José Emilio Pacheco
(Ciudad de México, 1939-2014)


Paseo en el lago
La sangre de Medusa y otros cuentos marginales
(México, D.F.: Ediciones Era, 1990, 136 págs.)



      Acabo de recibir noticias de Elena. Me devuelven a aquel paseo en el lago, dos años atrás, que tuvo inesperadas consecuencias para mi vida. En 1957 Elena entró como mecanógrafa en el diario deportivo en que yo trabajaba. Al volver de un juego nocturno, para mayor rapidez le dictaba a Elena mi crónica con base en las notas tomadas en el estadio. Después la acompañaba a su casa.
       Una noche la besé cuando nos despedimos. El beso fue interpretado como una declaración formal. En el periódico todo el mundo consideró establecido el noviazgo y empezó a preguntarnos cuándo nos casaríamos. Hija única, huérfana desde los catorce años, Elena vivía con su madre en la decencia pobre que les daban el sueldo del periódico y una pensión de la Armada. Su padre alcanzó el grado de comodoro antes de retirarse por un accidente que lo dejó inválido y al final le causó la muerte.
       Yo estaba harto de la vida de soltero y había pasado mucho tiempo en una casa de huéspedes de la colonia Roma. A los diecisiete años me inicié en el periódico; tardé otros once en recorrer el escalafón hasta convertirme en cronista de futbol y entrevistador deportivo para una cadena radiofónica perteneciente a la misma empresa del diario. En realidad, aspiraba a ser novelista y había ido aplazando el momento de sentarme a escribir. El matrimonio era una posibilidad de orden. Ya sin demoras ni pretextos, iba a hacer lo que había esperado toda la vida.
       La única condición que Elena y su madre me impusieron fue casarnos por la Iglesia. Tras la ceremonia las amistades del periódico nos organizaron un almuerzo en un restaurante campestre de Tlalpan. Lo soporté sin el menor placer, exhausto por la parranda de la víspera. Para colmo, antes de la noche de bodas, tuve que cumplir con el programa de radio y entrevistar a un boxeador.
       El matrimonio nos dio más de lo que ambos esperábamos, aunque me costó mucho vencer la timidez sexual de Elena. Me irritaba cuanto le habían enseñado en su casa y en la escuela de monjas: la sumisión, el responder siempre al marido con palabras que frenaban toda discordia, el secundarlo en todas sus opiniones, el convertir en máximo objetivo de la existencia tener la comida siempre a la hora y los muebles y pisos intachables. Elena renunció a su trabajo y aceptó no ver a su madre sino dos tardes por semana.

       A principios de 1958 tuve mis quince días de vacaciones. Elena insistió en que fuéramos a Veracruz. Ella nació y creció en el puerto y allí estaba Edelmira, una hermana de su padre por la que Elena sentía agradecimiento y cariño. Tras un viaje que me pareció eterno en un autobús de la línea ADO, llegamos a Veracruz hacia la medianoche y nos alojamos en el Hotel Diligencias.
       Por la mañana quise desayunar en el Café de la Parroquia. Elena insistió en que fuéramos a casa de Edelmira, una construcción sólida, antigua, de balcones y techos altos. Desde allí, me contó orgullosamente Elena, su padre y su tía dispararon contra los marines que invadieron a Veracruz en 1914. En las paredes aún quedaban huellas de las balas enemigas.
       Tocamos a la puerta. De la sala venía un vals ejecutado en un piano al que le faltaban algunas teclas. Nos abrió un hombre bajo, grueso, sin afeitar. Vestía camiseta, shorts y delantal, y parecía salir de la cocina. Edelmira dejó el piano y se acercó al zaguán. No fingió agrado ni sorpresa. Me escrutó sin recato. Fue obvio que le disgustaron mi baja estatura, el color de mi piel y la mala calidad de mi ropa.
