Jorge
Ibargüengoitia
(Guanajuato, México, 1928
- Madrid, 1983)
La mujer que no
Debo ser disctreto. No quiero
comprometerla. La llamaré.. . En el cajón de mi escritorio tengo
todavía una foto suya. junto con las de otras gentes y un pañuelo
sucio de maquillaje que le quité no sé a quién. o mejor dicho sí
sé, pero no quiero decir, en uno de los momentos cumbres de mi vida
pasional. La foto de que hablo es extraordinariamente buena para ser de
pasaporte. Ella está mirando al frente con sus grandes ojos
almendrados, el pelo restirado hacia atrás, dejando a descubierto dos
orejas enormes, tan cercanas al cráneo en su parte superior, que me
hacen pensar que cuando era niña debió traerlas sujetas con tela
adhesiva para que no se le hicieran de papalote; los pómulos salientes,
la nariz pequeña con las fosas muy abiertas, y abajo... su boca
maravillosa, grande y carnuda. En un tiempo la contemplación de esta
foto me producía una ternura muy especial, que iba convirtiéndose en
un calor interior y que terminaba en los movimientos de la carne propios
del caso. La llamaré Aurora. No, Aurora no. Estela, tampoco. La
llamaré ella.
Esto sucedió hace tiempo. Era yo
más joven y más bello. Iba por las calles de Madero en los días
cercanos a la Navidad, con mis pantalones de dril recién lavados y
trescientos pesos en la bolsa. Era un mediodía brillante y
esplendoroso. Ella salió de entre la multitud y me puso una mano en el
antebrazo. “Jorge”, me dijo. Ah, che la vita é bella! Nos
conocemos desde que nos orinábamos en la cama (cada uno por su lado,
claro está), pero si nos habíamos visto una docena de veces era
mucho. Le puse una mano en la garganta y la besé. Entonces descubrí
que a tres metros de distancia, su mamá nos observaba. Me dirigí hacia
la mamá, le puse una mano en la garganta y la besé también. Después
de eso, nos fuimos los tres muy contentos a tomar café en Sanborns. En
la mesa, puse mi mano sobre la suya y la apreté hasta que noté que se
le torcían las piernas; su mamá me recordó que su hija era decente,
casada y. con hijos, que yo había tenido mi oportunidad trece años
antes y que no la había aprovechado. Esta aclaración moderó mis
impulsos primarios y no intenté nada más por el momento. Salimos de
Sanborns y fuimos caminando por la alameda, entre las estatuas
pornográficas, hasta su coche, que estaba estacionado muy lejos. Fue
ella, entonces, quien me tomó de la mano y con el dedo de enmedio, me
rascó la palma, hasta que tuve que meter mi otra mano en la bolsa, en
un intento desesperado de aplacar mis pasiones. Por fin llegamos al
coche, y mientras ella se subía, comprendí que trece años antes no
sólo había perdido sus piernas, su boca maravillosa y sus nalgas tan
saludables y bien desarrolladas, sino tres o cuatro millones de muy
buenos pesos. Fuimos a dejar a su mamá que iba a comer no importa
dónde. Seguimos en el coche, ella y yo solos y yo le dije lo que
pensaba de ella y ella me dijo lo que pensaba de mí. Me acerqué un
poco a ella y ella me advirtió que estaba sudorosa, porque tenía un
oficio que la hacía sudar. “No importante, no importa.” Le dije
olfateándola. Y no importaba. Entonces, le jalé el cabello, le mordí
el pescuezo y le apreté la panza... hasta que chocamos en la esquina de
Tamaulipas y Sonora.
Después del accidente, fuimos al
SEP de Tamaulipas a tomar ginebra con quina y nos dijimos primores. La
separación fue dura, pero necesaria, porque ella tenía que comer con
su suegra. “¿Te veré?” “Nunca más.” “Adiós, entonces.”
“Adiós.” Ella desapareció en Insurgentes, en su poderoso
automóvil y yo me fui a la cantina el Pilón, en donde estuve tomando
mezcal de San Luis Potosí y cerveza, y discutiendo sobre la divinidad
de Cristo con unos amigos, hasta las siete y media, hora en que vomité.
Después me fui a Bellas Artes en un taxi de a peso.
Entré en el foyer tambaleante y con
la mirada torva. Lo primero que distinguí, dentro de aquel mar de
personas insignificantes, como Venus saliendo de la concha... fue a
ella. Se me acercó sonriendo apenas, y me dijo: “Búscame mañana, a
tal hora, en tal parte”; y desapareció.
