José María Arguedas
(Andahuaylas, Perú 1911 - Lima, 1969)

El forastero (1972)
El forastero
(Montevideo: Sandino, 1972, 89 págs.);
Relatos completos
[compilación de Jorge Lafforgue]
(Buenos Aires: Editorial Losada, 1975, 237 págs.)



      El forastero iba repitiendo mentalmente la letra de un canto de su pueblo:

Solitario cóndor de los abismos,
helado cóndor negro;
me dijeron que yo nací en tu nido
triste
sobre la aguja de roca que nace
de la gran nieve, triste,

Aun así, aun así,
cóndor de la nieve que llora.
No explicaría mi nacimiento
este dolor, este llanto,
esta sombra que grita
en mis entrañas,
helado cóndor…


       Y como no conocía la ciudad, llegó sin darse cuenta al barrio de la sucia estación del ferrocarril. En el corredor dormían ya pasajeros sin dinero y vagabundos.
       Siguió cantando y, a pesar de la turbación de su memoria, percibió la gran semejanza de esos hombres recostados en el suelo, con los pies desnudos, y la musical estación de su pueblo lejanísimo donde muchos dormían en iguales posturas, mientras tocaban quenas y charangos.


Aun así, aun así
cóndor de la nieve que llora.


      —También ellos —dijo.
       —¿Quiénes? —Oyó que le preguntaban.
       —Ésos —contestó—. Tienen una sombra en las entrañas. Por eso duermen así. Y no podrán levantarse.
       —¡Estás “bolo” [ebrio, en el lenguaje popular de Guatemala], papacito! ¡Más que yo!
       Era una muchacha de rostro cetrino; tenía un extremo de la boca algo fruncido, como la de ciertas locas de pueblo, y vio a la luz de la lámpara que, exactamente, esa parte de sus labios estaba húmeda de saliva; sus cabellos lacios, espesos, no habían sido peinados; su nariz era ancha…
       —Tienes los ojos buenos —le dijo él.
       —¿Buenos?
       —Y negros. ¿Qué eres?
       —¿No sabes? No pareces mexicano, ni panameño, ni de Nicaragua… A ésos los conozco enseguida. ¿De dónde?
       —Soy del Perú.
       —¿A cuántas horas de avión está?
       —Diez.
       —No importa. Acompáñame. Quiero ver a mi hijo; después bailamos; después te acompaño, adonde quieras.
       —Vamos, María.
       —¿Cómo sabes que es mi nombre?
       —Claro, pues; aquí, con lo que eres y lo que yo soy…
       —Así hablan los… ¿De dónde dijiste que eres?
       —No importa. Vamos.
       Su hijo estaba sobre las rodillas de un negro viejo. El cuarto de madera del hotelucho olía a sábanas sucias, como todos los otros cuartos por cuyas puertas habían pasado. “Huele a engrudo de hombre y de hembra —había dicho ella—. Pero yo… Ahora…”. Se quejaban o aullaban, despacio, en los cuartos.
       Hasta los oídos del niño llegaban, lentamente, el acezar o el llamado entre angustioso y triunfal de los “mierdas”, como ella dijo, refiriéndose a los hombres.
       —¿No sabes un canto, oye, forastero? —preguntó.
       —Sí. Pero es triste.
       —Claro, pues. Este negro es peor.
       E hizo bailar al niño sobre las rodillas del anciano.
       A la luz de la vela, María detuvo el baile.
       —¿Has oído, negro? —preguntó.
       —No. No es canto. Otra cosa ha de ser.
       —Ha bailado el chico. No ha querido llorar.
       El negro parecía ciego, la sombra delgada de una varilla del catre le caía en la frente.
       María levantó al niño en sus brazos y dirigió sus ojos a los del forastero, detenidamente.
       —Eres bella —le dijo él.
       —Pero sucia.
       —Del rostro, un poco de tus cabellos. Así son ellas, las indias de mi pueblo.
       —¿Qué es eso, y qué es el cóndor?
       —India es una hembra que sufre, las que me criaron; cóndor es un animal negro, de alas grandes, que sufre más.
       —¿Por qué?
       —A causa de mí.
       —¡Anda “bolo”! Será por mí. Ya viste al negro. ¿Tienes un quetzal o un dollar?
       —Cinco.
       —No. Es mucho. Dame dos. El negro es bueno. Abuelo del chico. Dos quetzales vale su buena voluntad. No sale nunca del hotel.
       —¿Oye toda la noche?
       —No, señor. Duermo sentado. Esa cama tiene suciedad. Quema más que un carbón encendido. Ésta me trajo de Puerto Barrios. Llega borracha a esta hora, más o menos. Entra sola. ¿Por qué lo ha traído a usté?
       —Es cóndor. ¿No has oído? Dice que sufre.
       —Pobre perra. Crees todavía saber quién es inocente. Voy a recibir el billete de cinco.
       —Muy bien, amigo. De todas partes viene la oscuridad hasta este cuarto. Pero ella tiene hermosa luz en sus ojos, María.
       No dijo nada ella. Permitió que el forastero le entregara al negro el billete.
       —¡Es de diez! Pobre perra. Anda a bailar.
       María tomó de la mano al forastero.
       —El negro y el niño no salen. Convídame cerveza.
      

