José Emilio Pacheco
(Ciudad de México, 1939-2014)
Virgen de los veranos
El viento distante
(México, D.F.: Ediciones Era, 1969, 2. ed., rev. y ampliada, 138 págs.)
A Marcelo Uribe
—Yo, señor —dijo Anselmo—, soy de la Candelaria de los Patos, en la mera capital. No por verme aquí crea usté que trata con un pobre indio bajado del cerro a tamborazos. Nací en la gran Ciudad de México, y a mucha honra. Si usté me encuentra en este lugar, es gracias a la Santísima Virgen, verdá de Dios.
El sol quemaba la tierra seca y los maizales a punto de quebrarse, pero los que rezaban cerca de la choza parecían no sentir el calor. Anselmo prendió el cigarro de hoja, recargó la silla contra el muro de adobes, me clavó la mirada y empezó su narración.
—Dizque fue Aurorita la que primero vio a la Virgen. Una mañana, al cruzar la huerta, halló la aparición en el tronco de un árbol del paraíso. Quesque corrió a decirle a su esposo: “Se me acaba de aparecer la Santa Madre del Cielo”. Lorenzo llamó a los ejidatarios pa que fueran testigos del milagro. No sé bien cómo estuvo. El caso es que cuando llegué la gente de los alrededores tenía meses de venerar a la Virgencita.
—Y usted ¿cómo se enteró?
—La historia es un poco larga. Ya que insiste, se la cuento, mi amigo. Al fin y al cabo usté no puede andar de hocicón chivateándome con la autoridá porque también ha de tener sus pendientes, si no qué carajos andaría haciendo por aquí.
Bueno, pus sepa usté: caí por esos rumbos porque en San Mateo Totoloapan maté a un fulano. Todo por un pinche pleito de cantina. Estábamos tranquilos, jugando una manita de dominó y echándonos nuestros tequilazos. De chiripa yo las tenía todas conmigo y empecé gane y gane. El tipo no daba una ni de faul. Entonces, de puro coraje, inflaba y inflaba: entre juego y juego él solito se enjaretó casi un litro de agua de las verdes matas, / tú me tumbas, / tú me matas, / tú me haces andar a gatas. Y eso que era el jefe de la policía y estaba en su pueblo y entre sus cuates.
Sobre las dos, tres de la mañana ya le había ganado al muy ojete como unos ochocientos varos. Me dije pa minterior: “Achismiachis, ya está incróspido: no tarda en alebrestrárseme”. Luego luego me levanté pa despedirme cuando ¡újule! que me jala y que se para y me vuelve a sentar de un chingadazo. ¡Poninas, dijo Popochas! ¡Vamos a ver de a cómo nos toca!
Lo dejé seco de un gancho al hígado. Y el méndigo que rueda por los suelos, se medioalza, saca la pistola y dispara con mano tembeleque. Tuvo tan buena puntería el pendejo que le dio en la cabeza a un pobre mesero. Así no se vale, compadre. Yo no traía nada pa defenderme. Pero como no andaba cuete, aunque también le había metido duro al néctar de los dioses, en vez de agorzomarme agarré el chafarote con que habíamos estado partiendo los limones pal tequila, le di por doquier, y lo demás pos ya se lo imagina: el güey ese cayó redondito a dar un chapuzón en su propia salsa. No ha nacido el hijo de la chingada que me ponga la mano encima, verdá de Dios.
Los babosos que pisteaban con él se quedaron de a seis, nomás viendo la desangradera por todas partes. No hicieron ni fintas de apañarme, y ni modo de llamar a la chota porque el dijunto era lo único que había en ese pueblito móndrigo. Entonces me dije pa mis adentros: “Ándale, Anselmo, cuélate: te echaste al plato otro cristiano. No te vayan a entambar una vez más”. Y a toda mecha me pelé en segundos. Debo confesarle que el despanzurramiento del genízaro no fue tan limpio como mi mayor gloria: en Puente de Vigas le saqué el mondongo de un solo tajo a Pollo Crudo, pistolero famoso. Todo porque el cabrón insultó a mi santa madrecita, que Dios Nuestro Señor tenga en su gloria. Y eso no se lo perdono ni al rey de Roma que por la puerta se asoma.
Al día siguiente, trepado en un arbolote, vi pasar a unos juanes de a caballo. Segurolas que andaban tras mis güesos. No por ganas de hacer justicia —total: uno menos qué le hace, qué más da que otro fierrazo quede implume—; sólo porque el difunto era medioimportantón y a lo mejor hasta pusieron recompensa. De todos modos se mizo raro que en vez de tecolotes mandaran guachos a perseguirme.
