A la memoria de Ricardo Gullón
Desde su noche ve
no la otra sombra
sino su claridad.
Brilla en el mar nocturno
la sal del sol, a solas, agua adentro,
en su materia misma inasible.
En la honda arena cae lo muriente
pero lo vivo resplandece en la gota
a la que sólo puede interrogar
la mirada del pez profundo.
Circulaciones
de la vida transformándose siempre.
Y en el abismo de su oscuridad
no desciende: se alza
sobre-viviente,
animal de fondo.
La noche al fin
se vuelve transparencia deseante.
Desmonte
El árbol respira noche. Se puede oír
la savia de la oscuridad perpetuándose
en su aislamiento que se romperá. Dondequiera
yacen los grandes troncos carbonizados.
La selva restaurará en su territorio al desierto.
La tribu errante
no tiene otra comida que el maíz. Para cultivarlo
torna en ceniza su gran bosque sagrado.
Quinientos años duró el árbol. Quinientos años
lleva la noche de caer sobre México.
Cerdo ante Dios
Tengo siete años. En la granja observo
por la ventana a un hombre que se persigna
y procede a matar un cerdo.
No quiero ver el espectáculo.
Casi humanos, escucho
alaridos premonitorios.
(Casi humano es, dicen los zoólogos,
el interior del cerdo inteligente,
aun más que perros y caballos.)
Criaturitas de Dios los llama mi abuela.
Hermano cerdo, hubiera dicho San Francisco.
Y ahora es el tajo y el gotear de la sangre
y soy un niño pero ya me pregunto:
¿Dios creó a los cerdos para ser devorados?
¿A quién responde: a la plegaria del cerdo
o al que se persignó para degollarlo?
Sí Dios existe
¿por qué sufre este cerdo?
Bulle la carne en el aceite.
Dentro de poco
tragaré como un cerdo.
Pero no voy a persignarme en la mesa.
La primera canción de Agustín Lara
(“IMPOSIBLE”, 1929)
La noche engendra música. A su imán
acuden las canciones memoriosas, el piano
desafinado, la guitarra ya casi polvo, el violín
comido por los años, las maracas
que suenan como huesos. Y los ancianos
vamos a congregarnos en este círculo mágico.
Nos verá la espalda
el presente que nos asfixia, el agobio
de estar vivos aquí y ahora.
Sonará como entonces la blanda música.
Nos recubre esa vida que fue la nuestra
y mantiene a raya el sepulcro abierto.
Muchacha que hoy serás como fue mi abuela,
en este ahora tienes veinte años todavía.
Cómo impedir una lágrima cursi o dar las gracias
pues me quedé con tu rostro del ’29.
Y así, de pronto, casi en mi tumba, vuelves
en la canción tristísima. Por un momento
somos de nuevo los hermosos amantes.
Fin de siglo
La sangre derramada clama venganza.
Y la venganza no puede engendrar
sino más sangre derramada. ¿Quién soy:
el guarda de mi hermano o aquel a quien adiestraron
para aceptar la muerte de los demás,
no la propia muerte?
¿A nombre de qué puedo condenar a muerte
a otros por lo que son o piensan o creen?
Pero ¿cómo dejar impunes
la tortura o el genocidio o el matar de hambre?
No quiero nada para mí, sólo anhelo
lo posible imposible: un mundo sin víctimas.
Desde entonces
Hubo una edad (siglos atrás, nadie lo recuerda)
en que estuvimos juntos meses enteros,
desde el amanecer hasta la medianoche.
Hablamos todo lo que había que hablar.
Hicimos todo lo que había que hacer.
Nos llenamos
de plenitudes y fracasos.
En poco tiempo
incineramos los contados días.
Se hizo imposible
sobrevivir a lo que unidos fuimos.
Y desde entonces la eternidad
me dio un gastado vocabulario muy breve:
“ausencia”, “olvido”, “desamor”, “lejanía”.
Y nunca más, nunca más, nunca, nunca.
Monólogo del mono
Nacido aquí en la jaula, yo el babuino
lo primero que supe fue: este mundo
por dondequiera que lo mire tiene
rejas y rejas.
No puedo ver nada
que no esté entigrecido
por las rejas.
Dicen: Hay monos libres.
Yo no he visto
sino infinitos monos prisioneros,
siempre entre rejas.
En las noches sueño
con la selva erizada por las rejas.
Mi existencia consiste en ser mirado.
Viene la multitud que llaman “gente”.
Le gusta enardecerme. Se divierte
cuando mi furia hace sonar las rejas.
Mi libertad es mi jaula. Sólo muerto
me sacarán de estas brutales rejas.
Tres y cinco
Todas las tardes a las tres y cinco
llega hasta el patio un pájaro.
¿Qué busca? Nadie lo sabe.
No alimento: rehúsa
cualquier migaja.
Ni apareamiento:
está siempre solo.
Tal vez por la simple inercia de contemplarnos
siempre sentados a la mesa a una misma hora,
poco a poco se ha vuelto como nosotros
animalito de costumbres.
Nupcias
“¿De quién son estos ojos?”