       Nos invitó a sentarnos en la sala. Entendí que el hombre (unos veinte o treinta años menor que ella) era su esposo. Al principio me habían hecho tomarlo por un sirviente la infinita superioridad y la rudeza con que Edelmira lo trataba. En un inesperado cambio de tono dijo la tía:
       —Saben que ésta es su casa. Me ofende que hayan llegado al hotel. Aquí estarán más cómodos y sin necesidad de gastar nada.
       Elena sonrió para darle las gracias. Contestó que no queríamos molestar y estaríamos muy poco tiempo en Veracruz. Edelmira rezongó algo que no entendí. Sobrevino el silencio. La conversación tuvo que abordar el clima, los grandes calores del verano, los cambios que estaban arruinando al puerto, la maldad y los abusos de los capitalinos como yo, los chilangos invasores que habían acabado con el Veracruz de los buenos tiempos.
       Mi esposa desvió el monólogo hacia el recuerdo de su padre y la conducta heroica de la familia y de todo el pueblo veracruzano en 1914. Yo sabía vagamente que Edelmira era viuda de un hombre riquísimo que la dejó llena de propiedades e inversiones. Imaginé el resto de la historia: Federico había sido empleado del esposo de Edelmira, un comerciante español. Al morir su patrón Federico se casó con la viuda pensando que pronto heredaría la fortuna. Pero ella sobrevivió y lo esclavizó para castigar sus ambiciones.
       La anciana dijo que deberíamos conocer el lago de Catemaco, el lugar más bello del mundo:
       —Y no lo elogio por haberme casado allí con mi inolvidable Indalecio. Ése sí que era hombre, no como los de ahora. De verdad Catemaco es hermosísimo. Está muy cerca de Veracruz. Se hacen cuatro horas si vamos en mi coche. Hoy no se puede porque está en el taller y, aparte, debo asistir a una junta de catequistas. Pero, si no tienen ustedes otro plan, mañana podemos ir.
       A continuación palmeó dos o tres veces. En respuesta Federico apareció limpiándose las manos en el delantal sucio de grasa y de un líquido rojizo: sangre o salsa. Pensé que nos invitarían a almorzar. Edelmira nos despidió y prometió que a la mañana siguiente pasarían a recogernos. Federico nos acompañó hasta la puerta.
       Nos sentamos en los portales del Hotel Diligencias. Sin necesidad de que Elena me preguntara afirmé que Edelmira me parecía siniestra y me indignaba la forma de tratar a su marido. Por vez primera en nuestro matrimonio Elena me contradijo:
       —No juzgues lo que no conoces; déjame que te explique. Mi tía es una de las mujeres más ricas de Veracruz. Fue esposa de un gobernador y enviudó hace treinta años. Entonces se casó con un sobrino del difunto. Por compañía, claro. A Federico le gusta cocinar, le arregla la casa, le maneja el coche. Ella administra todos sus bienes y no permite que él toque su dinero ni sus papeles. Aquí como en todas partes hay chismes: las malas lenguas dicen que Federico es homosexual. Yo francamente no sé. Lo único que puedo decirte es que jamás ha engañado a mi tía con mujeres más jóvenes.

       Fuimos a San Juan de Ulúa, a Villa del Mar y a Mocambo. Elena se sentía mejor que nunca. A mí Veracruz me gustó mucho pero la humedad y el calor me torturaron. El sol me quemó y no pude cerrar los ojos en la noche asfixiante. Sentí que el trópico no estaba hecho para la gente del Altiplano.
       Al amanecer refrescó. Me hubiera encantado quedarme entre las sábanas; Elena me apremió a que fuéramos a desayunarnos en La Parroquia. El lugar, el ambiente, el café con leche y el pan me entusiasmaron tanto como los tranvías abiertos en los que paseamos la tarde anterior. Todo empieza bien, me dije.
       No tardó en echarse a perder: tuvimos que esperar más de una hora. Cuando al fin llegaron en un Hudson, de los años cuarenta aunque bien conservado, me sorprendió ver a Edelmira en el asiento trasero y a Federico adelante como chofer. La tía abrió la puerta y secuestró a Elena. Me pareció descortés no acompañar a Federico y fui a sentarme a su lado.

