José María Arguedas
(Andahuaylas, Perú 1911 - Lima, 1969)

Los ríos profundos (1958)
(Buenos Aires: Editorial Losada, 1958, 249 págs.)


I.
El Viejo


      Infundía respeto, a pesar de su anticuada y sucia apariencia. Las personas principales del Cuzco lo saludaban seriamente. Llevaba siempre un bastón con puño de oro; su sombrero, de angosta ala, le daba un poco de sombra sobre la frente. Era incómodo acompañarlo, porque se arrodillaba frente a todas las iglesias y capillas y se quitaba el sombrero en forma llamativa cuando saludaba a los frailes.
       Mi padre lo odiaba. Había trabajado como escribiente en las haciendas del Viejo: “Desde las cumbres grita, con voz de condenado, advirtiendo a sus indios que él está en todas partes. Almacena las frutas de las huertas, y las deja pudrir; cree que valen muy poco para traerlas a vender al Cuzco o llevarlas a Abancay y que cuestan demasiado para dejárselas a los colonos [indígena que pertenece a la hacienda]. ¡Irá al infierno!”, decía de él mi padre.
       Eran parientes, y se odiaban. Sin embargo, un extraño proyecto concibió mi padre, pensando en este hombre. Y aunque me dijo que viajábamos a Abancay, nos dirigimos al Cuzco, desde un lejanísimo pueblo. Según mi padre, íbamos de paso. Yo vine anhelante, por llegar a la gran ciudad. Y conocí al Viejo en una ocasión inolvidable.