Dicen como niños los amantes
Inmemoriales
Quieren tener para ser otros
Dos en uno
Olvidarse
De que nacieron separados
Morirán separados
Y que sólo por un instante están juntos
Paz en la guera
Que nadie piense bajo aquellos minutos
No eres mía No soy tuyo
Nada nos pertenece
No poseemos
Ni siquiera los nombre propios
Somos hormigas obedientes
Todo el amor
Todo el deseo
Apenas espejismos sobornos
De la incesante procreación
Engranajes
Bien programados para perpetuarse
Peces
Cadúmenes
Con el anzuelo de un segundo en las boca
En sus bocas que son la carne del tiempo
Ratus norvégicus
Dichosa con el miedo que provoca, la rata parda de Noruega
(nacida en Tacubaya y plural habitante
de barrios más bien pobres), en vez de ocultarse
observa con ojillos iracundos las tristes armas
—palos, escobas, cacofónica avena envenenada—
que no podrán contra su astucia.
Sentada en su desnuda cola y en la boca del túnel,
la rata obesa de exquisita pelambre, la malhechora
que devora recién nacidos arrojados a los baldíos
parece interrogarme: “¿Soy peor que tú?”,
con sus bigotes erizados la oronda, en tensión
suprema.
“También tengo hambre y me gusta aparearme y no
me consultaron antes de hacerme rata y soy más fuerte
(comparativamente) y más lista. ¿Puedes negarlo?
Además, las ratas somos mayoría: por cada uno de ustedes
hay cinco de nosotras. En esta tierra
las ratas somos los nativos; ustedes,
los indeseables inmigrantes. Observen
la pocilga y el campo de tortura que han hecho
de este planeta compartido. El mundo
será algún día de las ratas. Ustedes
robarán en nuestras bodegas,
vivirán perseguidos en las cloacas”.
El gato
interrumpió el monólogo silente.
III. Prosas
Representaciones
El día se queda inmóvil como un árbol. Se detiene el reloj. El ser de los objetos se perfila. Es como si se hubiera ido la luz y no obstante el mundo permaneciera visible.
Habitaré el extrañamiento cuando todo se afianza en su quietud y el tiempo abre las puertas a la nada. Pero llega un sonido de cinceles contra la piedra. La hoja se mueve. Extiende el árbol su inmovilidad y alcanza silencioso la otra orilla. El aire es luz y corre a velocidades inaudibles. ¿Qué es la verdad en esta representación solitaria?
Los conspiradores
No queremos dejarla en paz. Antes de suicidarse, B. llamó a sus amigos. No dijo lo que intentaba ni alcanzamos a imaginarlo: B. no había hecho simulacros ni ensayos generales. Nadie acudió al llamado. El abandono es injustificable. Pero, como es de suponerse, tenemos paliativos, coartadas. El teléfono suena a medianoche. Hay sobresaltos. No somos los que fuimos. Ahora cada uno tiene deberes y necesidad de levantarse temprano.
El suicidio es una crítica radical a nuestro modo de vida y, en primer término, un asesinato simbólico. Todos sentimos que matamos a B. y ella, en venganza, acabó con nosotros. Nos sobrevaloramos al pensar que una palabra nuestra, un gesto solidario, los consuelos de la filosofía cristiana o estoica, la esperanza de la revolución mundial, la memoria de los buenos momentos en compañía, el despliegue de nuestras propias humillaciones y fracasos, un sarcasmo oportuno y autoescarnecedor... algo hubiera bastado para conjurar el suicidio.
Más que en nuestro íntimo sufrimiento, en estas maniobras se revela el horror de estar vivo. Nos sentimos tan culpables que nadie quiere cargar con la culpa. Entre habladurías y reproches directos, sostenemos una campaña cerrada para que alguno de nosotros expíe el remordimiento colectivo —y le haga a B. en la muerte la compañía que en vida no supimos hacerle.
Al este del paraíso
Aquel mundo ya sólo existe en la memoria que inventa. Entonces todas las muchachas se llamaban Teresa, Yolanda o Lilia. Demasiado niños para llegar a un hotel, demasiado pobres para tener cuartos al fondo del jardín o coches deportivos que pusieran bosques y carreteras a nuestro alcance, nos tocaron los besos en los parques, el zaguán en tinieblas, la última fila de los cines. Siempre el temor pero nunca la noción del pecado.
Valle de lágrimas
En el silencio de la noche un niño llora. No es un huérfano ni un abandonado: los padres salieron y lo dejaron solo creyendo que no despertaría. Su llanto inconsolable taladra mis huesos. No puedo hacer nada. Muros, patios, puertas, corredores me separan del niño, a quien apenas conozco. Si entrara en su casa, al ser descubierto por los padres, ¿cómo explicaría mi intrusión, mi buena voluntad, mi conciencia del sufrimiento ajeno? Así, me desespero escuchando un llanto aislado aunque también simbólico. Un dolor que no será permanente y sin embargo contiene todo el dolor del mundo.
