(Guanajuato, México, 1928
- Madrid, 1983)
Escenas en pánico
Regreso
a Babilonia
“Es bueno”, nos dice don
Plácido de la Torre en su historia del inolvidable Violador de Celaya,
“ir al teatro frívolo de vez en cuando”. Yo fui al Lírico el día
de San Juan.[1] Compré el último boleto que
había en venta; era de la última fila del anfiteatro y me costó ocho
pesos. La sala estaba atestada del público de costumbre, la consabida
“pela” con sus chamarras de dos colores preguntándoles a los
vendedores: “¿A cómo son las tortas?”. “A dos cincuenta”. “Entonces
no quiero”. Junto a mí se sentaron tres jovencitas recién bañadas y
adelante tres muchachos con las caras llenas de barros. La función
había comenzado desde hacía un rato, y encontré a medias un sketch
que pasó sin pena ni gloria debido a la confusión reinante entre los
espectadores, pues había gentes que se sentaron en donde no les
correspondía, y las acomodadoras allí son muy exigentes; otros estaban
en el pasillo y estorbaban a los de atrás, que les gritaban: “La
carne de burro no es transparente” y otros witticisms. Cuando
acabó el sketch, anunciaron por el magnavoz al que supongo que
será Rudy Frury, que apareció metido en algo que representaba ser un
aparato de televisión, cantando con la verdadera voz del gran Elvis. La
siguiente canción fue con la de Bill no sé cuántos, y tuvo tanto
éxito que pasó por las voces de toda la constelación. Entiéndase que
no se trata de un imitador, sino de un señor que pone discos y hace
como que canta.
Luego anunciaron a María Duval, “la
estrella del cine mexicano”, como si eso fuera garantía. Se abrió el
telón y aparecieron las tiples; las mismas de siempre, un poco más
gordas y más blancas, ahora con un vestuario que parece que lo diseñó
Sor Adoración del Divino Verbo. Bailaron igual de mal que toda la vida,
los mismos pasos, y con la misma mala gana. María Duval, que por
artificio o naturaleza es una mujer apetitosa, muy cariñosa con el
público, nos cantó dos o tres cancioncitas que le pidieron. Después
vino un sketch de Pompín, muy malo; escrito, si es que alguien
lo escribió, por un oligofrénico; pero actuado con tanta impudicia que
nos entusiasmamos y se me ocurrió entonces que este teatro tiene
esperanzas, cuando apareció Carlos Magallón a matarlas. Dijo así: “Señoras
y señores, se me ha encargado entretenerlos un rato mientras montan el
siguiente número. Voy a tener el gusto de recitar para ustedes una
poesía argentina”. Rechifla general. Y empieza el poema, narrativo:
un viejo cuenta a varios hombres de un crimen que ocurrió en la
estancia del Cedrón. Flash back. Llega un joven hermoso montado
en un caballo hermoso a trabajar en la estancia. Se enamora de la
hermosa hija del capataz. Se casa con ella. Dios bendice su unión con
un hijo tan hermoso como una flor. Pasa el tiempo. Las cosas cambian.
Aparece el demonio de los celos. El joven dice a la joven que va a dejar
un ganado lejos. Se despiden. El parte. Regresa a las tres de la
mañana. Encuentra a su mujer en brazos de otro. Los mata antes de que
puedan quejarse siquiera. Los entierra al pie del cedrón. La gente hace
conjeturas equivocadas y deciden que los amantes huyeron. Fin de la
narración del viejo. Se levanta uno de los oyentes y dice: “Hizo bien
el que mató a la mujer infiel, quisiera conocerlo para besar su mano”.
El viejo extiende la suya: “Pues besa ésta porque fui yo”. “Padre
mío —dice el otro—, déme un abrazo, pero perdone a mi madre”.
(Como si eso le sirviera de algo a la pobre.) No me acuerdo si la
perdona o no, el caso es que el poema termina con los dos cretinos
abrazados. Aplauso ensordecedor y delirante para Carlos Magallón, que
después nos contó varias anécdotas de su vida, inventadas hace mucho
y por otra persona. Luego apareció María Duval a cantar españoladas
para terminar la primera parte del programa.
Durante el intermedio, los jóvenes
que estaban adelante de mí les ofrecieron a las jóvenes que estaban a
mi lado, primero el Ovaciones, y después una pastillas de piña.