Me valió conocer tantos atajos y veredas porque en mis buenos tiempos fui merolico y vendí chucherías por esos lugares tan dejados de la mano de Dios. Lo más durazno fue andar a pata por unas tierras tan desiérticas. Era la canícula y en esta época ni aquí ni allá cae una gota. Pa seguir adelante tuve que tragarme el agua puerca de los arroyos mediosecos. De puro milagro no agarré paludismo, disientería, cólera, dengue, vómito prieto, alguna de esas jodidas enfermedades. Por lo visto he comido y bebido tanta mierda que ya ando impunizado, sí señor.
—¿Y qué pasó por fin: lo aprehendieron?
—¡Nhombre, qué va! Ultimadamente hasta los pinches sardos me la pelaron ¿no? En México siempre hay un chorro de crímenes y pronto nadie se acuerda. Una semana después ya andaba fregadísimo, sin cacles, con la ropa hecha cisco, lleno de lastimadas y magullones, todo barbón y oliendo a cacomixcle.
Cuando estaba a punto de alzar los tenis, figúrese usté, una tarde vi al fondo de un llano la milpa, la veleta, el caserío y los árboles de la huerta. Me acerqué con precauciones, quién quita y por ai todavía me anduvieran cazando sardos y cuícos. Un viejito salió de su jacal, me invitó a pasar y me preguntó por qué andaba tan zarrapastroso.
Le conté puras habas: quesque me desmadraron pa robarme la maleta con relojitos, plumitas, lapicitos, polveritas, coloretes, pintalabios, hojitas de rasurar, jarabes pa la tos, ungüentos pa piquetes de moscos y chingaderas de ésas. Y luego, por ser fuereño, no supe hallar el rumbo.
El ruco se tragó todas mis largas. Me dio agua fresca del pozo, tortillas, frijoles y chile pa hacerme unos tacos. Eran sobrinas de su tentempié pero el favor se agradece de todos modos ¿no? Andaba ansioso el viejales por hablarme del Grandísimo Milagro, de la Santísima Virgen que se había aparecido en el árbol del paraíso porque ya el fin del mundo estaba cerca, nuestras guerras, crímenes y pecados carnales iban a adelantar el Juicio Final. Y entonces Dios quería probarnos, ver nuestra fe en su Santa Madre.
Iba a contestarle al vejarano, don Jesús se llamaba, que no fuera babotas, que el padre García Guerra —un curita gachupín, coloradito él, de esos que hablan rechistoso pero que se las saben todas— me enseñó, cuando fui sacristán en Cuernavaca, que no creyera en las mentadas apariciones: son puritita supertición que Dios castiga, brujerías o figuraciones de los inorantes. O mejor dicho, son puro cuento de vivales pa joder todavía más a los que ya de plano están jodidos… Pero tantié que no debía perder una oportunidá de esconderme y mice el que creyía y, como quien no quiere la cosa, seguí el hilo.
Parece que estoy oyendo al huehuenche. Sólo le ponía atención por el gusto de ver a alguien después de andar tanto tiempo solo y mi alma con mi cabrona conciencia. Don Jesús se entusiamó reteharto. Quería hacerme sentir el muy güey que yo tenía el honor de estar con el mismísimo Juan Diego.
Pero, eso sí, se acomidió el viejales: puso agua a la lumbre pa mi manita de gato, me emprestó jabón de lavadero y una yillé del año del caldo. Quedé limpio y sin barbotas. Luego el chopas me dio ropa de la suya. Así, todo sombrerudo y de calzón blanco, don jesús me llevó a ofrecer mis respetos a la Santísima Virgen y a presentarme con los que habían sido sus patrones antes de la cabrona Reforma Agraria.
Al ver la cantidá de indios que rezaban me dije pa mí solórzano: “Ora sí ya chingastes, pinche Anselmo. Esto se puede poner muy bueno”. Me acerqué al altarcito. Había un montonal de flores y veladoras y un letrerote: SE PROIBE TOCAR A LA VIRJEN. Pa que no le diera el sol pegaron a las ramas unos como techitos de palma. Entonces me puse trucha y, con cara de borrego degollado, minqué a rezar en voz alta pa que vieran cuántas benditas oraciones me sabía en español y en latín. En latín, figúrese usté, la lengua de la Santa Madre Iglesia, sí señor.
—Disculpe: ¿cómo era la Virgen?
—Ah pus un poco tosca, perdonando la expresión. Lorenzo la talló a navajazos en el tronco del árbol del paraíso y luego la pintó de colores muy furris, a toda velocidá y en la oscuridá de la noche, pa que nadie lo madrugara y antes de empezar los títeres se le cayera todo el teatrito.