       Entramos al Cuzco de noche. La estación del ferrocarril y la ancha avenida por la que avanzábamos lentamente, a pie, me sorprendieron. El alumbrado eléctrico era más débil que el de algunos pueblos pequeños que conocía. Verjas de madera o de acero defendían jardines y casas modernas. El Cuzco de mi padre, el que me había descrito quizá mil veces, no podía ser ése.
       Mi padre iba escondiéndose junto a las paredes, en la sombra. El Cuzco era su ciudad nativa y no quería que lo reconocieran. Debíamos de tener apariencia de fugitivos, pero no veníamos derrotados sino a realizar un gran proyecto.
       —Lo obligaré. ¡Puedo hundirlo! —había dicho mi padre.
       Se refería al Viejo.
       Cuando llegamos a las calles angostas, mi padre marchó detrás de mí y de los cargadores que llevaban nuestro equipaje.
       Aparecieron los balcones tallados, las portadas imponentes y armoniosas, la perspectiva de las calles ondulantes, en la ladera de la montaña. Pero ¡ni un muro antiguo!
       Esos balcones salientes, las portadas de piedra y los zaguanes tallados, los grandes patios con arcos, los conocía. Los había visto bajo el sol de Huamanga. Yo escudriñaba las calles buscando muros incaicos.
       —¡Mira al frente! —me dijo mi padre—. Fue el palacio de un inca.
       Cuando mi padre señaló el muro, me detuve. Era oscuro, áspero; atraía con su faz recostada. La pared blanca del segundo piso empezaba en línea recta sobre el muro.
       —Lo verás, tranquilo, más tarde. Alcancemos al Viejo —me dijo.
       Habíamos llegado a la casa del Viejo. Estaba en la calle del muro inca.
       Entramos al primer patio. Lo rodeaba un corredor de columnas y arcos de piedra que sostenían el segundo piso, también de arcos, pero más delgados. Focos opacos dejaban ver las formas del patio, todo silencioso. Llamó mi padre. Bajó del segundo piso un mestizo, y después un indio. La escalinata no era ancha, para la vastedad del patio y de los corredores.
       El mestizo llevaba una lámpara y nos guió al segundo patio. No tenía arcos ni segundo piso, sólo un corredor de columnas de madera. Estaba oscuro; no había allí alumbrado eléctrico. Vimos lámparas en el interior de algunos cuartos. Conversaban en voz alta en las habitaciones. Debían ser piezas de alquiler. El Viejo residía en la más grande de sus haciendas del Apurímac; venía a la ciudad de vez en cuando, por sus negocios o para las fiestas. Algunos inquilinos salieron a vernos pasar.
       Un árbol de cedrón perfumaba el patio, a pesar de que era bajo y de ramas escuálidas. El pequeño árbol mostraba trozos blancos en el tallo; los niños debían de martirizarlo.
       El indio cargó los bultos de mi padre y el mío. Yo lo había examinado atentamente porque suponía que era el pongo [sirviente; indígena de hacienda que sirve gratuitamente, por turno, en la casa del amo]. El pantalón, muy ceñido, sólo le abrigaba hasta las rodillas. Estaba descalzo; sus piernas desnudas mostraban los músculos en paquetes duros que brillaban. “El Viejo lo obligará a que se lave, en el Cuzco”, pensé. Su figura tenía apariencia frágil; era espigado, no alto. Se veía, por los bordes, la armazón de paja de su montera. No nos miró. Bajo el ala de la montera pude observar su nariz aguileña, sus ojos hundidos, los tendones resaltantes del cuello. La expresión del mestizo era, en cambio, casi insolente. Vestía de montar.
       Nos llevaron al tercer patio, que ya no tenía corredores.
       Sentí olor a muladar allí. Pero la imagen del muro incaico y el olor a cedrón seguían animándome.
       —¿Aquí? —preguntó mi padre.
       —El caballero ha dicho. Él ha escogido —contestó el mestizo.
       Abrió con el pie una puerta. Mi padre pagó a los cargadores y los despidió.
       —Dile al caballero que voy, que iré a su dormitorio enseguida. ¡Es urgente! —ordenó mi padre al mestizo.
       Éste puso la lámpara sobre un poyo, en el cuarto. Iba a decir algo, pero mi padre lo miró con expresión autoritaria, y el hombre obedeció. Nos quedamos solos.
       —¡Es una cocina! ¡Estamos en el patio de las bestias! —exclamó mi padre.
       Me tomó del brazo.
       —Es la cocina de los arrieros —me dijo—. Nos iremos mañana mismo, hacia Abancay. No vayas a llorar. ¡Yo no he de condenarme por exprimir a un maldito!
       Sentí que su voz se ahogaba, y lo abracé.
       —¡Estamos en el Cuzco! —le dije.
       —¡Por eso, por eso!
       Salió. Lo seguí hasta la puerta.
       —Espérame, o anda a ver el muro —me dijo—. Tengo que hablar con el Viejo, ahora mismo.
       Cruzó el patio, muy rápido, como si hubiera luz.
       Era una cocina para indios el cuarto que nos dieron. Manchas de hollín subían al techo desde la esquina donde había una tulipa indígena, un fogón de piedras. Poyos de adobes rodeaban la habitación. Un catre de madera tallada, con una especie de techo, de tela roja, perturbaba la humildad de la cocina. La manta de seda verde, sin mancha, que cubría la cama, exaltaba el contraste. “¡El Viejo! —pensé—. ¡Así nos recibe!”.
       Yo no me sentía mal en esa habitación. Era muy parecida a la cocina en que me obligaron a vivir en mi infancia; al cuarto oscuro donde recibí los cuidados, la música, los cantos y el dulcísimo hablar de las sirvientas indias y de los “concertados” [peones a sueldo anual; campesinos sin tierra, prácticamente siervos que, a cambio de su trabajo, recibían una parcela de tamaño variable para su usufructo; se encargaban del cultivo de la tierra, de cuidar el ganado y de atender al patrón]. Pero ese catre tallado ¿qué significaba? La escandalosa alma del Viejo, su locura por ofender al recién llegado, al pariente trotamundos que se atrevía a regresar. Nosotros no lo necesitábamos. ¿Por qué mi padre venía donde él? ¿Por qué pretendía hundirlo? Habría sido mejor dejarlo que siguiera pudriéndose a causa de sus pecados.
       Ya prevenido, el Viejo eligió una forma certera de ofender a mi padre. ¡Nos iríamos a la madrugada! Por la pampa de Anta. Estaba previsto. Corrí a ver el muro.
       Formaba esquina. Avanzaba a lo largo de una calle ancha y continuaba en otra angosta y más oscura, que olía a orines. Esa angosta calle escalaba la ladera. Caminé frente al muro, piedra tras piedra. Me alejaba unos pasos, lo contemplaba y volvía a acercarme. Toqué las piedras con mis manos; seguí la línea ondulante, imprevisible, como la de los ríos, en que se juntan los bloques de roca. En la oscura calle, en el silencio, el muro parecía vivo; sobre la palma de mis manos llameaba la juntura de las piedras que había tocado.
       No pasó nadie por esa calle, durante largo rato. Pero cuando miraba, agachado, una de las piedras, apareció un hombre por la bocacalle de arriba. Me puse de pie. Enfrente había una alta pared de adobes, semiderruida. Me arrimé a ella. El hombre orinó, en media calle, y después siguió caminando. “Ha de desaparecer —pensé—. Ha de hundirse”. No porque orinara, sino porque contuvo el paso y parecía que luchaba contra la sombra del muro; aguardaba instantes, completamente oculto en la oscuridad que brotaba de las piedras. Me alcanzó y siguió de largo siempre con esfuerzo. Llegó a la esquina iluminada y volteó. Debió de ser un borracho.
       No perturbó su paso el examen que hacía del muro, la corriente que entre él y yo iba formándose. Mi padre me había hablado de su ciudad nativa, de los palacios y templos, y de las plazas, durante los viajes que hicimos, cruzando el Perú de los Andes, de oriente a occidente y de sur a norte. Yo había crecido en esos viajes.
       Cuando mi padre hacía frente a sus enemigos, y más, cuando contemplaba de pie las montañas, desde las plazas de los pueblos, y parecía que de sus ojos azules iban a brotar ríos de lágrimas que él contenía siempre, como con una máscara, yo meditaba en el Cuzco. Sabía que al fin llegaríamos a la gran ciudad. “¡Será para un bien eterno!”, exclamó mi padre una tarde, en Pampas, donde estuvimos cercados por el odio.
       Eran más grandes y extrañas de cuanto había imaginado las piedras del muro incaico; bullían bajo el segundo piso encalado, que por el lado de la calle angosta, era ciego. Me acordé, entonces, de las canciones quechuas que repiten una frase patética constante: “yawar mayu”, río de sangre; “yawar unu”, agua sangrienta; “puk’tik’ yawar k’ocha”, lago de sangre que hierve; “yawar wek’e”, lágrimas de sangre. ¿Acaso no podría decirse “yawar rumi”, piedra de sangre, o “puk’tik’ yawar rumi”, piedra de sangre hirviente? Era estático el muro, pero hervía por todas sus líneas y la superficie era cambiante, como la de los ríos en el verano, que tienen una cima así, hacia el centro del caudal, que es la zona temible, la más poderosa. Los indios llaman “yawar mayu” a esos ríos turbios, porque muestran con el sol un brillo en movimiento, semejante al de la sangre. También llaman “yawar mayu” al tiempo violento de las danzas guerreras, al momento en que los bailarines luchan.
       —¡Puk’tik’ yawar rumi! —exclamé frente al muro, en voz alta.
       Y como la calle seguía en silencio, repetí la frase varias veces.
       Mi padre llegó en ese instante a la esquina. Oyó mi voz y avanzó por la calle angosta.
       —El Viejo ha clamado y me ha pedido perdón —dijo—. Pero sé que es un cocodrilo. Nos iremos mañana. Dice que todas las habitaciones del primer patio están llenas de muebles, de costales y de cachivaches; que ha hecho bajar para mí la gran cuja de su padre. Son cuentos. Pero yo soy cristiano, y tendremos que oír misa, al amanecer, con el Viejo, en la catedral. Nos iremos enseguida. No veníamos al Cuzco; estamos de paso a Abancay. Seguiremos viaje. Éste es el palacio de Inca Roca. La Plaza de Armas está cerca. Vamos despacio. Iremos también a ver el templo de Acllahuasi [frente al Inticancha o Templo del Sol construyeron los incas el Acllahuasi; vírgenes de la nobleza imperial, escogidas, eran enclaustradas en este edificio; se les dedicaba al servicio del Sol y del Inca]. El Cuzco está igual. Siguen orinando aquí los borrachos y los transeúntes. Más tarde habrá aquí otras fetideces… Mejor es el recuerdo. Vamos.
       —Dejemos que el Viejo se condene —le dije—. ¿Alguien vive en este palacio de Inca Roca?
       —Desde la Conquista.
       —¿Viven?
       —¿No has visto los balcones?
       La construcción colonial, suspendida sobre la muralla, tenía la apariencia de un segundo piso. Me había olvidado de ella. En la calle angosta, la pared española, blanqueada, no parecía servir sino para dar luz al muro.
       —Papá —le dije—. Cada piedra habla. Esperemos un instante.
       —No oiremos nada. No es que hablan. Estás confundido. Se trasladan a tu mente y desde allí te inquietan.
       —Cada piedra es diferente. No están cortadas. Se están moviendo.
       Me tomó del brazo.
       —Dan la impresión de moverse porque son desiguales, más que las piedras de los campos. Es que los incas convertían en barro la piedra. Te lo dije muchas veces.
       —Papá, parece que caminan, que se revuelven, y están quietas.
       Abracé a mi padre. Apoyándome en su pecho contemplé nuevamente el muro.
       —¿Viven adentro del palacio? —volví a preguntarle.
       —Una familia noble.
       —¿Como el Viejo?
       —No. Son nobles, pero también avaros, aunque no como el Viejo. ¡Como el Viejo no! Todos los señores del Cuzco son avaros.
       —¿Lo permite el Inca?
       —Los incas están muertos.
       —Pero no este muro. ¿Por qué no lo devora, si el dueño es avaro? Este muro puede caminar; podría elevarse a los cielos o avanzar hacia el fin del mundo y volver. ¿No temen quienes viven adentro?
       —Hijo, la catedral está cerca. El Viejo nos ha trastornado. Vamos a rezar.
       —Dondequiera que vaya, las piedras que mandó formar Inca Roca me acompañarán. Quisiera hacer aquí un juramento.