Una de ellas dijo: “Bueno, pero si me hace efecto, le doy de
coscorrones”. Y todas tomaron y empezaron a platicar con los
muchachos. “¿No quiere pasarse para acá adelante, para que vea
mejor?”. “No, porque su amigo tiene una carita de...”. El aludido
preguntó: “¿Qué pasa, no le gusta mi fleco?”. Etcétera.
Palillo, que ahora es un
gordinflón, hizo lo mismo de siempre; sale acompañado del Bigotón
Castro, que como todos se imaginarán es candidato a diputado. Dijo lo
mismo de siempre, y el horror es que sigue siendo exacto. Y terminó con
su chiste clásico: “A mí, el Departamento del Distrito me... ¡ay,
caray!, allí viene uno que tiene una jeta de inspector de drenajes”.
Y luego, por fin, la Sonora
Matancera, y las Mulatas de Fuego, que son mi ideal de la belleza
femenina, y luego Celia Cruz, que si no fuera por las Mulatas de Fuego
sería mi ideal de belleza femenina, y para terminar, Toña la Negra,
que si no fuera por las Mulatas de Fuego y por Celia Cruz, sería mi
ideal de belleza femenina...
Libro
de oro del teatro mexicano o la vida apasionada
de don Marcelino Menéndez y Pelayo
A
raíz de las recientes declaraciones de Carlos Solórzano en Ovaciones
de no me acuerdo qué fecha y de mi airada respuesta a las mismas, he
ocupado mis ratos de ocio en una serie de meditaciones que podrían
agruparse bajo el shakesperiano título de: Are we, Mexican
Playwrights, Missing the Chaberpot?
Estas meditaciones, como las de toda
persona adiestrada en la labor jesuítica, tienen como esquema
primordial una pregunta íntima y su contestación, como por ejemplo:
1. Si yo no fuera Jorge
Ibargüengoitia, ¿leería las obras de Jorge Ibargüengoitia?
Respuesta: definitivamente no.
Leería las de Mickey Spilane, el tratado de floricultura de la señora
Mondragón, las obras completas del Marqués de Santa Cruz, y quizá
hasta el diccionario de la Real Academia, pero no mis obras.
¿Por qué?
a) Porque están... 1) inéditas; 2)
editadas en libros carísimos junto con otras nueve que no me interesan;
3) publicadas en revistas agotadas, desaparecidas o no catalogadas.
b) Prefiero otras lecturas.
2. ¿Para qué las escribí?
Respuesta: francamente no sé. [Debo
confesar que a esta pregunta he dado diferentes respuestas conforme
pasan los años y en mi rostro se van marcando las huellas de todos los
vicios. En una época, de esto hace muchos años, contestaba (emulando a
mis mayores) que escribía porque tenía necesidad de expresarme, y que
para mí el teatro fue siempre el único medio de comunicación posible;
lo cual es una de las grandes mentiras en la historia de la literatura,
pues desde que tengo cinco años conozco varios medios de comunicación
mucho más eficaces que el teatro. De cualquier manera, si escogí el
teatro como medio de comunicación debí tener más cuidado con lo que
decía, porque ahora encuentro que lo comunicado es a la técnica de
comunicarlo tan desproporcionado, como gastar 10,000 millones en
alfabetizar al pueblo mexicano para que pueda leer a la Doctora
Corazón. Después adopté otra actitud piú coraggiosa: dije que
escribía porque me daba la gana. Este paso de la necesidad de
expresión al “porque me da la gana” corresponde, en la vida íntima
del autor, al paso de las inhibiciones sexuales a la frustración
absoluta. Pues bien, ahora digo que no sé por qué escribí catorce
comedias. Aparentemente esta perplejidad la comparten muchas personas,
como lo demuestra la frecuencia con que son estrenadas mis obras.]
3. Si escribí las comedias, ¿por
qué no hago lo posible por que sean llevadas a escena?
