José Emilio Pacheco
(Ciudad de México, 1939-2014)
El torturador
La sangre de Medusa y otros cuentos marginales
(México, D.F.: Ediciones Era, 1990, 136 págs.)
1
La luz del alba te desprende de los objetos y te aísla en el patio de la prisión. Tocas el dorso de tu mano. Se ha vuelto como la piel del otro, el hombre que acabas de atormentar. Yace sin sentido en un charco de sangre, pero resistió, asumió toda la responsabilidad, no delató a nadie. Martínez se acerca a ti y dice que, según el jefe, se excedieron en el castigo: Altamirano ha muerto.
Te encoges de hombros, enciendes el primer cigarro de la mañana, pasas por el salón donde conversan otros como tú, entras en el cuarto de baño, te miras al espejo. No hay asco ni miedo: después de todo, cumples tu deber, obedeces órdenes, defiendes a la sociedad.
Tienes sólo treinta años y sientes que ya son demasiados. El pelo crespo empieza a agrisarse y a ralear. Dos surcos profundos se adelantan a unir la nariz y las comisuras. Acaso lamentes, quizá sientas vergüenza de que esta noche el torturado haya sido precisamente Altamirano. Te admira su valor para no culpar a nadie y su generosidad para no escupirte como hizo con los demás torturadores. O bien, el negarse a reconocerte ¿fue una humillación más de las muchas que te infirió con su bondad? La prueba última de que se consideraba superior ¿radicó en hacer como si nunca antes te hubiera visto, no rogarte que lo compadecieras lo mismo que él se condolió de ti?
En otro mundo, en otra vida, recuerdas, Altamirano te permitió entender que eras igual a tu prójimo y no tenías razón para sentirte inferior a nadie. Te habló de un mañana en que todos los habitantes de la tierra fraternizarían en una sociedad sin oprimidos ni opresores. Incluso te dio una fecha para el sueño realizado: 1960. El impensable, el inconcebible año de entonces que ahora, 7 de diciembre, está a punto de terminar y confundirse con los otros años.
Pobre Altamirano. Creyó en la bondad esencial de sus semejantes y acabó como res en el matadero. Todos lo traicionaron. Tú más que nadie. Pero no fue por gusto: obedeciste órdenes, te repites. Altamirano había pues lo en peligro la seguridad nacional con un plan que él y otros cinco ilusos elaboraron para trastornar el sistema de comunicaciones en el país.
Te echas agua en la cara. Te lavas las manos. Sales. Martínez sugiere que vayan al burdel. Contestas que prefieres ir a los baños de vapor del Hotel Regis y a desayunarte con don Ernesto Domínguez Puga en el café de la farmacia para después dormir hasta las cuatro o cinco de la tarde.
Martínez te toma del brazo y te encamina hacia el Pontiac estacionado en la calle sin pavimento. No te preocupes, dice: pronto encontrarán el cadáver de Altamirano con ropa interior de mujer y con las uñas y los labios pintados. Los periódicos de nota roja mostrarán la foto y dirán: “Sádico crimen entre homosexuales”.
2
Donata abrió los ojos en la barraca de la comadrona. Observó al niño que la mujer le presentaba en silencio. Hizo un esfuerzo y recordó la noche en que llegó a Tampico el acorazado General Grant. Los tripulantes irrumpieron ya ebrios en el Salón Tahití. Nadie sacó a bailar a Donata. Hasta que al fin, impulsado por voces que ella no entendía, se levantó de una mesa el cocinero del barco. No la invitó a la pista. Dejó en sus manos unos cuantos dólares y la siguió por el pasillo poblado de macetas hasta el cuarto húmedo y opaco, lleno de espejos y mantas floreadas.
—Isaiah Murrow, from Texarkana —dijo por toda presentación cuando ya estaban desnudos en la cama—. What’s your name?…
—Jenny —mintió Donata al sentir el cuerpo sudoroso, las manos metálicas que se aferraban a sus caderas, la boca jadeante pegada a sus senos.
El hombre la penetró con urgencia. Donata fingió placer y sintió extrañeza cuando él la besó en los labios y le dijo algo para ella incomprensible. A los pocos minutos Isaiah Murrow eyaculó, se puso de pie, se lavó en la palangana, le dio las gracias y un dólar de plata y fue a reunirse con los otros marinos. Había sido el séptimo cliente de esa noche. Donata estaba muy fatigada y no acudió en busca del irrigador como siempre. Se quedó inmóvil en el lecho y se durmió pensando en aquel nombre, Texarkana.
