Jorge
Ibargüengoitia
(Guanajuato, México, 1928
- Madrid, 1983)
La vela perpetua
—Julia y tú —me dijo uno que
ahora tiene fama de buen novelista—, han sido muy buenos amigos y
volverán a serlo. Esto no es más que un pleito pasajero.
Se equivocó. El pleito se acabó
hace mucho, pero Julia y yo no volvimos a ser amigos, ni buenos ni
malos.
Supongo que la gente habrá creído
que nos peleábamos por celos, porque en aquella época se podía
pensar que Julia me ponía los cuernos con el gringo aquél que se
llamaba Ed Hole; también se podía pensar que el celoso era el marido
de Julia, porque Julia tenía marido cuando sucedió el pleito y que
Julia y yo le poníamos los cuernos. Pero las dos versiones carecen de
fundamento. Ni Julia me puso los cuernos con Ed Hole, ni se los puso
conmigo a su marido, por la sencilla razón de que Julia y yo nunca
fuimos amantes.
Pero esto no es más que el final de
la aventura. Lo interesante fue el principio.
Yo entré en la Escuela de
Filosofía y Letras, que entonces estaba en Mascarones, y allí la
conocí. Ni yo le gustaba a ella, ni ella me gustaba a mí; ni yo le
simpatizaba, ni me simpatizaba ella. A Julia le gustaban los hombres
esmirriados y muy cultos, así que me consideraba un ingenierote bajado
del cerro a tamborazos. Yo, por mi parte, pensaba que a ella le
faltaban pechos, le faltaban piernas, le faltaban nalgas y le sobraban
dos o tres idiomas que ella creía que hablaba a las mil maravillas.
Nos averngonzábamos el uno del
otro. Un día subí al segundo piso de Mascarones y la encontré allí
platicando con Jaimes Salines, el gran poeta, que ya desde entonces se
creía Cristo Crucificado. Ella me vio venir con mi chamarra beige,
mis pantalones beige, mi camisa beige y mis zapatos beige,
muy quitado de la pena y me echó una mirada que me dejó helado. Cuando
llegué junto a ellos, Julia me trató como si apenas me conociera y
Salines, que estaba pensando en la condición humana, ni me miró. En
otra ocasión, tuvimos examen de Fonética; ella terminó, se levantó
del asiento, entregó su prueba y salió de clase. Llevaba una bolsa de
mecate con barbas de estropajo, porque era medio folklórica. Amancio
Bolafio e Isla, que era el maestro, se le quedó mirando muy extraviado
y cuando ella salió me preguntó:
—¿Qué es lo que traía en la
mano?
Y yo, como San Pedro, contesté:
—No sé, Maestro. No me fijé.
Pero si yo no le gustaba, si le
parecía tan grandote y tan ignorante, ¿por qué estaba esperándome
aquella noche; cuando salí de clase de Italiano y fui a mirar a las que
estaban tomando clase de Danza? Si no tenía intenciones eróticas,
¿por qué me propuso que camináramos un rato y me llevó al Parque
Sullivan? Misterio. Y si a m no me gustaba, si la encontraba
físicamente tan deficiente, ¿por qué le cogí la mano primero, por
qué la besé después y por qué estuve besándola cada vez que
encontramos un rincón oscuro en el camino a su casa? Misterio. Y si
pasó todo esto, ¿por qué no pasó nada después? Es decir, ¿por qué
no acabamos donde deben acabar estas cosas: en la cama? También
misterio.
Al día siguiente de aquella noche,
llegué muy galante a la Escuela y le pregunté, con un tono medio
arrebatado:
—¿Quieres que sea tu amante, tu
marido, tu novio, ti, amigo? ¿Qué vamos a hacer?
—No haremos nada —me contestó,
con una indiferencia bastante teatral—. Cuando salgamos de clase
iremos al parque y allí nos besaremos. Eso es todo.
Y eso fue todo. Durante los cinco
años que siguieron, nunca supe si fui su amante, su marido, su
novio, o su amigo. Creo que ella tampoco llegó a saberlo.
Cuando la conocí, acababa de
divorciarse de su primer marido; cuando tuvimos el pleito, cinco arios
después, tenía tres de casada con su segundo marido. Es decir, que
yo la conduje, con mano firme, de un ma— trimonio al otro y todavía
la acompañé durante los tres primeros años del segundo.
Durante una época me consolé
pensando que no me había casado con ella porque no quería compromisos.
Ésta es una explicación simplista, porque supone que ella sí
quería casarse conmigo, lo cual es una de las partes más oscuras del
misterio. Julia me dijo que no quería casarse conmigo y me dijo
que sí quería casarse conmigo; me dijo que no me necesitaba y
me dijo que no podía vivir sin mi apoyo; me dijo que éramos como
hermanos y me dijo que si en tal circunstancia yo hubiera “insistido”,
ella no hubiera podido negarme nada.
Pero como “insistí” solamente
en momentos inoportunos, todo comenzó en el Parque Sullivan, siguió
en el Parque Sullivan y terminó en el Parque Sullivan. Digo, todo lo
erótico. Lo no erótico, en cambio, fue un verdadero margallate.
Por ejemplo, sus confesiones. La
primera fue, como es lógico, que estaba divorciada y que tenía un
hijo. Esta revelación me pareció trágica, porque en aquella época
me parecía que era trágico casarse, trágico parir y trágico
divorciarse. La segunda revelación fue todavía peor: su marido había
sido un homosexual de siete suelas. Esta tesis no duró mucho tiempo y
probablemente fue inspirada, no en hechos reales, sino en Un
tranvía llamado Deseo, que en aquella época estaba muy de moda; en
confesiones subsecuentes, su marido se convirtió en un maniaco sexual,
que no se bajaba de ella. La tercera confesión fue que Fulano de Tal,
que era tan su amigo, no era su amigo en vealidad, sino que había
sido su amante. Habían tenido un coito en un departamento prestado, que
les había salido muy mal. El caso es que desde esa ocasión, cada vez
que se encontraban se quedaban como electrizados. Me confesó un
embarazo y una hemorragia que le había venido cuando estaba parada en
un césped esperando un camión; me confesó un “rechazo hacia el
ser amado”; me confesó un principio de enamoramiento con un
maricón, un affaire con su médico de cabecera y la ligera
tentación lesbiana que le provocaba una argentina imbécil que
después se suicidó.