Respuesta: Porque cada vez que voy
al teatro, le doy gracias a Dios de que no sea mía la obra que están
montando. [Comentario: esta actitud proviene indiscutiblemente de un
trauma (probablemente múltiple). En mi juventud escribí una obra
llamada Susana y los jóvenes; esta obra fue elegida por la
Unión Nacional de Autores para ser representada en la temporada de la
misma. [2] En aquella época, La Epoca de
Oro de la Unión, había una temporada formal en la Sala Chopin, en
donde se representaban obras de Basurto, de Solana y de no recuerdo qué
otras celebridades, y otra temporada, no sé si de autores noveles o
vergonzantes, en el Teatro Ródano. Usigli iba a dirigir Susana y los
jóvenes. El día de la lectura, yo me senté en el piso atrás de
un sofá, de donde me fueron a sacar para colocarme en un lugar de honor
junto a Usigli. Usigli leyó la obra, porque yo estaba aterrado.
Asistieron Fernando Mendoza, Maricruz Olivier, María Teresa Rivas, Tony
Carvajal, Tara Parra, Miguel Córcega y Héctor Gómez, y también
Argentina Usigli. Argentina, haciendo gala de un compañerismo que nunca
agradeceré lo bastante, se rio cada vez que fue necesario; los demás
permanecieron observándome como las Pirámides. Cuando terminó la
lectura, Fernando Mendoza tuvo la amabilidad de hacerme algunas
indicaciones acerca de los cambios que él consideraba necesarios para
que la obra no fuera tan mala; María Teresa Rivas opinó que el
personaje femenino era oligofrénico, porque ella, a la edad de Susana,
ya había tenido no sé qué experiencias; pero lo peor vino cuando
Usigli me presentó a Maricruz Olivier... Esto es que tres meses antes
de estos sucesos, estando en una fiesta con un vaso de cristal cortado
lleno de cuba libre en una mano, me cayó una pesada trampa de madera en
esa mano, de tal manera que el vaso de cristal cortado me hizo pedazos
una arteria y salió un chorro de sangre con el que bañé a todos los
invitados; me llevaron a la Cruz Roja, me cosieron, regresé a los tres
días, me quitaron las puntadas, y como suele suceder en esos casos, me
dejaron una; la herida, en vez de cicatrizar, desarrollaba una
purulencia infecta, que tenía yo que extirpar de vez en cuando y bañar
con agua oxigenada. Pues esto es que, precisamente la noche de la
lectura, esta purulencia había alcanzado un grado de madurez
extraordinario, y en el momento en que la eximia Maricruz estrechó mi
poderosa diestra, explotó y salió en forma de un chisguete que fue a
dar precisamente en el ojo de la actriz. Ella no dijo nada, pero no
volvió a poner un pie en el teatro. Después vino una época de
decepciones: Usigli se fue a Dublín, la temporada de la Chopin se vino
abajo, se acabó el dinero de la Unión, bajaron los sueldos, cambiaron
los actores, una obra de Villaurrutia entró a salvar la situación (con
el único resultado de que el déficit aumentó), etcétera. El caso es
que en vez de estrenar en julio, estrenamos en octubre. Pero en fin, si
estas fueran las últimas molestias que me iba a causar la Susana,
las daría de barato. Dos años después de estos sucesos, una
compañía de jóvenes incautos montó la obra y me invitó a un coctel
después del estreno; yo, incauto también, fui con mis amigos. ¡Dios
mío, qué amargura! El padre de la joven (que por cierto era muy fea)
que hacía la Susana, entró en escena exabrupto con la mejor intención
de llevarse a su hija, que estaba “prostituyéndose en las tablas”.
Luego, en 1959, me invitaron a Culiacán a presenciar el estreno de la
misma obra. Yo no hubiera aceptado la invitación de no haber estado tan
mal de dinero; pero cuando recibí los pasajes de avión, compré mi
boleto en camión y me guardé como trescientos pesos. En Culiacán me
instalaron en un hotel elegantísimo. El día del estreno, me puse mi
mejor ropa, me fui caminando y llegué derritiéndome al teatro. Me
sentaron entre el rector de la Universidad y el jefe de la Zona Militar,
y luego salí a dar las gracias como si saliera de una ducha. De ahora
en adelante, el que quisiera poner la Susana, que la ponga, pero
por favor que no me invite.
4. ¿Qué consejos daría yo a los
jóvenes dramaturgos?