Se daba un aigre a la Virgen del Carmen, onque la túnica y la corona eran más bien como de Nuestra Señora de Guadalupe. Pero eso es lo de menos: a usté le dicen que se apareció la Madre de Dios y, si tiene fe, se lo cree todo y hasta mira lo que otros no ven, me canso que sí.
Ai en la huerta Aurorita había montado un tenderete de veladoras, cirios, estampitas y milagritos de oro y plata. Junto al árbol taban dos botes grandes de hojalata pa que los creyentes echaran la morralla y a cambio recibieran indulgencias. Como al ojo del amo engorda el caballo, Lorenzo y Aurorita no se movían del altar y todo el tiempo rezongaban: “Una limosna para el Santuario de Nuestra Milagrosa Virgen del Árbol del Paraíso. Un óbolo para la edificación de su capilla. Dé lo que sea su voluntad. Nuestra Señora se lo multiplicará con bendiciones”.
Si algún cuate, una muchachilla o una vieja beata querían seguirse de largo sin aflojar la lana, Lorenzo y Aurorita les recordaban su deber de pagar entre todos el templo que debían levantarle a la Virgen. Quien no cumpliera con sus Sagrados Deseos no recibiría su Bendición, liba a ir mal en la cosecha, no encontraría marido o seguiría maltratada por su esposo. Y luego, al estirar la pata, derechito al fuego eterno.
—¿Y usted qué hizo?
—¿Yo? Pus afilé las garras y, onque andaba todo fachoso y comido por los piojos como cualquier animal, me dejé caer hincado, con los brazos en cruz y los oclayos en blanco, recitando la Manífica y echándome uno que otro Oremus o un Miserere.
Y en eso estaba cuando apareció una señora con harta lloradera pa dar las gracias por un favor recibido. Tras ella iba, arrastrando muletas, un joven con un retablo acabadito de pintar y un milagrazo de oro que fue a prender en el manto azul a los pies de la Virgen. Se hizo un griterío y no alcancé a oyir casi nada. Parece que el vejestorio iba a agradecerle a Nuestra Señora la salvación de su hijo, tullido en un temblor o en un derrumbe de los cerros. Los dos se pusieron tan emocionados que ya merito les da un telele.
Entonces un pobre indio mecapalero se acercó a decirle a Lorenzo que, si la Virgen era tan milagrosa, había que avisarle al Señor Obispo como Dios manda. Lorenzo tiró a lucas al metiche y nos apantalló con su respuesta:
—La Santísima Madre del Salvador le ha dicho a mi señora esposa, su intermediaria, que no quiere saber nada de curas hasta que no tenga su capillita.
Lo hubiera usté oído. Qué bruto, cómo se adornó el cabrón al decir eso. Parecía como si él fuera el mismísimo Papa que acababa de hablar con la Virgencita. Verdá de Dios, admiro a Lorenzo sólo por aguantarse la risa ante todas las babosadas que inventaba pa engatusar a los pendejos.
Desde luego mi personalidá les llamó la atención a Lorenzo y Aurorita. Le ordenaron a don Jesús que me llevara a la casa grande pa conocerme. Qué diferencia con el jacal del chopas: planta de luz eléctrica, fosa ascética, tina de baño, indoloro, lavabo, sala, comedor, buenos cuartos, camas en vez de petates, mesa de roble, despensa llena, estufa de petróleo… Pa qué le cuento.
Lorenzo tenía una cara de jijo de puta que todavía le estoy viendo. Muy relamido, muy sangrón, pelo patrás y más envaselinado que el carajo, bigotito de charro montaperros, patillotas. Aurorita no era lo que se llama un cuero: estaba buenona, entrona, onque un poco gordales, y ya se veía muy aplaudida. (A lo mejor antes de casarse ruleteaba.) El caso es que los dos piojos resucitados se sentían la divina garza envuelta en huevo. Sólo por ser más blanquitos los cabrones, querían demostrarles a los demás que eran una manada de indios pazguatos.
Eso sí: nomás oyeron mi jarabe de pico y calaron con quién estaban tratando. Me canso ganso, cómo carajos no. Andaba vestido de totonaco pero a leguas se me notaba que venía de la Gran Capital y no era un pinche campesino inorante, de ésos a los que con todo y la Revolufia ellos seguían tratando a patadas como endenantes.
Lorenzo y Aurorita me miraban con cara de “¿y éste de dónde salió?” Les conté que me llamaba Ulalio Domínguez, nombre de mi abuelito que en paz descanse, y repetí el mismo cuento: vendedor de chingaderas, desmadrado por ladrones, perdido en esas tierras sin agua.
