José Luis González
(República Dominicana, 1926 - México, 1997)


La tercera llamada
Originalmente publicado en la revista Sin Nombre
[San Juan Puerto Rico], 1, 2 (octubre-diciembre de 1970), págs. 28-40);
La tercera llamada y otros relatos
(México: Leega, 1983, 130 págs.)


A Vicente Tusón

      —Es extraño —dijo Martha desde la ventana, apartando ligeramente la cortina para mirar hacia la calle. A continuación volvió la cabeza hacia el sillón de cuero rojo en un ángulo de la sala y esperó en vano, durante unos segundos, a que detrás del periódico desplegado que sólo permitía ver las piernas estiradas e inmóviles de un hombre se produjera alguna reacción a su comentario.
       —Es de veras extraño —dijo entonces levantando un poco la voz. Un leve movimiento del periódico la hizo abrigar una esperanza que el silencio continuado aniquiló al cabo de otra breve expectativa.
       —Lo que quisiera saber —volvió a hablar la mujer, esta vez en franco tono declamatorio —es quién será y por qué lleva tanto tiempo ahí.
       El periódico permaneció inmóvil, pero a través de las hojas desplegadas pasó la voz neutra, casi indiferente, del hombre:
       —¿Decías, Martha?
       —Era tiempo, Lester, de que advirtieras que he estado diciendo algo.
       El periódico descendió ahora hasta las rodillas del hombre y dejó ver el rostro de facciones afirmadas por la cuarentena, ennoblecido por la alta frente pero endurecido por la apretada raya de los labios que en otro tiempo debió de reflejar una varonil entereza de carácter y ahora sólo insinuaba la penosa incapacidad de producir una sonrisa.
       —Perdóname. Estaba leyendo las noticias de la...
       —Si, sí, las noticias. O el editorial o la página deportiva, para el caso es lo mismo —recitó ella con resentimiento un tanto embotado por el evidente hábito de la queja.
       —Realmente lo siento, querida. Si no te importa repetir lo que...
       —Por supuesto que me importa, pero volveré a decírtelo. Hace media hora, cuando menos, que hay un hombre apostado en la esquina de enfrente, un perfecto desconocido que no puede tener nada conveniente que hacer en ese lugar.
       —¿Hace media hora? —preguntó él por ganar tiempo mientras trataba de hallarle sentido a la preocupación de su mujer.
       —Cuando menos —insistió ella—. Es muy probable que sea más, pero ya sabes que no me gusta exagerar.
       —Sí, sí —dijo el hombre, y después de una pausa involuntaria—: ¿Y dices que es un desconocido?
       —Estoy segura. Jamás lo he visto por aquí.
       —Bueno, es posible que esté esperando a alguien.
       —Lester, en un vecindario como éste no se espera a nadie plantado en una esquina.
       —Sí —reconoció él con desgana—. En realidad es un poco extraño, pero...
       —¿Pero qué?
       —Pues no sé... Es decir, que aun cuando sea un poco extraño no tiene por qué ser alarmante. ¿No te parece?
       —No, no me parece. Y no entiendo cómo puedes pasarte la vida leyendo los periódicos y pensar de esa manera. La delincuencia ya no conoce fronteras en esta ciudad, Lester.
       —Bueno...
       —Ni en ninguna otra ciudad de este país, a decir verdad. Para saber eso no hay que...
       —De acuerdo, de acuerdo. Pero, en este caso concreto, ¿qué piensas que podríamos hacer?
       —Si fuera un negro, ya habría llamado a la policía.
       —¿Entonces es blanco?
       —Desde luego. No creerás que podría ser verde.
       —Pero podría ser amarillo. Podría ser un chino.
       —¡Lester! No estoy bromeando y francamente me ofende tu actitud.
       —Lo lamento. No fue mi intención.
       —En lugar de lamentarlo deberías venir acá y confirmar lo que te estoy diciendo.
       El hombre abandonó el sillón y, con el periódico en una mano, caminó hasta la ventana. Se quitó con la mano desocupada los anteojos de leer y observó a través del reducido espacio entre el marco y la cortina que su mujer mantenía discretamente apartada.
       —¿Lo ves? —preguntó ella.
       —Sí —respondió mientras examinaba la figura solitaria del hombre apostado en la esquina al otro lado de la calle. La distancia y la débil claridad del atardecer le impedían distinguir sus facciones, pero reparó sin dificultad en la postura naturalmente erguida, el cabello abundante y oscuro y la gabardina echada con descuido sobre el hombro del saco deportivo que hacía juego con los entallados pantalones de franela gris.