       Viajábamos por la orilla del mar. La carretera estaba trazada sobre la arena. A la derecha se sucedían los médanos. Después vimos puentes, sembrados, caseríos. Edelmira hablaba en voz baja con mi esposa. Elena guardaba un silencio entre molesto y culpable. Todo me hacía sospechar el tema: cómo pudo haberse casado con el reporterillo de un pasquín para la plebe, con un pobre diablo que siempre la tendría en la miseria, una muchacha de esa ilustre familia, hija de un héroe que combatió a los invasores de 1914, después persiguió submarinos nazis en el Golfo de México y finalmente quedó inválido por salvar a su tripulación cuando explotó una caldera.
       La voz adquirió un timbre de furia. Si bien sólo alcancé cinco palabras —«son como agua y aceite»— supe que no me había equivocado. Ya con plena intención de que yo la escuchara, Edelmira cargó contra las veracruzanas que cometían el imperdonable error de aceptar como marido a un chilango, la casta más taimada y ruin de la tierra, la culpable de todos los males del país. Siguió adelante en una diatriba contra la gente de piel morena, bigote recortado y cabello crespo que eran el lastre y la ruina del pobre México, sostenido en pie por los blancos sin mezcla, los descendientes puros de españoles. Salvo que Edelmira fuera ciega, sus palabras no podían ser una agresión más directa y más gratuita en contra mía y de Federico. No obstante, me tragué la cólera en silencio.

       Federico manejaba pésimamente. Iba a pedirle que me dejara conducir el Hudson cuando escuché de nuevo, y en su tono más áspero, la voz de la anciana:
       —Federico, ve más despacio. Nos podemos matar.
       —Pero si vamos a sesenta —protesté.
       —Es preferible ir con calma. No hay ninguna prisa —dijo Edelmira. Luego habló, otra vez lo bastante alto para que Federico y yo la escucháramos y nos sintiéramos ofendidos, de la sociedad dorada de Veracruz durante el Porfiriato. Ella estuvo a punto de convertirse en una gran pianista. El gobernador Teodoro A. Dehesa le consiguió una beca para estudiar en Viena. Estalló la Revolución de 1910 y su ensueño musical se vino abajo con la victoria de la chusma cobriza que sólo puede expresarse mediante el robo, la violación y el asesinato. Y todo seguía empeorando porque a la multitud irredenta, mezcla de indios y negros, en vez de mano dura, educación y obligaciones, se le daban películas infames, historietas imbéciles, culebrones radiofónicos para criadas y, no faltaba más, inmundos periodicuchos deportivos que alentaban la pereza, los instintos más bajos y la creencia en el dinero fácil.
       Elena respondía con monosílabos y murmullos. Seguramente había escuchado cientos de veces estas reminiscencias y opiniones. La única novedad era que Federico ya no resultaba el único obligado a soportar la humillación incesante. En mi interior le reproché a Elena el no haberme advertido a qué clase de persona iba a enfrentarme. Tal vez por ingenuidad no se dio cuenta de que yo pertenecía al género más despreciado por Edelmira.
       Encendí un cigarro. Edelmira dijo que le molestaba el humo y fumar le parecía prueba de un carácter muy débil. Furioso, arrojé el cigarro por la ventanilla y en adelante me limité a observar la carretera. Cuando el río apareció ante nuestros ojos Edelmira gritó:
       —¡El Papaloapan! ¿No es maravilloso? Díganme en qué parte del mundo hay un río como éste. Yo he viajado por toda Europa y nunca vi nada igual.
       Con indecible torpeza Federico subió el auto a la panga en que debíamos cruzar el río. En el trayecto de una orilla a otra Edelmira lo reprendió por el daño que pudo haber sufrido el vehículo durante la operación. Me ofrecí a bajarlo de la panga, sin hacer caso al rostro consternado de Elena que esperaba de un momento a otro la ruptura de hostilidades entre Edelmira y yo. Tomé el volante y manejé un largo tramo hasta que, cansado de las continuas advertencias de Edelmira, frené bruscamente y devolví a Federico el sitio del martirio.
