Jesús Díaz
(La Habana, 1941 - Madrid, 2002)

NO MATARÁS

«... yo os juro que os perseguiré, y os encontraré en lo más profundo de una noche tenebrosa, y os haré sentir temor, y vosotros sabéis que yo puedo hacerlo.»
                                    MILLER.


I. Los bandidos
Los años duros (1966)


       El hombre, echado sobre el fanguillo en que se había convertido el cauce del arroyo, trataba desesperadamente de hallar un resto de agua.
       —¡Maricón!
       La palabra, mordida, produjo en el cuerpo del que estaba tendido una convulsión eléctrica.
       —¡Niño!
       Gritó antes de ver quién había hablado. Luego giró rápidamente la cabeza y se halló frente al cañón de una sub-ametralladora. Quedó quieto un segundo, fijos los ojos en el acero, diríase que hipnotizado. De pronto proyectó la mano derecha sobre un M-3 que reposaba a su lado, pero una bota se dejó caer sobre ella comprimiendo los dedos contra el fango.
       —¿Gato?
       —El Gato está muerto. Se la arrancaron por tu culpa.
       Las palabras parecieron caerle en pesadas sílabas sobre la nuca. Dejó descansar la cabeza en el fango.
       —¡Mierda! —gritó el Niño al tiempo que le daba una patada en el estómago. —Eres un mierda, Jabao.
       El golpe le obligó a moverse. Volvió la cabeza a tiempo para ver brillar en el aire la saliva proyectada por el Niño. Luego la sintió en la mejilla, pastosa.
       —¿Creíste que nos habían cepillado?
       Volvió la cabeza al otro lado, siguiendo la voz.
       —Eres un mierda, Jabao.
       De nuevo perseguir la palabra. Otra vez clavar la vista en la boca de la Thompson.
       —Te vamos a romper la vida.
       Miró al otro lado. La punta bola de la bota se colocó ante su vista.
       —¿Cuál es tu último deseo?
       La boca de la Thompson.
       —¿Ahorcado o fusilado?
       La punta bola de la bota.
       —¿Algo para la familia?
       La boca de la Thompson.
       —Eso, por maricón.
       La punta bola de la bota.
       —¡Mierda!
       La boca de la Thompson bajó lentamente hacia el rostro.
       —Quita... quita.
       Movía débilmente el brazo izquierdo. El Niño, que sorteaba los inseguros movimientos, hizo un gesto a Lolo y la bota fue levantada. Entonces el Jabao comenzó a girar sobre sí mismo, perseguido cada vez más de cerca por el arma. Ésta llegó a clavarse en el entrecejo.
       —No tiene seguro, Niño. Esa mierda no tiene seguro. No juegues, no tiene seguro.
       Había quedado bocarriba, chapoteando en el fanguillo del arroyo. Después comenzó a reptar a fuerza de codos y hombros mezclando con fango nuevo su ropa calada de un fango endurecido ya.
       —Míralo, Lolo, míralo como se arrastra.
       —¿Te creías muy bicho? ¿Te creías un bárbaro, eh?
       —¡Párate!
       El Jabao comenzó a incorporarse mirando siempre las armas. Cuando lo había casi logrado chocó con unas piedras. Cayó de bruces, la cara contra el fango.
       —¡Párate! —volvió a gritar el Niño—. Vamos a darte el chance de romperte de pie, como si fueras un hombre.
       —¿A mí? ¿Por qué a mí? ¿Por qué? ¿Por qué me van a matar a mí? A mí no. Matarme no.
       Los ojos, muy abiertos, le relumbraban en la cara completamente enfangada.
       —¡Pendejo! —gritó el Niño volviéndolo a escupir.
