Jorge
Ibargüengoitia
(Guanajuato, México, 1928
- Madrid, 1983)
Conversaciones con Bloomsbury
—¿Quién era Bloomsbury? —preguntó
la pintora a un señor que según las malas lenguas es agente de la CIA—.
¿Qué hacía Bloomsbury en México? ¿Es cierto que era agente de la
CIA?
—¿Por qué me pregunta usted eso?
—Porque usted es agente de la CIA
y debe estar enterado.
—Mire —dijo él con mucha calma—:
supongo que la CIA escoge a sus agentes entre personas que son lo
bastante discretas para ocultar que son agentes de la CIA. Es decir, que
si yo fuera agente de la CIA, nunca le diría a usted que lo era. Ahora
bien, como no lo soy, le diré a usted exactamente lo mismo: que no lo
soy. Si yo le dijera a usted que Bloomsbury era agente de la CIA o que
no lo era, estaría revelándome como agente de la CIA, lo cual estaría
en contra de la discreción que debe guardar un agente de la CIA. Por
otra parte, como no soy agente de la CIA, no sé si Bloomsbury era
agente de la CIA o si no lo era...
—¡Más claro que el agua! —me
dijo la pintora cuando nos separamos del presunto agente de la CIA—.
Bloomsbury era agente de la CIA.
—¿Por qué?
—Porque este hombre se vendió
cuando dijo que los agentes de la CIA son personas discretas. Todos
sabemos que son una sarta de imbéciles. Por otra parte, si éste es
agente de la CIA y Bloomsbury no lo fuera, éste hubiera dicho que sí
lo era, porque es lo que dice de Bloomsbury todo México. Pero son
compañeros y éste tiene que conservar el secreto del otro; por eso se
metió en el razonamiento ese de “si lo fuera pero como no soy...”
Esto fue hace un año. A Bloomsbury
lo conocí hace casi tres años y ya empezaba a ser sospechoso. Hace un
mes recibí carta suya que terminaba con “¡No soy agente de la CIA”,
frase que, como ya hemos visto, es típica de los agentes de la CIA.
Así que el problema es viejo y no ha sido resuelto. Pero como
elucubrando leo se llega a ninguna parte, voy a tratar de recordar mis
conversaciones con Bloomsbury y de describirlas, para que cada quien
saque sus conclusiones.
Una noche, en la primavera de 1963,
llegó Pepe Romanoff a mi casa, con la noticia de que Herminio Rendón,
el conocido teatrólogo y filatelista, quería presentarme a (mucha
atención) un editor inglés que había leído mis obras y estaba
ansioso de conocerme. Pasé por alto lo insólito de que alguien
quisiera conocerme y planeamos allí mismo una comida de rizzolto
con trufas y flan de postre.
Por mi mente pasó la imagen de una
especie de T. S. Eliot comiendo rizzotto en el comedor de mi
casa.
Sin embargo, las cosas salieron de
otro modo, porque Herminio Rendón tenía una comida muy importante el
día en cuestión y prefirió llegar con el editor inglés a eso
de las cinco de la tarde. Sustituí el rizzotto y el flan por
cien gramos de queso Roquefort y una latita de paté de foi gras
y compré un par de botellas. Sabía que la entrevista iba a ser un
fracaso.
A las cinco en punto de aquella
tarde se presentaron a mi puerta Herminio Rendón y el joven Cudurié,
vestidos a la inglesa y con sendas botellas de Bacardí en la mano,
Joan Telefunken, la joven escenógrafa, y Bloomsbury, que por cierto
no tenía nada de T. S. Eliot. Era demasiado joven para ser editor y
demasiado bien parecido para inspirar confianza; rubicundo, con ojos muy
claros, que miraban de frente una expresión bastante equívoca, que en
aquel momento me pareció que quería decir: “Go ahead, buby!”.