       —Es un joven —comentó.
       —Sí —dijo Martha—. Ésos son ahora los más temibles.
       —Pero está bien vestido.
       —Eso no significa nada y tú deberías saberlo. Lester, quiero que salgas y lo observes de cerca.
       El hombre apartó la vista de la ventana y miró a su mujer con irreprimible sorpresa.
       —Has escuchado bien, Lester —se adelantó ella a la protesta que la reacción de su marido permitía anticipar—. Quiero que salgas y trates de...
       —Martha, por favor. Eso no es razonable.
       —Es importante. Sé que tengo razón e insisto en que lo hagas.
       El hombre dejó caer los hombros en un ademán de resignación. Lo de Tommy, sin duda, se dijo. Todavía no se conforma. Debí haber pedido unas vacaciones en la oficina para llevarla al mar o a las montañas por unos días. Aún es tiempo de hacerlo.
       —¿Vas a ir, Lester?
       —Sí, querida, voy a ir. Sólo tardo en ponerme una chaqueta.
       Cuando salió de la casa sabía que ella lo seguía con la mirada desde la ventana. Deseó que el paso de algún automóvil lo obligara a detenerse un momento antes de cruzar la calle, para darse tiempo de observar mejor al joven que, ahora, al verlo salir, volvió ligeramente la cabeza hacia él. Pero la calle estaba despejada y él la atravesó con paso decidido, mirando hacia adelante con toda la naturalidad que consentía su situación. Mientras se acercaba a la acera opuesta, sin embargo, sintió que lo embargaba el temor al ridículo a que se exponía si el otro adivinaba su intención. “Mi” intención, pensó con amargura; y se preguntó si había obrado correctamente al ceder con tanta facilidad a la absurda pretensión de su mujer. Pero ya se encontraba a tres pasos del desconocido y la certeza de que Martha espiaba desde la ventana lo compelió a dar esos tres pasos y a dirigir la mirada, en el preciso instante en que pasaba frente al otro, hacia el rostro cuyos ojos (lo supo de inmediato, con perfecta y total seguridad) habían estado fijos en él desde el momento mismo en que la puerta de la casa quedó a sus espaldas. Entonces, en la fracción de segundo que duró el encuentro de sus miradas, el otro inclinó la cabeza en un saludo casi imperceptible (imperceptible del todo, en realidad, para cualquiera que no fuese el hombre que tenía frente a sí, y esto también lo comprendió Lester con instantánea certidumbre). Luego, mientras se alejaba del desconocido, tuvo la fugaz sensación de que él había devuelto el saludo con un gesto similar, igualmente imperceptible para otro que no fuera aquél a quien iba dirigido.
       A continuación, mientras rodeaba la manzana para regresar en dirección contraria a la que había tomado al salir, pensó en lo que le diría a su mujer. Decidió que no haría falta una descripción detallada del desconocido, dada la obvia imposibilidad, que ella no podría rehusarse a admitir, de observarlo con detenimiento en el brevísimo tiempo de que había dispuesto. Lo indicado, se dijo, sería comunicar una impresión sencilla y tranquilizadora, ni tan escueta que pudiera parecer desinteresada, ni tan precisa que moviera a sospechar una mentira piadosa.
       Su precaución, sin embargo, resultó innecesaria. La mujer, que lo aguardaba en el recibidor con el semblante descompuesto, lo acosó sin darle tiempo a articular su primera palabra:
       —¿Te convenciste ya? ¿Reconoces ahora que yo tenía razón?
       Desconcertado, el hombre tardó unos segundos en confesar:
       —Perdóname...; no entiendo.
       —La que no entiende soy yo. Si te propones seguir tomando a broma todo lo que...
       —Martha, por favor, cálmate y trata de explicarte —la interrumpió con un ademán conciliatorio—. Te aseguro que estoy considerando este asunto con la más absoluta seriedad.
       Ella pareció reaccionar favorablemente a las palabras del hombre. Con un esfuerzo visible, enlazando las manos a la altura del pecho, habló con la trabajosa paciencia de un adulto que se enfrenta a la obstinada incomprensión de un niño:
       —Lester, ¿cómo te explicas lo que hizo ese hombre tan pronto vio que salías de la casa y te dirigías hacia él?