Apunte del natural
Una rama de sauce sobrenada en el río. Pulida por la corriente se encamina hacia el ávido mar. Al tocar el follaje el viento impulsa la navegación. La rama entonces se estremece y prosigue. En sus hojas se anuda una serpiente. En sus escamas arden la luz del sol, los rastros de la lluvia. Rama y serpiente se enlazaron hasta construir una sola materia: piel es la madera y la lengua un retoño afilado, venenoso. La serpiente ya no florecerá en la selva intocable. El árbol no lanzará contra las aves sus colmillos narcóticos.
Ahora, vencidas, prueban la sal del mar en las aguas fluviales. Luego entran en el vórtice de espuma y llegan al Atlántico mientras la noche se propaga en el mundo. Serán por un momento isla, ola, marea. Unidas llegarán al fondo del oceano. Y allí renacerán en la arena inviolable.
Augurios
Hasta hace poco me despertaba un rumor de pájaros. Hoy ya no están. Han acabdo estas señales de vida. Sin ellos todo parece más lúgubre. Me pregunto si los ha matado la contaminación o el hambre de los habitantes. O bien, quizá los pájaros comprendieron que la Ciudad de México se muere y alzaron el vuelo antes de la ruina final.
El arte de la guerra
Winner take nothing
Años de errar en el desierto. Salvé la vida porque el verdugo se compadeció y entregó el recién nacido a unos pastores. Cuando alcancé la mayoría de edad me dijeron: “Eres hijo del rey asesinado. Acaudilla a los desafectos, recobra lo que te pertenece”.
Las tropas del impostor no me alcanzaron. Años de errar en el desierto. Me enseñaron el arte de la guerra las tribus mercenarias. Al invocar el nombre de mi padre levanté ejércitos. Tras veinte años de combate, gracias a la valentía de mis soldados y la astucia de mis lugartenientes, tomé la capital, hice pedazos al tirano y me senté en el trono que no se comparte.
Ahora soy rey. No se lo deseo a nadie. En los ojos de cada uno de mis compañeros de lucha observo el odio y el brillo de la daga que tarde o temprano se clavará en mi espalda..
Indulto
Soy magnánimo. Acabo de vencer el instinto y resistir a la bestia que llevo a todas partes encadenada. Vencí el impulso de cazador que la horda ancestral dejó en mi sangre. Al ver una cucaracha que paralizada de terror me observaba, en vez de huir como dicta su especie, cuando iba a pisotearla —lo hago siempre— me detuvo su miedo. Dejé que continuara su camino.
El libro
Lo compré hace muchos años. Pospuse la lectura para un momento que no llegó jamás. Moriré sin haberlo leído. Y en sus páginas estaban el secreto y la clave.
Ayer y hoy
Ni la misma casa ni la misma ciudad, ni los mismos amores ni las mismas costumbres, ni los mismos libros ni los mismos amigos. De aquellos tiempos lo único que conservo es mi nombre.
Intercambio
No hemos cumplido cuarenta años y ya hay en nuestra generación demasiados poetas muertos. Muertos en la guerrilla, la tortura, el accidente, el suicidio...
Pactemos con los adelantados que nos han permitido sobrevivirlos. Si ellos vivieron nuestras posibles muertes, correspondamos a tanta gentileza tratando de escribir sin proponérnoslo —en ese libro único que cada generación trasmite al desdén o al malentendido generoso de las siguientes— las páginas que aquéllos no tuvieron tiempo ni deseo de escribir.
Las ceremonias del verano
En diez minutos llovió tanto que se desplomaron cables eléctricos y perdió una rama el único árbol en varios kilómetros a la redonda. Fue como un terremoto de lluvia. Al obstruirse la coladera se formó en el patio una bahía de agua lodosa y hojas amenazantes. De un momento a otro iba a negarse la casa. Intenté desazolvar la alcantarilla. El mango de la escoba se hundía sexualmente en una materia invisible, al mismo tiempo blanda y poderosa. Por el tubo de la azotea bajaban cataratas. Las plantas se ahogaban en sus macetas. Al fin hallé la bomba succionadora. Entonces agua, tierra, hojas, insectos se despidieron con un breve remolino admirable. Sentí la frustración de quienes no lograron vengarse de la especie que explota y corrompe a la misma naturaleza de la que forma parte.
A las puertas del Metro
Con el cerebro destruido por las inhalaciones de “cemento”, se halla a las puertas del Metro, tirado como lata de cerveza o envoltura de plástico. Canturrea algo semejante al rock. Lleva una camiseta harapienta con la inscripción Have a Pepsi, yins a tal punto raídos que algunos pagarían fortunas por exhibirse con ellos en sitios elegantes.
Tiene cualquier edad entre los quince y los cuarenta, acaso dieciocho. Las señoras de bolso y los señores de traje, que casi no se ven en este medio de transporte, lo miran de reojo y con desprecio. Antes lo hubieran fulminado con la palabra indio. Ahora tienen una solución de recambio: el término naco.
Para ellos la inflexible autoinmolación es un alivio: un desempleado menos, un asaltante menos, un violador menos, un guerrillero menos en el ejército de la miseria que crece a cada instante y nos rodea por todas partes. Quisieran borrarlo como se barren latas vacías y envolturas de plástico, desechos deshechos de una sociedad capaz de producir estas imágenes.