En vez del traje gris Oxford y del hongo que yo esperaba, llevaba una
chaqueta de gamuza bastante usada, una camisa chodrón, creo que
floreada, pantalones arrugados y zapatos de tennis. Llevaba una
pipa en la boca y libros en la mano.
Herminio, al hacer las
presentaciones, dijo:
—Quiero presentarte al señor ...
—no dijo el nombre—, a quien Joan y yo hemos iniciado en la
lectura de tus obras —por mi mente pasó la imagen de Herminio
Rendón y Joan Telefunken “iniciando” a aquel señor en la lectura
de mis obras—. Tiene mucho interés en conocerte.
—Encantado —dijo Bloomsbury
entre dientes, porque estaba mordiendo la pipa, y me estrechó la
mano. Acto seguido, Herminio, Joan Telefunken, el joven Cudurié y yo,
entramos en la cocina a preparar las copas. Bloomsbury se quedó en la
sala mirando los muebles.
—¿Quién es este tipo? —le
pregunté a Herminio.
—Un director de teatro.
—¿No que era editor?
Pero él no me contestó, porque en
esos momentos fue a saludar a mi tía que acababa de entrar.
Me acerqué a Joan Telefunken.
—¿Quién es este tipo?
—No tengo idea.
—¿Qué hace?
—Tampoco sé.
—¿Por qué andas con él,
entonces?
—Porque soy su secretaria. Lo
conocí porque él buscaba casa y yo tengo una agencia de bienes
raíces. Él me propuso que fuera su secretaria y yo acepté.
Fui a donde estaba Bloomsbury.
—¿Qué toma usted? — le
pregunté.
—No bebo —me contestó.
Me quedé helado. Y de veras, no
bebía. Ése era uno de sus peores defectos.
Nos sentamos en el jardín y tuvimos
una conversación grotesca. Herminio Rendón habló mal de dos o tres
personas que nadie conocía y mi madre y mi tía hablaron con Joan
Telefunken de “las Telefunken”, que eran tías abuelas de ésta
última y que habían sido amigas de las primeras, allá en tiempos de
don Porfirio. Le pregunté a Bloomsbury que cuáles eran las obras mías
que había leído y me dijo que ninguna.
Aquí intervino mi tía y habló de
la Rue de la Paix y del viaje a Europa que hizo la familia en 1907. El
joven Cudurié, afortunadamente, nunca abrió la boca.
Traté de aclarar aquella confusión
y no tardé en descubrir que Bloomsbury no era ni editor, ni director de
teatro, ni inglés, sino escritor y americano. ¿Que cómo lo descubrí?
Porque él me lo dijo. Tan campante. Como si nunca hubiera dicho otra
cosa. Por otra parte, daba la impresión de querer echarse atrás,
porque hizo dos non sequitur que me parecieron de lo más
elocuente. Cuando yo le dije:
—Yo creía que usted era inglés.
Él contestó:
—Bueno ... mi mujer es inglesa.
Y cuando mi madre le dijo:
—Me recuerda usted mucho a un
amigo nuestro, que es veneciano.
Él contestó:
—Mi hijo mayor nació en Venecia.
“Es un impostor”, dije para mis
adentros.
A todo esto llegó Pepe Romanoff,
que venía de una subasta, porque de eso vive: de hacer subastas.
Bloomsbury se interesó mucho en lo de las subastas y apuntó el lugar
y las fechas en que se hacían. Mientras él escribía en su libreta, yo
pensaba: “Si no tienes dinero para comprar zapatos, ¿vas a tenerlo
para andar en subastas?” Esto lo dije, no porque esté en contra de
los zapatos de tennis, sino precisamente por lo contrario: yo
uso alpargatas y no tengo dinero para andar en subastas.
—Necesito muebles —dijo
Bloomsbury—, porque los míos se quedaron en el Brasil.
“Que te crea tu madre”, pensé y
decidí no sacar ni el paté de foi gras, ni el queso Roquefort.
Para torpedear la reunión, guardé
ese silencio especial que en la boca del anfitrión quiere decir: “Ya
váyanse.”
