José Emilio Pacheco
(Ciudad de México, 1939-2014)


Langerhaus
El principio del placer
(México: Editorial Joaquin Mortiz, 1972, 163 págs.);
(Mé́xico : Era, 1972, 140 págs.)



A Bárbara Bockus Aponte

      Cada mañana lo primero que hago es leer el periódico. Si no lo encuentro bajo la puerta me quedo esperando su llegada. El jueves tardó mucho. Fui a comprarlo a la esquina y, según mi costumbre, empecé a leerlo de atrás para adelante. Al dar vuelta a una página supe que Langerhaus había muerto en la autopista a Cuernavaca.
       La noticia me resultó aún más impresionante porque la foto, quizá la única hallada en el archivo, correspondía a los tiempos en que Langerhaus y yo fuimos compañeros de clase; la época de sus triunfos en Bellas Artes, cuando deslumbró la maestría con que tocaba el clavecín un niño de doce años.
       A cambio de su éxito Langerhaus sufrió mucho en la escuela. Todos parecían odiarlo, remedaban su acento alemán, lo hostilizaban en el recreo por cuantos medios puede inventar la crueldad infantil. (Un día Valle y Morales trataron de prender fuego a su cabello, largo en exceso para aquel entonces.)
       Langerhaus era un genio, un niño prodigio. Los demás no éramos nadie: ¿cómo íbamos a perdonarlo? Al principio, para no aislarme del grupo, fui uno más de sus torturadores. Luego una mezcla de compasión y envidioso afecto me llevó a transformarme en su único amigo. Visité algunos fines de semana su casa y él también fue a la mía. Nuestra amistad se basaba en la diferencia: yo jugaba futbol e iba al cine dos veces por semana, Langerhaus pasaba cinco horas diarias ante el clavecín. Jamás hizo deporte, nunca aprendió a pelear ni a andar en bicicleta, no sabía mecerse de pie en los columpios. Sus padres le prohibieron toda actividad capaz de lastimarle los dedos. Era hijo de un compositor alemán y una pianista suiza llegados a México durante la Segunda Guerra Mundial. Aunque fracasaron en sus grandes aspiraciones artísticas, ganaban bien haciendo música para el cine y las agencias de publicidad.
       Ser su amigo me atrajo la hostilidad burlona de nuestros compañeros. En la ceremonia de fin de cursos Langerhaus interpretó una sonata de Bach, fue aclamado de pie por toda la escuela, agradeció el aplauso con una reverencia y cruzó el salón de actos para ir a sentarse junto a mí en una banca del fondo.
       —Me he vengado —le escuché decir entre dientes.
       Morales, Valle y sus demás perseguidores se acercaron a felicitarlo. En el único acto de valentía que le conocí, Langerhaus los dejó con la mano tendida. Me dispuse a pelear en su defensa. Ellos se retiraron cabizbajos. Langerhaus, en efecto, había cobrado venganza.
       Poco después fue a perfeccionarse en un conservatorio europeo. No me escribió ni volví a verlo hasta julio de 1968, cuando los de esa generación escolar ya estábamos cerca de los treinta años. Langerhaus regresó a México durante la Olimpiada Cultural y dio un nuevo concierto en Bellas Artes.
       Decepción para todos: El niño prodigio se había convertido en un intérprete mediocre lleno de tics y poses de prima donna. En vez de servir a la música transformaba su presentación en un show de centro nocturno. Fue silbado por un público que casi nunca se atreve a hacerlo y él se soltó a llorar en el escenario. Para no incurrir en la hipocresía de felicitarlo o en la vileza de secundar la condena, al terminar la función hui de Bellas Artes. Además quería alejarme del centro: estaba lleno de granaderos y Morales me dijo en el intermedio que la situación empeoraba: de continuar las manifestaciones, tanques y paracaidistas saldrían a reprimir a los estudiantes.
       —Díaz Ordaz —añadió Morales— está dispuesto a todo con tal de que no le echen a perder sus Olimpiadas.