Como se imaginará, no les dije que me buscaban por asesinato ni que pasé mis buenas temporadas en la Penitenciaría del Distrito, más conocida como el Palacio Negro de Lecumberri. Hicieron como que apechugaban con todas las papas que yo de a tiro les estaba inventando. Le dijeron a don Jesús que fuera a ver cómo les pintan las rayas a los tigres y, cuando ya se habían ido todos los fieles, cerraron las entradas a la huerta y me invitaron a cenar.
Qué bien jamamos, caray: sardinas, aceitunas, atún, jamón serrano, cebollitas en vinagre, lomo, huevos con chorizo, queso de bola, pan blanco, cerveza, frutas en almíbar, café, brandy español. Todo me supo a gloria después del hambre y de los frijoles con gorgojos, las tortillas duras y el agua llena de submarinos que me había dado mi amigo el carcamal. Otra vez me dije pa mis adentros: “Pinches rateros, hijos de su pelona: Estan haciendo el negocio de su vida pero se van a encontrar la horma de su zapato. Me cae que sí”.
Pa semblantearlos y como por no dejar, cuando ya estábamos con unos tragos entre pecho y espalda, les solté: “Fui monaguillo y sacristán. Hice votos de pobreza y castidá. Iba a entrar al seminario cuando vino la persecución religiosa y cerraron todas las iglesias. El padrecito García Guerra me enseñó a decir misa y a hablar cantando: Miserere. Páter nóster. Dóminus obispus. Requiéscat in tentationem. Ipse nobis caritate, salutate. Laudamus ómnibus viventus, trenis angelórum. Ora pro nobis, sicut pájarus et ovis. Dies irae, dies irae, Sanctus Filius de sum Mae. Oremus”.
Soy tan inteligente, ya ve usté, que aprendí bien latín nomás oyendo al cura. Lorenzo y Aurorita quedaron apantalladísimos con mi canturreo. Al ver que quien con toda humildad se les había presentado como un pobre vendedor ambulante era persona culta y gente de Iglesia, me pidieron que me quedara con ellos pa guiar el Rosario, tratar con los devotos, sacarles sus donativos y echar un ojo al bote de las limosnas y al puesto de milagritos y veladoras.
“¿Cuánto quiere ganar al mes?”, preguntaron. De puro aventado les contesté: “Mil pesos”. Onque ora suena ridículo, no se imagina usté lo que eran mil del águila en aquella época. Y yo que los veía tan pichicatos y cuentachiles como todos los patrones a los que la Bola les dio en la madre, me llevé la sorpresota de que me contestaran: “Oquey”. Híjole, cuate: qué no estarían sacando los muy malditos a costa de tantear a puro muerto de hambre pa darse el lujo de descolgarse con mil chuchulucos pa su conlaborador.
—Será co-la-bo-ra-dor.
—No sea maje: yo hablo requetebién porque oigo radio y leo La Prensa, el Esto y el Magazine de Policía. Y en cuanto llegue la televisión me compro mi aparato. ¿A poco cree que nomás usté solito fue a la escuela? Es “conlaborador” porque se dice “conlaborar con”. ¿No es cierto?
Total, como liba diciendo, ai don Chuchales, que hasta eso era muy buena gente, mizo un ladito en su tejuil. Se portó bien el ruco, lo que sea de cada quien. Lástima que todo el tiempo yo anduviera con el alma en un hilo porque su único hijo le salió bien raro. A cada rato andada toqueteándome: “Ay qué brazotes tan fuertes, qué manotas, qué cuello de toro”. Yo estoy seguro de que a ese firuláis le hacía agua la canoa, cachaba granizo, bebía arroz con popote y le gustaba la Coca Cola hervida.
Me daban risa unos versos que le compuso la malvada de Aurorita: “El viejo gacho / tiene un muchacho / que no se sabe / si es hembra o macho”. Pero a él lo mantuve a raya a base de coscorrones y, como soy medioquerendón y bien labioso, me volví cuate de los demás ejidatarios. Me agarraron confianza y yo, que tengo concha, pus nomás me acuadrilé pa dejarme querer y nunca saqué las uñas. También frente a Lorenzo y Aurorita yo siempre navegaba con bandera de pendejo.
—¿Le contaron la verdad?