       —¿Un juramento? Estás alterado, hijo. Vamos a la catedral. Aquí hay mucha oscuridad.
       Me besó en la frente. Sus manos temblaban, pero tenían calor.
       Pasamos la calle; cruzamos otra, muy ancha, recorrimos una calle angosta. Y vimos las cúpulas de la catedral. Desembocamos en la Plaza de Armas. Mi padre me llevaba del brazo. Aparecieron los portales de arcos blancos. Nosotros estábamos a la sombra del templo.
       —Ya no hay nadie en la plaza —dijo mi padre.
       Era la más extensa de cuantas había visto. Los arcos aparecían como en el confín de una silente pampa de las regiones heladas. ¡Si hubiera graznado allí un yanawiku [“pato negro”; especie altoandina de ibis, negro con brillo metálico verde y purpureo, de cabeza y cuello ferruginosos], el pato que merodea en las aguadas de esas pampas!
       Ingresamos a la plaza. Los pequeños árboles que habían plantado en el parque, y los arcos, parecían intencionalmente empequeñecidos, ante la catedral y las torres de la iglesia de la Compañía.
       —No habrán podido crecer los árboles —dije—. Frente a la catedral, no han podido.
       Mi padre me llevó al atrio. Subimos las gradas. Se descubrió cerca de la gran puerta central. Demoramos mucho en cruzar el atrio. Nuestras pisadas resonaban sobre la piedra. Mi padre iba rezando; no repetía las oraciones rutinarias; le hablaba a Dios, libremente. Estábamos a la sombra de la fachada. No me dijo que rezara; permanecí con la cabeza descubierta, rendido. Era una inmensa fachada; parecía ser tan ancha como la base de las montañas que se elevan desde las orillas de algunos lagos de altura. En el silencio, las torres y el atrio repetían la menor resonancia, igual que las montañas de roca que orillan los lagos helados. La roca devuelve profundamente el grito de los patos o la voz humana. Ese eco es difuso y parece que naciera del propio pecho del viajero, atento, oprimido por el silencio.
       Cruzamos, de regreso, el atrio; bajamos las gradas y entramos al parque.
       —Fue la plaza de celebraciones de los incas —dijo mi padre—. Mírala bien, hijo. No es cuadrada sino larga, de sur a norte.
       La iglesia de la Compañía, y la ancha catedral, ambas con una fila de pequeños arcos que continuaban la línea de los muros, nos rodeaban. La catedral enfrente y el templo de los jesuitas a un costado. ¿Adónde ir? Deseaba arrodillarme. En los portales caminaban algunos transeúntes; vi luces en pocas tiendas. Nadie cruzó la plaza.
       —Papá —le dije—. La catedral parece más grande cuanto de más lejos la veo. ¿Quién la hizo?
       —El español, con la piedra incaica y las manos de los indios.
       —La Compañía es más alta.
       —No. Es angosta.
       —Y no tiene atrio, sale del suelo.
       —No es catedral, hijo.
       Se veía un costado de las cúpulas, en la oscuridad de la noche.
       —¿Llueve sobre la catedral? —pregunté a mi padre—. ¿Cae la lluvia sobre la catedral?
       —¿Por qué preguntas?
       —El cielo la alumbra; está bien. Pero ni el rayo ni la lluvia la tocarán.
       —La lluvia sí; jamás el rayo. Con la lluvia, fuerte o delgada, la catedral parece más grande.
       Una mancha de árboles apareció en la falda de la montaña.
       —¿Eucaliptos? —le pregunté.
       —Deben de ser. No existían antes. Atrás está la fortaleza, el Sacsayhuaman. ¡No lo podrás ver! Nos vamos temprano. De noche no es posible ir. Las murallas son peligrosas. Dicen que devoran a los niños. Pero las piedras son como las del palacio de Inca Roca, aunque cada una es más alta que la cima del palacio.
       —¿Cantan de noche las piedras?
       —Es posible.
       —Como las más grandes de los ríos o de los precipicios. Los incas tendrían la historia de todas las piedras con “encanto” y las harían llevar para construir la fortaleza. ¿Y estas con que levantaron la catedral?
       —Los españoles las cincelaron. Mira el filo de la esquina de la torre.
       Aun en la penumbra se veía el filo; la cal que unía cada piedra labrada lo hacía resaltar.
       —Golpeándolas con cinceles les quitarían el “encanto”. Pero las cúpulas de las torres deben guardar, quizás, el resplandor que dicen que hay en la gloria. ¡Mira, papá! Están brillando.
       —Sí, hijo. Tú ves, como niño, algunas cosas que los mayores no vemos. La armonía de Dios existe en la tierra. Perdonemos al Viejo, ya que por él conociste el Cuzco. Vendremos a la catedral mañana.
       —Esta plaza, ¿es española?
       —No. La plaza, no. Los arcos, los templos. La plaza, no. La hizo Pachakutek’, el Inca renovador de la tierra. ¿No es distinta de los cientos de plazas que has visto?
       —Será por eso que guarda el resplandor del cielo. Nos alumbra desde la fachada de las torres. Papá; ¡amanezcamos aquí!
       —Puede que Dios viva mejor en esta plaza, porque es el centro del mundo, elegida por el Inca. No es cierto que la tierra sea redonda. Es larga; acuérdate, hijo, que hemos andado siempre a lo ancho o a lo largo del mundo.
       Nos acercamos a la Compañía. No era imponente, recreaba. Quise cantar junto a su única puerta. No deseaba rezar. La catedral era demasiado grande, como la fachada de la gloria para los que han padecido hasta su muerte. Frente a la portada de la Compañía, que mis ojos podían ver completa, me asaltó el propósito de entonar algún himno, distinto de los cantos que había oído corear en quechua a los indios, mientras lloraban, en las pequeñas iglesias de los pueblos. ¡No, ningún canto con lágrimas!
       A paso marcial nos encaminamos al Amaru Cancha [templo dedicado al dios Amaru (serpiente); Cancha, lugar amplio], el palacio de Huayna Capac, y al templo de las Acllas.
       —¿La Compañía también la hicieron con las piedras de los incas? —pregunté a mi padre.
       —Hijo, los españoles, ¿qué otras piedras hubieran labrado en el Cuzco? ¡Ahora verás!
       Los muros del palacio y del templo incaicos formaban una calle angosta que desembocaba en la plaza.
       —No hay ninguna puerta en esta calle —dijo mi padre—. Está igual que cuando los incas. Sólo sirve para que pase la gente. ¡Acércate! Avancemos.
       Parecía cortada en la roca viva. Llamamos roca viva, siempre, a la bárbara, cubierta de parásitos o de líquenes rojos. Como esa calle hay paredes que labraron los ríos, y por donde nadie más que el agua camina, tranquila o violenta.
       —Se llama Loreto Kijllu —dijo mi padre.
       —¿Kijllu, papá?
       Se da ese nombre, en quechua, a las rajaduras de las rocas. No a las de las piedras comunes sino de las enormes, o de las interminables vetas que cruzan las cordilleras, caminando irregularmente, formando el cimiento de los nevados que ciegan con su luz a los viajeros.
       —Aquí están las ruinas del templo de Acllahuasi, y de Amaru Cancha —exclamó mi padre.
       Eran serenos los muros, de piedras perfectas. El de Acllahuasi era altísimo, y bajo el otro, con serpientes esculpidas en el dintel de la puerta.
       —¿No vive nadie adentro? —pregunté.
       —Sólo en Acllahuasi; las monjas de Santa Catalina, lejos. Son enclaustradas. No salen nunca.
       El Amaru Cancha, palacio de Huayna Capac, era una ruina, desmoronándose por la cima. El desnivel de altura que había entre sus muros y los del templo permitía entrar la luz a la calle y contener, mejor, a la sombra.
       La calle era lúcida, no rígida. Si no hubiera sido tan angosta, las piedras rectas se habrían, quizá, desdibujado. Así estaban cerca; no bullían, no hablaban, no tenían la energía de las que jugaban en el muro del palacio de Inca Roca; era el muro quien imponía silencio; y si alguien hubiera cantado con hermosa voz, allí, las piedras habrían repetido con tono perfecto, idéntico, la música.
       Estábamos juntos; recordando yo las descripciones que en los viajes hizo mi padre, del Cuzco. Oí entonces un canto.
       —¡La María Angola! [campana mayor de la catedral del Cuzco] —le dije.
       —Sí. Quédate quieto. Son las nueve. En la pampa de Anta, a cinco leguas, se le oye. Los viajeros se detienen y se persignan.
       La tierra debía convertirse en oro en ese instante; yo también, no sólo los muros y la ciudad, las torres, el atrio y las fachadas que habían visto.
       La voz de la campana resurgía. Y me pareció ver, frente a mí, la imagen de mis protectores, los alcaldes indios: don Maywa y don Víctor Pusa, rezando arrodillados delante de la fachada de la iglesia de adobes, blanqueada, de mi aldea, mientras la luz del crepúsculo no resplandecía sino cantaba. En los molles, las águilas, los wamanchas tan temidos por carnívoros, elevaban la cabeza, bebían la luz, ahogándose.
       Yo sabía que la voz de la campana llegaba a cinco leguas de distancia. Creí que estallaría en la plaza. Pero surgía lentamente, a intervalos suficientes; y el canto se acrecentaba, atravesaba los elementos; y todo se convertía en esa música cuzqueña, que abría las puertas de la memoria.
       En los grandes lagos, especialmente en los que tienen islas y bosques de totora, hay campanas que tocan a la medianoche. A su canto triste salen del agua toros de fuego, o de oro, arrastrando cadenas; suben a las cumbres y mugen en la helada; porque en el Perú los lagos están en la altura. Pensé que esas campanas debían de ser illas [seres que tienen virtudes mágicas.], reflejos de la María Angola, que convertiría a los amarus [serpientes sagradas o mágicas] en toros. Desde el centro del mundo, la voz de la campana, hundiéndose en los lagos, habría transformado a las antiguas criaturas.
       —Papá —le dije, cuando cesó de tocar la campana—. ¿No me decías que llegaríamos al Cuzco para ser eternamente felices?
       —¡El Viejo está aquí! —dijo—. ¡El Anticristo!
       —Ya mañana nos vamos. Él también se irá a sus haciendas. Las campanas que hay en los lagos que hemos visto en las punas, ¿no serán illas de la María Angola?
       —Quizás, hijo. Tú piensas todavía como un niño.
       —He visto a don Maywa, cuando tocaba la campana.
       —Así es. Su voz aviva el recuerdo. ¡Vámonos!
       En la penumbra, las serpientes esculpidas sobre la puerta del palacio de Huayna Capac caminaban. Era lo único que se movía en ese kijllu acerado. Nos siguieron, vibrando, hasta la casa.
       El pongo esperaba en la puerta. Se quitó la montera, y así descubierto, nos siguió hasta el tercer patio. Venía sin hacer ruido, con los cabellos revueltos, levantados. Le hablé en quechua. Me miró extrañado.
       —¿No sabe hablar? —le pregunté a mi padre.
       —No se atreve —me dijo—. A pesar de que nos acompaña a la cocina.
       En ninguno de los centenares de pueblos donde había vivido con mi padre, hay pongos.
       —Taita [padre, palabra respetuosa que equivale a señor] —le dije en quechua al indio—. ¿Tú eres cuzqueño?
       —Manan [no, en quechua.] —contestó—. De la hacienda.
       Tenía un poncho raído, muy corto. Se inclinó y pidió licencia para irse. Se inclinó como un gusano que pidiera ser aplastado.
       Abracé a mi padre, cuando prendió la luz de la lámpara. El perfume del cedrón llegaba hasta nosotros. No pude contener el llanto. Lloré como al borde de un gran lago desconocido.
       —¡Es el Cuzco! —me dijo mi padre—. Así agarra a los hijos de los cuzqueños ausentes. También debe ser el canto de la María Angola.
       No quiso acostarse en la cuja del Viejo.
       —Hagamos nuestras camas —dijo.
       Como en los corredores de las casas en que nos alojaban en los pueblos, tendimos nuestras camas sobre la tierra. Yo tenía los ojos nublados. Veía al indio de hacienda, su rostro extrañado; las pequeñas serpientes del Amaru Cancha, los lagos moviéndose ante la voz de la campana. ¡Estarían marchando los toros a esa hora, buscando las cumbres!
       Rezamos en voz alta. Mi padre pidió a Dios que no oyera las oraciones que con su boca inmunda entonaba el Viejo en todas las iglesias, y aun en las calles.