Si lo viera Ernesto Cardenal le diría: Levántate. En ti se ven los frutos del hambre, la violencia y la opresión que ya han durado cuatro siglos. Pero también el genio que construyó las pirámides e hizo posibles Machu Picchu, el calendario maya, la escultura azteca, los códices nahuas, la obra de Nezahualcóyotl... Todo esto se encuentra bajo la voz que en vano intenta reproducir la letra del rock.
Vida de las hormigas
De niño descubrió en El tesoro de la juventud instrucciones para construir un formicario. Lo hizo y pasó las tardes de muchos años observando en corte transversal las vida de las hormigas. Fue un gran entretenimiento que aguzó su inteligencia. Hoy es jefe de “inteligencia”. Conoce todos los secretos, lee todas las cartas, escucha todas las conversaciones telefónicas. Para él la ciudad es un formicario. Puede aplastar a todos como hormigas.
Carnada
Pasamos la vida llevando a cuestas un desconocido: nuestro cuerpo. Tomamos la parte por el todo y de él sólo conocemos la superficie, el revestimiento.
El verdadero cuerpo está por dentro, invisible. No adquirimos conciencia de su estar hasta que la enfermedad nos obliga a percibirlo. Antes nadie se imagina el corazón, el cerebro, los pulmones, el páncreas... secretas maquinarias que lo sostienen en vida y de cuyo arbitrio depende tanto como del azar exterior. Toda esa ordenación sin reposo será al final carne de la nada, carnada de la muerte.
El gran teatro del mundo
1976 deja todas las noches su cargamento de muertos en Beirut, Belfast, Buenos Aires, Montevideo, Santiago, Sudáfrica... Bajo el terremoto se abre la tierra y se desploman ciudades, los volcanes arrojan inmensos ríos de piedra al rojo vivo, el mar borra las poblaciones de la orilla. Crece el desierto, aumenta el hambre, la violencia se adueña de los agonizantes centros urbanos. Seguimos viviendo el tiempo de los asesinos.
Dicen quienes observan todo como si estuvieran a salvo: “No se preocupen, no sean apocalípticos. Se trata nada más de los temores del milenio. Sólo faltan veinticuatro años para el 2000. Todo se habrá compuesto cuando llegue. Vendrán tiempos mejores. No hay problema”.
Que los muertos entierren a sus muertos en grandes fosas comunes. Quién entre los vivos se cubrirá de cenizas por las víctimas del crimen cotidiano, o no podrá vivir en paz mientras exista un ser al que torturan. Somos legión y somos prescindibles, desechables, inmemorables. Nos hemos vuelto comparsas de un melodrama en que, bajo el nombre de noticias, el mundo se ofrece como espectáculo a sí mismo. Hasta ahora nadie nos ha llamado a escena: somos espectadores y sobrevivientes. Pero ¿por cuánto tiempo?
Sáhara
El desierto es el fondo de un mar ausente. En vez de agua, peces, bellas de naufragio y formaciones de coral, sólo hay arena seca, tatuada y modelada por los vientos. La mayor idea de masa que puede concebir nuestra mente es la pluralidad de sus granos de arena. Unánimes se aprietan y se apartan, cambian de forma con la flexibilidad de la nube. Cada uno de ellos contiene en su interior otro desierto, compuesto a su vez de infinitos e invisibles átomos de arena. Las dunas son montañas de un día. Oponen a la fijeza la plasticidad, a la permanencia el movimiento. El desierto es el espejo de la muerte. La arena, el polvo en que todo habrá de convertirse, el sudario que envolverá los imperios. Memento de que lo empezado en agua terminará en la aridez de la arena, en el desierto ávido que por nuestra locura se está adueñando de la tierra entera.
El adversario
En un corredor de la casa a la que me invitaron hallé su nombre fijado a la pared. Años sin acordarme de mi verdugo al que no conoceré nunca. Acaso estuvo allí y es del dominio público mi humillante secreto. Nunca sabemos lo que los otros saben de nosotros. Pero no: aquel hombre no tiene idea de mi existencia, ignora lo que significó en un pasado ya remoto la suya. Ante mi enemigo no significaba nada aquella muchacha que para mí era el mundo, como él para ella desde luego.
Misteriosa inconsciencia de la vida: ignorar cuántos destinos tejemos y destejemos sin saberlo. Coma dos ardillas ciegas que se persiguen en una jaula redonda y no se alcanzarán jamás, así se ha vuelto nuestro vínculo. Cuando menos lo espere encontraré su nombre a mi espalda.
Obra maestra
Cuántos adjetivos podría acumular mi orgullo ante la obra maestra recién salida de mis manos: tersa irisada plena perfecta incomparable, avanza por el aire hasta chocar con invisibles arrecifes y hacerse añicos de nada. Tal es la historia crítica, el génesis y el apocalipsis de la pompa de jabón que, tras varias décadas de intento y error, fue mi única e irrepetible obra maestra.
De Amicitia
[Amistad]
Hay viejas amistades parecidas al odio. Nos conocemos y nos reflejamos. Cada uno descubre los móviles del otro. Ya no podemos engañarnos con desplantes o subterfugios. Mutuamente nos hemos vuelto incómodos testigos. Odiamos sabernos proyectos que no se cumplieron, realidades que contrarían lo que esperábamos de nosotros mismos.
