Juan
Bosch
(La Vega, Rep. Dominicana,
1909 - Santo Domingo, 2001)
Apuntes sobre el arte de escribir cuentos (1960)
Cuentos escritos en el exilio y apuntes sobre el arte de escribir cuentos
(Santo Domingo: Editorial Librería Dominicana,
(Colección Pensamiento Dominicano, 23, 1962, 255 pags.):
Teoría del cuento. Tres ensayos
(Mérida, Venezuela: Universidad de los Andes, 1967, 29 págs.)
I
Originalmente publicado, como “El tema en el cuento”,
en Revista Shell [Caracas, Venezuela],
Año IX, Núm. 37 (diciembre de 1960), págs. 44-49.
El cuento es un género
antiquísimo, que a través de los siglos ha tenido y mantenido el favor
público. Su influencia en el desarrollo de la sensibilidad general puede
ser muy grande, y por tal razón el cuentista debe sentirse responsable e
lo que escribe, como si fuera un maestro de emociones o de ideas.
Lo primero que debe aclarar una
persona que se inclina a escribir cuentos es la intensidad de su
vocación. Nadie que no tenga vocación de cuentista puede llegar a
escribir buenos cuentos. Lo segundo se refiere al género. ¿Qué es un
cuento? La respuesta ha resultado tan difícil que a menudo ha sido
soslayada incluso por críticos excelentes, pero puede afirmarse que un
cuento es el relato de un hecho que tiene indudable importancia. La
importancia del hecho es desde luego relativa, mas debe ser indudable,
convincente para la generalidd de los lectores. Si el suceso que forma el
meollo del cuento carece de importancia, lo que se escribe puede ser un
cuadro, una escena, una estampa, pero no es un cuento.
“Importancia” no quiere decir
aquí novedad, caso insólito acaecimiento singular. La propensión a
escoger argumentos poco frecuentes como tema de cuentos puede conducir a
una deformación similar a la que sufren en su estructura muscular los
profesionales del atletismo. Un niño que va a la escuela no es materia
propicia para un cuento, porque no hay nada de importancia en su viaje
diario a las clases; pero hay sustancia para el cuento si el autobús en
que va el niño se vuelca o se quema, o si al llegar a su escuela el niño
halla que el maestro está enfermo o el edificio escolar se ha quemado la
noche anterior.
Aprender a discernir donde hay un tema
para cuento es parte esencial de la técnica. Esa técnica es el oficio
peculiar con que se trabaja el esqueleto de toda obra de creación: es la
“tekné” de los griegos o, si se quiere, la parte de artesanado
imprescindible en el bagaje del artista.
A menos que se trate de un caso
excepcional, un buen escritor de cuentos tarda años en dominar la
técnica del género, y la técnica se adquiere con la práctica más que
con estudio. Pero nunca debe olvidarse que el género tiene una técnica y
que ésta debe conocerse a fondo. Cuento quiere decir llevar cuenta de un
hecho. La palabra proviene del latín computus, y es inútil tratar
de rehuir el significado esencial que late en el origen de los vocablos.
Una persona puede llevar cuenta de algo con números romanos, con números
árabes, con signos algebraicos; pero tiene que llevar esa cuenta. No
puede olvidar ciertas cantidades o ignorar determinados valores. Llevar
cuenta es ir ceñido al hecho que se computa. El que no sabe llevar con
palabras la cuenta de un suceso, no es cuentista.
De paso diremos que una vez adquirida
la técnica, el cuentista puede escoger su propio camino, ser “hermético”
o “figurativo” como se dice ahora, o lo que es lo mismo, subjetivo u
objetivo; aplicar su estilo personal, presentar su obra desde su ángulo
individual; expresarse como él crea que debe hacerlo. Pero no debe
echarse en olvido que el género, reconocido como el más difícil en
todos los idiomas, no tolera innovaciones sino de los autores que lo
dominan en lo más esencial de su estructura.
El interés que despierta el cuento
puede medirse por los juicios que les merece a críticos, cuentistas y
aficionados. Se dice a menudo que el cuento es una novela en síntesis y
que la novela requiere más aliento en el que la escribe. En realidad los
dos géneros son dos cosas distintas; y es es más difícil lograr un buen
libro de cuentos que una novela buena. Comparar diez páginas de cuento
con las doscientas cincuenta de una novela es una ligereza. Una novela de
esa dimensión puede escribirse en dos meses; un libro de cuentos que sea
bueno y que tenga doscientas cincuenta páginas, no se logra en tan corto
tiempo. La diferencia fundamental entre un género y el otro está en la
dirección: la novela es extensa; el cuento es intenso.
El novelista crea caracteres y a
menudo sucede que esos caracteres se le rebelan al autor y actúan
conforme a sus propias naturalezas, de manera que con frecuencia una
novela no termina como el novelista lo había planeado, si no como los
personajes de la obra lo determinan con sus hechos. En el cuento, la
situación es diferente; el cuento tiene que ser obra exclusiva del
cuentista. El es el padre y el dictador de sus Criaturas; no puede
dejarlas libres ni tolerarles rebeliones. Esa voluntad de predominio del
cuentista sobre sus personajes es lo ue se traduce en tensión por tanto
en intensidad. La intensidad de un cuento no es producto obligado, como ha
dicho alguien, de su corta extensión; es el fruto de la voluntad
sostenida con que el cuentista trabaja su obra. Probablemente es ahí
donde se halla la causa de que el género sea tan difícil, pues el
cuentista necesita ejercer sobre sí mismo una vigilancia constante, que
no se logra sin disciplina mental y emocional; y eso no es fácil.
