Jorge Ibargüengoitia
(Guanajuato, México, 1928 - Madrid, 1983)


El puente de los asnos


1

      Cuando hablo con personas más jóvenes que yo que pasaron por las mismas escuelas, llegamos irremisiblemente a la conclusión de que la época en que yo estudié es, comparada con la actual, la edad de oro de la enseñanza.
      En efecto, muchos de mis profesores se han distinguido en la vida real. Uno de ellos es secretario de Estado, otro, subsecretario, otro fue durante muchos años jefe de un partido político, otro murió, y su nombre fue a dar en letras de oro en la entrada de un recinto público, etcétera. Otro de ellos, sin haber llegado a alguna cumbre burocrática o pública, han dejado huella en la educación mexicana, son autores de libros de texto, inventaron nuevos sistemas de formular la regla de tres, y uno de ellos adquirió fama por haberse aprendido de memoria las tablas de logaritmos, del uno al cien —pasó tres años en un manicomio, siguiendo un tratamiento especial que le dieron para que las olvidara.
      Lo que quiero decir es que, vista desde lejos, la educación que recibí es de primera. Vista en detalle, en cambio, presenta serias deficiencias.
      Uno de los éxitos académicos más grandes que tuve en la primaria ocurrió cuando cursaba el quinto año. El profesor Farolito, llamado así porque se le encendían las narices cada vez que perdía la paciencia, cosa que ocurría dos o tres veces diarias, hizo una pregunta de Geografía, que no sólo no recuerdo, sino que estudiando el mapa no puedo ni siquiera imaginar en qué consistió. Supongo que ha de haber estado formulada más o menos así:
      —¿Cuál es el río del Canadá que nace en las montañas N y desemboca en el lago M?
      Se la hizo a un alumno que estaba sentado en la primera fila:
      —El San Lorenzo —contestó el interrogado.
      —Falso —dijo el maestro y señaló al alumno que estaba sentado junto, para indicar que era su turno de responder.
      —Saskatchewan —contestó éste.
      —Falso.
      Fue preguntando, uno tras otro, a cuarenta alumnos. Todos ellos, que eran completamente imbéciles, dieron por respuesta una de las dos que ya estaban probadas falsas. A pesar de que Farolito usaba goma de tragacanto para aplastarles el pelo sobre el cráneo y en los bigotes para conservar las puntas retorcidas hacia arriba, todo se le empezó a erizar al ver el fracaso de su enseñanza. Hasta que por fin me tocó el turno de responder.
      —El Mackenzie —dije.
      Farolito casi se desmayó de gusto.
      —Dos puntos a Ibasgonguitia —ordenó. Nunca logró pronunciar mi nombre correctamente. Me puso como modelo de aplicación. Como ejemplo de que basta con poner atención a lo que se dice en clase para saber las respuestas. Mi triunfo hubiera sido más completo si no se le hubiera ocurrido al profesor pedirme que explicara a mis compañeros cómo había yo llegado a la conclusión de que la respuesta correcta era “Mackenzie”.
      Yo expuse lo siguiente:
      —Al hablar de los ríos del Canadá sólo se han mencionado tres nombres. San Lorenzo, Saskatchewan y Mackenzie. Si usted ya había dicho que la respuesta correcta no era ninguno de los dos primeros, tenía que ser el tercero.
      La nariz de Farolito se encendió:
      —¡Dos puntos menos a Ibasgonguitia!
      No perdí nada, porque los dos puntos que Farolito daba y quitaba con tanta libertad eran algo que anotaba en una lista un gordinflón que se sentaba en la primera fila, pero que nunca llegó a materializarse en las boletas semanales, en donde no había espacio para anotar ni los puntos buenos ni los malos.
      Yo era entonces un rollizo niño de diez años que usaba unos pantalones cortos que antes, siendo largos, habían colgado de cinturas más venerables. Pasaba seis horas diarias sentado en una banca con la mente en blanco. Si algo aprendí ese año, lo he olvidado.
      Recuerdo, en cambio, que Farolito llegó un día de bufanda y estuvo escupiendo en un paliacate que se guardaba en la bolsa. Al día siguiente faltó y estuvimos dos meses sin maestro y sin nadie que lo reemplazara. Los pasamos golpeándonos unos a otros, brincando encima de las papeleras, o haciendo guerras de ligazos con cáscara de naranja. Un día se nos pasó la mano y el prefecto de orden, el maestro Valdez, que era un ogro, nos agarró in fraganti.
      En castigo, nos puso a escribir una composición de seis páginas sobre las virtudes de la madre mexicana.
      —Nadie se va a su casa hasta que no estén llenas esas seis páginas.
      —Pueden comparar a la madre mexicana, que se desvive por sus hijos y va a todas partes cargándolos, al mercado, al cine, a misa, etcétera, con las costumbres de las madres norteamericanas, que llevan a sus hijos a una guardería y los dejan allí abandonados, mientras ellas se van a divertir y a tomar cócteles.
      Este tema lo barajé catorce veces hasta llenar las seis páginas, diciendo a cada presentación: “¡Qué diferencia!”.
      El día que regreso Farolito, cadavérico, de abrigo, bufanda y sombrero, apoyado en un bastón de un lado, y del otro en su hermana, nos dio un gusto que nunca hubiéramos imaginado. Se acabó el desorden y volvimos a la normalidad. Es decir, seguimos sin aprender nada.