Herminio Rendón entendió el pie y
lo tomó. Me dijo, como dueña de burdel de pueblo:
—Pues enséñale al señor tus
obras, que no las ha leído.
Subimos a mi cuarto Bloomsbury y yo.
Yo venía pensando: “¿Para qué querrá mis obras este impostor?
Pero, ¿qué pierdo con enseñársela ?” Mientras yo sacaba mis
manuscritos, Bloomsbury echó un vistazo a la habitación y me preguntó
en su excelente español:
—¿Conoces la revista Encounter?
Mientras yo le contestaba que sí,
sin alzar la vista, estaba pensando que la pregunta era idiota, porque
en mi cuarto hay un altero de Encounters.
—Yo soy corresponsal de Encounter
—me dijo.
No le creí. No le creí como no
había creído que tuviera dinero para ir a subastas, o que tuviera
muebles en el Brasil. Hablaba tan bien el español que empezaba a
dudar que fuera americano y estaba casi seguro de que no era escritor.
Tomó una hoja de papel y escribió: “Bloomsbury, calle Camelia nº 9.
San Ángel.” No le creí ni que así se llamara, ni que viviera en esa
dirección.
Antes de salir de mi cuarta, le
pregunté bastante estúpidamente, lo reconozco, si quería pasar al
baño. Pero se lo pregunté en francés. Pues resultó que él hablaba
mucho mejor el francés que yo y me contestó algo que evidentemente era
muy gracioso, porque él se reía a carcajadas, pero que yo no entendí.
Como no me atreví a decir que no entendía, tuve que quedarme riendo de
algo que no sabía si era un insulto o una “proposición indecorosa”,
que con mi risa estaba yo aceptando tácitamente. Esto me puso de un
humor negro.
Cuando se marcharon Herminio Rendón
y el joven Cudurié en un Mustang y Bloomsbury y Joan Telefunken en un
Citroën, Pepe Romanoff, que se quedó un rato más, me preguntó de
Bloomsbury:
—¿Estás pensando lo que yo estoy
pensando? —él estaba pensando lo que piensa de toda la gente: que es
homosexual...
—No sé —le dije.
Como yo había previsto, la
entrevista había sido un fracaso.
Dos o tres días después,
Bloomsbury me trajo un ejemplar de la revista Cuadernos en donde
había un artículo suyo. O mejor dicho, había un artículo
atríbuido a alguien que llevaba el mismo nombre que Bloomsbury había
apuntado donde escribió su dirección, es decir, Bloomsbury. Con esto
pretendía demostrar que era escritor.
Pero lo más importante del caso es
que entre las páginas de la revista había un talón de giro bancario,
que decía “Páguese a: N. Bloomsbury. Por orden del Congreso por la
Libertad de la Cultura. La cantidad de: Dos mil doscientos dólares.”
En vez de decir “éste es un
hombre honrado, puesto que le pagan tan bien”, me dije: “Esto es una
trampa. ¿Por qué había de dejar aquí el talón, fingiendo un olvido?
¿Para que yo sepa que está conectado con el tal Congreso?”
Por otra parte, debo confesar que
nunca había oído hablar del Congreso por la Libertad de la Cultura. El
talón tenía una dirección en París y, como todo lo que contiene la
palabra “libertad”, daba la impresión de que era un organismo
antialgo. ¿Sería un organismo capitalista para combatir la opresión
comunista, o un organismo comunista para combatir la opresión
capitalista?
Esto, por lo que respecta al talón.
Por lo que respecta a la revista Cuadernos, que nunca había
leído, tenía un aire decididamente anticomunista; pero al estudiarla
detenidamente, empecé a sospechar que se trataba de todo lo contrario;
es decir, de una revista de aspecto anticomunista, hecha por los
comunistas, para desprestigiar a los anticomunistas.
El artículo de Bloomsbury era sobre
Edmund Wilson. ¿Pero no fue Wilson de izquierdas? Y, sobre todo, ¿no
era Bloomsbury un impostor?