Fundamentalmente, el estado de ánimo
del cuentista tiene que ser el mismo para recoger su material que para
escribir. Seleccionar la materia de un cuento demanda esfuerzo, capacidad
de concentración y trabajo de análisis. A menudo parece más atrayente
tal tema que tal otro; pero el tema debe ser visto no en su estado
primitivo, sino como si estuviera ya elaborado. El cuentista debe ver
desde el primer momento su material organizado en tema, como si ya
estuviera el cuento escrito, lo cual requiere casi tanta tensión como
escribir.
El verdadero cuentista dedica muchas
horas de su vida a estudiar la técnica del género, al grado que logre
dominarla en la misma forma en que el pintor consciente domina la
pincelada: la da, no tiene que premeditarla. Esa técnica no implica, como
se piensa con frecuencia, el final sorprendente. Lo fundamenta en ella es
mantener vivo el interés del lector y por tanto sostener sin caídas la
tensión, la fuerza interior con que el suceso va produciéndose. El final
sorprendente no es una condición imprescindible en el buen cuento. Hay
grandes cuentistas, como Antón Chejov, que apenas lo usaron. “A la
deriva”, de Horacio Quiroga, no lo tiene, y es una pieza magistral. Un
final sorprendente impuesto a la fuerza destruye otras buenas condiciones
en un cuento. Ahora bien, el cuento debe tener su final natural como debe
tener su principio.
No importa que el cuento sea subjetivo
u objetivo; que el estilo del autor sea delibero damente claro u oscuro,
directo o indirecto: el cuento debe comenzar interesando al lector. Una
vez cogido en ese interés el lector está en manos del cuentista y éste
no debe soltarlo más. A partir del principio el cuentista debe ser
implacable con el sujeto de su obra; lo conducirá sin piedad hacia el
destino que previamente le ha trazado; no le permitirá el menor desvío.
Una sola frase aun siendo de tres palabras que no esté lógica y
entrañablemente justificada por ese destino manchará el cuento y le
quitará esplendor y fuerza. Kippling refiere que para él era más
importante lo que tachaba que lo que dejaba; Quiroga afirma que un cuento
es una flecha disparada hacia un blanco y ya se sabe que la flecha que se
desvía no llega al blanco.
La manera natural de comenzar un
cuento fue siempre el “había una vez” o “érase una vez”. Esa
corta frase tenía —y tiene aún enla gente del pueblo— un valor de
conjuro; ella sola bastaba a despertar el interés de los que rodeaban al
relatador de cuentos. En su origen, el cuento no comenzaba con
descripciones de paisajes, a menos que se tratara la presencia o la
acción del protagonista; comenzaba con éste, y pintándola en actividad.
Aún hoy, esa manera de comenzar es buena. El cuento debe iniciarse con el
protagonista en acción, física o psicológica, pero acción; el
principio no debe hallarse a mucha distancia del meollo mismo del cuento,
a fin de evitar que el lector se canse.
Seber comenzar un cuento es tan
importante como saber terminarlo. El cuentista serio estudia y practica
sin descanso la entrada del cuento. Es en la primera fase donde está el
hechizo de un buen cuento; ella determina el ritmo y la tensión de la
pieza. Un cuento que comienza bien casi siempre termina bien. El autor
queda comprometido consigo mismo a mantener el nivel de su creación a la
altura en que la inició. Hay una sola manera de empezar un cuento con
acierto: despertando de golpe el interés del lector. El antiguo “había
una vez” o “érase una vez” tiene que ser suplido con algo que tenga
su mismo valor de conjuro. El cuentista joven debe estudiar con
detenimiento la manera en que inician sus cuentos los grandes maestros;
debe leer, uno por uno, los primeros párrafos de los mejores cuentos de
Maupassant, de Kipling, de Sherwood Anderson, de Quiroga, quien fue quizá
el más consciente de todos ellos en lo que a la técnica del cuento se
refiere.
Comenzar bien un cuento y llevarlo
hacia su final sin una disgresión, sin una debilidad, sin un desvío: he
ahí en pocas palabras el núcleo de la técnica del cuento. Quien sepa
hacer eso tiene el oficio de cuentista, conoce la “tekné” del
género. El oficio es la parte formal de la tarea, pero quien no domine
ese lado formal no llegará a ser buen cuentista. Sólo el que lo domine
podrá transformar el cuento, mejorarlo con una nueva modalidad,
iluminarlo con el toque de su personalidad creadora.
Ese oficio es necesario para el que
cuenta cuentos en un mercado árabe y para el que los escribe en una
biblioteca de París. No hay manera de conocerlo sin ejercerlo. Nadie nace
sabiéndolo, aunque en ocasiones un cuentista nato puede producir un buen
cuento por adivinación de artista. El oficio es obra del trabajo asiduo,
de la meditación constante, de la dedicación apasionada. Cuentistas de
apreciables cualidades para la narración han perdido su don porque
mientras tuvieron dentro de sí temas escribieron sin detenerse a estudiar
la técnica del cuento y nunca la dominaron; cuando la veta interior se
agotó, les faltó, la capacidad para elaborar, con asuntos externos a su
experiencia íntima, la delicada arquitectura de un cuento. No adquirieron
el oficio a tiempo, y sin el oficio no podían construir.