       En aquella atmósfera violenta los críticos, que a veces son brutales y hablan sin el menor respeto humano, se burlaron de Langerhaus y lo consideraron liquidado. Herido por el rechazo del país en que fue niño y empezó su carrera, Langerhaus abandonó la música para dedicarse (vi los anuncios) a la compraventa de terrenos en Cuernavaca, adonde se refugiaban los que presentían el desastre ya en marcha de la capital.
       Durante uno de nuestros cada vez más aislados desayunos en el Continental Hilton lamenté con Valle y Morales lo sucedido. Valle sentenció que la renuncia no le parecía una debilidad más de Langerhaus sino una muestra de que la carrera musical había sido una imposición de sus padres. Como tantos otros, ellos intentaron reparar su fracaso mediante el triunfo de su hijo. La tragedia grotesca de Bellas Artes fue un acto de rebeldía, un modo brutal de liberarse de su padre y su madre y ridiculizarlos, inmolándose a los ojos de todo el mundo como el artista que en el fondo nunca quiso ser Langerhaus.
       Más tarde, en otro desayuno, Cisneros afirmó que, a cambio de la catástrofe en Bellas Artes, a nuestro amigo le iba muy bien como fraccionador en Cuernavaca. Para su negocio tenía el apoyo de las inversiones y ahorros de la familia.
       Una tarde en 1970 Langerhaus me llamó a la oficina para ofrecerme un lote en una nueva urbanización. Me sorprendió que hablara como si no hubieran pasado tantos años y tantas cosas. No evocamos nuestra amistad infantil ni aludimos al último concierto. Me ofendió que Langerhaus hubiera pensado en su único amigo sólo como en un posible cliente. Las palabras finales que escuché de su boca fueron las que en México disimulan la eterna despedida: “A ver cuándo nos vemos”. Los dos sabíamos muy bien que no íbamos a reunirnos jamás.

       No quería ir al velorio. Sin embargo me remordió la conciencia y me presenté en Gayosso minutos antes de que partiera el cortejo. Di el pésame a los padres. No me identificaron ni, en esas circunstancias, me pareció prudente decirles que yo había sido aquel niño que iba a su casa con Langerhaus. Me extrañó no hallar a nadie de la escuela y me sentí inhibido por no conocer a ninguno de los doce o quince asistentes al entierro. Todos eran alemanes, suizos o austriacos y sólo hablaban en alemán.
       Desde el Panteón Jardín se advierte el cerco de montañas que vuelve tan opresiva a esta ciudad. El Ajusco se ve muy próximo y sombrío. Una tormenta se gestaba en la cima. Mientras bajaban a la tierra el ataúd de metal, el viento trajo las primeras gotas de lluvia. Cuando la fosa quedó sellada, abracé de nuevo a los padres de Langerhaus y volví a la oficina.

       Lo extraño comenzó al lunes siguiente. Morales acababa de ser nombrado subsecretario en el nuevo gabinete. El hecho reanudó los lazos perdidos y, bajo el disfraz de la nostalgia, suscitó entre los antiguos condiscípulos esperanza de mejoría y buenos negocios.
       Por lo que a mí respecta, el nombramiento me alegró. Trabajo en la fábrica de mi padre, no aspiro a ningún puesto en el gobierno, conozco a Morales desde el kínder y nos reunimos dos o tres veces por año. De todos modos pensé: la gente de mi edad llega al poder como una concesión a esa juventud que se rebeló en 1968 y a la que ya no pertenecemos. Es decir, escala posiciones sobre los muertos del 2 de octubre en Tlatelolco. Desde luego ninguno de nosotros participó en el movimiento. Sus líderes estaban en la cárcel o en el exilio. Los políticos del viejo estilo habían sufrido un desprestigio irreparable. Empezaba la hora de los economistas: Morales era el adelantado de la generación que conduciría al país hacia el siglo XXI.
       Cisneros me llamó para invitarme a una cena en honor del nuevo funcionario. Casi al despedirme le dije:
       —¿Supiste que murió Langerhaus?
       —¿Quién?