       Un golpe sostenido y seco denunció que Lolo había montado su arma.
       —¡Aguanta, coño!
       —Es para meterle un frío.
       —Déjame eso a mí, coge el M-3.
       Lolo tomó el arma que estaba en el suelo y se la echó al hombro. Luego la palpó, palpó la suya y gruñó.
       —Tú no vales dos quilos, Jabao. Por tu culpa los comunistas rompieron al Gato y casi nos rompen a nosotros, valga que nos pusimos dichosos. Tú sabes por qué no te cepillo. Cuando lleguemos a Gumá nos vas a guiar hasta la costa. Si llegamos bien, te salvas. Si hay cualquier troque por el camino te parto el alma, ¿oíste?. Cualquier lío, tú eres el primero que queda. Así que ya sabes, anda claro.
       —Yo no embarqué a nadie, Niño, si yo era socio del Gato, yo lo que...
       —Tú lo que eres un mierda.
       —Niño...
       —¡Cállate! Arranca alante, y no falles.
       Luego del arroyuelo se alzaba un monte en el que se internaron los hombres. Caminaban en silencio, con los torsos gachos, moviendo a todos lados la cabeza. Pasaban una y otra vez la lengua por los labios. Tenían los ojos brillosos. Lolo, que movía con cierta dificultad la pierna izquierda, se quedó un poco atrás. Sacó la cantimplora e intentó beber, pero sólo pudo tomar un sorbo; estaba casi vacía. La tiró al suelo y avanzó hasta alcanzar a sus compañeros.
       —¿Estarán cerca?
       —Seguro, esa gente es del carajo.
       —¡Cállense y caminen!
       Volvió el andar y volvió el silencio. El paisaje se repetía con una hermosura monótona. De pronto el Jabao se detuvo, los otros le imitaron. Quedaron así, los ojos empequeñecidos, los cuellos nerviosos; tratando de ver hasta por la piel.
       —¿Qué?
       —Sssh.
       —¿Qué?
       —Oí un ruido.
       Apuntaron hacia todos los lugares posibles.
       —Yo no oigo nada.
       —Ni yo.
       —No, parece que no hay nada.
       —Vamos a seguir. ¡Rápido!
       Mantuvieron la marcha durante más de dos horas sin decir palabra. A veces, sobre todo cuando la respiración se hacía gorda y la velocidad disminuía, se hablaban con los ojos. Al llegar a una encrucijada, el Niño engarfió al Jabao indicándole el camino de la derecha. El otro no hizo por soltarse. Sólo miraba al Niño, y al trillo, decidirse a caminar.
       —Dale.
       —Pero, ¿tú piensas ir a Gumá por Cañitas?
       —Seguro.
       —Es llano, Niño, son como quince minutos por un cañaveral.
       —Y dos horas menos de camino.
       —Si nos ven...
       —Si nos ven, nos joden, pero hay que arriesgarse.
       —Por Sagarra es monte, Niño.
       —Y son dos horas más en este infierno. Dos horas más que tienen para partirnos.
       —O para cogernos.
       —Al Niño no. Al Niño no lo van a chupar esos cabrones. Al Niño hay que matarlo.
       —Niño, yo no puedo andar corriendo por Cañitas.
       —Hay que llegar a la costa, hay que llegar, no les voy a dar el gusto a ésos.
       —Pero mira como tengo la pierna, yo...
       —Tú, nada, Lolo. Jabao, dale alante.
       El Jabao no se movió.
       —¡Daale!
       El monte clareaba hacia la punta del trillo. A la salida, una manigua enteca, más allá, las cañas. Los hombres, encorvados, llegaron al final del camino. Allí se detuvieron un segundo, venteando.
       —¡Corran!