       —Ah, ya entiendo, sí. Efectivamente, me pareció que empezó a mirarme desde que salí y, después, cuando pasé frente a él...
       —¿Cuando qué, Lester?
       —Decía que cuando pasé frente a él tuve la sensación de que...
       —¡Lester! —casi gritó la mujer sacudiendo la cabeza—. ¡Tú nunca llegaste a pasar frente a ese hombre!
       —¿Qué dices? Pero si...
       —Tan pronto te le acercaste se escabulló por la transversal y tú ni siquiera hiciste el intento de seguirlo. ¡Yo lo vi perfectamente desde la ventana y no te atreverás a decirme que no fue así!
       —No, Martha, escucha... —empezó a decir él poniendo una mano sobre el antebrazo de la mujer. Ella rechazó el ademán con brusquedad y le dio la espalda para abandonar el recibidor y atravesar la sala a pasos rápidos, como quien huye de una situación insoportable. La confusión del hombre le impidió seguirla inmediatamente, y cuando al fin se resolvió a ir tras ella oyó el portazo en la habitación de Martha y el sonido de la llave al girar en la cerradura desde adentro. Vencido por la perplejidad, el hombre se dirigió lentamente a la sala y pasó frente al sillón de cuero rojo sin reparar en su presencia ni en la del periódico que había abandonado, todavía abierto, sobre uno de sus brazos. Cuando se detuvo y recobró gradualmente la conciencia de los objetos que lo rodeaban, se encontró junto a la ventana desde la cual había observado, minutos antes, al desconocido en la esquina de enfrente. Entonces, obedeciendo a un impulso repentino, apartó la cortina y miró hacia la calle. El estremecimiento que experimentó al contemplar la solitaria figura vuelta ahora de cuerpo entero hacia la ventana lo obligó a cerrar los ojos antes de soltar la cortina con un movimiento casi convulsivo de la mano.


       El desayuno, a la mañana siguiente, transcurrió en un ambiente de tensión que Lester trató de aliviar, sin éxito, aludiendo a la imposibilidad de confiar en el pronóstico del tiempo. Martha, evidentemente afectada aún por los sucesos del día anterior, dejó hervir más de la cuenta los huevos pasados por agua y él los comió sin protestar, pensando nuevamente en la conveniencia de solicitar unas vacaciones anticipadas en la oficina. Cuando se dispuso a cumplir la rutina de besarla antes de dirigirse al garaje para sacar el automóvil, ella le hurtó los labios y presentó una fría mejilla olorosa todavía a cold-cream. Ya en la puerta, con el portafolios en una mano y el sombrero puesto, dijo para evitar una retirada sin palabras: “Espero que hoy llegue carta de Tommy”, y en seguida comprendió que había cometido un desatino. Martha le volvió rápidamente la espalda y él lamentó, sin verlo, el rictus de amargura que se apoderaba de su rostro cada vez que él mencionaba al hijo ausente. Pero yo no tuve la culpa, se dijo con resentimiento próximo a la exasperación. Yo no tuve la culpa y ella no debería negarse a comprenderlo.
       El sentimiento de disgusto con que salió de la casa lo poseyó durante buena parte de la mañana, pero la concentración mental que le impuso la preparación del contrato con un nuevo cliente de la empresa acabó por serenarlo hasta el punto de hacerle desechar, por el momento al menos, la idea de plantear en la gerencia el asunto de las vacaciones adelantadas. Y esa tarde, cuando regresó a la casa pensando en sorprender a Martha con una invitación a cenar fuera (sólo los sábados solían hacerlo), encontró una nota en que ella le explicaba que volvería tarde por haber salido con alguien cuyo nombre él tardó unos minutos en identificar como la amiga parlanchina e insufriblemente adicta a las películas de Hitchcock.


       Al día siguiente llegó carta de Tommy.
       —Supongo que te interesará —dijo Martha al entregársela media hora después de su regreso de la oficina, en el preciso momento en que él se disponía a leer el periódico.
       —Por supuesto. ¿Alguna novedad?
       —Nada que tú no puedas haber previsto, me imagino.
       La carta (dirigida a la madre, con un saludo para él en la última oración) sólo repetía, en efecto, las quejumbrosas inanidades de siempre. La comida del ejército: buena como para presidiarios. Saigón: una inmundicia que deberíamos regalarles a los comunistas. Su teniente: un judío sabelotodo cuyos antepasados le habrían hecho un favor a Norteamérica quedándose en Polonia. “Pero no te preocupes, mamá: sigo en la retaguardia y ahora acaban de anunciar que Bob Hope vendrá a entretenemos el próximo domingo”.
