José Emilio Pacheco
(Ciudad de México, 1939-2014)


La sangre de Medusa
La sangre de Medusa
(incluye “La noche del inmortal”)
(México: Cuadernos del Unicornio, Núm. 18, 1958, 16 págs.);
(México: Latitudes, 1978, reimpresión); La sangre de Medusa y otros cuentos marginales
(México, D.F.: Ediciones Era, 1990, 136 págs.)



…la espada sin honor, perdido todo
lo que gané, menos el gesto huraño.

      Gilberto Owen


      Cuando Perseo despierta sus primeras miradas nunca son para Andrómeda. Sale al jardín, se lava el rostro en la fuente de mármol y observa desde la terraza la ciudad de Micenas. Se sabe amo absoluto, semidiós respetado. Sin embargo lo habitan la tristeza y el recuerdo de sus viejas hazañas. Tendido bajo un árbol, contempla el vientre que se alza cada día más entre su túnica y espera, cabizbajo, el llamado de Andrómeda.

       Fermín Morales apagó el cigarro antes de entrar en la vecindad. A su esposa le molestaba verlo fumar y él quería ahorrarse una nueva disputa. Cruzó el zaguán húmedo y subió por la escalera desgastada. Al entrar en su cuarto vio a Isabel: cubierta por una bata de franela, hojeaba en la cama Confidencias, La Familia y Sucesos para Todos. Los rizos artificiales le recordaron a Fermín un nudo de serpientes que de niño había observado en una feria en Nonoalco.

       Perseo ya no visita sus caballerizas. Le entristece ver a Pegaso, anciano, ciego, con las alas marchitas, ruina de aquel hijo del viento que nació de la sangre de Medusa. Hoy la cabeza de la Gorgona y su cabellera de serpientes adornan el escudo de Atenea. Pero Medusa venga su derrota.
       Pegaso ya no es el mismo que tantas veces se reflejó desde los cielos sobre el Mediterráneo, ni el que avisó a Perseo que una Hespéride lo había descubierto cuando cortaba las manzanas de oro en el jardín prohibido. Al ver a su caballo alado el rey de Micenas no puede evitar que lo llenen la melancolía y la sensación de que su paso por la tierra ya se acerca al final.

       Tiempo atrás el Oráculo de Delfos vaticinó a Acrisio, rey de Argos, que moriría a manos de su nieto. Para impedirlo encerró a Dánae en una cámara subterránea de bronce, con sólo una abertura que dejaba pasar el aire y la luz. Dánae era la única hija de Acrisio y la mujer más bella del reino. Zeus, convertido en lluvia de oro, logró violar la cárcel inexpugnable y engendró a Perseo en el vientre de Dánae.
       Nueve meses después Acrisio no se atrevió a matarlos por temor a las Furias que persiguen a quienes derraman su propia sangre. Metió en un cofre a la madre y al hijo y los echó al mar. Las olas llevaron su carga a la isla de Sérifos. Polidecto recibió en su corte a Dánae y al niño que llevaba en los brazos.
       Perseo llegó a la adolescencia. Polidecto quiso alejarlo para quedarse con Dánae. Le dio el encargo de ir a la isla de las Gorgonas, que estaba en Occidente, cerca del Gran Océano, y traerle la cabeza de Medusa. Así, Polidecto condenaba a muerte a Perseo: nadie en el mundo podía sobrevivir a la Gorgona que con sólo mirarlos petrificaba a los vivos.
       No obstante, como hijo de Zeus, Perseo era un semidiós y merecía la ayuda del Olimpo. Cubierto por el escudo de Atenea, defendido por la espada de Hermes y el casco de Hades, Perseo entró en la cueva de las Gorgonas. Para no verla de frente y transformarse en piedra bajo su mirada, se guió por la imagen de Medusa reflejada en el escudo. Se acercó a ella y la decapitó de un solo tajo.
       Un caballo alado brotó de su sangre. El héroe montó en Pegaso y fue a Sérifos para liberar a su madre. Petrificó a Polidecto y a sus cortesanos al mostrarles la cabeza muerta de la Gorgona. En vez de asumir el trono Perseo dio el reino de la isla a su amigo Lidys, el pescador que había rescatado el cofre en la playa.
       Dánae le pidió reconciliarse con su abuelo. Perseo se trasladó a Argos, derrocó al usurpador Preto y devolvió el poder a Acrisio. A pesar de todo, el Oráculo de Belfos era infalible. La profecía se cumplió: durante los juegos que celebraron la victoria Perseo lanzó un disco de metal y sin proponérselo dio muerte a Acrisio. No quiso permanecer en la ciudad manchada de sangre y decidió fundar Micenas.

