José Emilio Pacheco
(Ciudad de México, 1939-2014)


Cinco ficciones
La sangre de Medusa y otros cuentos marginales
(México, D.F.: Ediciones Era, 1990, 136 págs.)



EL BATALLÓN DE LOS INVÁLIDOS

      La guerra, la ya remota hora de la espada, los puso allí, en el cuartel opaco y salitroso, para tomar el sol, pulir sus medallas y hablar de lo que nunca volvería. Mutilados por el sable, la bala o la metralla, tristemente desfilaban en las conmemoraciones, asistían a homenajes, probaban en la vejez el mal sabor del mundo y la pesadumbre del olvido. En 1904 los Inválidos, veteranos de la guerra de Reforma, la Intervención francesa y las rebeliones de Porfirio Díaz, eran los despojos de la edad heroica, el modelo que no imitaban los jóvenes oficiales, educados en academias extranjeras.

       El general Cortés subió a la tribuna. Le disgustó advertir que don Porfirio no había asistido a la ceremonia. Junto al sillón vacío del presidente estaban los ministros y el cuerpo diplomático; al fondo, casi al margen, el Batallón de los Inválidos. Miró las caras grises, los cuerpos de miembros cercenados, las muletas. Ordenó sus papeles y empezó a leer el discurso. Se refirió en primer término a la exageración de los historiadores que magnificaban la parte desempeñada por el viejo militar en aquel hecho de armas.
       —El héroe de ese combate no soy yo: es el general Evaristo Ceballos (a partir de aquel día el parque donde se celebraba el homenaje iba a llevar su nombre), muerto cuarenta años atrás en defensa de las instituciones republicanas. Apenas fui un soldado más; me limité a cumplir mi deber y a derramar mi sangre por la patria en peligro. No legaré a mis hijos sino un apellido limpio que de generación en generación podrá trasmitirse con orgullo. Ningún honor tan alto como haber luchado contra las tropas invasoras en el momento más glorioso de México. Nuestros heroicos mutilados —le temblaba la voz— están aquí como testigos de mi pundonor y mi intachable trayectoria. Desde la tumba Evaristo Ceballos se levanta para darme un abrazo de jefe y de hermano.

       Los Inválidos se dieron cuenta de que asistían a una enorme burla contra la memoria de Ceballos. Muchos recordaban aquella tarde: Cortés permaneció inmóvil en un cerro cuando debió haber cargado al frente de la caballería. Las fuerzas mexicanas quedaron diezmadas por los cañones del mariscal Bazaine. Ceballos cayó muerto con una larga herida en la frente. Su cuartelmaestre se incorporó meses después al ejército de Maximiliano. Y luego, cuando los franceses abandonaron al archiduque y el imperio ficticio estaba a punto de desmoronarse, Cortés no vaciló en regresar a las filas liberales. Más tarde apoyó la rebelión de La Noria y el Plan de Tuxtepec. En retribución Porfirio Díaz le dio el gobierno y la comandancia militar de un estado del centro. Allí se enriqueció sin medida.

       Todo esto lo explicaron los Inválidos ante el tribunal militar que absolvió al Batallón, convicto y confeso de haber dado muerte al general Cortés con garfios, muletas y piernas de madera. Los ministros y los diplomáticos nunca olvidarían el asombro que les causó ver cómo los muertos despertaban y avanzaban hacia esa región en que el ayer se vuelve el todavía.


INCIPIT COMOEDIA

      Yo no se escucha el roce de la pluma. Miles de versos han quedado escritos. Todos tus sueños, tus deseos y tus rencores se han convertido para siempre en tercetos. Tu existencia acaba de cumplirse. Nada te espera ya sino la muerte. Cuando hasta el mármol de tu sepulcro se haya pulverizado y nada sobreviva de quienes te amaron o te odiaron, renacerás cada vez que alguien lea tu Comedia. Debes sentirte satisfecho: nadie superará la obra que has terminado después de tantos años. Pero ¿no cambiarías toda tu gloria por ser Simón de Barli? Simón de Barli es sólo un comerciante florentino, no entiende de poesía y nadie lo conoce en París ni en Provenza. Y sin embargo él tuvo y tiene lo que nunca alcanzaste ni alcanzarás. Respira el aire de Florencia. Acaso un soplo de este aire tocó los labios de Beatriz Portinari.

