Juan Bosch
(La Vega, Rep. Dominicana, 1909 - Santo Domingo, 2001)

Bumbo (1932)
Originalmente publicado en la revista Bahoruco,
semanario ilustrado
[Santo Domingo],
Año II, Núm. 90 (30 de abril de 1932), págs. 11-21;
Camino real
(La Vega: Imprenta El Progreso, R. A. Ramos, 1933, 152 pags.);
(suprimido en la segunda edición, 1937;
excluido de Cuentos escritos antes del exilio, 1974)



      —Si no lo hubiera pechao; pero lo peché y ahora no hay remedio…
       Cruzó las piernas, dio un “chupón” a su “túbano” y se golpeó la rodilla con la palma de la mano.
       Creíamos que Bumbo no hablaría más. Tenía cara de cansancio, ojos lánguidos, labios caídos. Bumbo, el más alegre de todos nosotros, soltaba hoy las palabras como si se las “jalaran”.
       —Pero tranquilícese, compai —dijo Tiola.
       Bumbo nos miró. Tiola despertó en él al Bumbo malicioso, perspicaz. Fue una especie de inspección la que nos hicieron sus ojos. A poco apuntó en la comisura derecha de los labios una tentativa de sonrisa.
       —¡Jum! —rezongó.
       Finfo estaba tirado en el suelo a todo largo. Parece que le interesó la actitud de Bumbo y se sentó, es decir: puso las nalgas en el suelo. Como es tan “cuajao”, para no dejarse caer otra vez, se agarraba las rodillas con ambos brazos.
       —Dipué de tó, uté no ha jecho mal, viejo. En no robando…
       Dijo y clavó la mirada en mí, como preguntándome si tenía razón.
       Bumbo estaba triste, muy triste. No teníamos luz en la habitación, pero se le notaba la tristeza: se hacían cada vez más largos los espacios entre una y otra chupada. La candela del túbano nos iluminaba intermitentemente, con resplandores rojizos.
       En la calle había un arrastrarse de luz eléctrica. Por la ventana, en cambio, se nos colaba la oscuridad a todo cuadro.


      Finfo ronca, Tiola debe dormir también. Yo no puedo hacerlo, no puedo. Es la primera vez en tantos años que veo pesaroso a Bumbo. Hay aquí poco aire. Si no es poco aire, se trata de algo parecido, porque me siento sofocado. El pecho se me hace muy pequeño; quizá sea que ha crecido esta noche mi corazón.
       Bumbo se ha levantado. Le oigo trajinar. Tengo la sensación de que recoge algo.
       —¿Qué pasa, Bumbo? —pregunto.
       —Nada, Mano. Toy recogiendo mi tereque.
       Esas palabras, dichas con voz suave, me han envuelto, me arropan, me asfixian. Es decir que Bumbo se va. No quiere esperar más; y está triste por eso…
       —Oye Bumbo —digo—. Déjalo. Mañana hay tiempo.
       —Pero yo quiero dar un cruce y pué ser que venga tarde —contesta.
       Hay ahora un rato de silencio. Yo sé que Bumbo está pensando en lo mismo que yo: mañana estaremos alejados. Esta cuerda fraternal, tensa a fuerza de trabajos y alegrías repartidos, se romperá dentro de unas horas. Bumbo no quiere decir adiós y se va esta noche. Dice que volverá. Él y yo lo sabemos que no.
       —Mira Bumbo —propongo—, tengo aquí unos clavaos. Larguémonos unos palos.
       Me molesta mucho hablar así, sin verle la cara. Tal vez sea mejor, pero quiero saber qué siente Bumbo, qué piensa. ¡Bien que le conocería la idea en los ojos!
       Pasa un largo rato antes de que responda. Yo estoy medio incorporado en el catre, acechando su voz, como si quisiera atraparla en el trayecto.
       —Bueno… —contesta con voz ronca.
       Inmediatamente dice:
       —Prende la vela.
       La luz comienza a bailar en su extremo. De vez en vez aleja la sombra del rincón donde duerme Finfo. Se le ve la cara brillante, como aceitada.
       Finfo es un buen muchacho: sufrido como burro, compañero cordial y fiel. Tiene con él a Tiola, la mamá, una viejecita tranquila que nos lava la ropa y nos cuida cuando enfermamos.
       Bumbo se vestía lentamente y estaba apretándose el cinturón cuando se fijó en Finfo. Entrecerró los ojos y dijo:
       —Ñamemo a Finfo.
       Yo asiento con un movimiento de cabeza. Me voy a la puerta. Al abrirla entra un aire frío.
       Esta noche se ha portado bien la sanidad del cielo.


