Jorge
Ibargüengoitia
(Guanajuato, México, 1928
- Madrid, 1983)
Insultos Modernos
Relexiones sobre un arte en decadencia
El director de la segunda escuela
en que estuve, que era salvadoreño y ya viejo, tenía tres insultos
predilectos: “patán”, “vulgarón” y “eres más papista que el
Papa”. Todos los que pasamos por su escuela estábamos de acuerdo en
que no había espectáculo más divertido que ver a don Alberto
amoratado, balbuceando entre espumarajos:
—¡Patán! ¡Vulgarón! ¡Eres
más papista que el Papa!
En consecuencia gran parte de las
acciones del alumnado estaban dirigidas a conseguir este fin.
Este es un ejemplo de lo que es un
insulto mal hecho y de las consecuencias que tiene imitarlo: el que
insulta y falla está perdido, más le valiera no haber insultado.
Si analizamos los tres insultos de
don Alberto nos damos cuenta de que los dos primeros son palabras
sonoras que deberían tener cierta eficacia. Son deleznables porque se
usan poco en México y porque se refieren a características del
individuo que no son intrínsecas: se puede ser inteligentísimo y
portarse como un patán. Están dentro de la misma categoría que “groserote”
o “ignorante”. Son insultos suicidas.
El ser alguien más papista que el
Papa es ineficaz porque resulta críptico en un país en el que nadie le
ha puesto peros a la autoridad papal y porque, además, no es posible
hacer un insulto con tantas pes.
Sobre los insultos más usados cabe
decir lo siguiente: son nacionales, automáticos e independientes del
verdadero sentido de la frase.
Tomemos por ejemplo los tres grandes
insultos mexicanos, palabrotas que no se pueden escribir en estas
páginas. Uno de ellos es la definición de rasgos bastante vagos en el
carácter de la madre del insultado, que según el caso pueden coincidir
o no con la realidad. Esta última alternativa carece de importancia,
porque el insulto, una vez proferido, produce irremediablemente
descargas de adrenalina en el insultado.
El segundo insulto es todavía más
extraño: es una orden de ir a ejecutar ciertos actos. Orden que a
nadie, en sus cinco sentidos, se le ocurriría obedecer. Sin embargo,
aparece un individuo sin ninguna autoridad, nos da la orden y en vez de
entrar en el alegato de “¿Quién es usted para darme órdenes?”,
sacamos el fierro, si lo traemos, y le damos un tajo.
El tercer insulto, que sin ser tan
grave es más doloroso, se refiere a las características mentales del
sujeto al que va dirigido el insulto, cuya eficacia estriba en que —a
unos más y a otros menos, a unos esporádica y a otros
sistemáticamente—, a todos nos falla el coco.
Los insultos tradicionales,
considerados en su función de motores de la relación entre insultante
e insultado, tienen defectos muy graves, uno es que carecen de
elasticidad y conducen al diálogo por caminos muy trillados que
terminan siempre en un impasse.
No hay nada más aburrido que oír a
dos personas insultarse siguiendo el orden acostumbrado, para acabar
diciendo:
—¿Qué?
—¿Pos qué qué?
—Lo que quieras, buey.
Al llegar a ese punto nefasto, los
contendientes llegan a las manos o empiezan a decir “deténganme,
porque lo mato”.
Otro defecto, probablemente el más
grave, de los insultos tradicionales consiste en que no hacen muella en
la reputación del insultado. Es decir, nadie va a creer que un señor
es lo que le dijeron. La reputación del insultado depende de su
reacción al insulto, no de la veracidad del mismo.
Tampoco le dan autoridad al
insultante. Nunca he oído decir:
—Fulano le dijo (aquí entra una
bastante gorda) a Zutano. Sus razones tendría.
Insultos que no tienen nada que ver
con la realidad, que son automáticos, que conducen a un impasse, que no
hacen mella y que no dan autoridad, deben ser desechados y sustituidos
por nuevos insultos -de los que trataré en fecha próxima- que aunque
resulten más laboriosos sean más eficaces. (15-v-70.)
Publicado
en Instrucciones para vivir en México, compilado por Guillermo
Sheridan. México: Editorial Joaquín Mortiz, 1990.
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