—Ah no, ni una palabra. Teníamos cosas de las que no se hablaba. Cerré el hocico, ellos también, y todos contentos. Les entregaba las cuentas y las limosnas completitas y ni siquiera cuando me tocaba pasar la charola o llevar el bote de hojalata a la casa grande me clavaba centavos. Lorenzo y Aurorita me agarraron fe; creyían que de verdá era medio eclesiástico; mis latines como que le daban mayor seriedá al culto de la Virgen y los dos estaban seguros de que con tan buen sueldo yo no tenía razón de avorazarme. No calaron que quien nace pa geranio siempre encuentra su maceta.
Además, aquí entre nos y muy en confianza, le diré que cuando Lorenzo siba en su fotingo a cambiar los fierros por billetes grandes pa guardarlos en la caja fuerte porque no les tenía fe a los bancos, yo me cobraba horas extras dándole vuelo a la hilacha con Aurorita. Era bien cachondísima y hasta se me afigura que Lorenzo, pese a su juventú, pus nomás no paraguas. El caso es que Aurorita andaba urgida de un tarzán bien puesto que le midiera el aceite y se encontró con su rey.
Ay, mi carnal, no lloro, nomás me acuerdo: en aquellos tiempos yo no andaba tan tirado a la calle. No era muy tipo que digamos pero todavía estaba medio jovenzón, no cargaba esta panzota de pulquero que ora me boto, ni esta papadóuer, ni estas arrugotas, ni estas patrullas de gallo. Lo único que me queda son las ganas, pero a lo macho que no faltan viejas que anden por ai suspirando pa que yo les haga el favor.
Ésa sí era vida ¿no?: chamba a toda madre y buti cachuchazo. Ai me las den todas. Ai sí se les acaba lo orgullosas a las cabronas. Frente a su marido bien altiva la muy jija. Nomás sobajándome como a los pobres indios y mandoteándome paquí y pallá como si de verdá fuera su gato. Pero cuando le daba pa sus tunas vaya que se le bajaban los humos y puro “más, papacito” y “más, papacito”.
—Oiga, pasando a otro asunto: ¿el gobierno estatal no mandó a investigar qué estaba ocurriendo?
—Ni se la olieron los muy tarugos. O si sabían, se hicieron pendejos. Porque acababa de pasar la guerra cristera, se habían firmado las paces con la Iglesia y después de tantos muertos lo mejor era hacerse de la vista gorda con los católicos. Igual siguen ahora. Si le mueven se puede armar otro desmadre de los mil demonios… Onque pensándolo bien, se me hace que Lorenzo tenía palancas con los meros meros. Quién quita y se había arreglado hasta con el gobernador y le pasaba su corta feria. Bueno, pus pa no hacerle el cuento largo, la Virgen se volvió cada día más milagrosa. La indiada de por ai dejó de ir a las iglesias pa venirse nomás al rancho.
—Y los curas ¿no protestaron?
—Qué va. Le sacaban coyonamente al asunto o a lo mejor también creyían en el milagro, sabrá Dios. El caso es que la aparición pegó con tubo. Corrió tanto la fama de la Santísima Virgen del Árbol del Paraíso que los domingos venían hasta familias decentonas de los lugares importantes. Y eso que no había carretera ni nada por el estilo, sólo una brecha de arrieros tan piedregosa que los carros se desconchiflaban a cada rato. Lo que es la fe, compadre: nadie se olió el tejemaneje porque la Virgen los curaba de sus males, hacía volver a los hijos ausentes, les hallaba trabajo, les iluminaba el coco pa encontrar ojetos perdidos. Ai si que sólo Dios sabe. Yo en asuntos de religión soy muy respetuoso.
—¿No le remuerde la conciencia por haber engañado a tanta gente?
—No la chingue, mi cuate. La conciencia no se come. Yo tenía que sacar de algún lado pal pipirín. Además, si los fieles quedaban tan satisfechos, ¿yo qué daño les hacía? Antes al contrario, deberían agradecerme que los ayudara a sentirse bien y a resolver sus problemas.
Bueno, se dará idea de cuánta gente iba a pedirle o a agradecerle favores a la Virgen con que le diga que, a los tres meses de mi llegada, los retablos casi tapaban los árboles de la huerta, los milagros ya no cabían en el altarcito y antes de mercarlos los empacábamos en la alacena de la casa grande. Los más corrientes los revendíamos ai mismo, pos ni madres de que alguien se diera cuenta. Los de oro y los especiales, Aurorita siba a México a venderlos al chas chas ajuera de la Basílica. Qué agusada ¿no?
