José
Alcántara Almánzar
(Santo Domingo, 1946-)
Ruidos
Las máscaras de la seducción
(Santo Domingo: Editora Taller, 1983, 137 págs.)
Vivo solo en un edificio de
apartamentos. Al mudarme aquí no pensé que mi vida cambiaría tan
drásticamente. Nunca, ni por un instante, imaginé los trastornos que
iban a producirse en mi existencia de un modo vertiginoso e
inconcebible.
Empezaré por decir que en los
primeros días lo que más echaba de menos era mi antigua placidez, el
armonioso sistema de la casa que habitaba. Allí podía escuchar con
agrado los insignificantes sonidos que se producían en los alrededores
y en el jardín y ni hablar de esos familiares acentos de las puertas al
abrirse o cerrarse, el nocturno bisbiseo de la brisa en las ventanas, el
sincrónico gotear de los grifos dañados.
Al llegar a este edificio perdí la
tranquilidad. Ahora sólo oigo ruidos infernales día y noche,
escandaloso movimiento de camiones y autobuses gigantescos, apresurada
traslación de carros y peatones, ruidos de toda índole, mucho ruido,
mucho ruido, mucho ruido...
Traté de impedir que la bulla
ocupara mi apartamento como una intrusa a la que no le importan las
groserías de un inquilino corno yo, tan enemigo del alboroto y los
visitantes inoportunos. Primero coloqué cortinas y biombos, después
instalé un aire acondicionado y terminé taponándome los oídos para
aislarme por completo de la fragorosa impertinencia de estos obstinados
adversarios, pero hasta el momento todos mis esfuerzos han resultado
inútiles.
Pasaba el día en el trabajo y por
eso notaba menos los estragos de mi odiosa condición. Al regresar a
casa en la tarde empezaba a sufrir las consecuencias del ruido, que iba
apagándose a medida que las horas transcurrían, mientras yo, afanado
en prepararme la cena o fregar unos platos sucios del día anterior,
intentaba ignorarlo con los tapones debidamente colocados en los oídos.
Durante las primeras semanas pensé
que podría adaptarme a la nueva situación, pues era para mí
absolutamente imprescindible vivir en un lugar cercano al trabajo y el
apartamento me ofrecía esa y otras comodidades, tales como tener
clínica y farmacia a la vuelta de la esquina y estar a un paso de cines
y restaurantes. Me equivoqué. Fui llenándome de irritación. Las
jaquecas iniciaron su acción devastadora y al final de cada día
terminaba postrado en la cama, sin poder conciliar el sueño, extenuado,
incapaz de pensar en algo interesante. A veces el ruido se tornaba tan
insoportable que me hacía creer que iba a volverme loco. Si hallaba un
segundo de sosiego, muy pronto descubría el peligro de esa brevísima
tregua, porque no tardaba en estremecerme la múltiple detonación de
unas motocicletas que se precipitaban hacia el malecón por la avenida,
activadas por un desenfreno que hoy día nadie puede controlar.
Una tarde encontré la forma de
abstraerme de los ruidos, de asordinarlos, de escucharlos apagados, como
si yo me encontrase lejos y no me afectaran en lo más mínimo. Desde mi
ventana observaba furtivamente a mis vecinos de enfrente —los del otro
edificio—, participaba de sus actividades y así mitigaba la soledad y
el agobio. Debido a mi carácter huraño jamás entablaba conversación
con nadie cuando llegaba del trabajo, ni siquiera con las personas que
encontraba en las escaleras del edificio en que vivo. En cambio,
disfrutaba de la contemplación de esas escenas domésticas a las que
fui haciéndome adicto sin darme cuenta. Algunos de los inquilinos se
convirtieron en mi familia. Conocía sus movimientos, sus acciones, sus
peleas, sus ratos de amor. Las ventanas de los otros están
relativamente próximas a la mía; pese a ello compré unos prismáticos
para espiar a mis anchas a este grupo de íntimos desconocidos que ha
llegado a ser parte de mí mismo.