Al cuarto vaso el forastero se decidió a bailar. Había hecho repetir diez veces el mismo disco en el enorme y erizado tragamonedas:

Que te quiero pollo
que te quiero asado.


       Apretó el cuerpo de la muchacha. Ella reclinó su cabeza sobre el hombro del forastero; luego se separó y volvió a mirarlo detenidamente.
       —¿Por qué me has dicho que soy bella? Me salen babas.
       —Es saliva. Pero todo, todo queda iluminado por tus ojos. La noche esta parece de luz; el cóndor triste dentro de mi pecho.
       —No eres mexicano, no eres cubano, menos gringo que no habla. Creo no eres nadie.
       —Al revés. Ahora estoy bailando. Soy alguien. Todos los cóndores son helados y grandes. Aquí se ahogarían. Si vieran al negro volarían, heridos, como después de las corridas de toros, en mi pueblo.
       —¿Al cóndor lo torean?
       —No. Lo clavan sobre el toro, para que aletee y le pique en el lomo. Después, con las piernas medio despedazadas, lo sueltan a la orilla del pueblo, entre cantos, como a mí me soltaron. Pero, eres delgada, suciecita y algo así como india; he bebido…
       Un hombre se acercó a la mesa, cuando se habían sentado. Ella acariciaba la pierna del forastero. Estaban en una cantina maloliente; sólo en otras dos mesas había parejas. El hombre vino desde una mesa rodeada de borrachos. Las dos parejas y los individuos que bebían en las diez o quince pequeñas mesas redondas lo vieron dirigirse hacia el forastero.
       —Párate —le dijo ella—. Yo tengo una botella en la mano.
       El forastero no se levantó.
       “Ojalá me mate”.
       El hombre abrió la hoja grande de un cortaplumas. Apuntó al forastero de cerca, con el cuchillo, y ordenó:
       —¡María! ¡Bailas conmigo! ¡Babienta! ¡Boca torcida!
       El forastero se echó a reír.
       —¡Baila! Sal de allí —insistió el otro.
       El forastero se puso de pie, rodeó la mesa para acercarse al hombre.
       —No hay música —dijo—. Toquen eso del “Pollo”.
       Lanzó varias monedas hacia el grupo de compañeros del hombre y al mostrador.
       —María no baila; está sola —dijo—. Tú de hembra, yo de caballero. ¡A bailar, carajo! Guarda esa porquería de matar piojos.
       Empezó el ritmo de la gran guaracha. El hombre iba a lanzarse sobre el forastero pero el grupo de sus compañeros aplaudió riéndose; entonces el hombre apretó la cuchilla. El forastero lo esperó sonriendo.
       —Este… este… No sirve para el cuchillo —dijo—. Para… ¡Nada! Ni para un trago, siquiera.
       El borracho se fue; volvió enseguida.
       —María —dijo—. ¡Babienta!
       —Sí. Pero hermosa, delgada. Eso no lo ves, compañero, porque estás de cuchillo.
       —Es un güevón. No tiene cuerpo ni para un escupe. ¡Quédate, mierda!
       Los hombres se echaron a reír. Y cuando el provocador estuvo a punto de sentarse, lo empujaron entre varios hasta la puerta.
       —¡Gallina! ¡A dormir el “bolo” en la estación! No mereces.
       Le dieron de patadas.
       —Tenemos que bailar —dijo María.
       Y ciñó su cuerpo al del forastero.
       —Será boca-torcida, pero éste se la llevó de legítimo. Cada quien, sabe —habló uno de los hombres con desgano.
       En ese momento, ella puso sus dedos sobre la boca del forastero, en sus labios fríos. Lo acarició. Y sobre él cayeron hojas, un viento.
       —Vamos —dijo—. Me pesa la sangre. Se ha puesto a hervir sin motivo.
       Ella siguió acariciándolo con los dedos. La parte torcida de su boca se hizo más intensa.
       —¡No conocía a la mujer! ¡No la conocía! —exclamó él—. ¡Nunca!
       Pagó la cuenta. Salieron, sin que los parroquianos borrachos los observasen. Únicamente, la negra visiblemente embarazada, hermosa, que acompañaba a una especie de gringo, sonrió y se quedó pesada, en el asiento.