       Me despertó al día siguiente, llamándome:
       —Está amaneciendo. Van a tocar la campana.
       Tenía en las manos su reloj de oro, de tres capas. Nunca lo vendió. Era un recuerdo de su padre. A veces se le veía como a un fanático, dándole cuerda a ese reloj fastuoso, mientras su ropa aparecía vieja, y él permanecía sin afeitarse, por el abatimiento. En aquel pueblo de los niños asesinos de pájaros, donde nos sitiaron de hambre, mi padre salía al corredor, y frente al bosque de hierbas venenosas que crecían en el patio, acariciaba su reloj, lo hacía brillar al sol, y esa luz lo fortalecía.
       —Nos levantaremos después que la campana toque, a las cinco —dijo.
       —El oro que doña María Angola entregó para que fundieran la campana ¿fueron joyas? —le pregunté.
       —Sabemos que entregó un quintal de oro. Ese metal era del tiempo de los incas. Fueron, quizá, trozos del Sol de Inti Cancha [templo dedicado a la adoración del Sol] o de las paredes del templo, o de los ídolos. Trozos, solamente; o joyas grandes hechas de ese oro. Pero no fue un quintal, sino mucho más, el oro que fundieron para la campana. María Angola, ella sola, llevó un quintal. ¡El oro, hijo, suena como para que la voz de las campanas se eleve hasta el cielo, y vuelva con el canto de los ángeles a la tierra!
       —¿Y las campanas feas de los pueblos que no tenían oro?
       —Son pueblos olvidados. Las oirá Dios, pero ¿a qué ángel han de hacer bajar esos ruidos? El hombre también tiene poder. Lo que has visto anoche no lo olvidarás.
       —Vi, papá, a don Pablo Maywa, arrodillado frente a la capilla de su pueblo.
       —Pero ¡recuerda, hijo! Las campanitas de ese pueblo tenían oro. Fue pueblo de mineros.
       Comenzó, en ese instante, el primer golpe de la María Angola. Nuestra habitación, cubierta de hollín hasta el techo, empezó a vibrar con las ondas lentas del canto. La vibración era triste, la mancha de hollín se mecía como un trapo negro. Nos arrodillamos para rezar. Las ondas finales se percibían todavía en el aire, apagándose, cuando llegó el segundo golpe, aún más triste.
       Yo tenía catorce años; había pasado mi niñez en una casa ajena, vigilado siempre por crueles personas. El señor de la casa, el padre, tenía ojos de párpados enrojecidos y cejas espesas; le placía hacer sufrir a los que dependían de él, sirvientes y animales. Después, cuando mi padre me rescató y vagué con él por los pueblos, encontré que en todas partes la gente sufría. La María Angola lloraba, quizás, por todos ellos, desde el Cuzco. A nadie había visto más humillado que a ese pongo del Viejo. A cada golpe, la campana entristecía más y se hundía en todas las cosas.
       —¡Papá! ¿Quién la hizo? —le pregunté, después del último toque.
       —Campaneros del Cuzco. No sabemos más.
       —No sería un español.
       —¿Por qué no? Eran los mejores, los maestros.
       —¿El español también sufría?
       —Creía en Dios, hijo. Se humillaba ante Él cuanto más grande era. Y se mataron también entre ellos. Pero tenemos que apurarnos en arreglar nuestras cosas.
       La luz del sol debía estar ya próxima. La cuja tallada del Viejo se exhibía nítidamente en medio del cuarto. Su techo absurdo y la tela de seda que la cubría me causaban irritación. Las manchas de hollín le daban un fondo humillante. Derribada habría quedado bien.
       Volvimos a empacar el colchón de mi padre, los tres pellejos de carnero sobre los que yo dormía, y nuestras frazadas.
       Salimos. Nos miraron sorprendidos los inquilinos del segundo patio. Muchos de ellos rodeaban una pila de agua, llevando baldes y ollas. El árbol de cedrón había sido plantado al centro del patio, sobre la tierra más seca y endurecida. Tenía algunas flores en las ramas altas. Su tronco aparecía descascarado casi por completo, en su parte recta, hasta donde empezaba a ramificarse.
       Las paredes de ese patio no habían sido pintadas quizá desde hacía cien años; dibujos hechos con carbón por los niños, o simples rayas, las cruzaban. El patio olía mal, a orines, a aguas podridas. Pero el más desdichado de todos los que vivían allí debía ser el árbol de cedrón. “Si se muriera, si se secara, el patio parecería un infierno —dije en voz baja—. Sin embargo lo han de matar; lo descascarán”.
       Encontramos limpio y silencioso el primer patio, el del dueño. Junto a una columna del segundo piso estaba el pongo, con la cabeza descubierta. Desapareció. Cuando subimos al corredor alto lo encontramos recostado en la pared del fondo.
       Nos saludó, inclinándose; se acercó a mi padre y le besó las manos.
       —¡Niño, niñito! —me dijo a mí, y vino detrás, gimoteando.
       El mestizo hacía guardia, de pie, junto a una puerta tallada.
       —El caballero lo está esperando —dijo, y abrió la puerta.
       Yo entré rápido, tras de mi padre.
       El Viejo estaba sentado en un sofá. Era una sala muy grande, como no había visto otra; todo el piso cubierto por una alfombra. Espejos de anchos marcos, de oro opaco, adornaban las paredes; una araña de cristales pendía del centro del techo artesonado. Los muebles eran altos, tapizados de rojo. No se puso de pie el Viejo. Avanzamos hacia él. Mi padre no le dio la mano. Me presentó.
       —Tu tío, el dueño de las cuatro haciendas —dijo.
       Me miró el Viejo, como intentando hundirme en la alfombra. Percibí que su saco estaba casi deshilachado por la solapa, y que brillaba desagradablemente. Yo había sido amigo de un sastre, en Huamanga, y con él nos habíamos reído a carcajadas de los antiguos sacos de algunos señorones avaros que mandaban hacer zurcidos. “Este espejo no sirve —exclamaba el sastre, en quechua—. Aquí sólo se mira la cara el diablo que hace guardia junto al señor para llevárselo a los infiernos”.
       Me agaché y le di la mano al Viejo. El salón me había desconcertado; lo atravesé asustado, sin saber cómo andar. Pero el lustre sucio que observé en el saco del Viejo me dio tranquilidad. El Viejo siguió mirándome. Nunca vi ojos más pequeños ni más brillantes. ¡Pretendía rendirme! Se enfrentó a mí. ¿Por qué? Sus labios delgadísimos los tuvo apretados. Miró enseguida a mi padre. Él era arrebatado y generoso; había preferido andar solo, entre indios y mestizos, por los pueblos.
       —¿Cómo te llamas? —me preguntó el Viejo, volviendo a mirarme.
       Yo estaba prevenido. Había visto el Cuzco. Sabía que tras los muros de los palacios incas vivían avaros. “Tú”, pensé, mirándolo también detenidamente. La voz extensa de la gran campana, los amarus del palacio de Huayna Capac, me acompañaban aún. Estábamos en el centro del mundo.
       —Me llamo como mi abuelo, señor —le dije.
       —¿Señor? ¿No soy tu tío?
       Yo sabía que en los conventos, los frailes preparaban veladas para recibirlo; que lo saludaban en las calles los canónigos. Pero nos había hecho llevar a la cocina de su casa; había mandado armar allí esa cuja tallada, frente a la pared de hollín. No podía ser este hombre más perverso ni tener más poder que mi cejijunto guardador que también me hacía dormir en la cocina.
       —Es usted mi tío. Ahora ya nos vamos, señor —le contesté.
       Vi que mi padre se regocijaba, aunque permanecía en actitud casi solemne.
       Se levantó el Viejo, sonriendo, sin mirarme. Descubrí entonces que su rostro era ceniciento, de piel dura, aparentemente descarnada de los huesos. Se acercó a un mueble del que pendían muchos bastones, todos con puño de oro.
       La puerta del salón había quedado abierta y pude ver al pongo, vestido de harapos, de espaldas a las verjas del corredor. A la distancia se podía percibir el esfuerzo que hacía por apenas parecer vivo, el invisible peso que oprimía su respiración.
       El Viejo le alcanzó a mi padre un bastón negro; el mango de oro figuraba la cabeza y cuello de un águila. Insistió para que lo recibiera y lo llevara. No me miraron. Mi padre tomó el bastón y se apoyó en él; el Viejo eligió uno más grueso, con puño simple, como una vara de alcalde.
       Cuando pasó por mi lado comprobé que el Viejo era muy bajo, casi un enano; caminaba, sin embargo, con aire imponente, y así se le veía aun de espaldas.
       Salimos al corredor. Repicaron las campanas. La voz de todas se recortaba sobre el fondo de los golpes muy espaciados de la María Angola.
       El pongo pretendió acercarse a nosotros, el Viejo lo ahuyentó con un movimiento del bastón.
       Hacía frío en la calle. Pero las campanas regocijaban la ciudad. Yo esperaba la voz de la María Angola. Sobre sus ondas que abrazaban al mundo, repicaba la voz de las otras, las de todas las iglesias. Al canto grave de la campana se animaba en mí la imagen humillada del pongo, sus ojos hundidos, los huesos de su nariz, que era lo único enérgico de su figura; su cabeza descubierta en que los pelos parecían premeditadamente revueltos, cubiertos de inmundicia. “No tiene padre ni madre, sólo su sombra”, iba repitiendo, recordando la letra de un huayno, mientras aguardaba, a cada paso, un nuevo toque de la inmensa campana.
       Cesó el repique, la llamada a misa, y tuve libertad para mirar mejor la ciudad a la luz del día. Nos iríamos dentro de una hora, o menos. El Viejo hablaba.
       —Inca Roca lo edificó. Muestra el caos de los gentiles, de las mentes primitivas.
       Era aguda su voz y no parecía la de un viejo, cenizo por la edad, y tan recio.
       Las líneas del muro jugaban con el sol; las piedras no tenían ángulos ni líneas rectas; cada cual era como una bestia que se agitaba a la luz; transmitían el deseo de celebrar, de correr por alguna pampa, lanzando gritos de júbilo. Yo lo hubiera hecho; pero el Viejo seguía predicando, con palabras selectas, como tratando de abrumar a mi padre.
       Cuando llegamos a la esquina de la Plaza de Armas, el Viejo se postró sobre ambas rodillas, se descubrió, agachó la cabeza y se persignó lentamente. Lo reconocieron muchos y no se echaron a reír; algunos muchachos se acercaron. Mi padre se apoyó en el bastón, algo lejos de él. Yo esperé que apareciera un huayronk’o [moscardón negrísimo de superficie lúcida, azulada de puro negra] y le escupiera sangre en la frente, porque estos insectos voladores son mensajeros del demonio o de la maldición de los santos. Se levantó el Viejo y apuró el paso. No se puso el sombrero; avanzó con la cabeza canosa descubierta. En un instante llegamos a la puerta de la catedral. Mi padre lo seguía comedidamente. El Viejo era imperioso; pero yo le hubiera sacudido por la espalda. Y tal vez no habría caído, porque parecía pesar mucho, como si fuera de acero; andaba con gran energía.
       Ingresamos al templo, y el Viejo se arrodilló sobre las baldosas. Entre las columnas y los arcos, rodeados del brillo del oro, sentí que las bóvedas altísimas me rendían. Oí rezar desde lo alto, con voz de moscardones, a un coro de hombres. Había poca gente en el templo. Indias, con mantas de colores sobre la cabeza, lloraban. La catedral no resplandecía tanto. La luz filtrada por el alabastro de las ventanas era distinta de la del sol. Parecía que habíamos caído, como en las leyendas, a alguna ciudad escondida en el centro de una montaña, debajo de los mantos de hielo inapagables que nos enviaban luz a través de las rocas. Un alto coro de madera lustrada se elevaba en medio del templo. Se levantó el Viejo y nos guió hacia la nave derecha.
       —El Señor de los Temblores —dijo, mostrando un retablo que alcanzaba la cima de la bóveda. Me miró, como si no fuera yo un niño.
       Me arrodillé junto a él y mi padre al otro lado.
       Un bosque de ceras ardía delante del Señor. El Cristo aparecía detrás del humo, sobre el fondo del retablo dorado, entre columnas y arcos en que habían tallado figuras de ángeles, de frutos y de animales.
       Yo sabía que cuando el trono de ese Crucificado aparecía en la puerta de la catedral, todos los indios del Cuzco lanzaban un alarido que hacía estremecer la ciudad, y cubrían, después, las andas del Señor y las calles y caminos, de flores de ñujchu, que es roja y débil.
       El rostro del Crucificado era casi negro, desencajado, como el del pongo. Durante las procesiones, con sus brazos extendidos, las heridas profundas, y sus cabellos caídos a un lado, como una mancha negra, a la luz de la plaza, con la catedral, las montañas o las calles ondulantes, detrás, avanzaría ahondando las aflicciones de los sufrientes, mostrándose como el que más padece, sin cesar. Ahora, tras el humo y esa luz agitada de la mañana y de las velas, aparecía sobre el altar hirviente de oro, como al fondo de un crepúsculo del mar, de la zona tórrida, en que el oro es suave o brillante, y no pesado y en llamas como el de las nubes de la sierra alta, o de la helada, donde el sol del crepúsculo se rasga en mantos temibles.
       Renegrido, padeciendo, el Señor tenía un silencio que no apaciguaba. Hacía sufrir; en la catedral tan vasta, entre las llamas de las velas y el resplandor del día que llegaba tan atenuado, el rostro del Cristo creaba sufrimiento, lo extendía a las paredes, a las bóvedas y columnas. Yo esperaba que de ellas brotaran lágrimas. Pero estaba allí el Viejo, rezando apresuradamente con su voz metálica. Las arrugas de su frente resaltaron a la luz de las velas; eran esos surcos los que daban la impresión de que su piel se había descarnado de los huesos.
       —No hay tiempo para más —dijo.
       No oímos misa. Salimos del templo. Regresamos a paso ligero. El Viejo nos guiaba.
       No entramos a la iglesia de la Compañía; no pude siquiera contemplar nuevamente su fachada; sólo vi la sombra de sus torres sobre la plaza.
       Encontramos un camión en la puerta de la casa. El mestizo de botas hablaba con el chofer. Habían subido nuestros atados a la plataforma. No necesitaríamos ya entrar al patio.
       —Todo está listo, señor —dijo el mestizo.
       Mi padre entregó el bastón al Viejo.
       Yo corrí hasta el segundo patio. Me despedí del pequeño árbol. Frente a él, mirando sus ramas escuálidas, las flores moradas, tan escasas, que temblaban en lo alto, temí al Cuzco. El rostro del Cristo, la voz de la gran campana, el espanto que siempre había en la expresión del pongo, ¡y el Viejo!, de rodillas en la catedral, aun el silencio de Loreto Kijllu, me oprimían. En ningún sitio debía sufrir más la criatura humana. La sombra de la catedral y la voz de la María Angola al amanecer, renacían, me alcanzaban. Salí. Ya nos íbamos.
       El Viejo me dio la mano.
       —Nos veremos —me dijo.
       Lo vi feliz. Un poco lejos, el pongo estaba de pie, apoyándose en la pared. Las roturas de su camisa dejaban ver partes del pecho y del brazo. Mi padre ya había subido al camión. Me acerqué al pongo y me despedí de él. No se asombró tanto. Lo abracé sin estrecharlo. Iba a sonreír, pero gimoteó, exclamando en quechua: “¡Niñito, ya te vas; ya te estás yendo! ¡Ya te estás yendo!”.
       Corrí al camión. El Viejo levantó los dos bastones en ademán de despedida.
       —¡Debimos ir a la iglesia de la Compañía! —me dijo mi padre, cuando el camión se puso en marcha—. Hay unos balcones cerca del altar mayor; sí, hijo, unos balcones tallados, con celosías doradas que esconden a quienes oyen misa desde ese sitio. Eran para las enclaustradas. Pero sé que allí bajan, al amanecer, los ángeles más pequeños, y revolotean, cantando bajo la cúpula, a la misma hora en que tocan la María Angola. Su alegría reina después en el templo durante el resto del día.
       Había olvidado al Viejo, tan apurado en despacharnos, aún la misa no oída; recordaba sólo la ciudad, su Cuzco amado y los templos.
       —Papá, la catedral hace sufrir —le dije.
       —Por eso los jesuitas hicieron la Compañía. Representan el mundo y la salvación.
       Ya en el tren, mientras veía crecer la ciudad, al fuego del sol que caía sobre los tejados y las cúpulas de cal y canto, descubrí el Sacsayhuaman, la fortaleza, tras el monte en el que habían plantado eucaliptos.
       En filas quebradas, las murallas se asentaban sobre la ladera, entre el gris del pasto. Unas aves negras, no tan grandes como dos cóndores, daban vueltas, o se lanzaban desde el fondo del cielo sobre las filas de muros. Mi padre vio que contemplaba las ruinas y no me dijo nada. Más arriba, cuando el Sacsayhuaman se mostró, rodeando la montaña, y podía distinguirse el perfil redondo, no filudo, de los ángulos de las murallas, me dijo:
       —Son como las piedras de Inca Roca. Dicen que permanecerán hasta el juicio final; que allí tocará su trompeta el arcángel.
       Le pregunté entonces por las aves que daban vueltas sobre la fortaleza.
       —Siempre están —me dijo—. ¿No recuerdas que “huaman” significa águila? “Sacsay huaman” quiere decir “águila repleta”.
       —¿Repleta? Se llenarán con el aire.
       —No, hijo. No comen. Son águilas de la fortaleza. No necesitan comer; juegan sobre ella. No mueren. Llegarán al juicio final.
       —El Viejo se presentará ese día peor de lo que es, más ceniciento.
       —No se presentará. El juicio final no es para los demonios.
       Pasamos la cumbre. Llegamos a Iscuchaca. Allí alquilamos caballos para seguir viaje a Abancay. Iríamos por la pampa de Anta.
       Mientras trotábamos en la llanura inmensa, yo veía el Cuzco; las cúpulas de los templos a la luz del sol, la plaza larga en donde los árboles no podían crecer. ¿Cómo se habían desarrollado, entonces, los eucaliptos, en las laderas del Sacsayhuaman? Los señores avaros habrían envenenado quizá, con su aliento, la tierra de la ciudad. Residían en los antiguos solares desde los tiempos de la conquista. Recordé la imagen del pequeño cedrón de la casa del Viejo.
       Mi padre iba tranquilo. En sus ojos azules reinaba el regocijo que sentía al iniciar cada viaje largo. Su gran proyecto se había frustrado, pero estábamos trotando. El olor de los caballos nos daba alegría.
       En la tarde llegamos a la cima de las cordilleras que cercan el Apurímac. “Dios que habla” significa el nombre de este río.
       El forastero lo descubre casi de repente, teniendo ante sus ojos una cadena sin fin de montañas negras y nevados, que se alternan. El sonido del Apurímac alcanza las cumbres, difusamente, desde el abismo, como un rumor del espacio.
       El río corre entre bosques negruzcos y mantos de cañaverales que sólo crecen en las tierras quemantes. Los cañaverales reptan las escarpadas laderas o aparecen suspendidos en los precipicios. El aire transparente de la altura va tornándose denso hacia el fondo del valle.
       El viajero entra a la quebrada bruscamente. La voz del río y la hondura del abismo polvoriento, el juego de la nieve lejana y las rocas que brillan como espejos, despiertan en su memoria los primitivos recuerdos, los más antiguos sueños.
       A medida que baja al fondo del valle, el recién llegado se siente transparente, como un cristal en que el mundo vibrara. Insectos zumbadores aparecen en la región cálida; nubes de mosquitos venenosos se clavan en el rostro. El viajero oriundo de las tierras frías se acerca al río, aturdido, febril, con las venas hinchadas. La voz del río aumenta; no ensordece, exalta. A los niños los cautiva, les infunde presentimientos de mundos desconocidos. Los penachos de los bosques de carrizo se agitan junto al río. La corriente marcha como a paso de caballos, de grandes caballos cerriles.
       —¡Apurímac mayu! ¡Apurímac mayu! [río, en quechua] —repiten los niños de habla quechua, con ternura y algo de espanto.