En sus primeros tiempos el cuentista
crea en estado de semiinconsciencia. La acción se le impone; los
personajes y sus circunstancias le arrastran; un torrente de palabras
luminosas se lanza sobre él. Mientras ese estado de ánimo dura, el
cuentista tiene que ir aprendiendo la técnica a fin de imponerse a ese
mundo hermoso y desordenado que abruma su mundo interior. El conocimiento
de la técnica le permitirá señorear sobre la embriagante pasión como
Yavé sobre el caos. Se halla en el momento apropiado para estudiar los
principos en que descansa la profesión de cuentista, y debe hacerlo sin
pérdida de tiempo. Los principios del género, no importa lo que crean
algunos cuentistas noveles, son inalterables; por lo menos, en la medida
en que la obra humana lo es.
La búsqueda y la selección del
material es una parte importante de la técnica; de la búsqueda y de la
selección saldrá el tema. Parece que estas dos palabras —búsqueda y
selección— implican lo mismo: buscar es seleccionar. Pero no es así
para el cuentista. El buscará aquello que su alma desea; motivos
campesinos o de mar, episodios de hombres del pueblo o de niños, asuntos
de amor o de trabajo. Una vez obtenido el material, escogerá el que más
se avenga con su concepto general de la vida y con el tipo de cuento que
se propone escribir.
Esa parte de la tarea es sagradamente
personal; nadie puede intervenir en ella. A menudo la gente se acerca a
novelista y cuentistas para contarles cosas que le han sucedido, “temas
para novelas y cuentos” que no interesan al escribir porque nada le
dicen a su sensibilidad. Ahora bien, si nadie debe intervenir en la
selección del tema, hay un consejo útil que dar a los cuentistas
jóvenes: que estudien el material con minuciosidad y seriedad; que
estudien concienzudamente el escenario de su cuento, el personaje y su
ambiente, su mundo psicológico y el trabajo con que se gana la vida.
Escribir cuentos es una tarea seria y
además hermosa. Arte difícil, tiene el premio en su propia realización.
Hay mucho que decir sobre él. Pero lo más importante en esto: El que
nace con la vocación de cuentista trae al mundo un don que está en la
obligación de poner al servicio de la sociedad. La única manera de
cumplir con esa obligación es desenvolviendo sus dotes naturales, y para
lograrlo tiene que aprender todo lo relativo a su oficio; qué es un
cuento y qué debe hacer para escribir buenos cuentos. Si encara su
vocación con seriedad, estudiará a conciencia, trabajará, se afanará
por dominar el género, que es sin duda muy rebelde, pero dominable. Otros
lo han logrado. Él también puede lograrlo.
II
Originalmente publicado, como “El tema en el cuento”,
en “Papel Literario” del periódico El Nacional [Caracas, Venezuela]
(27 de noviembre de 1958), págs. 1 y 6.
El
cuento es un género literario escueto, al extremo de que un cuento no
debe construirse sobre más de un hecho. El cuentista, como el aviador, no
levanta vuelo para ira todas partes y ni siquiera a dos puntos a la vez; e
igual que el aviador se halla forzado a saber con seguridad adonde se
dirige antes de poner la mano en las palancas que mueven su máquina.
La primera tarea que el cuentista de e
imponerse es la de aprender a distinguir con precisión cuál hecho puede
ser tema de un cuento. Habiendo dado con un hecho, debe saber aislarlo,
limpiarlo de apariencias hasta dejarlo libre de todo cuanto no sea
expresión legítima de su sustancia; estudiarlo con minuciosidad y
responsabilidad. Pues cuando el cuentista tiene ante sí un hecho en su
ser más auténtico, se halla frente a un verdadero tema. El hecho es el
tema, y en el cuento no hay lugar sino para un tema.
Ya he dicho que aprender a discernir
dónde hay un tema de cuento es parte esencial de la técnica del cuento.
Técnica, entendida en la “tekné” griega, es esa parte de oficio o
artesanado indispensable para construir una obra de arte. Ahora bien, el
arte del cuento consiste en situarse frente a un hecho y dirigirse á él
resueltamente, sin darles caracteres de hechos a los sucesos que marcan el
camino hacia el hecho; todos esos están subordinados al hecho hacia el
cual va el cuentista; él es el tema.
Aislado el tema, y debidamente
estudiado desde todos sus ángulos, el cuentista puede aproximarse a él
como más le plazca, con el lenguaje que le sea habitual o connatural, en
forma directa o indirecta. Pero en ningún momento perderá de vista que
se dirige hacia ese hecho y no a otro punto. Toda palabra que pueda darle
categoría de tema a un acto de los que se presentan en esa marcha hacia
el tema, toda palabra que desvíe al autor un milímetro del tema, están
fuera de lugar y deben ser aniquiladas tan pronto aparezcan; toda idea
ajena al asunto escogido es yerba mala, que no dejará crecer la espiga
del cuento con salud, y la yerba mala, como aconseja el Evangelio, debe
ser arrancada de raíz.
Cuando el cuentista esconde el hecho a
la atención del lector, lo va sustrayendo frase a frase de la visión de
quien lo lee pero lo mantiene presente en el fondo de la narración y no
lo muestra sino sorpresivamente en las cinco o seis palabras finales del
cuento, ha construido el cuento según la mejor tradición del género.