       Diez oraciones y trece faltas de ortografía, acababa de contar en el momento en que lo sobresaltó el llamado de Martha:
       —¡Lester, ven aquí! ¡Pronto!
       Cuando alzó la cabeza y la vio junto a la ventana, apartando ligeramente la cortina para mirar hacia la calle, el periódico se le cayó de las manos. No, no puede ser, se dijo abrumado ya por la certeza de que no existía otra posibilidad.
       —Martha, no me dirás que...
       —No te digo nada. Ven para que lo veas tú mismo.
       No habría tenido que ir hasta la ventana para saber que era él. Tan pronto lo vio, Lester advirtió que ni siquiera se había cambiado de ropa, y a eso atribuyó la vaga impresión de familiaridad que inesperadamente suscitó en él la figura casi inmóvil del joven apostado en la esquina.
       —Esta vez —dijo Martha —no permitirás que te impida observarlo de cerca. Lo seguirás si es preciso.
       —Sí —aceptó él sin escuchar su propia voz.
       Salió de la casa con la mirada puesta en el desconocido, que en el mismo momento se volvió hacia él como si sólo hubiese estado esperando su aparición. Lester cruzó la calle, sin pensar ahora en la presencia de Martha detrás de la ventana, y se dirigió rectamente hacia el otro. Mientras se acercaba lo vio llevarse una mano al bolsillo del saco y extraer una cajetilla de cigarrillos. Y cuando pasó frente a él, sosteniendo sin esfuerzo el prolongado encuentro de sus miradas, supo que el otro iba a hablarle antes de escuchar sus palabras:
       —¿Podría facilitarme fuego, señor, si no es molestia?
       Se detuvo sin contestar, sacó el encendedor y lo acercó al cigarrillo del desconocido. Después de exhalar la primera bocanada, el joven dijo:
       —Gracias —y añadió con un gesto afable—. Es curioso.
       —¿Qué? —preguntó Lester.
       —El encendedor. Hasta hace poco tuve uno igual.
       —¿Ah, sí? Bueno, no es un modelo exclusivo, supongo.
       —Regalo de cumpleaños.
       —¿Cómo lo sabe?
       —El mío, digo. Y también tenía mis iniciales grabadas.
       —No serían las mismas —sonrió Lester.
       —Las mismas —dijo el otro—. L. B.
       —Pues sí que es coincidencia. Lester Blackmore, en mi caso.
       —Así es. La verdad es que no me importó perderlo. Yo tengo, ¿sabe?, una teoría acerca de las cosas que se nos pierden.
       —¿Sí?
       —Pienso que realmente no nos pertenecen, que llegaron a nuestro poder por una especie de... de equivocación pasajera.
       —¿Y si las volvemos a encontrar?
       —Es la prueba de que la equivocación no era realmente tal, de que en verdad la cosa perdida nos pertenecía.
       —Y sólo se extravió porque...
       —Porque era necesario para confirmar nuestro derecho a poseerla.
       —Es interesante. Confieso que nunca se me había ocurrido.
       —En efecto. Yo, en cambio, estoy convencido de eso hace muchos años.
       —¿Muchos años? ¿A su edad?
       —Tiene usted una hermosa casa —dijo ahora el joven volviendo la cabeza hacia el otro lado de la calle.
       —Es cómoda. Con todo, yo hubiera preferido menos construcción y un pequeño jardín al frente. Pero mi mujer...
       —Sí, claro —musitó el otro.
       —¿Perdón?
       —El jardín hubiera estado bien.
       —Ah, sí, sin duda. Por cierto, y si no es indiscreción, ¿usted también vive por aquí?
       —No, no precisamente.
       —Le preguntaba porque...
       —En realidad sabía de la barriada sólo por referencia.
       —¿Y le interesó conocerla?
       —En cierto modo. Diga, señor Blackmore, ¿no le estoy quitando su tiempo?
       —No, de ninguna manera. Salí de la casa para... para dar una vuelta antes de cenar.
       —Entiendo. Yo ya debo marcharme, sin embargo. Créame que fue un placer conversar con usted —y le tendió una mano que Lester estrechó sin vacilación.
       —Si vuelve por aquí...
       —Cuente con ello —dijo el otro al retirarse.
