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José Emilio Pacheco A Russell M. Cluff I La gente se ha congregado alrededor del sitio que ocupan los elefantes. Entre injurias y riñas todos tratan de llegar a la primera fila con objeto de no perderse un solo detalle. Los más jóvenes han subido a los árboles y asisten desde allí al espectáculo del parto. La elefanta se halla a punto de dar a luz. El dolor la enfurece y su barritar taladra los huesos. Se azota contra el muro de cemento, se arroja al suelo, vuelve a levantarse. El elefante y las personas se limitan a observar el proceso. En su furia la elefanta no ha permitido que se acerquen el domador ni el veterinario. Ambos, a distancia, aguardan impacientes el desenlace. Transcurren dos horas. Al fin, cuando ya el grupo de curiosos se ha transformado en multitud, del viejo cuerpo oscuro empieza a sobresalir un nuevo cuerpo. La muchedumbre regocijada con el dolor de la elefanta admira el nacimiento de una bestia monstruosa, llena de sangre y pelo, que se asemeja a un elefante. El animal da algunos pasos. De pronto se parte en dos, se desinfla la cubierta de hule y de su interior brota un hombre vestido de juglar que salta, da maromas y agita dos filas de cascabeles. El público aplaude y le arroja monedas. El hombre se apresura a embolsárselas y hace una reverencia. Ante la nueva salva de aplausos el elefante y la elefanta curvan la trompa, yerguen una pata. Algunos entre el público quieren silbar —pero se les acalla. II Al otro extremo del zoológico se halla el jardín botánico. Pasados los invernaderos, más allá del desierto fingido y del noveno lago, surge tras un recodo la selva artificial. Este lugar resulta peligroso pues lo vigilan varios policías. A las once de la mañana entra una fila de niños guiados por su maestra de primaria. La mujer saluda a los policías, con voz marcial ordena a sus alumnos alinearse por la derecha y pide a Zamora y Láinez que den un paso al frente. Les reprocha su mala conducta, su falta de interés por los estudios, la cáscara de naranja que Zamora le tiró con resortera y las señas obscenas que hizo Láinez cuando ella corregía en el pizarrón una suma que el niño no supo resolver. Acto continuo, toma a Zamora y Láinez por las orejas y sin hacer caso de sus bramidos, estimulada por el aplauso y los gritos de sus compañeros y la actitud indolente de los guardianes, los acerca a los tentáculos de una planta carnívora. La planta engulle a los niños y los ablanda para digerirlos. Sólo es posible ver la dilatación de su tallo y los feroces movimientos peristálticos. Se adivinan la asfixia, los huesos quebrantados, el trabajo del ácido, la disolución de la carne. Resignada, aburrida, la maestra dicta la clase de botánica en vivo correspondiente al día de hoy. Explica a sus alumnos cómo se parece el funcionamiento de las plantas carnívoras a la acción digestiva de una boa constríctor. Un niño alza la mano, mira distraído la planta en que ya ningún movimiento puede advertirse y pregunta a la maestra qué es una boa constríctor. III Me encantan los domingos del parque me divierte ver tantos animales creo estar soñando me vuelve loco la alegría de contemplar fieras que juegan o hacen el amor y están siempre a punto de asesinarse con garras y colmillos me fascina verlos comer lástima que huelan tan mal o mejor dicho hiedan pues por más que se esfuerzan para tener el parque limpio todos apestan a diablos y producen mucha basura porque tragan y beben sin reposo ellos al vernos no se divierten como nosotros me duele mucho que estén allí las bestias prisioneras su vida debe de ser muy dura hacen siempre las mismas cosas para que los otros se rían de ellos y los lastimen por eso no me explico que algunos lleguen ante mi jaula y digan mira qué tigre ¿no te da miedo? porque aun si no hubiera rejas yo no me movería de aquí para atacarlos pues todos saben que siempre me han dado mucha lástima. IV La sección llamada por eufemismo “la cocina” o “los talleres” del parque está vedada a los espectadores. El permitir tales visiones podría tener las peores consecuencias. En un gran patio de muros roídos por la humedad se sacrifica a los caballos comprados para alimento de las fieras. Hombre humanitario, el director suaviza la brutalidad común en los mataderos. A pesar de ello, como el presupuesto apenas alcanza a cubrir sueldos, compensaciones y viáticos del director, aún no se adquiere la pistola eléctrica e imperan los métodos tradicionales: mazazo o degüello. Ancianos menores de veinte años son liquidados uno tras otro en el patio. Aquí terminan todos sin que cuenten su lealtad y sus horas infinitas de trabajo. Animales de montura y de tiro, exhaustos caballos de carrera, ponis y percherones se unen en la igualdad de la muerte, reciben el cuchillo del matarife como pago de