A los diecisiete años Donata Morales quedó embarazada. Se negó a abortar porque no tenía a nadie en el mundo y un hijo le daba seguridad y la justificaba. Perdió su empleo en el Salón Tahití. Con sus ahorros pagó un alumbramiento que le costó mucho dolor y mullía sangre. Dio a luz un niño idéntico a su padre, Isaiah Murrow, el de Texarkana.
Donata jamás recuperó la esbeltez adolescente que le había ganado tanta clientela en el Salón Tahití. Se hizo alcohólica y descendió a prostituirse en las calles. A los veintidós años un ebrio le cortó la garganta en un cuarto de hotel sólo para ver qué se sentía. Macrina, la mujer a quien Donata lo confiaba, le explicó a José Morales que su madre se había ido a Francia en un barco y pronto iba a regresar y a traerle muchos regalos. Poco después Macrina abandonó a José en la fonda en donde trabajaba de mesera y huyó para no cargar con la responsabilidad.
3
No me molesten. No les he hecho nada. Tengo doce años como casi todos ellos. Me gustaría jugar e ir a la escuela. Pero lo único que hago es darme de golpes con quienes me persiguen. Antes era peor. Ahora ya sé pelear y estoy acostumbrado. Ya no hay quien se me ponga si no es en montón. Y ni así pueden conmigo. Por eso me tiran piedras y me agarran entre todos. Negro negro negro, como si ellos fueran tan blancos. Son iguales que yo aunque no quieran reconocerlo. Pero ellos dicen que son morenos o mulatos y en cambio yo soy negro como de África. ¿Qué será África?
Vuelvo a casa ensangrentado, con la camisa rota. Doña Eusebia se enoja y me grita: Nunca vas a aprender, hijo de puta. Le molesta mucho tener que darme la comida y dejarme dormir en un colchón mugroso. A veces la ayudo a barrer, a trapear, a lavar platos. Cuando los rompo o quedan grasientos doña Eusebia me da de coscorrones. Si quiero servir las mesas, los clientes de la fonda me gritan y me insultan, me tratan peor que doña Eusebia. Como ya estoy grande para dejarme, les contesto y me peleo con ellos.
Hoy le di en toda la madre a Guillermo, que debe de tener como quince años. A este pinche indio se le ocurrió que me tumbaran en bola y fue el que me pegó con más gusto. Acabo de encontrarlo solo en el muelle, agachado sobre su caña. No sabe pescar. Qué va a saber si es de la sierra y está recién llegado el muy pendejo. De una patada en la espalda lo tiré al agua. Por poco se ahoga. Lo sacaron unos petroleros, todo lleno de aceite y chillando de miedo como un marica. Ahora sí se le va a quitar lo sabroso. Cómo me gustaría encontrarme de uno por uno a todos esos cabrones.
4
El verano encerraba en un pozo de calor a Monterrey. La noche hervía en la Plaza de Armas. José Morales terminó de lustrar unos zapatos, recibió algunas monedas y siguió conversando con Teodoro:
—¿Así que tú también te pelaste de la Correccional de Ciudad Victoria?
—Pues aquí nomás. ¿A poco sólo tú tienes tus mañas?
—A mí me salió peor —dijo Morales—. Después me agarraron robando espejos de coche y, aunque todavía soy menor de edad, o eso creo porque no tengo acta de nacimiento, me mandaron al bote en San Luis Potosí con pura gente de lo peor. Allí me enseñaron todo lo bueno y lo malo que sé, desde bolear zapatos hasta abrir puertas con ganzúa.
”Cuando menos el botellón me aseguraba casa y comida. Yo no quería salir pero me echaron a la calle. Ahora hasta para ser cargador necesitas papeles y escuela. No encontraba chamba, dormía en los parques y comía basura arrebatándosela a los perros. No me quedó más remedio que meterme a una feria. Me daban algo de lana por pasarme de seis a doce, con la cabeza pintada para verme más negro de lo que soy, asomado a un hueco, esquivando las bolas de hilacha que me tiraban para divertirse. El que me ponía un chingadazo en la frente o en el hocico se llevaba un muñeco de barro o cualquier otra pendejada. Hasta que un cabrón quiso hacerse el muy salsa con su chamaca, envolvió una piedra dentro de la bolita y me descalabró. Salí furioso y le tiré los dientes a madrazos. Se armó un escándalo de la chingada y me pelé antes de que llegara la policía.
”Me vine para acá y hace un año que ando de bolero. Apenas gano para comerme unos tacos, pagar el cuarto, ir al cine y al box que me gusta mucho. Todo se me va en los materiales. He querido buscarle por otro lado pero no sé leer bien, aunque algo aprendí en el bote. Francamente más vale andar con tu cajón que trabajar de gato o lavando coches en una gasolinería. ¿No crees?”
