Jorge
Ibargüengoitia
(Guanajuato, México, 1928
- Madrid, 1983)
La ley de Herodes
Sarita me sacó del fango, porque
antes de conocerla el porvenir de la Humanidad me tenía sin cuidado.
Ella me mostró el camino del espíritu, me hizo entender que todos
los hombres somos iguales, que el único ideal digno es la lucha de
clases y la victoria del proletariado; me hizo leer a Marx, a Engels y
a Carlos Fuentes, ¿y todo para qué? Para destruirme después con su
indiscreción.
No quiero discutir otra vez por qué
acepté una beca de la Fundación Katz para ir a estudiar en los Estados
Unidos. La acepté y ya. No me importa que los Estados Unidos sean un
país en donde existe la explotación del hombre por el hombre, ni
tampoco que la Fundación Katz sea el ardid de un capitalista (Katz)
para eludir impuestos. Solicité la beca, y cuando me la concedieron la
acepté; y es más, Sarita también la solicitó v también la aceptó.
¿Y qué?
Todo iba muy bien hasta que llegamos
al examen médico... No me atrevería a continuar si no fuera porque
quiero que se me haga justicia. Necesito justicia. La exijo. Así que
adelante...
La Fundación Katz sólo da becas a
personas fuertes como un caballo y el examen médico es muy riguroso.
No discutamos este punto. Ya sé que
este examen médico es otra de tantas argucias de que se vale el FBI
para investigar la vida privada de los mexicanos. Pero adelante. El
examen lo hace el doctor Philbrick, que es un yanqui que vive en las
Lomas (por supuesto), en una casa cerrada a piedra y cal y que cobra...
no importa cuánto cobra, porque lo pagó la Fundación. La enfermera,
que con seguridad traicionó la Causa, puesto que su acento y rasgos
faciales la delatan como evadida de la Europa Libre, nos dijo a Sarita y
a mí, que a tal hora tomáramos tantos más cuantos gramos de sulfato
de magnesia y que nos presentáramos a las nueve de la mañana
siguiente con las “muestras obtenidas” de nuestras dos funciones.?
¡Ah, qué humillación) ¡Recuerdo
aquella noche en mi casa, buscando entre los frascos vacíos dos
adecuados para guardar aquello! ¡Y luego, la noche en vela esperando el
momento oportuno! ¡Y cuando llegó, Dios mío, qué violencia! (Cuando
exclamo Dios mío en la frase anterior, lo hago usando de un recurso
literario muy lícito, que nada tiene que ver con mis creencias
personales.)?
Cuando estuvo guardada la primer
muestra, volví a la cama y dormí hasta las siete, hora en que me
levanté para recoger la segunda. Quiero hacer notar que la orina
propia en un frasco se contempla con incredulidad; es un líquido turbio
(por el sulfato de magnesia) de color amarillo, que al cerrar el
frasco se deposita en pequeñas gotas en las paredes de cristal.
Guardé ambos frascos en sucesivas bolsas de papel para evitar que
alguna mirada penetrante adivinara su contenido.?
Salí a la calle en la mañana
húmeda, y caminé sin atreverme a tomar un camión, apretando contra
mi corazón, como San Tarsicio Moderno, no la Sagrada Eucaristía, sino
mi propia mierda. (Esta metáfora que acabo de usar es un tropo al que
llegué arrastrado por mi elocuencia natural y es independiente de mi
concepto del hombre moderno.) Por la Reforma llegué hasta la fuente de
Diana, en donde esperé a Sarita más de la cuenta, pues habla tenido
cierta dificultad en obtener una de las nuestras. Llegó como yo, con el
rostro desencajado y su envoltorio contra el pecho. Nos miramos
fijamente, sin decirnos nada, conscientes como nunca de que nuestra
dignidad humana había sido pisoteada por las exigencias arbitrarias de
una organización típicamente capitalista. Por si fuera poco lo
anterior, cuando llegamos a nuestro destino, la mujer que había
traicionado la Causa nos condujo al laboratorio y allí desenvolvió los
frascos ¡delante de los dos! y les puso etiquetas. Luego, yo entré en
el despacho del doctor Philbrick y Sarita fue a la sala de espera.?
