José Emilio Pacheco
(Ciudad de México, 1939-2014)


Civilización y barbarie
El viento distante
(México, D.F.: Ediciones Era, 1969, 2. ed., rev. y ampliada, 138 págs.)



A José Ricardo Chaves

      El fuerte es un punto a mitad de la pradera. Hacia él convergen los apaches encabezados por Jerónimo. Al galope bajan de los montes y blanden fusiles, arcos, lanzas. Querido papá: Gracias por el regalo. Llegó justo el día de mi cumpleaños. Tardé una semana en contestarte porque fuimos movilizados y ahora estamos en plena selva. Me porté bien en mi bautismo de fuego. Recuerdo lo que me contabas de cuando luchaste contra los japoneses en Guadalcanal. De verdad es única la sensación de poder que te da el lanzallamas. Olson, un muchacho de Nebraska, lo considera un arma sucia. Quemar vivos a los otros —me dice— es algo que, como la tortura, deberíamos dejarles a los amarillos. Por mi parte, no me desagrada, todo lo contrario, achicharrar vietcongs. Dispositivos electrónicos, trancas, cerrojos: todo funcionaba. Esas puertas de hierro los detendrían. Ni con cañones los amotinados iban a entrar en mi casa. ¿Para qué iban a usarlas contra una persona decente, con un hijo luchando por la libertad en Vietnam? Todo el mundo me respetaba, yo era mister Waugh. Me acerqué al ventanal y desde el piso diecinueve observé una ciudad desconocida para quienes la miran desde los rascacielos más altos. Allí estaban todos los beneficios de la cercanía y todas las ventajas de la distancia. El centinela observa la polvareda y da el toque de alarma. El coronel sube a la estacada y enfoca sus prismáticos. Los apaches se acercan al fuerte para presentar su última batalla. Los soldados de uniforme azul-marino cargan sus armas y corren a sus puestos. Vamos a limpiar toda la zona. Los congs la han llenado de galerías subterráneas. Pisamos un terreno sembrado de trampas, pozos ocultos entre la maleza que tienen en el fondo puntas afiladas de bambú. No sé de dónde salen tantos charlies: matas cincuenta y al instante los reemplazan mil. Pese a todo, estoy seguro de que al concluir este 1967 lograremos el control absoluto. Papá, ustedes deben presionar para que Johnson nos autorice a destruir Norvietnam. Una cadena de bombardeos, una ofensiva terrestre y en dos semanas entramos en Hanoi. Sentí el placer de hundirme en el sillón de hulespuma forrado de terciopelo. Al echarlo a andar se dislocó para estimularme con un masaje que aceleró la circulación en todo mi cuerpo. Me gustaba la casa. Había anhelado tanto la seguridad que encontraba en ella. Envejecí en los años transcurridos desde el divorcio. Ya no tenía interés en lo que antes consideraba mis aventuras. Cada viernes llamaba por teléfono a una chica distinta. Era tan sencillo como arreglarse con otras mujeres para que limpiaran el apartamento. Dan vueltas en torno de la empalizada y arrojan las primeras flechas incendiarias. Nuestra superioridad humana y tecnológica es de verdad aplastante. No me explico en qué forma han podido resistir estos habitantes de la prehistoria. Papá, Vietnam no es ni será otra Corea. Tengo absoluta fe en nuestra victoria. Ni rusos ni chinos intervendrán jamás. Nadie quiere desatar la tercera guerra mundial porque todos resultarán destruidos. Regresé a la ventana. La multitud corría envuelta en nubes de gas. Sobrevolaban helicópteros. No había peligro para mí, estaba a salvo. Y nosotros cada vez tenemos mejores armas. ¿Has visto en televisión la bomba que esparce en varios metros a la redonda diez mil agujas que por todos lados tienen tanto filo como una navaja de afeitar? Las flechas caen en los cobertizos. Arde el depósito de pastura. Los apaches cargan de nuevo. Disparan sin frenar su galope. En lo alto de la empalizada se desploman varios soldados. Un helicóptero descendió entre las filas de rascacielos. No me explico por qué allá protestan contra nosotros si estamos arriesgando nuestras vidas a nombre de todos. Desmontan, trepan por la empalizada, la lucha cuerpo a cuerpo se generaliza dentro del fuerte. Arrojaron chorros de agua y balas de salva contra los amotinados. Los apaches abren el portón. Entra una oleada de jinetes. Arden las carretas de heno. Después te hablaré de mi experiencia en combate. Ahora debo ver al médico. Necesito dosis más poderosas. Nunca creí que en Saigón una putita de trece años pudiera estar tan infectada. Los defensores tienen que replegarse a la barraca central del fuerte. El ascensor se detuvo en mi piso. Escuché gritos, pisadas, golpes a la puerta. Tony Waugh atravesó el campamento rumbo a la enfermería. No hay calor como el que produce la humedad del río Mekong. Al terminarse las balas los soldados empuñan los sables. Tomé la ametralladora y disparé contra la puerta. Se escucha el clarín del Séptimo de Caballería. Las apaches huyen del fuerte. Los defensores se han salvado. La hojarasca cedió bajo sus pies. Tony Waugh se hundió con un grito en las puntas de bambú que erizaban la trampa. Antes de asomarme a ver qué había ocurrido intenté apagar el televisor. Era ya tarde: los apaches salían de la pantalla y arrasaban con todo. La ametralladora se deslizó de mis manos y sentí que me destrozaban los cascos sin herradura.


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