Respuesta: a) Nunca ir al teatro. b)
Nunca ir al cine. c) Nunca encender el radio, ni la TV. d) No poner un
pie en la provincia. e) Quemar el Bernal Díaz. f) No tener trato con
actores, directores, ni productores. g) Hacer un matrimonio ventajoso.
h) Hablar poco. i) Escribir menos. j) Renunciar a toda ambición de
llegar a ser Secretario de Educación Pública, embajador de México en
Guatemala o gerente de la CEIMSA. k) Nunca discutir con la Elite.
¿Qué
es el teatro?[3]
No
tengo la más remota idea (me contestó mi erudito entrevistado cuando
le hice la pregunta que sirve de título al presente artículo, y
prosiguió:) y conste que a resolver esa cuestión he dedicado los
treinta más floridos años de mi vida.
“Theatre is abridgment”
—me dijo Winston Churchill, “el teatro es resumen”—. No vaya
usted a pensar que me refiero al conocido estadista inglés. No son ni
siquiera parientes. Este es el famoso autor dramático que actualmente
cumple una condena en la penitenciaría de Oklahoma. Antes de caer en
desgracia, adaptó al teatro las obras completas de Thomas Wolfe, de
Virginia Woolf y Peter and the Wolf. Su máxima es: “En vez de
leer una novela de novecientas páginas, vea usted un espectáculo de
dos horas y media”. Actualmente está trabajando en una comedia
musical basada en la Historia de los papas de Ranke. Este no es
más que uno de tantos conceptos contradictorios. Verá usted:
En términos generales puedo
distinguir cuatro corrientes de pensamiento: la de los que creen que el
teatro es creación, la de los que creen que es diversión, la de los
que creen que es reconstrucción, y la de los que creen que es
imitación. Todos están equivocados, como demostraré a su debido
tiempo.
El primer grupo de nuestra
clasificación, la de los creadores, no es un grupo propiamente
dicho, sino muchos, formados respectivamente por un creador y sus
discípulos. Estos grupos se odian entre sí francamente, o en secreto,
pero se odian. La principal labor de cada creador consiste en convencer
a sus discípulos de que ellos son creadores también. Excuso decirle
que es una labor ardua e ingrata; ardua, porque es difícil convencer a
alguien que no ha dado golpe de que sí lo ha dado, e ingrata, porque
una vez convencido el sujeto, se lanza al mundo a formar otro grupo que
odiará al primero. Los frutos de esta escuela, o concepción, son
abundantes, y algunos de ellos interesantísimos. Se me viene a la
mente, como ejemplo, la famosa mise en scène que Beck hizo de
Hamlet, con un enano en el papel principal, un negro en el de Ofelia,
dos bicicletas parlantes en los de Guildernstern y Rosenkranz, y una boa
constrictor en el de Gertrude. Una obra que pertenece al mismo género
es la famosa de Roland Zenobius llamada Mac Becomes a Pot, en la
que el personaje central es una cafetera, nadie sabe por qué.
Salta a la vista que el gran defecto
de este concepto del teatro es que encierra en sí mismo una
contradicción: un creador es el que saca algo de la nada, es decir, es
un dios, ergo un dictador. Los autores creadores (casi todos los
autores se creen creadores y algunos lo son) estarán incómodos si
acotaciones tales como suspira o sale por la derecha no son respetadas
rigurosamente. Un director creador exigirá al autor que escribió una
pieza histórica que la convierta en una fábula de La Fontaine. Un
escenógrafo creador leerá la acotación “el decorado representa una
sala Luis XVI”, y se lanzará a construir el interior de una
locomotora, etcétera.
Las personas que piensan que el
teatro es creación también suelen pensar que es experiencia mística,
una religión, una trasmutación, o bien un asesinato; pues bien, a su
vez las que piensan que el teatro es diversión lo consideran una
industria.
Como usted sabrá, el problema vital
de toda industria es el mercado. ¿Cómo se domina un mercado?