       Entendí que la tía escogió el viaje para restregarme su desprecio sin que yo pudiera hacer nada. En la sala de su casa una ofensiva semejante me hubiera obligado a levantarme e irme. En su coche estaba prisionero. Mi silencioso antagonismo se encaminó hacia Elena: si ella sabía muy bien cómo era y qué pensaba Edelmira, fue una desconsideración de su parte hacerme ir a Veracruz. Pero Elena también tenía derecho a defenderse: hasta entonces fueron mías todas las ventajas. Ahora se hallaba en su propio terreno: acaso por medio de Edelmira quería decirme lo que pensaba de mí.
       Con las manos aferradas al volante y la vista perdida en la carretera, Federico guiaba en silencio. Me pareció el muñeco de un carro de juguete que se daba cuerda mascándose la lengua. Dejamos atrás un riachuelo que se perdía entre los árboles, una fila de casas junto al asfalto, las huellas de un deslave, puentes, curvas inútiles. Federico giró el volante para no arrollar a un perro.
       —¡Estúpido! —tronó Edelmira—. Prefieres la vida de un perro a la nuestra. ¿No te das cuenta de que si ha pasado otro coche en sentido contrario estaríamos muertos?
       Él no contestó. Se pasó la lengua por los labios resecos y volvió a masticarla. Quise solidarizarme con Federico en alguna forma, pero en ese instante gritó Edelmira: una avispa zumbaba entre ella y Elena. Federico frenó. Las llantas se dibujaron en el asfalto. Nos rebasó una pickup llena de peones. Los hombres insultaron a Federico. Él se limitó a alzar las manos en un gesto de «no es mi culpa». Bajamos para matar a la avispa. Fue inútil: ya había emprendido el vuelo. Al detenernos sentí más calor que nunca. Edelmira sacó un tubo de pastillas de menta. Quise pasarle una a Federico.
       —A él no porque va manejando.

       Elena me sacudió de los hombros:
       —Despierta. Ya llegamos.
       Me pasé las manos por la cara y me peiné sin verme al espejo.
       —¿Y tu tía?
       Elena me contestó que Edelmira estaba en la iglesia y debíamos ir a su encuentro. Preferí tomar algo mientras regresaban.
       —No la aguanto, no soporto su voz.
       Elena se limitó a decirme:
       —¡Cómo eres! —anudó un paño en su cabeza y se dirigió hacia el templo. Entré en una casa de tejas ornada por letreros de Coca-Cola. Me acerqué al mostrador cubierto de latón y pedí una cerveza. Un hombre con machete al cinto me observaba sin disimulo. La niña que me había servido dijo algo a otra más pequeña que se tapó la boca para no reírse y huyó a la trastienda. El hombre dio unos pasos:
       —¿De México, verdad? —asentí—. ¿Viene a pasear al lago?
       —No: vengo a un asunto de la policía.
       Le mostré a toda velocidad mi credencial del periódico. En mi interior agradecí su aspecto metálico y dorado.
       —Ah, perdone. No quería molestarlo.
       —No es molestia —contesté e hice como si acomodara la pistola al cinto. Pagué, salí a la calle. Desde el atrio de la iglesia me volví hacia la tienda: el hombre y las dos niñas se reían de mi impostura. El ridículo aumentó mi indignación.
       Entré en la iglesia. Dos ancianas de rebozo me mira ron con odio al ver que pasaba sin santiguarme. Elena, Edelmira y Federico estaban en una banca frente al altar mayor.
       —¿Nos vamos? —pregunté.
       —¡Espérese! ¿No ve que estoy rezando?
       Miré fijamente a Edelmira. Di media vuelta y me puse a observar los santos y los retablos hasta que un muchacho descalzo se acercó y me dijo que respetara o me saliera. Le hablé en inglés y le extendí un billete. El adolescente fue hasta donde se encontraban arrodilladas las dos ancianas y discutió un momento con ellas. Por ultimo depositó en la alcancía para las limosnas el billete que acababa de darle. Antes de volverá la sacristía me lanzó una mirada de reproche. Mi segundo intento de farsa terminaba en una nueva humillación.