¡Oh, dulce concupiscencia de la
carne! Refugio de los pecadores, consuelo de los afligidos, alivio de
los enfermos mentales, diversión de los pobres, esparcimiento de los
intelectuales, lujo de los ancianos. ¡Gracias, Señor, por habernos
concedido el uso de estos artefactos, que hacen más que palatable la
estancia en este Valle de Lágrimas en que nos has colocado!
Al día siguiente acudí a la cita
con puntualidad. Entré en el recinto y la encontré ejerciendo el
oficio que la hacía sudar copiosamente. Me miró satisfecha, orgullosa
de su pericia y un poco desafiante, y también como diciendo: “Esto es
para ti.” Estuve absorto durante media hora, admirando cada una de las
partes de su cuerpo y comprendiendo por primera vez la esencia del arte
a que se dedicaba. Cuando hubo terminado, se preparó para salir,
mirándome en silencio; luego me tomó del brazo de una manera muy
elocuente, bajamos una escalera y cuando estuvimos en la calle, nos
encontramos frente a frente con su chingada madre.
Fuimos de compras con la vieja y
luego a tomar café a Sanborns otra vez. Durante dos horas estuve
conteniendo algo que nunca sabré si fue un sollozo o un alarido. Lo
peor fue que cuando nos quedamos solos ella y yo, empezó con la
cantaleta estúpida de: “¡Gracias, Dios mío, por haberme librado del
asqueroso pecado de adulterio que estaba a punto de cometer!” Ensayé
mis recursos más desesperados, que consisten en una serie de manotazos,
empujones e intentos de homicidio por asfixia, que con algunas mujeres
tienen mucho éxito, pero todo fue inútil; me bajó del coche a la
altura de Félix Cuevas.
Supongo que se habrá conmovido
cuando me vio parado en la banqueta, porque abrió su bolsa y me dio el
retrato famoso y me dijo que si algún día se decidía (a cometer el
pecado), me pondría un telegrama.
Y esto es que un mes después
recibí, no un telegrama, sino un correograma que decía: “Querido
Jorge: búscame en el Konditori, el día tantos a tal hora (p. m.)
Firmado: Guess who? (advierto al lector no avezado en el idioma
inglés que esas palabras significan “adivina quién”). Fui
corriendo al escritorio, saqué la foto y la contemplé pensando en que
se acercaba al fin la hora de ver saciados mis más bajos instintos.
Pedí prestado un departamento y
también dinero; me vestí con cierto descuido pero con ropa que me
quedaba bien, caminé por la calle de Génova durante el atardecer y
llegué al Konditori con un cuarto de hora de anticipación. Busqué una
mesa discreta, porque no tenía caso que la vieran conmigo un centenar
de personas, y cuando encontré una me senté mirando hacia la calle;
pedí un café, encendí un cigarro y esperé. Inmediatamente
empezaron a llegar gentes conocidas, a quienes saludaba con tanta
frialdad que no se atrevían a acercárseme.
Pasaba el tiempo.
Caminando por la calle de Génova
pasó la joven N., quien en otra época fuera el Amor de mi Vida, y
desapareció. Yo le di gracias a Dios.
Me puse a pensar en cómo vendría
vestida y luego se me ocurrió que en tíos horas más iba a tenerla
entre mis brazos, desvestida...
La joven N. volvió a pasar,
caminando por la calle de Génova, y desapareció. Esta vez tuve que
ponerme una mano sobre la cara, porque la joven N. venía mirando hacia
el Konditori.
Era la hora en punto. Yo estaba
bastante nervioso, pero dispuesto a esperar ocho días si era necesario,
con tal de tenerla a ella, tan tersa, toda para mí.
Y entonces, que se abre la puerta
del Konditori, entra la joven N., que fuera el Amor de mi Vida, cruza el
restorán y se sienta enfrente de mí, sonriendo y preguntándome: “Did
you guess right?”
Solté la carcajada. Estuve
riéndome hasta que la joven N. se puso incómoda; luego, me repuse,
platicamos un rato apaciblemente y por fin, la acompañé a donde la
esperaban unas amigas para ir al cine.
Ella, con su marido y sus hijos, se
habían ido a vivir a otra parte de la República.