La ventana de la izquierda me
llevaba a la dulce vida privada de una pareja. Durante el día el piso
permanecía cerrado porque ambos estaban en la oficina y no tenían
empleada ni hijos. La curiosidad me apremiaba a llegar temprano a casa e
inmediatamente me colocaba en un buen lugar de observación. La mujer
entraba a eso de las cinco y media, se desnudaba rápidamente y empezaba
a realizar los quehaceres para que su hombre encontrara limpias las
habitaciones y lista la comida. Era algo gorda; joven, eso sí, y muy
dinámica; no se sentaba nunca, parecía una abeja en actividad
constante. Cuando llegaba su hombre, ella lo besaba y se quedaban
abrazados un momento. Luego él ponía sobre una mesa el periódico que
traía bajo el brazo y se tiraba en la cama, lleno de apetitos
impostergables, llamando a su mujer con las manos extendidas. Ella lo
miraba golosa, vacilando entre ocuparse de la olla que había dejado en
la estufa y el placer que le prometía su amado y sin pensarlo mucho
corría una delgada cortina y se echaba sobre su hombre. El visillo me
nublaba la imagen. A prima noche y con las luces sin encender aún era
muy poco lo que podía ver a través del fino velo que la mujer
interponía entre ellos y yo. Me complacía el movimiento de aquellos
cuerpos en íntima comunicación, aquella alegre fiesta de la carne
sudorosa y tensa, adivinada más que efectivamente vista desde mi puesto
de mira.
La ventana de al lado descubría el
mundo de una mujer solitaria, en cierto modo única, un tanto exótica
en su apariencia física. Las paredes de su habitación estaban
decoradas con dibujos insólitos, formas retorcidas y lascivas que
simulaban un universo vegetal que la mujer había creado con sus propias
manos. La pintora daba la impresión de estar sumergida en una espesa
selva de colores y líneas en la que ella, ante un caballete, se ponía
a trabajar sin descanso. A veces desaparecía de mi vista y reaparecía
más tarde con un jarrito que se llevaba a los labios, entre un trazo y
otro. Muy tarde en la noche apagaba la luz y el cuarto en penumbras se
poblaba de vegetales móviles, que despertaban de su letargo e iniciaban
una ardiente danza alrededor de la cama de esta artista angulosa,
desaliñada, de pelo claro y nariz imperativa, que no cesaba de fumar
cuando trabajaba en sus pinturas.
Sí, parecía que era la única
forma de evitar que los ruidos me enloquecieran. Al espiar a los vecinos
del edificio de al lado, me alejaba del mundo, me introducía en el alma
de los otros, como en la niebla de un sueño en el que todo es verdad y
mentira al mismo tiempo. Podía incluso suponer sus acciones cuando no
los veía, si habían ido al baño o salido a la esquina a comprar un
periódico. Ya calculaba con bastante precisión cuándo volverían, en
qué momento encenderían o apagarían la luz, a qué hora comerían.
Pero también es rigurosamente cierto que a veces me descubría en la
cama, todavía con la ropa puesta, como si despertara de un letargo de
días. Entonces pensaba que aquellas curiosas escenas no eran más que
un extraño sueño, un modo de acomodarme a la nueva realidad.
El viejo vivía en otro de los
apartamentos y todas las noches se ponía a trabajar, después que
empezaban a encenderse las luces en el resto del edificio. El viejo no
recibía visitas y era el más tranquilo de los inquilinos en asuntos de
hábitos. Se levantaba temprano, mucho antes que yo -que ya no tenía
horas fijas para espiar a la gente-, hacía su cama, se lavaba, se
afeitaba, ordenaba cuidadosamente el cuarto y luego preparaba café y se
sentaba en una mecedora a leer el diario. Se marchaba a las siete de la
mañana cada día y no regresaba hasta las seis o siete de la noche,
reflejando fatiga, preocupación, deseos de descansar. En lugar de
acostarse, encendía una lámpara y sentado a la mesa empezaba a
escribir con un lápiz amarillo.
