndose de pie—. El poema vale porque está escrito por un hombre que es a la vez culto y popular, de modo…
En eso ella volvió a dejar caer la cafetera al piso, logrando que el ruido los sobresaltara. Durante un segundo se sintió irritada consigo misma por aquel modo infantil de llamar la atención y se agachó a recogerla en silencio. Pero al mirarlos desde abajo no pudo continuar reprimiéndose.
—Si el asunto es de todos contra todos, oigan —exclamó—. La clave está en que el Gordo transfiguró a la ciudad en una hembra. Por eso pudo establecer con ella esa terrible relación de amor-odio que constituye tanto la base emocional del poema como su fundamento técnico, y que le permitió usar orgánicamente invectivas como «graznaba», chulerías como «ya no tuvo pinturita de uñas», donde el uso magistral del diminutivo libera una inagotable carga de ternura, e incluso, horror de la academia, rescatar para la gran poesía metáforas del habla popular como, por ejemplo, esa «papaya» para aludir al sexo femenino, una expresión vulgarísima que en el contexto del poema no solo no nos molesta sino que se convierte en un hallazgo…
Hizo silencio al darse cuenta de que la pasión la había llevado a gritar. Entonces el Gordo fue hacia ella y le dio un beso en la frente.
—Te lo dedico —dijo.
—¡No! —exclamó aterrada ante la idea de producir un nuevo choque o de ganarse la animadversión del Rojo—. Dedícaselo a él, te lo pidió primero… —De pronto pensó que aquella negativa era un desaire e intentó repararlo: —Yo te dedico el mío.
—Te quiero mucho, flaca —dijo el Gordo besándola en la frente, y se volvió hacia el Rojo: —Es tuyo, niño.
El Flaco empezó a golpear la mesa con el culo de la botella vacía. «¡Dios mío!», se dijo ella, «si lo hemos dejado fuera». Y miró al Rojo, pensando que la única solución era que él le dedicara la «Nana» al Flaco. Pero el Rojo estaba disgustado y lo mostraba mirando al techo mientras encendía un tabaquito. Ella terminó de limpiar los restos del café y recogió los platos preguntándose qué hacer; también se sentía mal con el hecho escandaloso de que ninguno se dignara ayudarla.
—Ya tenemos armado el primer Güije, Flaco —dijo el Gordo, que había vuelto a arrellanarse en la silla.
—Casi… —el Flaco dejó la botella, puso los codos sobre la mesa y apoyó la barbilla en las manos—. Estamos jodidos con lo del diseño.
—¿Por qué? —preguntó ella sin poder ocultar un sobresalto.
—Porque al Mulo se lo llevaron para la UMAP —respondió el Gordo.
—¿Para dónde? —dijo ella, indicándoles con un gesto que se apartaran del mantel.
—Para la U-M-A-P —deletreó el Gordo—. Unidades Militares de Ayuda a la Producción, unos campamentos donde meten a los maricones para convertirlos en machos.
Anonadada, ella retiró el mantel, fue hasta la puerta y lo sacudió sobre el cemento de la rampa. Se sentía extrañamente culpable, como frente a la desgracia de un familiar cercano y odiado. Nunca había soportado la silenciosa misoginia del Mulo, que a su vez la rechazaba a ella sin recato. Pero aquella historia de la UMAP era demasiado.
—¿Son campos… de concentración? —se atrevió a preguntar mientras se dirigía al aparador.
—Quítate a la santa madre Rusia de la cabeza. —El Gordo miraba su vaso como si no pudiera entender por qué estaba vacío—. Aquí todo es tropical. Son campos de trabajo. Muy duros, pero sin nieve, bastante parecidos a otros donde la gente va a ganarse la vida. Lo terrible es el orden carcelario, la coacción, la locura de intentar cambiar a la fuerza las inclinaciones de la gente.
—Es horrible —murmuró ella—. Tenemos que protestar.
El Rojo resopló al mirarla, como si tanta ingenuidad lo irritara.
—Los escritores tenemos un deber —dijo alzando el índice—: escribir. Y escribir bien. Solo nuestra obra significa algo.
Ella guardó el mantel pensando que el Rojo tenía razón a medias. Los intelectuales debían hacer algo más que escribir bien si querían evitar que la revolución se pervirtiera; pero ella misma no sabía qué.
—El problema, caballo —dijo el Flaco—, es que para que esa obra tuya signifique algo debe aparecer en una publicación de prestigio… De prestigio estético y político. De lo contrario, tanto la obra como la protesta, y tenemos la obligación de protestar… —subrayó, dirigiéndose a ella—, serán manipuladas por el enemigo. Esa publicación es El Güije, y lo que necesitamos no es un protestante, es un diseñador.
La frase sacudió a Una, que ahora acopiaba las sobras en un plato. Su aversión hacia el Mulo, ¿no se debía quizá a un deseo secreto de sustituirlo en la tarea de diseñar El Güije? Pues bien, ahora se le presentaba la ocasión sin haber movido un dedo. ¿Y si se atreviera a proponerse? En fin de cuentas, se ganaba la vida con ese oficio y estaba segura de poder innovar en él si lo hacía por amor al arte. En ese caso, además, ellos no podrían negarse a integrarla al Consejo de Dirección.
Fue hasta el minúsculo patiecito y echó las sobras en el cubo de la basura, preguntándose si la aceptarían, si le permitirían probar siquiera.
—El diseñador que buscan soy yo —dijo con toda convicción al regresar. Temblaba por dentro, pero sabía muy bien que una mujer como ella solo tenía una opción frente a los machos: imponérseles—. Conozco ese oficio, me gano la vida con él y además soy pintora. —Señaló Delirio e informó—: Es mío.
Los Güijes se acercaron al cuadro, mirándolo con renovado interés. El Rojo formó un anillo con el humo y le pasó el cabo al Gordo, mientras escrutaba el dibujo como un experto.
—Es bueno —dijo.
—Podemos probar —el Flaco acercó los dedos al cristal, sin llegar a tocarlo.
Ella estuvo a punto de saltar de alegría y fue en busca de las cajetillas de Populares que les tenía reservadas. Había sido una fumadora empedernida, pero dejó el vicio desde que salió en estado, temerosa de dañar a la criatura, y no había vuelto a fumar ni a acordarse de su cuota de cigarrillos hasta que se preguntó qué regalarles.
—Miren —dijo poniendo las tres cajetillas sobre la mesa.
—¡Coñóoo! —exclamó el Flaco al volverse, como si se hallara ante un tesoro—. ¡Quince hombres iban en el cofre del muerto!
—¡Y-hoo y-hoo y-hoo! —cantó el Rojo.
Se abalanzaron sobre las joyas. El Gordo apagó el cabo del tabaquito, el Rojo disparó su fosforera y los tres encendieron y se sentaron a echar humo.
—En una semana les entrego un proyecto —dijo ella, exultante—, y entonces me integraré al Consejo.
Los Güijes la miraron con mal disimulada reticencia y ella se dio cuenta de que había cometido el error, quizá irreparable, de avanzar demasiado rápido.
—El Mulo no pertenecía —dijo el Flaco—. ¿Y tú, por qué?… Tú llegaste tarde a esta novela.
—Es verdad… —murmuró ella—. Voy a fregar.
Y se volvió de espaldas maldiciéndolo en silencio. El Flaco debería saber que ella había llegado tarde a la novela precisamente porque él, misógeno de mierda, había concebido originalmente el proyecto como la baraja española: sin mujeres. Para colmo, no tenía detergente. Le reventaba fregar con jabón, casi tanto como tener aquellos machangos sentados a su espalda. Restregó con rabia la sartén preguntándose por qué carajo la retórica se empeñaba en llamarle a España «Madre Patria» cuando era obvio que había sido un «Padre Patrón», un macho obtuso e implacable, capaz de inculcar la intolerancia en la Isla con tanta fuerza que casi un siglo y una revolución después del fin de la colonia, esta seguía viva en la maldita manía de excluir a las mujeres y a los maricones de los verdaderos centros de poder. ¡Ah, pero África tampoco se salvaba!, pensó al oír al Flaco diciendo que no iba a publicar «Flores» porque estaba escribiendo otro cuento que sí prometía ser gran literatura. Concentró su rabia en restregar el fondo del caldero del arroz, hasta dejarlo reluciente. ¿Se podía ser más imbécil? ¿Cómo explicar aquella decisión inaudita sino a partir del hecho de que el Flaco tenía una moral abakuá, la masonería negra para la que los amigos eran dioses y las mujeres mierda? Empezó a fregar los platos y tuvo que morderse la lengua para no gritarle que «Flores» estaba a la altura de «Réquiem» o de la «Nana», que no se dejara arrastrar por el entusiasmo del Rojo ni por el silencio del Gordo ante su repentina decisión. Pero no, que se jodiera, después de todo ella era Sikán y no en balde el tribunal de los machos había mandado a cortarle la lengua. Su sitio era la cocina, su misión parir hijos muertos, su castigo permitir en silencio que los machos la agitaran, como hacía ahora el Gordo.
—Dale, Una, termina. Hace media hora que Roque nos espera.
—Pido se me conceda el empleo de lavaplatos en la nueva cantina de Chistopol —exclamó mientras restregaba furiosamente los cubiertos.
El Rojo se volvió hacia la cocinita, pestañeando.
—No entiendo el chisté —dijo.
Ella se echó a reír sin rebajarse a explicarles nada. Terminó de fregar, colgó el delantal junto a la ventanita para que se oreara y se volvió hacia ellos.
—¡Vámonos cuervos, a fecundar su cuerva! —exclamó tomando su bolso.
El Flaco no pudo evitar un sobresalto y ella, feliz por haberlo impresionado, le sacó la lengua. Ahora estaba decidida a vencer, aun cuando temía que los Güijes no se lo perdonaran.
Ya en la calle los dejó ir delante y el que ninguno se volviera a esperarla la deprimió tanto que abandonó la idea de competir, temerosa de que el verdadero premio a su victoria fuera la soledad. Caminó en silencio las tres cuadras que separaban su cubil de la Roquicueva y allí se sintió algo mejor, estimulada por los cálidos abrazos de Roque y su mujer, Aída, y por la insólita decoración de la terraza, en la que sobresalía un traje de Supermán colgado de un perchero con la roja capa flotando al viento. En el borde inferior de la camisola tenía una advertencia obviamente traducida del inglés e inscrita en pequeñísimas letras amarillas que ella leyó y que, como siempre, la hizo sonreír: «Este traje pertenece a Supermán. Solo Supermán puede volar con él. Cualquier intento por otra persona es de su entera responsabilidad. The Superman Company Inc». Pero esa noche había también algo nuevo: un gran cartel político coreano donde se veían, bajo tremolantes banderas rojas, los rostros contraídos de un negro, un asiático y un blanco iniciando el desfile de la victoria final.
Roque le puso en la mano un vaso de ron y ella se acercó al cartel para evaluarlo como posible portada de El Güije. De pronto, se echó a reír. ¡El blanco tenía la cara de Regis Debray! Se volvió dispuesta a comentarlo y quedó lívida de envidia: el Rojo y el Flaco estaban flirteando descaradamente con la Dama del Perrito, aquella culona sesohueco. Bebió a la rusa, pero el ron no hizo sino aumentar su rabia. Rellenó el vaso y se dedicó a escuchar la emulación que los canallas habían entablado para calentar a la imbécil.
—La palabra poética para designar el acto sexual —decía el Flaco con su jactancia característica— es el cubanismo palo. Está en nuestra sangre —aseveró atrayendo a la Dama hacia sí y acariciándole el brazo—. Proviene de la época en que los esclavos de los ingenios debían cortar, además de la caña, un palo del monte para alimentar el fuego de las calderas; al ir a depositarlo en el tumbadero, aprovechaban para escabullirse y desfogarse con sus mujeres. —Miró al círculo que lo rodeaba y añadió, obviamente enamorado de su propio razonamiento—: La vida misma creó esa gran metáfora. «Echar un palo» era cuestión de vida o muerte. ¿No es formidable?
El Rojo hizo una mueca mientras pasaba el brazo por sobre los hombros desnudos de la Dama.
—El problema —dijo— es que no suena bien. ¿Cómo vas a decirle a esta preciosura: Cariño, vamos a «echar un palo»?
Pero se lo había dicho con tal sensualidad que Una se sintió húmeda y rabió al suponer que la Dama también lo estaría. Volvió a beber a la rusa, sintiendo cómo el ron la animaba a retarlos.
—La gran metáfora —dijo de pronto, buscando los ojos del Flaco— es la palabra polvo, que usan los españoles. Alude a un desfallecimiento, a una muerte feliz, pero lo hace de un modo bíblico. —Se volvió hacia el Rojo y murmuró afectando una inocencia total—: Cariño, vamos a echar un polvo.
—No, gracias —respondió él sin soltar a la Dama, provocando risitas en el grupo.
Ella sintió deseos de escupirle la cara y se dirigió al baño acusándose de arrastrada, imbécil e indigna. ¿Cuándo aprendería? Se miró al espejo mientras luchaba por apaciguar las ganas de ahorcarlo y volvía a jugar con la idea del suicidio. Sería fácil, tanto, que no le daría ese gusto. Tenía demasiados poemas por delante y estaba dispuesta a escribirlos para vencer justamente en el terreno que más le dolería al muy soberbio. Horribles poemas de amor, sucios versos sobre aquel deseo irrefrenable de encaramarse en él y dejarlo exhausto.
Al sentarse a orinar, quedó frente a la tarja de bronce que Roque había puesto en la pared, frente a la taza.
CONSULADO GENERAL DE EL SALVADOR
PRAGA
Sí, pensó mientras descargaba el inodoro, alguna vez ilustraría un número de El Güije con las sorpresas gráficas de la Roquicueva. Al salir, contuvo los deseos de regresar a la terraza. Se sentía incapaz de volver a enfrentarse al Rojo sin irle al cuello y mordérselo, de modo que optó por sentarse sola en la penumbra de la sala, junto al póster en el que Roque aparecía retratado con aires de bandido sobre la clásica leyenda del oeste: Wanted!, Reward, $5,000. County Sheriff.
Aída pasó camino a la cocina, le ofreció algo de picar y ella le dio las gracias y le dijo que sí, que estaba muerta de hambre. Aída le sonrió tiernamente y desapareció para regresar de inmediato con unos bocadillos y una botella de Paticruzao. Una descartó la idea de ofrecerse a ayudarla; era su deber, pero no tenía fuerzas para cumplirlo. Se sentía casi bien en aquella morbosa soledad, donde comió a gusto y empezó a beber y a concentrarse en sus fantasías. Entrecerró los párpados imaginando que el Rojo yacía desnudo en su cama y que ella volcaba ron sobre su sexo y lo sorbía gota a gota. Estaba húmeda cuando unas ruidosas carcajadas la arrancaron de la ensoñación.
Escuchó la voz de Roque exclamando que no en balde él era daltónico, que había inventado el humor blanco, el verde e incluso el rojo, que se sentía capaz de sobrevolar La Habana y llegar volando hasta San Salvador y que lo haría inmediatamente después de la competencia. Ella volvió a reprimir los deseos de sumarse al coro y, bebiendo un largo trago, se dispuso a seguir la letra de la canción que ahora cantaba el Flaco: «Esas perlas que tú guardas con cuidado / en tan lindo estuche, de peluche rojo…». Era mala, malísima inclusive, llamarle así a la boca resultaba de un mal gusto ejemplar, casi emblemático, pero el texto recurría después a un «loco antojo» que quizá lo salvara del desastre definitivo.
En todo caso, era esa misma locura la que sentía ella con respecto al Rojo, que ahora estaría burlándose del Flaco y acariciando a la Dama. ¿Y si le propusiera un menage á trois para probarle que estaba dispuesta a todo con tal de tenerlo? Volvió a beber sabiendo que si llegaba a emborracharse sería capaz de consumar aquel disparate. Más de una vez había disfrutado con fantasías parecidas. Y él, ¿tendría coraje para salvar el pequeñísimo, ilimitado abismo que mediaba entre la realidad y el deseo? Probablemente no. Era un cobarde, un niño bien, capaz de hacer suya la canción con la que Roque había decidido competir: «¿Mi apellido? Tú estás loca. Recapacita, mujer. Tú eres Marga la Gitana, y yo soy un gran marqués»… Era así, solo que en lugar de «apellido» el Rojo hubiera dicho «belleza».
Se preguntó si la españolada de Roque sería efectivamente peor que la cubanada del Flaco y no supo qué responderse. De una cosa estaba segura: ella tenía en las manos la canción infame. Y si se decidía a cantarla ganaría por aclamación. Se sintió más segura que nunca cuando el Gordo atacó El corrido de Rosita Alvírez, una mexicanada deplorable que cerraba con un dístico antológico: «La sala en que la mataron estaba recién pintadaaa. / Con la sangre de Rosita le dieron otra pasadaaa». «Ahora van a ver lo que es pésimo», se dijo al escuchar las risas. Salió haciendo eses a la terraza con el vaso y la botella en las manos y soltó la carcajada al ver a Roque vestido de Supermán.
Pero los demás ya se habían reído de aquello y ahora lo hacían de la canción, que estaba a punto de ser declarada infame. Ella iba a empezar a cantar La cuchilla para impedirlo cuando reparó en que la Dama estaba sentada sobre las piernas del Flaco, mientras el Rojo bebía solo, junto a las tiras cómicas de «Los hermanos Dalton» que tapiaban una de las columnas. Entonces optó por permanecer en silencio, al acecho, y bebió otro trago. El Gordo ganó por aclamación y de inmediato se dirigió al estudio corriendo con la cara para seleccionar los libros. El Flaco no parecía molesto por haber perdido: para su orgullo, vencer al Rojo debía ser suficiente. El Rojo, por su parte, parecía humillado y, sin duda, estaba borracho. Ella debía esperar con calma su momento.
Roque puso en escuadra el brazo izquierdo, colocó el puño cerrado sobre la S roja que ostentaba en el pecho, esperó a que una ráfaga de aire hiciera flotar la capa y entonces extendió el brazo derecho y se dirigió hacia el tocadiscos. Ella se frotó los ojos: gracias a la magia de la noche o del alcohol lo había visto volar. Pero no tuvo tiempo siquiera de interrogar al milagro. Roque puso un disco y Ungaretti empezó a declamar «O día da criaçao», de Vinicius, en un tono tan melodramático, tan impúdicamente excesivo que ella se sintió sobrecogida. Aquella voz que liberaba los demonios del poema desde los abismos de la lujuria, del amor y del odio era como una orden, como si el mismísimo Dios le recordara que en aquella noche de sábado todo arrebato era sagrado.
Entonces se dirigió hacia el Rojo, le rellenó el vaso y le dijo al oído:
—Bebe.
Ella se abstuvo. Ya tenía suficiente alcohol en las venas y ahora necesitaba toda su lucidez para no dar un paso en falso. De modo que se retiró hacia un extremo de la terraza a disfrutar el poema y el modo más bien desesperado en que el Rojo seguía emborrachándose. Poco después el Gordo regresó con una pila de libros en las manos y escapó furtivamente, sin despedirse, como si temiera que Roque fuera a reconsiderar su decisión y le arrebatara el premio. Pero Roque se había ido deslizando pared abajo y ahora estaba sentado en el suelo, sobre la capa, canturreando a dúo con Vinicius Tristeza nao tem fim, felicidade si…, con una ebriedad contenida y rencorosa. El Flaco y la Dama se besaban como si aquel fuera efectivamente el día de la creación. Aída trajo más hielo y ella volvió a servirle al Rojo.
Cuando la voz de trueno de Ungaretti atacó el Sonêto do amor total, la Dama y el Flaco se pusieron de pie e iniciaron la retirada con un adeus que el Rojo no se dignó a responder. Aída los acompañó hasta la puerta y de regreso se sentó en el suelo junto a Roque. En eso, el Rojo intentó encender un cigarrillo pero la fosforera resbaló entre sus dedos; cuando fue a recogerla trastrabilló y empezó a caer. Una dio un salto, tuvo la gratificante sensación de que también volaba, y llegó a tiempo para aguantarlo.
—Nos vamos —dijo, metiendo la mariconera del Rojo en su bolso.
Aída se puso de pie, recogió la fosforera y se la tendió con una sonrisa cómplice. Una puso el brazo derecho del Rojo sobre su hombro, le rodeó la cintura y, casi cargándolo, bajó las escaleras. Él sudaba frío y estaba pálido como un muerto pero ella experimentaba un goce fiero que multiplicaba sus fuerzas. En la calle se sintió aún más editada por el aire del mar; dando tumbos, logró caminar dos cuadras. Cuando no pudo más con el peso, lo recostó a una pared y al ver que empezaba a resbalar se le abrazó: olía a una picante mezcla de perfume, ron y grajo. Le limpió con la lengua la saliva que tenía en la comisura derecha y lo besó en la boca. Él emitió un leve gruñido de protesta del que ella no hizo caso. Le levantó el brazo izquierdo, que estaba fláccido, como de estopa, lo pasó sobre su hombro y reanudó la marcha. Pesaba, pero ella se sabía capaz de llevarlo hasta el fin del mundo si fuera necesario. No lo era: su cubil estaba a mitad de la próxima cuadra.
Entró sin soltarlo, puso el bolso sobre la mesa y siguió hacia la camita donde él se tendió bocarriba, quejándose y murmurando algo ininteligible. Ella le enjugó el sudor de la frente. Había comprobado que, como todos los hombres, él era cobarde para soportar las miserias del cuerpo. Pero esa certidumbre, lejos de molestarla, le provocaba un intenso deseo de protegerlo. Lo obligó a incorporarse y sin hacer caso de sus protestas lo llevó al bañito.
—Vomita —dijo—. Te sentirás mejor.
Súbitamente, le asaltó el oscuro temor de que entonces acabaría marchándose. Las fuerzas le abandonaron y el Rojo se le escurrió entre los brazos y quedó sentado en el suelo, con la cabeza reposando en el borde de la taza. Pensó en volverlo a arrastrar hacia la cama, pero desistió al comprender que mientras estuviera en aquel estado todo sería inútil. Entonces se sentó también, le introdujo el índice en la boca buscando la garganta y de pronto sintió un vómito caliente e incontrolable como una eyaculación. Erizada, dejó que los restos de ron y comida le acariciaran el brazo derecho mientras le aguantaba la frente con la mano izquierda y él seguía vomitando en la taza hasta quedar exhausto, con la mirada vidriosa.
Entonces tuvo la tentación de bañarlo y entalcarlo, como a un niño. Descartó la idea por temor a que despertara y huyera. Fue poniéndose en pie y subiéndose la bata con una mano mientras le aguantaba la frente con la otra hasta que quedó en tijeras, con la cabeza de él retenida entre los muslos. Rápidamente, se enjuagó el brazo en el lavamanos. Sin secarse, agarró al Rojo por los sobacos, lo fue arrastrando mientras bendecía por primera vez las exigüas dimensiones del cuartico y lo recostó contra la cama. Estaba frío y ausente. ¿Debería ponerle hielo en los genitales para hacerlo reaccionar? No, podría escapársele. Se puso de rodillas, le metió el brazo izquierdo bajo las corvas, el derecho tras la espalda y, pujando como si fuera a parir, logró hacerlo rodar sobre el colchón.
Se desnudó, acariciándose la piel como una oficiante bajo la luz asordinada que se filtraba desde la calle por la ventanita, y empezó a bailar un danzón lentamente, imaginando que lo abrazaba y que también él estaba desnudo. De pronto, sintió que no soportaba más el vacío entre las piernas, fue hasta la cama, se tendió sobre él y lo besó en la boca, que seguía helada. Entonces empezó a desnudarlo mientras susurraba la canción con que hubiera podido vencer aquella noche: «Borracho yo te he de encontrar borracho y tirado en el andén»… La siguió tarareando mientras le sacaba el pantalón y el calzoncillo, e hizo una pausa para mirarlo desnudo. Era bello como la noche. Volvió a tenderse sobre él y continúo susurrándole al oído: «Si tú me dejas, te pico la cara / con una cuchilla de esas de afeitar / y con las uñas te saco los ojos, te arranco las tripas y mato a tu mamá».