       Isabel tenía cincuenta y cinco años cuando conoció a Fermín que apenas iba a cumplir veinte. Ambos trabajaban en el Ministerio de Comunicaciones. Fermín era muy tímido y nunca se había acercado a ninguna mujer. A los seis meses se casaron. Él se empleó como chofer particular y ella dejó la oficina. Desde entonces habitaron en la vecindad de las calles de Uruguay. Su existencia se transformó en una interminable reyerta.

       Perseo recorre sus dominios. Observa la Puerta de los Leones, las murallas ciclópeas, piedras invulnerables erguidas para cercar el sitio en que poco a poco va muriendo el rey de Micenas. Camina bajo el sol recién nacido y observa su sombra ya encorvada. Su padre Zeus no lo preservó del tiempo. Cronos, su abuelo, lentamente lo devora como si en Perseo se vengara de Zeus por haberlo desterrado del Olimpo. El viento asedia la ciudad amurallada. Desde la terraza Andrómeda observa a Perseo y también siente que la historia del héroe ha llegado a su fin.

       Isabel opinaba que en la guerra de los sexos las mujeres sólo podían librarse de la opresión y el martirio mediante el ejercicio del poder absoluto. Exigió a Fermín que le entregara íntegras sus quincenas y no fuera sin permiso a ningún sitio. Los sábados iban juntos al cine y los domingos a Chapultepec. Los celos de Isabel acosaban a Fermín y eran motivo de continuas escenas. Incapaz de pedir el divorcio o alejarse de ella, se limitaba a esperar la muerte de su esposa que en 1955 había cumplido setenta años.

       Perseo se tiende sobre la hierba. Tose, se agita, mira a su alrededor y cree que el día amaneció nublado. No quiere aceptar el oscurecimiento de sus ojos. Se levanta, camina hacia el palacio. Los guardias lo saludan elevando sus lanzas. En la cámara real las esclavas visten a Andrómeda. Perseo la mira, oculto tras una cortina.
       También Andrómeda es distinta a la princesa etíope que compitió en hermosura con las hijas de Nereo, el dios del mar. Celosas de Andrómeda, las Nereidas la ataron a una roca para que la devorase un monstruo marino. Perseo llegó cabalgando en Pegaso. Venció al dragón y se casó con Andrómeda. Hoy el amor entre los dos es sólo el recuerdo de aquellos días que sucedieron al combate.

       Fermín puso algún reparo a la cena. Isabel lo echó de la casa. Vagó por las calles, ávido de huir y temeroso de regresar. Sin embargo volvió a las pocas horas e imploró perdón. Isabel, en respuesta, le arrojó a la cara la olla de fideos. Fermín tomó un cuchillo de cocina y lo clavó siete veces en el cuerpo de Isabel que se desplomó como una estatua rota.
       Las vecinas se asomaron a la puerta. Fermín bajó las escaleras y se echó a correr hacia San Juan de Letrán. Media hora después, cuando los policías lo capturaron en la Alameda, no opuso resistencia ni dio explicaciones. Quedó en un silencio que ya jamás iba a romper. Dijeron que había enloquecido a raíz del crimen. En realidad se limitaba a escuchar el viento en las ramas y el agua en las fuentes. Hoy pasa los días tratando de apresar el polvo suspendido en un rayo de luz.

       Alza la vista al cielo. A su lado el mundo parece más opaco, más hastiado de ser y de acabarse. Al centro de la tumba que los sepulta en vida Perseo y Fermín son el mismo hombre y sus historias forman una sola historia. El sol hiere sus ojos. En su prisión de piedra él espera que llegue el caballo con alas que nació de la sangre de Medusa.



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