Desde el primer momento comprendí
que la intención del doctor Philbrick era humillarme. En primer
lugar, creyó, no sé por qué, que yo era ingeniero agrónomo y por
más que insistí en que me dedicaba a la sociología, siguió en su
equivocación; en segundo, me hizo una serie de preguntas que salen
sobrando ante un individuo como yo, robusto y saludable física v
mentalmente: ¿qué caso tiene preguntarme si he tenido neumonía,
paratifoidea o gonorrea? Y apuno mis respuestas, dizque minuciosamente,
en unas hojas que le había mandado la Fundación a propósito. Luego
vino lo peor. Se levantó con las hojas en la mano y me ordenó que lo
siguiera. Yo lo obedecí. Fuimos por un pasillo oscuro en uno de cuyos
lados había una serie de cubículos, y en cada uno de ellos, una mesa
clínica y algunos aparatos. Entramos en un cubículo: él corrió la
cortina y luego, volviéndose hacia mí, me ordenó despóticamente: “Desvístase.”
Yo obedecí, aunque ya mi corazón me avisaba que algo terrible iba a
suceder. Él me examinó el cráneo aplicándome un diapasón en los
diferentes huesos; me metió un foco por las orejas y miró para
adentro; me puso un reflector ante los ojos y observó cómo se
contraían mis pupilas y, apuntando siempre los resultados, me oyó el
corazón, me. hizo saltar doscientas veces y volvió a oírlo; me hizo
respirar pausadamente, luego, contener la respiración, luego, saltar
otra vez doscientas veces. Apuntaba siempre. Me ordenó que me acostara
en la cama y cuando obedecí, me golpeó despiadadamente el abdomen en
busca de hernias, que no encontró; luego, tomó las partes más nobles
de mi cuerpo y a jalones las extendió como si fueran un pergamino, para
mirarlas como si quisiera leer el plano del tesoro. Apuntó, otra vez.
Fue a un armario y tomando algodón de un rollo empezó a envolverse con
él dos dedos. Yo lo miraba con mucha desconfianza.?
—Hínquese sobre la mesa —me
dijo.?
Esta vez no obedecí, sino que me
quedé mirando aquellos dos dedos envueltos en algodón. Entonces, me
explicó:?
—Tengo que ver si tiene usted
úlceras en el recto.?
El horror paralizó mis músculos.
El doctor Philbrick me enseñó las hojas de la Fundación que decían
efectivamente “úlceras en el recto”; luego, sacó del armario un
objeto de hule adecuado para el caso, e introdujo en él los dedos
envueltos en algodón. Comprendí que había llegado el momento de tomar
una decisión: o perder la beca, o aquello. Me snbí a la mesa y me
hinqué.?
—Apoye los codos sobre la mesa.?
Apoyé los codos sobre la mesa, me
tapé las orejas, cerré los ojos y apreté las mandíbulas. El doctor
Philbrick se cercioró de que yo no tenía úlceras en el recto.
Después, tiró a la basura lo que cubriera sus dedos y salió del
cubículo, diciendo: “Vístase.”?
Me vestí y salí tambaleándome. En
el pasillo me encontré a Sarita ataviada con una especie de mandil,
que al verme (supongo que yo estaba muy mal) me preguntó qué me
pasaba.?
—Me metieron el dedo. Dos dedos.?
—¿Por dónde??
—¿Por dónde crees, tonta??
Fue una torpeza confesar semejante
cosa. Fue la causa de mi desprestigio. Llegado el momento de las
úlceras en el recto, Sarita amenazó al doctor Philbrick con llamar a
la policía si intentaba revisarle tal parte; el doctor, con la falta de
determinación propia de los burgueses, la dejó pasar como sana, y
ella, haciendo a un lado las reglas más elementales del compañerismo,
salió de allí y fue a contarle a todo el mundo que yo me había
doblegado ante el imperialismo yanqui.
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