Al día siguiente vino Pepe Romanoff
a la casa. Venía demudado.
—Oye, ¿tu amigo será gente
honrada? Porque me cayó en la subasta y se llevó cosas por valor de
tres mil pesos. Me dijo que me pagaría la semana próxima, pero tú
sabes cómo son estas cosas, yo no puedo operar a crédito.
—Háblale a Herminio Rendón. Que
Bloomsbury te haga una letra de cambio, que te la avale Herminio y la
descuentas —le aconsejé a Pepe.
Su respuesta me dejó asombrado.
Herminio Rendón había visto a Bloomsbury por primera vez al
encontrarse en la puerta de mi casa. El contacto se había hecho por
medio de Joan Telefunken la que, como ya hemos visto, no sabía ni
quién era Bloomsbury, ni a qué se dedicaba, ni para qué quería tener
una secretaria.
Consolé a Pepe con la historia del
talón de los dos mil doscientos dólares y cuando se fue, decidí hacer
una investigación. Abrí la Guía Roji y localicé la calle
Camelia, que es paralela a Insurgentes. En tres zancadas me puse allí.
Era una calle bonita y silenciosa, con grandes árboles y grandes
casas.
“Estos extranjeros siempre
consiguen las mejores casas”, dije para mis adentros.
Me detuve ante la primera. Era el
número setecientos y tantos, así que para llegar al nueve había que
caminar hasta el final de la calle.
En el camino fui cambiando de
opinión, porque la calle se fue descomponiendo. Al llegar al número
trece, me detuve asombrado. No podía creer lo que veía; en la
siguiente cuadra no había más que una casa que en sus tiempos había
sido amarilla y estaba cayéndose. En el patio exterior había un Ford
36, desmantelado, dos perros flacos, unos niños jugando y dos mujeres
tendiendo ropa. Por mi mente pasaron varias escenas de la vida de
Bloomsbury “going native”.
“¡Esposa inglesa, my foot!”,
dije para mis adentros. Y en voz alta, a la más vieja de las dos
mujeres, creyendo que era la suegra del investigado:
—¿No vive aquí el señor
Bloomsbury?
—¿El señor qué?
Comprendí que nunca había oído el
nombre de su yerno.
—Es un americano, güero,
grandote, medio colorado, que tiene un coche también grandote y
colorado.
—No, señor, aquí no vive ningún
americano.
Cuando iba de regreso a mi casa,
pensé:
“Ya lo decía yo: es un impostor.”
Este fue el nadir de nuestra
relación, porque unos días después de mi investigación en la calle
Camelia, vino el sospechoso a mi casa y me llevó a la suya, que era
buena, grande y estaba desamueblada. Estaba en una calle que se llamaba
Camelias y no Camelia. Allí me presentó a su mujer que era realmente
inglesa, a sus cuatro hijos, que eran de carne y hueso, y me enseñó
una novela que estaba escribiendo. Decía que estaba becado por el
Congreso por la Libertad de la Cultura y que su misión consistía en
conocer intelectuales de por acá y ver la manera de ayudarlos.
—Yo pienso que lo único que se
puede hacer por ustedes es darles dinero.
Hicimos buena amistad.
Bloomsbury le había dado la vuelta
al mundo, o cuando menos, esa impresión me daba. Hablaba cinco idiomas
a la perfección, o cuando menos, eso creía él, y se conducía con la
seguridad propia de una mezcla de príncipe renacentista y de millonario
americano del siglo xx.