       Cuando salimos la tienda había cerrado. El hombre del machete se alejaba silbando por una de las calles sin pavimento. Edelmira ordenó:
       —Pasearemos un rato antes de comer: todavía no tengo hambre.
       Regresamos al coche y nos sentamos en sus vestiduras de plástico que calcinaban la piel. Ni la brisa que entraba por las ventanillas bastó para aliviar el calor.
       —Quiero una horchata —dijo Edelmira. Nadie respondió. A las dos cuadras empezó a hablar de la crueldad de su marido y apremió—: Vamos al restaurante de la orilla.
       Dimos vuelta. El automóvil descendió por un lugar estrecho entre dos casas y estuvo a punto de encajarse en un árbol. Federico metió la primera velocidad y con grandes protestas del motor seguimos por la ribera.

       En el restaurante no existía carta. El mesero nos indicó qué podíamos comer. Edelmira, sin consultarnos, pidió por todos, y mientras llegaba el servicio insistió en su monólogo. Dos hombres, que habían bajado de un Buick al mismo tiempo que nosotros, observaban a Elena con descarada insistencia. Ella notó mi indignación e hizo una seña para apaciguarme. Federico contemplaba el lago en silencio.
       La actitud de los hombres del Buick era ya una provocación. Elena parecía ausente. Le rogué que se bajara la falda. Respondió que nadie la miraba y que tenía mucho calor. Nos sirvieron dos platos con pescaditos fritos. Apenas pude probarlos: Edelmira y Federico los devoraron. Pedí otra cerveza.
       —Tenga cuidado: no se vaya a embriagar.
       —Señora, si usted cree que me emborracho con dos cervezas está muy equivocada.
       Elena me tocó el brazo para indicarme sosiego. Dirigí mi indignación contra los hombres del Buick y los miré de frente. Ellos dijeron algo entre sí. Al escuchar su risa explotó la cólera que hervía desde que salimos de Veracruz.
       Me levanté antes que nadie pudiera impedírmelo. Al verme tan indignado, en vez de aceptar su responsabilidad, pretextaron que estaban tratando de reconocer a Edelmira, amiga de sus familias. Mientras tanto Elena y su tía gritaban que me callara y no hiciera el ridículo. Toda la clientela del restaurante me observaba divertida, con la esperanza de ver un pleito a golpes. Uno de los hombres intentó ponerse de pie y lo volví a sentar de un empellón. El dueño del restaurante se apresuro a detenerme:
       —Si sigue haciendo escándalo llamo a la policía.
       —Llámela para que se haga cargo de estos pendejos. Soy de la Federal de Seguridad.
       La credencial dorada del periódico modificó la situación. Mi rapidez al mostrarla hizo que el dueño la lomara en serio y rogase a los hombres del Buick que salieran sin pagar ni terminar su consumo. A continuación se desbarató en excusas y los parroquianos me vieron volver en triunfo a la mesa. Pero desde el estacionamiento me llegó una mentada de madre con el claxon.
       —Si se siente tan hombre hay otras maneras de demostrarlo, no exponiéndose y exponiéndonos a una reyerta callejera —me fulminó Edelmira. Preferí guardar silencio. De repente sentí miedo de que mis adversarios volvieran armados para vengarse a tiros de su derrota. Probé el caldo de jaiba y las tortillas fritas con manteca. Sirvieron carne asada y, antes que la voracidad de Edelmira y Federico la despachara, alcancé a poner un trozo en mi plato.
       Federico, que no había hablado en todo el viaje, abrió los labios para dar su propia versión cómica en una tentativa de restarle gravedad al incidente. Edelmira lo calló: le parecía una insolencia cualquier comentario sobre el asunto. Para no doblegarse por completo Federico preguntó si me había gustado la carne. Traté de ser cordial y dije:
       —Mucho. Está realmente deliciosa.
       —Me alegra que le guste: es carne de mono —afirmó carcajeándose, mientras yo arrojaba al suelo todo el bocado.