Conociendo las necesidades del consumidor. ¿Si compra usted un
Volkswagen, qué pretende obtener? Economía. ¿Y qué, si compra usted
un Rolls-Royce? Elegancia. Es natural, entonces, que la empresa
fabricante de los Volkswagen está tan atenta en producir el coche más
económico, como la del Rolls en producir el más elegante. Pásese
usted veinte años montando comedias vagamente graciosas y tenuemente
románticas, y tendrá usted un público de treinta o cuarenta mil
espectadores que con sólo ver su nombre pagarán los doce pesos para
ver lo que usted presenta; deles un día un plato fuerte, digamos El
despertar de la primavera, y no los volverá a ver en su vida; es
como embotellar permanganato en envase de Coca-Cola. Recuerde esta
máxima: “El industrial debe tener en la frente, a la vista de todo el
mundo, un letrero que especifique claramente lo que ofrece”. ¿Quiere
usted reir? Hágalo con Nadia..[4]
¿Quiere usted llorar? Hágalo con Libertad Lamarque. ¿Quiere usted
sentirse conmovido por el buen corazón y mejor trasero de una
prostituta? ¿Quiere usted horrorizarse de la hipocresía de ciertos
ricos? ¿Quiere usted saber cuál fue la última aberración que se le
ocurrió a Tennessee Williams? ¿Quiere usted saber quién asesinó a la
Dama del Alba?, etcétera.
Una industria debe estar
económicamente sana. Supongamos que Manolo Fábregas quiere montar La
maestra milagrosa. ¿Cuántas gentes responden al estímulo “Manolo
Fábregas”? Digamos un número A. ¿Cuántas gentes vieron Locura
de amor?, B. ¿Cuánto cuesta traer a Aurora Bautista?, C.
Si A + B - C es mayor que A, la cosa
es factible.
Si A + B - C es menor que A, no es.
El grave defecto de este concepto
del teatro consiste en que produce un organismo subordinado al más
imbécil de todos los elementos del fenómeno dramático: el público.
¿Me mira usted con incredulidad? Vea usted las gráficas y los
electroencefalogramas: son de lo más elocuentes.
(Don Horacio Recto me mostró las
gráficas y los electroencefalogramas y comprendí que tenía razón:
sólo las acomodadoras son más tontas que el público.)
Los reconstructores se apoyan
no en un concepto, sino más bien en una equivocación, que consiste en
suponer que cada obra dramática tiene una sola interpretación
correcta... la suya. Es una equivocación, porque la obra ideal existe,
en todo caso, sólo en el cerebro del autor: en el momento en que éste
la escribe, está produciendo una multitud, que son las interpretaciones
que hará del texto cada uno de los lectores, de acuerdo con su raza,
condición, sexo, clase social, etcétera. ¿Ha visto usted la Comedie
Francaise? Son grandes reconstructores —los reconstructores creen
a pie juntillas en la Historia del Arte, en la Historia del Teatro, en
la Historia Universal, en la Enciclopedia Espasa Calpe, en la Real
Academia de la Lengua y en el Directorio Telefónico.
Los imitadores creen que la
vida no es un sueño, sino que es vida y que está llena de
significados; creen que vale la pena de ser copiada y que repitiendo la
copia noche tras noche llegarán a producir en los espectadores la
impresión de que están vivos, lo cual —como usted puede ver
fácilmente— es, en la mayoría de los casos, una equivocación
lamentable. Los espectadores, en general, no están vivos, sino sólo
funcionando, que son dos cosas muy diferentes.
(En ese momento, don Horacio Recto
se comió un ostión envenenado y dejó de funcionar. Así terminó, de
una manera trágica, la entrevista.).
¿Experimenta
y verás[5]
—¿Tienes alguna nueva obra entre las manos?
—Pienso en un Orestes argentino.
—¡Terrible drama! El de la venganza.
(Naty González Freire y Osvaldo Dragún
en La Gaceta de Cuba, núm. 14)
Quiero
advertir que el presente artículo es un comentario, no solicitado y
extemporáneo, de lo que se dijo en La Gaceta de Cuba, núm. 14.
Aparte de que nadie me pidió mi opinión y que, en todo caso, debí
darla antes, debo reconocer también que la causa indirecta de todo
esto, el premio en sí, la lana, como se dice vulgarmente, está más
gastada que el tesoro de Moctezuma. Hechas estas aclaraciones,
procederé a examinar el corpus delicti..[6]
En
primer lugar, en la primera página y en letras de un centímetro de
alto, que son bastante grandes, dice que me llamo jorge garcía
ibargüengoitia. Ahora bien, cuando tenía ocho años, me sucedió que
el primer día de clases, el maestro, al pasar lista, se equivocó al
leer mi nombre y me dijo ibazgonguitia y por no aclarar las cosas, me
pasé el año entero llamándome Ibazgonguitia. Bastante horrible es
llamarse Ibargüengoitia, para que todavía le digan a uno Ibazgonguitia
y bastante largo es el nombre para que le agreguen García. Me imagino
que esta equivocación tiene su origen en que colaboro en una revista en
la que también lo hacen Jaime García Terrés, Juan García Ponce,
Jomí García Ascot, Emilio García Riera, Gabriel García Márquez,
Gastón García Cantú, Socorro García, Erich García From, y José
Emilio García Pacheco, pero de una vez por todas, quiero aclarar que yo
no me llamo García.
En segundo lugar, dice allí: opinan
los jurados. Riné Leal lo hace en el capítulo de teatro. Aquí, a
propósito de nombres, quiero disculparme con este señor públicamente:
la primera vez que vi su nombre, creí que uno de los jurados que
habían premiado mi obra era una actriz exótica egresada del Copacabana
School of Drama, hasta que me enteré, por Carballido, y debo
confesar que con cierto desencanto, que la persona en cuestión era uno
de los críticos cubanos más importantes. Perdón.
Siguiendo la tradición de todos los
jurados de todos los concursos de teatro, el señor Riné Leal se queja
amargamente de esta función. Dice así: “lo que sucede es que cada
concurso tiene la importancia de sus jueces y que siempre el premio
recaerá (en el peor de los casos) en la menos mala de las obras
presentadas, salvo esas rarae aves que suelen complacer a todo el
mundo... menos a los derrotados”.
¿Y en el mejor de los casos, en
cuál recae? ¿O el mejor de los casos es cuando hay una de esas “rarae
aves”?
No sucedió así en el Cuarto
Concurso. No hubo rara avis. Vuelvo a citar: “El atentado
le debe tanto, por lo menos en su aspecto formal, a Brecht como a la
historia reciente de México”.
Protesto. Esto me deja a la altura
de una máquina computadora con tres orificios: por uno entra la
Historia de México, por otro las Obras completas de Bertolt
Brecht y por el tercero sale El atentado. Esta clase de
afirmaciones, muy usadas por los críticos de todo el mundo, no pueden
partir más que de uno de dos conceptos: a) la obra de que se habla es
un plagio, o cuando menos no es original, o b) una obra se explica por
sus antecedentes y sus fuentes; es decir, Shakespeare es igual a Marlowe
más Hollingshed; Ionesco es igual a Molière más la Madre Cabrini;
Chejov es igual a Stanislavsky más Boeuf Strogonoff; etcétera. Pero
sigamos con las opiniones del señor Riné Leal.
“El valor fundamental de la obra
no radica, por supuesto, en la interpretación histórica (el teatro no
me ha parecido nunca una cátedra para explicar historia, sino un espejo
donde la historia se distorsiona en función de la sensibilidad del
artista)”.
¿Y las cátedras de historia qué
son? ¿No son “un espejo” (valga la metáfora) en donde la historia
se distorsiona en función de la sensibilidad del maestro? ¿Y los
libros de historia no son acaso un espejo donde... del autor? ¿Y las
actas, no son un espejo donde... del actuario? Etcétera.
“El valor fundamental de la
obra...”, dice, pues, el señor Leal, no radica en tal, sino en “la
utilización de pantallas y proyecciones cinematográficas”. Y agrega
un poco más adelante: “La excesiva utilización de las proyecciones
convierte El atentado en una especie de script o un texto
a medias”. En buenas palabras, “el valor fundamental de la obra son
las proyecciones, lástima que haya tantas”.
Otra virtud de mi obra es: “esa
dosis de humor negro y un tanto macabro que los mexicanos utilizan
sabiamente”. Pero más adelante, dice allí: “Pero la obra es
fluida, amable y posee variados elementos de divertimento y
gracia, como quien relata un trozo de la historia pasada en medio de
chistes familiares”.
Chistes familiares... ¿negros? ¿Es
fluida por ser un script a medias? ¿Es amable por lo macabra?
De la obra de Dragún, el mismo
jurado opina: “El propio texto... fue ganando en ritmo y poesía y
culminaba en el detalle simbólico de una gran flor que se abría en
escena, mientras entraba una luz misteriosa y se escuchaba una música
que era como un canto final, todo lo cual me hizo pensar en los finales
de Strindberg de El ensueño y La sonata de los espectros.
Por lo menos, Milagro en el mercado viejo poseía muy notables
antecedentes (incluido el propio Dragún), pero lo importante en la obra
era la superación que el autor había realizado con su propio material
y cómo sus Historias para ser contadas se habían convertido en
una sensible histeria de juego dramático y fantasía teatral”.
Todo esto, con mi humor negro y un
tanto macabro, yo lo veo como decir de una mujer que no sólo es de
buena familia, sino que además es histérica.
Por otra parte, por la descripción
anterior, lo que al señor Leal le recordó a Strindberg a mí me
recuerda algo que queda entre Wagner y el Radio City Music Hall.
En tercer lugar está mi currículum
vitae: todo lo que dice allí es verdad, desgraciadamente: a tal
grado, que si me lo hubieran ofrecido en venta, lo pago a precio de
chantaje. Dice, entre otras cosas: “nació en Guanajuato... Estudió
hasta cuarto año de Ingeniería... Se matriculó en la Facultad de
Filosofía y Letras graduándose de Maestro en Letras con
especialización en Arte Dramático... Fue becado durante dos años del
Centro Mexicano de Escritores y recibió también una beca
Rockefeller... Se dedica al periodismo. Es soltero y vive con muy poco
dinero”. Esta es la historia de mis vergüenzas más completa de que
yo tenga noticia. ¿Por qué no dicen además que soy alcohólico, que
padezco halitosis y estoy quedándome calvo?
En cuarto lugar, la entrevista que
Naty González Freire le hizo a Osvaldo Dragún:
“¿Y eso de compartir el premio, a
qué sabe?”. “Muy bien [dice Dragún]. Me parece muy buen precedente
el premio compartido”.
A mí no. Me parece mucho mejor
precedente a que lo hubieran premiado a él solo, pero mucho peor a que
me hubieran premiado a mí solo. ¿Por qué se premiaron dos obras
cuando el concurso estipulaba un solo premio? Por una de tres razones:
1. Las dos eran tan buenas que ambas
merecían el premio.
2. Eran tan malas que entre las dos
no hacían una.
3. Cada uno de los jurados dijo: “Esta
mula es mi macho y de aquí nadie me baja”.
Si las dos eran tan buenas que cada
una merecía mil dólares ¿por qué no consiguieron otros mil dólares
para darle a cada quien su merecido?
Si, como hacen suponer los
comentarios del señor Riné Leal, les pareció que entre las dos no
hacían una, ¿por qué no declararon desierto el concurso?
Si los jurados no pudieron ponerse
de acuerdo, está muy bien. Pero de eso a que sean un “buen precedente”,
hay un buen paso.
Pero volvamos a La Gaceta:
Naty pregunta:
“¿Conoces a Ibargüengoitia?”.
“Sí [contesta Dragún]. Me gusta mucho. Muy buen autor. Leí de él Susana
y los jóvenes”.
Ha llegado el momento de confesar
algo. Yo vi las Historias para ser contadas. Les dediqué una de
las crónicas más sangrientas que he escrito. Empezaba: “ ‘Eureka’,
exclamaría don Benito Coquet... etcétera”. ¿Por qué? Porque
Osvaldo Dragún no me parece un buen autor. Si me lo pareciera, no
escribiría como Ibargüengoitia, sino como Osvaldo Dragún. Pero
estamos entrando en antecedentes y fuentes. Digo, escribiría al estilo
de Dragún.
Notas
[1]
El Teatro Lírico presentó “Espectáculo de variedades”, encabezado
por Palillo.
[2] Susana y los jóvenes se estrenó en septiembre de 1954, bajo
la dirección de Luis G. Basurto.
[3] N. del A. Entrevista al doctor Horacio Recto, celebrada en la
ostionería La Perla de Veracruz.
[4] Nadia Haro Oliva.
[5] N. del A. Este título está tomado de la Ninfa errante
y, como se verá, nada tiene que ver con el presente artículo.
[6] Los comentarios se refieren al resultado del Premio Teatro Casa de
las Américas, en su versión 1963, que declaró un empate en el primer
lugar entre Jorge Ibargüengoitia, por El atentado, y Osvaldo
Dragún, por Milagro en el mercado viejo.
Artículos
publicados en la Revista de la UNAM, a principios de los años
sesenta.
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