José Emilio Pacheco
(Ciudad de México, 1939-2014)


El parque hondo
El viento distante
(México, D.F.: Ediciones Era, 1963, 59 págs.)



A Salomón Laiter

      Todas las tardes, cuando salía de la escuela, Arturo miraba la gran extensión verde situada abajo de la calle. Pero esa vez fue hasta el estanque de aguas inmóviles. Al ver que oscurecía entre los árboles, tuvo miedo y se alejó casi huyendo del parque hondo.

       —Si no te gusta no lo comas. Pero te prohíbo que en la noche saques cosas del refrigerador —la tía Florencia retiró el plato de albóndigas con arroz. Arturo dio algunos sorbos a la leche tibia y juntó las migajas que salpicaban el mantel.
       Iba a cumplir nueve años. El mundo se reducía a Florencia, la casa de un piso, la gata que no se dejaba tocar, la primaria “Juan A. Mateos” y Rafael, su condiscípulo, su amigo, el que lo acompañaba en las funciones de cine y la pesca furtiva en el estanque del parque hondo.
       Meses atrás Arturo llevó a casa un sapito envuelto en un pañuelo húmedo. Florencia le pegó en las manos y arrojó el sapo al calentador en que ardían leños y periódicos viejos. Después Arturo compró un ratón blanco. Florencia no le dijo nada. Se limitó a sonreír y a regocijarse cuando la gata saltó sobre él y lo mató sin que Arturo pudiera arrebátarselo.
       Volvió a la sala, tomó el cuaderno de aritmética y se puso a resolver los quebrados. Al terminar dejó su lápiz junto al retrato del hombre que cada mes lo visitaba y le daba algo de dinero. Arturo nunca quiso llamarlo “papá” como a él le hubiera gustado.
       Una noche estaba a punto de dormirse cuando alcanzó a oír a Florencia mientras en la sala tendía la baraja ante una de aquellas mujeres que le pagaban por adivinar su futuro.
       —Hace siete años que ella no lo ve. Desde luego, lo intenta pero no la dejamos. Arturo cree que su mamá se fue al cielo y que su papá lo visita sólo de cuando en cuando porque es piloto aviador y siempre anda de viaje. A los niños no se les puede contar la verdad. Ricardo tiene una nueva familia y lo anterior, gracias a Dios, quedó borrado. El chico no es mayor problema. Vive conmigo desde que su madre lo abandonó y, ya ve usted, lo estoy educando como formé a mi hermano. Lo terrible, señora, es que el dinero ya no alcanza para nada. No puedo exigirle más a Ricardo porque él tiene muchos gastos con su esposa y sus niñas. Me veo obligada a buscar por todas partes. Desde los quince años he trabajado de sol a sol. Ésa fue mi cruz. Primero por mi hermano y ahora por mi sobrino. Para mí no hubo novios ni fiestas ni diversiones. No me quejo. Nuestro Señor sabe lo que hace. Mi única compañía es mi gatita, porque Arturo es un ingrato y ni siquiera me dirige la palabra… Ay, señora, perdone. Usted con sus problemas y yo dándole lata con los míos. No me haga caso, por favor… Baraje siete veces. Pártame en dos las cartas y luego tóquelas.

       Florencia entró en el cuarto de Arturo. Llevaba en brazos a la gata:
       —¿Dijiste ya tus oraciones? Híncate. Anda, vamos los dos.
       Se arrodillaron al lado de la cama. La gata saltó y se acomodó entre las almohadas. Al terminar Florencia la recobró, besó al niño en la frente y salió de la habitación. Arturo temió que los pelos grises, brillantes en la blancura de la sábana, entraran en su boca y se abrieran camino hasta los pulmones. Es horrible la gata. No sé cómo la quiere tía Florencia.