Como desgraciadamente no era ninguna de las dos cosas y como lo único
que teníamos en común era cierta imbecilidad para tratar con la
intelectualidad mexicana, nuestra amistad, que fue tan buena,
consistió, en la práctica, en una serie de fiascos. Porque fiasco fue,
que cuando estaba yo sentado a su mesa, encontrara un ajo en un lugar
en donde nunca había yo visto un ajo, que es el interior de una
alcachofa, y le diera un mordisco y milagro que no vomitara. Fiasco fue,
que cuando él necesitaba quién tradujera su novela al español, le
recomendara yo a Frank Klug, que no sabía español. Fiasco fue, que
cuando él me preguntó por un buen vino mexicano, le recomendara yo
uno cuya marca más vale callar, que le llevara una botella, que la
abriéramos, que probáramos el vino y que resultara extraordinariamente
agrio.
Bloomsbury era un lingüista
consumado y como tal, prefería quedarse en Babia que aceitar que no
comprendía el significado de una palabra. A veces, le preguntaba yo,
por ejemplo: “¿Sabes qué quiere decir pendejo?”, y él contestaba:
“Sí”; pero en la cara se le notaba de no había entendido. Esto me
divertía mucho. A esta peculiaridad de Bloomsbury se debió el desastre
de la traducción de su novela. Aunque todos le decíamos que la
traducción no servía, él insistió en que era excelente, hasta el
final, cuando hubo que echarla en la basura. Por otra parte, el que yo
no fuera un lingüista consumado, provocó otra serie de fiascos
menores, como, por ejemplo, el día que estuvimos hablando durante una
hora de la enfermedad de “one of the girls”. Yo entendí
que una de las hijas de Bloomsbury estaba enferma y que la familia de
una de las criadas le había cobrado tanto cariño a la niña que
habían venido a visitarla desde Texcoco y hasta se la querían
llevar, porque no estaban de acuerdo con el tratamiento que había
prescrito el médico.
-¡Pero es absurdo! -comenté.
Entonces se descubrió que la
enferma era una de las criadas y que sus familiares tenían derecho de
llevársela a donde les diera la gana.
Cuando les expliqué que yo había
entendido que “one of the ,girls” era una de sus bijas, la
mujer de Bloomsbury me dijo, ofendida:
-But we have only one daughter!
A lo que yo respondí:
-¿Y cómo voy a saber eso, si
nunca le he visto el sexo al niño más chiquito?
-You're drunk -dijo
Bloomsbury.
Me ofendí mucho, pero no dije
nada.
Pero estos fueron fiascos menores,
porque hubo otros verdaderamente gordos; como por ejemplo, el de la Revista
Mexicana de Literatura, que ocurrió de la siguiente manera: él me
había dicho que tenía mucho interés en esa publicación y yo, que era
redactor de ella y al fin, buen intelectual latinoamericano, fui a
contar que “había un americano muy importante que nos iba a dar
dinero para la Revista”. Para impresionarlo, hicimos una junta
monstruo, a la que asistieron todos los redactores, vivos o muertos y
una serie de personas que nunca tuvieron nada que ver con la Revista. Se
leyó el material que había, que eran dos cuentos de una literata de
cuarta categoría y tres o cuatro poemas horripilantes y todo fue
aprobado, sin que nadie pusiera un pero, ni dijera “esto hiede”.
Después de la sesión, nos fuimos al SEP de la calle de Sonora, a
tomar la copa y allí Bloomsbury les antipatizó mucho a todos, que se
quedaron pensando “este gringo ¿quién sabe qué querrá?” El caso
es que unos meses después él me mandó llamar y me dijo que el
Congreso por la Libertad de la Cultura iba a ayudar a la Revista por
medio de un anuncio de la Revista Cuadernos. Nos iban a pagar
seis meses adelantados, 1500 pesos. Yo entendí 1500 pesos mensuales y
él me decía 1500 pesos por los seis meses. El caso es que fui a la
Revista y les conté que nos iban a dar 9000 pesos. Estábamos en el
colmo de la euforia, porque eso resolvía todos los problemas
financieros de la Revista, habidos y por haber. Cuando se aclararon las
cosas, nos pareció que Cuadernos era indigna de ser anunciada
en una revista tan buena como la Mexicana de Literatura y así se
lo dijimos a Bloomsbury que se molestó mucho. Mientras tanto, nuestra
administradora había recibido de Cuadernos un anticipo de 500
pesos y los había gastado. Hasta la fecha no sé si los 500 pesos
fueron devueltos, si apareció el anuncio o si la Revista Mexicana
de Literatura le robó a Cuadernos 5oo pesos. Lo que sé es
que Bloomsbury no volvió a meter las narices en revistas mexicanas.