Ahora estoy convencido de que la
mitad de estas confesiones fueron apócrifas, pero en esa época me las
tragué como si fueran el Evangelio; aprendí psicología, porque ella
se tenía la terminología muy bien sabida y me quedé como quien va a
la playa y ve de repente salir del agua a Laocoonte en aprietos.
Las confesiones fueron factor muy
importante en las relaciones entre Julia y yo, porque por una parte me
convertí en una especie de Doctora Corazón y por otra, me convencí de
que irse a la cama con Julia era una de las empresas más complicadas
que pudiera intentar el hombre y la de éxito más problemático.
Un día me dijo, como para complicar
más las cosas:
—Le platiqué a mi amiga María
Elena de ti y ella me felicitó.
—¿Por qué te felicitó?
—¡Porque es tan raro que estas
cosas sucedan!
Debí preguntar cuáles eran las
cosas que estaban sucediendo, pero me dio miedo y preferí quedarme
callado. Me quedé en la duda de si se refería a que había
encontrado un buen confidente, o si le había “confesado” a María
Elena que estábamos amándonos como locos.
María Elena nos invitó a comer un
domingo y fuimos. la Sagrada Familia: ella, el niño y yo.
Al principio de nuestra relación,
teníamos que pasar juntos cuatro horas diarias cinco veces por
semana; por obligación, porque estábamos en la misma escuela y
tomábamos las mismas clases; después, cuando ya estábamos hechos
uno al otro, no podíamos separarnos, íbamos a clase juntos, íbamos
al café juntos y después la acompañaba hasta su casa; en el camino
entrábamos en un café de Insurgentes y ella comía una ensalada de
frutas y yo tomaba café; así pasaban otras dos horas.
En la Escuela, las mujeres mayores
me decían: —Usted no se meta con ésa, que no le conviene. Julia
tenía un halo trágico, que después de todo, era lo que la hacía
atractiva. Escribía unas obronas en donde la gente sufría mucho, se
aburría mucho y odiaba mucho y las leía con voz lenta y precisa, con
una sobriedad rayana en la monotonía. Yo la escuchaba alelado,
asombrado de que se le ocurrieran cosas tan tremendas.
Una estudiante americana, que nos
conoció el primer año, vino a fines del segundo y me pregutó im
paciente:
—¿Todavía no te has liberado de
ésa?
Pero yo no quería liberarme. No
podía vivir sin ella, creía yo. Hubo dos viajes en los que ocurrieron
cosas que determinaron el curso (le esta historia.
El primero fue un viaje... de
estudio, digamos. No importa qué clase de estudio, ni a dónde fue; lo
que importa es que los hombres estábamos en un cuarto y ella, que era
la única mujer, estaba en otro. Cuando la encontré lavándose los
dientes y ella me miró y se rió con la boca enjabonada, comprendí que
la relación de confesionario que estábamos teniendo en esa época iba
a dar un salto. Dicho y hecho. Una tarde, después de dos días de
investigaciones fructíferas pero bastante aburridas, se fueron los
demás al cine y nos dejaron solos en el hotel. Nos tomamos una botella
de ron “Potrero” sentados en una cama y después, recostados en la
misma, hicimos actos previos bastantes para una vida de coitos. Pero
cada vez que yo, con gran timidez quería llegar a mayores, ella me
decía: “No, no”, y yo la obedecía. Después, se levantó y se
fue a acostar en su cuarto, porque todo esto había pasado en el mío.
Aquí quisiera contar que cuando se fue, esperé un rato y después la
seguí a su cuarto y la encontré dormiría, pero la verdad es que me
quedé un rato pensando qué hacer y antes de decidir nada, me dormí.
No vaya a pensarse que ella pasó
horas retorciéndose en la cama. Lo más probable es que se haya
dormido inmediatamente. Y si las pasó, muy su culpa, porque antes me
dijo tantos “noes” como para acabar con las ganas de otro más
apasionado que yo. El caso es que al día siguiente ella estaba
encantada. Fuimos a dar un paseíto por unas arboledas y ella me tomó
de la mano y me dijo:
—¡Qué feliz soy! ¡Siento que
nada me falta!
Al verme mirado con ojos de
enamoramiento, me vino una solemnidad insoportable, que duró varios
días. Ella acabó deciéndome, cuando íbamos caminando por la calle,
ya en México:
—¡Pero no te sientas obligado a
casarte conmigo!
Le agradecí mucho esta frase y no
volví a sentirme obligado y volví a ser su confidente.
Este episodio terminó aquí
teóricamente; pero en realidad, dejó un sedimento que había de causar
más complicaciones. Quedaron frases corno “aquella noche”, “si
hubiéramos seguido hubiera pasado tal cosa”, y en momentos de mal
humor: “Te faltó pasión.”
Esta era la situación cuando
surgió el segundo viaje. Yo tenía que ir a Veracruz a un asunto y un
día, sin darme bien cuenta de lo que hacía, la invité. Ella aceptó
inmediatamente. Al cabo de unos días, la desinvité.
—¿Por qué? —me preguntó ella,
bastante molesta.
—Porque si vamos a Veracruz, estoy
seguro de que no voy a resistir la tentación y voy a intentar “lo
peor”.
En realidad, lo que yo quería era
vio gastar.
—No te preocupes —me dijo ella—.
Si no quieres que pase nada, no pasará nada. Te lo prometo.
Al ver que no quedaba más remedio,
compré los boletos, dos camas de pullman y allí vamos. Durmió cada
cual en su cama y muy de mañana nos arreglamos y nos bajamos del tren
en La Antigua, que era donde tenía yo el asunto.
Al ver el estuario, ella dijo:
—¡A qué lagares tan bellos me
traes!
Yo la tomé de la cintura y fuimos
caminando hasta una casa, en donde almorzamos; después fuimos a
arreglar el asunto famoso y para eso hubo que caminar diez kilómetros
y a ella se le ampollaron los pies. Por último, nos desnudamos, de
espaldas uno al otro, nos pusimos los trajes de baño y nos metimos en
el río. Cuando estábamos bañándonos, ella me abrazó y me dijo:
—¡Lástima de que yo sea una
mujer que tiene que vivir sola!
