Jorge
Ibargüengoitia
(Guanajuato, México, 1928
- Madrid, 1983)
El episodio cinematográfico
El episodio cinematográfico
sucedió hace cuatro años. Yo estaba embargado y mi aventura con Angela
Darley había entrado en una etapa negra. Una noche me salí de su casa
olvidando, o mejor dicho, fingiendo olvidar, la cabeza etrusca que ella
me había regalado después de tantos ruegos de mi parte. Yo estaba
furioso porque ella había insistido en leer las líneas de la mano del
joven Arroyo y le había dicho lo mismo que me había dicho a mí tres
años antes:
—Resulta usted muy atractivo para
cierta clase de personas.
Esa noche la soñé, con bigotes y
oliendo a azufre. Le perdí el respeto.
Al día siguiente, hice una fiesta e
invité al joven Arroyo, que me relató sus aventuras con Angela Darley.
Afortunadamente no habían llegado a mayores. Al verme irremplazado,
me puse tan contento que bebí más de la cuenta y acabé a las seis de
la mañana, bailando en el Club Nereidas. Esta fue la obertura del
episodio cinematográfico.
Desperté a las seis de la tarde,
en estado desplorable, con la noticia de que Feliza Gross y Melisa
Trirreme querían hablar conmigo y estaban esperándome en la sala.
Bajé a saludar envuelto en un impermeable, porque desde los trece
años no he tenido nada que pueda llamarse bata. En la sala, tomé
asiento y me cubrí la boca con la mano, discretamente, para que la
fetidez de mi aliento no molestara a las visitantes.
Melisa, que era poetisa y
argumentista, quería hacerme una proposición, que me pareció
sensacional. Para empezar, me explicó las condiciones en que estaba
la Industria Cinematográfica. Esto era allá por 1958; los últimos
descubrimientos de los cazadores de talento consistían, entonces, en la
amante del Gerente del Banco de Auxilio Agropecuario, una hacienda
abandonada en el Estado de Morelos, un oso amaestrado y su compañero
inseparable, un niño oligofrénico y chimuelo, que era el único que
lo sabía dominar. Con estos elementos se había pensado hacer una
Superproducción Megatónica en Technicolor Anastigmático. Hacía falta
un buen argumento y para confeccionarlo se había pensado en formar un
equipo de primera, con ella, Melisa Trirreme, yo y Juan Cartesio, el
filósofo y ensayista. El dinero se nos entregaría en dos partes: una
al terminar el argumento y otra al terminar la adaptación. Urgía
ponerse en acción, porque el director, en un arrebato de celo
completamente injustificado, ya se había ido al Estado de Morelos a
buscar locaciones, a pesar de que no sabía de qué iba a tratar la
película. A mí me convenía tanta prisa, porque había decidido
comprar un blazer azul marino que había visto en el aparador de la Casa
Rionda.
Al día siguiente nos juntamos
Melisa, Juan Cartesio y yo. Cualquier observador inteligente hubiera
comprendido que aquello no iba a dar buenos resultados. Sin embargo,
nosotros no fuimos capaces de ver la trampa en que estábamos
metiéndonos.
Primero había que encontrar un
tema. Yo propuse la Vida de Sor Juana Inés de la Cruz, que bien podía
ser representada por la amante del Gerente del Banco de Auxilio
Agropecuario y que podía desarrollarse en una hacienda abandonada del
Estado de Morelos, pero tanto Cartesio como la Trirreme me objetaron,
ahora comprendo que con mucha razón, que si el personaje central iba
a ser Sor Juana Inés de la Cruz, íbamos a tener muchas dificultades
para asimilar en el argumento al oso amaestrado y al niño
oligofrénico. Sin embargo, aquella noche insistí tanto en defender mi
idea que ellos se impacientaron y acabaron por ignorar mis argumentos.
Al ser que no me hacían caso, me ofendí tanto, que me levanté de la
mesa (estábamos en casa de la Trirreme), entré en la cocina y me
hice un huevo frito.
La siguiente reunión fue todavía
más desagradable. Decidí no hablar, y provisto de unas hojas de papel
y un lápiz, me dediqué a hacer una serie cíe dibujos pornográficos.
Mientras dibujaba, los oía discutir si el tema había de ser de
gitanos, de peregrinos, de cirqueros, de charros, de psicoanalistas o
de asesinos. Por fin, se pusieron de acuerdo y fabricaron un
argumento, mientras yo seguía dibujando. Cuando me preguntaron mi
opinión, tenía la cabeza tan despejada que destruí en un cuarto de
hora lo que ellos habían confeccionado en tres. Esta vez, ellos fueron
los que se molestaron y se fueron a la cocina a hacer huevos fritos.