II.
Los viajes


      Mi padre no pudo encontrar nunca dónde fijar su residencia; fue un abogado de provincias, inestable y errante. Con él conocí más de doscientos pueblos. Temía a los valles cálidos y sólo pasaba por ellos como viajero; se quedaba a vivir algún tiempo en los pueblos de clima templado: Pampas, Huaytará, Coracora, Puquio, Andahuaylas, Yauyos, Cangallo… Siempre junto a un río pequeño, sin bosques, con grandes piedras lúcidas y peces menudos. El arrayán, los lambras, el sauce, el eucalipto, el capulí, la tara, son árboles de madera limpia, cuyas ramas y hojas se recortan libremente. El hombre los contempla desde lejos; y quien busca sombra se acerca a ellos y reposa bajo un árbol que canta solo, con una voz profunda, en que los cielos, el agua y la tierra se confunden.
       Las grandes piedras detienen el agua de esos ríos pequeños; y forman los remansos, las cascadas, los remolinos, los vados. Los puentes de madera o los puentes colgantes y las oroyas se apoyan en ellas. En el sol, brillan. Es difícil escalarlas porque casi siempre son compactas y pulidas. Pero desde esas piedras se ve cómo se remonta el río, cómo aparece en los recodos, cómo en sus aguas se refleja la montaña. Los hombres nadan para alcanzar las grandes piedras, cortando el río, llegan a ellas y duermen allí. Porque de ningún otro sitio se oye mejor el sonido del agua. En los ríos anchos y grandes no todos llegan hasta las piedras. Sólo los nadadores, los audaces, los héroes; los demás, los humildes y los niños se quedan; miran desde la orilla cómo los fuertes nadan en la corriente, donde el río es hondo, cómo llegan hasta las piedras solitarias, cómo las escalan, con cuánto trabajo, y luego se yerguen para contemplar la quebrada, para aspirar la luz del río, el poder con que marcha y se interna en las regiones desconocidas.

       Pero mi padre decidía irse de un pueblo a otro cuando las montañas, los caminos, los campos de juego, el lugar donde duermen los pájaros, cuando los detalles del pueblo empezaban a formar parte de la memoria.
       A mi padre le gustaba oír huaynos [canción y baile popular de origen incaico]; no sabía cantar, bailaba mal, pero recordaba a qué pueblo, a qué comunidad, a qué valle pertenecía tal o cual canto. A los pocos días de haber llegado a un pueblo averiguaba quién era el mejor arpista, el mejor tocador de charango, de violín y de guitarra. Los llamaba, y pasaban en la casa toda una noche. En esos pueblos sólo los indios tocan arpa y violín. Las casas que alquilaba mi padre eran las más baratas de los barrios centrales. El piso era de tierra y las paredes de adobe desnudo o enlucido con barro. Una lámpara de kerosene nos alumbraba. Las habitaciones eran grandes; los músicos tocaban en una esquina. Los arpistas indios tocan con los ojos cerrados. La voz del arpa parecía brotar de la oscuridad que hay dentro de la caja; y el charango formaba un torbellino que grababa en la memoria la letra y la música de los cantos.

       En los pueblos, a cierta hora, las aves se dirigen visiblemente a lugares ya conocidos. A los pedregales, a las huertas, a los arbustos que crecen en la orilla de las aguadas. Y según el tiempo, su vuelo es distinto. La gente del lugar no observa estos detalles, pero los viajeros, la gente que ha de irse, no los olvida. Las tuyas prefieren los árboles altos, los jilgueros duermen o descansan en los arbustos amarillos; el chihuaco canta en los árboles de hojas oscuras: el saúco, el eucalipto, el lambras; no va a los sauces. Las tórtolas vuelan a las paredes viejas y horadadas; las torcazas buscan las quebradas, los pequeños bosques de apariencia lejana; prefieren que se les oiga a cierta distancia. El gorrión es el único que está en todos los pueblos y en todas partes. El viuda-pisk’o salta sobre las grandes matas de espino, abre las alas negras, las sacude, y luego grita. Los loros grandes son viajeros. Los loros pequeños prefieren los cactos, los árboles de espino. Cuando empieza a oscurecer se reparten todas esas aves en el cielo; según los pueblos toman diferentes direcciones, y sus viajes los recuerda quien las ha visto, sus trayectos no se confunden en la memoria.