       —Langerhaus. El músico. Estuvo con nosotros en secundaria. No vayas a decirme que no te acuerdas. Si hasta me comentaste el año pasado lo mucho que ganaba como fraccionador en Cuernavaca.
       —¿Cómo dices que se llamaba…? No, ni idea. Ese señor no figura en la lista de invitados. La hicimos con base en los anuarios de la escuela. Por cierto, ahora al hablarles para la reunión, supe que algunos de nosotros han muerto.
       “Algunos de nosotros han muerto”. La construcción gramatical me sorprendió. En seguida pensé: No, ¿cómo podría haber dicho Cisneros: “Algunos de nosotros hemos muerto”? Ese nosotros es un descuido o una abreviatura afectuosa. Significa: “Supe que algunos de nuestros compañeros han muerto”.
       —¿Estás ahí? —preguntó al advertir mi silencio.
       En vez de hablarle de mi desconcierto le dije:
       —Cisneros, cómo no te vas a acordar. Langerhaus era el más notable de todos: un clavecinista, un niño prodigio.
       —¿Un clavecinista? En nuestro grupo lo único parecido a un músico eras tú porque medio tocabas la guitarra. ¿No es cierto?
       —Bueno, haz memoria. Ya recordarás. Gracias por invitarme. Nos vemos.
       —Te esperamos el viernes.
       “¿Te esperamos?” ¿Quiénes?, me pregunté. ¿El nosotros me excluye ahora? Qué estupidez. Desde cuándo me he vuelto gramático y vigilo cómo hablan los demás. Por supuesto nosotros quiere decir: “Tú eres de los nuestros. Los demás compañeros de Morales y yo te esperamos el viernes”. La cena fue deprimente. Morales ya era distinto al amigo con quien desayuné por tantos años en el Continental Hilton o en el Hotel del Prado. Ahora representaba el papel del Señor Subsecretario que se muestra sencillo y cordial con un grupo útil para sus ambiciones. Lo elogiamos sin recato como si nos hubiéramos puesto de acuerdo. Él nos observaba con sus ojillos irónicos de siempre. Acaso trataba de ajustar nuestra declinante imagen al rostro que tuvimos de niños.
       Estaba a punto de concluir la reunión cuando Valle fue a hablar por teléfono y me atreví a sentarme en su sitio junto a Morales.
       —¿Qué te pareció lo de Langerhaus? Terrible ¿no?
       —¿Langer qué? ¿De quién me estás hablando, Gerardo?
       —De Langerhaus, un compañero nuestro. Cómo es posible que no te acuerdes. Si hasta lo agarraste de puerquito. Tú y el miserable de Valle lo traían asoleado. Una vez trataron de incendiarle el pelo. Lo llevaba muy largo, era como un antecesor de los jipis.
       —Oye, siempre he tenido buena memoria, pero esta vez sí te juro…
       —No te hagas: estuviste en su concierto del 68 y entonces te acordabas muy bien. Después comentamos en un desayuno la catástrofe de Bellas Artes. Valle sugirió una teoría que nos pareció muy acertada.
       —¿En el 68? ¿Cuál concierto? Gerardo ¡por favor! En esas condiciones y con el puesto que ocupaba en el PRI ¿crees que tenía ganas de ir a conciertos?
       Regresó Valle. Al encontrarme en su lugar se quedó de pie junto a Morales:
       —¿Ya te está pidiendo chamba Gerardo?
       —No, me pregunta por un muerto. Dice que en la secundaria tú y yo no dejábamos en paz a… ¿cómo dices que se llamaba?
       —Langerhaus.
       —No lo conozco, no sé quién es.
       Repetí la historia. Valle y Morales cruzaron miradas, insistieron en que no recordaban a nadie de ese nombre y con esas características. Llamé a Cisneros. Se intrigó, pidió silencio e hizo un resumen del caso. Todos negaron que hubiera habido entre nosotros alguien llamado Langerhaus. Valle trató de lucir su falsa erudición como siempre:
       —Además ese apellido no existe en alemán.