Lo que más me gustaba era ver y leer los retablos. En uno de ellos la Virgen detenía una locomotora y salvaba al borracho caído entre los rieles, el mismo güey que luego mandó pintar el cuadrito. En otro, ayudaba personalmente en un parto difícil. En el de más allá agarraba a un torazo por los cuernos pa que no despanzurrara a un matancero. De veras que hay que tener fe en la Fe, mi amigo. Me hubiera encantado retractarme con todo aquello. Sería padrísimo poder mostrarle a usté una foto mía con la Virgencita. Además, de haber sabido pintar, sólo con los retablos me hago rico. Llegaban chorromil todos los días.
Claro que por entonces la cosa estaba que ni mandada a hacer pa la aparición de la Virgencita. Muchas iglesias del campo seguían serruchas. La gente llevaba años sin tener a quién rezarle de bulto. Todo andaba hecho bolas. Acababan de parcelar las haciendas. Lorenzo y Aurorita se quedaron sólo con el casco de lo que fue la propiedá de don Lorenzo padre. Imagínese usté, después de tantísimos años de guerra y reboruje, siglos y siglos en que no tuvieron ni en qué caerse muertos, de la noche a la mañana los peones se habían vuelto ejidatarios y eran dueños de las tierritas que antes trabajaban pal patrón. Nadie los mandó a la escuela y no sabían pa dónde agarrar. Y cuando menos lo pensaban que se van encampanando con una Virgen que se les aparece, los aconseja, los ayuda en su cabrona vida que sin Revolución o con Revolución ha estado siempre del carajo.
—¿Eso cree usted?
—No, es más o menos lo que luego dijeron los periódicos. Sea como sea, las cosas nos estaban saliendo tan a toda madre que yo, que me pinto solo pa las corazonadas, me decía: “Fíjate bien, Anselmo, ándate con cuidado que esto no dura mucho. Un día va a salir todo el enjuague”. Ai sí que ni modo. No hay bien que dure cien años y tanto quería el diablo a su hijo que hasta le sacó un ojo.
—Sí, sí, pero ¿cómo acabó todo el asunto?
—Pérese, pérese. No coma ansias, mi amigo: agárrese con veinte uñas que ora viene lo más emocionante. No creo que nunca se me olvide la pinche tarde en que Lorenzo agarró su fotingo y se fue a Puebla a comprarse un carro nuevo, nada menos que un Packard último modelo.
Puse a don Jesús a que le echara ojo al changarro, fui a darle gusto al cuerpo, me abroché bien a Aurorita, la dejé en su nidito de amor cansada pero contenta y volví a plantarme como estuata junto al árbol del paraíso. Y ai estaba muy quitado de la pena cuidando las limosnas, echándome de vez en cuando un Oremus o un Miserere, cuando vi nubarrones por las montañas. Mice guaje. Pensé: “En esta tierra tan seca nunca llueve en verano. Aquí no ha caído una gota ni en cien años. Aquí el agua sólo se encuentra bajo tierra”.
Dónde miba a imaginar que de repente ¡cuas! que se oye un trueno y ¡zúmbale! que se deja venir el aguacerazo y ¡charros! que cae también granizo. Y mientras las viejas se enrebozaban y los tipos se enjaretaban los sombrerones ¡rájales! que la lluvia y la granizada desmadran los techitos de palma y ¡zácatelas! que la Virgen comienza a despintarse.
Se me enchinó el cuero. Pensé: “Me lleva la chingada. Ya le salieron las liendres a la leona. Ya se acabó la fiestecita”. Lice la promesa a la Santísima Virgen de Guadalupe de que si me sacaba con vida de la que siba a armar, yo iría desde la glorieta de Peralvillo hasta el altar mayor de la Basílica de rodillas y con una penca desangrándome la espalda.
La gente se quedó de a seis al ver cómo escurrían los colores del tronco y sólo iba quedando el bulto tallado a navajazos por Lorenzo. Todo en menos de un minuto ¡palabra! Los hielazos como huevos de codorniz me pespunteaban en la chiluca. Entonces me dije pa mis adentros: “Mejor vas ahuecando el ala, Anselmo. Esto se va a poner del cocol. Más vale que digan aquí corrió que aquí murió”.
Aproveché que todos estaban apendejados sin creer lo que veyían, como si fuera el fin del mundo ¡palabra!; corrí a la casa grande, busqué por todas partes a Aurorita. Quién sabe dónde carajos se había metido. Como no vi a nadie, me embolsé la pistolóuer que Lorenzo guardaba en el escritorio, abrí la caja fuerte —bien que me había licado la combinación sin que ellos se dieran cuenta— y ¡no faltaba más! agarré el dinero. El güey de Lorenzo, sin querer, me había hecho el favorzaso de cambiarlo en puro billete grande y, por si las moscas, meterlo en bolsas de lona.