       —¿La envenenaste? —preguntó Rafael.
       —No, cómo crees. Sola se puso mal. No quiere comer y chilla todo el tiempo. La vieja cree que los vecinos de enfrente le dieron matarratas.
       Sentados en el parque miraban las frondas agitadas por el viento. Con un lápiz sin punta Arturo trazaba signos en la tierra.
       —Mira, un trébol de cuatro hojas —gritó Rafael.
       —No: tiene cinco. Fíjate bien.
       —Lástima, parecía de buena suerte.
       —Oye, completé mi álbum de toreros. Ven a la casa para que te lo enseñe.
       —Se enoja tu tía.
       —Ni se da cuenta: está muy triste por lo de la gata.

       Desde la esquina vieron acercarse a Florencia. No contestó el saludo de Rafael. Miró de frente a Arturo y dijo:
       —La gatita ya no tiene remedio. No quiero que siga sufriendo. Tienes que llevarla al veterinario. Aquí está la dirección del consultorio. Queda muy cerca. Di que vas de mi parte y entrega al animalito junto con estos billetes. No veas cómo la inyectan.
       —¿Qué hago con el cadáver?
       —Ellos se encargarán de incinerarlo.
       Entraron en la casa. La gata estaba inmóvil en el sofá. Arturo comprobó que aún respiraba. Florencia la besó, la acarició y la cubrió de lágrimas. Incómoda ante la presencia de Rafael, se sintió obligada a explicar:
       —No saben lo que siento. Me ha acompañado por más de diez años. No volverá a haber otra igual.
       La acomodó entre algodones en una bolsa de henequén. Salieron a la calle. Florencia se quedó a las puertas de la casa y siguió llorando mientras los niños se perdían de vista.

       —¿Cuánto traes? —preguntó Rafael.
       Arturo le mostró los billetes.
       —¿Todo eso te dio? ¿Tanto cobran por matar a una gata?
       —Es la tarifa del veterinario.
       —¿Sabes qué se me ocurre?: dejarla en el parque y quedarnos con el dinero.
       —Jamás. ¿Te imaginas si revive y si vuelve? Mi tía me mata, de verdad me asesina. La gata ha estado perdida muchas veces y siempre regresa. A lo mejor lo hace de nuevo.
       —Pero si ya se está muriendo. ¿No la ves? Haremos una obra de caridad al rematarla.
       —Me da miedo. Si mi tía se da cuenta…
       —No lo sabrá nunca. Imagínate lo que podemos hacer con ese dinero: ir al cine, a remar en Chapultepec, comprar toda clase de dulces y de refrescos. En fin…
       Arturo palpó el cuerpo bajo la bolsa de henequén. ¿Estará muerta? Es mala. Florencia la quiere más que a mí.
       —No, no me atrevo. Te juro que me da lástima la gata.
       —De todos modos se va a morir, ¿no? Deja la bolsa en medio de la calle. Con tantos coches ni quién se entere.
       —Pero sufriría mucho. Un día me tocó ver a un perro…
       —Tienes razón. Busquemos otra forma.
       —¿Dársela a alguien?
       —¿Estás loco?… Ya sé: la echamos al agua.
       —No seas tonto: los gatos saben nadar.
       —Mira, vamos al parque. A estas horas no hay nadie.