Durante la siguiente sesión
nocturna, me dormí. Y no sólo me dormí, sino que babeé sobre la mesa
de Melisa Trirreme. Cuando abrí los ojos, ella me miraba fijamente,
llena de odio. Supongo que en ese momento decidió jugarme la mala
pasada que me jugó dos días después. Me dijo que Arturo de Córdova
estaba interesado en actuar en una comedia; los elementos eran, Arturo
de Córdova, un paisaje alpino, un hotel de lujo y una mujer joven, que
todavía no se sabía si iba a ser Amadís de Gaula o Pituka de Foronda;
ahora bien, ellos dos estaban muy ocupados haciendo el argumento de Entre
el cielo y el río, así que, ¿porqué no me iba yo a mi casa a
hacer un argumento para Arturo de Córdova?
Me fui a mi casa y estuve dos meses
y medio haciendo argumentos para Arturo de Córdova. Ahora estoy
convencido de que esos argumentos están en la basura, pero, ¿quién
los puso allí? ¿Arturo de Córdova? ¿Pituka de Foronda? o ¿Melisa
Trirreme?
Cuando terminó la etapa de Arturo
de Córdova volví a las reuniones nocturnas. Las cosas habían
cambiado. Melisa tenía un conflicto sentimental que le exigía hacer
llamadas telefónicas de dos horas y media. Mientras ella telefoneaba,
Juan Cartesio y yo íbamos a la cocina a beber cubas libres y a platicar
de nuestras frustraciones.
—Hace dos años que no escribo
nada que sea mío —decía Juan.
La obra se había modificado varias
veces, porque, afortunadamente, el oso amaestrado había muerto y había
sido sustituido por un joven que cantaba; por consiguiente, la película
había pasado de cirqueros, a ser de charros. Por otra parte, el
productor había decidido que la heroína sufriera una poliomielitis
aguda, para que la última imagen de la película fuera la del cantante
empujándola en una silla de ruedas. Guando todo parecía resuelto, a
alguien se le ocurrió la maldita idea de que todo pasara en tiempos de
la Revolución, así que tuve que irme a mi casa otra vez a leer Ocho
mil kilómetros en campaña. Cuando terminé la lectura escribí una
escena inspirada en la Batalla de Santa Rosa, con federales,
revolucionarios y vías de ferrocarril, que me quedó muy bien. Pero
entonces, la amante del Gerente del Banco de Auxilio Agropecuario
descubrió que los sombreros de campana y los chemises le
sentaban estupendamente. Adiós Revolución, adiós federales, adiós
revolucionarios, adiós balazos. La película iba a tratar ahora de la
vida de un cantante gire, después de muchas privaciones llegaba a
triunfar en el Teatro Degollado. La hacienda abandonada del Estado (le
Morelos había caído en desgracia.
Hubo necesidad de hacer todo otra
vez, hasta aquella escena, en la que después de una larga secuencia a
base de intershots mostrando botas que hienden burós, puños
que hienden ventanas, rifles que hienden puertas, un carrancista hendía
a Beatriz, la hermana menor de la heroína. Esta reparación, tuvimos
que hacerla Juan Cartesio y yo, solos, porque Melisa, al ver que la cosa
se prolongaba ad nauseam, había decidido no dar golpe. Había
comprado uno de esos libros enormes, llamados Diarios, había apuntado
en él una infinidad de números y pasaba las noches haciendo sumas.
El cansancio, el descontento y la
miseria, empezaron a hacernos mella. Cartesio y yo pasábamos las
noches entre la máquina y el couch, uno dictaba y el otro
escribía. De vez en cuando, suspendíamos el trabajo e íbamos a la
cocina, pasando, al hacerlo, junto a Melisa, que seguía en la mesa del
comedor haciendo sumas. En la cocina, preparábamos cubas libres,
platicábamos un rato y veíamos, con horror, cómo nos iba creciendo la
barba.
Una noche, Cartesio cometió el
error de confesarme que pensaba escapar. ¿De qué? De la Trirreme, de
Entre el cielo y el río, de mí.
Decidí adelantármele.
Mi oportunidad vino dos noches
después. Melisa me dio un billete de quinientos pesos y me pidió, como
un, gran favor, que fuera a comprar un garrafón de Bacardí. Tomé el
billete, salí de la casa y no he vuelto a poner un pie en ella. Al día
siguiente fui a la Casa Rionda y compré el blazer.
Durante dos meses creí que Melisa
Trirreme iba a presentarse en mi casa a cobrarme los quinientos pesos,
pero supongo que prefirió castigarme con su silencio y no he vuelto a
verla.
Entre el cielo y el río
nunca llegó a filmarse. Los fondos con que iba a ser financiada fueron
retirados cuando el Gerente del Banco de Auxilio Agropecuario
descubrió que su amante le era infiel. Melisa es ahora Eminencia Gris
en la Secretaría de Catastro y Prevención, el joven cantante fue
atropellado por un tranvía en la Avenida Cuauhtémoc, Juan Cartesio
vive muy lejos, en un destierro voluntario y honorable. Sólo quedo
yo, que de vez en cuando hago argumentos para el cine.
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