—Para mí que estoy cojo sí aguanta la boleada, pero tú, Morales, eres bueno para los madrazos y estás a tiempo todavía. Conozco a un señor que tiene un gimnasio. Si quieres te lo presento.
5
Amigos radioescuchas, La Voz de la Laguna, trasmitiendo desde sus estudios en la bella ciudad de Torreón, les desea muy buenas noches y lleva hasta sus hogares una entrevista exclusiva con El Negro Morales, el sensacional noqueador tamaulipeco que anoche derrotó en el primer round a Carlitos Godoy, el hasta ayer invicto estilista de Gómez Palacio.
Como todos ustedes saben, la carrera de este joven peleador ha sido meteórica. El Negro Morales se perfila como el gran prospecto de la temporada boxística. En dos años y medio de actividad sobre los rings ha participado en treinta combates, de los cuales ha ganado veintiocho, dieciséis de ellos por nocaut; empatado una pelea y perdido otra por decisión. ¡Una sola vez conoció la derrota este muchacho que nació para el triunfo!
No creemos equivocarnos, amigos, al decir que ustedes también quedaron impresionados por el ponch, la velocidad y la decisión de este joven peleador que, estamos seguros, hará brillar su nombre al lado de los grandes campeones mexicanos. Con nosotros en el estudio, ¡El Negro Morales!
6
Terminó la instrucción militar. Los conscriptos rompieron filas. José Morales se alejó caminando a solas por la avenida bordeada de álamos. Enrique Altamirano le dio alcance:
—Espérame. Vámonos juntos. Te invito a comer.
—No, déjalo. Muchas gracias. Tengo que entrenar. El martes peleo en Durango.
—Espérate un momento. Me gustaría seguir hablando contigo. Quiero que entiendas bien lo que te he dicho.
—Mira, Enrique, te agradezco que te preocupes por mí. Tienes razón: el viejo me explota pero no puedo dejar el boxeo. Es lo único que sé hacer. Además cada vez que me trepo a un ring siento que me desquito de todo lo que me ha pasado. Ya sabes. No olvides que el viejo me consiguió el acta de nacimiento y el certificado de primaria.
—Entonces ¿para qué vienes a marchar? También hubiera podido sacarte chueca la cartilla.
—Sí, claro, pero se empeñó en que hiciera el Servicio Militar. Dice que es bueno para mi disciplina. Cuando tenga la cartilla podré conseguir el pasaporte e irme a California… Si no, me discriminan dos veces: por negro y por mexicano. ¡Imagínate!
—Te repito que es una tontería sentirse mal por lo que uno es. No hay nadie que tenga derecho a despreciar a otra persona.
—Para ti es fácil decirlo porque te ha ido bien. Tu familia te apoyó y pronto te recibirás de profesor. En cambio yo sólo tengo el box.
—No, José: tienes la vida por delante. Estudia, lee. Lee sobre todo los libros y las revistas que te di. Debes estar orgulloso de llamarte como él. Stalin es el hombre más bueno y más inteligente que existe. Sufre por los que sufren. No te conoce pero te comprende y lucha para que todo el mundo sea feliz.
—¿En serio?
—Claro que sí. Analiza su biografía. Aprende a usar el diccionario que te regalé y haz listas de todas las palabras que no sepas.
—Me aburre.
—Entonces permíteme que te lea y te vaya explicando.
—Bueno, cuando regrese de Durango.
7
En la semifinal El Negro Morales, que había llamado la atención en los rings del norte, tuvo su debut, beneficio y despedida en la Arena Coliseo al caer por nocaut técnico bajo los puños del extraordinario novato Pepe Ponce. En el primer round Ponce envió dos veces a la lona a Morales, que se vio lento y falto de reflejos. Al minuto y veinte segundos del tercer asalto, el árbitro detuvo la pelea cuando los ganchos de izquierda que hizo llover su implacable adversario ya habían transformado en zombi al indefenso Morales.
8
Editorial. Quosque tandem…? La Libertad de Prensa es garantía de la vida democrática y se ejerce sin restricciones en todo el país. Sin embargo, su ejercicio no debe confundirse, en aras de un falso y mal entendido liberalismo, con las incitaciones a la disolución social y la calumnia irrestricta contra autoridades legítimamente elegidas por el voto popular y contra empresarios que mantienen abiertas fuentes de trabajo para beneficio de muchas familias en nuestra región, y así contribuyen al notable desenvolvimiento económico, que ha sido el asombro de propios y extraños.