Reunirnos todos los días en el café se ha vuelto una obligación mecánica. Nada queda del afecto y la alegría compartida de los antiguos años. A la menor oportunidad sacamos las garras: módicos tigres condenados a dar vueltas en el mismo foso del zoológico hasta que se mueran de viejos o en un instante de sinceridad se entredevoren.
Graffiti
[El lápiz]
Madera y grafito se unen en el lápiz para inmolarse a medida que producen palabras, rasgos, números y líneas. El lápiz se gasta como quien lo maneja. Muere al dar vida a sus trazos y al segregarlos se prolonga en ellos (también son efímeros como el viento en la arena o la lluvia en el agua).
Por su lengua habla la naturaleza vencida. Árbol que acaban de talar, las mondaduras huelen a bosque. Para ser lápiz, a fuerza de ser lápiz, se despoja de las materias que sostienen su condición de lápiz. Incluye en latencia todas las posibilidades expresivas de la mente y la mano. Pero, inseguro, lleva su antítesis en el otro extremo: la goma. Lo que escribimos resulta provisional como lo que hace el lápiz. El signo de las cosas es gastarse.
La máquina de matar
La araña coloniza lo que abandonas. Alza su tienda o su palacio en tus ruinas. Lo que llamas polvo y tinieblas para la araña es un jardín radiante. Erige con la materia de su ser reinos que nada pueden contra la mano. Como los vegetales, crecen sus tejidos nocturnos: morada, ciudadela, campo de ejecuciones. Cuando te abres paso entre lo que cediste a su dominio, encuentras el fruto de su acecho: el cuerpo de un insecto, su cáscara suspendida en la red como una joya. La araña le sorbió la existencia y ofrece el despojo para atemorizar a sus vasallos. También los señores de horca y cuchillo exhibían en la plaza los restos del insumiso. Y los nuevos verdugos propagan al amanecer, en las calles o en las aguas de un río, el cadáver de los torturados.
El año que entra
El año que entra no toca a la puerta, no saluda, nos mira con la arrogancia de quien nos tiene en sus manos. Se burla de nuestros intentos de cautivarlo, como pulverizará los buenos propósitos. Disfruta de su poder, lo sabe efímero, conoce las desgracias que repartirá sin equidad como siempre.
En su jurisdicción de vida y muerte el año que entra arrasará con todo, sin dejar ni siquiera una flor seca para el sentimentalismo del recuerdo. Atropella con soberbia de vencedor la frágil dignidad de quienes lo inventamos y le erigimos un adoratorio.
Microcosmos
Bosques de algas y hongos en cada piedra. Galaxias invisibles al ojo humano en un milímetro de musgo. Mares poblados de zoologías insondables en la gota que tiembla sobre la hoja. Antigua idea de un macrouniverso donde nuestros planetas son moléculas. Para él nuestra historia y nuestro sufrimiento se vuelven tan importantes como para nosotros las guerras, epidemias, invasiones y cataclismos que ocurren entre los infusorios.
Cuento de hadas
Pobres y planas las invenciones novelísticas ante aquellas noches en que la abuela te adormecía narrándote cuentos. Transformaban en calidoscopio el agrio túnel de este mundo y la pena de ser niño en morada de todos los prodigios. Madeja de historias falsas para proteger de la vida al indefenso, ponerlo precariamente a salvo de cuanto se le espera a cada uno.
O fue al revés: modo sabio, sutil, tribal y ya perdido de prepararlo –mediante la poesía sin conciencia de serlo– al paso por la selva carnívora, el viaje en el barco de los locos y la lucha con monstruos y dragones. Pero también de alistarlo para el milagro: las sirenas que brotan de las aguas profundas, las hadas, las princesas, las doncellas de túnica raída pero aún más hermosa que su reina.
Vista de pájaro
Asombro del primero que subió en globo y pudo ver, literalmente, a vista de pájaro la tierra dominada a sus pies. Hoy, si uno puede pagarla, esta visión se ha vuelto un espectáculo común. En cambio, no tardarán en desaparecer otras imágenes de viaje, condenadas a perderse como el vaivén de las diligencias o la calma en alta mar cuando las velas inútiles languidecían a la espera.
Abrir los ojos a medianoche en el tren detenido. Levantar la cortina: oscuridad apenas horadada por una luz en medio del campo, una estación de nombre invisible que no figura en los mapas. Dos embozados pasan junto a la vía. Llevan linternas y no hablan. Olor del barco en el puerto. Mirar cómo se pierde en el curvo océano hasta la última señal de tierra firme y quedarnos a merced de tempestades y naufragios. Sensaciones ya casi abolidas que ahora viajan hacia nunca jamás.
Trasmutaciones
Vuelvo la vista a un año remoto. No me sorprende lo muerto que existe en él —se halle donde se encuentre— sino su atroz perduración en este otro mundo. Perduración, lo sé, no es la palabra. ¿Cómo llamar a lo que se teje y desteje sin tregua? Muchos actores de entonces sobreviven en el gran teatro. Interpretan papeles que se hubieran dicho impensables. Por supuesto, varios se han ido y siempre habrá recién llegados a la compañía. Pero en nosotros qué trasmutaciones. Y las metamorfosis no cesarán mientras el escenario siga en pie o yo continúe aquí para observarlo cuando represento. ¿Cuál será el porvenir de mi pasado? ¿Cuántas sombras de ayer ocultas en el ahora reaparecerán mañana en circunstancias que hoy nadie se imagina? Nunca me cansaré de asombrarme ante esta riqueza más fascinante que una llama.