2

      Voy ahora a recordar lo ocurrido en otros años.
      Por ejemplo, el primero de secundaria. Los rasgos fundamentales de este curso para mí, fueron la aparición en mi vida del maestro Raspita. (Aritmética), conocido por los alumnos de tercer año como “la Cachimba”. A la colaboración entre Raspita y yo se debe que yo nunca haya aprendido a sacar raíz cuadrada o raíz cúbica de un número. Esta deficiencia, que yo consideraba una desgracia, me persiguió hasta la Escuela de Ingeniería, en donde descubrí, con satisfacción, que el setenta por ciento de los maestros compartían mi incapacidad, y la remediaban usando la regla de cálculo, que para eso es.
      Aparte de no enseñarme a sacar raíces, Raspita dejó en mi memoria, muy bien grabadas, dos palabras que nunca había oído antes de conocerlo y que no he tenido necesidad de usar después: “momio” y “guarismo”, por número.
      En primero de secundaria, también, me daba clase un señor chaparro, que tenía un traje negro, portafolio y los pelos en forma de aureola. La influencia que este hombre ejerció en mi vida es tan leve que no recuerdo ni siquiera qué materia enseñaba. Se apellidaba Moreno.
      Otro maestro famoso era el de Geografía Física. Era blasfemo. Nos escandalizó el día en que anunció que la Biblia estaba equivocada, porque en la Tierra no había agua suficiente para producir el Diluvio. Pero aparte de blasfemo era astrónomo y ahora comprendo que sabía expresarse, porque me inculcó la idea de que la tierra no es más que un cuerpo minúsculo perdido en la nada, que forma parte de un sistema que se va ensanchando, como partículas expulsadas centrífugamente por causas de una explosión. Era más de lo que yo estaba capacitado para aprender. Pasé varios años convencido de que la vida no vale anda.
      El profesor de Botánica nos producía un terror completamente irracional, porque era muy buena persona. Sin embargo, no logró, en su exposición, conectar lo que estaba enseñando con la realidad. Prueba de esto es que nunca en mi vida he tomado algo entre las manos y dicho:
      —Esto es dicotiledóneo.
      Uno de los profesores de la secundaria que recuerdo con mayor precisión es la Coqueta. Daba clases de Historia Universal. Se sentaba en el borde del escritorio y apuntaba con una regla al alumno que había elegido por víctima.
      —Háblame de la Guerra de los Treinta Años —el otro empezaba a tartamudear.
      Falso. Sigue... Falso. Sigue... Falso. Tienes cero. Siguiente.
      Cuando se enfadaba decía: “¡Ay, qué fastidio!”.
      A pesar de que estudié su materia con gran cuidado y saqué diez al final del año, todo lo que recordaba de la Guerra de los Treinta Años al recibir la boleta es que había durado treinta años. En cambio, recordaba con gran claridad lo que el libro de texto decía sobre México, porque esto no lo vimos en clase, sino que lo leí en mis ratos de ocio. Hasta la fecha, treinta años después, todavía puedo repetirlo. Era un párrafo en letra pequeña que abarcaba desde la colonia hasta el Porfiriato. Decía así: “La mezcla de español e indígena, produjo en México una raza nueva que se ha distinguido por sus virtudes guerreras y por el aborrecimiento que le inspira todo lo europeo. En 1810 el Cura Miguel Hidalgo inició una guerra para expulsar a los españoles, intento que se vio coronado por el éxito en 1821...”, etcétera.