El conjunto más desagradable lo
formaban un hombre, su mujer y un niño de aproximadamente tres años
que ponía la casa patas arriba y llevaba a su madre al borde de la
histeria. Era la única que no salía de su vivienda en todo el día,
dedicándose al cuidado del inquieto hijo. Tenía que alimentarlo,
bañarlo y entretenerlo. El televisor no era suficiente para completar
las extenuantes pantomimas que la madre ejecutaba para divertir al niño
y aliviar los efectos del encierro. En la noche llegaba el hombre, casi
siempre a pelear con la mujer o entregarse a la bebida, sentado en un
sillón negro en el que oía la radio, sordo a los reclamos del niño.
Éste me descubrió espiándolos en una ocasión y les dijo a sus padres
(no necesitaba estar allí para saber lo que decía: me bastaba ver su
expresión de sorpresa, su mano señalándome insistentemente) que
había un hombre del otro lado, mirándolos desde la ventana. Sentí
frío, temor de que me descubrieran y llamaran a la policía. Me oculté
detrás de la pared y después que pasó el peligro reaparecí
cauteloso. Mis vecinos habían cerrado la ventana en señal de disgusto.
Desde entonces sólo a medias tenía acceso a ese apartamento, porque el
hombre colocó una tabla que me impedía observar todo lo que ocurría
allí. Únicamente veía cabezas, mitades de cuadros, la antena del
televisor, al niño nunca.
Por último, podía seguir los
movimientos de un hombre que vivía solo en el extremo derecho del
edificio. Pasaba horas haciendo ejercicios con pesas, en un ritual
parsimonioso que no alteraba nunca. Cada día a la misma hora el hombre
aparecía en la ventana y comenzaba a flexionar los músculos con pesas
de distintos tamaños. Su cuerpo transpiraba mucho; desde lejos parecía
estar tomando un baño turco. En los días de calor yo pensaba que aquel
gimnasta iba a derretirse en medio del esfuerzo.
Hasta este momento no he dicho lo
más importante de mi experiencia de mirón. Mirar se convirtió en un
vicio irresistible. Cuando no estaba brechando, el ruido volvía a
apoderarse del apartamento y yo regresaba a mi anterior estado de
desesperación. Mi capacidad de trabajo había caído a unos niveles tan
bajos que mi jefe, después de amonestarme en varias oportunidades, me
comunicó que la compañía había decidido despedirme por
«conveniencia del servicio». Me entregó un cheque y me dijo que
podía marcharme en seguida si así lo deseaba, que me fuera a
descansar. Yo recibí el papel con un gesto impasible. El dinero de la
liquidación me daría para vivir un tiempo, pero yo no tenía
intenciones de buscar nuevo trabajo ni abandonar mi apartamento como no
fuera para proveerme de lo necesario. Mi obsesión permanente eran los
otros, mis vecinos. Sentía la necesidad de penetrar más en sus vidas,
compartir de cerca su intimidad, suplantarlos en sus acciones, modificar
sus defectos, entablar con ellos un diálogo permanente que hiciera
menos salvaje mi soledad.
Contar la forma en que conseguí la
llave maestra del edificio vecino podría resultar increíble. Pero lo
cierto es que para llegar al interior de esos apartamentos sin forzar
las cerraduras tenía que hacerme de esa llave a como diera lugar. El
conserje resultó ser un viejo demasiado campechano y yo supe, con poco
esfuerzo, ganar su amistad. Me acerqué a él con pretextos inocentes,
preguntándole los nombres de mis víctimas (¿debería llamarlas
así?), diciéndole que era vendedor de enciclopedias. Un día le
regalé un paquete de cigarros y mostró gran alegría, porque lo había
tomado en cuenta -así dijo-, le demostraba afecto, cosa muy rara en
estos tiempos. Después hice lo que me dio la gana. Nos poníamos a
jugar a las cartas en su habitación y bebíamos aguardiente. Su
debilidad por el alcohol hizo más fácil mi trabajo. Aprovechando que
dormitaba, una tarde le robé la llave y corrí a sacarle copia. Pude
incluso devolvérsela sin que se percatara.