       Mientras regresaba a la casa comprobó, consultando su reloj de pulsera, que su salida sólo había durado un cuarto de hora. Esta vez Martha no lo esperaba en el recibidor. En el instante en que se disponía a pasar a la sala lo asaltó la desconcertante convicción de que el relato puntual de su conversación con el desconocido resultaría ininteligible. Lo más fácil, pensó, sería reproducir en forma casi literal cada una de las palabras del diálogo, pero eso precisamente supondría omitir lo más importante. Se preguntó entonces qué era en realidad lo más importante, y la imposibilidad de responderse aumentó su ofuscación. Pero no podía permanecer más tiempo en el recibidor y pasó a la sala entregado a la esperanza de una improvisación satisfactoria.
       Martha lo esperaba de pie junto a la chimenea, los brazos cruzados sobre el pecho en evidente actitud de expectativa teñida de desafío.
       —¿Y bien? —demandó al cabo de unos segundos de silencio por parte de su marido.
       —Bueno —comenzó a decir el hombre lentamente, tratando de medir el efecto de sus palabras a medida que las pronunciaba—. Me parece que... mejor dicho, estoy absolutamente convencido de que no hay por qué preocuparse.
       —¿Y podrías explicar, si no es mucho pedirte, en qué se funda esa convicción?
       —Sí, por supuesto. La conversación que tuve con ese muchacho, aun cuando fue muy breve y...
       —Malvado —lo interrumpió ella con la voz impregnada de fría cólera.
       —¿Qué has dicho, Martha?
       —Lo has oído. Malvado. Mentiroso.
       —Martha, espera. Esto no... —pero tuvo que truncar la frase para dirigirse rápidamente hacia el extremo de la sala e impedirle la salida a la mujer.
       —Apártate, Lester —exigió ella con determinación.
       —No. Me debes una explicación y no saldrás de aquí sin habérmela dado.
       —¿Yo te debo una explicación? Lester, llevo dos días buscándole una explicación racional a tu conducta. Primero pensé que te negabas a tomar en serio mi preocupación; después intenté convencerme de que sólo se trataba de una broma de mal gusto. Pero esta nueva mentira es más de lo que yo...
       —¡Pero yo no te he mentido, Martha! ¡Ni la primera vez ni ahora! He estado hablando con ese muchacho durante un cuarto de hora y tú tienes que habernos visto desde aquí. ¿Vas a volver a decirme que... —pero la expresión de la mujer, su mirada de intenso, concentrado rencor, lo obligaron a interrumpirse momentáneamente. Se repuso al cabo de unos instantes y solicitó casi con resignación:
       —Dilo.
       Ella le volvió la espalda y se dirigió nuevamente hacia la chimenea, sin contestar. Él la siguió para no tener que alzar la voz:
       —Es necesario, Martha. Dime qué fue lo que viste desde la ventana.
       —Tú lo sabes mejor que yo —dijo ella dominándose con un manifiesto, doloroso esfuerzo—, pero si te complace obligarme a...
       —Dilo, Martha.
       —Está bien —accedió ella con un movimiento afirmativo de la cabeza—. Esta vez permitió que te le acercaras, y justo cuando pasabas frente a él se dio vuelta y cruzó la calle. Cruzó la calle, sí, Lester, y se detuvo aquí frente a la ventana y... —la mujer cerró los ojos como para borrar el recuerdo de una visión intolerable.
       —¿Y entonces qué, Martha? —la acució él.
       —Y se puso a mirar hacia acá, precisamente hacia donde yo estaba, como si me estuviera contemplando a través de la cortina.
       —¿Eso hizo? —preguntó Lester sin pensarlo.
       —¿Tú lo viste? —adelantó ella un paso vacilante, esperanzada—. Tú lo viste, ¿no es cierto?
       —No lo sé —contestó él súbitamente poseído por una inesperada, imperturbable serenidad.


       Al día siguiente, tan pronto llegó a la oficina, dictó y envió a la gerencia la solicitud de vacaciones por dos semanas. Trabajó intensamente el resto de la mañana para poner al día los asuntos pendientes e incluso adelantó la resolución de otros que su reemplazante concluiría sin dificultad. Cuando su secretaria le preguntó si deseaba hacer reservaciones en el lugar donde pasaría las vacaciones, le contestó que aún no había hecho una elección definitiva. Poco antes de mediodía, el gerente pasó por su oficina para comunicarle personalmente la aprobación de su solicitud e invitarlo a almorzar.