       —No hagas chistes, idiota. No compruebes que en treinta años no he podido educarte —estalló Edelmira.
       Me disculpé y fui a pagar la cuenta. Edelmira se indignó: la invitación era suya, había sufrido un desaire de mi parte. A fin de corresponderme —añadió en el más inesperado cambio de tono— nos invitaba a dar un paseo en el lago.

       El embarcadero estaba en la terraza de un hotel. Bajamos del coche. Edelmira fue al baño y Federico se dirigió a hacer los tratos con el lanchero. Aproveché su ausencia para decirle a Elena:
       —No sé cómo se te ocurrió arrastrarme a esta pesadilla infernal. Si la pinche vieja sigue hablando yo no regreso con ustedes. Prefiero volver a pie que soportar un instante más a esa bruja.
       —Si no aceptas a mi familia ¿para qué te casaste conmigo? Por lo visto, no te importa el ridículo en que nos pusiste.
       —Lo ridículo sería permitir que se burlaran de mí.
       —Con tus celos no vamos a ninguna parte. Esos señores ni siquiera me miraron.
       —Eso crees tú. Lo que pasa es que te encanta exhibirte. Y ya que tanto te molesta no vuelvo a defenderte. Eres igual a Edelmira y a tu madre.
       Elena rompió a llorar. Un grupo se congregó para observarnos. Intenté reparar mi equivocación. La abracé y le acaricié la cara. Sus lágrimas escurrieron entre mis dedos.
       —Perdóname. No quise ofenderte… Elena, por favor: todo el mundo nos está mirando. Es vergonzoso.
       —Más vergonzosa es la manera en que me tratas. Déjame, vete. Ya no quiero nada contigo.
       Edelmira y Federico se acercaron. De un vistazo ella entendió lo que había sucedido entre Elena y yo e hizo un gesto de enfado. Pensé que iba a lanzarse en contra mía. Sin embargo, bruscamente discreta, invitó:
       —Vamos. Federico ya contrató la lancha. Es un paseo precioso. Les va a gustar mucho.
       —No voy. Aquí los espero —gimió Elena.
       Federico se aproximó a ella. En voz muy íntima le dijo algunas palabras que lograron convencerla. Ante la mirada de quienes habían presenciado el pleito conyugal nos encaminamos hacia la lancha.
       Un hombre puso un cajón para ayudarnos a abordar. El piloto tendió la mano a Elena y a Edelmira. Mientras encendía el motor saqué un cigarro, con la esperanza de que la brisa disipara el humo antes de revivir la furia de Edelmira.

       El estruendo de la navegación apagaba todos los ruidos. El hotel, la playa, dos esquiadores, otras embarcaciones quedaron atrás. La lancha aumentó su velocidad. La madera crujía sacudida por el agua que se cambiaba en espuma. Elena, con los ojos aún llenos de lágrimas, miraba hacia el centro del lago. Edelmira discutía con el piloto en torno a las mojarras de agua dulce y agua salada. Federico bostezaba con gesto estúpido. El viento arrojaba gotas de agua contra mi rostro. El hermoso lago era mucho más vasto de lo que parecía desde la orilla. A los quince minutos de haber zarpado la otra costa aún estaba distante.
       Mientras discutía con Edelmira, el piloto nos observaba a todos con una sonrisa irónica que era la expresión natural de su cara. Edelmira se levantó de la banca, se acercó tambaleándose y me miró de frente:
       —¿Por qué la hizo enojar?
       Mientras tanto Federico se puso al lado de Elena y empezó a hablarle al oído.
       —Es una tontería, señora —contemporicé—. No haga usted caso. Ya se le pasará.
       —Si usted no se disculpa Elena seguirá molesta. Ande, vaya ahora mismo.
       —No tengo nada de qué pedirle perdón.
       —Mire, jovencito, no crea que voy a tolerar sus majaderías. A mí nadie me alza la voz ni me habla en esa forma.
