José
Luis González
(República Dominicana, 1926
- México, 1997)
El ausente
En la sombra. Prólogo de Carmen Alicia Cadilla
(San Juan, Puerto Rico: Imprenta Venezuela, 1943, 110 págs.)
Muchos en el lugar lo recordaban. Y
eso que hacía diez años que nadie lo veía. Diez largos años en los que
doña Casiana había mantenido vivo, a fuerza de lágrimas, el recuerdo
del hijo ausente.
Siempre pareció que el muchacho iba a
darse bueno. A los once años dejó la escuela para ayudar al padre en las
talas. El hombre iba delante, tras el arado y los bueyes lentos, viejos
ya. El muchacho lo seguía, depositando la siemiente en la húmeda
desgarradura de los surcos.
Pero un día —“cosas que hace el
diablo”— se fue a pescar camarones a la quebrada y se olvidó del
trabajo. El padre lo aguardó con una soga doblada en tres. La zurra fue
de las que no se olvidan.
Aquella misma noche, mientras los
demáas dormían, los pies descalzos de Marcial hollaron con rencorosa
determinación el polvo todavía caliente del camino real. La madrugada lo
sorprendió en la carretera.
Una trade, meses después, al regresar
sudoroso de las talas, el padre “cogió un aire”. Duró dos días con
sus noches, recriminando al hijo ingrato en el delirio interminente de la
fiebre.
Casiana no quedó sola. Se fue a
vivir, con el menor de sus hijos, a casa de un hermano.
Y un mediodía, al cabo de los diez
años, uno de los muchachos de la casa llegó corriendo al batey:
—¡La procuran, tía!
Un hombre esperaba a la vera del
camino. La vieja —vejez prematura de cuarenta y cinco años— salió al
encuentro del desconocido. Los que estaban en la casa se alarmaron al oír
el grito de la mujer. Desde la puerta la vieron exangüe en brazos del
extraño, que la abanicaba con su sombrero. Cuando se allegaron y el
hombre irguió la cabeza para saludar, un murmullo de admiración se
desprendió del grupo. Bajo la barba de varios días, los más viejos
reconocieron a Marcial.
EL hombre —¡y qué hombre, membrudo
y gallardo como un toro!, apreció con codicia el joven mujerío del
barrio— empezó a contar sus andanzas un lunes a la prima noche y
concluyó al amanecer del miércoles.
Cuando abandonó el hogar paterno,
encontró trabajo de aguador en un cañaveral. Crecido ya, entró en el
corte. Allí aprendió lo que es trabajar de seis a seis, con el sol o la
lluvia sobre el cuerpo, las manos atadas sin piedad por la hoja filosa de
la caña y el estómago aguijoneado por el hambre malamente satisfecha.
Entonces no se conocía ese de “las ocho horas”. Se levantaba con el
último temblor de las estrellas y salía de las piezas cuando el sol se
dejaba contemplar sin lastimar los ojos. Se hastió de aquello.
Del cañaveral pasó a una cantera.
Picar piedra no era trabajo menos duro, pero ya el primer oficio le había
fortalecido el ánimo y los músculos. Y allí no se trabajaba como una
bestia. A las cinco de la tarde sonaba un silbatazo que ponía fin a la
jornada. Cerca de la cantera había un río y los hombres se bañaban al
atardecer en una poza de agua transparente y mansa. Dormían frescos, sin
la molestia del sudor resecado sobre la piel. Y lo mejor de todo: se
comía caliente, con relativa abundancia.
Hizo amistad con un ingeniero que a
veces, cuando quedaban solos, le hablaba de cosas que nunca llegaba a
explicar bien, pero que sin duda le interesaban mucho, a juzgar por la
pasión con que aludía a “las inconsecuencias del gallego Iglesias” y
otros asuntos que solían despertar en Marcial una efímera curiosidad.
Cuando el ingeniero se marchó a trabajar en una represa que estaban
construyendo por Comerío, le insistió en que se fuera con él.
Salió ganando con el cambio. Al cabo
de dos meses lo hicieron capataz. Comenzó a juntar plata. Conoció a ana
muchacha que vendía frituras en las obras, le robó la virginidad y
después, cuando se enteró de que estaba embarazada, se casó con ella
(no por obligación, sino porque descubrió que la quería). El vástago
fue un varón, muy parecido a él según la opinión de todos. El
ingeniero seguía protegiéndolo; las cosas no podían marchar mejor.
Pero aquella ventura fue sólo un
paréntesis. Cierto día una carga de dinamita mal colocada hizo trizas al
ingeniero. Para Marcial fue como perder a un padre, un padre deparado por
la vida en sustitución de aquél cuyos azotes él no había sabido
perdonar. Poco después, para remate de desgracias, la mujer ser alzó
coni otro, llevándose al hijo que aún no aprendía a caminar.
Entonces a Marcial le dio por pensar
en lo que el paso de los años había ido convirtiendo en un recuerdo cada
vez más débil: el primer hogar y la madre y el hermano abandonados. Casi
con sorpresa vino a darse cuenta de que habían transcurrido diez años
desde la noche en que el rencor y la amargura lo empujaron a la fuga.
Al día siguiente de una noche igual
que aquélla, no volvieron a verlo en la represa.
Ahora trabaja de nuevo en las talas,
junto al hermano adolescente y el tío que va haciéndose viejo. Por las
noches, los parientes y los vecinos se sientan en torno al fogón apagado
que duerme su sueño de ceniza fría y él relata una vez más algún
episodio de su vida errante (nunca ha contado, sin embargo, que tuvo una
mujer y un hijo). La chiquillería del lugar lo admira como a un héroe, y
en más de una ocasión ha sido requerido como árbitro en Ias disputas de
los mayores. Su reputación de hombre que “ha visto mundo” lo rodea de
una aureola de prestigio y méritos con los que él no soñó jamás.
Pero se mentiría a sí mismo si
afirmara que es feliz aquí. El monótono trabajo de las talas lo aburre
sin llegar a fatigarlo. Le hace falta aquello otro: el ruidoso trajín de
la maquinaria onmipotente, el horario regular y el seguro tiempo libre, la
cercanía de la ciudad, el salario infalible cada sábado. Eso sobre
todo. Aquí se trabaja para comer. Esta vida lo ahoga.
Una madrugada, el vecindario acudió a
los gritos desesperados de doña Casiana. La pobre mujer extendía su
brazo endeble en dirección del camino. Los que siguieron el ademán con
la mirada, alcanzaron a columbrar la corpulenta figura que se iba
borrando en la distancia.
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