Escuché el griterío en medio del tormentón, el chubasco y la granizada que sonaba como ametralladora. Y entonces que me voy con mis costales retacados de harta lana hasta donde los fieles dejaban sus monturas y que me trepo a un cuaco y que salgo hecho la mocha con un cus-cus que de milagro no me zurré en los calzones. Fue un milagro del cielo el que pudiera pelarme casi en las narices de los que habíamos pendejeado. Si me echan mano no lo estaría contando, le aseguro.
—¿Cómo logró escapar?
—Toda la noche traquetié por montes y barrancos encabronados que me jodieron al caballo antes de lo debido. A mediodía el pobrecito dio el zapotazo. Al ver que ya siba a petatear saqué la matona, le dije: “No creas que es por la mala, mi hermano; te tengo ley, te debo la vida”. Y le metí un plomazo en el coco pa que no sufriera ai tirado. Al fin y al cabo si no hubiera sido por el penco veloz que la Divina Providencia puso a mi alcance, todos los méndigos a los que habíamos estafado me dan por Detroit, me cortan los de abajo y hacen que me los coma crudelios y en su tinta.
Con un dolor muy perro en las que le conté, anduve camine y camine con mis tambaches llenos de marmaja, escondiéndome de quien se me atravesara en el camino. Al día siguiente vi con un suspiro el cerro pelón que está a la entrada de Santo Domingo Cuixtlahuaca. Y entonces que me digo: “Con la ayuda de la Santísima Virgen y por purita suerte, otra vez ya chingastes, pinche Anselmo”.
—Qué increíble. ¿Y luego?
—Esperé horas y horas, azorrillado entre los vagones de la estación, muerto de hambre y sed, hasta que tuve chance de colarme al tren de carga quiba rumbo a México. La mordida también hace milagros. Le unté la mano a un garrotero y me dejó meterme en un vagón lleno de aguacates. Otro billetito y se robó del botiquín alcohol y algodón pa que me adecentara, pues de tanto penar a cerro limpio yo parecía monstro de película.
—¿Y qué hizo al llegar a México?
—Me encerré varios meses, dizque enfermo, en un hotel ai cerca de la estación de Buenavista. No salí ni a la esquina. Mandé comprar los periódicos y supe que a Lorenzo lo mataron los ejidatarios que habían sido sus peones, encabezados por don Jesús, el viejales que me tuvo en su cantón.
Lorenzo llegó feliz en su flamante patas de hule. Tocó tres veces el claxon pa que yo y Aurorita saliéramos a recibirlo y nos presumiera de su rufo. Seguía lloviendo a jicarazos pero el pendejo ni siquiera se olió lo que estaba pasando ai atrasito de la casa grande, en la huerta. Sólo cuando oyó el rebumbio se le iluminó el cráneo. Metió reversa, dio vuelta en redondo y quiso pelarse. Pero no había modo de agarrar velocidá entre aquel lodazal y piedrerío.
El hijo de don Jesús, el que parecía tan tulatráis, resultó el más bravo. A chingadazos bajó del Packard a Lorenzo y entonces todos los calzonudos se le fueron encima con machetes, picos, palas y rastrillos. Le hicieron garras su coche nuevecito, le descubrieron todos los billetes que había cambiado y luego lo filetearon hasta hacerlo picadillo. A su fiambre, ya sin cabeza ni manos ni pipindonga, lo colgaron ¿dónde cree usté?: pues en el mismo árbol del paraíso. Ultimadamente ¡pobre cuate! Si no hubiera sido por él a mí no se me ocurre nunca el negocio.
No me lo va a creyer pero palabra de honor que igualito decía el periódico: apenas dejaron a Lorenzo hecho puré y colgado de las patas como tlacuache, cayó un rayo en el árbol. La indiada se asustó y don Jesús gritó que era una venganza del Cielo por el santilegio: el Señor exigía más sangre pa vengar la ofensa hecha a su Madrecita.
Entonces se fueron a buscarme y a buscar los tostones. Cuando van viendo que en la caja fuerte ya no había centavos —los fierros que ellos mismos juntaron con tanto trabajo y dieron con tan buena voluntad— ¡jijos! pa qué le cuento. Eso fue la puntilla. Tan devotos que estaban y tan encabronadísimos que se pusieron: incendiaron la casa grande y acabaron con todo lo que tenían enfrente.
—¿Y Aurorita?
—En medio de aquel desmoche y desgarriate unas niñas la encontraron agazapada entre los maizales, temblando como un perro. El miedo la atarantó. Además la muy bruta no era del campo, no sabía montar a caballo ni esconderse en el monte.