Mis entradas y salidas ya no
despertaban sospechas. Era amigo del conserje y mi trabajo no podía ser
más positivo: llevar la cultura a los demás. La primera vez que entré
a uno de los apartamentos lo hice con extrema precaución. Decidí
visitar el de la pareja cuando se encontrara fuera. Así pude formarme
una clara idea de lo que tenía: la disposición de los muebles, la
intensidad del ruido y de la luz en aquel mundo íntimo que yo invadía
en secreto. Otro día aproveché la ausencia de la pintora y fui a su
estudio. Quedé impresionado con los dibujos de las paredes. Me senté
en un sillón y pasé un buen rato mirando cómo las formas cambiaban o
parecían moverse ante mis ojos. El apartamento estaba lleno de cuadros.
Un olor a pintura, aguarrás y colillas enrarecía la atmósfera. En el
caballete, cubierto por un paño, había un cuadro. La curiosidad me
llevó hasta el centro de la habitación. Recibí un fuerte impacto al
encontrar mi propio retrato esbozado en la tela. Era yo, de pie junto a
la ventana, mirando fijamente hacia ninguna parte, con una expresión
confusa y melancólica y los ojos extraviados, como los ojos de un ciego
que no mira a ninguna parte. Sentí realmente miedo. No sabría explicar
por qué, pero tenía la sensación de haber sido descubierto por la
pintora desde el principio. Sin embargo, no recordaba que ella hubiese
mirado hacia mi apartamento. Permanecía horas trabajando sin acercarse
a la ventana. Aún así, yo era el que ella estaba pintando; yo, rodeado
de ramas de árboles sombríos y ella observándome al fondo del cuadro.
No pude soportar aquello por mucho tiempo. Cubrí de nuevo el cuadro, lo
quité del caballete y me lo llevé a mi apartamento. Ahora tengo en mi
refugio muchos objetos de mis vecinos: mi propio retrato, un reloj de
pared, una pesa de hacer ejercicios, una lamparita en forma de payaso,
un jarrón, banderines, una pelota de fútbol, lapiceros. Nadie ha
venido a reclamar sus pertenencias. Me adueñé de cosas que no eran
mías y sus propietarios no decían nada, o sea, que aceptaban mis
pequeños hurtos como algo natural.
Entraba y salía de aquellos
apartamentos cuando me daba la gana, aunque no lo hacía cuando mis
vecinos estaban allí, comiendo, durmiendo, haciéndose el amor, sino
cuando podía actuar con entera libertad. Temía que me atraparan, me
daban pánico las consecuencias de mi incontrolabíe delito. Al
apartamento del niño fui pocas veces. Odio el olor a grasa y orines,
que es lo único que se respira en aquel ambiente. El del gimnasta no me
gustó, no había más que pesas, bicicleta estacionarias y otros
artefactos deplorables, aparte de que el tipo casi me descubre una
mañana en que había olvidado algo y regresó a buscarlo. Tuve que
meterme en un armario y esperar a que se marchara para salir de mi
escondite. Donde mejor me he sentido es en el apartamento de la pintora.
Voy siempre que me lo permiten las circunstancias. Paso mucho tiempo
contemplando las paredes, mirando los cuadros, escrutando lo que ella
pinta. Después que robé mi retrato, ella se puso a hacer un paisaje
sin figuras humanas.