       En el parque desierto el olor del estanque se difundía entre los árboles. Rafael saltó para alcanzar las ramas bajas y luego imitó una cabalgata. Dijo:
       —Oye: ¿por qué no la ahorcamos?
       —Sufriría mucho —repitió Arturo. La gata se revolvió en el interior de su prisión. No debo tener miedo. De todos modos se va a morir. Mejor acabar con ella de una vez.
       —Cuidado; no abras la bolsa: puede escaparse.
       —No. ¿Te imaginas? Mi tía es capaz de todo si sabe que la desobedecimos y nos robamos el dinero.
       Arturo se estremeció de frío y chasqueó los dedos. La noche estaba a punto de caer. Rafael descubrió un trozo de concreto perdido entre las hierbas, parte de algún proyecto abandonado. Se acercó a él y logró levantarlo.
       —Ya estuvo: sosténme a la gata y yo le aviento esta piedrota.
       —¿No hay otro remedio?
       —Haz lo que te digo.
       Arturo sacó a la gata inerte y la alzó por el vientre.
       —Apúrate. Esto pesa muchísimo. Tengo que acertarle en la cabeza.
       —Ahora. No me vayas a dar.
       Rafael mantuvo en vilo el trozo de concreto:
       —Cuento hasta tres y se lo tiro. Ahí va: uno, dos…
       La gata intuyó el peligro y volvió a ser flexible. Se arrancó de las manos de Arturo, saltó, cayó ilesa varios metros adelante y corrió a perderse en un matorral.
       —No la agarraste bien. Qué bruto eres.
       —No pude. Se me zafó quién sabe cómo.
       Arturo quedó inmóvil. Un minuto después urgió:
       —Está viva. Hay que buscarla. Regresará. Mi tía Florencia nos va a asesinar.
       —Ahora sí la fregamos. Llámala a ver si viene.
       —Sí cómo no. Los gatos son inteligentísimos. Ya la oigo diciéndonos: “Aquí estoy a sus órdenes. Mátenme por favor y gástense el dinero”. Además a mí nunca me obedeció.

       Durante mucho tiempo buscaron, llamaron, abrieron la maleza, observaron las ramas de los árboles, rastrea ron cada sitio del parque entre el rumor de grillos, ranas, pájaros: todos los seres de la noche que ocultaba a la gata. Cansado y temeroso, Arturo se despidió de Rafael. Regresó con el terror de hallarla en el sola. Pero en la sala nada más estaba Florencia. Jugaba con las cartas y no había dejado de llorar.
       —Perdón por la tardanza. Había mucha gente en el consultorio y tuve que esperar el último turno.
       —¿La entregaste en manos del doctor?
       —Sí. Me dijo que no habría ningún problema.
       —Te veo muy mal… Lo entiendo, claro. Debí haber ido yo misma… ¿Quieres merendar?
       —No, gracias. Voy a acostarme.
       —No sabes cómo extraño a la gatita. Mañana a primera hora iré por sus cenizas. Mientras yo viva me acompañará en esta casa.

       El alba lo encontró insomne entre las sábanas revueltas. No quiero imaginarme qué va a pasar cuando Florencia se entere de que no llegamos al consultorio. No creerá nunca que la gata escapó. Dirá: “Tú siempre la odiaste. Fue tu venganza. No te perdonaré nunca. Ese niño es malo. Él te aconsejó. Ustedes la mataron para hacerme daño y robarme el dinero. Maldito, hijo de tu madre tenías que ser. Ahora verás quién soy yo. Acabo de hablar con mi hermano y te vas derechito al reformatorio, a pudrirte con ladrones y asesinos de tu calaña”. No, él me defenderá. O quién sabe: nunca he sido cariñoso ni le agradezco sus regalos. Por culpa de Rafael estoy en un lío del que nadie me sacará.
       Ahora su única esperanza era el regreso de la gata. En el ruido más leve creía escuchar sus pasos. Mira, tía, te juro por Dios Santo que no nos atrevimos a llevarla para que la mataran. Revivió y por eso la dejamos libre en el parque. Comprende, tía Florencia, yo también quiero mucho a la gatita.
       No pudo más. Se levantó, sacó los billete que había ocultado en el clóset, los rompió y los echó por la ventana. El viento dispersó los trozos de papel. Tal vez lo mejor será huir y no volver nunca. Pero ¿adónde iré si no sé hacer nada y ni siquiera conozco bien la ciudad?
       Florencia escuchó ruidos y abrió los ojos. En vano buscó a su lado el cuerpo que pulían sus caricias. Lentas, inútiles caricias con que Florencia se gastaba, se iba olvidando de los días.



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