Jorge
Ibargüengoitia
(Guanajuato, México, 1928
- Madrid, 1983)
Malos Hábitos
Levantarse temprano
El viernes pasado encontré en Revista
de Revistas un artículo escrito por mi buen amigo Loubet que es una
especie de oda a los que se levantan temprano. Además de bien escrito
está bien ilustrado. Allí aparecen los panaderos, los lecheros, los
barrenderos, los que van a hacer ejercicio en Chapultepec, los niños
que piden aventón para llegar a clase de siete, etcétera.
Esta lectura, unida a la
circunstancia de que hoy tuve que levantarme a las cinco de la mañana,
me han hecho recapacitar y llegar a la conclusión de que francamente,
levantarse temprano no sólo es muy desagradable, sino completamente
idiota.
Ahora comprendo que los últimos
veinte anos los he pasado en un mundo dado a la molicie.
—Paso por ti cuando reviente el
alba. Es decir, a las nueve y media de la mañana —dicen mis amigos.
Pues sí, un mundo dado a la molicie
del que no pienso salir.
Los efectos de madrugar son de
muchas índoles, pero todos ellos corrosivos de la personalidad. Hay
quien se levanta temprano a fuerzas, se para frente al espejo a bostezar
y a arreglarse el cabello y la cara con el objeto de dar la impresión
de que se lavó. Este intento generalmente es patético. Si alcanza
lugar sentado en el camión que lo lleva al trabajo se duerme sobre el
hombro del vecino, desayuna en la esquina del lugar donde trabaja unos
tamales, o bien dos huevos crudos metidos en jugo de naranja -que es una
mezcla que produce cáncer en el intestino delgado- pasa la mañana
sintiéndose infeliz, trabajando un poquito y quitándose las lagañas;
se va de bruces en el camión de regreso, a las seis de la tarde.
Los que se levantan temprano a
fuerzas constituyen un grupo social de descontentos, en donde se
gestarían revoluciones si sus miembros no tuvieran la tendencia a
quedarse dormidos con cualquier pretexto y en cualquier postura. En vez
de revolucionar, gruñen y dicen que el destino les hizo trampa.
Los que madrugan por gusto son
peores.
—Yo siento que la cama
materialmente me avienta a las cinco de la mañana.
—Mal veo despuntar el sol, brinco
de la cama, abro la ventana y pregunto “¿solecito, solecito, qué
quieres de mí hoy?”
—Cuando me estoy rasurando oigo el
canto del primer jilguero, después, un regaderazo con agua helada, me
seco con una toalla especial de ixtle para que me abra el poro, y por
último mi té de boldo. Quedo como nuevo.
Esta clase de gente tiene la
costumbre de salir a la calle de noche y caminar con paso vivaz por el
centro del asfalto —le temen a la banqueta, porque creen que hay gente
agazapada en los zaguanes, lista para asaltarlos; no se dan cuenta de
que los asaltantes están dormidos a esa hora— dejan a su paso una
estela de agua de Colonia o talco desodorante que queda flotando en el
ambiente hasta que pasa el primer autobús. Van a misa de cinco, a la
Adoración Nocturna, a hacer ejercicio, a pasear un perro desmañanado,
o, peor todavía, a despertar al velador del edificio para que les abra
el despacho.
Son por lo general, gente de dinero
y creen que la fortuna que tienen se las concedió Dios nomás por el
gusto que le da verlos levantarse temprano. Aconsejan esta práctica
saludable a todo el que encuentran -en realidad no tienen otro tema de
conversación, inventarían refranes si pudieran, como no pueden,
repiten el consabido de “al que madruga, Dios le ayuda”, que es una
afirmación que carece de fundamento histórico.
Esta clase de personajes también
tiene la tendencia a obligar niños a que les piquen la panza con el
dedo.
—Mira niño, es como de fierro.
Aprende: estoy así porque me levanto temprano. Tengo sesenta años y
mírame.
Llegan a los sesenta como jóvenes,
dando brinquitos y mueren de sesenta y uno, víctimas de una trombosis
cuádruple.
Los que inventaron que es bueno
levantarse temprano son los que determinaron que los turnos de trabajo
cambien rayando el sol, que los fusilamientos de lleven a cabo al
amanecer, que se reparta la leche al alba, que no se permita la entrada
de carga después de las siete de la mañana, etcétera. En resumen son
los únicos responsables de que la ciudad empiece a funcionar a una hora
de la que nada bueno puede esperarse. (18-vii-72)
Publicado
en Instrucciones para vivir en México, compilado por Guillermo
Sheridan. México: Editorial Joaquín Mortiz, 1990.
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