Yo no le contestaba cuando decía
frases crípticas. Después, salimos del río, y de espaldas uno al
otro, otra vez, nos quitamos los trajes de baño y nos pusimos la ropa
seca. Regresamos a La Antigua, comimos y en la tarde tomamos el tren a
Veracruz. Allí fue donde ocurrió lo siguiente:
Me llevó al hotel en donde había
pasado la luna de miel con su primer marido. Pedimos dos habitaciones.
El dueño nos miró como quien ve visiones.
—¿Dos habitaciones?
Nos las dio, pero quedamos
completamente desprestigiados y bajo grave sospecha. A Julia le tocó
la habitación en donde había pasado su luna de miel, que había sido
abominable, según ella.
A mí me tocó un cuarto bastante
feo, en donde me bañé y me arreglé para ir a cenar. Después fui al
cuarto de ella. Toqué a la puerta y la oí decirme que entrara. Entré
y vi a Julia, desnuda, claramente visible a través del vidrio
esmerilado de la puerta del baño.
Acabó de bañarse y se secó
tranquilamente, sin darse cuenta de que yo estaba viéndola.
—Mira para otro lado, que voy a
salir desnuda —me ordenó.
Y miré para otro lado y ella salió
desnuda y se vistió a mis espaldas. Después, fuimos a cenar en La
Parroquia. Ella estaba cansada y tenía los pies ampollados, así que
decidió irse a la cama temprano.
—Me acostaré y después tú
vendrás un rato y platicaremos.
Regresamos al hotel y ella se
acostó y yo fui a su cuarto y cuando me disponía a intentar “lo peor”,
ella me corrió de la cama e insistió en leerme una obra de Rosario
Castellanos. Me levanté furioso y me fui a la calle a buscar
prostitutas.
Después de este episodio, me entró
el fervor religioso. Iba a misa todos los días y comulgaba y le pedía
a Dios Nuestro Señor y a la Santísima Virgen que me dieran una
compañera que fuera al mismo tiempo decente y cachonda.
Fue mi mojigatería lo que
precipitó el telón del primer acto de este drama de costumbres
literarias. La cosa fue así: una tarde, estábamos en el café de
Filosofía y Letras, platicando, cuando me di cuenta de que ella, o,
mejor dicho, su alma, “no estaba allí”. ¿En dónde estaba? En una
mesa que había al otro extremo del café, ocupada por uno de los
filósofos jóvenes más brillantes de la última generación. Dicho
joven tenía la boca abierta y estaba haciéndole ojitos a Julia. Julia,
por su parte, estaba como si le hubieran metido una brasa por el culo:
sonrosada, con los ojos chisporrotean tes y una risa idiota. Durante
años sentí náusea cada vez que recordé esta escena. Ahora me da
risa.
Años después, Julia me contó que
esa noche le dije: “Esto no te lo perdonaré nunca.” No recuerdo
haberlo dicho, pero si lo dije, lo dije bien, porque nunca se lo
perdoné.
Uno o dos días más tarde, me
agarró la religión más fuerte que nunca y fui al Club Vanguardias y
compré boleto para unos ejercicios de Encierro, de los que organizaba
el Padre Pérez del Valle en una casa que tenían los jesuitas en
Tlalpan.
Mientras tanto, pasada la traición,
como si nada hubiera ocurrirlo, Julia y yo seguíamos yendo a clase,
yendo al café, yendo a su casa, etc. Yo le dije que me iba a Ejercicios
y ella no le dio importancia al asunto.
El caso es que un jueves, llegué a
la escuela con mi maleta para irme a Tlalpan al salir de clase; dejé la
maleta en la portería, entré en clase de Justino Fernández, que era
la única que no tomaba con Julia, tomé la clase y esto es que al
salir, me quedé paralizado en la puerta del salón, al contemplar la
siguiente escena: Julia estaba parada en una de las escaleras que van
del patio a la planta principal, recargada en el barandal, mirando hacia
abajo. En ese momento, el joven filósofo, que era lo que Julia estaba
mirando, cruzó el patio, llegó hasta la escalera, subió dos o tres
peldaños, le tomó la mano a Julia, le dijo algo, ella hizo un signo
afirmativo; el joven le besó la mano y se alejó. Yo llegué un poco
después, como si no hubiera visto nada. Julia estaba muy cariñosa y me
acompañó hasta la esquina en que tomé un camión que me llevó hasta
el Zócalo. Yo iba temblando, como con calentura. El viaje del Zócalo a
Tlalpan fue una pesadilla, lo hice en un camión de segunda, que iba
repleto. Estaba en plena locura, porque no sabía por qué me sentía
tan mal y creía que lo que tenía era temor de no llegar a tiempo a los
ejercicios. Por fin llegué a Tlalpan, pregunté el camino, caminé unas
cuadras, llegué ante una puerta, llamé, me abrió una monja y entré
en la casa de Ejercicios. En el momento en que puse un pie dentro, se
me quitó la angustia. Me senté en una banca a esperar. No había
llegado nadie.
Era octubre y hacía frío. A eso de
las ocho empezaron a llegar los que iban a hacer el “retiro”. Eran
tres o cuatro jóvenes que no tenían ninguna característica
definida, un señor de unos cuarenta años que tenía aspecto de gran
pederasta y un nombre de pelo gris, ex jesuita. Llegó el Padre Pérez
del Valle con dos de su achichincles, dio gritos afónicos y repartió
las habitaciones. Después, llegó el Padre que iba a dar los Ejercicios
y cenamos.
El Padre era un santo varón. Había
pasado varios años en la Tarahumara, tenía el estómago hecho pedazos
y no podía comer más que verduras cocidas, decía que Balzac era “froidista”
y en nn momento de confianza entre él y yo, me dijo lo siguiente:
—Durante muchos años no podía yo
resistir los Ejercicios, porque me enfermaba al tercero o cuarto día.
Pero ya descubrí el secreto: cada vez que la distribución dice “Meditación”,
me duermo. Y mire, salgo de ellos tan campante.
Por si alguien lo ignora, conviene
advertir que San Ignacio fue el que inventó el Lavado Cerebral y le
puso por nombre Ejercicios Espirituales. Al cabo de tres días de estar
metido en aquella casa, rezando en la capilla, oyendo las pláticas,
paseando en el jardín y meditando en mi habitación, fui a ver al Padre
y le dije que tenía una relación complicadísima con una mujer divorciada.