LA ESTATUA EFÍMERA

      Aquella noche los empleados de Telas León celebraban el cumpleaños de su jefe. Para darle una sorpresa habían ordenado esculpir en un bloque de hielo el animal que daba nombre a la empresa y apellido a su dueño. En la sala de fiestas todos bebieron demasiado. El señor León ya estaba ebrio gracias a los brindis en la oficina. Del brazo de sus agentes vendedores, entre empellones, risotadas, confidencias, entró en el salón cuando la orquesta iniciaba «Bésame mucho». Canturreó en español y en un inglés aproximativo. Acarició a las secretarias y pidió que le tomaran fotografías.
       Sobre un carro impulsado por cuatro meseros llegó el gran león de hielo. Tambaleante, susurrando incoherencias, el jefe se levantó de la mesa, se acercó a la estatua, se aferró a la melena de hielo y subió al pedestal. Ordenó al fotógrafo que lo retratara en la actitud de los grandes domadores: la cabeza metida entre los colmillos de la fiera.
       Los comensales empezaron por celebrar la ocurrencia. Luego creyeron ver un acto de ilusionismo, una broma excesiva sólo justificable en la noche que rompía una vez al año el tedio y la rigidez cotidianas. Porque sin un rugido, la estatua cerró sus fauces y cercenó la cabeza del señor León.
       El fotógrafo recibió en sus brazos el cuerpo decapitado. Afirmó que, debido a la brusquedad del movimiento, quizá la foto iba a salir borrosa. Nadie supo qué actitud asumir. Ahora se culpan mutuamente por haber ordenado un león de hielo sin calcular ni el peligro que representaba ni la mala fama que rodea al cocinero. Acaban de apresarlo bajo el cargo de esculpir efímeras estatuas en exceso realistas y a menudo vivientes.


GRAN TEATRO

      Entre bastidores, ajeno al espectáculo y al ruido, el hombre contemplaba de lejos la función. De pronto se encontró arrojado al escenario, impelido a una farsa cuyos motivos ignoraba. Sus parlamentos no hallaron respuesta. Al margen del diálogo que sostenían los comediantes, sintió que lo dominaba un gran desamparo.
       Los actores se retiraron de la escena. Quedó solo en el tinglado ante un público fiero que reclamaba una segunda tanda. Lo agobiaron de injurias y silbidos, lo cubrieron de escupitajos, le arrojaron objetos contundentes. Para defenderse intentó distraerlos con juegos malabares. Fracasó. Ensayó saltos y contorsiones, fue en vano. La sala que hasta entonces él había percibido como una oscura caverna se le reveló como un zoológico: aunque vestidos con ropajes humanos, los que estaban sentados en las butacas eran sin excepción animales de todas clases.
       Un tigre erguido sobre sus patas traseras subió al escenario y comenzó a arrojarle dagas afiladas que le arrancaban trozos de piel sin llegar a hundirse en su carne. El hombre protestó su inocencia: aquél no era su oficio y no tenía culpa alguna por no estar a la altura. A una señal del tigre la multitud se unificó para castigarlo. Garras, colmillos, cascos y pezuñas acabaron con él en unos cuantos segundos. Otro hombre, ajeno al espectáculo y al ruido, contemplaba de lejos la función.


TRANSFIGURACIÓN

      La Ciudad de México amaneció envuelta en niebla. La multitud se reunió ante el quemadero de San Diego, en un extremo de la Alameda. La leña verde esperaba a Miguel Pérez Maza, cacique de Cuecoxtla, nigromante, mantenedor de los cultos gentiles que el Santo Oficio persigue en defensa de la única y verdadera fe.
       En su celda del palacio de la Inquisición el hechicero aguardaba tranquilamente la hora del martirio. No renegaría de sus dioses aunque en el último momento le ofrecieran la muerte por garrote vil a cambio del dolor intolerable de ser quemado vivo.
       Cuatro veces rechazó al confesor, y los padres dominicos vieron en su contumacia la señal inequívoca de que el indio estaba poseído por el demonio, a quien aún no lograban desterrar del Nuevo Mundo.

       El gran inquisidor Luis de Pineda contemplaba por la ventana la plaza de Santo Domingo y se disponía a desayunarse a la usanza de estas tierras. Como todas las mañanas su joven sierva indígena entró con el chocolate espumoso y humeante y el pan dulce recién salido del horno. Luis de Pineda acabó con las primeras raciones y pidió más. Estaba de buen humor. Espectáculos como el que se disponía a presidir ya era tan raros que celebrarlos constituía un motivo de exaltación.
       Cuentan las crónicas que un hecho extraño sucedió durante el auto de fe: una vez que se hubo negado a reconciliarse para ser muerto por garrote y que sólo su cadáver fuera consumido por las llamas, el nigromante, a quien el humo asfixiaba y que ya sentía el tormento de las primeras quemaduras, juró ser no Miguel Pérez Maza sino el gran inquisidor Luis de Pineda, a quien injustamente atormentaban pues había sido víctima de una maniobra infernal. Sin embargo el hechicero clamaba con su misma voz y acento de aborigen, y el gran inquisidor estaba allí mismo en San Diego, observando la tortura y muerte del cacique con la sonrisa de un hombre que cumple su deber.
       Murió el brujo en la hoguera gritando de dolor. Y lo más sorprendente del caso fue que Pineda desapareció esa misma tarde con su sierva indígena y nunca más volvió a saberse de ellos.



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