El infierno del mar
Tú también, como todos, lo llamaste espejo de la eternidad, contrario de la tierra, camino que une, abismo que separa. O, si la relación fue más estrecha, te refieres a ella como la mar, agua madre que en su interior gestó a todos los seres. Tu más remoto antepasado estuvo allí como partícula de vida a la que en millones de años crecieron cilios, aletas, brazos, ojos, pulmones, cerebro, pulgar capaz de oponerse a los otros dedos.
Desde el promontorio sigues el pastoreo de las olas, sus avances, sus retiradas, las gradaciones de limpidez entre el azul, el verde y la espuma. Si con Eurípides has creído que el mar lava la suciedad del mundo, observa lo que desde esta orilla le arrojamos: plomo, cobre, mercurio, cianuro. Zarpa y verás los grumos de petróleo que han empedrado sus senderos.
Durante siglos pudimos injuriarlo y saquear lo que sus olas resguardaban. Hoy al matarlo estamos muriendo. Cuando haya muerto el mar no tendremos oxígeno. Última ironía y regreso a las fuentes, moriremos boqueando, como peces fuera del agua.
Nocturno de México
La noche húmedamente se deposita sobre la ciudad y ya sólo es visible su gran carta astronómica.
Si alzas la vista no pensarás en cuántas estrellas que aparecen arder son apenas reflejos de una catástrofe milenaria, información que a velocidad de años luz, tarda edades de sombra para llegar hasta aquí abajo, como si en su vértigo que se abre paso entre malezas intangibles aquel resplandor muerto se negara a hundirse en la fosa común de la eternidad.
(El infinito sólo es mensurable en términos de tinieblas: donde brille un sol habrá fronteras, certidumbres).
No: si miras sublunarmente aquel espacio que ante ti se configura como una bóveda, tal vez no pienses en nombres arbitrarios ni en fúnebres noticias atrasadas; sino más bien te preguntes sobre la destrucción de la capa de ozono por los gases que libera nuestro progreso y el yet que inscribe su letal carga de estruendo.
Porque la noche está cavada de túneles La horadan y trepanan ruidos inexorables como los termes El silencio del mundo se viene abajo triturado por la avidez de tanta carcoma.
Todo resuena en esta larga noche triste que cubre la ciudad como paño arrojado a la cara de un muerto.
El árbol
El árbol que en su ostentosa perfección empleó quinientos años para acortar en veinte metros la distancia entre el cielo y la tierra quiere alabanzas. Nos ha dado tanto: oxígeno, frutos, sombra, belleza. Al sentir que nos acercamos piensa uqe hemos venido a elogiar el grosor de su tronco, la textura de sus nudosidades, el virtuosismo estilístico de sus ramas que se extienden en todas direcciones, sin aparente simetría pero con sabio orden interno. Quiere alabanzas. Las merece. ¿Cómo desengañarlo o pedirle perdón antes de abatirlo con nuestra sierra eléctrica?
Seis años
Seis años. Unas cuantas palabras. No hacen falta más para explorar este inmenso milímetro de mundo. Playa de oro, viñas de la arena, troncos de la tormenta porosos como un corcho. Mundo sin mí que ahora está conmigo y ofrece al recién llegado el mar que es lo mejor de su casa. Nadie me retiene. Entro en el agua, me sostengo a flote y avanzo. Poder de vida o muerte. Sabor salobre de la dicha. Como un llamado, las grandes olas distantes. Escojo el mundo y nado de regreso. Jamás la tierra volverá a ser tan mía.
Shopping Center
Quedó abierto el tarro de miel. Centenares de hormigas lo tomaron por asalto. Como en la fábula que protagonizaban las moscas y memorizaste a los cuatro años, las hormigas murieron de saciedad, presas de patas (y de todo el cuerpo minúsculo) en la miel pantanosa, la dulce arena movediza.
Tal vez la muerte humana empalague con su dulzura insoportable, indecible postrimería que conoceremos al terminar este banquete de sobras. Mientras las últimas hormigas se hunden para quedar suspensas en la comida que las devoró, otros seres menos organizados entran por millares en la plaza, el mall, el shopping center. Tarro no menos pegajoso, aerolito caído en los desfiladeros de la miseria desde la sociedad que fue de la abundancia, santuario del mercader, catedral del dios Tántalo.
Una autopista de cemento fúnebre abierta entre las ruinas de la ciudad conduce al shopping center. La carretera irrespirable sirve doblemente a los fines del consumo superfluo que no se propone satisfacer necesidades reales sino calmar la ansiedad. Oasis y espejismo, el shopping center da la ilusión, a quien pueda costearla, de alcanzar por un momento el nivel que si se propagara a todos los países acabaría en una semana con la tierra herida de muerte.