cañas golpean los pechos que se hieren las caras con pajas de caña enredan los pies de cuerpos que caen rayos de sol en los ojos que se agrandan mirando hacia atrás ven el polvo en los labios que se cuartean y tiemblan los bejucos traban los cañones en cañas secas correas cortan las pieles de las narices se ensanchan buscando aire que no respiran tierra en los ojos miran las botas se levantan los brazos se separan las cañas se interponen entre los cuerpos corren.

       Llegaron jadeantes al monte que nacía tras el cañaveral. Respiraban un aire violento, y una espuma blanca les bordeaba los labios.
       Lolo había quedado atrás. Venía renqueando, las dos armas y la pierna a cuestas. Llegó casi arrastrándose, haciendo extraños gestos con los brazos. Tenía los labios hinchados y los ojos rojizos. Se recostó a un tronco emitiendo una especie de quejido sordo y continuo. Subió el pantalón hasta el muslo y comenzó a mirar una herida recién abierta que tenía en la pierna. El Niño movió sus labios como para hablar, pero no dijo nada. Se sentó y puso el arma a su lado. El Jabao, que seguía de pie, se dejó caer también sobre otro tronco. Un perro desvaído salió al trillo, husmeando a los hombres. El Niño le tiró unas piedrecitas y el animal le enseñó los dientes.
       —Deja ese bicho tranquilo, Niño.
       —¿Tienes ñao, Lolo?
       —Yo no le tengo miedo a nada.
       —¿No? ¿Y por qué estabas temblando cuando dije lo de Cañitas? Ya tú ves, salió bien.
       —Yo no temblé.
       —¿A mí mismo? ¿Me vas a decir que no temblaste, a mí? Mira... Deja ver lo que tienes en el pantalón.
       —Nada -dijo Lolo ladeándose.
       —Coño, pero deja ver —El Niño caminó hasta el otro. —Deja ver el pantalón.
       —Estate quieto.
       —Deja ver... ¡ja! ¡Te measte! Mira eso, Jabao, se meó.
       —Eso es de la herida —dijo Lolo señalando una línea oscura que nacía en su entrepierna.
       —De la herida... —dijo el Jabao—. Si la herida es en la pantorrilla.
       —Es de la herida bien.
       —Claro, Jabao, es de la herida. Lo que pasa es que Lolo se rompe la pierna y echa sangre por los huevos. Como que él es tan huevón.
       —Está bueno ya de co ¡sale, perro!
       El animal se acercaba a Lolo con la lengua extendida, dispuesto a lamer la llaga.
       —¡Sale! —le lanzó una patada en el hocico, pero no logró darle de frente. El perro saltó hacia atrás, luego hacia delante, gruñendo.
       —¡Ah carajo! —ya estaba el animal en el aire, pero dos disparos le hicieron aullar, voltearse, y quedar quieto, desangrándose por los boquetes.
       —¿Viste cómo saltó? —preguntó Lolo riendo.
       —¡Come mierda! ¡Pendejo! —escupió el Niño.
       —¡Por allí! ¡Por allí! ¡...allí! —gritó desde el monte una voz metálica.
       Se echaron a tierra, respirándose. Los ojos del Niño buscaron los de Lolo. Se detuvieron sobre ellos, inmóviles, hasta que el otro bajó la cabeza.
       —¡Pendejo!
       Habló con voz sorda, mordiendo lentamente la palabra. Luego miró al Jabao y respiró entre dientes, con un silbido agudo. Los ojos le brillaban como dos piedras duras. El Jabao le dirigió una mirada ancha, tenía la boca abierta, sudaba. El Niño le clavó el arma en el costado y pudo sentir, antes de que reculara, las vibraciones de la piel contra el cañón.
       —Yo no tuve la culpa, Niño. Fue éste, fue este maricón, este que se meó. Niño, no fue culpa mía. Fue éste, éste...
       —¡Pendejo!
       Otra vez lentamente, otra vez mordida la palabra en trozos pequeños, escupidos luego uno a uno. Fue entonces cuando el aire saltó hecho pedazos por la descarga de fusilaría. Llevó consigo en el arranque los pájaros que aún quedaban y trajo a tierra muchas hojas. Luego se repitió a sí misma varias veces, siempre más sorda y lejana, hasta perderse.
       —¡Ríndanse! ¡Están rodeados!
       El Niño sintió los ojos sobre su nuca, sintió su piel respirada. Se miraron.
       —¡Ríndanse!
       Volvieron a mirarse.
       —¡Vengan a buscarme! ¡Cójanme si tienen con qué!
       Sonó otra descarga, más cercana esta vez a la tierra. El tronar de los fusiles fue breve, pero una B. Z. continuó azotando el monte. Cuando ésta dejó de sonar se hizo un silencio eléctrico.
       —Oigan bien todos, oigan bien: están rodeados, no tienen escape. Si no se rinden quedan. Oigan bien: les vamos a dar cinco minutos para que lo piensen. Pasados los cinco minutos abrimos fuego. Vamos a empezar a contar: ...¡Ya!
       Los cuerpos cedieron como golpeados, se hicieron más dúctiles, tomaron otras posiciones. Pero las manos no abandonaron las armas, seguían duras como alambres. El silencio, entre los hombres, se hizo espeso.
       —¿Qué hacemos?
       Lolo fue el que habló. Se mordió el labio y clavó la vista en las hojuelas que tenía cerca. El Niño tamborileaba sobre el culatín de su arma como si nadie hubiese hablado.
       —¡Quedan cuatro minutos!
       Alzó por un instante la cabeza y volvió a bajarla. Siempre en silencio, concentrado, diríase que ausente. Sacó el peine, lo observó y volvió a meterlo en su arma. Respiró profundo.
       —Niño... —dijo Lolo con voz rajada.
       Miró a los otros.
       —¡Tres minutos!
       Escupió. Alzó otra vez la cabeza. Se movió hacia una roca cercana. Palpó los cargadores que llevaba a la cintura.
       —Niño, deberíamos ren...
       Taladrado por la mirada, Lolo no terminó la frase. Observó al Jabao quien no perdía un movimiento del Niño. Éste miraba ahora el sendero.
       —¡Dos! Una especie de ronquido que salió de la espalda de Lolo hizo que los otros dos le miraran. Movía débilmente los labios entre los cuales se deslizaba una esponjosa saliva. El Jabao volvió a mirar al Niño, que repasaba otra vez el arma.
       —Niño...
       —Dale el M-3 al mierda ése.
       —Pero, Niño...
       —¡Dáselo!
       —¡Un minuto!
       El Jabao montó el arma sin dejar de mirar al Niño. Éste acarició de nuevo su ametralladora y comenzó a incorporarse, mirando al trillo.
       —¡Vamos a abrirnos paso por allí!
       El Jabao afincó el arma mientras mordía una temblorosa sonrisa.
       —¡Niño! —gritó.




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