       —No cambias —me dijo condescendiente el subsecretario—. Sigues inventándote cosas. Cuándo tomarás algo en serio.
       —De verdad es en serio: leí la noticia en el Excélsior, vi la foto, la esquela. Estuve en el entierro.
       —Eso no tiene nada que ver —comentó Cisneros—. El tipo jamás formó parte de nuestro grupo. Lo conociste en algún otro lado.
       —¿Cómo íbamos a olvidarnos de alguien así? A fuerza alguien más tendría que acordarse de él —añadió Valle—. ¿Para qué inventas, Gerardo? No le veo el objeto a esta broma y menos ahora cuando estamos celebrando la llegada de nuestra generación al poder.
       —Si te impresionó tanto la muerte de ese fulano —dijo Riquelme—, bien pudiste haber traído el recorte.
       —Pensé que todos lo habían visto. Además no guardo periódicos. No quiero llenarme de papeles.
       —Bueno, muchas gracias por la cena y por la reunión. Estuvo muy agradable. Y ahora me perdonan: tengo que irme. Mañana muy temprano salgo de gira con el Señor Presidente —Morales se despidió de cada uno con un abrazo y una palmadita en el hombro. Seguimos bebiendo, hablamos de otros temas.
       —¿Y Tere? —me preguntó Arredondo en un aparte de la conversación general.
       —No sé, no he vuelto a verla.
       —¿A poco no supiste que se casó?
       —¿Sí? ¿Con quién?
       —Con un judío millonario. Vive en el Pedregal.
       —Ah, no sabía. Qué importa.
       —Bien que te duele, bien que te duele.
       —No, hombre, eso ya pasó.
       Me levanté. Con la seguridad que me daban el vino y el coñac volví al lado de Cisneros:
       —No van a hacerme creer que estoy loco. Apostamos lo que quieras.
       —Ya que insistes, de acuerdo —respondió—, aunque me parece un robo en despoblado. Ese señor no exis… no estuvo nunca entre nosotros. Mira, podemos comprobarlo en los anuarios de la escuela.
       —No los tengo: se me perdieron en una mudanza.
       —Deja a este loquito y vámonos por ahí a ver adónde.
       Valle estaba ebrio; Arredondo tuvo que ayudarlo a incorporarse.
       —No, ya me intrigó —dijo Cisneros.
       —Bueno, pues quédense. Nosotros seguimos la juerga.
       Cisneros y yo pagamos lo que nos correspondía y en su automóvil fuimos a su casa. En el trayecto de la Zona Rosa a la colonia Roma hablamos mal de nuestros amigos: resulta muy triste ver de nuevo a las personas de otras épocas; nadie vuelve a ser el mismo jamás. En cambio la casa me pareció igual a la que recordaba entre brumas. Sobrevivía entre nuevos edificios horrendos y lotes de estacionamiento. Encontré sin cambios el interior. Cisneros aún dormía en la buhardilla como cuando éramos niños.
       —¿Y tu esposa?
       —Se fue de compras a San Antonio con las tres hijas.
       —Menos mal. Me hubiera dado pena molestarlas. Es muy tarde.
       —No hay nadie, no te preocupes.
       Abrió un estante. Todo en orden, igual que cuando estudiábamos juntos para los exámenes finales. En segundos encontró los anuarios, eligió el de 1952, lo abrió y me señaló la página correspondiente a Primero B: lista de alumnos, foto del grupo, cuadro de honor para los alumnos distinguidos:
       —Ya puedes firmarme el cheque, Gerardo. Mira, aquí está la ele: Labarga, Landa, Luna… y Macías… ¿Viste? Como te advertí no hay ningún Langernada. Lo que es más: en Primero B no figura nadie de apellido extranjero.
       —Imposible. Me acuerdo perfectamente de este anuario. Fíjate en el retrato del grupo. Te lo digo sin necesidad de volver a mirarlo: Langerhaus está en segunda fila entre Aranda y Ortega.
       —Gerardo: entre Aranda y Ortega estás tú, con un corte a la brush por añadidura. Ni uno solo lleva el pelo largo. En esa época nadie se imaginaba que volvería a usarse.