—Dale gracias a Dios que te ha
iluminado —me dijo el Padre—. Este es un fruto muy hermoso de los
Ejercicios de San Ignacio de Loyola—. Le expliqué que no hacíamos el
amor; él me dijo—: tanto va el cántaro al agua...
—No puedo dejarla ahora, Padre;
ella me necesita.
—Hazlo paulatinamente entonces.
Consulta con tu confesor, fija una fecha para dejarla, y déjala.
Yo prometí dejarla al cabo de un
año, pero sucedió que al día siguiente, lo primero que hice al llegar
a la escuela, fue decirle a Julia que el Padre me había ordenado que la
dejara. Ella se puso como una víbora, porque nunca se imaginó que yo
fuera a mandarla al diablo.
Los siguientes quince días fueron
los más humillantes de mi vida. Julia los pasó del brazo del joven
filósofo, yendo para arriba y para abajo, hasta que no hubo Cristo
que no supiera que ya no andaba conmigo, sino con otro. Esto fue en
época de exámenes; después vinieron las vacaciones y en diciembre
Julia se casó con el filósofo.
:
Me gustaría poder contar que fui
muy valiente y que soporté imperturbable la gran aventura romántica de
Julia. Nada de eso. En una ocasión le dije: “Pero, Julia, yo no
quisiera que esto terminara así”; en otra, nomás por conservar las
apariencias en clase de Panchito Monterde, le pregunté: “¿Y cómo
está el niño?” Y en otra, que fue la más ridícula, me la encontré
en la salida de la biblioteca y ella se rió y yo me reí y ella me
dijo::
—¡Hemos sido tan buenos
amigos...!:
La acompañé a dar una vuelta por
Santa María la Ribera, a la hora del crepúsculo y ella me contó la
historia de su gran amor, salpicada de frases como “él es muy
apasionado...”, “está muy enamorado de mí...”, “no pasa día
sin que me proponga matrimonio...” y terminó diciendo::
—¡Es tan raro ver un amor tan
grande! ¡Es tan raro, pero es tan bello! ¿No te parece bello este amor
que estoy viviendo?:
Han pasado trece años pero todavía
me acuerdo que cuando ella dijo esta frase, yo estaba comiéndome un
sandwich con aguacate, que me supo muy mal.
La siguiente vez que la vi, estaba
ya casada, embarazada y creo que tejiendo unos zapatitos. El marido se
había ido de viaje, pero de todos modos ella estaba feliz, haciendo
planes para el futuro.
—Viviremos en la Riviera —me
dijo, los padres del filósofo estaban nadando en pesos.
Lo que más me avergüenza de este
episodio es haber sido tan magnánimo, porque fue entonces cuando
debí golpearla hasta hacerla abortar. Pero nada, le di el medio kilo de
chocolates que le llevaba y me fui muy triste, por las calles oscuras, y
cuando me detuve para orinar frente a un árbol, casi lloré.
Pero me esperaban ratos de gran
regocijo. La siguiente vez que la vi tenía tres meses de embarazo y
hacía dos que el marido no le escribía. Estábamos sentados en las
escaleras de Filosofía y Letras. Era ya de noche.
—Me siento abandonada —me dijo.
La noche, la Escuela, los naranjos
estériles que había en el patio, todo me pareció más bello, pero
lo oculté.
—¡Cuánto lo siento! —le dije.
Y volví a ser su confidente. Cuando el marido regresó del viaje
ocurrieron cosas todavía mejores; lo primero que ella le dijo fue lo
que ya me había dicho a mí y lo que hubiera podido decirle al mundo
entero, si el mundo la hubiera escuchado:
—No necesito de ti.
Y el marido, desconcertado, cogió
sus maletas y se fue a vivir en un hotel.
Mientras tanto, ella alquiló una
casa nueva y la decoró con ayuda de un servidor.
—Los libros de Papá, los quiero
allí, y el sillón, acá —me decía ella.
Y yo ponía los libros allí y el
sillón acá. No había mucho que acomodar, porque la sobriedad de Julia
era casi sórdida.
Después, se reconcilió con el
marido, pero no se fueron a vivir en la Riviera, sino que él vino a
vivir en la casa que acabábamos de decorar. Ella lo mantenía, porque
él no había avisado a sus padres que se había casado y no le habían
aumentado su mesada. Yo seguía siendo el brazo derecho de ella.
—Necesito algo que sólo un hombre
fuerte puede hacer—me dijo un día. Y me mandó con un chamarra de
gamuza blanca, a que se la tiñeran de azul.
En otra ocasión, me mandó a poner
un telegrama que decía: “Reserven una habitación con cama
matrimonial punto con vista al mar punto para dos personas punto.”
En la escuela no se me separaba y
como la panza le seguía creciendo, la gente empezó a sospechar que yo
era el padre de la criatura. Volví a sentirme como San José.
—Mi marido no quiere presentarme a
sus amigos —decía.
—No sé por qué dejaste que me
casara con él —me dijo Julia una vez—. Le hubieras dado un
puñetazo y se hubiera muerto del susto.
Pero a mí no se me ocurrió nunca
arreglar la cosa a puñetazos. De cualquier manera, empecé a sentir que
me habían despojado de algo que me pertenecía y escribí una obra que
se llama La lucha con el ángel en la que a uno de los personajes
lo despojan de algo que le pertenece.
Pero el parto vino a componerlo
todo, o casi todo. Ella dio a luz un rollizo bebé y él no pudo seguir
ignorándola y acabó presentándola a sus amigos y avisando a sus
padres que no sólo estalla casado, sino que ya tenia descendencia. El
resultado de este último acto no fue el esperado, porque no se fueron a
vivir en la Riviera, sino que siguieron en la misma casa.
Las relaciones no eran muy buenas.
—Hago sopa Campbell’s
todos los días y él es tan bruto que no se da cuenta —me dijo Julia.
Pero el día que fui a comer con
ellos, nos sentarnos a la mesa y cuando Julia fue a traer la comida, el
marido me dijo:
—Nos va a dar sopa Campbell’s,
pero no le diga que sabe lo que es.
Ella se quejaba bastante:
—Sale con sus amigos y se come un
filete, que cuesta un dineral.