       Cierta vez llegamos a un pueblo cuyos vecinos principales odian a los forasteros. El pueblo es grande y con pocos indios. Las faldas de los cerros están cubiertas por extensos campos de linaza. Todo el valle parece sembrado de lagunas. La flor azul de la linaza tiene el color de las aguas de altura. Los campos de linaza parecen lagunas agitadas; y, según el poder del viento, las ondas son menudas o extensas.
       Cerca del pueblo, todos los caminos están orillados de árboles de capulí. Eran unos árboles frondosos, altos, de tronco luminoso; los únicos árboles frutales del valle. Los pájaros de pico duro, la tuya, el viuda-pisk’o, el chihuaco, rondaban las huertas. Todos los niños del pueblo se lanzaban sobre los árboles, en la tarde y al mediodía. Nadie que los haya visto podrá olvidar la lucha de los niños de ese pueblo contra los pájaros. En los pueblos trigueros, se arma a los niños con hondas y latas vacías; los niños caminan por las sendas que cruzan los trigales; hacen tronar sus hondas, cantan y agitan el badajo de las latas. Ruegan a los pájaros en sus canciones, les avisan: “¡Está envenenado el trigo! ¡Idos, idos! ¡Volad, volad! Es del señor cura. ¡Salid! ¡Buscad otros campos!”. En el pueblo del que hablo, todos los niños estaban armados con hondas de jebe; cazaban a los pájaros como a enemigos de guerra; reunían los cadáveres a la salida de las huertas, en el camino, y los contaban: veinte tuyas, cuarenta chihuacos, diez viuda-pisk’os.
       Un cerro alto y puntiagudo era el vigía del pueblo. En la cumbre estaba clavada una cruz; la más grande y poderosa de cuantas he visto. En mayo la bajaron al pueblo para que fuera bendecida. Una multitud de indios vinieron de las comunidades del valle; y se reunieron con los pocos comuneros del pueblo, al pie del cerro. Ya estaban borrachos, y cargaban odres llenos de aguardiente. Luego escalaron el cerro, lanzando gritos, llorando. Desclavaron la cruz y la bajaron en peso. Vinieron por las faldas erizadas y peladas de la montaña y llegaron de noche.
       Yo abandoné ese pueblo cuando los indios velaban su cruz en medio de la plaza. Se habían reunido con sus mujeres, alumbrándose con lámparas y pequeñas fogatas. Era pasada la medianoche. Clavé en las esquinas unos carteles en que me despedía de los vecinos del pueblo, los maldecía. Salí a pie, hacia Huancayo.
       En ese pueblo quisieron matarnos de hambre; apostaron un celador en cada esquina de nuestra casa para amenazar a los litigantes que iban al estudio de mi padre; odiaban a los forasteros como a las bandas de langostas. Mi padre viajaría en un camión, al amanecer; yo salí a pie en la noche. La cruz estaba tendida en la plaza. Había poca música; la voz de unas cuantas arpas opacas se perdía en la pampa. Los indios hacen bulla durante las vísperas, pero en esa plaza estaban echados, hombres y mujeres; hablaban junto a la cruz, en la sombra, como los sapos grandes que croan desde los pantanos.
       Lejos de allí, ya en la cordillera, encontré otros pueblos que velaban su cruz. Cantaban sin mucho ánimo. Pero estaban bien alumbrados; centenares de velas iluminaban las paredes en las que habían reclinado las cruces.
       Sobre el abra, antes de pasar la cumbre, recordé las hileras de árboles de capulí que orillan los muros en ese pueblo; cómo caían, enredándose en las ramas, los pájaros heridos a honda; el río pequeño, tranquilo, sin piedras grandes, cruzando en silencio los campos de linaza; los peces menudos en cuyos costados brilla el sol; la expresión agresiva e inolvidable de las gentes.
       Era un pueblo hostil que vive en la rabia, y la contagia. En la esquina de una calle donde crecía yerba de romaza que escondía grillos y sapos, había una tienda. Vivía allí una joven alta, de ojos azules. Varias noches fui a esa esquina a cantar huaynos que jamás se habían oído en el pueblo. Desde el abra podía ver la esquina; casi terminaba allí el pueblo. Fue un homenaje desinteresado. Robaba maíz al comenzar la noche, cocinaba choclos con mi padre en una olla de barro, la única de nuestra casa. Después de comer, odiábamos al pueblo y planeábamos nuestra fuga. Al fin nos acostábamos; pero yo me levantaba cuando mi padre empezaba a roncar. Más allá del patio seco de nuestra casa había un canchón largo cubierto de una yerba alta, venenosa para las bestias; sobre el canchón alargaban sus ramas grandes capulíes de la huerta vecina. Por temor al bosque tupido, en cuyo interior caminaban millares de sapos de cuerpo granulado, no me acerqué nunca a las ramas de ese capulí. Cuando salía en la noche, los sapos croaban a intervalos; su coro frío me acompañaba varias cuadras. Llegaba a la esquina, y junto a la tienda de aquella joven que parecía ser la única que no miraba con ojos severos a los extraños, cantaba huaynos de Querobamba, de Lambrama, de Sañayca, de Toraya, de Andahuaylas… de los pueblos más lejanos; cantos de las quebradas profundas. Me desahogaba; vertía el desprecio amargo y el odio con que en ese pueblo nos miraban, el fuego de mis viajes por las grandes cordilleras, la imagen de tantos ríos, de los puentes que cuelgan sobre el agua que corre desesperada, la luz resplandeciente y la sombra de las nubes más altas y temibles. Luego regresaba a mi casa, despacio, pensando con lucidez en el tiempo en que alcanzaría la edad y la decisión necesarias para acercarme a una mujer hermosa; tanto más bella si vivía en pueblos hostiles.

       Frente a Yauyos hay un pueblo que se llama Cusi. Yauyos está en una quebrada pequeña, sobre un afluente del río Cañete. El riachuelo nace en uno de los pocos montes nevados que hay en ese lado de la cordillera; el agua baja a saltos hasta alcanzar el río grande que pasa por el fondo lejano del valle, por un lecho escondido entre las montañas que se levantan bruscamente, sin dejar un claro, ni una hondonada. El hombre siembra en las faldas escarpadas inclinándose hacia el cerro para guardar el equilibrio. Los toros aradores, como los hombres, se inclinan; y al fin del surco dan la media vuelta como bestias de circo, midiendo los pasos. En ese pueblo, el pequeño río tiene tres puentes: dos de cemento, firmes y seguros, y uno viejo de troncos de eucalipto, cubiertos de barro seco. Cerca del puente viejo hay una huerta de grandes eucaliptos. De vez en cuando llegaban bandadas de loros a posarse en esos árboles. Los loros se prendían de las ramas; gritaban y caminaban a lo largo de cada brazo de árbol; parecían conversar a gritos, celebrando su llegada. Se mecían en las copas altas del bosque. Pero no bien empezaban a gozar de sosiego, cuando sus gritos repercutían en las rocas de los precipicios, salían de sus casas los tiradores de fusil; corrían con el arma en las manos hacia el bosque. El grito de los loros grandes sólo lo he oído en las regiones donde el cielo es despejado y profundo.
       Yo llegaba antes que los fusileros a ese bosque de Yauyos. Miraba a los loros y escuchaba sus gritos. Luego entraban los tiradores. Decían que los fusileros de Yauyos eran notables disparando en la posición de pie porque se entrenaban en los loros. Apuntaban; y a cada disparo caía un loro; a veces, por casualidad, derribaban dos. ¿Por qué no se movía la bandada? ¿Por qué no levantaban el vuelo al oír la explosión de los balazos y al ver tantos heridos? Seguían en las ramas, gritando, trepando, saltando de un árbol a otro. Yo hacía bulla, lanzaba piedras a los árboles, agitaba latas llenas de piedras; los fusileros se burlaban; y seguían matando loros, muy formalmente. Los niños de las escuelas venían por grupos a recoger los loros muertos; hacían sartas con ellos. Concluido el entrenamiento, los muchachos paseaban las calles llevando cuerdas que cruzaban todo el ancho de la calle; de cada cuerda colgaban de las patas veinte o treinta loros ensangrentados.

       En Huancapi estuvimos sólo unos días. Es la capital de provincia más humilde de todas las que he conocido. Está en una quebrada ancha y fría, cerca de la cordillera. Todas las casas tienen techo de paja y solamente los forasteros: el juez, el telegrafista, el subprefecto, los maestros de las escuelas, el cura, no son indios. En la falda de los cerros el viento sacude la paja; en el lecho de la quebrada y en algunas hondonadas crece la k’eñwa, un árbol chato, de corteza roja. La montaña por donde sale el sol termina en un precipicio de rocas lustrosas y oscuras. Al pie del precipicio, entre grandes piedras, crecen también esos árboles de puna, rojos, de hojas menudas; sus troncos salen del pedregal y sus ramas se tuercen entre las rocas. Al anochecer, la luz amarilla ilumina el precipicio; desde el pueblo, a gran distancia, se distingue el tronco rojo de los árboles, porque la luz de las nubes se refleja en la piedra, y los árboles, revueltos entre las rocas, aparecen. En ese gran precipicio tienen sus nidos los cernícalos de la quebrada. Cuando los cóndores y gavilanes pasan cerca, los cernícalos los atacan, se lanzan sobre las alas enormes y les clavan sus garras en el lomo. El cóndor es inerme ante el cernícalo; no puede defenderse, vuela agitando las alas, y el cernícalo se prende de él, cuando logra alcanzarlo. A veces, los gavilanes se quejan y chillan, cruzan la quebrada perseguidos por grupos de pequeños cernícalos. Esta ave ataca al cóndor y al gavilán en son de burla; les clava las garras y se remonta; se precipita otra vez y hiere el cuerpo de su víctima.
       Los indios, en mayo, cantan un huayno guerrero:

Killinchu yau,
wamancha yau,
urpiykitam k’echosk’ayki
yanaykitam k’echosk’ayki.
K’echosk’aykim,
k’echosk’aykim,
apasak’mi apasak’mi
¡killincha!
¡wamancha!