       —Tienes razón: no es él, no está… No entiendo, me parece imposible haber inventado todo esto. Es una broma ¿verdad? Un jueguito cruel de los que siempre se te ocurrían. Tú, Morales y Valle quieren seguirse divirtiendo a mi costa. Este anuario es una falsificación: lo hiciste en tu imprenta.
       —Gerardo, cómo crees. Aparte de que el chiste saldría carísimo, ¿de dónde hubiéramos sacado las fotos, la tinta sepia que ya no se produce, el papel que hace años dejó de usarse? Después de todo, tú comenzaste ¿no es así?
       —Dame otra oportunidad. El dinero no importa: pago la apuesta pero dame otra oportunidad.
       —¿Cuál?
       —El periódico.
       —No prueba nada.
       —Cuando menos demuestra que no estoy loco y en efecto murió alguien llamado Langerhaus… Por desgracia, cada fin de semana me deshago del papel viejo. No soporto la acumulación. Siento que me asfixia.
       —No te preocupes: tengo los periódicos. A mi señora le da por la moda ecológica y los junta para reciclarlos a fin de mes. ¿Recuerdas la fecha?
       —Cómo no me voy a acordar: jueves de la semana pasada.
       Bajamos. Cisneros halló en el garash el ejemplar de Excélsior que buscábamos, dio con la página y leímos los encabezados: “El atraco a una mujer frente a un banco movilizó a la policía”; “Capturaron a un ladrón y homicida prófugo”; “En presencia de sus invitados se hizo el harakiri”; “Comandante del Servicio Secreto acusado de abuso de autoridad, amenazas y extorsión”.
       No había ningún retrato de Langerhaus, ninguna noticia de un accidente en la autopista a Cuernavaca. Las únicas fotos eran de un autobús de la línea México-Xochimilco que estuvo a punto de precipitarse en el viaducto del río de La Piedad y de la señora Felícitas Valle González, extraviada al salir de su casa rumbo a la estación de Buenavista.
       Hojeé de atrás para adelante todos los diarios de la semana, revisamos las esquelas fúnebres.
       —Vamos a la agencia Gayosso —apremié a Cisneros—. Langerhaus tiene que estar en el registro. Yo asistí al velorio y abracé a los padres en la capilla ardiente.
       —Bueno, mañana debo presentarme a las siete en la imprenta. Pero ya me intrigaste y apostamos… No me explico, de verdad no me explico.
       En la funeraria unos cuantos billetes doblegaron la hosquedad del encargado. Nos mostró los archivos y no encontramos a nadie que se llamara Langerhaus. A pesar de la hora sugerí hablarles por teléfono a los padres. El empleado nos facilitó el directorio.
       —Mira —dijo Cisneros y me leyó—: Lange, Langebeck, Langenbach, Langer, Langerman, Langescheid, Lanhoff, Langhorst… Nada otra vez… Gerardo, ¿recuerdas dónde estaba su casa? Tal vez los padres sigan allí.
       —Vivía en Durango y Frontera, en un edificio demolido hace muchos años… No queda más remedio que emprender el viaje al Panteón Jardín.
       Cisneros estaba lívido:
       —Mejor hasta aquí llegamos. No me está gustando nada todo este asunto.
       —Imagínate lo que me gustará a mí. Pero apostamos.
       Yo cumplo mis compromisos: voy a firmarte el cheque.
       —Déjalo, por favor. Otro día. La próxima vez que nos reunamos.

       Sin hablar una palabra Cisneros me llevará hasta el estacionamiento en que guardé mi coche. Nos despediremos. Manejaré hasta la casa en donde vivo solo. Subiré a mi cuarto. Antes de acostarme tomaré un somnífero. Dormiré una hora o dos. La música me despertará. Pensaré: he dejado encendida la radio en alguna parte. Sin embargo la música llegará desde la sala en tinieblas, la inconfundible música del clavecín de mi infancia, la sonata de Bach cada vez más próxima ahora que bajo las escaleras temblando.



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