sus esfuerzos y su vida infernal. Sólo vísceras, huesos y pellejos van a dar a las jaulas de los carnívoros. El director envía las mejores partes a sus puestos de hamburguesas y hotdogs y destina otra porción a su fábrica de alimentos para gatos y perros. Entre los visitantes y los trabajadores del parque no se menciona a los caballos. Nadie quiere ver en qué forma será recompensado su propio esfuerzo. V Atrás de las jaulas se levanta la estación del ferrocarril. Muchos niños suben a él, a veces acompañados por sus padres. Cuando arranca el tren se sobresaltan. Luego miran con júbilo los bosques, la maleza, la cadena de lagos, las montañas, los túneles. Lo único singular en este tren es que nunca regresa. Y cuando lo hace los niños son ya adultos y están llenos de miedo y resentimiento. VI Una familia —el padre, la madre, los dos niños— llega a la arboleda del parque y tiende su mantel sobre la hierba. El esperado día de campo ocurre al fin este domingo. A uno de los niños le dan permiso para comprar un globo. Se aleja. Sus pasos resuenan al quebrantar las hojas muertas del sendero. Cantan algunos pájaros. Se oye el rumor del agua. VIII A la sombra de los juegos mecánicos se yergue la isla de los monos. Un foso y una alambrada los separan de quienes, con ironía o piedad, los miran vivir. En la selva libre que sólo conoció la primera generación (ya muerta) de reclusos del parque los monos convivían en escasez y en paz, sin oprimir a los órdenes inferiores de su especie. En el sobrepoblado cautiverio disfrutan de cuanto se les antoja. La tensión, la agresiva convivencia, el estruendo letal, la falta de aire puro y espacio, los obligan a consumir toneladas de plátanos y cacahuates. Varias veces al día hombres temerosos y armados entran a limpiar la isla para que la mierda y la basura no asfixien a sus habitantes. Así pues, en principio, los cautivos tienen asegurada la supervivencia. No les hace falta preocuparse por buscar alimento y los veterinarios atienden (cuando quieren) sus heridas y enfermedades. Sin embargo, la existencia en la isla es breve y siniestra. El sistema de la prisión descansa en una jerarquía implacable. Los machos dominantes se erigen en tiranos. Hábiles en su juego pero cobardes por naturaleza, los chimpancés actúan como bufones para diversión de los de adentro y los de afuera. Minorías como el saraguato, el mono tití y el mono araña sobreviven bajo el terror. Los mandriles reverencian a los gorilas. Nadie cuida de las crías. Violencia y prostitución corrompen a todos desde pequeños. A diario aumentan los asesinatos, los robos, las violaciones, los abusos del fuerte contra el débil. En esta forma unos a otros se destruyen. Incapaces de rebelarse contra los monos sin pelambre que al capturarlos destruimos su rudo paraíso y los llevamos en féretros de hierro hasta el parque, muchos acaban por creer que los horrores de la isla son inevitables y naturales, las cosas fueron y seguirán así, el círculo de piedra y la alambrada eléctrica los encarcelarán para siempre. Sólo unos cuantos de ellos piensan que bastaría un brote de insumisión para que todo fuera diferente. VIII El arquitecto que proyectó este parque conocía la novela acerca del hombre exhibido en un zoológico y decidió hacer algo aún más original. Su idea ha tenido tan buen éxito que dondequiera tratan en vano de reproducirla. La revista Time le dedicó varias páginas. Declaró el arquitecto: “El parque de diversiones con que he dotado a mi ciudad no es desde luego original pero quizá resulte sorprendente. En apariencia es como todos. Acuden a él personas deseosas de observar los tres reinos de la naturaleza. Este parque se halla dentro de otro parque y este otro, a su vez, invierte el proceso de las botellas que pueden vaciarse pero no ser llenadas nuevamente. Es decir, permite la entrada y clausura para siempre toda posibilidad de salida —a menos que los visitantes se arriesguen a desmantelar mi organización que aplica a la arquitectura monumental la teoría de las cajas chinas y las muñecas rusas. Porque estos parques se encuentran dentro de otros parques en que los asistentes contemplan a los que contemplan y éstos se hallan dentro de parques que contienen más parques contenidos en parques —mínimos eslabones en una cadena sinfín de parques que contienen más parques y son contenidos dentro de parques donde nadie ve a nadie sin ser al mismo tiempo mirado, juzgado y condenado. Tomemos un solo ejemplo para ilustrar lo que he dicho. Miren: La gente se ha congregado alrededor del sitio que ocupan los elefantes. Entre injurias y riñas todos tratan de llegar a la primera fila con objeto de no perderse un solo detalle. Los más jóvenes han subido a los árboles y asisten desde allí al espectáculo del parto”. Literatura
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