      Una de las materias que más nos interesaban en los años de secundaria y preparatoria era la química. Teníamos un libro gordo con dibujos y esquemas, que tenía textos como el siguiente: “Propiedades: es un líquido viscoso de olor repulsivo que puesto sobre la piel produce escoriaciones. Es muy venenoso. Manera de obtenerlo...”
      Las prácticas de laboratorio eran siempre un desastre. El maestro tenía una mesa de experimentos más elevada que las nuestras. Allí iba mezclando sustancias en una serie de probetas, hasta obtener en cada una de ellas un producto de un olor característico y sorprendente. A continuación, nosotros repetíamos las mismas operaciones que acababa de efectuar el maestro y al final obteníamos las mismas operaciones que acababa de efectuar el maestro y al final obteníamos en todas las probetas algo parecido al lodo.
      Otra materia notable era la Física. Al llegar al capítulo referente a la electricidad, el maestro cerró la boca, y se pasó seis meses dibujando en el pizarrón diagramas de aparatos embobinados cuyo uso nadie llegó a comprender. Nos conformábamos con copiar los diagramas en nuestros cuadernos. Mientras hacíamos esto, en la mente de cada uno de nosotros había la siguiente idea: “en este momento no entiendo lo que estoy haciendo, pero un día, con calma, me voy a sentar frente a este cuaderno y todo va a quedar clarísimo”. En mi caso, cuando menos, esto nunca llegó a ocurrir.
      Otras materias, como por ejemplo, las etimologías, que no tenían ningún interés y que evidentemente no tenían tampoco ni importancia ni aplicación práctica, se dificultaban porque el maestro que las enseñaba era un ogro.
      —Ustedes son unos masticadores de carroña —nos decía el profesor Baldas.
      Tenía el convencimiento de que había vivido heroicamente.
      —Tres veces me formaron cuadro. Tres veces he estado frente al pelotón de fusilamiento.
      Desgraciadamente no llegó a ser ejecutado y vivió para hacerme pasar setenta de las horas más soporíferas de mi vida. Nunca supimos cuál era la causa de que tres veces hubiera estado a punto de ser fusilado, ni tampoco llegamos a saber qué intervención inesperada o qué cambio de fortuna le salvó la vida tres veces. Estas dos materias hubieran sido más interesantes que la que él enseñaba.
      Otras horas detestables eran las que pasábamos con el Moscardón, que en paz descanse. No sé por qué nos detestaba tanto como nosotros a él. Llegaba siempre retrasado, a las tres y cuarto de la tarde, ponía el portafolios sobre la mesa, cruzaba las manos sobre él y bostezaba antes de decir:
      —Comen como boas o como náufragos y luego vienen a dormirse en clase.
      Logró lo increíble: hacer aburrida una clase de México Independiente.

Caminito de la Escuela (1990), recopilado por Juan Carlos Rangel.



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