       El restaurante era uno de los mejores en la ciudad (él sólo lo conocía de nombre) y el maître tenía mesa reservada en una sección aislada de la sala principal. Una vez que el camarero tomó nota de los aperitivos —whisky sour para el gerente, un martini seco para él—y dejó dos ejemplares del menú sobre la mesa, ambos sacaron cigarrillos al mismo tiempo. El gerente le acercó su pitillera:
       —Pruebe de éstos. Son importados, muy suaves.
       Después de la primera fumada, el otro se reacomodó en la silla y desplegó una expresión de profesional cordialidad.
       —Bueno, Blackmore —dijo entonces—, en estos últimos meses le hemos cargado un poco la mano, ¿no es verdad?
       —¿En qué sentido, señor Hersey?
       —Aprecio la discreción, pero no es necesaria, se lo aseguro. El aumento del trabajo a cargo de su departamento no ha sido accidental.
       —Bueno, yo en ningún momento... Es decir, todos sabemos que las actividades de la empresa se han multiplicado en los últimos...
       —Exactamente, Blackmore —lo interrumpió el otro poniéndole frente al rostro el índice y el cordial que aprisionaban el cigarrillo—. De eso precisamente quiero hablarle ahora. Confieso que no pensaba invitarlo hoy, sino dentro de una semana; pero su solicitud de vacaciones me decidió a adelantar la ocasión.
       —Señor Hersey, si mis vacaciones le crean algún problema a la...
       —Al contrario, al contrario. En realidad ha sido una coincidencia afortunada. Me explico: el incremento de sus ocupaciones obedece a una decisión de la junta de directores. La razón inmediata, desde luego, como usted mismo acaba de señalar, es la expansión de nuestras actividades. Pero hay algo más, y es lo importante. Esa expansión ha hecho necesario crear una nueva oficina, una subgerencia concretamente, y la junta ha venido considerando varios candidatos para ocupar esa posición. Yo lo propuse a usted desde un principio y la junta resolvió..., bueno, llamemos a las cosas por su nombre..., someterlo a un período de prueba.
       —Comprendo —dijo él esforzándose por ocultar la irrazonable indiferencia con que había escuchado la explicación del otro.
       —Usted sin duda habrá advertido —continuó el gerente— que lo que ha aumentado no ha sido tan sólo la cantidad de su trabajo, sino, en términos precisos, la importancia de los nuevos asuntos que le hemos confiado.
       —Sí, en efecto.
       —Pues bien, Blackmore, hace dos días la junta examinó los resultados de la prueba y decidió ofrecerle la subgerencia a usted. Permítame que lo felicite —y cambiando el cigarrillo a la otra mano, le tendió la diestra, que Lester estrechó por encima de la mesa con obligada energía.
       —Y permítame que me felicite yo también —añadió el otro—. Al fin y al cabo, comparto con usted el triunfo, ¿no es así?
       —Muchas gracias. En verdad no sé si yo...
       —Por favor, Blackmore. Su desempeño, ahora se lo puedo decir, ha sido excelente. Y piense usted en el futuro. Yo, dentro de unos años, cuatro o cinco a lo sumo, habré de jubilarme. No, no me diga nada. Lo haré con gusto. Ya tengo planes y le aseguro que no voy a aburrirme —y le dirigió una guiñada sobre el último sorbo del whisky sour—. Ahora comprenderá por qué le dije que hizo bien en pedir vacaciones adelantadas. Así llegará a su nuevo puesto, como suele decirse, con renovados bríos.
       —Sí, claro.
       —Supongo que a la señora Blackmore le encantará la noticia. No olvide saludarla de mi parte.
       —Por supuesto, señor Hersey. Muchas gracias.
       —Ahora, Blackmore, permítame recomendarle el filete de salmón con salsa de nunca recuerdo cómo se llama. Es la especialidad de la casa.


       Su mirada lo descubrió media cuadra antes de que el automóvil llegara a la esquina. Sin sorpresa, lo vio volverse en ese momento hacia el vehículo que se aproximaba, como si hubiese estado esperándolo. Al pasar la esquina, el otro lo saludó con una ligera inclinación de la cabeza. Él devolvió el saludo con el mismo ademán, y cuando detuvo el auto frente a su garaje sabía ya, sin haberlo pensado, que cruzaría la calle antes de entrar en la casa.
       —Buenas tardes, señor Blackmore —el joven le ofreció la mano con casi natural familiaridad—. Un poco fatigado, ¿no?