       —Es un hotel verdadero —afirmó María.
       Una toalla, un lavatorio con agua, una pieza de techo altísimo, pero de paredes enlucidas. Sin embargo, él pudo oír el leve crujido de un catre vecino.
       “Habría sido mejor ese cortaplumas del cobarde. En un nido helado, peor que éste, fui concebido; era el de un cóndor negro, de lento, de solemne, de triste vuelo. Yo soy peor que…”.
       Ella ya estaba con el torso desnudo, su pequeño y delgado hombro; sonriéndole, lo abrazó.
       —Hay luz eléctrica —dijo.
       No podía ser más morena, ni más frágiles sus brazos.
       —Siempre tengo fiebre a esta hora.
       Sus ojos negrísimos estaban rodeados de ojeras ardientes, tiernas, hondas como las paredes inalcanzables de los ríos oriundos del forastero. En esos abismos crecen flores muy pequeñas y cruzan en su aire picaflores de fuego.
       —Tú no eres…
       —No soy, pues.
       Y se acostó desnudo junto a ella, que parecía verdaderamente afiebrada.
       —Hiciste bailar a mi hijito. ¿De dónde eres? ¿De qué eres? Ni de México, ni de Nicaragua, ni menos de gringo.
       Él percibió, por primera vez, que la parte irregular de su boca no le permitía pronunciar las palabras con toda claridad.
       “Felizmente no concluye, no perfecciona la voz humana”.
       Y mientras lo acariciaba con sus también delgadas piernas, y le rozaba los labios con sus dedos no muy suaves, y toda la pieza se llenaba de calor desconocido, absorto, iluminado, perdida la lucidez que era tormento, al forastero, hablaba:
       —No lo sabía, no las conocía; andaba. Sólo ella, ella sola porque es así.

       Reconoció la estación del ferrocarril. Los mismos hombres con los pies desnudos dormían. Él se puso a cantar improvisando en su lengua materna:


Los peces cruzan su dorado cuerpo
en el río;
en mi pecho tiembla;
el sol se mueve triste, quemando,
yo con él;
dorado cuerpo de los peces;
él saldrá mañana, hará de nuevo la tiniebla,
yo estaré dando fuego
a todo nido de cóndor helado,
en que nací.


       Lo había seguido, seguramente.
       A la puerta del hotel lujoso, la encontró temblando. Sus ojeras se habían ahondado más pero no evocaban ya picaflores candentes ni flores que brillan en los abismos del Perú.
       —Usted, amigo… Mi hijito ya está en una guardería. El negro habrá muerto. Llévame al hospital de San Patricio.
       La dejó en una sala larguísima, de madera, a causa de los techos bajos, todo el hospital quemaba por dentro.
       —Aquí sanaré en diez meses. No me dejes dinero. Sólo un quetzal.
       El forastero tuvo que despedirse de ella. El inmenso hospital era peor que todo nido helado de cóndor donde si alguien nace marchará triste sin remedio hasta la muerte. En ese hospital de Guatemala nadie puede ser concebido ni nacer. El forastero salió de allí, improvisando otro canto con la melodía de una danza solemne de su pueblo:


El fuego había sido más que la nieve
el helado llanto cesa al amanecer,
el sol maligno se pega a los ojos,
María, se pega a la ceniza
los cóndores buscan con tiempo
su helado nido.
El fuego de la ceniza quemó sus ojos
y en el gran cielo se revuelcan;
dame para morir la nieve.


       Pero a los diez meses, ella salía del hospital. No tomó el tren para el puerto. Buscó el hotel. Esperaba encontrar algún día al forastero.
       Sólo recordaba un nombre, como indicio: la extraña palabra cóndor.




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