José
Alcántara Almánzar
(Santo Domingo, 1946-)
La decisión
Todavía sigues haciéndote la
pregunta sin poder ofrecerte una respuesta concreta. Ya es tarde para
arrepentirte. De todos modos sería peor no hacerlo o tener que quedarte
en una ciudad a tu juicio insoportable, adonde sólo llegan las manchas
de la sangre, de la sangre de siempre, de la sangre de los heridos, una
sangre que no se borra, en una ciudad llena de ecos de disparos, de
presagios de la definitiva instalación de la muerte. Por eso no quieres
pensar más, ni atormentarte inútilmente con el recuerdo de las
sombras. Debes mirar en otro sentido, eso lo sientes. Te acercas al
espejo y te observas con cuidado. A los veinticinco años, Natalia, te
das cuenta por primera vez desde que te quedaste sola, que pareces una
mujer de treinta y tantos. No hay arrugas por ninguna parte, ni en tu
cara ni en tu cuello, aunque tu cutis no conserva ya la frescura de los
días en que no era necesario recurrir al Revlon con tanta frecuencia, y
sin embargo, te parece que algo está demás. Tu boca sigue siendo
atractiva y aun sin el rojo habitual que cubre tus labios te parece
tierna, aunque algo la estropea. Tu pelo, ahora mas claro, sin ondas,
recortado a la altura de los hombros, te parece el mismo de siempre,
pero acercándote más al espejo lo ves opaco y mustio. Tus ojos,
vuelves a pensar, tan extraños cuando no los oscurece la pintura,
recobran su claridad inocente y se convierten en el único centro donde
hay todavía algún enigma. Te tiras en el viejo butacón, de bordes
renegridos, enciendes un cigarrillo. Si fuera posible alejarse de todo
rápidamente y olvidar las cosas que atan, lo harías sin pensarlo dos
veces, como es tu costumbre. No es fácil y tú lo sabes muy bien.
Qué cosa, Natalia, ni tú misma lo
hubieras pensado. Quién te iba a decir a ti, muchacha de veinticinco
años, muchacha casi en flor, que llegaría a enervarte la vacilación;
tú, que nunca has pensado más de dos veces para decidirte a hacer
alguna cosa. Te has quedado sola. Ellos se han ido, dejando la casa con
el perro y la criada para que te acompañen. Sintieron la muerte al pie
del lecho, midieron el alcance de la contienda, y se dijeron: “Somos
viejos, vamos a morir, no merecemos esta muerte, debemos protegernos”.
Por eso han huido de la ciudad, por eso te han dejado encerrada en la
vieja casa de la Pasteur, entre los árboles que en estos días te han
parecido más frondosos que nunca, de un verde más intenso y cercano:
en estos días has descubierto el velado secreto de las cosas que te
rodean: el verde de los almendros te parece más verde, el rojo de los
hibiscos, más rojo, y el blanco de los menúfares de la fuente, más
blanco. Se han ido. Han ido al campo a proteger sus vidas. Y tú estás
cansada de vivir una vida silente, de escuela en escuela, sin aprender
gran cosa en ningún lugar. Prefieres las novelitas fáciles y las
películas en español: tu vida no se ha hecho para ciertas
complicaciones, ¿no es cierto?
Te desnudas frente al espejo y ves
tu cuerpo, tocado por tan pocos hombres y gozado en verdad por ninguno.
Y suspiras con cierta nostalgia al ver tus senos erectos, tus pezones
carnosos, y recuerdas que las líneas de tu cuerpo, de esbelta suavidad,
han logrado encender ánimos. Sabes bien quiénes han flaqueado por el
rictus de tus labios y la ondulación de tu cabeza cuando la haces girar
impensadamente. Y lo único que ha podido impedirte el pleno goce de
la vida ha sido tu inculcado temor, tu ancestral peso de siglos, el de
tu bisabuela, el de tu abuela, el de tu madre, algo más atenuado en
cada caso aunque siempre presente: la vigilancia constante de papá, el
celo por la virginidad, por la decencia, por el decoro y, todo lo
demás. Crees que ha llegado el momento de romper esos atavismos.
Al principio, cuando ellos se
marcharon sin pensar en nadie, sentiste dolor. No había peligro, todo
estaba pasando, la ciudad iba recobrando lentamente la calma, una calma
angustiosa, insegura, presta a quebrarse en cualquier momento, una
calma preferible, empero, al desasosiego de los combates. Ellos, que
habían permanecido en la ciudad la mayor parte del tiempo quisieron
entonces alejarte de la ciudad. Tú sabías, de seguro, el porqué. Ya
conocían a Phillip, lo habían visto conversar contigo varias veces y
eso les molestaba. Muchas de tus amigas hacían lo mismo: hablaban con
otros, muchachos como Mark el de Danbury, Robert el de Mount Vernon,
Kent el de lowa City. Estaban aquí por obligación, lo habían dicho
muchas veces a todas ustedes. Son hombres, hombres que aman la vida, que
admiran las bellezas naturales de Quisqueya y la mujer dominicana. No
quieren morir. ¿No han venido en son de paz? “We have come in peace”,
ha dicho Phillip, tu Phillip. Han hablado mucho ustedes: de tu país y
del suyo, de la vida, del amor. Luego él ha dejado su arma junto a la
verja, alguna que otra tarde, te ha besado, primero en la mejilla y la
frente y después en los labios. Tú has permanecido quieta, recorrida
por vibraciones extrañas, nuevas. En tus experiencias pasadas sólo
hubo violencia, calor desesperante o miedo a ser devorada por el hombre
o la pasión. Phillip ha llegado en silencio, con su mirar azul
transparente; él te ha ido convenciendo de su amor, te ha prometido
matrimonio inmediato, cosa que antes ninguno había hecho, y tú te has
quedado varada, en un calidoscopio de emociones inusitado, muda,
acariciando sus manos. Eso te estremece ahora que te propones perfumar
tu cuerpo con la colonia que más le gusta a Phillip.
No puedes ni quieres arrepentirte.
Sería un infantilismo. Phillip quedaría decepcionado y te diría: “I
knew you were still a child, baby”. Eso sería un insulto insufrible.
Porque tú no eres ya una niña, tienes veinticinco años y sabes muy
bien lo que haces. En esta hora decisiva de tu vida piensas que Phillip
es el único hombre que te ha querido de veras, el único que ha sido
capaz de amarte intensamente. Después habrá tiempo para hacer una
nueva vida, ya encontrarás nuevos amigos en los dorados campos de
Virginia, que es donde te ha prometido Phillip llevarte cuando termine
todo. ¿Qué más se puede pedir, Natalia? Tocan a tu puerta y, sabes
que es él, que ha pedido permiso especial para venir. Ya no titubeas.
Estás segura de tus pasos como del rocío de las plantas. Abres la
puerta y ves a Phillip con una mirada interrogativa, anhelante, que le
respondes con un beso. Cuando cierras la puerta asiéndote a su mano,
Phillip ya sabe que has decidido acostarte con él, como te había
pedido.
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