Claro que pa mí fue una suerte no encontrarla, porque si no ni modo de correr como alma que lleva el diablo: Aurorita estaba empreñada y bien que me hubieran dado matarile. Y si me salvo, a güevo hubiera tenido que cargar con ella. Y entonces ¿qué carajos hacía con Aurorita y mi chamaco? Ni madres de ponerla a putear de nuevo… Pobrecilla Aurorita, qué lástima, qué dolor, qué pena, cuánto lo siento, cómo me acuerdo de ella… Sin embargo, mi lema siempre ha sido: primero yo, después yo y siempre yo.
—Sí, sí pero ¿qué le hicieron?
—La muy bruta, al ver que le caían de a montón, creyó que podía rebajarlos como antes. Los insultó y les dijo: “Indios patarrajada”. Cuando le aventaron la cabeza de Lorenzo, empezaron a apedrearla y empuñaron los machetes, Aurorita gritó, lloró, les pidió perdón de rodillas y prometió devolver hasta el último centavo. Qué liban a hacer caso. Los mismos que antes creyían mediosanta a la patroncita por ser la que primero vio a la Virgen, ora sólo buscaban desquitarse y le estaban poniendo una piedriza de padre y señor mío.
—Qué horror.
—El mismo hijo de don Jesús se asustó al verlos tan enchilados, agarró un cuaco y fue a dar el pitazo al destacamento de Cuextepec. Contaba el periódico que si no ha sido porque entraron los sardos con su caballada, se matan entre ellos mismos. Se calmó la trifulca gracias a que un teniente y sus juanes los dejaron sosiegos a culatazos. Los federales levantaron a Aurorita todavía con vida, pero desangrándose, ya sin ojos ni cara, un guiñapo la infeliz vieja, hecha polvo por la bala fría. El veterinario del cuartel —único doctorcito a la mano— hizo la lucha. Pero Aurorita se les difuntió ai mero en la milpa.
—Espantoso. ¿Y se enteraron de que usted se había llevado todo el dinero?
—¡Hombre!, quién más, ni modo que hubieran tantos chingones. Don Jesús, su hijo y mis otros cuates juraron por la Santísima Virgen que miban a buscar por cielo y tierra y cuando me encontraran me machacarían los tompiates con molcajete y me despellejarían vivo y me pondrían sal y chile por todas partes.
Pero se les cebó. Nací con reteharta suerte, verdá de Dios. A don Jesús y a su hijo los condenaron a la pena máxima por doble asesinato con agravantes, motín y daño en propiedad ajena. Los mandaron en la cuerda de las Islas Marías pero a medio camino, pum pum pum pum: les aplicaron la ley fuga. Murieron como conejos mis valedores que en paz descansen. Como los otros no tuvieron pa los jueces, los embotellaron a quién sabe cuántos años. ¿No le digo, señor? Habemos unos que chingamos al que se deja pero el pobre indio del campo es el que siempre paga los platos rotos.
—Y a usted ¿lo detuvieron en la capital?
—Nuncamente. También me la pelaron los muy jijos. La chota creyó lo que les había contado el carcamal: que me llamaba Ulalio Domínguez, era vendedor ambulante y sólo conocía los pueblos rabones del rumbo. Además, enseguida la autoridá le echó tierra al topillo pus, como siempre pasa, podía enredar gallones que volaban muy alto. Con decirle nomás que un gobernador se quedó con las tierras de Lorenzo y de los ejidatarios presos. La hacienda volvió al tamaño que tuvo en tiempos de don Porfirio. Después el rata le metió obras de irrigación y la vendió en quién sabe cuántos millones de dólares a unos gringos.
Mientras tanto, mi amigo, quién jodidos siba a imaginar que el más grande de todos los tracaleros andaba escondiéndose en la meritita Ciudá de México. Eso sí: dándome la buena vida con furcias de primerísima calidá, comilonas en buenos tragaderos, hotelones de lujo, tacuches caros y pura beberecua de la fina. Hasta que me chupé la última limosna y me quedé otra vez en la quinta chilla, en la más completa prángana.
—Qué bárbaro. ¿Y después?
—Bueno —concluyó Anselmo—, ai sí le toca decidir a usté. Ya le dije a lo macho cómo anduvo la cosa hace unos años. Ora volví a jugármela y, si me echa una mano, por Dios Santísimo que otra vez me hago rico y a usté le toca una buena tajada. Pero si le zacatea a la movida chueca, en este mismo instante se me larga, mi cuate. Porque esto de las apariciones es cuestión de purititos güevos, y hay que andarse con prisas porque el verano ya se está acabando.
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