       —¿Se echa de ver?
       —No demasiado. Un día atareado, me imagino.
       —Algo de eso, sí.
       El desconocido inclinó la cabeza y durante unos segundos pareció contemplarse los zapatos con inusitada seriedad.
       —Señor Blackmore —dijo a continuación—, perdóneme que no lo felicite.
       Él enarcó las cejas, balbuceó:
       —Pero, usted... ¿cómo...?
       —Por tanto esfuerzo, digo. ¿Cree que vale la pena? Yo he llegado a formarme otra idea de las cosas.
       Él lo interrogó con la mirada.
       —Podría contarle... pero tal vez sea innecesario.
       —No, no, diga. Me interesa.
       —Es cierto. Hace apenas un año tuve la idea de trabajar de día y estudiar por las noches. Llegué a matricularme: administración de empresas.
       —Sí —evocó él.
       —Tenía veintidós años. Había pensado.
       —Claro. El futuro, la seguridad, el reconocimiento de...
       —...de los demás. Exactamente.
       —La trampa —dijo Lester, y sus propias palabras lo sobresaltaron.
       El otro asintió con la cabeza, sonrió:
       —Pero la descubrí a tiempo, en los rostros de los que ya estaban dentro. Los vi como iban a ser veinte años después.
       Ahora fue él quien inclinó la cabeza. El otro añadió, sin crueldad:
       —Usted me entiende. Ahí y entonces decidí que prefería vivir.
       —Tuvo suerte —dijo él—. Lo supo a tiempo.
       —Siempre se sabe a tiempo, si se sabe.
       Él irguió la cabeza y afrontó la mirada joven, enterada, del otro.
       —No —se resistió—. Los años...
       —Los años —dijo el joven— son como todo. Algunos se pierden, otros sólo se extravían.
       —Su teoría —sonrió él—. No la he olvidado.
       —Pero en su casa deben estar esperándolo, señor Blackmore —dijo de pronto el otro en tono amable.
       —Eso acababa de pensar.
       —Es natural. Hasta pronto, señor Blackmore.
       Cruzó la calle sintiendo aún en la mano el calor que había dejado en ella, al estrecharla, la del otro. Cuando llegó a la acera lo dominó la súbita necesidad de volver la mirada hacia la esquina. Desde allá, sonriente, el joven pareció tratar de infundirle ánimo con un movimiento de la cabeza. Es curioso, pensó con moderada sorpresa frente a la puerta, mientras sacaba el llavero, todavía ni siquiera sé cómo se llama.


       —Lester —llamó la voz de Martha desde la sala tan pronto él cerró la puerta y volvió a guardarse el llavero en el bolsillo.
       —No tardo —contestó quitándose el sombrero y la gabardina para dejarlos en la percha del recibidor. Cuando entró en la sala la vio de pie junto a la ventana, de espaldas a la calle y el semblante contraído por la tensión nerviosa.
       —Lester, ¿quieres decirme adónde has ido con ese hombre?
       —¿Ido? —sonrió él—. No he hecho más que... Pero, espera, ¿quieres decir que esta vez me viste hablar con él?
       —¡Por supuesto que te vi! —atropelló ella las palabras—. A él lo he estado observando hace más de media hora. Estaba allí como si... como si...
       —¿Como si qué, Martha?
       —No es lógico, ya lo sé, pero... Estaba allí como si estuviera esperándote. Y tú, tan pronto llegaste, cruzaste la calle y fuiste a hablar con él. Pero lo que te estoy preguntando es adónde fueron después.
       Él movió lentamente la cabeza y desvió la mirada hacia la ventana. Pareció reflexionar unos instantes antes de preguntar:
       —Entonces, ¿no permanecimos en la esquina? ¿Nos alejamos de allí en algún momento?
       —Lester, si pretendes burlarte de mí...
       —No podría, te lo aseguro.
       —De acuerdo —dijo ella con rencorosa aceptación—. No sé por qué esperé otra cosa de ti. Hace tanto tiempo que... Pero no, es inútil, ya nada importa.
       —Tal vez sí —dijo él—. Continúa, por favor.
       Ella lo miró con desconfiada extrañeza.
       —¿Por qué?
       —Es importante.
       —Lester, escucha —se decidió ella tras una corta vacilación—. Yo podría perdonártelo todo, no sólo lo de estos últimos días, sino...
       —Sino lo de todos estos años —la interrumpió él—. Veinte.