Oye, cernícalo,
oye, gavilán,
voy a quitarte a tu paloma,
a tu amada voy a quitarte.
He de arrebatártela,
me la he de llevar,
me la he de llevar,
¡oh, cernícalo!
¡oh, gavilán!


      El desafío es igual, al cernícalo, al gavilán o al cóndor. Junto a las grandes montañas, cerca de los precipicios donde anidan las aves de presa, cantan los indios en este mes seco y helado. Es una canción de las regiones frías, de las quebradas altas, y de los pueblos de estepa, en el sur.
       Salimos de Huancapi antes del amanecer. Sobre los techos de paja había nieve, las cruces de los techos también tenían hielo. Los toros de barro que clavan a un lado y a otro de las cruces parecían más grandes a esa hora; con la cabeza levantada, tenían el aire de animales vivos sólo sensibles a la profundidad. El pasto y las yerbas que orillan las acequias de las calles estaban helados; las ramas que cuelgan sobre el agua, aprisionadas por la nieve, se agitan pesadamente con el viento o movidas por el agua. El precipicio de los cernícalos es muy visible; la vía láctea pasaba junto a la cumbre. Por el camino a Cangallo bajamos hacia el fondo del valle, siguiendo el curso de la quebrada. La noche era helada y no hablábamos; mi padre iba delante, yo tras él, y el peón me seguía de cerca, a pie. Íbamos buscando al gran río, al Pampas. Es el río más extenso de los que pasan por las regiones templadas. Su lecho es ancho, cubierto de arena. En mayo y junio, las playas de arena y de piedras se extienden a gran distancia de las orillas del río, y tras las playas, una larga faja de bosque bajo y florido de retama, un bosque virgen donde viven palomas, pequeños pájaros y nubes de mariposas amarillas. Una paloma demora mucho en cruzar de una banda a otra del río. El vado para las bestias de carga es ancho, cien metros de un agua cristalina que deja ver la sombra de los peces, cuando se lanzan a esconderse bajo las piedras. Pero en verano el río es una tempestad de agua terrosa; entonces los vados no existen, hay que hacer grandes caminatas para llegar a los puentes. Nosotros bajamos por el camino que cae al vado de Cangallo.
       Ya debía amanecer. Habíamos llegado a la región de los lambras, de los molles y de los árboles de tara. Bruscamente, del abra en que nace el torrente, salió una luz que nos iluminó por la espalda. Era una estrella más luminosa y helada que la luna. Cuando cayó la luz en la quebrada, las hojas de los lambras brillaron como la nieve; los árboles y las yerbas parecían témpanos rígidos; el aire mismo adquirió una especie de sólida transparencia. Mi corazón latía como dentro de una cavidad luminosa. Con luz desconocida, la estrella siguió creciendo; el camino de tierra blanca ya no era visible sino a lo lejos. Corrí hasta llegar junto a mi padre; él tenía el rostro agachado; su caballo negro también tenía brillo, y su sombra caminaba como una mancha semioscura. Era como si hubiéramos entrado en un campo de agua que reflejara el brillo de un mundo nevado. “¡Lucero grande, werak’ocha [palabra más respetuosa aún que “señor”; antiguo Dios supremo de los Incas; nombra ahora a los individuos de la clase señorial], lucero grande!”, llamándonos, nos alcanzó el peón; sentía la misma exaltación ante esa luz repentina.
       La estrella se elevaba despacio. Llegamos a la sombra de un precipicio alto, cortado a pico en la roca; entramos en la oscuridad como a un refugio. Era el último recodo del torrente. A la vuelta estaba el río, la quebrada amplia, azul; el gran Pampas tranquilo, del invierno. De la estrella sólo quedó un pozo blanco en el cielo, un círculo que tardó mucho en diluirse. Cruzamos el vado; los caballos chapotearon, temblando de alegría, en la corriente cristalina. Llegamos a los bosques de lúcumos que crecen rodeando las casas de las pequeñas haciendas, cerca de Cangallo. Eran unos árboles altos, de tronco recto y con la copa elevada y frondosa. Palomas y tuyas volaban de los árboles hacia el campo.

       De Cangallo seguimos viaje a Huamanga, por la pampa de los indios morochucos.
       Jinetes de rostro europeo, cuatreros legendarios, los morochucos son descendientes de los almagristas excomulgados que se refugiaron en esa pampa fría, aparentemente inhospitalaria y estéril. Tocan charango y wak’rapuku, raptan mujeres y vuelan en la estepa en caballos pequeños que corren como vicuñas. El arriero que nos guiaba no cesó de rezar mientras trotábamos en la pampa. Pero no vimos ninguna tropa de morochucos en el camino. Cerca de Huamanga, cuando bajábamos lentamente la cuesta, pasaron como diez de ellos; descendían cortando camino, al galope. Apenas pude verles el rostro. Iban emponchados; una alta bufanda les abrigaba el cuello; los largos ponchos caían sobre los costados del caballo. Varios llevaban wak’rapukus a la espalda, unas trompetas de cuerno ajustadas con anillos de plata. Muy abajo, cerca de un bosque reluciente de molles, tocaron sus cornetas anunciando su llegada a la ciudad. El canto de los wak’rapukus subía a las cumbres como un coro de toros encelados e iracundos.
       Nosotros seguimos viaje con una lentitud inagotable.


III.
La despedida


       Hasta un día en que mi padre me confesó, con ademán aparentemente más enérgico que otras veces, que nuestro peregrinaje terminaría en Abancay.
       Tres departamentos tuvimos que atravesar para llegar a esa pequeña ciudad silenciosa. Fue el viaje más largo y extraño que hicimos juntos; unas quinientas leguas en jornadas medidas que se cumplieron rigurosamente. Pasó por el Cuzco, donde nació, estudió e hizo su carrera; pero no se detuvo; al contrario, pasó por allí como sobre fuego.
       Cruzábamos el Apurímac, y en los ojos azules e inocentes de mi padre vi la expresión característica que tenían cuando el desaliento le hacía concebir la decisión de nuevos viajes. Mientras yo me debatía en el fuego del valle, él caminaba silencioso y abstraído.
       —Es siempre el mismo hombre maldito —exclamó una vez.
       Y cuando le pregunté que a quién se refería, me contestó: “¡El Viejo!”.
       Se llama amank’ay a una flor silvestre, de corola amarilla, y awankay al balanceo de las grandes aves. Awankay es volar planeando, mirando la profundidad. ¡Abancay! Debió de ser un pueblo perdido entre bosques de pisonayes y de árboles desconocidos, en un valle de maizales inmensos que llegaban hasta el río. Hoy los techos de calamina brillan estruendosamente; huertas de mora separan los pequeños barrios, y los campos de cañaverales se extienden desde el pueblo hasta el Pachachaca. Es un pueblo cautivo, levantado en la tierra ajena de una hacienda.
       El día que llegamos repicaban las campanas. Eran las cuatro de la tarde. Todas las mujeres y la mayor parte de los hombres estaban arrodillados en las calles. Mi padre se bajó del caballo y preguntó a una mujer por la causa de los repiques y del rezo en las calles. La mujer le dijo que en ese instante operaban en el Colegio al Padre Linares, santo predicador de Abancay y Director del Colegio. Me ordenó que desmontara y que me arrodillara junto a él. Estuvimos cerca de media hora rezando en la acera. No transitaba la gente; las campanas repicaban como llamando a misa. Soplaba el viento y la basura de las calles nos envolvía. Pero nadie se levantó ni siguió su camino hasta que las campanas cesaron.
       —Él ha de ser tu Director —dijo mi padre—. Sé que es un santo, que es el mejor orador sagrado del Cuzco y un gran profesor de Matemáticas y Castellano.
       Nos alojamos en la casa de un notario, ex compañero de colegio de mi padre. Durante el largo viaje me había hablado de su amigo y de la convicción que tenía de que en Abancay le recomendaría clientes, y que así, empezaría a trabajar desde los primeros días. Pero el notario era un hombre casi inútil. Encorvado y pálido, debilitado hasta el extremo, apenas caminaba. Su empleado hacía el trabajo de la notaría y le robaba sin piedad.
       Mi padre sintió lástima de su amigo y se lamentó, durante todo el tiempo que estuvo en Abancay, de haber ido a alojarse en la casa de este caballero enfermo y no a un tambo. Nos hicieron dos camas en el suelo, en el dormitorio de los niños. Los hijos durmieron sobre pellejos y nosotros en los colchones.
       —¡Gabriel! Dispensa, hermano, dispensa —decía el notario.
       La mujer caminaba con los ojos bajos, sin atreverse a hablar ni a mirar. Nosotros hubiéramos preferido salir de allí con cualquier pretexto. “¡Debimos ir a un tambo, a cualquier tambo!”, exclamaba mi padre, en voz baja.
       —Después de tanto tiempo; viniendo tú de tan lejos y no poder atenderte —se lamentaba el enfermo.
       Mi padre le agradecía y le pedía perdón, pero no se decidía a declararle que nos dejara irnos. No fue posible. La voz de su amigo parecía que iba a apagarse en cualquier instante; hablaba con gran esfuerzo. Los niños ayudaban a la madre, me miraban sin mucha desconfianza; pero estaban asombrados y no se atrevían a observar a mi padre.
       Mi padre llevaba un vestido viejo, hecho por un sastre de pueblo. Su aspecto era complejo. Parecía vecino de una aldea; sin embargo, sus ojos azules, su barba rubia, su castellano gentil y sus modales, desorientaban. No, no debíamos causar lástima, ni podíamos herir aun a la gente más humilde. Sin embargo, fue un día cruel. Y nos sentimos dichosos cuando al día siguiente pudimos dormir sobre un poyo de adobes, en una tienda con andamios que alquilamos en una calle central.