Una vez, por su negocio, tuve que ir
precisamente a esa ciudad; cuando acabé lo que tenía que hacer el
primer día, busqué en el directorio el número del teléfono de ella y
la llamé. Le dio mucho gusto oír mi voz y me invitó a cenar. La
puerta tenía aldabón y se abría por medio de un cordel. Cuando entré
en el vestíbulo, la vi a ella, al final de una escalera, vestida con
unos pantalones verdes muy entallados, en donde guardaba lo mejor de su
personalidad. Mientras yo subía la escalera, nos mirábamos y ella me
sonreía sin decir nada. Cuando llegué a su lado, abrió los brazos, me
los puso alrededor del cuello y me besó. Luego, me tomó de la mano y
mientras yo la miraba estúpidamente, me condujo a través de un patio,
hasta la sala de la casa y allí, en un couch, nos dimos entre
doscientos y trescientos besos... Hasta que llegaron sus hijos del
parque. Después, fuimos a darles de comer a los conejos.
Uno de los niños, que tenía
complejo de Edipo, me escupía cada vez que me acercaba a ella, gritando
todo el tiempo: “¡Es mía!” Y luego, con una impudicia
verdaderamente irritante, le abrió la camisa y metió ambas manos para
jugar con los pechos de su mamá, que me miraba muy divertida. Al cabo
de un rato de martirio, los niños se acostaron y ella y yo nos fuimos a
la cocina, para preparar la cena. Cuando ella abrió el refrigerador,
empecé mi segunda ofensiva, muy prometedora, por cierto, cuando
llegó el marido. Ale dio un ron Batey y me llevó a la sala en donde
estuvimos platicando no sé qué tonterías. Por fin estuvo la cena. Nos
sentamos los tres a la mesa, cenamos y cuando tomábamos el café, sonó
el teléfono. El marido fue a contestar y mientras tanto, ella empezó
a recoger los platos, y mientras tanto, también, yo le tomé a ella
la mano y se la besé en la palma, logrando, con este acto tan sencillo,
un efecto mucho mayor del que había previsto: ella salió del comedor
tambaleándose, con un altero de platos sucios. Entonces regresó el
marido poniéndose el sacro y me explicó que el telefonazo era de la
terminal de camiones, para decirle que acababan de recibir un revólver
Smith & Wesson calibre 38 que le mandaba su hermano de México, con
no recuerdo qué objeto; el caso es que tenía que ir a recoger el
revólver en ese momento; yo estaba en mi casa: allí estaba el ron
Batey, allí, el tocadiscos, allí, su mujer. Él regresaría en un
cuarto de hora. Exeunt severaly: él vase a la calle; yo, voyme a
la cocina y mientras él encendía el motor de su automóvil, yo
perseguía a su mujer. Cuando la arrinconé, me dijo: “Espérate” y
me llevó a la sala. Sirvió dos vasos de ron, les puso un trozo de
hielo a cada uno, fue al tocadiscos, lo encendió, tomó el disco
llamado Le Sacre du Sauvage, lo puso y mientras empezaba la
música brindarnos: habían pasado cuatro minutos. Luego, empezó a
bailar, ella sola. “Es para ti”, me dijo. Yo la miraba. mientras
calculaba en qué parte del trayecto estaría el marido, llevando su
mortífera Smith & Wesson calibre 38. Y ella bailó y bailó. Bailó
las obras completas de Chet Baker, porque pasaron tres cuartos de hora
sin que el marido regresara, ni ella se cansara, ni yo me atreviera a
hacer nada. A los tres cuartos de hora decidí que el marido, con o sin
Smith & Wesson, no me asustaba riada. Me levanté de mi asiento, me
acerqué a ella que seguía bailando como poseída y, con una fuerza
completamente desacostumbrada en mí, la levanté en vilo y la arrojé
sobre el couch. Eso le encantó. Me lancé sobre ella como un
tigre y mientras nos besarnos apasionadamente, busqué el cierre cíe
sus pantalones verdes y cuando lo encontré, tiré de él... y
¡mierda!, ¡que no se abre! Y no se abrió nunca. Estuvimos forcejando,
primero yo, después ella y por fin los dos, y antes regresó el marido
que nosotros pudiéramos abrir el cierre. Estábamos jadeantes y
sudorosos, pero vestidos y no tuvimos que dar ninguna explicación.
Hubiera podido, quizá, tegresar al
día siguiente a terminar lo empezado, o al siguiente del siguiente o
cualquiera de los mil y tantos que han pasado desde entonces. Pero, por
una razón u otra nunca lo hice. No he vuelto a verla. Ahora, sólo me
queda la foto que tengo en el cajón de rni escritorio, y el pensamiento
de que las mujeres que no he tenido (como ocurre a todos los grandes
seductores de la historia), son más numerosas que las arenas del mar.
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