       —De eso no quiero hablar. Yo hubiera podido perdonártelo todo, menos lo que hiciste con Tommy.
       —Lo que hice con Tommy —repitió lentamente el hombre—. Y lo que él se hizo a sí mismo, ¿eso sí lo has perdonado?
       —Supongo que te refieres a su..., a sus dificultades en la universidad.
       —Me refiero a su fracaso en cuatro de seis asignaturas.
       —No hace falta que me lo expliques. Yo lo supe antes que tú.
       —No lo he olvidado.
       —Pero él no tuvo la culpa. Era la primera vez que se hallaba lejos de casa. Eso siempre...
       —La primera vez que yo salí de casa fue para irme a otra ciudad a trabajar en una fábrica y estudiar por las noches.
       —Eso es meritorio, Lester, pero no es lo justo.
       —Acabo de descubrirlo.
       —Tommy merecía otra oportunidad. La anulación de su diferimiento fue un castigo excesivo.
       —No se lo impuse yo.
       —Pero podías habérselo evitado. Tienes amigos en la junta de servicio militar.
       —Amigos que saben que yo no creo en esta guerra.
       —Fuiste voluntario en la otra.
       —Y a ésta me hubiera negado a ir. Fue lo que debió hacer Tommy.
       —No hubieras querido verlo en la cárcel.
       —Me habría dado el primer motivo para sentirme orgulloso de él.
       —¡Lester, eso es inhumano!
       —Al contrario, Martha: es la mejor prueba de humanidad que se puede dar en estos tiempos.
       —Yo no lo entiendo así.
       —Ya lo sé. Ni eso ni muchas otras cosas.
       Ella lo miró un instante con expresión de perplejidad.
       —¿Cómo has dicho, Lester?
       Pero él ya iba saliendo de la sala y la pregunta quedó sin respuesta. Ella casi cedió al impulso de seguirlo para exigir una explicación, pero su orgullo herido la hizo desistir rápidamente. Segundos después lo oyó abrir la puerta de su cuarto y su oído atento advirtió que no volvía a cerrarla. Dominada por la cólera, gritó para asegurarse de que la escuchaba:
       —¡Por esta desconsideración tendrás que excusarte muchas veces, Lester Blackmore! —y permaneció unos minutos en la sala, pensando qué debería hacer a continuación. Por fin decidió que lo más digno sería recluirse en su propia habitación y no levantarse a preparar el desayuno al día siguiente. Y, sobre todo, no dirigirle la palabra a su marido hasta que éste comprendiera la magnitud de su falta y ofreciera las primeras disculpas. No habría de tardar mucho en hacerlo, se dijo, porque al cabo de veinte años de casados estaba segura de conocerlo mucho mejor de lo que él se imaginaba. Satisfecha con su determinación, se dispuso a retirarse. Pero en ese momento Lester regresó a la sala, portando la pequeña maleta de lona que había comprado para las vacaciones del año anterior. Atravesó la pieza sin mirar a la mujer y salió al recibidor. Ella tardó unos instantes en sobreponerse a su desconcierto.
       —Lester —llamó entonces—, ¿adónde vas con esa maleta?
       Él no respondió y ella no se movió hasta que lo sintió abrir la puerta de la calle. Entonces avanzó hacia el recibidor, diciendo:
       —¡Lester, si sales así de esta casa no se te ocurra... —pero el ruido de la puerta al cerrarse la hizo truncar su frase y detenerse en medio de la sala. En seguida concibió la sospecha de que todo era una estratagema, de que él en realidad no había salido y se hallaba aún en el recibidor, esperando a que ella fuera en su busca. Pero no le haré el juego, decidió con firmeza que fue flaqueando a medida que los segundos transcurrían. Por fin resolvió acercarse con cautela y tratar de percibir con el oído algún indicio de la presencia del hombre en el recibidor. Al cabo de una breve espera, el perfecto silencio la obligó a asomar la cabeza. El recibidor estaba desierto. La mujer, entonces, corrió hacia la sala, llegó a la ventana y apartó bruscamente la cortina. No vio a Lester en la calle, pero en ese instante su mirada, como atraída por una fuerza irresistible, se desvió hacia la esquina de enfrente. Desde allí, sosteniendo la pequeña maleta de lona con la diestra, el joven levantó la otra mano en un rápido, casi jubiloso ademán dirigido a la ventana. Después se dio vuelta y echó a andar con paso decidido por la calle transversal.




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