José Emilio Pacheco
(Ciudad de México, 1939-2014)
La cautiva
El viento distante
(México, D.F.: Ediciones Era, 1963, 59 págs.)
A John Brushwood
A las seis de la mañana un sacudimiento pareció arrancar de cuajo al pueblo entero. Salimos a la calle con miedo de que los techos se desplomaran sobre nosotros. Luego temimos que el suelo se abriera para devorarnos. Calmado el temblor, nuestras madres seguían rezando. Algunos juraban que el sismo iba a repetirse con mayor fuerza. Bajo tanta zozobra, creímos, no iban a enviarnos a la escuela. Entramos dos horas tarde y en realidad no hubo clases: nos limitamos a intercambiar experiencias.
—En pleno 1934 —dijo el profesor— ustedes no pueden creer en las supersticiones que atemorizan a sus mayores. Lo que pasó esta mañana no es un castigo divino. Se trata de un fenómeno natural, un acomodo de las capas terrestres. El terremoto nos ha permitido apreciar la superioridad de lo moderno sobre lo antiguo. Como pueden ver, los más dañados son los edificios coloniales. En cambio los modernos resistieron la prueba.
Repetimos su explicación ante nuestros padres. La consideraron una muestra del descreimiento que trataba de infundirnos la escuela oficial. Por la tarde, cuando ya todo estaba de nuevo en calma, me reuní con mis amigos Guillermo y Sergio. Guillermo sugirió ir a investigar qué había pasado en las ruinas del convento. Nos gustaba jugar en él y escondernos en sus celdas. Hacia 1580 lo construyeron en lo alto de la montaña para ejercer su dominio sobre los valles productores de trigo. En el siglo XIX lo expropió el gobierno de Juárez y durante la intervención francesa sirvió como cuartel. Por su importancia estratégica fue bombardeado en los años revolucionarios y la guerra cristera condujo a su abandono definitivo en 1929. A nadie le agradaba pasar cerca de él: “Allí espantan”, decían.
Por todo esto considerábamos una aventura adentrarnos en sus vestigios, pero nunca antes nos habíamos atrevido a explorarlos de noche. En circunstancias normales nos hubiera aterrado visitar a esas horas el convento. Aquella tarde todo nos parecía explicable y divertido.
Cruzamos la pradera entre el río y el cementerio. El sol poniente iluminaba los monumentos funerarios. En vez de ascender por la rampa maltrecha que había sido el camino de los carruajes y las mulas utilizamos nuestro atajo. Subimos la cuesta hasta que el declive nos obligó a continuar casi arrastrándonos. Nadie se animaba a volver la cara por miedo de que le diera vértigo la altura. No obstante, cada uno de nosotros intentaba probar en silencio que los cobardes eran los otros dos.
Al llegar a la cima no apreciamos estragos en la fachada. Las ruinas habían vencido un intento más de pulverizarlas. Lo único extraño fue encontrar una gran cantidad de abejas muertas. Guillermo tomó una entre los dedos y volvió en silencio a nuestro lado. El patio central se hallaba cada vez más invadido por cardos y matorrales. Vigas decrépitas apuntalaban los muros agrietados.
Avanzamos por el pasillo cubierto de hierba. La humedad y el salitre habían borrado los antiguos frescos que representaban escenas de la evangelización en una zona destinada a alimentar a los trabajadores de las minas. A cada paso aumentaba nuestro temor pero nadie se atrevía a confesarlo.
El claustro nos pareció aún más devastado que otras partes del edificio. Por los peldaños rotos subimos al primer piso. Había oscurecido. Empezaba a llover. Las gotas resonaban en la piedra porosa. Los rumores nocturnos se levantaban en los alrededores. El viento parecía gemir bajo la luz difusa que precede a las tinieblas. Sólo llevábamos una lámpara de mano que Guillermo pidió prestada a su padre.
Sergio se asomó a una ventana y dijo que por el camposanto rodaban bolas de fuego. Nos estremecimos. A la distancia se escuchó un trueno. Varios murciélagos se desprendieron del techo y su aleteo repercutió entre las bóvedas. Nos echamos a correr. Íbamos a media escalera cuando nos sobresaltó el grito de Sergio. Guillermo y yo regresamos por él. En la penumbra lo vimos estremecerse y apuntar hacia una celda. Lo tomamos de los brazos y, ya sin ocultar nuestro pavor, fuimos hacia el sitio que señalaba con sonidos guturales.