Él seguía helado, pero olía, y ella se dedicó a aspirarlo palmo a palmo, como una perra de presa. En las orejas, de lóbulos pequeños, quedaban restos de un perfume delicado, algo femenino, que empezaba a difuminarse hacia la mitad de la mejilla, donde se confundía con el fuerte olor a vómito que emanaba de la boca entreabierta, dominaba la quijada, volvía a mezclarse con el perfume a la altura del cuello y era cortado de modo más bien tajante por el del grajo que ya empezaba a oler en las axilas, cubiertas por motas de un pelo hirsuto, color rojo sangre, que olisqueó en líneas descendentes, formando un ángulo con centro en el ombligo, donde aún podía sentirse un toque de olor a jabón y, por un instante, se insinuaba el del talco, borrado casi de inmediato por el olor seminal de los genitales que empezó a lamer como una gata.
Él respondió con un sonido sordo, mezcla de quejido y ronroneo, y ella siguió bajando, atraída por el aroma repugnante de aquel anillo oscuro donde metió la lengua, hasta sentir que él iba respondiendo poco a poco, que su miembro empezaba a inflamarse lentamente. Se ahorcajó sobre él, que de pronto hizo silencio e intentó darse vuelta. Ella se lo impidió con firmeza, llevó la mano hacia atrás, tentó con calma hasta encontrar el círculo de cobre y, evocando el momento en que lo había hecho vomitar, introdujo allí el dedo sin hacer caso de la protesta que él reiniciaba, porque al fin sentía su verga en las entrañas.
Gritó, lo oyó gritar y empezó a cabalgarlo suavemente, dulcemente, hasta estar segura de que no volvería a dormirse. De pronto, se sintió tironeada hacia delante; dejándose llevar escuchó que él la llamaba puta, se prendía sediento de sus pechos, vomitaba fuego en su interior y se desmadejaba. Ansiosa, alcanzó a rogarle que pronunciara su nombre. «Ángela», dijo el Rojo, ya desde el sueño. Convencida de que él había llegado a ser consciente de todo, descartó la idea de lavarse. Quería empollar su jugo en las entrañas. Se acurrucó a su lado, pero de inmediato decidió que no iba a dormirse a pesar de que los párpados le pesaban. Él respiraba mal y ella debía velarle el sueño. Apoyándose en un codo, volvió a mirarlo. Tenía un lunar bajo la tetilla izquierda y una breve cicatriz en la barriga, cerca de la ingle. Quizá de lado respiraría mejor, pensó, ladeándolo. Le pegó los pechos a la espalda y sintió que ahora él respiraba de modo mucho más sereno y que el calor que transmitía su cuerpo la inundaba…
La despertó el sol que atravesaba como un cuchillo el cristal de la ventanita. Sentía una extraña sensación de carencia. Asustada, tentó la sábana hasta tocarlo. Estaba recostado a la cabecera de la cama y al sentir la mano sobre el muslo se corrió hacia un lado.
—¿Cómo llegué hasta aquí? —dijo.
—Te emborrachaste —murmuró ella.
El Rojo se puso de pie, bostezando, y empezó a vestirse con cierto desasosiego, de espaldas a la cama.
—Tengo que irme —dijo.
—No pasó nada —repuso ella—. Puedes estar tranquilo.
Él la miró mientras terminaba de vestirse, y se dirigió al baño. Ella sacó una sábana de la gaveta adosada a la camita y se cubrió hasta el cuello mientras identificaba los sonidos provenientes del bañito: él orinaba, escupía, hacía gárgaras, se lavaba la cara, regresaba al cuarto…
—Eso está hecho un asco —dijo.
—Como yo… —repuso ella—. ¿Te cuelo café?
Él no respondió. Buscaba algo.
—En mi bolso —informó ella—, sobre la mesa.
Él fue hacia allí y sacó la mariconera, de donde extrajo el nebulizador con el que se roció la nariz.
—Chao —murmuró.
Ella le dijo adiós con la mano, cerró los ojos como quien se dispone a seguir durmiendo y cuando escuchó el golpe de la puerta intentó echarse a llorar, pero no pudo.
Torre Ostánkino
El Flaco atravesó el restorán y se dirigió al baño. Se sentía mareado por el vodka, el vino y la extrañeza de estar en un sitio que giraba sobre su eje. Había vuelto a recordar la pregunta maldita, la misma que lo obsesionó durante años y ahora renacía como traída de la mano por sus muertos. ¿Quién los había traicionado? Sí, quizá debería plantearla y resolverla en la novela inventándose un culpable entre los muchos posibles, se dijo al apoyarse en la puerta de uno de los innumerables gabinetes, que se abrió golpeando estrepitosamente el tabique de mármol. Pero ¿por qué sospechar del Rubito?
Mientras orinaba se sintió un Gargantúa regando las iglesias de París y evocó la consigna de los Paronomásicos: «¡Sé Pantacruel!». Aquel grito bien podía implicar una voluntad de denuncia. De modo que el culpable podría perfectamente haber sido Adán Nada. O el Encíclope. O cualquiera de los Independientes o Desconocidos que conocían los textos y los planes. Pero no el Rubito. Debía sacarse aquella maldita duda de la cabeza, se dijo al cerrarse la bragueta, o terminaría volviéndose loco. Porque si el Rubito fuera un traidor, él tendría que renunciar a Osip y sobrevivir no sabía cómo en medio de la nieve.
Se inclinó sobre el lavabo, abrió el grifo, se frotó la cara y la nuca y sintió cómo el agua le aclaraba la mente. No tenía ninguna razón para sospechar del Rubito; en cambio, las tenía todas para estarle agradecido. Y además, necesitaba confiar en alguien. Hacía ya muchos años que le habían dado de alta, pero desde entonces no había sido otra cosa que un lobo estepario. Al peinarse, se sintió libre por primera vez en mucho tiempo y volvió al salón sonriendo.
Un cuarteto de zíngaros ataviados con bombachos de seda verde y camisas escarlata había sustituido al pianista. Su intensísima versión de Ojos negros provocó un redoblado entusiasmo en la mesa de las mujeres, al que se sumaron de inmediato la pareja de edad madura y el manco, acompañado ahora por una rubia pálida, de lánguida belleza. Junto a la cristalera, el Rubito disfrutaba el espectáculo como si fuera el amo de casa.
—Me gusta este lugar —dijo el Flaco al sentarse—: Me gusta mucho.
—No está mal —concedió el Rubito—. Pero después se pone insoportable, viene un grupo de rock y lo convierte en un dancing light.
Él sintió una confusa mezcla de admiración y envidia ante aquella displicencia, pero se consoló pensando que la novela de sus sueños sería sin duda traducida al ruso y entonces podría emular con el Rubito y darse el gusto de invitar a Osip, Irina y Piotr a comer a la Torre o de visitar Moscú con Bárbara y Rosita. De pronto, recordó que los escritores cubanos no podían cobrar sus ediciones en moneda extranjera, pensó en los rublos que le habían decomisado en Sheremetievo y decidió poner los pies en la tierra planteando de una vez su problema.
—Rubito —murmuró mientras intentaba dominar el temblor de las manos untando mantequilla en una rebanada de pan negro—, yo quisiera pedirte… en fin, si te fuera posible… Mi hijo vive muy mal aquí y yo estuve pensando, no sé, que unas vacaciones en Cuba, conmigo… Aunque él no habla español y quizás Bárbara… Bárbara es mi mujer. —Miró al Rubito, cuyos ojillos pestañeaban intensamente; cayó en cuenta de que no se estaba explicando y decidió hablar sin rodeos—. El problema es el pasaje, ¿entiendes? O sea, saber si tú pudieras conseguir que Aeroflot me aceptara el pago en pesos.
En medio de un suspiro largo y ruidoso, el Rubito se pasó las yemas de los dedos por la calva. Luego extrajo del bolsillo una agenda negra, de piel, y una pluma Mont Blanc.
—Eso no es fácil —dijo mientras abría la agenda—. Haré lo que pueda, pero te advierto que no es fácil. Aunque la peor gestión es la que no se hace y yo… tengo un amigo allí. —Sonrió, dispuesto a anotar—. Dame tu dirección y tu teléfono.
—Teléfono no tengo —respondió él ansiosamente—. Lo perdí al mudarme, tú sabes que allá no hay traslados. Ahora vivo en Alamar.
Inclinado sobre la agenda, el Rubito anotó los datos con una letra clara, de escribano.
—El mes que viene voy a Cuba de vacaciones —dijo mientras devolvía pluma y agenda al bolsillo interior del saco—. Pasaré por tu casa a darte respuesta. Pero debes saber que cobro mis favores, así que… —Hizo una pausa que puso en vilo al Flaco y añadió, amenazándolo con el índice—: Me tendrás que soportar unos poemas.
Él sonrió, pero al darse cuenta de que aun un mediocre como el Rubito había seguido escribiendo se sintió irritado consigo mismo. Retiró los brazos de la mesa para que la diebushka sirviera la ensalada mixta y un shaslik que olía a gloria, e hizo un esfuerzo por dominarse.
—Bárbaro —dijo, tocándose las orejas para subrayar su tamaño—. Ya sabes que soy todo oídos.
El maître descorchó dos nuevas botellas de vino, uno blanco y otro tinto, y sirvió las copas.
—Tout va bien, monsieur?
—Oh oui, bien sûr! —exclamó el Rubito sonriendo. Tomó un sorbo de Chablis y lo aprobó con un gesto—. Esto me recuerda el cuento del gallego en un restorán de París: «Hombre, que aquí al pan le digan pain, pasa; que al vino le digan vin, pasa; pero que al queso, que todo el mundo sabe que se llama queso, me le digan fromage, vaya, ¡eso no lo resisto, joder!».
Sonriendo, el Flaco recordó que el Rojo solía coleccionar chistes de gallegos.
—El Rojo tenía un humor negro del carajo —suspiró—. Contaba que al salir de la consulta había preguntado: «Doctor, ¿usted dijo Tauro?». Y el médico, sacudiendo la cabeza: «Cáncer, hijo cáncer».
El Rubito parecía un poco desconcertado.
—Genio y figura… —murmuró, sonriendo apenas—. Cuéntame, ¿cómo fue exactamente?
—Una bolita aquí… —El Flaco se tocó el tronco de la oreja con el índice—. Un día me dijo: «Maupassant, me acaban de extirpar una bola de sebo»… Cuatro meses después estaba muerto.
—¡Coñó! —exclamó el Rubito—. Antes hablaste igual que Roque y ahora igual que el Rojo. Mira: me erizo.
El Flaco cerró los ojos y se frotó los párpados. También él estaba erizado. Acababa de ver al Rojo en persona junto a la lánguida mujer de la mesa contigua y eso era una prueba fehaciente de que todavía algo andaba mal en su cabeza. O de que el restorán estaba endemoniado. Reabrió los ojos lentamente; como sospechaba, el fantasma del Rojo había desaparecido. Lo invocó, pero solo logró verlo salpicado de aquellas siniestras protuberancias, en la época en que los cirujanos lo sajaban hasta dos veces por semana y las bolitas se multiplicaban como hongos después de cada operación haciéndolo retorcerse de dolor, temblar, sudar a mares y decir, cuando le hacían una infiltración y lograban calmarlo: «Melanoma… No me gustaría morir de esa palabra».
La diebushka puso la merluza al homo frente al Rubito, que se volvió hacia ella sonriendo.
—Spasiva —dijo, y se dirigió al Flaco—: ¿Sabía que estaba… condenado?
—Desde el principio. —El Flaco miró el shaslik sin decidirse a tocarlo—. Y además sabía que yo sabía que él sabía. Jamás hablamos de ella —pasó lentamente la mano izquierda por el aire, a un palmo de la mesa—, pero la hijaeputa estuvo siempre allí, esperándolo… —Agarró la botella de Mouton-Cadet con tanta fuerza que sus uñas empalidecieron—. Cuando estaba calmado se reía el muy cabrón, y a veces, mirándolo reír, me entraban unas ganas descojonantes de echarme a llorar, y no podía hacerlo, y eso era lo más difícil.
El Rubito terminó de tragar, suspiró, como si elogiara en silencio aquel valor, y bebió un sorbo de vino.
—Del carajo —dijo.
El Flaco sacó de la espadilla una rodaja de shaslik y se la llevó a la boca. La carne era jugosa y fresca; el excitante sabor de la cebolla compensaba de un modo perfecto el picor de la pimienta.
—Pero también pasaron cosas muy lindas, no creas —comentó con aire risueño—. El Rojo aseguraba haber descubierto la obra del niño prodigio norteamericano Yves Moor, quien nació en 1922 y publicó su primer libro de versos al año siguiente, y había dado a conocer el poema «Nada» en una traducción al español atribuida a Eliseo Diego. Y quién te dice a ti, compadre, que un buen día Eliseo se le aparece en la casa y le regala «Nothing», una traducción al inglés del apócrifo del Rojo-Moor, junto al artículo «Una curiosidad literaria», donde contaba cómo había recibido el original de manos de Leonore Moor, hermana de Yves. Ese día, a solo tres semanas de su muerte, el Rojo lo pasó radiante, tocado por la gracia, recitando una y otra vez el poema, «Nothing I own…».
—Linda historia.
—A propósito, ¿por qué…? —empezó a decir el Flaco.
—¿No fui a verlo? —El Rubito no se inmutó: parecía estar aguardando la pregunta—. No me querrás creer, pero… el Rojo nunca me gustó. Sé que es duro decirlo ahora —añadió mientras aliñaba la ensalada como un experto—, era un buen poeta, pero en el plano personal, no sé, me parecía elitista, intolerante, políticamente… inseguro. Y como además siempre me despreció…
Un grupo de jóvenes entró ruidosamente al salón y el Flaco aprovechó para desviar la mirada y dominar sus intenciones polémicas. Pensándolo bien, él, en una época, había pensado lo mismo del Rojo. Pero la memoria se empeñaba en embellecer a los muertos convirtiéndolos en seres aburridísimos e inertes y ese, justamente, era uno de los problemas que tendría que resolver cuando se decidiera a abordar la novela. ¿Sería capaz de hacerlo, sacando a flote las pequeñas miserias de sus hermanos? ¿Se atrevería, sobre todo, con las suyas propias? ¿Incluyendo ese toque de oportunismo que ahora le permitía recordar, aliviado, que alguna vez tuvo una opinión en cierto modo semejante a la que sostenía el Rubito? No supo qué responderse, pinchó una rodaja de tomate e hizo un esfuerzo por olvidar sus propias preguntas.
El paraíso perdido
El Gordo se dispuso a redactar la penúltima nota de la sección «Muerte de Narciso» con la certeza de que los acontecimientos lo estaban desbordando. No era lo suficientemente rápido como para ser jefe de redacción pero tampoco estaba dispuesto a renunciar en favor del Rojo, cuya actitud de poeta elegido lo tenía harto. Centró la cuartilla, escribió «Guillén» y se quedó en blanco. Todo el trabajo rutinario terminaba en su máquina después de dar vueltas en el aire durante semanas. Él se atrasaba y el Flaco le reñía, mientras el Rojo continuaba dedicado al dolce farniente con el apoyo tácito de Una, que estaba enamorada como una tonta, sin darse cuenta siquiera de que al Rojo solo le interesaba mirarse en el espejo de sus propios poemas.
Para darse ánimos, se dijo que ya había entregado las notas de los encuentros con Carpentier, Piñera y Lezama. Era un trabajo cojonudo… e inconcluso. Faltaba pasarlo en limpio y redactar las notas sobre Diego y Guillén. La primera, porque Una, que se compró sólita esa tarea para proteger al Rojo, la había incumplido por temor a enfrentarse con el maestro. Estaba muy nerviosa cuando pidió por favor que alguien la acompañara, y él se ofreció sabiendo que el Rojo jamás daría la cara por un epitafio coloquial y que el Flaco usaba sus prerrogativas de director para no hacer nada concreto. Pero ni siquiera esa disposición lo salvó de las iras del Flaco, que al caer en cuenta de que ninguno había escrito el epitafio de Guillén le reprochó el error únicamente a él, en su carácter de jefe de redacción, y lo emplazó a que lo improvisara de inmediato, comunicándole además que había concertado una cita con el Poeta para esa misma tarde. Él estuvo a punto de negarse, pero cometió el error de picar el anzuelo que el Flaco había enganchado en su última frase: «Digo, si eres capaz…». Y ahora, cuando empezaba por fin a redactar la nota describiendo la sede de la Unión de Escritores como un elefante blanco, una estructura que evocaba la nobleza de líneas de ciertas mansiones del sur de los Estados Unidos, reconoció que no lo había logrado, que el epitafio de Guillén era el más flojo de cuantos habían escrito y que ya no podía enmendarlo.
Lo había recitado ante el Poeta la tarde anterior y ahora no le quedaba más remedio que terminar la nota correspondiente con la mayor rapidez posible. Dentro de tres cuartos de hora debía encontrarse con Una para ir a casa de Diego y apenas dos horas más tarde se celebraría el último Consejo de Dirección del primer número. Solo podría salvar la cara si lograba una nota desenfadada en la que incluyera, como empezaba a hacerlo, alusiones a la cría de gallinas que Guillén mantenía en los jardines de la Unión y al cementerio de automóviles en que se había convertido el atrio que daba a aquella Sala de Conferencias donde se celebraban Forros en lugar de Foros y se leían Quitancias en vez de Ponencias. Esa reveladora contigüidad había dado origen a una estrofa memorable, que decidió citar: «Gallinas aledañas a motores apagados».
Le gustaba aquel verso, su ingenuo surrealismo había logrado captar el absurdo y el tempo de una Unión donde efectivamente todo estaba apagado, salvo las gallinas y la maledicencia. Satisfecho con el tono que estaba logrando se decidió a describir el mal gusto ejemplar de la ¿decoración? del sitio. Releyó el párrafo y tachó con sendas x los signos de interrogación. Aquel recurso era tan primario como el propio decorado que criticaba. Debía ir al hueso, a lo concreto, escribiendo, por ejemplo, que sobre la mesa de la antesala, frente a la escalera, había, no un busto, sino una horrenda cabeza de Guillén modelada en barro, en la que el Poeta exhibía la torturada expresión de quien ha sido decapitado. Junto a ella, una ametralladora antiaérea en miniatura que más bien parecía un erizo japonés. Dentro, en las paredes de la secretaría, una simpática parodia de un anuncio de Coca Cola, donde la perfecta imitación del diseño no impedía leer Poca Chola.
¿Debía escribir también que la secretaria, una china criolla de rostro ancho y calmo que siempre parecía estar en paz consigo misma, los recibió con una sonrisa y les dijo: «Muchachos, Nicolás los espera»? Sí, pensó, escribiéndolo. En cambio, no sería de buen gusto confesar que aquella mujer le gustaba.
—Adelante, compañeros, esta es su casa.
«Perfecto», se dijo, aquella era una buena manera de introducir a Guillén, sobre todo si a renglón seguido añadía cuánto lo había impresionado la oceánica profundidad de su voz. Una voz de cantante de spirituals. Pero Guillén era mulato, no negro, escribió, con una piel color tabaco que resultaba del más estricto mestizaje insular. Bajito y grueso, no parecía rechoncho; lo salvaba la alegre majestad de su cabeza, el pelo blanco y abundante, la mirada luciferina y la sonrisa de niño travieso. Era, en resumen, el puer senex clásico.
En eso, la cuartilla perdió sustentación, ladeándose. El latinazgo había quedado corrido hacia abajo y la palabra «clásico» convertida en «cl». El resto se había perdido en el rodillo. Masculló un juramento mientras sacaba la hoja. La linea de márgenes era de una desastrosa irregularidad; el Rojo, perfeccionista profesional, le diría horrores. «¡Que se vaya al carajo!», exclamó. Puso «ásico» a mano, metió una nueva cuartilla y continuó escribiendo.
En cuanto se entraba a la oficina, la atención del visitante se dividía entre tres Guillenes. Uno joven, flaco y extrañamente melancólico, protagonista de un cuadro que ocupaba la pared del fondo; otro, fotografiado con una toga púrpura y un birrete dorado en los momentos en que recibía dócilmente el título de Doctor Honoris Causa de alguna universidad europea; y el Guillén de carne y hueso, abuelo jovial del primero, que miraba a los Güijes uno a uno, midiendo sus calibres respectivos antes de inquirir:
—¿Saben ustedes griego?
Dejó de teclear. Por una parte, la diéresis le parecía un hallazgo; por otra, lo dejaba insatisfecho. Intentó convencerse de su funcionalidad diciéndose que el propio Guillén la había pronunciado para darle mayor peso a la palabra, pero de inmediato descartó el razonamiento. ¿Qué sabría el lector de la pronunciación de su personaje si él no lograba transmitirla por escrito? Tal y como lo había hecho, la dichosa diéresis parecería una errata. Corrió el carro hasta encontrar la palabra y marcó sobre ella xxxxxx. De pronto, volvió a escribirla tal cual y continuó en renglón aparte.
La inesperada diéresis le había dado a la pregunta un peso extraordinario. «¡Cojonudo!», dijo, ahora todo estaba claro. Podía seguir tecleando. El Gordo… Entrecerró los ojos. No le parecía apropiado identificarse así, puso una nueva linea de equis sobre su apodo y escribió a renglón seguido, Cronista miró asombrado a sus amigos. Guillén se mantenía en silencio, expectante, como un viejo profesor regañón.
—No —confesó el Cronista—, no sabemos.
—Es una lástima —Guillén hablaba ceremoniosamente, como reprochándoles una falta intolerable—, porque al no saber griego… —les mostró un volumen que tenía sobre el escritorio y añadió en un tono sorpresivamente infantil—: no podrán leer la traducción griega de El gran zoo, hecha especialmente por Yannis Ritzos —rió a mandíbula batiente—: ¡Tampoco yo podré!
El Cronista… Frunció los labios, «mandíbula batiente» era un lugar común. Miró el reloj y comprobó que estaba atrasadísimo. «Así se queda», dijo, pensando que aquella nota era periodismo, no poesía, y que además iba a publicarse sin su firma… y sus amigos lo secundaron de inmediato, escribió. Entonces, temeroso de que el nuevo renglón se le corriera también hacia abajo, sacó la hoja y comprobó que esta vez se había anticipado. Al final de la cuartilla había unos diez espacios en blanco que desbalanceaban el conjunto de una manera horrible. Angustiado, introdujo un nuevo folio y siguió tecleando.
—Se ríen como dios manda —dijo entonces Guillén—. ¿Qué desean?
Ahora el Cronista no tenía más remedio que cumplir su castigo, continuó escribiendo, pero como no se atrevía a hacerlo directamente empezó a fabular, informándole a Guillén que en los últimos meses se había dedicado, en secreto y a riesgo de su vida, a llevar a cabo una investigación que arrojó resultados pavorosos… Cuando terminó la frase se sintió mejor, como si la última palabra lo hubiese estimulado, permitiéndole redondear la narración de la fábula que había improvisado ante el Poeta, convirtiéndose en dueño de la situación. Verdaderamente pavorosos, escribió: los jóvenes poetas no eran otra cosa que una banda de secuestradores.
—Aténgase a lo fundamental —lo reprendió Guillén—. ¿Escriben bien?
Depende, respondió el Cronista, unos sí y otros no… Levantó la cabeza y miró al río. En realidad, ahí había terminado su respuesta. Pero se le acababa de ocurrir una formidable continuación de la fábula y no era cosa de desperdiciarla. «Nuevo periodismo», dijo, y continuó escribiendo… La mayoría se dedicaba a la abominable práctica del secuestro y violación de niñas indefensas. Cuando alguna infeliz se dirigía a su hogar en la noche, la banda atacaba, conduciéndola por la fuerza a un escondrijo. Allí la ataban de pies y manos y la violaban por los oídos, único reducto virgen de nuestra cándida juventud femenina. Era un espectáculo dantesco. Uno tras otro iban recitando sus poemas ante la inocente, desgarrándole el tímpano, y en un acto de sevicia indescriptible la obligaban a elogiar aquellas Sobras Completas y aún a leerlas en voz alta, con lo que aseguraban haber inventado el felatio literario.
Puso punto y aparte. De acuerdo con la lógica del relato ahora Guillén debía reír, pero eso sería tanto como hacerlo copartícipe de aquella invención. No tenía tiempo de ponderarlos riesgos, de modo que decidió cortar por lo sano e ir directamente a la pregunta con la que el Poeta lo había parado en seco:
—¿Y ustedes?
—Nosotros somos asesinos —respondió fríamente el Cronista—. Venimos a adelantarle su epitafio.