      Media botella de nuestro ron favorito, no logra sacarnos el buen humor a flor de piel. Por ejemplo, Bumbo se entretiene en arrancar la etiqueta a pedacitos, Finfo en morderse las uñas y yo en ver la bombilla.
       Bebemos como si nos obligaran a hacerlo. Juraría que hoy pica el ron más que nunca.
       Al volver el rostro sorprendo en los ojos de Bumbo un asombro de contento; pero bien sé que debe ser lejano, casi perdido. Algún recuerdo que salta neuronas y le envuelve muy lentamente hasta hacerle sonreír. Aprovecho el instante y aventuro:
       —Bumbo, ¿cuántos galones de ron nos habremos bebido entre los dos?
       Y a Bumbo le surgió el alma a los dientes blancos y grandes y se le arrugaron las comisuras de los ojos al hacer un amplio gesto de satisfacción.
       —¡Traiga otra media! —ordenó en alta voz.
       Bumbo entonces como si nos hablara de muy lejos, con palabras lentas y metal sonoro, dice:
       —Me taba acordando del banilejo. ¡Pobre Joyobita! ¡Tuvo que largarse aburrío!
       Y los tres nos vamos por el mismo camino, hasta encontrarnos en los días felices y en las brillantes ideas traducidas en maldades para Joyobita.
       —Me dijeron que tá en San Pedro cortando caña —ilustró Finfo.
       Bumbo se metió en la garganta un trago de tres dedos y dejó huir los ojos hacia la puerta. Llamó con un gesto de la mano derecha. Yo estaba sirviendo más ron y sentí posarse en mi hombro un brazo. Era trigueño.
       Fue la primera vez en alegrarme de tener entre nosotros una mujerzuela.


      Tengo los párpados pesados y me hace daño la claridad. La luz es cernida, lejana y dispersa; pero me hace daño. Cien veces hemos amanecido así, acodados a una mesa mugrosa en estos cafetines de alturas, sin molestarme. Pero hoy tengo dos borracheras: la del ron y la partida de Bumbo.
       Finfo tartamudea. Se le enredan las palabras y no sale de esto:
       —¡Qué va, viejo! ¡Si uté se va no largamo lo tré!
       Yo siento esa voz como si viniera de otra parte que no fuera cercana. Me parece que Finfo está detrás de la pared: suenan sordamente sus palabras. Tal vez tenga en la garganta algo más que alcohol.
       —No pué ser, compadre —explica Bumbo—. El viejo me mandó a una deligencia y me fui donde Mongo. Uté sabe que taba grave ayer.
       —¿Y por qué no le explicaste la verdad? —argumentó encolerizado.
       —No hubo tiempo, Mano. Dende que me vio me ñamó. Me dio un boche y eso no se lo aguanto yo ni a Jesucrito.
       —¡Pero fue muy poco! —vocifera Finfo acompañándose de fuertes puñetazos en la mesa—. ¡Yo no toy conforme! ¡Si uté le rompió la boca yo le abro la cabeza!
       —Asina son la cosa —dice Bumbo calmosamente—… Si no lo hubiera pechao… —termina con cierta pesadumbre.
       Mientras habla acaricia el seno oscuro de la mujerzuela. Ya la luz viene en pequeñas oleadas. Pienso en los “tereques” de Bumbo, amontonados en un rincón; pienso en el patrón grosero, que rompe sin dolor alguno una cuerda fraternal, tensa a fuerza de sufrimientos y alegrías repartidos. No recuerdo mi faena de hoy. La cabeza me da vueltas y la garganta se me llena de algo que sabe a humo.
       La mujer sonríe estúpidamente, sin comprender por qué estamos aquí y por qué la mano de Bumbo le acaricia maquinalmente el seno izquierdo, oscuro y carnoso.
       Bumbo dice con una voz honda, salida a borbotones:
       —Manito, no hay remedio…
       Por primera vez en mi vida se me queman los ojos con lágrimas. Son abundantes, hasta mojar la mesa…
       El sirviente creerá que se ha derramado el ron.



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