En el apartamento del viejo fui
testigo de revelaciones alarmantes. Es un espacio muy ordenado donde
cada cosa parece ocupar su sitio desde siempre; es como si nunca hubiese
movido nada de lugar. Pasé unos minutos en la mecedora, hojeé el
periódico, vi muchos diccionarios y propaganda de la que usan los
vendedores de enciclopedias (así se ganaba el viejo la vida, vendiendo
enciclopedias) y en la mesa encontré un cuaderno y el lápiz amarillo
que usa todas las noches, sin apartar los ojos del papel. Había un
escrito. No era una carta ni nada por el estilo. Tampoco le había
puesto título. Leí el primer párrafo: «Vivo solo en un edificio de
apartamentos. Al mudarme aquí no pensé que mi vida cambiaría tan
drásticamente. Nunca, ni por un instante, imaginé los trastornos que
iban a producirse en mi existencia de un modo vertiginoso e
inconcebible.»
Seguí leyendo, con avidez,
atropelladamente. Cada párrafo revelaba parte de mi propia tragedia
cotidiana. Se describían los ruidos, los infernales ruidos que estaban
acabándome, la forma en que lograba aliviar mi suplicio, cómo me
convertía en empedernido fisgón y hacía impunes robos a los vecinos.
Entonces me di cuenta de que el viejo lo sabía todo, absolutamente
todo. Había seguido mis pasos o inventaba una historia sobre un sujeto
que no puede resistir el ruido y, desesperado, termina refugiándose en
un mundo de fantasías. Pero la historia estaba inconclusa, detenida en
el instante en que el mirón penetra al apartamento del viejo y se pone
a revisar un manuscrito hallado en una mesa.
Quedé apabullado, no sabía
realmente qué pensar. Me levanté de la mesa y fui hasta la ventana. La
tarde agonizaba y el viejo no regresaría hasta las siete. Era una tarde
particularmente oscura, sin sol, con un cielo nublado que hacía más
grises los grises del edificio y ensombrecía los interiores de las
casas. Desde allí vi mi apartamento y no quise dar crédito a lo que
mis ojos veían. Estaban todos reunidos, celebrando algo, confundidos en
alegre conciliábulo. El gimnasta levantaba un vaso, brindaba, mostraba
sus hinchados músculos, alzándose sobre los demás con formidable
superioridad. La pareja, felicísima, brindaba también. Hasta la
familia del niño se encontraba en mi casa, entregada al festejo,
mientras el diablillo lo revolvía todo. La pintora, sentada cerca de la
ventana, conversaba con el viejo. Ambos bebían, parecían mirarme sin
sorpresa desde el otro lado.
Corrí hasta mi apartamento. Al
llegar, sin hacer ruido, introduje la llave en la cerradura y abrí la
puerta violentamente: Todo estaba en orden, no había nadie a quien
pudiera acusar de nada. Se habían esfumado. Caí sin fuerzas sobre la
cama y dormí no sé cuánto tiempo.
A partir de aquella tarde perdí la
noción de la realidad. Ahora soy incapaz de diferenciar mis sueños de
mis vigilias, los actos verdaderos de las fantasías. Creo que volví un
par de veces al apartamento del viejo, sólo para ver cómo progresaba
la historia del fisgón. El texto no avanzaba, parecía atascado en
algún punto difícil que el viejo no podía resolver. Se notaban los
borrones, las correcciones hechas al manuscrito, las repeticiones.
Desde entonces no he vuelto a salir.
Mi amigo el conserje murió de una cirrosis y un hombre joven ocupó su
lugar. Permanezco en mi apartamento todo el día, con la diferencia de
que ya no voy a la ventana a brechar a mis vecinos. Perdido el interés
en los otros, lo único que oigo son ruidos espantosos. El ruido
terminará aniquilándome. Me quedo en la cama, muy quieto (no puedo
levantarme porque apenas pruebo bocado), soñando o imaginando cosas
imposibles. Me pregunto si el viejo habrá concluido la historia del
mirón. Lo último que recuerdo haber leído en su cuaderno era una
reiteración; la historia se enroscaba como una serpiente, se mordía la
cola, volvía casi al principio con estas palabras:
«Ahora sólo oigo ruidos infernales
día y noche, escandaloso movimiento de camiones y autobuses
gigantescos, apresurada traslación de carros y peatones, ruidos de toda
índole, mucho ruido, mucho ruido, mucho ruido...»
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