Carraspeó, «fríamente» también era un lugar común y además no describía con exactitud el tono usado por él en el momento de la entrevista. Pero a diferencia de «mandíbula batiente», que no agregaba nada, le daba a la crónica un cierto aire paródico, de novela negra. «¡Bárbaro!», exclamó antes de continuar… La respuesta sobresaltó levemente a Guillén, y aún al propio Cronista, que ahora debía espetarle su epitafio… Tamborileando sobre la máquina se preguntó cómo calificarlo: decidido a llevar la autocrítica a límites extremos para curarse en salud de las exigencias del Flaco, escribió, infame… Pero de inmediato cedió a la tentación de justificarse, añadiendo: Y era así, porque parodiaba las estrofas finales de «Tengo», el pésimo poema donde Guillén enumera los bienes recibidos por Juan Pueblo, que termina con un dístico deplorable: «Tengo, vamos a ver / tengo lo que tenía que tener».
Releyó el párrafo y volvió a entrecerrar los ojos, pensando que aquella atroz rima en infinitivo justificaba con creces su opinión, mas no su epitafio. Este era malo porque lo había improvisado cediendo al facilismo, simplemente. Después de todo, Guillén había descubierto sonoridades inéditas en la lengua española tanto en rítmicos sones como en conmovedoras elegías y escalofriantes poemas sobre la Muerte y si él no tuvo imaginación suficiente para parodiarlos tampoco tenía derecho a justificarse ahora. Le dio vueltas al rodillo hasta encentrar la palabra «infame», tachó lo que seguía con una retahila de equis y a renglón seguido escribió el epitafio: «Tuvo, vamos a ver / mucho más de lo que tenía que tener». Volvió a cambiar la página; por suerte, esta vez había acertado con el margen.
Entonces, continuó escribiendo, el Cronista se sintió asaltado por el temor de que el Poeta estallara en cólera; pero para su sorpresa, lo hizo en nuevas carcajadas.
—¡Los jóvenes me imitan! —exclamó Guillén—. ¡Remedan mi estilo!
El Cronista también se echó a reír. De pronto, el Poeta hizo silencio y miró al vacío; se había puesto lívido.
—¿Qué le pasa, Maestro?
Guillén no respondió. Ahora miraba al Cronista con una medrosa curiosidad; sus labios morados temblaron al decir:
—«Mátame al amanecer, / o de noche, si tú quieres; / pero que te pueda ver / la mano…».
Dejó la cita en ese punto, y el Cronista tuvo el pálpito de que el Poeta lo había confundido con la Muerte. Pensó que el miedo había rejuvenecido su sensibilidad, otorgándole una lucidez que lo llevaba a reconocer las fisuras de su obra y a pensar que el Cronista había parodiado sus peores versos para pasarle por el cuello la tenebrosa guadaña del sarcasmo. Por eso, reclamando justicia, había evocado uno de sus más fascinantes poemas.
El Cronista se maldijo por haber escrito aquel pobre epitafio y acarició la idea de abrirse el pecho, confesándole que tanto el sarcasmo como algo muchísimo peor, el desinterés, el desconocimiento y aun el desprecio que otros jóvenes poetas mostraban hacia su obra obedecían a la misma causa: estaban hartos de adulación. Durante años una critica venal e ignorante había alabado toda su poesía, la permanente y la circunstancial, mientras tendía un miserable manto de silencio sobre el trabajo de otros grandes. Lo habían erigido Poeta Nacional. Aquel título casi nobiliario, copia de una pésima costumbre francesa, pasaba por alto una verdad capital: a los poetas los coronaba el Tiempo. Tanto era así, que tampoco el sarcasmo, la ignorancia o el olvido de la joven generación con respecto a su obra eran definitivos. Su verdadera poesía, Maestro, era tan perdurable como la lengua española, como el ácana y el ébano, las misteriosas maderas de sus versos, y como ellas brillaba y brillaría siempre, en un cielo que no estaba al alcance de la adulación ni del odio.
Pero el Cronista no alcanzó a pronunciar aquel discurso. El Poeta lo miraba, pálido, y él se sorprendió a sí mismo citando el sobrecogedor poema que más amaba entre todos los suyos.
—«Iba yo por un camino cuando con la Muerte di…».
—«¡Amigo!, gritó la Muerte…» —murmuró Guillén.
Había captado el homenaje, continuando la cita, y sonreía cuando el Cronista le estrechó la diestra, feliz de que todo hubiese terminado así.
«¡De pingaaa!», exclamó el Gordo, inclinándose para besar la cuartilla con la certeza de haber logrado una crónica memorable. Miró el reloj. No tenía tiempo de revisarla, pero no hacía falta. Llegaría tarde a la cita con Una, pero no importaba. El periodismo hecho literatura también podía permitirse esas licencias. John Reed, Pablo de la Torriente, Tom Wolfe y él, lo sabían perfectamente. Metió las cuartillas en un sobre y se dirigió corriendo a la escalera. Sentía unos desesperantes deseos de fumar.
Ganó la calle consolándose con la idea de que Una ya habría recibido su cuota y le regalaría una cajetilla, y la ansiedad le hizo evocar una metáfora del Rojo: los cigarrillos no eran más que delicadísimos poemas persas que ardían al ser leídos, procurando así una inefable felicidad y una dolorosa nostalgia a los viciosos. ¿Y si dejara de fumar? ¿Si cortara de una vez y para siempre aquel nudo que le tenía atados el corazón, los pulmones, el bolsillo y la voluntad haciéndolo sufrir como una madre mexicana? No, se dijo, ya había renunciado a demasiadas cosas en la vida. Su ansiedad no se debía solo a un vicio insatisfecho sino también al lento transcurrir del tiempo. ¡Ah, si ya fuera viernes y tuvieran impreso El Güije, el mundo sería otro! De alguna manera, quizá imperceptible para aquellos que no veían más allá de sus narices, el viernes la historia de la literatura cubana habría cambiado definitivamente. Y quizá cambiarían también otras cosas, quizá su poema inclinaría a las autoridades a poner en marcha un plan de emergencia para salvar a la ciudad.
Divisó a Una en la parada de 23 y 26 y agitó el brazo intentando llamar su atención, pero ella estaba de espaldas. Decidido a darle una sorpresa, cruzó la calle, se le acercó sigilosamente y le clavó un dedo en la columna vertebral.
—¡Un cigarro o disparo! —dijo.
Una se volvió de un salto.
—¿Cuándo vas a aprender, Gordo? Tienes casi media hora de retraso.
—No importa —dijo él—. Acabo de escribir la mejor crónica del año, y eso vale un cigarrito.
—No tengo —se excusó ella con una levísima nota de angustia—. Le di toda la cuota al Rojo.
El Gordo se sintió estafado. Una era para todos, su cuota de cigarrillos había devenido una especie de símbolo de esa posesión, y ella misma había quebrado el misterio de aquella Santísima Trinidad prefiriendo al Espíritu sobre el Padre y el Hijo.
—Eres incurablemente stendhaliana —dijo—. Lo tuyo es El rojo y el negro.
—Gordo, por favor… —musitó ella, bajando la cabeza.
Él oteó la calle vacía mientras se abanicaba con el sobre, sin lograr refrescarse. El calor húmedo y turbulento presagiaba tormenta. Estaba molesto consigo mismo por haber descendido a agredirla de un modo tan mezquino, en algo tan privado, e intentó pedirle excusas pasándole la mano por el pelo.
—¿Y tú no crees que él…? —murmuró ella.
—No. Nunca.
Había llegado a quererla tanto como a una hermana y sabía que aquella era la mejor respuesta, por dura que fuera. El Rojo, enfermo de belleza, jamás accedería a considerarla más que como a una brillante competidora. Volvió a mirarla. Estaba tan abatida que inspiraba lástima.
—Si quieres, yo le digo el epitafio a Diego —propuso.
—Gracias —dijo ella tajante—. Sé cumplir con mis obligaciones.
Después de diez minutos de un silencio tan pesado como el aire de aquella tarde, el ómnibus apareció vomitando un humo negro y denso. Lo abordaron, y Una usó su cartapacio como lanza para ir abriéndose paso hasta el fondo, donde tuvieron que permanecer de pie. Al pasar frente al cine Acapulco, él reparó en una valla que anunciaba al estreno de Memorias del subdesarrollo, dirigida por Tomás Gutiérrez Alea, según la novela homónima de Edmundo Desnoes, y se dijo que debía encargar una crítica que se planteara además el problema de las relaciones entre cine y literatura. En el Zoológico, un asiento quedó libre y él se hizo a un lado para que Una lo ocupara.
—Siéntate tú —dijo ella, extendiéndole el cartapacio—. Te duelen los pies.
El Gordo le dirigió una sonrisa y se sentó suspirando. Poco después, el ómnibus bordeó la Ciudad Deportiva y enfiló por Santa Catalina hacia la Víbora. Cuando doblaron por Mayía, miró a Una. Iban a pasar frente a la casa del Rojo y desde una cuadra antes ella había clavado los ojos en la ventanilla, atenta a la imagen fugaz que ahora aparecía allí, a la derecha. El cuarto del Rojo, situado sobre el garaje de la casona, parecía una atalaya. Las ventanas estaban cerradas, señal de que su dueño, que necesitaba de la luz como del aire, había salido ya para el periódico. El Gordo sintió un golpe de impaciencia y se dijo que los papeles se habían invertido, que debía ser él, y no el Rojo, quien estuviera trabajando junto al Flaco. Algo se había enfriado entre ellos desde la discusión sobre el epitafio de Diego, y ahora que la aparición de El Güije era inminente aquel frío había dado paso a una creciente animosidad que él interpretaba como señal de la megalomanía del Rojo, interesado en sustituirlo como jefe de redacción. Se preguntó si podría vencer en aquella guerrita sorda y se dijo que sí, aunque para ello tuviera que dar golpes bajos.
El ómnibus entró como un bólido en la avenida de Acosta y minutos después llegó a la parte alta de la calzada de Jesús del Monte, donde descendieron y tomaron otro que los conduciría a Villa Berta, la mítica quinta de los Diego.
Se sentaron juntos, «como buenos hermanitos», jugueteó ella, y él le tendió la crónica.
—Lleva cartas —dijo—, el Rojo se va a morir de envidia.
—Y yo… —exclamó Una abriendo los brazos mientras parodiaba un suspiro de novela radial—, de amor por su ausencia. —De pronto, se incorporó gritando—: ¡Dame ese infolio, Jacques, me pertenece! —y le arrebató las cuartillas.
Los demás pasajeros se volvieron a mirarlos, pero ella, sentada de nuevo, se ensimismó en la lectura y él no tuvo más alternativa que bajar la cabeza sonriendo. En cuanto dejaron atrás el entronque de La Palma sintió que abandonaban la ciudad internándose en los extraños pueblos del poeta, invariablemente teñidos de un rojo cansado, casi ceniciento. Al cabo de un rato, no pudo dominar la tentación de espiarla con el rabo del ojo. Ella leía moviendo los labios, como los niños; al terminar, le devolvió la crónica y le presentó las palmas de las manos.
—Entra —dijo.
El saludo ritual fue suficiente para hacerlo sentir satisfecho, seguro de que al Rojo no le sería nada fácil destronarlo.
—«Y usted tendrá la culpa como un lío de trapos» —advirtió Una de pronto, deslizando la cita con un cierto temor reverencial.
Él comprendió que le preocupaba la cercanía de la casa del Poeta y le apretó la mano sonriendo. Había conocido a Diego poco después de entrevistar a Lezama y le constaba que la cortesía era uno de sus dones. No por casualidad había revelado en sus versos los misterios de las reposadas costumbres familiares. Sin embargo, cuando el ómnibus llegó a la parada de Manantiales, sintió un levísimo temblor.
—Es aquí —dijo.
Descendieron junto a los baños y se detuvieron frente a la gigantesca escultura de la Virgen de la Caridad situada sobre el pozo principal. Tendría unos tres metros de alto; a su lado, Una parecía más que nunca una niña.
—Que las musas nos protejan —dijo él, tomándola de la mano.
El portón de Villa Berta estaba abierto. Lo franquearon y ascendieron por la carreterita que bordeaba los límites de la quinta. Más allá del garaje había una ceiba y dos frondosos jagüeyes cuyos troncos, cilíndricos como las columnas de un templo, estaban formados por múltiples tronquitos tubulares entrelazados; arriba, las copas de ambos árboles se unían creando una suerte de gigantesca cúpula catedralicia. Detrás se veía la casa criolla, de techo a dos aguas y tejas rojas. «El color antiguo, fervoroso y tenaz de la memoria…» citó ella mientras accedían al portalón y escudriñaban el interior a través de las puertas de cristal del comedor, tan desproporcionadamente grandes que le daban a la edificación un extraño aire de establo convertido en palacete.
—Papá los espera en el estudio —dijo una voz de niña a sus espaldas.
Se volvieron, pero no había nadie en el jardín ni en la carreterita. Las lianas que pendían de los jagüeyes creaban una especie de cortina por la que apenas se filtraba la luz.
—Yo estoy aquí —dijo la voz—, y el estudio y papá están allí, sobre el garaje.
Guiándose por la voz, él entrevió a la niña encaramada en las ramas de la ceiba.
—¿Cómo te llamas?
—Fefé… y estos son Rapi y Lichi —señaló hacia su derecha; dos niños, apenas visibles tras los bejucos, jugaban a las cartas ahorcajados en otra gruesa rama.
Una les tiró un beso y, sin soltar la mano del Gordo, dio la vuelta y se dirigió al garaje, cuyo piso superior más bien parecía un gran palomar taladrado por cinco ventanas y dos balconcitos. Subieron por la escalera lateral, de madera, y se detuvieron frente a la puerta entreabierta.
—Pasen —dijo una voz quebrada, como si los hubiese presentido.
Cegados por la luz que se filtraba por puertas y ventanas sintieron el fresco del interior como un duchazo. Ante el escritorio, con el rostro afilado por una chiva franciscana tan bien medida como sus versos, estaba Diego. Parecía agobiado por un peso enorme.
—Excúsenme —murmuró en el mismo tono tembloroso con que los había hecho entrar—. No me siento bien. —Los invitó a sentarse con un gesto—: ¿En qué puedo servirlos?
El Gordo se sentó en un sofá tapizado de pana verde. Estaba a punto de decir que los disculpara, que le habían pedido la entrevista por error, que por favor siguiera trabajando, cuando Una respondió:
—Queríamos verlo, simplemente.
Diego sonrió durante un segundo, como si la respuesta lo hubiese aliviado del peso misterioso que lo agobiaba.
El Gordo se corrió hacia un extremo del sofá para eludir la luz casi fosforescente que penetraba por los balconcitos, y al situarse en la zona sombreada del aposento pensó que justamente en aquella contigüidad inesperada de claridad y noche, de demencia y sosiego, residía el misterio del arte poética de Diego.
—En realidad… —dijo con la mirada fija en el rostro de su interlocutor—, le pedí que nos recibiera porque estamos haciendo una revista, una publicación literaria, y queremos entrevistar a nuestros mejores escritores, un poco al estilo de Paris Review… —Tal plan no existía, lo había inventado al vuelo para justificar una retirada estratégica, pero le pareció magnífico y decidió seguir—: Hasta ahora tenemos hecha la de Lezama y pensamos entrevistar además a Carpentier, Guillén, Piñera y, desde luego, a usted.
—Pero… —murmuró Diego volviendo a sonreír, esta vez con cierta picardía—, todos ellos son mayores que yo.
El Gordo quedó fascinado por la ambigüedad de la respuesta, que lo mismo podía apuntar a edades que a jerarquías literarias.
—Solo en cierto sentido, Maestro —dijo, conservando la ambivalencia—. Pero como usted no se siente bien, volveremos otro día.
—No, por favor —Diego adelantó la mano frágil, como si quisiera retenerlos en el aire—. Quédense un rato, solo un rato.
El dominó los deseos de mirar la hora. Se sentía entrampado. No podrían siquiera decir el epitafio y llegarían al Consejo tardísimo. Pero la simple compañía era un privilegio al que no estaba dispuesto a renunciar. Paseó la vista por la estancia, la detuvo en la «Flora» de Portocarrero colgada detrás del escritorio y evocó las lianas de los jagüeyes, presentes en la cabellera vegetal del dibujo. Entonces miró a Una, que estaba sentada en un butacón moviendo incesantemente la pierna derecha, y concluyó que en su pelo suelto también latían aquellas floraciones. Sintió pasos en la escalera, se dio vuelta y quedó boquiabierto al comprobar que la ventana daba a un barranco tan profundo como un pequeño abismo.
En eso, una mujer accedió a la estancia trayendo agua y café.
—Buenas tardes —dijo.
—Bella, mi esposa —sonrió Diego.
La señora tenía los ojos claros y benévolos, pero al Gordo lo impresionó sobre todo el saberse ante la musa del poeta, que ahora le estrechaba la mano y besaba a Una en la mejilla.
—Están en su casa —dijo, y se retiró sin dejar de sonreír.
Mientras saboreaba el café, hecho como dios manda, el Gordo cayó en cuenta de que aquella quinta era nada menos que «el sitio en que tan bien se está», la principal estancia poética de Diego.
—«Y esta máscara gusta» —citó Una, como si hubiera estado pensado lo mismo que él—, «dulcemente su sombra en una taza».
—Ah, ¿conoce usted…? —Diego sonrió, gratamente sorprendido.
—De memoria —dijo el Gordo—. Toda su obra. Le propongo un juego: usted cita cualquier verso suyo y nosotros recitamos el poema al alimón.
Diego se reanimó, inclinándose hacia adelante para coger la taza. La opresión había desaparecido de su rostro, a medio camino ahora entre la incredulidad y el entusiasmo.
—Prefiero creerlos… —dijo. Hizo una pausa para catar el café, lo aprobó con un levísimo movimiento de cabeza y bebió lentamente, como en un rito—. Lezama y Carpentier me dijeron que ustedes les habían dedicado sendos epitafios —comentó en el mismo tono reposado—, y yo sospecho que en realidad vinieron aquí a hacerme justicia. Si es así, adelante.
Su voz revelaba una tranquila curiosidad, pero la taza le temblaba en las manos, tintineando sobre el platillo. La puso en la mesita, sacó una caja de Populares y les brindó. Una se excusó con la cabeza mientras tamborileaba sobre el cartapacio. El Gordo aceptó de inmediato, erizándose cuando el Poeta le dio fuego y empezaron a fumar a la vez, porque había llegado el momento de la verdad: Una estaba recitando el epitafio.
Diego escuchó la cuarteta mirando el humo azul del cigarrillo y al final se mesó la chiva durante unos segundos.
—Hay un verso feroz —dijo divertido—, «lo mató a cabillazos un lector». Pero… —abrió los brazos como resignándose ante lo inevitable— los lectores también tienen derechos, ¿no?
El Gordo asintió aliviado mientras comprobaba que Una estaba tomando nota. Diego hizo silencio, echándose hacia atrás en el sillón, y él se preguntó si así terminaría todo, si no haría bien en provocarlo citando uno de sus pavorosos versos sobre la muerte. Descartó la idea, ya lo había hecho con Guillén y repetir los procedimientos le parecía de mal gusto. Pensaba en iniciar la retirada cuando Diego volvió a echarse hacia delante, esta vez apoyando un codo en el muslo, y murmuró con voz sibiliana:
Dos tumbas hay en el nevado fiordo,
pues en una no cupo. En la blancura,
yace la inmensa humanidad del Gordo.
Bastóle al seso la urna en miniatura.
El Gordo meneó la cabeza preguntándose cómo se habría enterado de que él era el autor del epitafio; después de pensarlo un instante concluyó que en realidad Diego no lo sabía, que le había respondido a él como un gesto de cortesía hacia Una y así, por casualidad, le había dejado caer encima aquella lápida.
—Fírmelo —rogó Una, tendiéndole el cuaderno donde había anotado la cuarteta.
—Por favor… —protestó suavemente Diego—. Eso es lo que nuestros abuelos llamaban «literatura de abanico». Pero si le complace, atribúyamelo. —Volvió a sonreír, con una picardía cómplice—. Yo lo reconoceré… en caso de que los versos de este joven valgan la pena.
El Gordo chasqueó los labios. Ahora tendría no solo que soportar el epitafio sino también las dudas del Maestro sobre su poesía, que Una anotaba puntualmente, sin duda para solaz del Rojo.
De pronto la estancia empezó a estremecerse con el ruido que antecede a los terremotos. Él se dio vuelta y vio un tren que avanzaba resoplando. La trepidante locomotora de vapor parecía a punto de arrasar con el estudio cuando dobló en la curva y pasó bajo la ventana por el hondo barranco que parecía un abismo.
—Las siete —murmuró Diego, poniéndose de pie.
Ellos lo imitaron, mirando el insólito tren que se alejaba, y Diego los acompañó hasta la escalera. A contraluz solo se percibían la perilla franciscana y el brillo de sus ojos. Los miraba con una suerte de resignada admiración, como si supiera que nada ni nadie podría protegerlos de las imprevisibles asechanzas de la suerte.
—Han escogido un oficio difícil, muchachos —dijo.
Ya en la carreterita se volvieron a mirar por última vez el estudio y vieron a Diego en uno de los balcones, diciéndoles adiós con la mano antes de desaparecer en la penumbra como una sombra más.
Regresaron a la Calzada de Bejucal y el Gordo propuso seguir hasta la parada. Una se negó, argumentando que tenían casi dos horas de retraso, y se dedicó a cazar un taxi. Él sabía que eso era tan difícil como hacerla desistir, de modo que permaneció inmóvil, viéndola desplazarse como una guinea entre los ómnibus y camiones que estaban detenidos en el semáforo, frente a los baños, para rogarles inútilmente a los chóferes de dos taxis. Pero, para su sorpresa, el tercero accedió y él echó a andar a la mayor velocidad de que era capaz.
—¿Cómo lo lograste? —preguntó cuando se hubo sentado.
—Ofreciéndole el triple —dijo ella—. ¿Tienes plata?
—Tengo —respondió él aliviado al saber que ahora llegarían al periódico en tres cuartos de hora.
Lo hicieron en media, gracias a la riesgosa audacia del taxista, y él pagó a cincuenta centavos el minuto con un nuevo suspiro de alivio. Mientras atravesaban la redacción, dividida en cubículos por tabiques de madera y cristal, sintió que el sonido de los teletipos y de las máquinas de escribir lo excitaba tanto como la mejor canción de los Beatles. Empujó la puerta del saloncito asignado a El Güije y se dejó caer en un butacón, resoplando.
—Tu trabajo está hecho, Gordo —dijo el Rojo sin levantarla cabeza del texto que revisaba—. Hubieras podido quedarte en casa.
—Nos debe algo —precisó el Flaco, que estaba tecleando una flamante Olivetti.
Por toda respuesta, él se secó el sudor de la frente. La descarga había empezado pronto, pero todavía no estaba en condiciones de responderla. Paseó la vista por la estancia. Era un saloncito rectangular que alguna vez funcionó como desván y que ellos habían limpiado bajo la entusiasta dirección de Una y llenado de muebles, máquinas de escribir y archivos conseguidos por el Flaco. Contemplándolo, el Gordo reconoció que aquel pacto de locos era capaz de producir milagros.
—Aquí tienen la nota de Guillén —dijo, extendiendo el sobre—, creo que bien vale un cigarrito.
Una puso el cartapacio sobre la mesa de dibujo, el Flaco siguió tecleando como si no lo hubiese escuchado y el Rojo fue hasta el butacón, le dio un Popular y disparó su fosforera.
—¿Y la de Diego? —dijo en tono conminatorio, mientras tomaba el sobre.
Para ganar tiempo, el Gordo encendió el cigarrillo y se llenó los pulmones de humo.
—La voy a hacer yo —terció Una mientras sacaba dos fotos del cartapacio—. Ese era el trato.
—Tú tienes que terminar el diseño —recordó el Flaco sin interrumpir su tarea.
—También lo haré —dijo ella—. Aquí están los proyectos de portada y contraportada.
El Gordo se levantó casi con agilidad, como si el interés hubiese hecho desaparecer su cansancio y sus limitaciones. No obstante, llegó después que el Flaco y el Rojo y, como ellos, se inclinó sobre la mesa. Quedó encantado con la belleza de la mujer que aparecía en la foto, totalmente desnuda. Estaba bocarriba sobre una manta a rayas, con la cabeza ladeada y la mano en la frente. Tenía el pelo negrísimo, suelto como la copa de un árbol, los senos pequeños como melocotones, los pezones oscuros como ciruelas y la cintura quebrada como la caja de una guitarra; pero el centro de la composición era el pubis, los encrespados vellos del sexo, flanqueados por las piernas esbeltas y firmes.