O bien:
—Duerme hasta las doce del día y
las moscas se le paran en la cara.
Mientras esto le pasaba a Julia, a
mí me ocurrían cosas aún más extrañas. Una noche, en el café de
Insurgentes, se las conté.
—Creo que me voy a ir de Padre —le
dije.
Ella se puso lívida. Yo seguí:
—Ayer, durante la Comunión, vi en
la Hostia Consagrada a Dios Nuestro Señor que me decía: “Sé Mío.”
Ella estaba furiosa, porque su padre había sido librepensador y ella
también lo era, pero no discutió, ni dijo que todo eso le pareciera
una tontería.
Cuando salimos del café, estaba
lloviendo y tuvimos que guarecernos, y, mientras nos guarecíamos, ella
lloró y mientras más lloraba ella, más triunfante me sentía.
Pero pasó el tiempo y no me fui de
cura, sino que me volví escritor y empecé a enamorarme de Julia. Sí,
a enamorarme, es decir, a pensar todo el tiempo en acostarme con ella y
no de vez en cuando. Nos veíamos todos los días y pasábamos muchas
horas juntos. El marido nunca estaba en la casa. Una noche que ella
estaba cocinando unos filetes, poco faltó para que hiciéramos el
amor en la cocina::
—¿Nos habrá oído el niño? —preguntó
ella.
Y yo me fui de la casa, con un nudo
en la conciencia y sin haber despachado el asunto. Ella me reclamó al
día siguiente::
—Eres capaz de cualquier cosa. Me
dejas entumida y te vas.
Yo me ofendía, pero el affaire
había sido tan complicado que ya hasta me sentía impotente.
Como estaba casada con filósofo,
Julia se volvió muy inteligente y mientras subían mis bonos sexuales,
intelectualmente me hundí.
—Dicen los tratadistas... —dijo
una vez. Y otra::
—Es que cuando digo “realismo”,
estoy usando el término en un sentido mas amplio.
En unas reuniones de escritores, a
las que asistíamos cada semana, Jorge Portilla, que en paz descanse,
leyó un capítulo de la Fenomenología del relajo y luego me
preguntaron qué opinaba.
—No entiendo bien —dije.
—Bueno, pero eso ya no es culpa
mía —dijo Portilla.
—Pues sí es, porque no entiendo
porque esta mal escrito.
En esto tenía yo mucha razón. La
prueba es que Portilla leyó el mismo capítulo tres veces y todos
creyeron que eran tres capítulos diferentes. Pero Julia no lo
consideraba así.
—Te has puesto en evidencia —me
decía—; ahora todos dicen que eres tonto.
—Que digan lo que quieran. A mí
no me importa —decía yo.
—A mí tampoco me importaría, si
no fueras mi amigo y no tuviera que defenderte.
Era una lata, porque no podía uno
abrir la boca con tranquilidad entre tanta lumbrera.
En otra ocasión, en la misma
reunión de escritores, se nos presentaron unos individuos que decían
que iban a publicar una revista tan buena como el Vogue y
querían colaboraciones. Todos estuvieron de acuerdo en colaborar.
Todos, menos yo.
—¿Cuánto van a pagarnos? —les
pregunté.
—Nada —me contestaron.
Yo dije que me parecía ridículo
que estuvieran pensando en pagar tanto en papel, tanto en impresión,
tanto en dístribución... Mi argumento quedó interrumpido por Julia
que me dijo en voz baja y entre dientes::
—Estás portándote como un
cretino.
Los de la revista se fueron
convencidos de que íbamos a colaborar gratis. Pero no fue así:
gracias a Julia, que quince días más tarde llegó y dijo:
—He sabido que el número 1 de la
Revista X va a estar dedicado a Batista.
—Who is Batista? —preguntó
la señora Shedd.
—A Latin-American despot
—le explicó alguien.
Y ya nadie colaboró en la revista
aquella. Pero yo volví a quedar mal, porque todos dijeron que yo no
tenía ideales y que si nos hubieran pagado no hubiera vacilado en
colaborar en una publicación capaz de dedicarle un número a Batista.
Así andaban las cosas cuando vino
el tercer viaje, que iba a ser el Waterloo de nuestros amores.
No importa quién dio las becas, ni
cómo las conseguimos; lo que importa es que cuando querían
mandarme a Calcuta, Ill., y a ella a Nueva York, ella me dijo:
—Sin ti no voy a ninguna parte.
Y arreglamos, con muchos trabajos y
dando mucho qué decir, que también me mandaran a Nueva York. Como yo
tenía que irme dos meses antes, tuvimos una despedida bastante
operática detrás de una puerta.
Llegué a Nueva York a mediados de
agosto; había una temperatura de y8° F. Por las noches, en un cuarto
de hotel, me sentaba desnudo frente a una mesa y le escribía a Julia
cartas románticas que empezaban: “Quisiera ser marinero...”
Después, me levantaba de la silla y me sentaba frente a la ventana
abierta a mirar a las tres muchachas que vivían en la casa de
enfrente, que iban de un lado a otro sin más ropa que pantaletas
transparentes; una vez, vi que una de ellas se rascaba el sexo mientras
hablaba por teléfono. Junto a ellas y sin poder verlas, vivía un
señor de pelo lamido, anteojos de concha y bigotes de morsa, que se
pasaba las horas muertas observándome a mí. Abajo ele este hombre
vivía un matrimonio del que, por las leyes de la óptica, no alcancé a
ver más que de la cintura para abajo.
“Quisiera ver lo que tú ves”,
me decía Julia en una de sus cartas, “oír lo que tú oyes, sentir lo
que tú sientes...”
Me daba la gran vida, me levantaba
muy temprano y me salía a la calle y entraba en donde me daba la gana y
salía cuando me daba la gana. En septiembre llegó una carta de Julia
con direcciones muy concretas. Pensaba vivir en la Casa Internacional
de la Universidad de Columbia, así que había que hacer
reservaciones. Pues fui a la Casa Internacional, reservé dos
habitaciones, una para inmediatamente, la otra para la fecha en que se
suponía que llegara Julia, pagué por adelantado varios meses de
alquiler, y al poco rato llegué con mis maletas a instalarme. Me
llevaron a una habitación del octavo piso que tenía vista al río. No
me daba todavía cuenta de que había caído en una trampa. La Casa
Internacional tiene dos secciones perfectamente aisladas; en una viven
los hombres y en la otra las mujeres. Así que si quiere uno hacer el
amor, tiene que hacerlo con personas de su propio sexo, detrás de los
buzones o en las escaleras de emergencia.