Música doblegada como el agua salvaje que domestican las cañerías, diminutas selvas de plástico, fuentes de mansedumbre sedante. Por dondequiera objetos venerados en su hornacina: el envase. Dura segundos en la mano que lo desgarra: permanece siglo tras siglo en los sepulcros de desechos.
Imagina el porvenir de estos colores deslumbrantes. Contempla la plaza como un inmenso proyecto de basurero. Y en vez de quienes comprando tratan de ajustar su imperfección humana al imposible ente plastificado que la publicidad exige de ellos, mira a los niños que buscan sustento en la basura.
Aprecia la grieta que crecerá hasta volverse abismo en la pared que imita madera. Tanto esplendor mentido ya es el espectro de su propia ruina. Eres hormiga que ha renunciado a la solidaridad del hormiguero. Calma tu angustia hundiéndote en la miel que habrá de devorarte al consumirla.
Conversación desesperada
En la noche desierta el único rumor es su diálogo. La llama inmóvil en su ardiente fluidez quiere volverse el insecto que la corteja, abrir las alas y arrojarse al abismo. El insecto quiere ser llama, tener la gloria y los poderes del fuego. Hay un silencio en la conversación. Se produce un chasquido.
Proverbio árabe
Nada se escucha. La oscuridad cae a plomo en el desierto de los objetos. Primero asoma la nariz sensitiva, luego el cuerpecillo trémulo, la cola que rompe la armonía de la pelambre y es como cadena o castigo.
Damos pasos furtivos, miradas concéntricas. No hay nadie: podemos aventurarnos hasta donde los restos del festín empiezan a corromperse. Es cuanto nos tocó y lo agradecemos: otros han muerto sin probarlos siquiera.
III. Jardín de niños
[Poemas escritos para el libro-objeto de
Vicente Rojo que lleva el mismo título]
Para Alba Cama y Vicente Rojo
Jardín de niños
1
Abrir los ojos. Aún no hay mundo. Cerrarlos.
Ver las tinieblas prenatales. Allí
algo como un regreso al principio de todo.
Soy una amiba, un protozoario, un pez
que milenariamente va saliendo del agua.*
Con espasmos de asfixia me interrogo
sobre el planeta humeante.
Me adentro en tierra firme. Ya respiro.
Avanzo a rastras. Soy reptil pulmonado.
Y ahora me brotan alas: mis escamas
se han transformado sin saberlo en plumaje.
* Esto que aquí se rompe y se rehace se llama el mar
2
Lo que entre sangre y de la sangre brota
no es bello ciertamente.
Como una fiera se debate, lucha
con los puños cerrados y protesta
contra quienes lo arrancan. Una cola
lo ata a su especie humana. La cercenan.
Recibe el primer golpe. La luz lo hiere.
Hierve el estruendo de este mundo.
Ahora está solo y se defiende llorando.
Cabeza deformada por el túnel
y la lucha asfixiante. El viejo monstruo
rejuvenece en horas y mañana
será tierno y hermoso.
3
Desde la cuna veo llover. Se desploma
el cielo entero en un torrente sin pausa.
La tierra inerme volverá a ser del agua.
¿Voy a tocar el fondo como una piedra
o flotaré como un anfibio en las ondas?
Desciende a plomo y melodiosamente la lluvia.
Huele el jardín a recomienzo. Despierta.
El agua baja a proseguir este mundo.
Vibra el rumor que me adormece. Me duermo.
4
Tinta de la memoria. Extensión ciega
de lo indecible inmemorable.
Allí no hay nada. Sólo calor sin luz.
Tal vez la angustia
de la primera noche en esta tierra.
¿Acabarán
alguna vez las sombras?
¿Volverá el aire
a iluminarse?
Llanto, llanto
de aquel recién nacido en quien renueva
sus temores la especie.
Ser a solas,
indefenso ante el mundo, el gran no-yo
y su despliegue amenazante
sobre, en torno
del que ha nacido sin palabras.
Si tienes hambre, si padeces de frío,
si te incomodan los pañales,
existes, te hallas vivo, caes en la cuenta
de que los otros te hacen falta
y no eres
centro de ningún mundo,
rueda apenas
del perpetuo engranaje,
una semilla
entre la cuna eterna que se mece insaciable.
5
Generación que vas como las hojas...
como las hojas no, como las ondas
o círculos concéntricos taladrados
por la gota de lluvia en la masa de agua,
hasta que al ensancharse se hacen un todo
con el río que nunca pára
porque es distinto siempre.
Las aguas pasan,
el río sigue su curso,
sigue en su cauce.
Generación
de los nacidos entre tumbas
al resplandor
del incendio del mundo.
Tanto trabajo de las células
y en poco tiempo
ser alimento de gusanos
en grandes fosas o en las ruinas del bombardeo.
Generación
de millones de niños muertos.
La sobrevida
será para los otros muerte en el alma.
Y su tarea
dejar escrito en agua su testimonio.
6
La única antorcha recibida
iluminó el entierro de sus muertos.
Desplazamientos
que por mil noches terminaron en humo.
Crujir de huesos,
rumor de casas incendiadas.
¿A quién le debo
haber estado a salvo
mirando todo
desde otra orilla?