—Es Tina Modotti, por Edward Weston —informó Una y, mostrando otra foto—: Julio Antonio Mella, por Tina Modotti.
Mella también estaba desnudo, pero de perfil, lo que impedía verle el sexo. La iluminación invitaba a una fuga hacia arriba: desde el cuerpo de atleta con los músculos relajados y sin embargo pujantes bajo la piel tostada por el sol, hasta las proporciones áureas de la cabeza, cuya perfección hubiera hecho pensar en un héroe griego de no ser por la sensualidad absoluta y afortunadamente caribeña de los labios.
—Tremendas fotos —comentó el Flaco volviéndose hacia ella—. Pero no pretenderás…
—Sí —dijo Una—. Son portada y contraportada.
El Flaco se dejó caer en la banqueta de la mesa de dibujo y volvió a examinarlas, meneando la cabeza.
—Es demasiado… —murmuró—. ¿Acaso no sabes que Mella fue…?
—Por favor… —lo interrumpió Una sacando unas cuartillas del cartapacio—. Lo dice aquí, en esta nota, y también dice quién fue Tina. Y precisamente por eso propongo estas fotos, para probar que no somos hipócritas como los burgueses y que el placer, la belleza y el hedonismo son también una herencia nuestra.
Terminó jadeando, con las mejillas enrojecidas, y el Gordo empezó a tararear la Internacional para ver si ella se relajaba un poco.
—Eres una sabia —ironizó el Flaco—, pero recuerda que estamos en Cubita bella. Abrir con un desnudo del fundador del Partido Comunista es… es demasiado, mi cielo.
Una no respondió a la ironía, extrajo otra serie de fotos y las desplegó sobre la mesa con cierta desesperación. Eran copas, flores, cristos, manos y una máquina de escribir, pero todo sorprendido de modo casi abstracto, en su más absoluta desnudez.
—Son de Tina —dijo—. Mi plan es publicarlas con la nota de redacción que ya escribí, e ilustrar el resto del número con fotos de Mayito, Marucha, Salas y Chinolope, para conservar la unidad. Estas, por ejemplo… —rebuscó en el cartapacio y extrajo unas fotografías sobre La Habana—, son fantásticas para acompañar el «Réquiem».
El Gordo las examinó. Una tenía razón. Las imágenes no ilustraban el poema, más bien se relacionaban con él de un modo indirecto y profundo, por los imprevisibles caminos del azar concurrente.
—Seria fantástico abrir con esas fotos —dijo, dejando caer el cabo en el cenicero—. No quedaría un ejemplar en los estanquillos.
Una batió palmas, lo besó en las mejillas y se volvió hacia el Rojo.
—¿Tú? —dijo.
—Me importa un bledo que El Güije se agote o no —comentó el Rojo mientras miraba de nuevo los desnudos—. Estoy de acuerdo porque las fotos son extraordinarias.
El Gordo estaba pendiente de la reacción de Una que, como él esperaba, aprovechó para besar al Rojo en la boca, sin recibir respuesta.
—Está bien… —suspiró el Flaco, aceptando con resignación el abrazo y el beso de Una—. ¿Qué más?
—Esta carta —dijo el Rojo blandiendo un sobre de correo aéreo—. Está fechada en París hace veinte días. —Extrajo la hoja con aire triunfal y leyó—: «Querido amigo, no tengo nada que objetar a la presencia tan imaginativa del nombre de mi padre en tu ensayo. Es más, pienso que a él le hubiera gustado el texto tanto como a mí. Quisiera tu autorización para traducirlo al francés y publicarlo en Partisans, así como también establecer un canje regular entre nuestra revista y vuestro Güije Ilustrado, de cuya inminente aparición me hablas con tanto entusiasmo. Saludos, François».
Una volvió a besarlo, y el Gordo tuvo la desagradable impresión de que el Rojo se estaba pavoneando como un gallo.
—¿Por fin qué carajo escribiste sobre «Réquiem»? —le preguntó.
El Rojo le pasó la carta a un centímetro de la cara jugando a que lo abofeteaba, la introdujo en la mariconera y tomó unas cuartillas que tenía en el satélite, junto a la máquina de escribir.
—A ver… —dijo mientras buscaba un párrafo—. Escucha, miserable. Donde decía —entrecerró los párpados, citando de memoria—: «Por último, expresa su curiosidad por saber qué analogías aportará “Fiesta”…», ahora dice —procedió a leer—: «Réquiem», por su parte, es el tipo de obra, a menudo magnífica, que suele florecer en los períodos de decadencia; el kaärico vulgar alcanza en este poema, que acusa una cierta influencia de «Flores para tu altar», su mayor lucimiento. Por último, nos dice Reis —levantó la vista brevemente para mirar a Una—, «Me confieso culpable ante los hombres» inicia en la cultura kaärica lo que siglos después occidente llamará extrañamiento, sometiendo la historia y la cultura de Nuestra Amada Kaär a la mirada nueva y en cierto modo feroz de la mujer, no del todo exenta de rencor, de un modo análogo al atribuido por Brecht al proletariado. En cuanto al género… —puso las cuartillas sobre la mesa y los miró uno a uno—. Ya no hay más cambios, ¿qué les parece?
El Gordo resopló. No estaba del todo conforme con aquel juicio, pero el Rojo había procedido con una endiablada inteligencia. ¿Cómo expresar su desacuerdo con lo del «kaärico vulgar» sin tener que soportar una monserga sobre la importancia del latín vulgar y su papel en el florecimiento de las lenguas romances? Y sobre todo, ¿cómo oponerse a la tesis de la influencia de «Flores» sobre «Réquiem» sin molestar al Flaco? Decidió que no había manera y se dispuso a esperar su momento.
—Por el elogiooo, jovencitooo —dijo, alzando un vaso inexistente.
—Alguna vez te voy a enseñar lo que es ferocidad, cabroncito.
Una había amenazado al Rojo, que se encogió de hombros y tomó unas cuartillas manuscritas, bastante deterioradas.
—Tengo algo más —dijo—. «Fiesta brava», un cuento. Me lo mandó el Mulo desde la UMAP a través de un amigo. ¿Lo leo?
Era una pregunta retórica. Todos se habían sentado, dispuestos a escuchar. El Rojo los miró en silencio durante unos segundos para acentuar la expectación, se aclaró la garganta, y leyó:
«El soberbio animal salió al ruedo corriendo y se detuvo en el centro, como paralizado por la sorpresa.
Un regio pasodoble atronaba el aire; más de veinte mil espectadores aplaudían el comienzo de la fiesta. La bestia alzó la cabeza, confundida, miró lentamente hacia los tendidos y reanudó la carrera levantando nuevos vítores. Yo la estudié durante unos segundos desde el burladero. Era un ejemplar hermosísimo. Negro como la desgracia. Ladino como todos los de su casta.
Pero yo tenía mi experiencia y mis mañas y sabía que el bicho estaba atarantado por el estruendo. Salí al ruedo mirándolo, excitado por los aplausos, la música y el polvo, seguro de que dentro de poco la arena se habría embellecido con su sangre. Dediqué la faena al Presidente, como era de rigor, y me decidí a comenzarla dispuesto a entusiasmar a la plaza. Quería ganarme el honor de cortar rabo y orejas.
Al enfrentarlo pude admirar otra vez su belleza. Con el brillo del sudor, su piel había adquirido matices casi azules. Tenía los músculos tensos, como cables a punto de estallar. El temblor de los belfos, gordos y pálidos, indicaba que estaba decidido a iniciar una nueva carrera. Ya lo hacía. Y yo, sabio y matrero, me le encimé e hice un quite en el momento justo para obligarlo a golpear la cerca con el testuz. Las maderas crujieron. El bicho se volvió, enceguecido. Ahora parecía una escultura tallada en músculos, rabia y miedo.
Le di la espalda, dirigiéndome al centro de la arena. De inmediato, emprendió una nueva carrera junto a la cerca y yo lo dejé hacer. Por ahora solo necesitaba cansarlo. Sabía que, con la inteligencia obnubilada por la obsesión de regresar junto a los suyos, recorrería varias veces el ruedo tentando una y otra vez la madera, hasta convencerse de que no había escape. Entonces, con los belfos y los ollares espumeantes, se volvería hacia mí. Ya lo hacía. Y yo lo enfrentaba arrodillado, aspirando su olor rijoso para excitarme, mientras el público deliraba de entusiasmo en los tendidos.
Todavía de rodillas le hice una verónica. Trastrabilló. Solo entonces, cuando hube logrado humillarlo, me retiré para que entrara mi cuadrilla. El banderillero era un novillo enjuto y elegante como un bailarín e hizo su trabajo a la andaluza, con arte. Pero el picador era un miura más bestia aún que la propia bestia y me lo trabajó demasiado, abriéndole en el lomo una herida de la que brotaba un río de sangre que excitó sobremanera a los tendidos. Entonces el Secretario Mayor, un imponente macho cabrío, le entregó un estoque a mi enemigo para que pudiera defenderse y yo terminara la faena de acuerdo a las leyes del rito. Con riesgo de muerte.
Me cuadré ante él, leyendo el miedo y la decisión en sus ojazos enrojecidos por las lágrimas. Era un soberbio animal. Sabía que solo tenía una oportunidad entre mil y estaba dispuesto a aprovecharla. Pero no en balde yo era el mejor matador que había pisado jamás la Plaza de Hombres. Procedí limpiamente, de frente, cuidándome mucho de que mis cuernos no lo atravesaran todavía. Lo acerté con el testuz, en pleno pecho, elevándolo como un pelele: cayó a tierra sin soltar el estoque, en medio del escándalo de los tendidos. Se levantó, vomitando sangre, y durante un segundo sentí lástima de él. Mas ese es un sentimiento fatal para nosotros, los hombreras. Me sobrepuse recordando que aquel animal había cometido el pecado nefando y que lo hombreábamos como castigo.
Imaginarlo así, recibiendo ofrenda de varón, borró en mí todo vestigio de piedad. Me dispuse a matar. Aquella bestia merecía la muerte tanto como los míos merecían la fiesta. A riesgo de mi propia vida bajé el testuz para animarlo a levantar el estoque. Lo hizo, casi sin fuerzas, dándome la oportunidad de entrar como un maestro, metiéndole limpiamente el cuerno izquierdo en el corazón. Un entrechocar de cascos estalló en el graderío. Yo recorrí dos veces el ruedo con mi trofeo ensartado en el pitón y lo tiré frente al palco del Presidente como una piltrafa. Entonces la gracia suprema me fue concedida, y le corté rabo y orejas en medio del delirante entusiasmo de los toros y machos cabrios que atronaban la tarde con el retumbar de sus cascos y pezuñas».
—Dios mío… —dijo Una lívida, bajando la cabeza—, es un cuento horrible. Es… formidable.
—¿Verdad? —preguntó el Rojo, todavía excitado por la lectura.
El Gordo se puso de pie, tomó un cigarrillo del paquete que estaba sobre la mesa de dibujo, lo encendió con la fosforerita y fue hasta la ventana que daba a la avenida, echando humo. Había algo que no le funcionaba en el cuento, pero aún no sabía exactamente qué.
—Me gusta la, digamos… inversión de valores —dijo tratando de aclararse la mente—. El momento en que uno descubre que la víctima es un hombre. No así el casticismo… —Chupó el cigarrillo y exhaló el humo rápidamente, con la impresión de haber agarrado la idea por el cuello—. Quiero decir, el uso de, por ejemplo, «tendidos» por gradas, «pitones» por tarros… No sé, me parecía estar oyendo a Blasco Ibáñez. Si la historia estuviera narrada por un gallo, en vez de por un toro, y el tipo hubiese muerto a picotazos…
—Entonces seria otro cuento, Gordo —lo interrumpió el Rojo y, dirigiéndose al Flaco—: ¿Qué tú crees?
El Flaco suspiró mientras se atusaba el bigote.
—Que no podemos publicarlo —dijo—. Por lo menos, no en el primer número. El Mulo es maricón, o sea, es la víctima. Y esa fiesta monstruosa…, me extraña que no se hayan dado cuenta, es la UMAP.
Estaba abrumado. El Gordo pensó que la responsabilidad lo había ido transformando a medida que la salida del número se aproximaba. Ahora era casi irreconociblemente cauteloso.
—¿Y por qué tiene que ser la UMAP? —preguntó el Rojo—. El valor del cuento reside justamente en que el Mulo logró liberarse del color e incluso del lenguaje local, o coloquial, como diría el Gordo, para dar una historia que se atiene solo a sus propias leyes y no puede ser entendida más que como un grito contra la barbarie aquí, en Alemania o en la Conchinchina.
Como respuesta a la pulla, el Gordo agarró el cabo del cigarro entre el pulgar y el del medio y lo proyectó contra el pecho del Rojo, que saltó sorprendido y se miró la camisa a rayas blancas y azules, hasta comprobar que no estaba quemada. Entonces, mientras la sacudía con la mano izquierda, sacó el índice y el meñique de la derecha y le hizo al Gordo la señal de los tarros.
—Ese gesto también es español —dijo Una—. Como el falocentrismo, la grandilocuencia y tantas cosas horribles que…
—No me des más clases, chica —la interrumpió el Flaco.
—¡No estoy dando clases y tú lo sabes! —exclamó Una saltando de la silla como un basilisco—. Estoy hablando del cuento. Claro que también alude a la UMAP, ¿y qué?
El Rojo dio unos pasos soplándose la pechera hasta dejarla limpia de ceniza, y se detuvo frente al cristal de la ventana abierta.
—La verdad es que no te entiendo, Flaco —murmuró mientras contemplaba su sombra reflejada en el vidrio—. ¿No eras tú quien me acusaba de ser un pendejo? Prueba ahora que eres un duro.
—Lo estoy probando —dijo acremente el Flaco—. El cuento no se publica. Punto.
Se hizo un silencio tan pesado como la densa atmósfera que caldeaba la noche. El Gordo sacó la cabeza por la ventana buscando aire, perplejo ante aquella impredecible inversión de papeles. Ahora el Rojo representaba el riesgo y el Flaco la cautela, casi la cobardía. ¿O seria más justo decir la responsabilidad? En todo caso, él prefería confiar en las decisiones del Flaco en aquellos temas. No entendía un carajo de política y además no le gustaba el cuento. Así que estaba libre de compromiso y podía beneficiarse limpiamente de aquel choque.
—Estoy de acuerdo con el Flaco —dijo—. El cuento es impublicable.
Y volvió a sacar la cabeza por la ventana. Estaba tentado de recordarle al Rojo que ya ellos habían censurado «Por una plaza humana» en La Ladilla, mientras que el Flaco iba a publicarla en El Güije, pero no quería hacer aquella acusación que lo involucraba. El teclear sincopado de dos máquinas de escribir llenó el saloncito. De pronto, sintió posarse una mano en su hombro y se dio vuelta.
—Acabo de hojearla y es una mierda. —El Rojo mostraba la nota sobre Guillén—. Empiezas llamándote visitante, en bajas, y luego, de rampán, pasas a llamarte Cronista, en altas. Te autoadjudicas todo el protagonismo, como si nosotros no existiéramos, y además entregas un trabajo lleno de tópicos, tachaduras y palabras manuscritas… ¿Eso es un trabajo profesional?
—Por favor Rojo —rogó Una levantando la vista de la máquina—. La nota es buenísima. Yo la paso en cuanto termine esto.
El Gordo miró al Rojo y no lo mandó al carajo por deferencia hacia Una. Se dirigió a la mesa de dibujo para quitárselo de enfrente, pensando que el muy pendejo la había cogido con él por falta de valor para enfrentar al Flaco.
—Voy a pasarla yo —proclamó el Rojo.
—Si me le cambias una coma orino en tu cama —advirtió él.
El Rojo se sentó a la máquina y él se puso a revisar el borrador del índice para ayudarse a olvidar el incidente. Además de las escritas por ellos mismos habían logrado cosas cojonudas, como las respuestas de los maestros a sus epitafios respectivos, la reflexión de Carpentier sobre los nombres de Cuba y La Habana, la entrevista exclusiva con el Poeta Inmenso y los poemas de Roque, entre los que se hallaba el dístico que parafraseaba felizmente a Martí: «Dos patrias tengo yo:/ Cuba y la mía».
Una de las máquinas dejó de sonar y él se volvió instintivamente hacia el Flaco, que extraía la última cuartilla del cuento que acababa de pasar en limpio.
—Este sí te va a gustar, Rojo, tú verás… —prometió el Flaco—. Se llama «Confución», con ce, y tiene un epígrafe sacado del Tao te kin:… «Existió antes que su Antepasado»… Escuchen.
«“Una ráfaga de eme dieciséis quemó la noche y el joven Guardafrontera, de apenas veinte años, cayó de bruces, herido de muerte por el plomo enemigo. Su perro…”. El escritor dejó de teclear, pensando en un posible nombre para el animal. Si simplemente pudiera llamar Perro a su perro tendría un as, pero ya Carpentier había llamado Perro a su perro y no quería ser acusado de plagiario. En eso llamaron a la puerta. Maldijo la promiscuidad de la habitación en que vivía, comparada con ella la covacha de Raskólnikov era un palacio. Se mantuvo en silencio, alimentando la esperanza de que el visitante, que ahora volvía a tocar, decidiera marcharse. Con la tercera ronda de toques se rindió a la necesidad, aquella tortura podía durar toda la mañana. Pero ¿cómo llegar hasta la puerta? El camino del tabaco, trillo que últimamente le había servido para desplazarse entre aquella selva de libros, estaba bloqueado ahora por una enciclopedia Británica comprada esa misma mañana, a precio de saldo, a un viejo abogado que tenía intenciones de marchar al exilio. Pensó en el antiguo y casi olvidado Camino de Santiago, ruta infalible hasta el momento en que quedó obstruida por nuevas constelaciones de estrellas literarias. Decidió reabrirlo. Cada cierto tiempo sentía la necesidad de cambiar de trayecto para verse obligado a remover el mar de libros y obtener, en la renovada superficie, la posibilidad de nuevas lecturas. Cuando volvieron a tocar, terminaba de poner la Biblioteca Breve sobre la alacena. Avanzó hasta una enorme torre, coronada por Visión de los vencidos, que había sido furiosamente atacada en la base por los ratones y ahora estaba ladeada, como la de Pisa, amenazando con desmoronarse; giró a la izquierda, caminó sobre las cagarrutas, levantó una tonga del suelo, la dejó caer sobre el cajón que tenía a la derecha y en medio de una nube de polvo los volúmenes se abrieron en abanico, como un mazo de naipes. Se frotó los ojos, que le escocían, y sonrió con amargura; El tambor de hojalata, deseado y perdido desde meses atrás, brillaba ahora en el centro de la baraja como un rey de oros. Lo tomó y tuvo que avanzar todavía unos pasos para poder abrir la puerta.
Manuel Wong le hizo una reverencia.
—Buenos días —dijo el escritor—. ¿Qué desea?
—Hablal.
—Mi madre no está.
—Quielo con usté.
Era un hombre pequeño, de rostro apergaminado y seco y edad indefinible. El escritor lo había visto sudar durante años, como un condenado, en los vapores infernales de su lavandería; lo había visto fumar en una larga cañabrava, que iba de su boca a una lata herrumbrosa, llena de agua, de donde brotaban un gorgoteo inquietante y un humo denso, blanco, que desdibujaba el rostro del chino, y que a él siempre le pareció diabólico; lo había visto correr bajo el aguacero de piedras e improperios que el escritor y sus amiguitos solían dispararle a mansalva en las raras ocasiones en que aventuraba a cruzar la calle. Jamás habían cambiado dos palabras. Durante los años de infancia del escritor, Manuel Wong provocó en él, alternativamente, miedo, fascinación y desprecio. Después se fue desvaneciendo como su propio humo, y ahora era solo niebla.
—Pase —dijo el escritor, forzando una sonrisa.
El chino lo siguió por la vía láctea y colocó sobre la mesita, en el pequeñísimo espacio que quedaba entre la máquina de escribir y el fogón de kerosén, un mazo de acelgas.
—Pala su señola male —dijo.
El obsequio reafirmó las aprensiones del escritor. El chino venía a un negocio, a un negocito, a un bisne, como se decía ahora, en aquel lenguaje degradado que el escritor admiraba a su pesar y sin embargo no había podido integrar a su escritura. Conocía de oídas el mundo de la supervivencia, sabía que se cambiaban cigarros suaves por fuertes, leche por arroz, café por viandas; había visto operar a su madre, una verdadera avispa en aquellos trajines que para él tenían un cierto olor a inmoralidad. Así que ignoraba las misteriosas equivalencias de los trueques, era ciego para el laberíntico mecanismo de la Libreta de Abastecimientos y solía decirse que, en el reino de violencia literaria que se proponía crear, siguiendo los pasos de Rulfo, aquellas minucias cotidianas no tenían cabida.
—Gracias —dijo secamente mientras ponía El tambor de hojalata en el suelo, bajo la silla—. ¿Qué desea?
Manuel Wong no respondió. Miraba fascinado los libros. El escritor tuvo que hacer un esfuerzo para dominarse. Aquellos volúmenes amontonados sin orden ni concierto, aquella confusión babélica y por tanto inútil, era a la vez su humillación y su delirio. Jamás podía leer lo que deseaba, sino lo que la casualidad iba sacando a flote de aquel mar turbulento; su cultura, como la cabaña de Robinson Crusoe, estaba hecha de restos de un naufragio.
—Tiene un hijo —dijo entonces el chino.
—No —replicó el escritor, automáticamente.
—Yo —precisó el chino.
El escritor intentó recordar. Había jugado con algunos chinitos hacía años, pero ninguno era hijo de Manuel Wong.
—No sabía —dijo.
—No ela… nolmal —murmuró el chino, y volvió a mirarlos libros—. ¿Litelatula china, tiene?
—Algo —dijo con desgano el escritor—: Lu Sun, poemas de Mao…
Recordar aquel tesoro sumergido le producía una sensación de ahogo, un dolor oscuro, que prefería evitar. De pronto reparó en que se había sentado, mientras el chino permanecía de pie; pero para brindarle la otra silla del aposento tendría que quitar de allí una colección de Breviarios del Fondo de Cultura, y no estaba de humor para eso. Le bastaba con hacerlo dos veces al día, cada vez que su madre se disponía a comer. Miró al suelo y su vista quedó fija en el Cajón Insignia, gran tesoro del naufragio. Allí estaba, completo, el Siglo de Oro, en la edición de Aguilar. Al adquirirlo, el escritor soñó durante meses con una casa que tuviera una biblioteca que tuviera un librero que contuviera a sus clásicos. Pero Quevedo conoció la voracidad de los ratones, Garcilaso fue convertido en mierda de cucarachas, Cervantes remedó su propio destino, preso en aquel cajón como en una cárcel.
Y una noche, después de que su madre, enceguecida por el fogonazo, gritó que quién carajo había encendido la luz, él trazó sobre la tapa carcomida del cajón esta consigna: ¡AQUÍ ESTA LA CULTURA! Y se prometió repetirla en todos los idiomas del mundo, cuando los aprendiera; entonces soñaba con llegar a ser políglota, matemático y filósofo. Pero unos años después solo sabía inglés —CULTURE IS HERE!—, balbuceaba el francés —VOICI LA CULTURE!—, y apenas había ido más allá de las ecuaciones de segundo grado y del Problema Fundamental de la Filosofía. Sin embargo la conciencia de su ignorancia no lo deprimió como otras veces; de hecho, al levantar la cabeza y mirar al chino, sonreía.
—¿Me puede hacer un favor? —preguntó.
Manuel Wong hizo un delicadísimo gesto de aquiescencia. El escritor le entregó un plumón rojo e indicó la caja.
—Escriba: «¡Aquí está la cultura!» en chino. —Había gritado al pronunciar la consigna, como solía hacerlo en sus frecuentes ataques de rabia, y se sintió en la obligación de añadir—: Por favor.
Manuel Wong se inclinó sobre la caja, sopló las cagarrutas y se aplicó a escribir. El escritor quedó fascinado con las maripositas, las libélulas, las frágiles comillas de aquel lenguaje incomprensible, nacido de conchas de tortugas y huellas de pájaros en la arena, y lamentó haberse portado groseramente con el chino. Era un artista. Hubiera querido brindarle café, como mandaba la tradición criolla, pero el polvo de la cuota se había acabado esa mañana.
—Gracias —dijo mientras ponía en el suelo los Breviarios e invitaba al chino a sentarse; de pronto recordó las tisanas de su madre, y añadió—: ¿Quiere té?