       Nuestra vida empezó así, precipitadamente, en Abancay. Y mi padre supo aprovechar los primeros inconvenientes para justificar el fracaso del principal interés que tuvo ese viaje. No pudo quedarse, no organizó su estudio. Durante diez días estuvo lamentando las fealdades del pueblo, su silencio, su pobreza, su clima ardiente, la falta de movimiento judicial. No había pequeños propietarios en la provincia; los pleitos eran de carácter penal, querellas miserables que jamás concluían; toda la tierra pertenecía a las haciendas; la propia ciudad, Abancay, no podía crecer porque estaba rodeada por la hacienda Patibamba, y el patrón no vendía tierras a los pobres ni a los ricos y los grandes señores sólo tenían algunas causas antiguas que se ventilaban desde hacía decenas de años.
       Yo estaba matriculado en el Colegio y dormía en el internado. Comprendí que mi padre se marcharía. Después de varios años de haber viajado juntos, yo debía quedarme; y él se iría solo. Como todas las veces, alguna circunstancia casual decidiría su rumbo. ¿A qué pueblo; y por qué camino? Esta vez él y yo calculábamos a solas. No tomaría nuevamente el camino del Cuzco; se iría por el otro lado de la quebrada, atravesando el Pachachaca, buscando los pueblos de altura. De todos modos empezaría bajando hacia el fondo del valle. Y luego subiría la cordillera de enfrente; vería Abancay por última vez desde un abra muy lejana, de alguna cumbre azul donde sería invisible para mí. Y entraría en otro valle o pampa, ya solo; sus ojos no verían del mismo modo el cielo ni la lejanía; trotaría entre las piedras y los arbustos sin poder hablar; y el horizonte, en las quebradas o en las cimas, se hundiría con más poder, con gran crueldad y silencio en su interior. Porque cuando andábamos juntos el mundo era de nuestro dominio, su alegría y sus sombras iban de él hacia mí.
       No; no podría quedarse en Abancay. Ni ciudad ni aldea, Abancay desesperaba a mi padre.
       Sin embargo, quiso demostrarme que no quería faltar a su promesa. Limpió su placa de abogado y la clavó en la pared, junto a la puerta de la tienda. Dividió la habitación con un bastidor de tocuyo, y detrás del bastidor, sobre una tarima de adobes, tendió su cama. Sentado en la puerta de la tienda o paseándose, esperó clientes. Tras la división de madera, por lo alto, se veían los andamios de la tienda. A veces, cansado de caminar o de estar sentado, se echaba en la cama. Yo lo encontraba así, desesperado. Cuando me veía, trataba de fingir.
       —Puede ser que algún gran hacendado me encomiende una causa. Y bastaría con eso —decía—. Aunque tuviera que quedarme diez años en este pueblo, tu porvenir quedaría asegurado. Buscaría una casa con huerta para vivir y no tendrías que ir al internado.
       Yo le daba la razón. Pero él estaba acostumbrado a vivir en casas con grandes patios, a conversar en quechua con decenas de clientes indios y mestizos; a dictar sus recursos mientras el sol alumbraba la tierra del patio y se extendía alegremente en el entablado del “estudio”. Ahora estaba agachado, oprimido, entre las paredes de una tienda construida para mercachifles.
       Por eso, cuando una tarde fue a visitarme al Colegio en compañía de un forastero con aspecto de hacendado de pueblo, presentí que su viaje estaba resuelto. Una alegría incontenible brillaba en su rostro. Ambos habían bebido.
       —He venido un instante, con este caballero —me dijo—. Ha llegado de Chalhuanca para consultar con un abogado; y hemos tenido suerte. Su asunto es sencillo. Ya tienes autorización para salir. Ven al estudio después de las clases.
       El forastero me dio la mano.
       Se despidieron inmediatamente. El pantalón de montar, con refuerzos de cuero, del forastero, sus polainas opacas, su saco corto, su corbata con un nudo pequeño sobre el cuello ancho de la camisa; el color de sus ojos, su timidez, su sombrero ribeteado, eran muy semejantes a los de todos los hacendados de los distritos de indios.
       En la tarde fui a ver a mi padre. Encontré al chalhuanquino en el estudio, sentado en una de las bancas. La puerta de la tienda estaba casi completamente cerrada. Sobre la mesa había varias botellas. Mi padre servía un vaso de cerveza negra al forastero.
       —Mi hijito, el sol que me alumbra. Helo aquí, señor —dijo.
       El hombre se levantó y se acercó a mí con ademán muy respetuoso.
       —Soy de Chalhuanca, joven. Su padre, el doctor, me honra.
       Puso su mano sobre mi hombro. Una bufanda de vicuña colgaba de su cuello; los botones de su camisa eran morados. Tenía ojos claros, pero en su cara quemada parecían ojos de indio. Era idéntico a todos los amigos que mi padre había tenido en los pueblos.
       —Usted es el contento del señor doctor, usted es su corazón. Yo; yo estoy de paso. ¡Por él, doctor!
       —¡Por él!
       Y bebieron un vaso lleno.
       —Ya es un hombre, señor don Joaquín —dijo mi padre, señalándome—. Con él he cruzado cinco veces las cordilleras; he andado en las arenas de la costa. Hemos dormido en las punas, al pie de los nevados. Cien, doscientas, quinientas leguas a caballo. Y ahora está en el internado de un Colegio religioso. ¿Qué le parecerá, a él que ha trotado por tantos sitios, el encierro día y noche? ¡Pero estás en tu Colegio! ¡Estás en tu lugar verdadero! Y nadie te moverá hasta que termines, hasta que vayas a la Universidad. ¡Sólo que nunca, que jamás serás abogado! Para los grandes males basta conmigo.
       Estaba inquieto. Se paseaba a lo ancho de la sala. No necesitaba hablar más. Allí estaba ese viajero; su bufanda de vicuña, su sombrero de hechura india, sus polainas con hebillas amarillas, los botones morados de su camisa; sus cabellos largos, apelmazados por el sudor; sus ojos verdes, pero como diluidos por el frío. Me hablaba en castellano. Cuando hablara en quechua se quitaría la bufanda, o se la envolvería al cuello como era debido.
       —Yo, joven, soy de Chalhuanca. Estoy pleiteando con un hacendado grande. Le quitaré el cuero. ¡Ahora sí! Como el cernícalo cuando pedacea al gavilán en el aire. Con los consejos de su padre, desde lejos no más. ¿Qué necesidad hay de que me acompañe hasta mi pueblo? ¿No es cierto, doctor?
       Se dirigió hacia él; pero mi padre se quedó quieto, de espaldas.
       Entonces el forastero volvió a mirarme.
       —No vaya usted a creer nada, joven. Soy de Chalhuanca; he venido por un consejo para mi pleito. Ahí está el doctor. Como un gavilán ha visto. Yo ya estaba amarrado. Pero un abogado es un abogado y sabe más que un tinterillo. ¡Tinterillitos de porquería! ¡Ahura verán! ¡Paykunak’a nerk’achá…!
       Y continuó desahogándose en quechua.
       Mi padre ya no pudo contenerse. Era inútil ocultar que se iría. Los esfuerzos inocentes de su amigo para aplazar la noticia estaban denunciando su viaje, y lo turbaron definitivamente. Se recostó sobre la mesa y lloró. El chalhuanquino pretendió consolarlo; le hablaba en quechua, ofreciéndole todas las recompensas y los mundos que en el idioma de los indios pueden prometerse, hasta calmar por un instante las grandes aflicciones. Luego se dirigió a mí:
       —No es lejos Chalhuanca, joven —me dijo—. Detrás de estas cordilleras; en una quebradita. Vendremos en comisión para llevarte. Reventaremos cohetes cuando entres a la plaza. Haremos bailar a los danzantes. Pescarás con dinamita en el río; andarás por todos los cerros, a caballo; cazarás venados, vizcachas, chanchos cerriles…
       Lo dejé hablando y me acerqué a mi padre. Estuvimos mucho rato juntos. El chalhuanquino siguió hablando en quechua, rodeándonos, haciendo bulla, pronunciando las palabras en voz cada vez más alta y tierna:
       —Chalhuanca es mejor. Tiene un río, juntito al pueblo. Allí queremos a los forasteros. Nunca ha ido un abogado, ¡nunca! Será usted como un rey, doctorcito. Todos se agacharán cuando pase, se quitarán el sombrero como es debido. Comprará tierras; para el niño le regalaremos un caballo con un buen apero de metal… ¡Pasarás el vado al galope…! ¡En mi hacienda manejarás un zurriago tronador y arrearás ganado! Buscaremos a los patos en los montes del río; capearás a los toritos bravos de la hacienda. ¡Ja caraya! [exclamación más suave que caracho o carajo] ¡No hay que llorar! ¡Es más bien el milagro del Señor de Chalhuanca! ¡Él ha escogido ese pueblo para ustedes! ¡Salud, doctor; levante su cabeza! ¡Levántate, muchacho guapo! ¡Salud, doctor! ¡Porque se despide de este pueblo triste!
       Y mi padre se puso de pie. El chalhuanquino me sirvió medio vaso de cerveza:
       —Ya está grandecito; suficiente para la ocasión. ¡Salud!
       Fue la primera vez que bebí con mi padre. Y comenzó nuevamente su alegría. Los planes deslumbrantes de siempre, en la víspera de los viajes.
       —Me quedaré en Chalhuanca, hijo. ¡Seré por fin vecino de un pueblo! Y te esperaré en las vacaciones, como dice el señor, con un caballo brioso en que puedas subir los cerros y pasar los ríos al galope. Compraré una chacra junto al río, y construiremos un molino de piedra. ¡Quién sabe podamos traer a don Pablo Maywa para que lo arme! Es necesario afincarse, no seguir andando así, como un Judío Errante… El pobre Alcilla será tu apoderado, hasta diciembre.
       Y nos separamos casi con alegría, con la misma esperanza que después del cansancio de un pueblo nos iluminaba al empezar otro viaje.
       Él subiría la cumbre de la cordillera que se elevaba al otro lado del Pachachaca; pasaría el río por un puente de cal y canto, de tres arcos. Desde el abra se despediría del valle y vería un campo nuevo. Y mientras en Chalhuanca, cuando hablara con los nuevos amigos, en su calidad de forastero recién llegado, sentiría mi ausencia, yo exploraría palmo a palmo el gran valle y el pueblo; recibiría la corriente poderosa y triste que golpea a los niños, cuando deben enfrentarse solos a un mundo cargado de monstruos y de fuego, y de grandes ríos que cantan con la música más hermosa al chocar contra las piedras y las islas.




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