Pero los casos en que puede hacer esto sin deformar el curso natural del
relato no abundan. Mucho más importante que el final de sorpresa es
mantener en avance continuo la marcha que lo lleva del punto de partida al
hecho que ha escogido como tema. Si el hecho se halla antes de llegar al
final, es decir, si su presencia no coincide con la última escena del
cuento, pero la manera de llegar a él fue recta y la marcha se mantuvo en
iritmo apropiado, se ha producido un buen cuento.
Todo lo contrario resulta si el
cuentista está dirigiéndose hacia dos hechos; en ese caso la marcha
será zigzagueante, la línea no podrá ser recta, lo que el cuentista
tendrá al final será una página confusa, sin carácter; cualquier cosa,
pero no un cuento. Hace poco recordaba que cuento quiere decir llevar la
cuenta de un hecho. El origen de la palabra que define el género está en
el vocablo latino “computus”, el mismo que hoy usamos para indicar que
llevamos cuenta de algo. Hay un oculto sentido matemático en la
rigurosidad del cuento; como en las matemáticas, en el cuento no puede
haber confusión de valores.
El cuentista avezado sabe que su
tarea es llevar al lector hacia ese hecho que ha escogido como tema; y que
debe llevarlo sin decirle en qué consiste el hecho. En ocasiones resulta
útil desviar la atención del lector haciéndole creer, mediante una
frase discreta, que el hecho es otro. En cada párrafo, el lector deberá
pensar que ya ha llegado al corazón del tema; sin embargo no está en él
y ni siquiera ha comenzado a entrar en el círculo de sombras o de luz que
separa el hecho del resto del relato.
El cuento debe ser presentado al
lector como un fruto de numerosas cáscaras que van siendo desprendidas a
los ojos de un niño goloso. Cada vez que comienza a caer una de las
cáscaras, el lector esperará la almendra de la fruta; creerá que ya no
hay cortezas y que ha llegado el momento de gustar el anhelado manjar
vegetal. De párrafo en párrafo, la acción interna y secreta del cuento
seguirá por debajo de la acción externa* y visible; estará oculta por
las acciones accesorias, por una actividad que en verdad no tiene otra
finalidad que conducir al lector hacia el hecho. En suma, serán cáscaras
que al desprenderse irán acercando el fruto a la boca del goloso.
Ahora bien, en cuanto al hecho que da
el tema, ¿cómo conviene que sea? Humano, o por lo menos humanizado. Lo
que pretende el cuentista es herir la sensibilidad o estimular las idea
del lector; luego, hay que dirigirse a él a través de sus sentimientos o
de su pensamiento. En las fábulas de Esopo como en los cuentos de Rudyard
Kipling, en los relatos infantiles de Andersen como en las parábolas de
Oscar Wilde, animales, elementos y objetos tienen alma humana. La
experiencia íntima del hombre no ha traspasado los límites de su propia
esencia; para él, el universo infinito y la materia mensurable existen
como reflejo de su ser. A pesar de la creciente humildad a que lo somete
la ciencia, él seguirá siendo por mucho tiempo el rey de la creación,
que vive orgánicamente en función de señor supremo de la actividad
universal. Nada interesa al hombre más que el hombre mismo. El mejor tema
para un cuento será siempre un hecho humano, o por lo menos relatado en
términos esencialmente humanos.
La selección del tema es un trabajo
serio y hay que acometerlo con seriedad. El cuentista debe ejercitarse en
el arte de distinguir con precisión cuándo un tema es apropiado para un
cuento. En esta parte de la tarea entra a jugar el don nato del relatador.
Pues sucede que el cuento comienza a formarse en el acto, en ese instante
de la selección del hecho-tema. Por sí solo, el tema no es en verdad el
germen del cuento, pero se convierte en tal germen precisamente en el
momento en que el cuentista lo escoge por tema.
Si el tema no satisface ciertas
condiciones, el cuento será pobre o francamente malo aunque su autor
domine a perfección la manera de presentarlo. Lo pintoresco, por ejemplo,
no tiene calidad para servir de tema; en cambio puede serlo, y muy bueno,
para un artículo de costumbre o para una página de buen humor.
El tema requiere un peso específico
que lo haga universal. Puede ser muy local en su apariencia, pero debe ser
universal en su valor intrínseco. El sufrimiento, el amor, el sacrificio,
heroísmo, la generosidad, la crueldad, la avaricia, son valores
universales, positivos o negativos, aunque se presenten en hombres y
mujeres cuyas vidas no traspasan las linde de lo local; son universales en
el habitante de las grandes ciudades, en el de la jungla americana o en el
de los iglús esquimales.
Todo lo dicho hasta ahora se resume
en estas pocas palabras: si bien el cuentista tiene que tomar un hecho y
aislarlo de sus apariencias para construir sobre él su obra, no basta
para el caso un hecho cualquiera; debe ser un hecho humano que conmueva a
los hombre, y debe tener categoría universal. De esa especie de hechos
está lleno el mundo; están llenos los días y las horas, y adonde quiera
que el cuentista vuelva los ojos hallará hechos que son buenos temas.
