Juan
Bosch
(La Vega, Rep. Dominicana,
1909 - Santo Domingo, 2001)
Los amos (1939)
Originalmente publicado en la Revista Carteles
(12 de noviembre de 1939), pág. 69;
Dos pesos de agua
(La Habana: Ed. Impresor A. Ríos, 1941, 168 págs.);
Cuentos escritos en el exilio y apuntes sobre el arte de escribir cuentos
(Santo Domingo, Librería Dominicana,
Colección Pensamiento Dominicano, 23, 1962, 255 págs.)
Cuando ya Cristino no servía ni
para ordeñar una vaca, don Pío lo llamó y le dijo que iba a hacerle
un regalo.
—Le voy a dar medio peso para el
camino. Usté está muy mal y no puede seguir trabajando. Si se mejora,
vuelva.
Cristino extendió una mano
amarilla, que le temblaba.
—Mucha gracia, don. Quisiera
coger el camino ya, pero tengo calentura.
—Puede quedarse aquí esta noche,
si quiere, y hasta hacerse una tisana de cabrita. Eso es bueno.
Cristino se había quitado el
sombrero, y el pelo abundante, largo y negro le caía sobre el Descueza
La barba escasa parecía ensuciarle el rostro, de pómulos salientes.
—Ta bien, don Pío —dijo; que
Dio se lo pague.
Bajó lentamente los escalones,
mientras se cubría de nuevo la cabeza con el viejo sombrero de fieltro
negro. Al llegar al último escalón se detuvo un rato y se puso a mirar
las vacas y los crios.
—Qué animao ta el becerrito —comentó
en voz baja.
Se trataba de uno que él había
curado días antes. Había tenido gusanos en el ombligo y ahora
correteaba y saltaba alegremente.
Don Pío salió a la galería y
también se detuvo a ver las reses. Don Pío era bajo, rechoncho, de
ojos pequeños y rápidos. Cristino tenía tres años trabajando con
él. Le pagaba un peso semanal por el ordeño, que se hacía de
madrugada, las atenciones de la casa y el cuido de los terneros. Le
había salido trabajador y tranquilo aquel hombre, pero había enfermado
y don Pío no quería mantener gente enferma en su casa.
Don Pío tendió la vista. A la
distancia estaban los matorrales que cubrían el paso del arroyo, y
sobre los matorrales, las nubes de mosquitos. Don Pío había mandado
poner tela metálica en todas las puertas y ventanas de la casa, pero el
rancho de los peones no tenía puertas ni ventanas; no tenía ni
siquiera setos. Cristino se movió allá abajo, en el primer escalón, y
don Pío quiso hacerle una última recomendación.
—Cuando llegue a su casa póngase
en cura, Cristino.
—Ah, sí, cómo no, don. Mucha
gracia —oyó responder.
El sol hervía en cada diminuta
hoja de la sabana.
Desde las lomas de Terrero hasta
las de San Francisco, perdidas hacia el norte, todo fulgía bajo el sol.
Al borde de los potreros, bien lejos, había dos vacas. Apenas se las
distinguía, pero Cristino conocía una por una todas las reses.
—Vea, don —dijo—, aquella
pinta que se aguaita allá debe haber parío anoche o por la mañana,
porque no le veo barriga.
Don Pío caminó arriba.
—¿Usté cree, Cristino? Yo no la
veo bien.
—Arrímese pa aquel lao y la
verá. Cristino tenía frío y la cabeza empezaba a dolerle, pero
siguió con la vista al animal.
—Dése una caminadita y me la
arrea, Cristino oyó decir a don Pío.
—Yo fuera a buscarla, pero me toy
sintiendo mal.
—¿La calentura?
—Unjú, me ta subiendo.
—Eso no hace. Ya usté está
acostumbrado, Cristino. Vaya y tráigamela.
Cristino se sujetaba el pecho con
los dos brazos descarnados. Sentía que el frío iba dominándola.
Levantaba la frente. Todo aquel sol, el becerrito...
—¿Va a traérmela?—insistió
la voz. Con todo ese sol y las piernas temblándole, y los pies
descalzos llenos de polvo.
—¿Va a buscármela, Cristino?
Tenía que responder, pero la lengua le pesaba. Se apretaba más los
brazos sobre el pecho. Vestía una camisa de listado sucia y de tela tan
delgada que no le abrigaba.
Resonaron pisadas arriba y Cristino
pensó que don Pío iba a bajar. Eso asustó a Cristino.
—Ello sí, don —dijo—; voy a
dir. Deje que se me jipase el frío.
—Con el sol se le quita. Hágame
el favor, Cristino. Mire que esa vaca se me va y puedo perder el
becerro. Cristino seguía temblando, pero comenzó a ponerse de pié.
—Sí; ya voy, don —dijo.
—Cogió ahora por la vuelta del
arroyo —explicó desde la galería don Pío.
Paso a paso, con los brazos sobre
el pecho, encordó para no perder calor, el peón empezó a cruzar
sabana. Don Pío le veía de espaldas. Una mujer se tizó por la
galería y se puso junto a don Pía
— ¡Qué día tan bonito, Pío!
—comentó con voz cantarina
—El hombre no contestó. Señaló
hacia Cristino, que se alejaba con paso torpe como si fuera tropezando.
—No quería ir a buscarme la vaca
pinta, que parió anoche. Y ahorita mismo le di medio peso para el
camino.
Calló medio minuto y miró a la
mujer, que parecía demandar una explicación.
—Malagradecidos que son, Herminia
—dijo—. De nada vale tratarlos bien.
Ella asintió con la mirada.
—Te lo he dicho mil veces, Pío
—comentó. Y ambos se quedaron mirando a Cristino, que ya era apenas
una mancha sobre el verde de la sabana.
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