Este descubrimiento me desconcertó
mucho, pero más me desconcertó la siguiente carta de Julia. “No
quiero faltarle a mi marido...” decía.
Por fin llegó el día en que había
de llegar Julia. Me puse el traje azul que acababa de comprar y fui al
aeropuerto.
“Se va a rodar en la escalera al
bajar del avión”, pensaba yo.
Alquilé unos catalejos para verla
rodar por la escalera, pero el avión aterrizó en otro lado y no vi
nada. Bajé a los salones de la Aduana y debajo de su inicial la vi.
Estaba completamente. transformada. Muy bien vestida, con un traje gris
que nunca le había visto, tenía el cutis estupendo y los ojos
relampagueantes; estaba muy segura de sí misma. Cuando ella salía con
su maleta, entré en la Aduana y nos dimos tal beso, que la gente se
hizo a un lado para que pudiéramos besarnos mejor.
Fuimos a la Casa Internacional, ella
se instaló, cenamos juntos, fuimos a que ella comprara pasta de
dientes, etc., y después, a dar un paseo por Riverside Drive. Entonces
me hizo varias revelaciones:
—En México se dice que somos
amantes.
—¡Qué infamia!
—Pero hay quien opina que tú eres
homosexual.
No me hizo ninguna gracia. Después
me contó tres o cuatro historias que no eran agradables. “Tu obra fue
rechazada en tal parte y la mía aceptada”, “Don Julio Jiménez
Rueda no te quiere nada...”, etcétera. Con la llegada de Julia se
acabaron mi movilidad, mi libertad y mi tranquilidad. Ella tenía la
costumbre de decir que se levantaba a las seis de la mañana y que
escribía sus obras de siete a diez, el caso es que en Nueva York no
escribió una letra y nunca la vi bajar antes de las diez de la mañana.
Yo me pasaba una hora antes de cada comida sentado en un sofá del
lobby. A tal grado, que un negro, que era amigo mío, se me acercó un
día y me dijo:
—Lo hacen esperar mucho.
El dolor que me causó esta
observación fue desproporcionado, porque la tomé en sentido
metafórico. En los primeros días ocurrieron cosas que me hicieron
concebir esperanzas, porque a estas fechas ya estaba yo, por fin,
decidido a irme al infierno por hacer el amor con una mujer casada (dos
veces). Pero de buenas a primeras, me dijo:
—Esto no puede seguir así.
Y desde entonces, cada vez que le
ponía una mano encima, me la quitaba. Cuando vi que aquello no llevaba
buen camino, me arrepentí de mis pecados, fui a San Patricio y me
confesé con un padre que estaba en un confesionario que decía “Confesiones
en Español”.
—He deseado a una mujer casada —dije.
—No es muy serio —me dijo el
padre—. Tres Aves Marías.
Mientras tanto, ella, de tanto estar
sentada en la cafetería de la Casa Internacional, fue creando a su
alrededor un círculo, formado por un joto colombiano, un decorador
argentino, un imbécil chiapaneco, un ex seminarista, un vagabundo y un
bailarín español, un negro chileno, un economista irlandés y tres
trabajadoras sociales de diferentes partes del Caribe. Era una huésped
sumamente estricta; por ejemplo, rechazó del círculo a un joven
mexicano que había sido compañero mío de los Boy Scouts, a un
colombiano economista que había tenido una larga conversación conmigo,
a la novia de éste, que era una americana desabrida (“si ésa se para
en una esquina”, dijo Julia, “le proponen matrimonio”), y a un
escritor filipino que había hecho amistad conmigo. Por otra parte,
cuando se le pegaba algún monstruo, venía corriendo conmigo.
—¡Quítamelo, que no hallo qué
hacer con él —me decía.
Y había que hacerle la
conversación al monstruo mientras Julia ponía su recato a salvo.
Su tienda favorita era Macy’s pero
un día sacó sus ahorros y me dijo:
—Llévame a Greenwich Village,
porque quiero comprar un suéter.
Y fuimos a Greenwich y después de
ver varias tiendas entró en una que estaba en un sótano y salió con
un paquete. Regresamos a la Casa Internacional, yo fui a la cafetería y
ella fue a su cuarto y al rato apareció con el suéter famoso, que
era color mandarina, tenía cuello de tortuga y le sentaba como una
piedra.
—Te queda muy bien —le dije, con
una sonrisa helada.
Se sentía incómoda.
Después llegaron otros miembros del
“círculo” y le dijeron lo mismo, que le quedaba muy bien.
Al día siguiente, cuando bajó a
desayunar, me dijo:
—Necesito que hagas algo que sólo
un hombre fuerte puede hacer.
Había que ir a Greenwich a cambiar
el suéter por otro. Ella no podía hacerlo porque le daba vergüenza.
—Pero tienes que ir tú, para
probarte y para escoger el suéter nuevo —le dije, con mucha razón,
como se verá después.
—El que tú escojas estará bien
—dijo ella.
—¿Qué número usas?
—Cuarenta.
Me pareció muy raro, pero ella me
enseñó el suéter rojo y efectivamente, tenía un número 40, así
que fui a la tienda que estaba en el sótano, les expliqué a las
dueñas que mi esposa había comprado un suéter que a mí no me gustaba
y ellas no tuvieron inconveniente en que yo escogiera uno negro con el
cuello en forma de V; me cercioré de que fuera del 40 y regresé a la
Casa Internacional. Esa noche Julia apareció con el nuevo suéter. Le
llegaba a las rodillas y le sobraban veinte centímetros de mangas.
—Te lo regalo —me dijo.
Pero no lo quise, porque era de
mujer. Después se lo regaló a un amigo suyo a quien también le
quedaba grande.
Julia era bastante sana, pero
hipocondriaca, estaba segura de que iba a darle un síncope de un
momento a otro. Yo también estaba seguro de eso. Esta seguridad
produjo dos incidentes lamentables. El primero ocurrió una noche, en
que quedamos de vernos a las ocho en el lobby. Entre ocho y nueve y
media, llamé catorce veces a su habitación y cuando ya la hacía
muerta y cubierta de moscas, apareció muy campante. Había estado en el
cuarto de una de las trabajadoras sociales.