       —Señora: en primer lugar no soy ningún jovencito: voy a cumplir treinta años. Nací en 1928, el día en que mataron a Obregón, para más señas. En segundo lugar, le suplico que se calle porque de otra manera me va usted a conocer en un plan muy distinto.
       —¡Ah, no! ¡Eso sí que no! ¡Qué se ha creído usted, mequetrefe, pelado insolente como todos los malditos chilangos! Chilango tenía que ser, pobre diablo. No niega la cruz de su parroquia. Pues sepa usted que todavía no nace el hombre capaz de regañarme. Y ni de casualidad va a ser un chilango. Pobre de mi sobrina, casada con un lépero muerto de hambre en ese pueblucho inmundo que se las da de capital.
       —Sus opiniones sobre la Ciudad de México y sus habitantes me tienen sin cuidado, señora. Lo que usted piense de mí me lo paso ya sabe por dónde. Lo que no voy a permitirle, óigalo bien, es que se meta en mi matrimonio.
       —¡Sólo eso me faltaba con este indio de mierda! ¡Ahora va a insultarme el hijo de la gran puta!
       Estuve apunto de abofetearla pero me connive. Federico se llevó del brazo a Edelmira. Ambos siguieron hablando con Elena y me lanzaron miradas amenazantes. Caminé hasta la proa. De pie recibí el viento y el agua. Me sentí libre y por un momento me olvidé de todo. Pasaron varios minutos. La voz de Edelmira vencía el estruendo del motor y me llegaban fragmentos de sus injurias y maldiciones. Federico había pasado del sopor a la más franca hostilidad y yo estaba seguro de que iba a levantarse para golpearme.
       El sol desapareció entre las nubes. El viento del norte oscureció la tarde. En la distancia se escuchó un trueno. Empezó a llover. Con estertores de asfixia se detuvo el motor.
       —Nos quedamos sin gasolina —dijo el piloto.
       Edelmira gritó, roja de ira, que el chilango hijo de puta había salado el paseo. No pude más: me lancé sobre Edelmira y de un empellón la arrojé al agua.
       Elena y Federico gritaron aterrorizados. Eos movimientos de Edelmira la arrastraron al fondo. Federico suplicó al piloto que la salvara a cualquier precio. El hombre nadó bajo la superficie y asió a Edelmira por los cabellos. Mientras Elena y Federico ayudaban a izarla a bordo, salté de la lancha y gané la orilla con enorme esfuerzo.
       Al día siguiente volví a Veracruz. En el Hotel Diligencias encontré un recado en que Elena me conminaba a no verla ya nunca y me declaraba su odio y su desprecio. Junto al mensaje de Elena había dos líneas de Federico: el asunto ya estaba en manos de sus abogados que se disponían a presentar la denuncia por injurias, agresión y asesinato en grado de tentativa.
       Me dirigí a casa de Edelmira. Estaba desierta. Un vecino me dijo que la señora se encontraba muy grave en un hospital de Jalapa porque un criminal intentó darle muerte en Catemaco y la acompañaban su marido y su sobrina. Al llegar a México fui al departamento de mi suegra. Vivía en uno de los primeros edificios con interfono. La madre de Elena no contestó. La portera no me dejó pasar.
       A diario, durante meses, envié a Veracruz cartas y telegramas que no tuvieron respuesta. De algún modo, gracias a las amistades que había dejado Elena, la historia del paseo en el lago llegó al periódico. Alguien le imprimió la variante de que la agredida había sido mi esposa. Me aplicaron la ley del hielo y la situación se volvió intolerable. Tuve que renunciar a mi trabajo de cronista y a mis ambiciones de escritor y dedicarme a la compraventa de autos usados.

       Hoy, 4 de enero de 1960, dos años después de aquellas vacaciones, he recibido al fin noticias de Veracruz. Una esquela anuncia la muerte de Edelmira y una nota de Elena me pide el divorcio a fin de casarse con Federico. ¿Sirve de algo la experiencia? No sé nada del mundo y todavía tengo mucho que aprender del tiempo y de las relaciones entre los humanos.



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