Ahora bien, si en ocasiones esos
hechos que nos rodean se presentan en tal forma que bastaría con
relatarlos para tener cuentos, lo cierto es que comúnmente el cuentista
tiene que estudiar el hecho para saber cuál de sus ángulos servirá para
un cuento. A veces el cuento está determinado por la mecánica misma del
hecho, pero también puede estarlo por su esencia, por sus motivaciones o
por su apariencia formal. Un ladronzuelo cogido in fraganti puede dar un
cuento excelente si quien lo sorprende robando es un hermano, agente de
policía, o si la causa del robo es el hambre de la madre del descuidero;
y puede ser también un magnífico cuento si se trata del primer robo del
autor y el cuentista sabe presentar el desgarrón psicológico que supone
traspasar la barrera que hay entre el mundo normal y el mundo de los
delincuentes. En los tres casos el hecho-tema sería distinto; en el
primero, se hallaría en la circunstancia de que el hermano del ladrón es
agente de policía; en el segundo, en el hambre de la madre; en el
tercero, en el desgarrón psicológico. De donde puede colegirse por qué
hemos insistido en que el hecho que sirve de tema debe estar libre de
apariencias y de todo cuanto no sea expresión legítima de su sustancia.
Pues en estos tres posibles cuentos el tema parece ser de captura del
ladronzuelo mientras roba, y resulta que hay tres temas distintos, y en
los tres la captura del joven delincuente es un camino hacia el corazón
del hecho-tema.
Aprender a ver un tema, saber
seleccionarlo, y aún dentro de él hallar el aspecto útil para
desarrollar el cuento, es parte importantísima en el arte de escribir
cuentos. La rígida disciplina mental y emocional que el cuentista ejerce
sobre sí mismo comienza a actuar en el acto de escoger el tema. Los
personajes de una novela contribuyen en la redacción del relato por
cuanto sus caracteres, una vez creados, determinan en mucho el curso de la
acción. Pero en el cuento toda la obra es del cuentista y esa obra está
determinada sobre todo por la calidad del tema. Antes de sentarse a
escribir la primera palabra, el cuentista debe. t tener una idea precisa
de cómo va a desenvolver su obra. Si esta regla no se sigue, el resultado
será débil. Por caso de adivinación, en un cuentista nato de gran
poder, puede darse un cuento muy bueno sin seguir esta regla; pero ni aún
el mismo autor podra garantizar de antemano qué saldrá de su trabajo
cuando ponga la palabra final. En cambio, otra cosa sucede si el cuentista
trabaja conscientemente y organiza su construcción al nivel del tema que
elige.
Así como en la novela la acción
está determinada por los caracteres de sus protagonistas, en el cuento el
tema da la acción. La diferencia más drástica entre el novelista y el
cuentista se halla en que aquel sigue a sus personajes mientras que éste
tiene que gobernarlos. La acción del cuento está determinada por el tema
pero tiene que ser dictatorialmente regida por el cuentista; no puede
desbordarse ni cumplirse en todas sus posibilidades, sino únicamente en
los términos estrictamente imprescindibles al desenvolvimiento del cuento
y entrañablemente vinculados al tema. Los personajes de una novela pueden
dedicar diez minutos a hablar de un cuadro que no tiene función en la
trama de la novela; e n un cuento no debe mencionarse siquiera en cuadra
si él no es parte importante en el curso de la acción.
El cuento es el tigre de la fauna
literaria; si le sobra un kilo de grasa o de carne, no podrá garantizar
la cacería de sus víctimas. Huesos, músculos, piel, colmillos y garras
nada más, el tigre está creado para atacar y dominar a las otras bestias
de la selva. Cuando los años le agregan grasa a su peso, le restan
elasticidad en los músculos, aflojan sus colmillos o debilitan sus
poderosas garras, el majestuoso tigre se halla condenado a morir de
hambre.
El cuentista debe tener alma de tigre
para lanzarse contra el lector, o instinto de tigre para seleccionar el
tema y calcular con exactitud a qué distancia está su víctima y con
qué fuerza debe precipitarse sobre ella.
Pues sucede que en la oculta trama de
ese arte difícil que es escribir cuentos, el lector y el tema tienen un
mismo corazón. Se dispara a uno para herir al otro. Al dar su salto
asesino hacia el tema, el tigre de la fauna literaria está saltando
también sobre el lector.
III
Originalmente publicado, como “La forma en el cuento”,
en la Revista Nacional de Cultura [Caracas, Venezuela],
Núm. 144 (enero-febrero de 1961), págs. 40-48.
Hay
una acepción del vocablo “estilo” que lo identifica con el modo, la
forma, la manera particular de hacer algo. Según ella, el uso, la
práctica o la costumbre en la ejecución de ésta o aquella obra implica
un conjunto de reglas que debe ser tomado en cuenta a la hora de realizar
esa obra.
¿Se conoce algún estilo, en el
sentido de modo o forma, en la tarea de escribir cuentos? Sí. Pero como
cada cuento es un universo en sí mismo, que demanda el don creador en
quien lo realiza, hagamos desde este momento una distinción precisa: el
escritor de cuentos es un artista; y para el artista -sea cuentista,
novelista, poeta, escultor, pintor, músico- las reglas son leyes
misteriosas, escritas para él por un senado sagrado que nadie conoce; y
esas leyes son ineludibles.
Cada forma, en arte, es producto de
una suma de reglas, y en cada conjunto de reglas hay divisiones: las que
dan a una obra su carácter como género, y las que rigen la materia con
que se realiza. Unas y otras se mezclan para formar el todo de la obra
artística, pero las que gobiernan la materia con que esa obra se realiza
resultan determinantes en la manera peculiar de expresarse que tiene el
artista. En el caso del autor de cuentos, el medio de creación de que se
sirve es la lengua, cuyo mecanismo debe conocer a cabalidad. Del conjunto
de reglas hagamos abstracción de las que gobiernan la materia expresiva.