—Vamos a algún lado a bailar —me
dijo.
Yo tenía la boca amarga.
—No quiero bailar.
—¡Ay, qué chípíl estás! —me
dijo y tuvimos un gran pleito.
El otro incidente empezó en la
peluquería. Yo íba a una peluquería en donde había dos peluqueros
viejos, uno italiano y el otro austriaco; ambos habían estado en el
Caporetto y se odiaban. Por fin, el italiano, que era el dueño, pudo
más y despidió al austriaco, que fue sustituido por un siciliano
recién desembarcado. Pues esto es que llego a la peluquería, me pela
el siciliano, que en su vida había cogido unas tijeras y me deja como
Lawrence Olivier en Hamlet.
—¿No quiere que lo empareje? —me
preguntó el italiano viejo, que veía perdido un cliente.
—Así déjelo —le dije y
regresé desconsolado a la Casa Internacional.
Era hora de almorzar. Llamé a Julia
a su cuarto y no contestó, la busqué en el cuarto de juegos y no
estaba, la busqué en el de música y no estaba, la busqué en los
teléfonos y no estaba. Esperé media hora y volví a llamar y no me
contestó. Esperé otra media hora; misma operación. mismo resultado.
Desesperado, bajé a la cafetería, ¿y qué es lo primero que veo?
Nada menos que a Julia, sentada en tina mesa con el joto colombiano, que
en esos momentos estaba declarándole su amor.
“Yo a este, lo mato”, dije para
mis adentros. Afortunadamente no cumplí esta amenaza, porque hubiera
sido bastante ridículo. En vez de eso, me acerqué con toda solemnidad
a la mesa.
—Julia, necesito hablar contigo
muy seriamente —le dije.
Ella me miraba con la boca abierta.
No me reconocía con mi nuevo peinado. El colombiano se levantó
discretamente y se fue. Julia y yo salimos al vestíbulo. Yo iba
diciéndole:
—Tengo una hora buscándote...
Llamé a tu cuarto... Creía que habías tenido un síncope... —y
terminé con un fervorín—: Piensa que si me preocupo por ti, si te
busco, si te llamo, es porque te quiero.
En vez de contestar algo sensato,
algo adecuado a esta declaración de principios, ella me preguntó:
—¿Qué te pasó en la cabeza?
Me sentí completamente imbécil:
—Fui a la peluquería —contesté.
Ella soltó una carcajada que
todavía me retumba en las entrañas.
Esa misma tarde fui otra vez a San
Patricio, me equivoqué de padre, me confesé con uno americano y le
dije:
—He deseado a una mujer casada.
Me regañó como si nunca hubiera
sabido de un hombre que deseara a una mujer casada.
—No puedo darle la absolución si
no me promete... —no recuerdo qué fue lo que tuve que prometerle
para salir de allí absuelto.
Pero mis relaciones con Julia iban
de mal en peor. Cada vez que me veía con la cabeza trasquilada, se
reía de mí. La descompostura duró un mes.
Un día, no sé por qué causa,
decidirnos comer bien. Yo me detuve frente a un restaurante ruso y me
puse a leer el menú que estaba en la puerta.
—“Boeuf Strogonoff...”
—¿Pero, estás loco? ¿Cómo vas
a entrar en un lugar en donde no sabes ni lo que vas a pedir? —me dijo
Julia, de muy mal humor.
Fuimos a Lobster House y
cuando me disponía a entrar, Julia me dijo:
—Mejor vamos allí.
Y fuimos a un restaurante de gente
pobre que decía “Good eats”.
Cuando yo estaba dándole la segunda
cucharada a una sopita de pollo, Julia me dijo, con toda seriedad:
—Tú tienes facilidad para
escribir, pero no tienes vocación. Yo sí tengo vocación.
Se refería a nuestra profesión de
escritores. Luego me dijo:
—Tú eres un buen hombre. Lo que
se llama “un buen hombre”.
Se refería a mi situación moral.
Compró un sombrero y los domingos
íbamos a misa juntos. Decía que quería convertirse. Era un engorro,
porque las misas americanas son muy malas. Piden limosna todo el tiempo
y lo regañan a uno si da menos de veinticinco centavos.
Julia empezó a darme a leer las
obras de Ed Hole, que era un americano que ella había conocido en
México antes de salir. También me leyó una carta de su marido, en
la que decía ”Las labios de Fulana (una de las grandes putas
aficionadas que abundan en nuestros círculos intelectuales) me rozaron
furtivamente...” Julia casi lloraba:
—¿Por qué me dice esto? —decía,
como si ella nunca hubiera contado una mentira. El caso es que la
situación empezó a ser muy cargante. Hasta que explotó en una
función de la Comédie Française.
Fuimos a ver Le Bourgeois
Gentilhomme y cuando estábamos entrando en el teatro me dijo:
—Participé en tal concurso,
porque sabía que no había ningún concursante de peligro.
Me quedé helado, porque yo había
sido uno de los concursantes inofensivos. Julia había ganado el
premio con una obra muy mala, en consideración a sus méritos y a su
sexo. No dije nada, pero me puse de un humor de todos los diablos.
Cuando ya estábamos sentados,
leyendo los programas, ella me dio la oportunidad de darle un palo. Me
dijo:
—Hoy tuve un desvanecimiento,
ayer, un vértigo, antier, jaqueca, mañana me toca cólico. Debo tener
la presión baja.
—¿Y a mí, qué? —le dije.
Me miró horrorizada por mi
indiferencia ante el dolor humano. No volvimos a hablar en el teatro. A
la salida, compré un periódico para protegerme durante el viaje a la
Casa Internacional. Tomamos el subway y yo me senté y me puse a leer y
ella se sentó y se quedó callada. Debo confesar que empezaba a tener
miedo, porque Julia, igual que las heroínas de sus obras, era capaz
de odiar en silencio durante días enteros; yo, en cambio, soy capaz de
pedir perdón de lo que sea y cuanto antes. Pues iba yo leyendo, digo,
y pensando que iba a tener que pedirle perdón, cuando decidí echarle
una miradita con el rabo del ojo para ver qué cara tenía. Me quedé
estupefacto. Estaba igual que cuando conquistó a su marido en el
café de la Escuela de Filosofía y Letras: sonrosada, relampagueante,
sonriente. Con mucho cuidado, bajé un poco el periódico y miré al
asiento de enfrente, para ver a quién estaba mirando Julia. Me quedé
más estupefacto todavía. ¡En el asiento de enfrente no había
nadie! Julia estaba mirándose a sí misma en el cristal de la
ventanilla.