—No moleste, no moleste —respondió el chino.
El escritor sonrió, mirando la consigna.
—No es molestia —dijo.
Se dirigió hacia la alacena y al verse obligado a poner otra vez la Biblioteca Breve en medio del Camino de Santiago pensó que sí era molestia, que debería estar escribiendo, que el chino era un cronófago, un emisario de la abulia. Regresó a la mesa, vertió alcohol en el reverbero que, sin una de sus patas, se mantenía en precario equilibrio sobre un grueso volumen ennegrecido por el humo, acercó un fósforo, y una luz azul fulguró en la estancia, haciéndole recordar su único poema, donde un chorrito de kerosén que caía sobre el fogón producía un incendio bellísimo que quemaba su cuarto, su biblioteca, su vida. Aquel texto era una forma lujuriosa de fantasear con el fin de su tragedia; pero a fuerza de evocarlo había comenzado a sentir hacia él una atracción irresistible y temía que cualquier día la vida terminara imitando al arte. Fijó la vista en el fuego para captar en toda su miserable belleza el momento en que la cocina empezara a gasificar y la luz azul del alcohol se sumiera en la llama naranja del kerosén. Solía decirse que ese instante tenía una suerte de sublimidad cotidiana; era la única belleza visual que existía en su reino, y le gustaba contemplarla recordando el dibujo animado en que unas llamitas en forma de dedos tocaban la «Danza ritual del fuego» sobre un piano al que a la vez iban consumiendo.
Cuando puso el jarro sobre la hornilla sintió que había llegado el peor momento de la ceremonia, que el viejo Kawabata no había sufrido jamás humillación parecida: ahora debía retirar su propio manuscrito y ponerlo, no quedaba otro sitio, sobre los calderos renegridos. Lo hizo con los ojos cerrados, levantó un extremo del hule que cubría la mesa, abrió una gaveta y sacó una tacita. Manuel Wong se quedó mirándola.
—Polcelana china —dijo.
El escritor observó por primera vez con atención la taza en que había bebido durante años y que su madre conservaba como la única reliquia de su boda. Un mandarín gordo, calvo, bebía té junto a una muchacha ingrávida, solícita. El escritor se preguntó si así habría sido el padre que nunca conoció, y estuvo más seguro que nunca de que jamás había habido boda. El dibujo, en tonos sepias y rojos, le pareció de pronto grosero, repulsivo.
—Mi hijo mulió —dijo el chino.
—Lo siento —murmuró el escritor, sirviendo la infusión.
—Esclibía, como usté.
El escritor apenas levantó la cabeza al acercarle la taza.
—Dígame qué desea, por favor.
El chino bebió un sorbo antes de hablar. El escritor se abstuvo, desde niño el té le había sabido a medicina. Ahora Manuel Wong contaba su desgracia, y hubo algo en el relato que sobrecogió al escritor: el hijo había muerto quemado, junto a sus manuscritos y a una copiosa biblioteca china, en el cuartucho que compartía con su madre al fondo de la lavandería.
—Solo pude salval dos liblos —concluyó Manuel Wong—. ¿Le intelesan?
—Sí —dijo automáticamente el escritor—. Es decir, ¿qué libros?
—Impoltantes —respondió el chino—, muy impoltantes. El Wu-li-tung-kao y…
—Hable en español —lo interrumpió bruscamente el escritor, y se sintió incapaz de explicar que reaccionaba así contra su propia ignorancia.
—Oh —murmuró Manuel Wong palideciendo—, quielo decil el Liblo de los litos, costumbles y conveniencias, y La flol de ciluelo en el jalón de olo, una novela.
El escritor repitió los títulos en voz baja, fascinado por aquella magia erótica, y se dijo que pagaría lo que le pidieran con tal de atesorarlos, a pesar de que, de chino, solo sabía una blasfemia aprendida cuando niño en sus frecuentes luchas contra los chinitos del barrio, ¡Ka-lim-ban-bó!, ¡el coño de tu madre!
—¿Cuánto? —preguntó.
—Oh —volvió a murmurar el chino, con una reverencia—: glatis, glatis.
—Gracias, muchísimas gracias —dijo el escritor avergonzado de su propia brusquedad, conmovido por el desprendimiento y la dulzura del chino, preguntándose si alguna vez seria capaz de recrear literariamente aquella elaboradísima elegancia.
Manuel Wong se inclinó como un junco y le extendió un cuaderno escolar chamuscado.
—También salvé esto —dijo—. Lo esclibió… él. Quielo que me diga si silve.
—Pero… yo no sé chino —se defendió el escritor.
—El… —Manuel Wong hizo una pausa, como evocando al desaparecido—, ela casi cubano, esclibía en cubano.
—Bueno… —aceptó el escritor derrotado—. ¿Y por qué yo? —preguntó de pronto, poniéndose en guardia.
—Es el único esclitol del balio.
El escritor se dijo que aquel era el precio de los libros incomprensibles, que había sido objeto de una sinuosa maniobra, que el lazo de la diabólica serpiente se había cerrado sobre su tiempo. De pronto quiso quedarse solo, continuar su cuento, olvidar la suerte de aquel fantasmagórico gemelo, pero una irrefrenable curiosidad acabó por imponerse.
—Deje eso ahí —dijo, sin tocar el cuaderno—, y vuelva por la tarde.
Reabrió el Camino de Santiago y acompañó al chino hasta la puerta. De regreso volvió a poner los Breviarios sobre la silla, pero no lavó la tacita; para hacerlo tendría que salir al patio del solar, usar el vertedero común, y eso, como solía decir en aquella jerga que envidiaba en secreto, era mucho para un solo corazón.
Al ponerse a trabajar se sintió tentado por el cuaderno que Manuel Wong había dejado, imprudente, sobre la hornilla, y se dijo que no tenía derecho a tocarlo hasta haber completado su jornada. «Una ráfaga de eme dieciséis quemó la noche y el joven Guardafrontera, de apenas veinte años…». Desgarró el papel. Tenía la obsesión de vencer el tiempo con sus textos y aquellas líneas no habían podido resistir siquiera unos minutos. Si el personaje tenía apenas veinte años no había por qué aclarar que era joven, y por lo demás, ¿se decía Guardafrontera o Guardafronteras? «Ah, ¿quién lo sabe?», declamó mirando los libros amontonados e inútiles, «¡qué enigma entre las aguas!». Lo perfecto sería, se dijo, dejar la frase como estaba y a renglón seguido escribir que los lectores debían perdonarlo, que había empezado mal. Y empezar otra vez, y si volvía a equivocarse, mejor, seguiría pidiendo perdón y reanudando el cuento hasta lograr, mediante la reflexión abierta sobre la técnica y el constante retomo al punto de partida, una atmósfera de complicidad que le permitiera seguir avanzando hasta construir el relato como quien no quiere la cosa, con el sutil desenfado de un Cortázar. Sí, eso sería lo perfecto si Saroyan no lo hubiese hecho antes en «Setentamil asirios», ¿o había sido en «El tigre de Tracy»?
Miró otra vez el cuaderno preguntándose cómo habría resuelto el chino esos problemas y por qué se habría matado. Para él era evidente que se trataba de un suicidio, aunque Manuel Wong no había insinuado siquiera esa palabra. Una muerte horrible, a fuego, como las que solían darse, los domingos, las negras del barrio, atormentadas sabría dios por qué dilemas insolubles. La primera que le tocó ver morir era joven y estaba desnuda cuando salió corriendo de su cuarto envuelta en llamas. Él jugaba bolas en el patio y la vio desde abajo: el pelo, la espalda y los senos abrasados, los ojos y la boca abiertos en un aullido que se repitió durante años en sus pesadillas, junto a la imagen del sexo morado de la muerta, despatarrada en medio de la calle.
Tomó el cuaderno, cuyos bordes chamuscados parecían prolongarse en el negror de los calderos, y se dijo que hoy no era su día, que escribiría mañana. Lo abrió con aprensión. El chino, ¿seria mejor que él? En principio, la letra no era gran cosa, una palmer correcta, de aventajado alumno de primaria, que se firmaba Whuam Wong y admitía humildemente ser solo un traductor de clásicos chinos desconocidos en otras lenguas. El escritor sonrió, no tener que medirse con un igual le parecía un buen augurio. El texto propiamente dicho era un prólogo a la traducción del Libro de las lágrimas, atribuido al poeta ciego Liu Sun Ha, el Iluminado, cuya propia existencia estaba en entredicho. Solo su presunto biógrafo, el también poeta Whu Te, llamado el Exégeta por sus detractores, afirmaba haberlo conocido. En el opúsculo La oscura vida del Iluminado sostenía que Liu Sun Ha, nacido en 253, era oriundo de la ciudad de Xinhua y que en fecha desconocida se trasladó como recaudador de impuestos a la remota aldea de Sao Chi, donde escribió su «asombroso poema», atribulado por la desoladora hambruna que azotó la región en el «monstruoso verano» del 215. El propio poeta hubiera sucumbido de inanición si no llega a producirse un «incendio salvador» en el santuario.
Sin embargo, el Consejero Imperial Whuam Sin Whuam, llamado el Denostador por sus amigos, escribió en el primer capítulo del Libro de las negociaciones celestes que tanto la figura de Liu Sun como su «pérfido engendro» no eran más que una invención de Whu Te, una forma —y aquí el traductor vacilaba entre tres adjetivos: «siérpica», «serpéntica» y «vérmica», sin decidirse por ninguno— de ocultar malévolamente sus denuestos contra los alguaciles y su «injuriosa burla hacia las formas establecidas de cantar». El Consejero Imperial terminaba su «Primera negación», precisamente la que correspondía a Liu Sun Ha, exigiendo la muerte por asfixia del impostor.
En este punto Whuam Wong tomaba directamente la palabra para aclarar que la «desmesurada» reacción del Denostador se debía a que el poema era una parodia impecable de las formas cortesanas impuestas a la verificación china, que ya en el siglo II antes de nuestra era había fatigado todas las variantes de la mediocridad. Si se tenía en cuenta, continuaba, que la fuente viva de Liu Sun Ha había sido el venero inagotable del canto popular, anónimo, como esperaba probarlo en su próxima traducción, Florilegio de la luna de agosto reflejada en el estanque de los jardines de Kani, la hipótesis de trabajo a la que había consagrado sus esfuerzos se convertiría en una tesis científicamente fundamentada, que podría expresarse así: el Libro de las lágrimas reunía valores que, en la balbuceante literatura occidental, solo podían encontrarse como atisbos esporádicos en ciertos textos considerados fundacionales.
En la segunda parte del prólogo, Whuam Wong incluía la «traducción escrupulosa» de algunos documentos. El primero era la autodefensa de Whu Te, entregada por escrito, según constaba en acta, debido a que el reo había sufrido el «desgarramiento transitorio» de sus cuerdas vocales por su «quejumbrosa insistencia» en negar todos los cargos. A renglón seguido venía la autodefensa propiamente dicha, y desde el principio el escritor percibió un radical cambio de estilo. El relato en que Whu Te daba cuenta de su diálogo con el Iluminado, como prueba irrebatible de la existencia humana del poeta, era extraordinariamente puntual, de un realismo estilizado y preciso. El escritor se sobrecogió ante la falta de énfasis y el delicadísimo artificio con que Whu Te expresaba la desolación que el Libro de las lágrimas había provocado en su alma cuando lo escuchó en la susurrante voz del poeta; sintió un golpe de admiración y un verde vómito de envidia cuando Whu Te le hizo ver la luz proveniente de los ojos vacíos del Iluminado, que parecían adivinar las oscuras intenciones del Exégeta y, al mismo tiempo, se disponían a recibir sin queja su terrible destino; sufrió un horror soterrado al intuir el carácter de la revelación, que ahora Whu Te ofrecía en un estilo pulcro, tan preciso como el golpe de su puñal en el corazón del poeta, tan coherente como el gesto de su mano sarmentosa al robar el manuscrito, tan quemante como el fuego qué devastó el santuario, tan despiadado como el remordimiento que lo llevó a maldecir su propia memoria, a convertirse en biógrafo y exégeta de su víctima y a escribir aquella confesión infamante.
El escritor se sorprendió de la sentencia, que daba por segura la inexistencia de Liu Sun Ha, gracias, precisamente, a la confesión de Whu Te, quien en opinión de los jueces llevaba a «límites demoníacos» su burla a las formas consagradas sellando así su pacto con las «cuatro serpientes», por lo cual, concluía la traducción del documento, debía ser «diamantinamente carbonizado». Después de elogiar el «excusable pleonasmo», Whuam Wong afirmaba que el proceso y su desenlace convertían al Libro de las negaciones celestes en el fundamento teórico de la «horripilante incineración» de libros y autores ordenada por el emperador Shih Huang-ti en 213, acontecimiento «muchísimo más siniestro» que la quema de la Biblioteca de Alejandría y que la Inquisición. Ello probaba que los caminos de la justicia «eran inescrutables», ya que por una «lamentabilísima paradoja» estaba de completo acuerdo con la sentencia aunque no, desde luego, con el razonamiento que siguió el tribunal al adoptarla. Para él, la existencia de Liu Sun Ha, el Iluminado, era un hecho innegable; Whu Te no era un creador de apócrifos, sino el primer gran representante de la envidia y el remordimiento en la historia de la literatura. Comparada con el Libro de las lágrimas su «Confesión» era una pobre crónica. Bastaba leer el Envío que se ofrecía a cont…
Aquí las llamas habían calcinado el manuscrito, y el escritor deshojó cenizas hasta concluir que no había otra palabra legible. De pronto lo asaltó la idea de copiarlo: un texto así debía preservarse. Iba por el «monstruoso verano del 215» cuando volvieron a llamar a la puerta. Dejó de teclear, con la esperanza de desorientar esta vez al visitante, y en medio del escandaloso silencio del solar escuchó el incesante laboreo de los ratones. Los malditos habían perdido todo temor, comían de día, como las trazas, las cucarachas, los comejenes, toda la falange de sabandijas que estaban convirtiendo en mierda su mundo y que alguna vez sería inmortalizada, cuando él lograra transformar su agonía en gran literatura. No había habido otro escritor de primera linea en la historia, se dijo al gritar “¡Va!” y tomar el Camino de Santiago, que viviera en una covacha tan inmunda; y lo peor era que no le faltaba dinero, sino que vivía en una ciudad donde, ¿cómo explicarlo?, todas las casas estaban habitadas y, por lo tanto, ninguna se alquilaba.
—¡Mi madre no está! —exclamó automáticamente al abrir.
La visitante, una negra gorda, con una barriga de seis meses y manchas carmelitosas en la cara y los brazos, lo miró a la cara.
—Mira, ette muchacho —dijo sonriendo—. Ya yo tallé con ella, ¿tu m’entiende? La novena, ¿tu m’entiende?
—¿La qué? —El escritor había entornado los párpados para protegerse del sol, que a esa hora pegaba de plano en la pared convirtiendo el cuartucho en un horno.
La mujer miró a derecha e izquierda y se inclinó hacia él como si se dispusiera a decirle un secreto.
—La cajne… —susurró—. La novena e’onse pegsona po’trenta peso na’má.
El escritor se llevó la mano derecha a la frente, a modo de visera; no reconoció a la mujer, hacía años que él se había mudado espiritualmente del solar y del barrio.
—E’una ganga —volvió a susurrar ella mientras le acariciaba el brazo—. Vaya, tú m’interpreta, ¿noé’veddá?
Si alguna vez pudiera recrear esa sintaxis, dios mío, ese léxico, esa desfachatez, esa manera musical de mover los hombros y las manos. Pero no era posible, todo eso estaba inextricablemente unido a una cotidianeidad inefable. ¿Cómo hacer claro para el interlocutor universal, al que aspiraba a dirigirse, lo que era una “novena de carne”? La expresión, bella en sí misma, tenía un cierto sabor a expiación, a ejercicio espiritual, a rito religioso, y en este caso, además, podría perfectamente ser confundida con alguna oscura práctica ancestral de origen africano. Nadie podría suponer que aludía al racionamiento, a la cuota de carne correspondiente a cada persona cada nueve días, ni tampoco que esa carne se vendía por centavos para que hasta los más pobres pudieran comprarla, ni mucho menos que la vida se empeñaba en burlar a la justicia porque algunos vendían sus novenas, como aquella mujer, y otros las compraban, como su propia madre.
—Mira —explicó—, esa carne te hace más falta a ti que a nosotros.
—E’claro —razonó la mujer—. Pasa que no pogto ajtilla pa’ compral’la. Elevó los brazos al cielo y exclamó, olvidando su anterior secreteo. ¡E’ cajne cantidá!
El escritor, a su pesar, imaginó la cantidad de carne: bistés, boliches, picadillo, y la comparó con la dieta frugal que le imponía la justicia. La cuota era la misma para todos, pero no todos eran igualmente frugales o, más bien, algunos, él entre ellos, se podían dar el lujo de no serlo.
—¡Montón pila burujón puñao’ é cajne! —insistió la mujer abriendo los brazos como si intentara abarcar la inmensidad de su oferta—. Te lo digo yo, mi niño, la hij’é Cagmelina.
—No —murmuró el escritor—, no puedo.
La mujer retrocedió un paso, bajó la cabeza y se acarició tiernamente la barriga.
—Alvelsidá —murmuró—. Tendré que tirarla en vente. ¿No tiene vente peso ahí? —preguntó de pronto, mirándolo como si de él dependiera su salvación—. ¿Vente peso’é mielda po’ la cajne e’onse pegsona, no tiene ahí? —insistió con una rabia sorda.
—No es un problema de dinero —se excusó él, preocupado porque medio solar había salido al patio y estaba pendiente de la discusión.
—¡Pue’é mío sí é! —grito ella desesperada, al borde las lágrimas.
El escritor cerró los ojos. Se sentía responsable de una culpa extraña, indefinida y a la vez intensamente concreta; no sabía si acceder era más monstruoso que negarse. Se llevó la mano derecha al bolsillo, palpó los billetes arrugados y sucios y miró a la mujer, que ahora lloraba.
—Toma —dijo de pronto—. Son quince, es lo que tengo.
La mujer se metió los billetes entre los pechos grandes y manchados y lo miró con un agradecimiento infinito.
—Qué dió se lo pague, m’ijo —murmuró secándose los ojos con el dorso de la mano—. Grasia. En cinco viro. ¿Utté no va salil, veddá?
—No —respondió él bajando la cabeza.
Entró al cuartucho sin saber si había hecho un acto de caridad, un negocio redondo o una canallada, y decidió olvidarse de eso y volver a lo suyo.
Mientras copiaba la «Confesión» sintió un irrefrenable deseo de apropiársela, el mismo que, probablemente, había sufrido Whu Te ante el Libro de las lágrimas. Pero, por una parte, ese sería un plagio mucho más repugnante que el del Perro o la técnica Saroyan, justamente porque nadie podría probarlo; por otra, el texto separado del contexto quizá carecería de sentido; y además y sobre todo, aquella historia china de parodias y censura podría interpretarse como una forma sibilina de protesta, una manifestación inaceptable del diversionísmo ideológico que, como la lepra, solía «minar los principios rectores de la juventud». Sin saber exactamente con qué fin siguió copiando, y al terminar fue tal su desazón por la pérdida del poema que acarició —y rechazó— la idea de escribir un apócrifo. El proyecto, desagraciadamente, era irreal; él, desgraciadamente, no era Borges.
—¿Hablando solo? ¡Ja! ¡Te lo advertí, que ibas a terminar loco! Su madre lo amonesta con el índice. La calle ’tá que arde… —Puso sobre los libros que tapizaban la cama una jaba de mazorcas de maíz—. ¿Vino alguien?
—La negra de la carne —respondió él, pensando que ahora los ratones tendrían paja para crecer, e intentó refugiarse de nuevo en el manuscrito.
—¿Qué negra?, ¿qué cajne? —preguntó ella con una alteración creciente.
—Le di quince pesos —dijo él, con la intención de abreviar el diálogo, y leyó por enésima vez la palabra trunca, cont…
Su madre se dio una palmada en la frente que sonó como una bofetada.
—¡Serás mentecato! —exclamó—. ¿Quién é?, ¿cómo se llama?, ¿en dónde vive?
—¡Yo qué sé! —gritó él, agarrando las manos de su madre, que intentaba pegarle.
¡Te estafaron, comemierda!
La soltó, atónito, y el pescozón le dolió menos que la súbita certeza de que lo habían engañado como a un chino.
—¡Ay, señor del Santísimo Sacramento del Altar! ¿Por qué habré parido un comebola? ¿Por qué me castigaste? —gritó ella recorriendo el Camino de Santiago con el puño en la frente—. ¿Tú no sabes, bobo de la yuca, que el único que vende carne en bolsa negra es el carnicero que se la roba?
El escritor estuvo oyendo la cantinela y acumulando bilis contra la negra maldita y contra sí mismo hasta que una pregunta le permitió regresar a su refugio. ¿Y si lograra un párrafo redondo, que contara la verdad y sirviera a la vez de prólogo al «Manuscrito de Whuam Wong»? Lanzó una carcajada, desentendiéndose de los insultos de su madre. No, no era tan comemierda. La mejor del cuento estaba en que nadie creería la verdad, y él, habiéndola dicho, se limitaría a aceptar que los demás le atribuyeran la historia. Dos pájaros de un tiro: la autoría y su ingreso al exclusivo jet set de autores occidentales que habían logrado una narración de atmósfera china. De pronto, nuevas preguntas empezaron a taladrarle el cerebro. Él, ¿era un autor occidental? Si solo tomaba en cuenta sus lecturas no cabrían dudas; pero aquella mezcla de negros y chinos que constituía su entorno, ¿era occidente? Y el hecho obvio de que no lo era, de que vivía desgarrado entre dos mundos, ¿no le brindaba acaso la posibilidad de fundirlos en una literatura verdaderamente nueva? Quizá sí, pero cómo hacerla si su madre y los ratones se resistían a callarse y el rencor contra la estafadora a desaparecer… Empezó a dolerle la cabeza, y dos horas después solo había logrado esta frase: «Debo a la afortunada conjunción de un espejo y de una enciclopedia el conocimiento del Manuscrito de Whuam Wong»… No estaba mal, pero ¿dónde había leído eso antes?
—¡Que te están llamando, muchacho! —lo zarandeó su madre—. ¿Estás lelo?
—¿Quién? —preguntó él como si regresara de un sueño.
—Manuel Wong —dijo ella.
Para acopiar fuerzas, el escritor decidió reabrir el más viejo de los caminos del cuarto: La carretera de Volokolamsk. La vía estaba empedrada de metralla, viejas colecciones de Tor y de Sopena tan trabajadas por las trazas que se hacían polvo al más leve contacto. Contempló ese atroz testimonio de la época en que soñaba con ser un renacentista y acumuló autocompasión, tristeza y cinismo suficientes como para devolverle el manuscrito a Manuel Wong.
—Si quiere, guárdelo —le dijo—, si no, bótelo; no sirve más que como recuerdo de familia.
El chino hizo un extraño gesto, a medio camino entre el agradecimiento y la desesperanza.
—Estaba enfelmo… Estaba… —Se le humedecieron los ojos y, como si hubiese comprendido de pronto la inutilidad de su ternura, concluyó—: Pala usté, compañelo, y glasia. —Le entregó dos libros, hizo una reverencia y se retiró cabizbajo, arrastrando los pies.
El escritor contempló los títulos incomprensibles preguntándose cuál sería el de costumbres, cuál la novela. De inmediato se dijo que debería estudiar chino, y durante un segundo acarició la idea de llamar a Manuel Wong para que le diera clases. Pero, de pronto, dejó caer los volúmenes sobre La carretera de Volokolamsk y saltó por sobre ellos. Su madre molía maíz en la mesa. Él miró en silencio las manchas lechosas sobre la copia del manuscrito de Whuam Wong, bajó la cabeza y cerró los ojos.
—¿Vas a seguir escribiendo? —preguntó ella, como excusándose.
—No.
—Quizá algún día te den una casa.
—Quizá.
—Y entonces vas a escribir los libros más lindos del mundo.
Reabrió los ojos: su madre había terminado con el maíz y caminaba hacia la alacena sobre la metralla de La carretera de Volokolamsk arrastrando los pies, como el chino.
—Tengo que volver a salir —dijo ella mesándose el cabello canoso y raleante—. Tengo que hacer la cola del pan, la de la leche, la del pollo… —suspiró fatigada—. Pero antes tengo que poner los frijoles en la candela.
Él le dedicó lo que en momentos de ironía acostumbraba llamar “una mirada de extrañamiento” y el efecto fue fulminante: la figura de su madre desamparada y confusa entre las pilas de libros, la habitación vibrando con música de ratas, la memoria de la negra estafadora y la sórdida historia de la carne, su propia máquina de escribir junto al fogón de luzbrillante, sus sueños de lograr una literatura nueva, su repentino deseo de desafiar la censura haciendo una introducción al manuscrito robado, y aun el manuscrito mismo, le parecieron totalmente insólitos. No había paraguas, quirófano, máquina de coser ni médico con escarpines que pudiera comparárseles. Quizá solamente el loquito de Juan Wong intentando escribir, entre los vapores de una lavandería, el Libro de las lágrimas.
—Vé —le dijo a su madre. Tomó el litro de alcohol y sintió que se liberaba de una maldición inmemorial—, ve a hacer tus colas… Yo voy a prender el fuego».
El Flaco puso la última cuartilla sobre la Olivetti y paseó la vista por el saloncito. Todos callaban, cabizbajos. La promesa final del relato había quedado vibrando en el aire como un presagio. Al fin, el Gordo se incorporó lentamente y le presentó las palmas de las manos.
—Entra —dijo.
Las palmadas sonaron, como rompiendo el hechizo. Una y el Rojo levantaron la cabeza al unísono; el Flaco se decidió a encender un cigarrillo y pestañeó intensamente ante la llama de la fosforera.
—¿Qué les parece? —preguntó.
—No sé si es porque eres mi amigo —el Rojo hablaba frotándose las manos—, o porque conozco la realidad que está detrás, pero pienso que a pesar del localismo de una zona del relato, cuadraste el círculo, llegaste al centro del Mandala. —Se había puesto de pie, excitadísimo, y como si no encontrara otro modo de expresar su admiración, concedió—: Te dedico la «Nana…».
El Gordo se sintió molesto. Pensaba que había culpa en la actitud de dómine cortazariano con que el Rojo obtenía el rédito suplementario de volver a acercarse al Flaco. Y decidió que había llegado su momento.
—El cuento es bueno, sin duda —dijo—, aunque para mi gusto tiene demasiadas influencias del «Prólogo» del Rojo, que va como editorial del número… —Hizo una pausa para comprobar el efecto de su tesis; como esperaba, el Rojo sonrió feliz y el Flaco se movió inquieto en el asiento—. Sin embargo, creo que el cuento es mejor…
—¿Por qué? —saltó el Rojo.
Las actitudes se habían invertido. El Rojo lo emplazaba, irritado, mientras el Flaco sonreía satisfecho.
—Porque… —dijo, tomándose un tiempo para aclararse a sí mismo la idea—, la presencia de la cultura china en «Confución» es orgánica, se da a través de un personaje tan concreto como el chino de la esquina, que es parte sustancial de nuestra cultura, y no por simple voluntad literaria, como sucede en «El juego de las decapitaciones», en «El jardín de senderos que se bifurcan» y en tu «Prólogo», Rojo.
Mientras hablaba, el Gordo se preguntó si la ironía implícita en sus comparaciones no sería en realidad un sarcasmo, pero el Rojo y el Flaco parecían tan satisfechos de sus obras respectivas, tan metidos en aquella sorda emulación que no lo advirtieron. Solo Una lo reprendió con la mirada y levantó la mano haciendo sonar los pulsos con que adornaba su antebrazo.
—No oigas a estas sirenas gordas y rojas, Flaco —dijo—. «Flores» es mejor.
El Rojo soltó la carcajada y ella le pasó dos veces la palma de la mano ante la cara, como si pretendiera borrarlo.
—¿Por qué? —preguntó el Flaco acodándose sobre la Olivetti.
Una se acuclilló frente a él con un gesto reverencial, de sacerdotisa.
—Porque «Confuición», pese a todo, es li-te-ra-tu-ra —dijo mirándolo a los ojos—. Y «Flores» está más allá, en el territorio de los iluminados o de los locos…
La mirada del Flaco cobró un brillo extraño. Atrajo a Una hacia sí y le dio un beso en la frente.
—Vale —dijo.
El Rojo suspiró, entre vencido e irónico, y volvió a sentarse ante la Smith Corona para reanudar su tarea. Al regresar a la Underwood, Una le acarició la cabeza de zanahoria sin obtener a cambio ni siquiera una mirada. El Gordo atravesó el saloncito dispuesto a defender su tesis y se detuvo frente al Flaco. Pero este parecía estar ahora en aquel territorio inalcanzable del que había hablado Una, y el Gordo concluyó que no había nada que hacer.
—Préstame la máquina —dijo—. Voy a pasar el índice.
Torre Ostánkino
El maître regó licor sobre la bandeja de plata situada en la mesita auxiliar, apagó la luz del salón, rayó un fósforo tan largo como un dedo y pasó la llama rojiza a un milímetro del líquido, que se transformó en una llamarada azul. El Flaco estaba a punto de unirse a los discretos aplausos del Rubito cuando vio a Una en medio del fuego, consumiéndose en un grito abismal.
—Votre desert, monsieur —dijo el maître, volviendo a encender la luz.
Una y las llamas desaparecieron ante los ojos desorbitados del Flaco, que a duras penas logró dominar su propio grito.
—Merci beaucoup —respondió el Rubito—. Vous êtes très gentil.
—A votre Service, monsieur —repuso el maître. Sirvió el postre y se retiró con una venia.
Él se preguntó si debía hablar de sus visiones. Estaba desgarrado entre la compulsiva necesidad de hacerlo y el miedo a que el Rubito se burlara. Pero el mensaje era tan intenso como confuso, y no podía continuar solo con aquella tensión que en cualquier momento podía hacerlo perder el control sobre sí mismo.
—Rubito… —empezó a decir.
—¿Nunca te dije que no soportaba que me dijeran así? Ni cuando tenía pelo.
—¿Qué tenía de malo eso? —sonrió él, restándole importancia al exabrupto.
—El paternalismo —dijo el Rubito con cierta amargura, mientras cortaba una porción de helado con crema—. Me trataban…, me despreciaban como a un niño…
En eso, la diebushka sirvió el banana split del Flaco, que había decidido no hablar de sus alucinaciones hasta entender la nueva situación.
—Todos teníamos apodo —dijo.
—Pero los de ustedes… —el Rubito, ansioso, no atinó a llevarse la cucharita a la boca— eran redondos: Flaco, Gordo, Rojo, Una…
A su pesar, él volvió a preguntarse si el Rubito no habría sido el culpable. Para alejar las dudas decidió analizar las cosas desde el punto de vista del otro y se dijo que quizá tuviera razón, sobre todo si se valoraba el asunto retrospectivamente, con la mirada del actual Consejero.
—No te lo diré más —prometió.
—Merci, monsieur —sonrió el Rubito—. Mi nombre es Adrián, Adrián Fernández, poeta. ¿Te acuerdas de «Odios»? —añadió, extendiendo la diestra con cierta ironía.
El Flaco tuvo la sensación de haber tocado un trozo de hielo y se preguntó cuál de los dos tendría fiebre.
—Cómo no —dijo—. Lo citábamos mucho.
No añadió que lo hacían para burlarse, calificando el deseo más insignificante de «total, ubérrimo, diacrítico», porque no quería seguirle buscando las tres patas al gato. Cortó un trocito de plátano y lo sumergió en sirope. Mientras comprobaba que no era lo suficientemente dulce para su gusto, los zíngaros bajaron del escenario, atacaron Danubio azul junto a la mesa del manco y tres parejas de mujeres salieron a valsear entusiasmadas.
—Las mujeres sin hombre siempre me recuerdan a Una —observó, introduciendo el tema de modo casi vergonzante, mientras volvía a preguntarse si convendría hablar de sus visiones.
—¿Es verdad que ella se…? —empezó a preguntar Adrián.
—Sí.
—¿Por el Rojo?
Él asintió en silencio. Sabía que su respuesta, sin ser falsa, distaba de ser completa. Pero ¿cómo ser más preciso sin añadir que de alguna manera también él había sido responsable de aquel suicidio? Porque si bien era cierto que Una estaba enamorada hasta los huesos, no lo era menos que tenía fuerzas suficientes para seguir bregando con la vida aun después de la muerte del Rojo, de haber tenido siquiera una razón para ello. Y fue justamente él, el Flaco, quien segó esa posibilidad al tomar una decisión con la que jamás se había reconciliado por completo y de la que prefería no hablar.
—No soportó la soledad —dijo, con la esperanza de que su interlocutor se hiciera cargo de la ambigüedad de la respuesta.
—¡Pero si siempre estuvo sola! —protestó Adrián—. Me acuerdo que el Rojo andaba con veinte niñas delante de ella, humillándola… Era un escándalo.
Las mujeres que permanecían sentadas empezaron a tararear el vals y el Flaco aprovechó para desviar la mirada hacia ellas. ¿Cómo explicarle a Adrián las relaciones entre Una y el Rojo, si incluso él, que las vio estallar de pronto «como una flor fascinante y enferma», según un verso de ella misma, no alcanzó a entenderlas hasta que el cáncer y la muerte se presentaron, aclarándolo todo? Había estado mucho tiempo sin saber por qué el Rojo no cortaba de raíz aquella dependencia enfermiza, permitiendo e incluso estimulando que Una lo siguiera «como una perra vil, implacable, perversa, / que a veces halla en su camino el premio: / un hueso duro, asqueroso como un escupitajo». Pero solo cuando la muerte estuvo instalada a los pies de la cama se decidió a preguntárselo. Y el Rojo le confesó que con ninguna otra mujer había gozado tanto como con ella. «Entonces, ¿por qué nunca te atreviste a mudarte a su casa?», inquirió él. Por toda respuesta, el Rojo citó unos versos de Vinicius: «Que me perdonen las muy feas / pero la belleza es absolutamente necesaria…». Y murió en su ley, pensó ahora el Flaco, sin querer siquiera mirarse al espejo cuando la enfermedad le destrozó la cara.
—Sí —dijo—, era un escándalo.
Pero no se refería a lo mismo. Pensaba en Una, la recordaba negándose a irse a la textilera donde la enviaron a raíz de la sanción, mientras procuraba y al fin obtenía un empleo de lavaplatos en la pizzería Vita Nuova. Un capricho que él nunca entendió y que a ella, sin embargo, pareció producirle una extraña conformidad consigo misma, hasta que el Rojo cayó enfermo. Entonces ya no tuvo que «vivir acechándolo, como una horrible comadreja en celo», renunció a su empleo para dedicarse a cuidarlo y dos meses después de su muerte se cortó las venas.
—¿Ella te gustaba? —Adrián gruñó de placer al tragar otra cucharadita de postre y aclaró—: Como poeta, claro.
—Sí —dijo el Flaco—, mucho.
También había llegado a gustarle como hembra, pero no estaba dispuesto a confesarle ni a su sombra que solo dos días después de la muerte del Rojo, Una y él se emborracharon en el garajito e hicieron el amor de un modo feroz y vergonzante.
—A mí no —murmuró Adrián. Se secó los labios y devolvió la servilleta a los muslos.
El Flaco se atusó el bigote. Aquella simple confesión había creado una implacable cadena causal en su cabeza: Adrián no solo no se reconocía a sí mismo como un Güije sino que se sentía despreciado por ellos, no quería al Rojo, a quien consideraba además políticamente inseguro, elitista e intolerante, rechazaba la poesía de Una, y mientras todos ellos fueron sancionados, él fue promovido a Agregado Cultural en París y más tarde a Consejero en Moscú, dos plazas sumamente codiciadas. Eran demasiadas coincidencias. ¿Sería ese el mensaje de sus muertos? ¿O estaba otra vez desquiciado? Pensándolo bien, ninguno de los elementos que manejaba constituía una prueba. Después de todo, habían sido ellos, no Adrián, quienes decidieron qué materiales se incluirían en el número, marcando así a quienes luego serían sancionados. Y por otra parte, ¿cómo interpretar el que Adrián hubiese acudido de inmediato en su ayuda invitándolo a comer, brindándole su casa y prometiéndole que intentaría resolver el viaje de Osip, sino como una verdadera, irrefutable prueba de amistad? Sí, estaba otra vez desquiciado, quizá como consecuencia de las tensiones del viaje, la pérdida del dinero, el encuentro con Osip y las inexplicables visitas de sus muertos, que ahora no estaba dispuesto a mencionar.
Adrián se unió a los aplausos que estallaron al terminar el vals, silbó para llamar la atención de los zíngaros, los invitó a acercarse con un gesto y, cuando los tuvo al lado, les solicitó una pieza. Tras un breve cuchicheo, el cuarteto atacó Noches de Moscú. El Flaco alzó los pulgares. En la mesa de las mujeres surgió un coro al que paulatinamente se sumaron los restantes comensales, excepto él, que apenas tarareaba y sonreía al evocar al Gordo en casa de Roque, cantando a dúo la misma canción con Evtushenko. Pero el Gordo tampoco sabía ruso; en realidad, no hacía otra cosa que adaptar la letra de un viejo son criollo a la música eslava. Para sorpresa de todos, demostró que el texto irreverente del son se podía ajustar a la dulce melodía moscovita en un injerto regocijante y disparatado. Sin embargo, nadie rió, porque Evtushenko, que no entendía la letra, estaba emocionado hasta las lágrimas con la «traducción poética» de la canción, que él, el Flaco, había atribuido a Una, y cantaba a la rusa, con desbordada voz de barítono, mientras el Gordo le hacía la segunda parodiando el tono nasal de un sonero ganado por el ritmo eslavo: «La mujer de Antonio camina asíii…».
Sí, aquella noche se habían divertido de lo lindo. Al terminar la canción, Evtushenko besó a Una en ambas mejillas y al Gordo en la boca, «conmovido», dijo, «por su empeño en acercar las culturas rusa y cubana». Poco después se marchó al hotel haciendo eses, el Gordo empezó a escupir como un endemoniado y ellos pudieron al fin soltar la carcajada que ahora sonaba en la memoria del Flaco como música de otro mundo. Casi todos los presentes en aquella fiesta habían muerto y se preguntó si él estaría vivo, si alguna vez tendría valor para probarlo decidiéndose a empezar aquella novela que pondría en juego la mezquina tranquilidad alcanzada a cambio del silencio.
—¡Canta! —exclamó de pronto Adrián, invitándolo a unirse al coro—. ¡Canta con nosotros!
Se negó con un movimiento de cabeza, pero mirando al cuarteto —un acordeón, un contrabajo y dos violines—, que tocaba y cantaba junto a él, al pie de la mesa, se fue dejando arrastrar por la melodía. Cuando vino a ver, estaba cantando Noches de Moscú con la letra de La mujer de Antonio. Adrián se echó a reír de su ocurrencia, pero él sintió que revivía, que aquella memoria merecía ser salvada y que había quedado vivo para hacerlo. Siguió cantando, feliz como no se había sentido en muchos años, mientras distinguía sin asombro y sin miedo una mesa en la que Una, el Rojo y Roque le hacían la segunda a un coro formado por Carpentier, Lezama, Guillén, Piñera y Diego. Se incorporó y atravesó el salón cantando, animado por los rusos que, como Evtushenko, creían escuchar sus Noches en otro idioma, y llegó hasta la mesa de sus padres y hermanos que se desternillaron de risa con el triste final de la canción.
Entonces estalló una salva de aplausos y se inclinó a saludar al público, comprobando de paso lo que ya había intuido: la mesa de los muertos no existía. Que descansen en paz, se dijo al regresar a la suya, donde ahora Adrián le entregaba una generosa propina al jefe de los zíngaros.
—¡Voy a escribir una novela! —exclamó eufórico, dejándose caer en su asiento.
Entonces, como si hubiera recibido una orden, miró hacia el reloj del restorán y se erizó al comprobar que eran las doce en punto, la hora fatal del texto que pensaba incluir en algún capítulo de la novela. Su mejor cuento. Aquel donde había recreado las obsesiones más terribles de su infancia y su primera experiencia con Irina, a través de la leyenda Yoruba en la que Eléggua dejaba de guardar las puertas justamente a medianoche para que los incautos dieran paso a la Vergüenza, la Tragedia, la Enfermedad y la Muerte. Y a esa hora fatal él había revelado su secreto, como si fuera un personaje de su propia narración, condenado a terminar envuelto en llamas. ¿Estaría otra vez loco? Según la lógica de sus obsesiones Adrián sería en realidad una de las Cuatro Desgracias, o algo peor aún, Eshú, el Demonio, la cara oculta de Eléggua.
—¿Así que por fin te decidiste? —Los ojos de Adrián brillaban como dos llamitas azules.
Él pensó negarlo, atribuyéndole su confesión a los efectos del vino. Sabía perfectamente que hablar de la novela lo devolvería a la locura. Pero sabía también que el precio de la cordura era el silencio. Y no estaba dispuesto a seguirlo pagando.
—Sí —dijo, y sintió que se liberaba de una maldición inmemorial—. Tengo que hacerla.
El maître se acercaba a la mesa sonriendo.
—Monsieur, votre ami est fantastique! —dijo con discreta ironía—. Un vrai Chevalier! Ou non?
—Oui, vraiment —respondió Adrián con cierta aspereza, como si la interrupción lo hubiese irritado—. Donnez-nous deux cafes, deux cigares et une bouteille de Remy. —Lo despachó con un gesto y se volvió hacia el Flaco—. ¿Cómo se va a llamar?
¿Y si ahora revelara el secreto, cediendo a la tentación de hacer saltar a Adrián en el asiento? Su proyecto tenía dos títulos. Uno falso, Güijes, que usaba para soñar, y otro verdadero, que ocultaba en el fondo de la memoria para protegerlo de sí mismo y de la insaciable curiosidad de Bárbara, a la que mantenía ignorante de sus planes y que, sin embargo, sabía, porque había hablado con los santos, que allí había gato encerrado. ¿Y por qué no soltarlo ahora, si en caso de que sobreviniera el desastre Adrián podría por lo menos atestiguar que el proyecto había existido?
—Las palabras perdidas —dijo.
—¡Pero… ese era un título del Rojo! —exclamó Adrián.
La mezcla de curiosidad, admiración y entusiasmo que brillaba en sus ojillos disipó casi por completo las aprensiones del Flaco, que al fin sintió que lo tenía en un puño y había logrado establecer entre ellos la regla de oro que debía normar toda relación humana: el talento manda.
—Del Rojo tratará la novela —dijo—, y de Una, del Gordo, de Roque, de mí mismo…
—¿Y yo voy a aparecer? —inquirió Adrián, entre divertido y curioso.
Él lo pensó dos veces. No se había hecho antes esa pregunta. En verdad, Adrián no había sido un tipo importante en su vida hasta aquella noche. Era, además, un poeta mediocre. Pero, pensándolo bien, el diálogo que estaban sosteniendo sería utilísimo para darle otra perspectiva a la novela, comentándola al modo cervantino.
—Sí —concedió—, aparecerás…
Se sentía tan feliz, tan poderoso como debió sentirse el mismísimo Dios al decirle algo parecido al trozo de barro que había resuelto convertir en Adán. En eso, la diebushka sirvió el Remy Martin y el café, y él pensó que así debía ser la porcelana de las tazas del paraíso.
—Voici les cigares, monsieur —dijo el maître, abriendo una brillante caja de cedro.
El Flaco disfrutó los aromas del café, la madera y los habanos con tanta intensidad como si con ellos recuperara de golpe su juventud. Adrián le echó un chorrito de coñac al café amargo, levantó la taza y se la llevó a los labios lentamente.
—Café del diablo —dijo. Tomó un H Upmann, le cercenó la punta con una guillotinita dorada y esperó a que el maître le diera fuego antes de añadir—: Sigue contando…
El maître puso la caja de habanos frente al Flaco, que se tomó su tiempo para seleccionar, decidiéndose al fin por una breva de capa fina.
—Es difícil… —murmuró mientras aspiraba el delicadísimo aroma del tabaco—. Pero puedo adelantarte que me propongo renovar el género.
—¡No me digas, chico! —Adrián no logró contener la carcajada ni el acceso de tos. Se dio un trago de coñac y, acodándose en la mesa—: ¿Quién fue el último que intentó hacer eso, Cervantes o Rabelais?
El Flaco sintió que la cara se le encendía de vergüenza, como si la llama que el maître acababa de acercar a la punta de su habano estuviera quemándole la piel. Lo que antes le parecía natural, ahora resultaba, gracias a la mordaz observación de Adrián, una forma pueril de autoindulgencia, un resabio que podía aumentar su fama de loco a los ojos de la gente.
—No me has entendido —murmuró, conciliador—. O no me he explicado bien… Seria mejor que la novela se explicara por sí misma.
—Anjá —aprobó Adrián—. ¿Y para cuándo piensas tenerla?
Él se encogió de hombros.
—Quién sabe… —dijo.
El revés de la trama
El Flaco se tiró en la cama desentendiéndose del ruido de la lluvia y del sonido ritual de los tambores que ya se calentaban en la habitación de Bertoldo, el babalao. Llevaba más de doce horas esperando la llamada del Director e iba a seguir haciéndolo, aunque su madre lo calificara de hereje por su negativa a incorporarse al bembé. Dio una vuelta, el colchón se arqueó y el cubo que estaba en un ángulo de la cama se fue de lado y chocó con su muslo. Gruñendo, le dio una patada. Cada vez que amenazaba con llover, su madre desplegaba por todo el cuarto una batería de cacharros cazagoteras. Cubos, palanganas, jarros y calderos aparecían en los lugares más insólitos modificando el mapa del lugar con nuevos accidentes en los que él, desprevenido, solía meterlos pies.
Ah, pero ya no más. El Güije Ilustrado empezaría a imprimirse al amanecer y en poco tiempo lograría que le asignaran una casa. Una verdadera casa a la que solo llevaría los libros, el teléfono, el Changó y el Eléggua. Nada más. Ni siquiera las ropas, aunque eso le costara una discusión eterna con su madre.
¿Se atrevería a escribirle a Irina, invitándola a mudarse a Cuba con Osip? «La vida imita al arte», murmuró. Pensaba en «Flores» y se dijo que había hecho bien en seleccionarlo para abrir; con él había inaugurado un espacio literario propio que no cesaría de ensanchar hasta haber escrito la novela de sus obsesiones.
Soñaba con obtener una casa mayor aún que la del Gordo y convertirla con el tiempo en un verdadero centro de reunión de jóvenes artistas. Pero para hacerse líder no le bastaría con dirigir El Güije, ni la editorial y el programa de televisión que pensaba crear después. Necesitaba realizarse en una obra personal que todos reconocieran como un vuelco, un salto, un verdadero punto de partida. Sintió que la ansiedad lo carcomía e intentó calmarse diciéndose que debía ir paso a paso y que hasta ahora había escrito y dirigido bien, combinando comprensión e intransigencia en un equilibrio perfecto, casi artístico, imprescindible para mantener bajo control a un grupo tan díscolo.
Una estaba enamorada del Rojo, que a su vez lo estaba de sí mismo. Por suerte había en ella la suficiente dosis de locura como para no responder más que a sus propios impulsos, lo que solía convertirla en una aliada; si seguía siéndolo, habría que pensar en integrarla formalmente al Consejo de Dirección. El Rojo, por su parte, parecía haber entendido al fin la significación de El Güije, y obviamente aspiraba a sustituir al Gordo, dato que él, el Flaco, debía manejar con extrema cautela para conservar el mando, el equilibrio y el rumbo de la nave. El Gordo era el de menores aspiraciones personales y desde ese punto de vista resultaba un segundo ideal, pero había dado pruebas de una intolerable intransigencia al oponerse a la publicación del contraepitafio que le había dedicado Diego, obligándolo a él a decidir en contra suya con el apoyo del Rojo y de Una, entusiastas defensores del poemita.
Pero a pesar de todo era un trío chévere que además se beneficiaba de la cercanía de Roque, diablo mayor cuyo único defecto visible parecía ser un desenfrenado amor por la bebida. Sobrio o borracho, sin embargo, Roque constituía un imán para los Güijes y muy pronto su apartamento se convirtió en cuartel general del grupo. A sugerencia suya, el Flaco reunió en la Roquicueva a Jabatos, Paronomásicos e Independientes para que asistieran a la lectura de los materiales del primer número. Había pasado una semana desde aquella fiesta y no cesaba de recordar cuánto los había impresionado a todos el conjunto. Reunidos, los textos se reforzaban mutuamente gracias a la sustancial diversidad que los hacía imprevisibles. Incluso minicapos como el Rubito y el Encíclope no tuvieron más remedio que reconocer la jerarquía de los Güijes. Adán Nada admitió, abiertamente: «Han hecho histeria», y el Flaco se relamió evocando cómo Una lo había sacudido al mostrarle los desnudos de Mella y Tina.
Sí, se dijo, mañana El Güije Ilustrado conmovería al país con tanta fuerza como aquellos tambores batá repicando al final del canto a Eléggua. Solo que el cabrón teléfono no acababa de sonar. Esquivando cubos y jarros fue hacia el aparato y lo descolgó con mano sudorosa. Tenía corriente. Acarició la idea de llamar al Director y la descartó de inmediato; aun no se había ganado el derecho a tomar esa iniciativa. Regresó a la cama enumerando por enésima vez lo hecho —desde la solicitud de colaboraciones para próximos números hasta una lista tentativa de canje— y le pareció increíble que solo restara esperar. Habían picado alto al seguir el plan Paris Review del Gordo pidiéndoles inéditos y entrevistas no solo al Quinteto de la Muerte, sino también a muchos de los grandes escritores vivos, incluidos varios Nobel, en cartas escritas por los Güijes políglotas, Una y el Rojo. Se estaba preguntando cuántos responderían cuando los tambores empezaron el toque de homenaje a Yemayá Saramagua.
Dominó la tentación de incorporarse al bembé diciéndose que ahora era sacerdote de otro culto y estaba obligado a esperar la llamada de los nuevos dioses. Pero se estremeció al preguntarse si acaso Yemayá Saramagua no lo castigaría por incrédulo. Volvió a saltar de la cama, se encaminó a la ventana evitando cuidadosamente cubos y jarros y miró hacia afuera. La lluvia había arreciado y ya se escuchaba el sonido torturante de algunas goteras. Una cortina de nubes grises e inmóviles convertía la luna en un halo verdoso cuya luminosidad brillaba con extraña fosforescencia sobre las ropas blanquísimas de los iniciados que estaban en el patio, bailando bajo el aguacero. Sintió una opresión en el pecho, como si lo ahogara la certeza de que dentro de poco se mudaría del solar para siempre. Al encaminarse hacia el librero que tenía enfrente tropezó con una palangana y derramó en el piso el agua recogida. Maldiciendo, extrajo El monte, uno de los pocos libros cuya ubicación recordaba perfectamente, sacó de entre sus páginas un arrugadísimo billete de a peso, lo guardó en el bolsillo y volvió a tenderse con una oreja puesta en el teléfono y la otra en el inquietante percutir de las goteras.
Prometió que en lo adelante siempre llevaría aquel talismán en el bolsillo, y para olvidar la tensión de la espera y la evidencia de que ya la humedad estaba pudriendo sus libros se dedicó a evocar el bembé en que había obtenido el billete sagrado, la fiesta en donde Bárbara se reveló como un caballo al ser montada por Yemayá Saramagua. Ella era una más en el coro que bailaba y cantaba «¡Yemayá asesú! ¡Asesú Yemayá!» cuando empezó a agitarse como una tromba, a echar espuma por la boca y a llamar a la diosa que de pronto la detuvo en seco, petrificándola. Su piel se fue cubriendo de manchas rosáceas, su pierna derecha se encogió, una giba le deformó la espalda y de sus labios temblorosos brotó una voz reseca que él identificó de inmediato como la de Mami la Coja, una anciana poliomielítica, madre de santo y ahijada de Yemayá Saramagua, que había muerto en el solar hacía ya tres años y que ahora aseguraba haber vuelto para revelarle a sus hijos que su dinero estaba escondido en las tripas de la colchoneta.
Bertoldo el babalao llamó con un gesto a Pichincho, el entenado de la Coja, y ambos se encaminaron a la puerta por entre los fieles, que primero les abrían paso y después los seguían en silencio. El Flaco se unió al grupo en cuanto el babalao y Pichincho salieron al patio, y fue de los primeros en entrar al cuartucho de la Coja donde, a una orden de Bertoldo, Pichincho quitó la sábana y desgarró con las uñas la tela de la colchoneta manchada de orina. Temblando, él dio inicio a la exclamación que ahora recordaba sobrecogido y que entonces confirmó las palabras de las que nadie había dudado. Entre la paja y la guata había un mugriento fajo de billetes.
Pichincho se lo tendió al babalao, quien después de elevarlo, como en ofrenda, hacia el altar de la Virgen de Regla que presidía la estancia, emprendió el camino de regreso a su propio cuarto, seguido por los fieles, con las manos todavía en alto. Entonces volvió a prosternarse ante el caballo de la Coja, extendiéndole el dinero. De inmediato, ella empezó a repartirlo entre los asistentes, que lo tomaban con una reverencia. El Flaco se erizó al recibir aquel talismán, y ahora volvió a erizarse al acariciarlo, mientras le rogaba a Yemayá que no lo abandonara a su suerte.
En eso, el timbre del teléfono lo hizo saltar de la cama como impulsado por un corrientazo. Levantó temblando el auricular, dijo «¿Oigo?», y escuchó la voz ejecutiva de Yudeisy informándole que el Director necesitaba verlo y que un carro había salido ya para su casa. Cuando colgó, las manos le sudaban. Pero no tenía por qué preocuparse. El Director había accedido a todas sus solicitudes, desde la del local hasta la de los muebles y máquinas de escribir. Sus relaciones eran óptimas. Tanto, que el propio Director le había dicho que solo le echaría una ojeada a los materiales de El Güije, antes de enviarlo a imprenta, pues ni tenía tiempo para más ni era un especialista en la materia.
Se sentó en la banquetica situada junto al aparato, preguntándose a qué conclusiones habría llegado. En eso, una gota le cayó en la nuca y le corrió por el espinazo. Cuando fue a secarse, le cayó otra sobre el dorso de la mano. Entonces saltó por sobre los cacharros hacia una de las esquinas donde había cajones y comprobó que allí caían tres goteras nuevas y que los libros se estaban mojando. Corrió hacia el rincón opuesto y tocó las cajas; por suerte, seguían secas. Sin pensarlo dos veces, encaramó sobre ellas todos los cajones del cuarto formando cuatro grandes torres. Separó los libros mojados, que habían quedado arriba, cubrió las torres con un nailon y, por si acaso, les puso encima una palangana que estaba en el suelo, bajo la gotera más vieja de la estancia.
El ritual defensivo había terminado. Tomó una toalla y empezó a secar las carátulas mientras recordaba los libros perdidos en anteriores temporales, y también aquellos que había decidido salvar, después de pensarlo mucho, aunque conservaran en sus páginas las huellas de otros desastres. Pero esta vez no trabajó con tanta tristeza porque el final de aquella agonía estaba a la vista. De pronto, cayó en cuenta de que el chofer iba a encontrarlo en el solar, donde aún sonaba el bembé, lo que si bien podía serle útil en sus aspiraciones de que le otorgaran una casa, también podía perjudicarlo porque había demasiada gente para quienes la santería era sinónimo de atraso. Por si las moscas, decidió esperar en la puerta de la calle. Puso los libros que tenía en los muslos sobre la alacena, se secó el sudor con la toalla y solo entonces reparó en un hilo de agua que bajaba por la pared, como una serpiente, e iba a empozarse bajo las cajas. No tenía tiempo de reubicar las torres e impedir el desastre. Salió maldiciendo y tuvo buen cuidado de caminar bajo el alero para mojarse lo menos posible.
Miró primero hacia la calle desierta y después hacia el patio, donde el coro proseguía sus invocaciones. La voz de trueno del apkuón resonaba en la noche, con los batá convocando a las aguas y los fieles girando en remolinos encontrados. Alzó los ojos y rogó que amainara el aguacero. En eso sonó un claxon y se volvió de un salto. Pero el automóvil que se detuvo en la esquina, un Ford del cincuenta y seis, no podía ser el que habían enviado en su busca. Sin embargo, tenía que estar atento. Se paró de frente al muro, con los faroles de la calle a la derecha y el bembé a la izquierda, y empezó a mirar hacia ambos lados como un Jano bifronte mientras se preguntaba si la ciencia sería capaz de explicar cómo Bárbara había sabido dónde estaba el dinero de la Coja. Cuando miraba hacia la calle se decía que sí, que debía existir alguna explicación racional para el hecho, pero al volver la vista hacia el bembé pensaba que aquel misterio era tan inaccesible para la ciencia como la creación artística o la propia fe de los danzantes.
De pronto, distinguió los potentísimos faros de un Alfa taladrando el aguacero. Agitó el brazo, el auto se detuvo a unos metros del solar y él echó a correr. Cuando entró, estaba empapado.
—Tremenda agüita —dijo, y miró la brillante tapicería como excusándose por haberla mojado.
—El diluvio… —comentó el chófer, un joven de cara redonda y motas de pelo sobre las orejas, mientras se acercaba un micrófono a los labios—. Móvil uno a punto cero. ¿Me copias, caramelo?
—Alto, claro y dulce, Pepe… Cambio —respondió juguetona una voz de mujer.
—Objetivo en el móvil. Vamos hacia punto cero. Un beso y cierro, bomboncito —Pepe devolvió el micrófono a su soporte y puso en marcha el automóvil.
El Flaco sonrió; le gustaba aquel estilo, definitivamente habanero, cuyo ingenuo erotismo tenía virtudes sedantes. Se arrellanó en el asiento y paseó la vista por el flamante interior del Alfa preguntándose si alguna vez tendría un auto así. Era un objetivo lejano, pero no inalcanzable. Claro que primero estaba la casa. Y antes, la reunión con el Director, cuya inminencia lo inquietaba pese a que tenía la certeza de haber hecho una tarea excelente por la que ni él, ni los restantes Güijes, ni ninguno de los colaboradores había cobrado un solo centavo. Todos trabajaron por amor al arte, literalmente; aunque quizá frente al Director sería preferible decir que lo habían hecho de manera voluntaria.
Cuando ganaron la Vía Blanca, se volvió a mirar el Paso Superior y el gigantesco tanque de la Planta de Gas que durante años había marcado los límites de su mundo. Ahora, como en su infancia, se erguían misteriosos, enormes bajo la lluvia pertinaz, y sintió de nuevo la opresión en el pecho al decirse que muy pronto aquel dejaría de ser su paisaje cotidiano. Pero ¿qué importaba si lo sustituiría por los árboles y el mar del Vedado? Bastaría con venir de visita a cada rato, o mejor, con recrear el bembé y el ambiente del solar del Reverbero en su novela, donde se conservarían intactos para siempre.
Cuando vino a ver, habían dejado atrás Luyanó y atravesaban el Cerro, un barrio residencial venido a menos que aún conservaba, sin embargo, muchas de sus nobles casonas coloniales. Poco después de bordear el stadium entraron en la avenida 20 de Mayo, donde la ciudad se abría y empezaban los árboles y las terrazas, y sintió que el pulso se le aceleraba a medida que iban acercándose a la Plaza de la Revolución. Cruzaron Ayestarán, doblaron a la izquierda dejando a un lado la Biblioteca Nacional y en un santiamén el Alfa se detuvo bajo la marquesina del edificio del periódico, iluminado como una colmena.
Se identificó en la recepción, obtuvo el pase y se dirigió a los ascensores. La atmósfera de trabajo había contribuido a calmarlo: era simplemente uno más entre los periodistas que subían llevando levadura a los hornos. Salió con ellos, entró a las oficinas de la Dirección y se detuvo frente a la secretaria.
—Buenas noches, china —dijo, sonriendo.
—Pasa —respondió ella, devolviéndole la sonrisa—, te está esperando.
La información volvió a alterarlo. Siempre le había tocado a él esperar al Director y el que esta vez los papeles se hubiesen invertido le hacía sonar en la nuca un timbre de alarma. Pero al empujar la puerta se relajó un poco. El Director estaba arrellanado en la silla giratoria revisando unos contactos fotográficos y lo invitó a sentarse con un gruñido amistoso; entonces el jefe de la página deportiva, que permanecía de pie a la izquierda de la mesa, le hizo un guiño de colega…
Él se sentó en silencio, pensando que el único cambio introducido en la rutina era positivo. Por primera vez le tocaba esperar en el despacho, como alguien de la casa. Se frotó los brazos para aliviar el frío del aire acondicionado sobre sus ropas húmedas y ponerse a tono con el ambiente. Era tan extraño pasar del solar a aquel sitio perfectamente organizado, donde apenas se escuchaba el asordinado temblor de la rotativa, como pasar a otro mundo a través de un espejo.
De África a Europa sin escala, pensó, preguntándose si no debería aprobar la nueva sección de anuncios, carteles y premios disparatados que Una había propuesto en casa de Roque. Quizás, ya tendría tiempo de reflexionar sobre eso; pero por ahora sus prioridades eran otras. Estudiar, por ejemplo, el comportamiento del jefe de la página deportiva ante el Director. El tipo era un alfeñique, lo que probaba la hipótesis de que la gente ama aquello de lo que carece, y se inclinaba para expresar su acuerdo cada vez que el Director, sin consultarlo, marcaba alguna foto en los contactos. Recordaba al personaje de Chéjov que terminó suicidándose de vergüenza por haber estornudado en la nuca de un alto funcionario.
Fijó su atención en el Director. Como en los encuentros anteriores, usaba guayabera de mangas cortas algo arrugada a la altura del cuarto botón, movía los ojos con frecuencia para mirar por sobre o a través de sus espejuelos de présbita y actuaba con la naturalidad de quien sabe que tiene la sartén por el mango. Pero hoy se notaba más cansado que de costumbre: los globos de sus ojos habían enrojecido, como si el insomnio le hubiese causado conjuntivitis.
Al fijarse en los contactos, todavía húmedos, el Flaco evocó sus libros mojados y las manos volvieron a sudarle. Automáticamente, miró la Plaza de la Revolución a través de la cristalera. Seguía diluviando, pero no podía enternecerse con el recuerdo de los textos perdidos en anteriores aguaceros ni mucho menos angustiarse con el cálculo de los que perdería en este. No ahora, por lo menos, que el Director despedía al alfeñique con un frío «Okey» y se volvía hacia él.
—¿Cómo va la cosa?
—Bien, muy bien… —Había movido la cabeza de un modo que de pronto le pareció casi servil, por lo que se contuvo.
El Director se inclinó ligeramente hacia adelante para operar el citófono.
—Yudeisy, agua y café —dijo, y volvió a mirarlo por sobre sus cristales—. ¿Qué tal la familia?
—Bien —sonrió él, volviendo a asentir y a contenerse.
El Director suspiró mientras ponía sobre la mesa una carpeta llena de fotos y textos, en los que él reconoció de inmediato los originales de El Güije. Estuvo a punto de preguntar qué le parecían, pero no lo hizo pensando que la primera jugada correspondía al Director, quien de pronto acercó su manaza a la carpeta, extrajo limpiamente las fotos de Tina y Mella y las puso sobre el buró.
Él comprendió de inmediato que se había equivocado al aprobarlas cediendo a la presión de Una en contra de su propio criterio. Aquellos desnudos, que examinados entre los Güijes eran obras de arte, cobraban sobre la mesa de la Dirección un indefendible aire de obscena irreverencia. No le quedaba más remedio que jugárselo todo a la carta de la audacia y se puso de pie para argumentar con mayor soltura. No se explicaba, dijo, cómo aquellas fotos habían ido a parar allí, si él las había descartado previamente. Eran buenos trabajos, sin duda, pero desde luego no resultaban publicables, sobre todo si se tenía en cuenta quiénes habían sido Tina Modotti y Julio Antonio Mella… Hizo una pausa para comprobar el efecto de sus palabras y sintió que el Director lo miraba desconcertado. Probablemente, añadió entonces, habían quedado allí por olvido, ya que llegaron junto a otras que sí fueron seleccionadas. Bordeó la mesa, se situó a la izquierda del Director y empezó a hurgar en la carpeta con mano temblorosa hasta dar con dos nuevas fotos: la de la máquina de escribir y la de las manos.
—¿Ve? —dijo, depositándolas sobre la mesa—. Son portada y contraportada.
El Director las tomó y empezó a mirarlas a distintas distancias; de pronto, dirigió la vista hacia la puerta por donde Yudeisy entraba con el café. Él levantó la cabeza, reproduciendo automáticamente el gesto del jefe, y vio su imagen reflejada en el cristal de un cuadro: tenía la misma actitud servil del alfeñique. Disgustado con su posición y satisfecho con la rapidez de su respuesta, que había logrado conjurar una posible crisis, volvió a sentarse aprovechando la circunstancia de que Yudeisy, después de servir al Director, había dejado la otra taza frente a la butaca.
—¿Una? —preguntó ella mientras llenaba la cucharilla de azúcar.
El Director formó un cero con el índice y el pulgar de la mano derecha.
—Acabo de descubrir que soy diabético —dijo—. El azúcar por un lado, el colesterol por el otro… —Bebió un buche de café amargo y—: ¿Tú tienes enemigos?
Desconcertado, preguntándose incluso si no se estaría refiriendo a alguna enfermedad, él se encogió de hombros.
—No —murmuró—, ninguno.
—¿Cuántas? —le preguntó Yudeisy, que daba la impresión de estar absolutamente ajena al diálogo.
Extendió el índice y el del medio pensando en la pregunta del Director: hacía años que no peleaba con nadie. Yudeisy le sirvió el azúcar y se retiró en silencio, con una sonrisa solidaria. Él apuró la taza hasta el fondo. El café caliente le hizo bien, ahora necesitaba el Cohíba que el Director le extendía. Decidió encenderlo, se sentía tenso como el cuero de un tambor y quería tener algo con que entretener las manos y la boca.
—Dime una cosa —el Director volvió a abrir la carpeta, extrajo un artículo y unos dibujos y se los puso enfrente—: ¿tú aprobaste esto?
De una sola ojeada supo que se trataba de «Por una plaza humana». Creía en aquel texto y se dispuso a defenderlo antes de que el Director expusiera sus objeciones, seguro de que si lograba convencerlo habría ganado la batalla, pues el artículo en cuestión era lo más atrevido del número. Sí, dijo, dejando el tabaco en el cenicero y volviendo a incorporarse, lo había aprobado porque estaba convencido de que El Güije debía bregar críticamente con temas espinosos. Aunque pensándolo bien aquel no lo era tanto. Después de todo, la Plaza no era obra de la revolución, sino de la dictadura de Batista, que la había construido según el proyecto ganador de un concurso amañado, proyecto que a su vez seguía líneas escultóricas y arquitectónicas de corte fascista, como lo probaba el artículo, cuyo objetivo era humanizar aquel enorme espacio en beneficio de la población… Volvió a bordear la mesa, se inclinó señalando los dibujos y añadió, dispuesto a convencer:
—Así es como el autor ve el futuro.
—Por cierto… —masculló el Director mordiendo su tabaco y echándose hacia atrás en la silla mientras se quitaba los espejuelos—, ese muchacho está en la UMAP, ¿no?
El Flaco asintió en silencio. No podía profundizar en el tema ni mucho menos defenderse diciendo que por esa misma razón había decidido no publicar «Fiesta brava».
—Un disparate —dijo el Director sin precisar a qué se refería—. Pero en fin… Su punto de vista, ya que hablamos de humanizar…, ¿cómo se concilia, por ejemplo, con aquella foto?
Él levantó la cabeza, siguiendo la dirección del índice que apuntaba hacia la foto mural situada en la pared que tenían enfrente. Estaba tomada desde la cúspide del monumento a Martí y abarcaba todo el espacio de la Plaza y sus alrededores, cubierto por más de un millón de personas.
—Esa es nuestra Plaza, el símbolo de nuestra democracia socialista… —El Director lo miraba fijo a los ojos—. ¿Tú crees, sinceramente, que debería convertirse en un paseo?
El Flaco se secó el sudor de las manos en el pantalón mientras regresaba a la butaca buscando en vano un argumento que le permitiera no darse por vencido. Se llevó el Cohíba a los labios, agobiado otra vez por la insoportable sensación de estarse moviendo en mundos no solo distintos, sino además antagónicos. Allí, las razones del Director eran tan poderosas como lo eran las suyas entre los Güijes. Presionado por la obligación de responder hizo de tripas corazón y decidió sacrificar una parte para salvar el todo.
—Pensándolo bien —dijo, atusándose el bigote—, creo que fue un error seleccionar ese artículo.
El Director sonrió satisfecho y él le devolvió la sonrisa. Suspirando, pensó en los Güijes: no entenderían jamás la dialéctica de aquella negociación que, por lo demás, formaba parte del oficio. Pero ya se encargaría él de convencerlos o de vencerlos.
—Me gusta tu actitud —reconoció abiertamente el Director—. Es madura. Y me ahorra muchos rodeos, porque, al menos desde mi humilde punto de vista, hay más problemas. Esa poesía sobre La Habana, por ejemplo…
¿«Réquiem»?, lo interrumpió él. ¡Tremendo poema! No había podido dominar su impulso y ahora, estimulado por el silencio y la repetina curiosidad del Director, sintió que no debía hacerlo. Esos versos, dijo, resolvían un problema capital de la joven poesía cubana, aquejada durante años de un coloquialismo que amenazaba con secarla. La hazaña de aquel poema, continuó exaltado, residía en que rescataba lo mejor de esa tendencia, logrando el aire, el vuelo y las dimensiones de una… Sintió que se perdía, iba a decir «historia», pero la palabra no le satisfizo y, durante un segundo, buscó en vano un sinónimo lamentando que en español no existiese nada parecido a la distinción inglesa entre history y story. Bueno, dijo al fin, de algo así como una fábula, que llegaba a darse el lujo de integrar a su propio lenguaje, de modo perfectamente natural, nada menos que a un clásico como Rodrigo Caro, logrando así una continuidad camal con la misma tradición que acaba de romper ante nuestros ojos.
—No te lo discuto —concedió el Director sonriendo y dándole una larga chupada al habano—. Ya te he dicho que de literatura no sé ni pío. Pero el problema es otro. ¿Cómo justificar la publicación de unos versos donde se dice que La Habana está muerta?
Para dominarse, el Flaco mordió el tabaco. De pronto, señaló la ciudad, cuyas calles brillaban bajo la lluvia.
—Se mueve —dijo—, luego está viva. El poema es simplemente una metáfora.
—Equivocada, a mi modo de ver —replicó impasible el Director—. No se puede, hoy por hoy, escribir sobre La Habana sin tener en cuenta lo que la revolución ha hecho por ella… ¿No se erradicaron los barrios insalubres? ¿Y las zonas de tolerancia? Esta puñetera ciudad era un gran prostíbulo, y algo más, un garito, y si no hubiera sido por la revolución…
Yudeisy informó a través del citófono que había una llamada por la línea uno y el Director levantó inmediatamente el auricular. El Flaco se puso de pie y se retiró hacia el fondo de la oficina calculando que no tenía derecho a escuchar aquel diálogo y que una actitud abiertamente humilde podía ayudarlo en la discusión, que se había puesto color de hormiga. Cuando vino a ver, estaba a unos tres metros de la foto mural de la Plaza, preguntándose si podría encontrar allí su imagen. Comprobó que desde aquella distancia solo se apreciaba la impresionante multitud y se fue acercando a la zona donde aparecía la Biblioteca Nacional, frente a la que solía pararse durante las concentraciones. Quedó desconcertado al caer en cuenta de que había una distancia focal en la que desaparecía la visión de conjunto, pero no por ello podían apreciarse las individualidades, vista desde muy cerca, la foto era una suma de punticos que cubrían toda la gama del gris.
Le dio la espalda y se dirigió lentamente a la ventana buscando un nuevo argumento para defender el poema. Repasó los ya esgrimidos, que volvieron a parecerle brillantes y que, sin embargo, habían resultado totalmente ineficaces. Cerró los ojos ante el interminable aguacero intentando borrar el recuerdo de los libros que volvía a atormentarlo. ¿Qué le pasaba? ¿Por qué se había vuelto bruto de repente? Para darse suerte, tocó el talismán que llevaba en el bolsillo y de pronto recordó la explicación de Una: «Réquiem» era extraordinario porque trataba a la ciudad como a una hembra. ¡Eso!, exclamó entusiasmado. Pero al repetir en voz baja el argumento sintió que resultaría tan inútil como los anteriores.
Un sonido seco del teléfono le indicó que el Director acababa de colgar. Al volverse, se sintió repentinamente iluminado y empezó a argumentar mientras caminaba, temeroso de que la idea se le escapara. El enemigo sostenía, dijo, que en Cuba no había literatura… Hizo una pausa y al ver un súbito interés en la mirada del Director, añadió: sostenía que los únicos escritores de valor eran aquellos que ya publicaban antes del triunfo de la revolución o los que habían marchado al exilio, y que las actuales condiciones impedían el surgimiento de una literatura nueva, crítica, de proyección universal en el interior de Cuba. Pues bien, concluyó al sentarse y retomar el habano, «Réquiem» en particular y El Güije Ilustrado en general eran la prueba de lo contrario.
El Director, que había encaramado los pies en la mesa, entrecerró los párpados y puso las manos sobre el pecho. Parecía ido, pero él sabía que estaba rumiando el nuevo argumento, por lo que se puso a escuchar los latidos de su propio corazón, que ahora le golpeaba el pecho como al final de una carrera de fondo.
—Razón de peso… —murmuró el Director, confirmando su sospecha—. Pero… ¿y la poesía, qué? Hay demasiadas cosas que pasa por alto, al igual que tu cuento y los versos que tratan de Martí y Maceo.
El Flaco se sintió agobiado. ¿De qué versos le estaba hablando? Tragó aire y se llevó las manos a las sienes. En medio de su confusión intuyó que seria un error empezar defendiendo su cuento y se aferró a la tabla que le ofrecía mayores posibilidades de salvarse.
—Perdóneme, compañero —dijo, luchando por conservar la calma y hablar alto y claro—, pero en El Güije Ilustrado no hay versos sobre Martí y Maceo.
Suspirando, el Director volvió a sentarse, abrió la carpeta que estaba sobre la mesa, pasó rápidamente las hojas hasta detenerse en una que tenía un gran signo de admiración puesto con lápiz rojo en el margen derecho, y citó:
—«No hay que ser adivino para percatarse de la verdadera identidad de ese Damir Alej, llamado “padre de la palabra”, de ese Omik Isula, “general de los cobres”, o del “viejo”… —Siguió leyendo entre dientes, pasó la página y se detuvo en el pasaje buscado—: … que no puede referirse sino al encuentro de Martí, Maceo y Gómez en La Mejorana, por lo que las supuestas “palabras perdidas” del poema son una clara alusión a las páginas perdidas del Diario donde Martí dejó constancia de dicho encuentro». A ver, a ver… —murmuró, buscando, por lo visto, una señal—. Aquí: «Nos preguntamos: ¿es casual que se escoja, como asunto de un poema, el vacío más trascendental de nuestra historia? ¿Qué intenciones se ocultan tras esa selección? ¿Qué pretende él…?». —Se detuvo y volvió a mirar por sobre los cristales de los espejuelos—. Como ves, tienes enemigos.
A duras penas el Flaco había podido escuchar hasta el final sin saltar del asiento, sentía que las preguntas iban dirigidas a él, personalmente. Ese informe, dijo, era una sarta de sofismas. Podía asegurarle, compañero Director, con pleno conocimiento de causa, que el autor de la «Nana» y del «Prólogo» era un poeta puro. Es más: no entendía nada de política. Sus textos no eran sino metáforas universales, escritas para ser leídas e interpretadas de diversas maneras en distintos países y épocas. Desde el punto de vista de la crítica literaria aquella acusación era puro sociologismo vulgar y no había por qué tomarla en cuenta.
El Director le dio unos golpecitos al tabaco; las cenizas, de forma cilíndrica, se desprendieron convirtiéndose en un polvillo gris.
—Desde mi punto de vista es algo mucho pero mucho peor —dijo, con el ceño fruncido—: una acusación muy peligrosa que nos involucra; por tanto, estamos obligados a tomarla en cuenta. —Volvió a la carpeta hasta encontrar un párrafo, subrayado con plumón verde, del que citó—: «… al describir, irrespetuosamente, o más bien, provocadoramente, a los supuestos santones judíos: “uno barbón como un moro y el otro medio calvo, con chivita y ojos de diablo” (clara alusión a Marx y Lenin, según la conocida iconografía)…».
—¡Pero qué hijeputada! —lo interrumpió el Flaco incorporándose—. ¿Quién coño escribió eso?
—Cálmate. —El Director le dio una nueva chupada al tabaco—. Yo estoy de tu parte, pero necesito saber si tus personajes son esos, realmente.
Anonadado, él se desplomó en la butaca. ¿Cómo explicarlo? Eran y no eran, dijo. Pero más bien no eran. O sea…, quería decir… Extendió la mano derecha mientras se pasaba la izquierda por la frente… El cuento, empezó a explicar con la ilusión de haber hallado una salida, estaba escrito en una variante muy especial de lo que en términos de técnica literaria se conocía como estilo indirecto libre… El Director carraspeó y él volvió a extender la mano, pidiendo tiempo, y añadió atropelladamente: la tercera persona del relato no era más que una forma putativa de la primera, por lo que «el barbón» y «el de los ojos de diablo» no eran propiamente Marx y Lenin sino el modo en que una negra ignorante los imaginaba, ya que el texto no estaba escrito por un narrador omnisciente sino solo desde el punto de vista de la mujer y debía atenerse a los límites de su conciencia aunque no necesariamente a los de su lenguaje, como hubiese ocurrido en caso de haber empleado la narración en primera persona o el monólogo interior.
El Director pestañeó varias veces y luego abrió los brazos y la boca en un gesto más bien incongruente.
—Será como tú dices —murmuró—. Pero que alguien, por ignorante que sea, hable así de Marx y Lenin es un problema grave. —Volvió a hojear la carpeta lentamente, con aire distraído, y el Flaco alcanzó a ver entre los folios un ejemplar del último número de La Ladilla Ladina antes de que el Director encontrara el dato que buscaba—. Por cierto, ¿es verdad que esa muchacha que anda con ustedes… Ángeles, la diseñadora, fue expulsada de la Universidad Lomonósov?
Asintió con la cabeza, agobiado. Ahora solo le interesaba el nombre del autor de aquel libelo. Desde el principio estuvo seguro de que la primera persona del plural en que estaba redactado era una suerte de mayestático de la infamia tras el que se escondían un traidor a quien terminaría agarrando por el cuello. Empezó a repasar mentalmente los rostros de los invitados a la Roquicueva la noche de la lectura anticipada del número. ¿Adán Nada, con su resentimiento y sus gafas como culos de botella? ¿El Rubito, con su mediocridad y su piel lechosa? ¿El Encíclope, con su docta ignorancia y su nube en el ojo? ¿O algún perro infiltrado entre las dos docenas de Jabatos, Paronomásicos e Independientes que en la Roquicueva aplaudieron a rabiar todos los textos?
—¿Quién firma ese papelucho? —exclamó.
—Nadie en particular —repuso el Director, impasible—. Cálmate. Ya te dije que estoy de tu parte. Solo que para ganar esta escaramuza, necesito que me des una mano.
Aquella promesa inesperada fue suficiente para estimular al Flaco, que se sintió dispuesto a todo con tal de salvar El Güije.
—¿Qué tengo que hacer?
El Director apagó el cabo, se puso de pie y se acercó lentamente a un estante de donde extrajo una botella de Johnny Walker, dos vasos y una latica de maní.
—El whisky, como medicina para la presión —explicó, mientras trasladaba las cosas a una mesita circular, de mármol, que había junto al estante—. Y el maní, un vicio. —Se dejó caer en una butaca tapizada en vinyl rojo—. Acércate y trae los tabacos.
Como un resorte, él tomó la caja de habanos y la puso en la mesita. Antes de sentarse, se decidió a servir el whisky.
—¿Sabes lo que es una carambola? —murmuró el Director entre dientes—. Ese informe está hecho contra mí.
—¿Cómo contra usted? —exclamó él, sintiendo que los ojos se le desorbitaban.
El Director miró la Plaza de la Revolución a través de la cristalera y bebió un trago.
—En el país hay diferentes posiciones con respecto a la información —dijo, poniendo el vaso sobre la mesita como quien inicia una partida de ajedrez—. Yo pienso que hay que abrir, que si seguimos así corremos el riesgo de autobloquearnos. Por eso apoyé tu proyecto. Pero hay otros sectores muy poderosos que piensan lo contrario. —Movió la botella de lugar como si respondiera a su propia jugada—. Creen que si abrimos, el enemigo se nos cuela por la ventana. —Volvió a mirar por la cristalera, suspirando—. De este informe debe haber, por lo menos, ocho copias. El verdadero objetivo soy yo. Pero como no pueden desconocerme, me lo mandan, a ver qué hago… —Tomó un tabaco, haciéndolo crujir entre los dedos—. ¿Comprendes?
Él asintió, excitado por estar participando en una operación de alta política. Supuso que su contribución consistiría en rebatir el informe punto por punto y se frotó las manos. Ese era justamente su mayor deseo y se sentía seguro de poder cumplirlo a cabalidad salvo en el aspecto de las acusaciones personales, del que pensaba prescindir por considerarlo indigno de un escritor. De puro entusiasmo, se dio un trago. Estaba pensando que seria fantástico publicar el informe y la réplica en el segundo número, cuando el Director volvió a la carga.
—Como comprenderás, no puedo sacar el suplemento en estas circunstancias. Pero tengo un plan para que el adversario no se salga con la suya… y me gustaría contar contigo.
Anonadado, él dejó caer los brazos a lo largo del cuerpo. No imaginaba qué podría hacer, aparte de El Güije.
—Quisiera publicar otro suplemento cultural. —El Director se echó un montoncito de maníes en el cuenco de la mano, con cierta ansiedad—. Algo verdaderamente unitario, donde participen todas las generaciones y tendencias. Así no podrán decir que estoy protegiendo mafias, capillitas… —Movió los maníes, como si se dispusiera a tirar los dados, y se los echó en la otra mano—. Tú no serás el Director, desde luego. Lo que necesito de ti y del grupo es que apoyen mi proyecto.
Pero algo así sería un disparate, alegó él, y al notar una sombra de disgusto en la mirada de su interlocutor, intentó explicarse: todas las grandes revistas literarias habían representado una tendencia dentro de una generación, de modo que…
—Puede ser —lo interrumpió el Director, mirando su reloj—. Pero aquí y ahora yo no tengo más alternativa. —Se echó los maníes en la boca y se frotó la sal de las manos—. Ni ustedes tampoco.
Agobiado, él encendió un fósforo, miró la llama y la apagó cuando estaba a punto de quemarse los dedos. Le parecía increíble que todo se hubiera convertido en humo e intentó un último recurso. ¿No sería posible, insinuó, que se les reservara a los jóvenes una sección autónoma dentro del nuevo proyecto, titulada precisamente El Güije Ilustrado?
—No entiendes nada —exclamó el Director enrojeciendo—. A ustedes los quieren sancionar, y yo pretendo defenderlos porque me siento responsable de ese maldito Güije… —Bebió un trago, con lo que logró dominarse—. Me voy a hacer una autocrítica por no haberlos orientado debidamente. Voy a afirmar que ustedes ya reconocieron sus errores. Solo así podrán, dentro de un tiempo, publicar algo… No lo que hicieron para El Güije, claro…
Por un instante, él imaginó el caos y la mediocridad que imperarían en el nuevo suplemento. ¿Por qué razón habrían de apoyarlo? No, dijo, lo sentía muchísimo, pero le era imposible. Notó que en la mirada del Director se abría paso el desencanto y, por reflejo, intentó cubrirse. No lo decía tanto por él mismo como por los otros Güijes, aclaró. Ellos no lo aceptarían nunca.
—Tu papel es convencerlos, por tu bien y por el de ellos. —El Director bebió otro sorbo de whisky sin disimular su impaciencia—. He llegado hasta aquí porque estoy convencido de que eres un cuadro. La política… —Se llevó el habano a la boca y lo degolló de una dentellada— es el arte de lo posible. Por ejemplo, tu contraportada era el desnudo de Mella, pero cuando te lo mostré te diste cuenta enseguida de que eso no era posible y te sacaste otra contraportada de la manga. ¿Mentiste? No, actuaste como un político, simplemente.
Pero…, dijo él, y se quedó en blanco, sintiéndose tan desnudo como el Mella de la foto prohibida. Estaba casi dispuesto a decirle al Director que sí, que apoyaría cualquier cosa con tal de terminar con aquella tortura y ganar definitivamente su protección y su aprecio, cuando pensó en los Güijes y se vio a sí mismo implorando que apoyaran aquel disparate por razones políticas.
—Lo siento —murmuró—, sería inútil. Esos tres no entienden más que de literatura.
Torre Ostánkino
Vació de golpe otra copa de coñac. Necesitaba emborracharse hasta la inconsciencia, escapar a la obsesión de que tenía al chivato ante sí. Si conseguía dar con la frente sobre la mesa, Adrián no tendría otra alternativa que llevarlo dormido hasta la casa y listo. Mañana sería otro día. Llamaría a Irina, se llevaría consigo a Osip, conviviría civilizadamente con la Dama del Perrito. No, mañana no habría problemas. Bastaba con morderse la lengua un minuto más.
—¿Qué te pasa, compadre? —preguntó Adrián, dándole una chupada a la breva—. Te noto alterado…
—Nada.
Adrián extendió la mano, pequeña y regordeta, y puso la copa en la mesa.
—Tú no me estás hablando claro —dijo.
Las luces se apagaron, un agudísimo golpe de batería reverberó en el salón y el Flaco se incorporó de un salto.
—¿Qué pasa? —exclamó.
—Pero cálmate, chico —dijo Adrián—. No pasa nada.
—Adin, dba, tri, chitiri… —contó una voz metálica en lo oscuro.
Un intensísimo fogonazo rojo rasgó la oscuridad iluminando el salón y él se desplomó en el asiento. No soportaba más. Iba a jugárselo todo a una carta.
—Alguien tuvo la culpa de que yo me volviera loco —murmuró, como si cumpliera una orden—. El tipo que hizo el informe. El informe que nos impidió publicar El Güije. ¿Quién fue? Ese es el único dato que me falta para completar el plan de mi novela.
Un nuevo fogonazo brilló como un cuchillo. El resplandor iluminó la comprensiva sonrisa de Adrián.
—Olvida eso —dijo—. Por tu bien. No se sabe nunca quién hace esos informes. ¿Conoces la observación de Baudelaire?: «La plus belle ruse du démon l’est de nous faire croire qu’l n’existepas».
—Adin dba, tri, chitiri… —repitió la voz metálica.
—¿Cómo? —farfulló él, sintiendo que temblaba de fiebre.
Adrián le tocó la mano como si pretendiera calmarlo.
—«La trampa más bella del demonio —murmuró— es hacernos creer que no existe».
En eso, un heavy rock estalló en el salón con estrépito de metales provocando el chillido unánime del público. Decenas de parejas empezaron a brincar como dementes mientras imitaban con la voz el feroz punteo de la guitarra prima y los obsesivos golpes de batería, en medio de fogonazos rojos, verdes, azules, naranjas, que terminaron de trastornar al Flaco y lo hicieron huir hacia el baño sin estar seguro siquiera de que Adrián fuera Eshú, el Diablo, la cara oculta de Eléggua, pero con la certeza de que Baudelaire tenía razón. El Demonio se burlaba de sus víctimas haciéndoles creer que no había diablos. Pero era omnipotente y reaparecería en su vida para destruir su novela y castigarlo por haberse atrevido a escribirla. Aunque pensándolo bien, ¿qué novela era aquella que no existía ni existiría nunca? Se detuvo, como si hubiera recibido un garrotazo. Una punzada insoportable se le clavó en la nuca, recibió el empujón de un bailarín que parecía atacado por el mal de San Vito e intentó orientarse en el aquelarre preguntándose qué le sería más difícil, si escribir o callar. Por toda respuesta, evocó la imagen de sus libros sumidos en un agua asquerosa y se vio a sí mismo refugiado en casa del Gordo, al amanecer del día siguiente a aquel aguacero interminable que destruyó su biblioteca, negándose a aceptar la propuesta de Una: publicar El Güije en mimeógrafo, como un zamisdat.
Escribir o callar, se repitió, enceguecido por la insoportable alternancia de sombras y fogonazos. Entonces había optado por el silencio, aun cuando Una se lo reprochó amargamente, convencida de que solo resistiendo lograrían conservar su dignidad. Pero él pensaba que no, pensaba que aquella resistencia sería manipulada por el enemigo e interpretada internamente como una señal de oposición política. Y no había nada más ajeno a sus intenciones. Solo aspiraba a dos cosas muy simples: ganar la confianza y el reconocimiento del Director, demostrando que ellos, los jóvenes, eran la verdadera intelectualidad orgánica de la Revolución, y conseguir un lugarcito bajo el sol, un apartamentico al que mudarse con su madre. ¿Qué otro camino hubiera tenido para eso, se preguntó ahora, mientras se tapaba los oídos con las manos para atenuar los ruidos del cráneo, que el de tratar de convencer a los demás no solo de que debían cumplir la sanción que sobrevendría inevitablemente, sino hacerlo a conciencia para demostrar que eran disciplinados y no le temían al trabajo manual? ¿Quién podía probarle que su línea no hubiera dado frutos con el tiempo si todos la hubiesen seguido? Pero Una y el Rojo les dieron nuevas razones a los cavernícolas alegando que no tenían ninguna culpa que expiar y precipitando así la destrucción definitiva del grupo. ¿O habían sido el Gordo y él los verdaderos culpables por bajar la cabeza y aceptar como autómatas la separación de la universidad y la sanción suplementaria que les comunicaron tres semanas después? ¿Tendrían razón el Rojo y Una al negarles el saludo, proclamando a los cuatro vientos que el Gordo y él habían traicionado la amistad y la literatura? ¿Ellos, al replicar que Una y el Rojo no pasaban de ser un par de esnobs resentidos que no servían más que para orquestar escándalos? ¿O la muerte, y solo la muerte, cuando volvió a unirlos a los pies de la cama del Rojo?
Al empujar la puerta del baño revivió la noche lluviosa en que el Gordo se asomó a su tienda, en el campamento de recogedores de café: «Quieren vemos», dijo. No aclaró quiénes, ni hacía falta. Él le informó al jefe de la brigada que tenía un problema personal, obtuvo un pase y se dirigió al yipi donde lo esperaban. «El Rojo se nos muere», murmuró el Gordo, y rompió a llorar como un niño, como lo hacía él ahora, al entrar al baño evocando el momento en que los cuatro volvieron por fin a reír juntos, cuando el Rojo les contó que el médico le había dicho: «Cáncer, hijo, cáncer». Pero ¿acaso el Rojo no había tenido razón al acusarlo de traidor, si apenas dos días después de su muerte él cedió a la tentación de acostarse con Una, llevado por un inextricable cúmulo de deseos entre los que entonces solo pudo reconocer claramente la turbia necesidad de comprobar si era verdad que con ella se gozaba como con nadie? ¡Ah, de qué modo tan profundo disfrutó aquella profanación!, se dijo al desabrocharse la bragueta, solo para despertar avergonzado y aterrado ante Una, que no se reconocía culpable de nada y despotricaba contra el maldito espíritu cristiano que ahora lo hacía sufrir y antes lo había llevado a aceptar como un perfecto comemierda una sanción canallesca, cuyo verdadero objetivo era apartarlo de la literatura y tal vez de sus propios compañeros. ¿Qué lo hizo enloquecer? ¿La evidencia de que Una había tenido razón, como sospechaba ahora, al evocar los dos años que pasó sancionado en aquel Cordón de La Habana que, como bien advirtieron los campesinos al verlos derribar matas de mango, mamey y aguacate para plantar posturas de café, no habría de producir ni un solo grano? ¿La inconfesable certeza de que también se había acostado con Una por envidia hacia el Rojo? ¿O una maldición ancestral, que ni los caracoles podían prever? ¿Estaría Osip condenado a prenderle fuego a la casa, como lo había hecho él al tirar la lámpara de luz brillante contra la maldita tienda de campaña?
«¡Coño, que me desméo!», murmuró, repitiendo una aclamación del Gordo que ahora no lo hizo reír. Porque el Gordo, una vez cumplida su sanción como trabajador en una imprenta, había callado, al igual que el Mulo al regresar de la UMAP ¿Y él…? No pudo evitar el recuerdo del espantoso delirio que lo acometió en el hospital después del incendio: libros húmedos que caían sobre su boca y lo asfixiaban. No recordaba nada. No reconocía a nadie, ni siquiera a Bárbara, que no se separaba de su cabecera. No lloró cuando su madre le dijo que Una se había cortado las venas, porque no sabía de quién le estaban hablando. Lo vino a hacer ahora, mientras disfrutaba el mezquino placer de aliviar la vejiga, evocando las sesiones de hipnosis que le devolvieron la memoria e intentando aferrarse infructuosamente al consejo del siquiatra: una vez recordadas ciertas cosas, debía aprender a olvidarlas y empezar una nueva vida.
Lo había conseguido y ahora estaba poniéndola en juego, se dijo al sentarse en el inodoro, todavía sollozando, con los codos sobre las rodillas y la adolorida cabeza en las manos. Se miró los callos, la huella indeleble de cinco años de trabajo en las microbrigadas de construcción de viviendas a las que se incorporó cuando obtuvo el alta. Cinco años que pasó durmiendo en la salita de la casucha de Bárbara y que le sirvieron, por fin, para ganar el derecho a una casa. Su casa. Aquel modestísimo apartamento que le parecía un palacio, donde por fin logró vivir en paz con su madre y su mujer y donde nació su hija, completando aquella felicidad agujereada de modo cada vez más frecuente por el insomnio, los recuerdos y la maldita tentación de escribir, lo que le producía una suerte de insondable tristeza contra la que eran inútiles los consejos y las pastillas del psiquiatra. Porque para Shangó y Oyá esa vida nueva, basada en el olvido, constituía una traición imperdonable. Se lo había dicho Bertoldo, el babalao, a quien consintió en visitar para complacer a su madre y a Bárbara, que estaban seguras de que solo así vencería aquel estado agónico que ellas llamaban «pasión de ánimo».
Lo impresionó regresar al solar, pero, exactamente como cuando era niño, lo impresionó muchísimo más el rostro chupado de Bertoldo, sus manos de palmas rosadas y dorso negrísimo tirando los caracoles, la seriedad de sus ojos de gato escrutando las conchas y su profunda voz de patriarca leyendo el tablero de Ifá: «Loj caracole dice que tú “ta lleno é epíritu. Epíritu bueno y malo, demonio y santo y de to” pelean en tu cabeza como perro y gato, como fiera enjaulá pelean. Tú tiene que arrojá espíritu, saca “lo pá” juera de tu cuelpo así…». Bertoldo había abierto la boca desdentada como para vomitar y, pasándose el índice por la frente sudorosa, lo había hecho restallar sobre el dedo del medio como un látigo: «¡Siá, cará!». Y ahora, al evocarlo, él repitió el gesto y el grito, que retumbaron en el gabinete cerrado haciéndolo estremecerse y recordar a Bárbara, para quien el psiquiatra y el babalao no habían dicho lo mismo, como pretendía él cuando salieron a la calle. Arrojar, había insistido ella, era una cosa bien distinta que olvidar. Él solo tenía una manera de sacarse de adentro los espíritus que lo atormentaban. Escribiendo. Ese era el mandato de los santos.
Claro que a los santos les era muy fácil mandar, se dijo ahora, golpeando con rabia el tabique de mármol, porque no tenían hijos rusos, ni miedo a fracasar o a ser censurados. Nadie los sancionaba. Pero él no era más que un pobre diablo encerrado en un inodoro. ¿Quién coño podía reprocharle el haberse decidido a vivir, aunque fuera en silencio? ¿Qué, sino aquella callada fidelidad a la revolución, le permitió ir a ver al Director, después de tantos años, y pedirle que lo recomendara para el viaje a Nairobi porque necesitaba pasar por Moscú y conocer a su hijo? ¿No lo había conseguido acaso? ¿Valía la pena lanzarse a la aventura de escribir una novela, si su pretensión de renovar el género le parecía ahora, como antes al Rubito, ridícula e imposible? Se puso de pie y apretó el botón para que el torbellino de agua hundiera sus miserias en las alcantarillas. Fue dando traspiés hasta el lavabo, se miró al espejo durante una fracción de segundo y bajó la cabeza. Entonces se pasó el índice por la frente y lo hizo restallar en el aire contra el dedo del medio: «¡Siá, cara!». Pero no se atrevió a mirarse de nuevo. Tenía en el rostro las marcas del silencio y en la cabeza voces, gritos, preguntas a las que no sabía cómo responder.
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