En cuanto entramos Sergio logró zafarse de nosotros. Se echó a correr, huyó y nos dejó solos. Guillermo encendió la linterna. Vimos que al derribar una pared el temblor había puesto al descubierto un osario. El haz de luz nos permitió distinguir entre calaveras y esqueletos la túnica amarillenta de una mujer atada a una silla metálica: un cadáver momificado en lo que parecía una actitud de infinita calma y perpetua inmovilidad.
Sentí el horror en todo mi cuerpo. No sé cómo, pude vencerlo por un instante y acercarme a la muerta. Guillermo susurró algo para detenerme. Acerqué el foco hasta el cráneo de rasgos borrados y rocé la frente con la punta de los dedos. Bajo esa mínima presión el cuerpo entero se desmoronó, se volvió polvo sobre el asiento de metal.
Fue como si el mundo entero se pulverizara con la cautiva. Me pareció escuchar un estruendo de siglos. Todo giró ante mis ojos. Sentí que, revelado su secreto, el convento iba a desintegrarse sobre nosotros. Yo también quedé inmovilizado por el terror. Guillermo reaccionó, me arrastró lejos de ese lugar y huimos cuestabajo a riesgo de despeñarnos.
En la falda del cerro nos encontraron nuestros padres y las otras personas que habían salido a buscarnos. Acababan de escuchar la narración estremecida de Sergio. Unos cuantos quisieron subir hasta las ruinas. El padre Santillán nos condujo a la iglesia para hacernos la señal de la cruz con agua bendita. La madre de Guillermo nos dio valeriana y té de tila.
Hora y media después nos alcanzaron en la sacristía quienes habían subido al convento para verificar nuestro relato. El profesor intentó formular otra hipótesis racional que convenciera a todo el pueblo y anonadara a nuestro párroco. El terremoto, afirmó, puso al descubierto una antigua cripta con restos casi deshechos. No había un solo cuerpo momificado. Desde luego la presencia de una silla de metal en el osario resultaba extraña, pero debía tratarse de un olvido por parte del fraile a quien se encomendó ordenar las osamentas. Ningún cadáver se pulverizó bajo mi tacto: fue una alucinación producida por nuestro miedo cuando la oscuridad nos sorprendió en un lugar abandonado al que rodeaban leyendas sin base histórica. Nuestras visiones, terminó, eran consecuencia lógica de la perturbación que en todos los habitantes causó el temblor.
Fueron inútiles explicaciones, bromas y consuelos. No cerré los ojos en toda la noche. La imagen del cuerpo que se disgregaba al tocarlo no se apartó de mí jamás. Entre todos nuestros interrogadores sólo el padre Santillán no se dejó intimidar y aceptó nuestra versión. Dijo que nos tocó asistir al desenlace de un crimen legendario en los anales del pueblo, una venganza de la que nadie había podido confirmar la verdad.
El cadáver deshecho bajo mi tacto era el de una mujer a la que en el siglo XVIII administraron un tóxico paralizante. Al abrir los ojos se halló emparedada en un osario. Murió de angustia, de hambre y de sed, sin poder moverse de la silla en que la encontramos ciento cincuenta años después. Era la esposa de un corregidor. Su doble crimen fue tener relaciones con un monje del convento y arrojar a un pozo al niño que nació de esos amores.
Guillermo preguntó cuál había sido el castigo para el fraile.
—Fue enviado a Filipinas —respondió Santillán.
—Padre, ¿no cree usted que fue una injusticia? —me atreví a preguntar.
—Tal vez el religioso merecía un castigo severo. Si bien no puedo aprobar el emparedamiento, no olviden ustedes lo que dice Tertuliano: “La mujer es la puerta del demonio. Por ella entró el Mal en el paraíso y lo convirtió en este valle de lágrimas”.
Pasó el tiempo. Los niños de 1934 nos hicimos adultos y nos dispersamos. Mi vida en el pueblo se acabó para siempre. Jamás regresé ni volví a ver a Sergio ni a Guillermo. Pero cada temblor me llena de pánico. Siento que la tierra devolverá a sus cadáveres para que mi mano les dé al fin el reposo, la otra muerte.
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