Al llegar a la calle 12o, Julia se
levantó de su asiento sin decir nada y fue hasta la puerta. La seguí
doblando el periódico y nos apeamos en la 126. Bajamos las escaleras
de la estación y echamos a andar hacia la Casa Internacional, en
silencio y sin tomarnos del brazo. Yo iba pensando cómo terminar el
episodio de nuestro pleito silencioso, cuando, al doblar una esquina
oímos, casi al unísono, un golpe sordo y un grito de mujer. Julia y yo
nos tomamos del brazo, de tan asustados que estábamos. A una cuadra de
distancia y precisamente en la mitad de nuestro camino hacia la Casa
Internacional había un grupo compuesto por un hombre que estaba
envolviéndose una mano en un pañuelo, otro que estaba en jarras y una
mujer que estaba recargada en el quicio de una puerta. Ellos eran
negros, y ella, blanca. Al vernos venir, suspendieron la violenta
discusión que tenían. Yo no me atreví a poner a Julia del lado de la
calle y a pasar entre el grupo y ella, porque hubiera sido un acto
demasiado violento, aparte de inútil y preferí seguir de frente y
pasar de largo. Pues pasamos junto a ellos y seguimos adelante y a los
veinte pasos que dimos, volvió a empezar la discusión. Yo estaba
decidido a seguir de frente, porque no tenía intenciones de ponerme a
golpes con dos negros para defender, no una, sino dos mujeres; pero
nada, Julia, que como suele pasarles a las de su sexo, se sintió muy
valiente, se detuvo y se volvió hacia donde estaba el grupo. A mí no
me quedó más remedio que hacer lo mismo. Fue una medida muy
afortunada, porque la discusión volvió a suspenderse y al no movernos
nosotros, la mujer se atrevió a salir del quicio de la puerta y a echar
a andar hacia donde estábamos. Los negros la insultaron y nos
insultaron, pero no se atrevieron a moverse. A unos cuantos pasos de
nosotros, la mujer entró en una casa y cerró la puerta; nosotros
seguimos nuestro camino hacia la Casa Internacional y los negros
siguieron insultándonos. Al llegar al vestíbulo de la Casa
Internacional, Julia sacó de su bolso las dos muñequitas japonesas que
yo había comprado y que le había dado a guardar y me dijo:
—No me hables mañana. Espero no
verte en todo el día. Creo que tanto a ti como a mí nos hacen buena
falta unas vacaciones.
Yo respondí con una frase que usé
frecuentemente en mi relación con Julia:
—Te aseguro, Julia, que lo siento
muchísimo.
Y se fue cada uno por su lado. Ella
al departamento de mujeres y yo al de hombres.
Esa noche mi sueño fue amargo, pero
profundo, y al día siguiente hice un plan para pasarlo sin Julia.
Recordé que ella no tenía dinero y decidí, con gran magnanimidad,
dejarle cinco dólares en su buzón. Estaba peinándome cuando tocó el
timbre que anunciaba que me llamaban por teléfono. Corrí a la
cabina. Era Julia.
—Quiero pedirte perdón, porque he
sido muy injusta.
Le dije que no había de qué pedir
perdón; me sentía feliz. Cambié mis planes y pasamos el día
juntos. Al cabo de un rato comprendí que a pesar de lo que me había
dicho por teléfono, no se sentía injusta, sino víctima de un
neurasténico.
—No quiero que hablemos más del
asunto —me dijo, cuando quise hablar del pleito que habíamos tenido.
Al día siguiente arreglé que la
organización que me había dado la beca me mandara a Calcutta, Ill.
—¿Y vas a dejarme aquí sola? —me
preguntó Julia cuando supo esta decisión.
Me sentí muy culpable y los días
que precedieron a mi partida fueron muy tiernos.
—Sabes por qué me voy, ¿no? —le
pregunté la víspera de irme.
—Porque eres hombre y te gusta
conocer cosas.
—Eso es —le dije. Pero yo mismo
no sabía bien por qué me iba.
No me daba cuenta de que éste era,
en realidad, The end of the affaire. Habíamos hecho todo, menos
el amor, y todo había salido mal, y si hubiéramos hecho el amor,
también hubiera salido mal. Había llegado el momento de liar el
petate.
Y me fui. Pero todo fue salir de
Nueva York para no pensar más que en Julia. En cada estación le
mandaba una tarjeta diciéndole que la extrañaba. En Calcutta
encontré tres cartas muy cariñosas.
Así seguimos, escribiéndonos muy
seguido, hasta que un viernes, recogí una carta suya en el Correo y la
llevé sin abrir a la cafetería donde acostumbraba cenar. Pedí una
chuleta, de ternera. Quería celebrar la carta de Julia con un pecado
mortal, porque era día de vigilia. ¡Cuál no seria mi sorpresa, cuando
abrí la carta y leí, entre otras cosas: “No pienso seguirte en tu
próxima aventura espiritual... estoy harta... no quiero saber más de
ti... eres un advenedizo... tus cuentos son muy malos... tus clases son
pésimas...”!
Le escribí una carta que era un
verdadero tango: “...yo, que fui tan sincero... nunca te di motivo...
no me explico tu actitud...”
Fui a la iglesia y me confesé:
—Acúsome Padre de que comí carne
en día de vigilia.
Los siguientes tres días fueron un
monólogo constante, ya estuviera yo caminando por los bosques o
recostado en mi cama. Empecé diciendo “No entiendo, Julia, qué
quieres decir con eso de advenedizo”; y acabé diciendo: “¿Advenedizo
yo? Advenediza tu chingada madre.” Pasada esta fase, salí a la calle,
compré un suéter y varias camisas y me olvidé de Julia y de la
religión. No he vuelto a verla, ni a confesarme.
Literatura
.us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar