Jorge Ibargüengoitia
(Guanajuato, México, 1928 - Madrid, 1983)


Resuelve este caso

      En las últimas semanas tres personas me han reclamado por no haber escrito un artículo sobre Agatha Christie con pretexto de su defunción. A las tres les contesté lo mismo: que los libros de esta señora me parecen ilegibles, porque los que leí o traté de leer me han producido una de dos experiencias: descubro quién es el asesino en la página 40, por una razón intuitiva que nada tiene que ver con su culpabilidad —por ejemplo, creo que si un señor tiene como única característica el hábito de darle cuerda a todos los relojes de la casa, todos los días, tiene que ser el criminal—, o bien me pasa lo contrario, termino la novela sin dar pie con bola y no puedo entender la explicación que Poirot da al final.
      Pero esta actitud mundana y despectiva es, en segundo análisis, falsa. Creo que lo que realmente me pasa con Agatha Christie, y con cualquier novela policiaca de deducción, es que para resolver misterios soy caso perdido.
      Cuando hago el examen de mi vida pasada me pasa lo contrario que a Poirot: veo en la penumbra del pasado un bosque de casos sin resolver.
      No que yo haya encontrado cadáveres al entrar en el comedor, ni zapatos en la orilla del estanque, ni recibido cartas firmadas con una gotita de sangre. Los casos que yo he tratado de resolver son de otra índole. Si se quiere son misterios pequeños, pero no por eso menos punzantes. Sobre todo, no por eso más fáciles de resolver.
      Uno de los más insolubles es: ¿quién se llevó el cascanueces?
      En mi casa había dos cascanueces idénticos, que estuvieron en poder de mi familia cuando menos setenta años. Son antiguos, pero no mucho —mi madre los clasificaría como vejestorios—, no están bien diseñados —su forma evoca instrumentos de tortura de la Edad Media—, ni son de metal precioso —son pesados con una capa descascarada de plata.
      Este es el corpus delicti. Los sospechosos somos los diez que comimos en mi casa un domingo de agosto de 1967. Entre la fruta había higos y nueces y desde esa fecha en mi casa no hay más que un cascanueces.
      Muchas veces he regresado mentalmente a esta escena y siempre me estremezco ante su complejidad. De los diez que estábamos allí sentados ninguno tiene antecedentes penales, ni dinero mal habido, ni se sabe de alguno que padezca una enfermedad que consista en obnubilarse ante el destello metálico. Todos, estoy seguro, tienen cascanueces en sus respectivas casas. A ninguno, también estoy seguro, pudo haberle parecido que un cascanueces idéntico al que tengo ahora en la mano estaba dotado de belleza irresistible. Y sin embargo, ya nomás hay un cascanueces.
      Otra posibilidad inquietante es que el cascanueces se haya ido a la basura, junto con las cáscaras de las nueces y los pellejos de los higos. ¿Quién se atrevería a deshacer esta alternativa?
      Otro misterio insoluble de los que me rodean está representado por un tenedor de diferente diseño a los demás que hay en la casa. Apareció en el cajón de los cubiertos en 1950. Si mal no recuerdo este tenedor fue propiedad de la familia Herrasti. El culpable de este delito soy yo. Eso está claro, lo misterioso son las circunstancias que me llevaron a cometerlo.
      Hay otro misterio que creo que está resuelto. Voy a explicarlo porque considero que su solución representa un triunfo no de la lógica, sino de la deducción parabólica.
      Voy a empezar por el final. Hace unos meses tuvimos un grupo relativamente numeroso de gente a cenar. Cuando los invitados se fueron, mi mujer descubrió enredado en las púas de su cepillo un cabello muy largo y rubio platino. Un rato más tarde notó que el frasco donde se mezcla la mostaza inglesa había desaparecido. En un instante resolvimos el misterio: en la fiesta había una sola mujer con el pelo rubio platino: la imaginamos usando el cepillo, y después colocando el frasco de la mostaza en su bolsa de mano.
      Pero esta deducción me llevó a otra todavía más importante: aquella mujer había estado presente en otra ocasión, muchos años antes, la noche en que desapareció la mitad de un pastel de pollo. El triple crimen estaba resuelto.



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