Este fiasco generó otro, que fue
peor, porque duró más tiempo y tuvimos qué padecerlo hasta que se
acabó. Se llama el Fiasco de Jalapa y sucedió de la siguiente manera:
la noche que fuimos al SEP de Sonora, se habló de que el grupo de
teatro de la Universidad de Jalapa iba a montar La Mandrágora y
como varios estábamos invitados al estreno y no nos convenía la fecha,
decidimos cambiar los boletos, asistir a la representación de la semana
siguiente y llevar a Bloomsbury para que conociera a los intelectuales
veracruzanos. Cuando estábamos sentados en aquella mesa, hablábamos de
un viaje de docena y media de personas; sin embargo, a Jalapa sólo
llegamos Bloomsbury, su mujer, Frank Klug y yo. ¿Por qué no fueron los
demás? Porque no tenían interés de ir a Jalapa, ni de ver La
Mandrágora, pero eso podían haberlo dicho antes. El fiasco
comenzó desde que a Blomsbury y a su mujer no les gustó el café que
tomamos en Puebla. De allí en adelante, las cosas fueron de mal en
peor. Bloomsbury se impacientó porque no pude encontrar rápidamente la
capilla del rosario, se enfureció porque el Citroën no cabía en el
estacionamiento del Hotel Salmones y se dio a todos los diablos cuando
los intelectuales que iban a estar allá desaparecieron, porque eran
rojillos y no querían tener nada que ver con un representante del
imperialismo yanqui.
Mientras comíamos unos camarones
de lata en el comedor del hotel, Bloomsbury no pudo más y explotó:
-¿Dónde están los intelectuales
que se suponía íbamos a conocer?
Lo miré maldiciéndolo en
silencio, porque tenía media hora de pasar vergüenzas por su culpa,
llamando por teléfono y diciendo: “Estoy en el hotel Salmones, con un
escritor americano, muy interesante, que quiere conocerte... etc.” Y
nones. Que nadie quería conocer americanos. Claro que no decían eso;
decían que tenían visitas.
Como los Bloomsburies no bebían,
se fueron a dormir la siesta; mientras, Frank Klug y yo fuimos a una
cantina y allí estuvimos hablando mal de los ausentes. Después, les
jugamos una mala pasada que soportaron con verdadero espíritu
deportivo. Consistió en hacerlos cenar tamales, sin tenedor ni plato,
en el interior oscuro de un Citroën. Esa fue mi venganza. Regresamos a
México reconciliados, pero después de pasar dos días infernales.
Otro fiasco fue cuando vino David
Rousset a escribir sobre la Reforma Agraria y sobre el PRI. Bloomsbury
hizo una cena a la que invitó a varios “informantes” para que
Rousset se enterara de cómo estaban las cosas. El caso es que al más
importante de los “informantes” le sucedió lo que me había
sucedido a mí: que anduvo buscando la casa de Bloomsbury en la calle de
Camelia, en vez de en la de Camelias. Dieron las ocho y media y
empezaron los telefonazos: “Que los señores ya salíeron desde hace
una hora”, aseguraba la críada del “informante”. Bloomsbury
echaba pestes: “¡Qué falta de educación ¡Esta gente no vuelve a mi
casa!” Cuando estuvo listo el soufflé, empezarnos a comerlo en la
sala. Cuando llegaron el “informante” y su mujer, nos encontraron
con la boca llena y los platos vacíos. Todos estaban enfurruñados; los
anfitriones se sentían culpables y los invitados, imbéciles. Así
pasamos al comedor y costó mucho trabajo establecer la conversación
y yo tuve que hacerla de straight man y preguntarle al “informante”
cosas tales como “¿en qué consiste el ejido?”