Gran aventura
es la guerra como espectáculo,
a menos
de que uno lleve como pecado original esta culpa.
7
Pero el que nace y muere solo,
vivirá acompañado.
Madre, padre, inventores
del frágil desconocido en cuya página en blanco
la estirpe deja rasgos y rastros. Pero quién sabe
qué hará con él la vida, qué hará la historia,
qué hará consigo mismo.
Mamá y papá, como en un juego,
arrojaron la piedra cuestabajo, pusieron
la hoja al viento, llevada
por los que están aquí, por los que nacen
y nacerán mañana.
8
El lactante o lechón entre dos orificios:
boquita bien dispuesta para llenarse de placer
con el líquido que lo construye y lo hace egoísta,
y la cloaca
que lo ata al suelo como globo cautivo
y le recuerda: eres también destructor
y has profanado la limpieza del mundo.
No eres un ángel
sino algo más hermoso y terrible.
Por ser humano
estás sujeto a tu grandeza y tragedia.
Que tus ojos sin color te descubran
la hermosura de esto que vives, la sordidez
de haber nacido entre la injusticia, el terror,
el microbio o bacilo que puede fermentarnos en
lobos
de nuestros semejantes.
9
Narciso en el estanque: hay un espejo
donde se abisma el que se reconoce.
Quién como yo,
supone el niño al observar la ficción
hecha de luz contra telones de azogue.
Si no hay piedra que rompa el maleficio
la autohipnosis embriagará a su víctima,
lo hará un tirano incapaz de ver
más allá de su ombligo mínimo,
precisamente la cicatriz
que nos señala a fuego para indicar
pertenencia al conjunto, la obligación
de ser para otros ya que somos de otros.
10
Entre el amor que puede ser asfixia y produce
plantas de sombra que se calcinan en la realidad
sensitivas
y el desamor que engendra monstruos dolientes,
cuál es el justo medio, cuál es el punto
donde se erigen los que deben ser seres
de verdad humanos, no caricaturas
ni proyectos abandonados.
La violencia nace en la casa, el dulce hogar
reproduce lo que hay afuera. El maltrato,
como toda crueldad, es inconsciencia
y da forma a quienes serán
los crueles inconscientes del mañana.
La sobreprotección
es un efecto del pesimismo:
si el mundo es malo
y nada hacemos por cambiarlo —se dicen—
al menos retrasemos en lo posible
la hora y fecha del pago.
11
[Desde entonces]
Si nada sobra, nada falta: hay comida,
tienes techo, ropa limpia,
cuadernos de dibujo, libros, juguetes.
Por un azar incomprensible te tocó en suerte nacer
del otro lado de la muralla, en los márgenes.
Pero de cualquier modo no te moja la lluvia
no sufres hambre,
cuando te enfermas hay un médico; eres querido
y te esperaron en el mundo.
Son muchos
los privilegios que te cercan y das
por descontados. Sería imposible
pensar que otros no los tienen.
Y un día
te sale al paso la miseria. La observas
y no puedes creer que existan niños
sin pan, sin ropa, sin cuadernos, sin padre.
Te vuelves y preguntas por qué hay pobres.
Descubres
que está mal hecho el mundo.
12
12
Esos días, lo rápido que pasan.
Memorias no: destellos, aerolitos
en galaxias de olvido o de invención.
Esos días
del único Adán único que tuvo para sí toda la
casa,
todos los padres, todos los amores.
Hasta que el paraíso se disuelve
y entran por fin los otros:
semejantes o hermanos, da lo mismo.
No hay limbo, el purgatorio no existe:
solamente
paraíso o infierno aquí en la tierra.
En uno u otro,
no en el lugar de enmedio, no en la tierra de
nadie.
Infierno si has perdido lo que tuviste, infierno
si no lo tienes, infierno
si te desvela la obsesión de perderlo,
aunque no valga nada ni sea nada: espejismo
de egolatría, disfunción
de una célula, carcoma.
Arde la tierra.
En sangre derramada arde la tierra.
13
Pero el niño reinventa las palabras
y todo adquiere un nombre. Verbos actuantes,
muchedumbre de sustantivos. Poder
de doble filo: sirve lo mismo
a la revelación y al encubrimiento.
Cuando el objeto ya no está,
cuando los actos mueren
queda aún la palabra que los nombra, fantasma
de presencias que se disuelven.
Envuelto en esta herencia nos llega el tiempo,
calidoscopio
de figuras compuestas al infinito.
Los mismos vidrios
para un millón de imágenes distintas,
siempre distintas.
Ningún día vuelve, cada minuto es diferente.
En la sucesión,
en su insondable vértigo nos queda,
como hilo en nuestro camino o migaja
para volver por nuestros pasos, el habla.
14
El niño tiene la intuición de que no es preciso formar
una secta aparte o sentirse
superior a los otros para hacer poesía.
La poesía se halla en la lengua,
en su naturaleza misma está inscrita.
Y sus primeras frases son poéticas siempre.
Como un poeta azteca o chino,
el niño de dos años se interroga y pregunta:
—¿Adónde van los días que pasan?
15
(CARTILLA DE LECTURA)