Motiva estas reflexiones la persistencia inexplicable de un pasquín disolvente, lleno de ideas exóticas e injurias al brillante régimen que preside el Señor Licenciado Don Miguel Alemán y ha puesto a México en un sitio de privilegio entre las naciones del orbe. El hediondo panfleto, mal impreso y peor redactado, se distribuye en escuelas y fábricas, a ciencia y paciencia de los responsables de vigilar el orden e impedir todo conato de subversión en una tierra como la nuestra que apenas se repone de largos años de violencia fratricida.
Perpetra ese crimen de lesa Patria un sedicente “profesor” que venenosamente infunde en la conciencia maleable de sus infortunados educandos ideas enemigas del bienestar social de que disfrutamos. Este agitador pretende ignorar que hace mucho el Pueblo de México, unido como un solo hombre, acabó con la nefanda y torpe “educación socialista”, error de pasados gobiernos, lacra de la que no quisiéramos ni acordarnos, disparate que autorizaba cualquier desenfreno de los cuerpos y de las conciencias.
La Sociedad exige ponerle un hasta aquí al rojillo de marras que tanto daño está sembrando no sólo entre la juventud estudiosa, porvenir radiante de México, sino entre obreros y campesinos, tan beneficiados por el dinámico régimen alemanista. ¡Basta ya! Preguntemos con el inmortal Cicerón: Quosque tandem abutere Altamirano patientia nostra?
9
Ya hay claridad de día cuando subes los siete pisos del edificio sin elevador en la colonia Escandón. Abres la puerta de tu departamento. Te desvistes y te arrojas a la cama. No puedes dormir. Te persigue la imagen de Enrique Altamirano. Altamirano bajo los golpes, en la pileta, sometido a los toques eléctricos en el cuerpo mojado. Altamirano sangrante, escupiendo los dientes, tumefacto, asfixiándose. Por último Altamirano inerte con los ojos abiertos. En tus treinta años de vida sólo dos personas se han portado bien contigo: Enrique Altamirano y Ernesto Domínguez Puga.
Don Ernesto, el gran policía, el hombre que se ufana de haber asesinado a Álvaro Obregón, te levantó del arroyo cuando eras una piltrafa después de tu fracaso en el box, te recomendó para el trabajo que desempeñas y te hace sentirte otra vez fuerte e importante, como en los primeros tiempos sobre el ring… Don Ernesto… ¿Qué hubiera hecho don Ernesto en tu lugar? Lo mismo que tú. Uno acepta responsabilidades y tiene deberes. Lo demás no cuenta.
Tomas una revista de la mesa de noche y a la luz que se filtra por las persianas observas las imágenes de los torturadores que acaban de linchar en otro país al caer el régimen que sostenían. Penden de un poste, son muertos a golpes, o bien se arrodillan, suplican, piden perdón, invocan a sus esposas y a sus hijos, dicen que ellos no tienen la culpa: se limitaron a cumplir órdenes. Apartas la revista. Te levantas y entras en el cuarto de baño en busca de una pastilla para dormir.
10
A las tres de la tarde el estruendo que subía de la calle despertó a José Morales. Reconoció el golpe inconfundible del tambor y el sonido de los clarines. Se puso violentamente de pie. Amartilló su escuadra y quedó inmóvil. El estruendo se aproximaba.
José Morales se miró al espejo y observó en su cara una expresión que sólo había visto en los torturados. Me matarán, me colgarán de un poste, me rociarán de gasolina para quemarme vivo. Ya se hizo lo que buscaba Altamirano. Pero no me arrodillaré a pedir perdón. Seguramente vienen por mí. No, no me agarran vivo. Se introdujo en la boca el cañón de la pistola. Sintió su frialdad en los dientes y en el paladar, pensó en el estallido del cráneo y la dispersión sangrienta de la masa encefálica. No se atrevió a oprimir el gatillo. Los tambores y los clarines sonaban cada vez más cerca del edificio. Entonces arrojó la escuadra y saltó por la ventana.
Su cuerpo quedó entre la acera y el pavimento, hundido en su propia sangre. Las alumnas de la Escuela Comercial Leona Vicario suspendieron sus ejercicios de escoleta. Casi todas volvieron la vista para no contemplar el espectáculo de la muerte. Su profesora se acercó al cadáver de José Morales y le cubrió el rostro con su chal. Docenas de curiosos parecían llegar de todas partes.
—¿Lo mataron?
—No: se suicidó; lo vi cuando se tiraba por la ventana. Lo que pasa es que casi no se oyó el azotón por el ruido que estaban haciendo las muchachas con sus tambores y sus cornetas. No sé para qué diablos en las escuelas comerciales las ponen a perder el tiempo con esas tonterías. Ni que estuviéramos en guerra.
—¿Quién era el muerto? —preguntó una mujer.
—Nunca supe su nombre —respondió un vecino del edificio.
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