Bloomsbury era amigo de todas las
personas que salían a relucir en la conversación: Saul Bellow,
Robert Lowell, Roger Shattuck, Jorge Luis Borges, Jack Thompson, etc.
Está muy bien que los amigos estén bien relacionados, pero si lo
están, más les vale escribir cartitas diciendo “Querido Saúl: aquí
te mando un escritor mexicano muy interesante”. Si no hay carta, se
hacen sospechosos de no conocer a Saúl o de despreciar al interesado
por mexicano. Por otra parte, Bloomsbury estaba en buenas relaciones con
el Congreso por la Libertad de la Cultura, la Farfield Foundation, la
Rockefeller Foundation, etc., es decir, en condiciones propicias para
ser considerado Santa Clauss. Bloomsbury nunca dijo no serlo. Y sin
embargo, cuando fuimos con Rousset al Taquito, Rousset pagó la cena y
Bloomsbury me dijo:
-Paga tú a los mariachis y yo te
pagaré después, que no es bueno que los extranjeros anden pagando
mariachis, porque les cobran más.
Y yo pagué a los mariachis con
veinte pesos que saqué del bolsillo y que no he vuelto a ver.
Bloomsbury tenía modales heterodoxos. Se quitaba los zapatos y ponía
los pies, envueltos en unos calcetines arrugados, sobre la mesa de la
sala, pero pasaba al comedor y se portaba como Lord Fountleroy. Sin
embargo, una vez que estábamos de sobremesa y con señoras presentes,
me dijo:
-No te rasques los testículos.
Pero estos detalles, que pueden
esclarecer la personalidad de un individuo, son inútiles cuando se
trata de averiguar su misión.
¿Cuál era la misión de
Bloomsbury en México? ¿A qué vino?
Un día me dijo. “Fulano de Tal
anda contando que yo vine aquí a comprar intelectuales
latinoamericanos.” Yo fui a ver a Fulano de Tal y le dije: “¡Hombre,
no digas eso!” Pero ni Fulano de Tal ni yo averiguamos nunca si no
había que decir eso porque era mentira y Bloomsbury no había venido
a comprar intelectuales latinoamericanos, o si no había que decirlo,
precisamente porque la misión de Bloomsbury consistía en comprar
intelectuales latinoamericanos y había que hacerlo a la chita
callando. Alguien me dirá que no se sabe de nadie que fuera comprado y
pagado por Bloomsbury, pero esto admite dos expli:aciones: que
Bloomsbury no hubiera tenido intenciones de comprar intelectuales, o
bien, que habiéndolas tenido, no encontrara en México a ninguno digno
de ser comprado.
La obra maestra de Bloormsbury, en
materia de equívocos la hizo el día en que nos invitó a comer a un
grupo que comprendía, entre otras personas, a Emir Rodríguez Monegal,
Paco Giner, Joaquín Díez-Canedo, Max Aub, Carlos Fuentes, Jaime
García Terrés, Norman Podhoretz, Jason Epstein, etcétera.
Cuando estábamos tomando el
aperitivo, soltó la bomba:
-Los Estados Unidos van a invadir
Cuba en junio -dijo.
Todos nos quedamos súpitos.
¡Estábamos tomando el aperitivo en casa de un individuo que tenía
información de semejante iniquidad!
Ahora bien. Esto fue en 69. Es
decir, que la iniquidad, la invasión de Cuba, no se llevó a cabo. La
predicción de Bloormsbury fue falsa. Pero, ¿por qué !a hizo? ¿Porque
no sabía que no iba a haber invasión y estaba hablando nomás por
hablar? ¿O porque sabía que no iba a haber invasión y nos dijo eso
para que todos los allí presentes, al verlo equivocarse, creyéramos
que no estaba enterado y que, por consiguiente, no era agente de la CIA?
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