Esas son el bagaje primario del artista, y con frecuencia él las domina
sin haberlas estudiado a fondo. Especialmente en el caso de la lengua,
parece no haber duda de que el escritor nato trae al mundo un conocimiento
instintivo de su mecanismo que a menudo resulta sorprendente, aunque
tampoco parece haber duda de que ese don mejora mucho cuando el
conocimiento instintivo se lleva a la conciencia por la vía del estudio.
Hagamos abstracción también de las
reglas que se refieren a la manera peculiar de expresarse de cada autor.
Ellas forman el estilo personal, dan el sello individual, la marca divina
que distingue al artista entre la multitud de sus pares.
Quedémonos por ahora con las reglas
que confieren carácter a un género dado; en nuestro caso, el cuento.
Esas reglas establecen la forma, el modo de producir un cuento.
La forma es importante en todo arte.
Desde muy antiguo se sabe que en lo que atañe a la tarea de crearla, la
expresión artística se descompone en dos factores fundamentales: tema y
forma. En algunas artes la forma tiene más valor que el tema; ese es el
caso de la escultura, la pintura y la poesía, sobre todo en los últimos
tiempos.
La estrecha relación de todas las
artes entre sí, determinada por el carácter que le imprime al artista la
actitud del conglomerado social ante los problemas de su tiempo -de su
generación-, nos lleva a tomar nota de que a menudo un cambio en el
estilo de ciertos géneros artísticos influye en el estilo de otros. No
nos hallamos ahora en el caso de investigar si en realidad se produce esa
influencia con intensidad decisiva o si todas las artes cambian de estilo
a causa de cambios profundos introducidos en la sensibilidad social por
otros factores. Pero debemos admitir que hay influencias. Aunque estamos
hablando del cuento, anotemos de paso que la escultura, la pintura y la
poesía de h se realizan con la vista puesta en la forma más que en el
tema. Esto puede parecer una observación estrafalaria, dado que
precisamente esas artes han escapado a las leyes de la forma al abandonar
sus antiguos modos de expresión. Pero en realidad, lo que abandonaron fue
su sujeción al tema para entregarse exclusivamente a la forma. La pintura
y la escultura abstractas son sólo materia y forma, y el sueño de sus
cultivadores es expulsar el tema en ambos géneros. La poesía actual se
inclina a quderase en las palabras y la manera de usarlas, al grado que
muchos poemas modernos que nos emocionan no resistirían un análisis del
tema que los llevan dentro.
Volveremos sobre este asunto más
tarde. Por ahora recordemos que hay un arte en el que tema y forma tienen
igual importancia en cualquier época: es la música. No se concibe
música sin tema, lo mismo en el Mozart del siglo XVIII que en el Partok
del siglo XX. Por otra parte, el tema musical no podría existir sin la
forma que lo explica debido a que la música debe ser interpretada por
terceros.
Pero en la novela y en el cuento, que
no tienen intérpretes sino espectadores del orden intelectual, el tema es
más importante que la forma, y desde luego mucho más importante que el
estilo con que el autor se expresa.
Todavía más: en el cuento el tema
importa más que en la novela. Pues en su sentido estricto, el cuento es
el relato de un hecho, un solo, y ese hecho —que es el tema— tiene que
ser importante, debe tener importancia por sí mismo, no por la manera de
presentarlo.
Ante dije que “un cuento no puede
construirse sobre más de un hecho. El cuentista, como el aviador, no
levanta vuelo para ir a todas partes y ni siquiera a dos puntos a la vez;
e igual que el aviador, se halla forzado a saber con seguridad adonde se
dirige antes de poner la mano en las palancas que mueven su máquina”.
La convicción de que el cuento tiene
que ceñirse a un hecho, y sólo a uno, es lo que me ha llevado a definir
el género como “el relato de un hecho que tiene indudable importancia”.
A fin de evitar que el cuentista novel entendiera por hecho de indudable
importancia un suceso poco común, expliqué en esa misma oportunidad que
“la importancia del hecho es desde luego relativa; mas debe ser
indudable, convincente para la generalidad de los lectores”; y más
adelante decía que “importancia no quiere decir aquí novedad, caso
insólito, acaecimiento singular. La propensión a escoger argumentos poco
frecuentes como temas de cuentos puede conducir a una deformación similar
a la que sufren en sus estructuras musculares los profesionales del
atletismo”.
Hasta ahora se ha tenido la brevedad
como una de las leyes fundamentales del cuento. Pero la brevedad es una
consecuencia natural de la esencia misma del género, no un requisito de
la forma. El cuento es breve porque se halla limitado a relatar un hecho y
nada más que uno. El cuento puede ser largo, y hasta muy largo, si se
mantiene como relato de un solo hecho. No importa que un cuento esté
escrito en cuarenta páginas, en sesenta, en ciento diez; siempre
conservará sus características si es el relato de un solo
acontecimiento, así como no las tendrá si se dedica a relatar más de
uno, aunque lo haga en una sola página.
Es probable que el cuento largo se
desarrolle en el porvenir como el tipo de obra literaria de más
difusión, pues el cuento tiene la posibilidad de llegar al nivel épico
sin correr el riesgo de meterse en el terreno de la epopeya, y alcanzar
ese nivel con personajes y ambientes cotidianos, fuera de las fronteras de
la historia y en prosa monda y lironda, es casi un milagro que confiere al
cuento una categoría artística en verdad extraordinaria. [1]
“El arte del cuento consiste en
situarse frente a un hecho y dirigirse a él resueltamente, sin darles
caracteres de hechos a los sucesos que marcan el camino hacia el hecho...”
dije antes. Obsérvese que el novelista sí da caracteres de hechos a los
sucesos que marcan el camino hacia el hecho central que sirve de tema a su
relato; y es la descripción de esos sucesos -a los que podemos calificar
de secundarios- y su entrelazamiento con el suceso principal, lo que hace
de la novela un género de dimensiones mayores, de ambiente más variado,
personajes más numerosos y tiempo más largo que el cuento.
El tiempo del cuento es corto y
concentrado. Esto se debe a que es el tiempo en que acaece un hecho -uno
solo, repetimos-, y el uso de ese tiempo en función de caldo vital del
relato exige del cuentista una capacidad especial para tomar el hecho en
su esencia, en las líneas más puras de la acción.
Es ahí, en lo que podríamos llamar
el poder de expresar la acción sin desvirtuarla con palabras, donde está
el secreto de que el cuento pueda elevarse a niveles épicos. Thomas Mann
sintió el aliento épico en algunos cuentos de Chejov —y sin duda de
otros autores—, pero no dejó constancia de que conociera la causa de
ese aliento. La causa está en que la epopeya -el héroe- es un artista de
la acción pura, un cuentista lleva a categoría épica el relato de un
hecho realizado por hombres y mujeres que no son héroes en el sentido
convencional de la palabra, el cuentista tiene el don de crear la
atmósfera de la epopeya sin verse obligado a recurrir a los grandes
actores del drama histórico y a los episodios en que figuraron.
¿No es esto un privilegio en el mundo
del arte?
Aunque hayamos dicho que en el cuento
el tema importa más que la forma, debemos reconocer que hay una forma -en
cuanto manera, uso o práctica de hacer algo- para poder expresar la
acción pura, y que sin sujetarse a ella no hay cuento de calidad. La
mayor importancia del tema en el género cuento no significa, pues, que la
forma puede ser manejada a capricho por el aspirante a cuentista. Si lo
fuera, ¿cómo podríamos distinguir entre cuento, novela e historia,
géneros parecidos pero diferentes?
Para el cuento hay una forma. ¿Cómo
se explica, pues, que en los últimos tiempos, en la lengua española —porque
no conocemos caso parecido en otros idiomas— se pretenda escribir
cuentos que no son cuentos en el orden estricto del vocablo?
A pesar de la familiaridad de los
géneros, una novela no puede ser escrita con forma de cuento o de
historia, ni un cuento con forma de novela o de, relato histórico, ni una
historia como si fuera novela o cuento.
Un eminente crítico chileno escribió
hace algunos años que “junto al cuento tradicional” al cuento “que
puede contarse”, con principio, medio y fin, el conocido y clásico,
existen otros que flotan elásticos, vagos, sin contornos definidos ni
organización rigurosa. Son interesantísimos y, a veces, de una extremada
delicadeza; superan a menudo a sus parientes de antigua prosapia; pero
¿cómo negarlo, cómo discutirlo? Ocurre que no son cuentos; son otra
cosa: divagaciones, relatos, cuadros, escenas, retratos imaginarios,
estampas, trozos o momentos de vida; son y pueden ser mil cosas más;
pero, insistimos, no son cuentos, no deben llamarse cuentos. Las palabras,
los nombres, los títulos, calificaciones y clasificaciones tienen por
objeto aclarar y distinguir, no obscurecer o confundir las cosas. Por eso
al pan conviene llamarlo pan. Y al cuento, cuento.[2]
Pero sucede que como hemos dicho hace
poco, un cambio en el estilo de ciertos géneros artísticos se refleja en
el estilo de otros. La pintura, la escultura y la poesía están
dirigiéndose desde hace algún tiempo a la síntesis de materia y forma,
con abandono del tema; y esta actitud de pintores, escultores y poetas ha
influido en la concepción del cuento americano, o el cuento de nuestra
lengua ha resultado influido por las misma causas que han determinado el
cambio de estilo en pintura, escritura y poesía.
Por una o por otra razón, en los
cuentistas nuevos de América se advierte una marcada inclinación a la
idea de que el cuento debe acumular imágenes literarias sin relación con
el tema. Se aspira a crear un tipo de cuento —el llamado “cuento
abstracto”—, que acaso podrá llegar a ser un género literario nuevo,
producto de nuestro agitado y confuso siglo XX, pero que no es ni será
cuento.
Ahora bien, ¿cuál es la forma del
cuento?
En apariencia, la forma está
implícita en el tipo de cuento que se quiera escribir. Los hay se dirigen
a relatar a acción, sin más consecuencias; los hay cuya finalidad es
delinear un carácter ó destacar el aspecto saliente de una personalidad;
otros ponen de manifiesto problemas sociales, políticos, emocionales
colectivos o individuales; otros buscan conmover al lector, sacudiendo su
sensibilidad con la presentación de un hecho trágico o dramático, en
cada caso el cuentista tiene que ir desenvolviendo el tema en forma
apropiada a los fines que persigue.
Pero esa forma es la de cada cuento y
cada autor; la que cambia y se ajusta no sólo al tipo de cuento que se
escribe sino también a la manera de escribir del cuentista. Diez
cuentistas diferentes pueden escribir diez cuentos dramáticos, tiernos,
humorísticos, con diez temas distintos y con diez formas de expresión
que no se parezcan entre sí; y los diez cuentos pueden ser diez obras
maestras.
Hay, sin embargo, una forma
sustancial; la profunda, la que el lector corriente no aprecia, a pesar de
que a ella y sólo a ella se debe que el cuento que está leyendo le
mantenga hechizado y atento al curso de la acción que va desarrollándose
en el relato o al destino de los personajes que figuran en él. De manera
intuitiva o consciente, esa forma ha sido cultivada con esmero por todos
los maestros del cuento.
Esa forma tiene dos leyes ineludibles,
iguales para el cuento hablado y para el escrito; que no cambian por el
cuento sea dramático, trágico, humorístico, social, tierno, de ideas,
superficial o profundo; que rigen el alma del género lo mismo cuando los
personajes son ficticios que cuando son reales, cuando son animales o
plantas, agua o aire, seres humanos, aristócratas, artistas o peones.
La primera ley es la ley de la
fluencia constante.
La acción no puede detenerse jamás;
tiene que correr con libertad en el cauce que le haya fijado el cuentista,
dirigiéndose sin cesar al fin que persigue el autor; debe correr sin
obstáculos y sin meandros; debe moverse al ritmo que imponga el tema —más
lento más vivaz—, pero moverse siempre. La acción puede ser objetiva o
subjetiva, externa o interna, física o psicológica; puede incluso
ocultar el hecho que sirve de tema si el cuentista desea sorprendernos con
un final inesperado. Pero no puede detenerse.
Es en la acción donde está la
sustancia del cuento. Un cuento tierno debe ser tierno porque la acción
en sí misma tenga cualidad de ternura, no porque las palabras con que se
escribe el relato aspiren a expresar ternura; un cuento dramático lo es
debido a la categoría dramática del hecho que le da vida, no por el
valor literario de las imágenes que lo exponen. Así, pues, la acción
por sí misma, y por su única virtualidad, es lo que forma el cuento. Por
tanto, la acción debe producirse sin estorbos, sin que el cuentista se
entrometa en su discurrir buscando impresionar al lector con palabras
ajenas al hecho para convencerlo de que el autor ha captado bien la
atmósfera del suceso.
La segunda ley se infiere de lo que
acabamos de decir y puede expresarse así: el cuentista debe usar sólo
las palabras indispensables para expresar la acción.
La palabra puede exponer la acción
pero no puede suplantarla. Miles de frases son incapaces de decir tanto
como una acción. En el cuento la frase justa y necesaria es la que dé
paso a a la acción, en el estado de mayor pureza que pueda ser compatible
con la tarea de expresarla a través de palabras y con la manera peculiar
que tenga cada cuentista de usar su propio léxico.
Toda palabra que no sea esencial al
fin que se ha propuesto el cuentista resta fuerza a la dinámica del
cuento y por tanto lo hiere en el centro mismo de su alma. Puesto que el
cuentista debe ceñir su relato al tratamiento de un solo hecho —y de no
ser así no está escribiendo un cuento—, no se halla autorizado a
desviarse de él con frases que alejen al lector del cauce que sigue la
acción.
Podemos comparar el cuento con un
hombre que sale de su casa a evacuar una diligencia. Antes de salir ha
pensado por dónde irá, qué calles tomará, qué vehículo usará; a
quién se dirigirá, qué le dirá. Lleva un propósito conocido. No ha
salido a ver qué encuentra, sino que sabe lo que busca.
Ese hombre no se parece al que
divaga, pasea; se entretiene mirando flores en un parque, oyendo hablar a
dos niños, observando una bella mujer que pasa; entra en un museo para
matar el tiempo; se mueve de cuadro en cuadro; admira aquí el estilo
impresionista de un pintor y más allá el arte abstracto de otro.
Entre esos dos hombres, el modelo del
cuentista debe ser el primero, el que se ha puesto en acción para
alcanzar algo. También el cuento es un tema en acción para llegar a un
punto. Y así como los actos del hombre de marras están gobernados por
sus necesidades, así la forma del cuento está regida por su naturaleza
activa.
En la naturaleza, activa del cuento
reside su poder de atracción, que alcanza a todos los hombres de todas
las razas en todos los tiempos.
Caracas, septiembre de 1958.
Notas
[1] Debemos
esta aguda observación a Thomas Mann, quien en “Ensayos sobre Chejov”,
traducción de Aquilino Duque (en Revista Nacional de Cultura, Caracas,
Venezuela, marzo-abril de 1960, págs. 52 y siguientes), dice que Chejov
había sido para el “un hombre de la forma pequeña, de la narración
breve que no exigía la heroica perseverancia de años y decenios, sino
que podía ser liquidada en unos días o unas semanas por cualquier
frívolo del Arte. Por todo esto abrigaba yo un cierto desprecio (por la
obra de Chejov), sin acabar de apercibirme de la dimensión interna, de la
fuerza genial que logra lo breve y lo suscinto que en su acaso admirable
concisión encierran toda la plenitud de la vida y se elevan decididamente
a un nivel épico...”.
[2]Alone (Hernán Díaz Arrieta), Crónica Literaria”, en “El
Mercurio”, Santiago de Chile, 21 de agosto de 1955.
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