Juan
Bosch
(La Vega, Rep. Dominicana,
1909 - Santo Domingo, 2001)
El hombre que lloró
Cuentos escritos en el exilio y apuntes sobre el arte de escribir cuentos
(Santo Domingo: Editorial Librería Dominicana,
Colección Pensamiento Dominicano, 23, 1962, 255 pgs.)
A la escasa luz del tablero el teniente Ontiveros vio las lágrimas cayendo por el rostro del distinguido Juvenal Gómez, y se asombró de verlas. El distinguido Juvenal Gómez iba supuestamente destinado a San Cristóbal, y el teniente Ontiveros sabía que hasta unas horas antes Juvenal Gómez había sido, según afirmaba su cédula, el ciudadano Alirio Rodríguez, comerciante y natural de Maracaibo; y sabía además que Juvenal Gómez y Alirio Rodríguez eran en verdad Régulo Llamozas, un hombre de corazón firme y nervios duros, de quien nadie podía esperar reacción tan insólita. El teniente Ontiveros no hizo el menor comentario. Las lágrimas corrían por el rostro cetrino, de pómulos anchos, con tanta abundancia y en forma tan impetuosa que sin duda el distinguido Juvenal Gómez no se daba cuenta de que estaban atravesando Maracay.
Las lágrimas, en realidad, habían empezado a acumularse ese día a las cuatro de la tarde, pero ni el propio Régulo Llamozas pudo sospecharlo entonces. A las cuatro de la tarde Régulo Llamozas se había asomado a la veneciana, levantando una de las hojillas metálicas, para distraerse mirando hacia el pedazo de calle en que se hallaba. Esto sucedía en Caracas, Urbanización Los Chaguaramos, a dos cuadras del sudeste de la Avenida Facultad. La quinta estaba sola a esa hora. Se oían afuera el canto metálico de algunas chicharras y adentro el discurrir del agua que se escapaba en la taza del servicio. Y ningún otro ruido. La calle, corta, era tranquila como si se hallara en un pueblo abandonado de los Llanos.
Mediaba julio y no llovía. Tampoco había llovido el año anterior. Los araguaneyes, las acacias, los caobos de calles y paseos se veían mustios, velados y sucios por el polvo que la brisa levantaba en los cerros desmontados por urbanizadores y en los tramos de avenidas que iban removiendo cuadrillas de trabajadores. El calor era insufrible; un sol de fuego caía sobre Caracas, tostándola desde Petare hasta Catia.
Régulo Llamozas había entreabierto la hojilla de la veneciana a tiempo que de la quinta de enfrente salía un niño en bicicleta; tras él, dando saltos, visiblemente alegre, correteaba un cachorro pardo, sin duda con mezcla de perro pastor alemán. Régulo miró al niño y le sorprendió su expresión de vitalidad. Sus pequeños ojos aindiados, negrísimos y vivaces, brillaban con apasionada alegría cuando comenzó a maniobrar en su bicicleta, huyendo al cachorro que se lanzaba sobre él ladrando. La quinta de la que había salido el niño no era nada del otro mundo; estaba pintada de azul claro y tenía bien destacado en letras metálicas el nombre de Mercedes. “Mercedes”, se dijo Régulo. “La mamá debe llamarse Mercedes”. De pronto cayó en la cuenta de que en toda su familia no había una mujer con ese nombre. Laura sí, y Julia; su propia mujer se llamaba Aurora; la abuela había tenido un nombre muy bonito: Adela. Todo el mundo la llamaba Misia Adela. Pronto no habría quien dijera “misias” a las señoras, por lo menos en Caracas. Caracas crecía por horas; había traspuesto ya el millón de habitantes, se llenaba de edificios altos, tipo Miami, y también de italianos, portugueses, canarios.
Una criada salió de la Quinta Mercedes. Por el color y por la estampa debía ser de Barlovento. Gritó, dirigiéndose al niño:
—¡Pon cuidao a lo’ carro, que horita llega el dotó pa’ ve a tu agüelo!
Pero el niño ni siquiera levantó la cabeza para oírla. Estaba disfrutando de manera tan intensa su bicicleta y su juego con el cachorro, que no podía haber nada importante para él en ese momento. Pedaleaba con sorprendente rapidez; se inclinaba, giraba en forma vertiginosa. “Ese va a ser un campeón”, pensó Régulo. La muchacha gritó más:
—¡Muchacho el carrizo, atiende a lo que te digo! ¡Ten cuidao con el carro del dotó!
El pequeño ciclista pasó como una exhalación frente a la ventana de Régulo, pegado a la acera de su lado. Régulo le vio el perfil naciente pero expresivo, coronado con un mechón de negro pelo lacio que le caía sobre las cejas. Aun de lado se le notaba la sonrisa que llevaba. Era la estampa de la alegría.
Para Régulo Llamozas, un hombre que se jugaba la vida a conciencia, ver el espectáculo de ese niño entregado con tal pasión a su juego era un deslumbramiento. Por primera vez en tres meses tenía una emoción desligada de su tarea. A través del niño la vida se le presentaba en su aspecto más común y constante, tal como era ella para la generalidad de las gentes; y eso le producía sensaciones extrañas, un tanto perturbadoras. Todavía, sin embargo, no se daba cuenta de la fuerza con que esa imagen iba a remover su alma.
La barloventeña volvió a entrar en la Quinta Mercedes. Estaba ella cerrando la puerta tras sí cuando a las espaldas de Régulo sonó el teléfono. No esperaba llamada alguna. Se sorprendió, pues, desagradablemente, pero acudió al teléfono.
—¿Es ahí donde alquilan una habitación? —dijo una voz de hombre tan pronto Régulo había descolgado.
—Sí —respondió.
En el acto comprendió que ese simple “sí”, tan breve y tan fácil de decir, había sido tembloroso. El era un hombre duro, y además con idea clara de su función y de los peligros que se desprendían de ella. Nadie sabía eso mejor que él mismo. Pero ahora estaba frente a la realidad; había llegado al punto que había estado esperando desde hacía tres meses.
—Entonces voy a verla dentro de una hora —dijo la voz.
—Está bien; lo espero —contestó Régulo, tratando de dominarse.
Colgó, y en ese momento sintió que le faltaba aire. Luego, habían dado con su escondite. Probablemente cuando sus compañeros llegaran ya habrían estado allí los hombres de la Seguridad Nacional. Durante una fracción de minuto hizo esfuerzos por serenarse; después, con movimientos rápidos, se dirigió a la habitación y del cajón de la mesa de noche sacó su pistola. Era una Lüger que le había regalado en Panamá un amigo dominicano. Se metió en el bolsillo izquierdo del pantalón dos peines cargados y se colocó el arma en la cintura, sobre la parte derecha del vientre, sujetándola con el cinturón. A esa altura tuvo la impresión de que su energía se había duplicado; todo su cuerpo se hallaba tenso y la conciencia del peligro lo hacía más receptivo. Oyó con mayor claridad el ruido del agua que caía en la taza del servicio, las chicharras de la calle, los ladridos juguetones del cachorro, que debía estar correteando todavía tras el pequeño ciclista. Pero su atención estaba puesta en los automóviles. Esperaba oír de momento la marcha veloz y el frenazo potente de un auto de la Seguridad Nacional. Si eso sucedía y el niño se hallaba todavía en la calle, correría peligro, porque él, Régulo Llamozas, no se dejaría coger fácilmente. La sola idea de que el niño pudiera ser herido le atormentó fieramente y le produjo cólera. Se sintió encolerizado con la negra, que no se llevaba al muchacho, y con la señora Mercedes, sin saber quién era ella. De la cintura arriba le subió un golpe de sangre cálida; llegaba en sustitución de la que había huido a los ignorados antros del cuerpo cuando oyó a través del teléfono la pregunta sobre la habitación que se alquilaba. En escasos minutos su organismo había sido sacudido y llevado a extremos opuestos.
A causa del niño estaba olvidando cosas importantes. “Guá, las bichas”, se dijo de pronto; y se dirigió al clóset; lo abrió y de la tabla de abajo sacó una gran cartera negra. Haló el zíper. Allí estaban “las bichas” —tres granadas de piña, pintadas de amarillo—, los papeles y su única remuda de interiores y medias, todas piezas de nylon. Colocó la cartera sobre la cama, descolgó su paltó y fue a coger su corbata, que estaba en el espaldar de una silla, sin embargo no la cogió, porque alguna fuerza oscura le llevó a sacar de la cartera una granada, que sopesó cuidadosamente en la mano mientras clavaba la mirada con creciente intensidad en el peligroso artefacto. De ese amarillo y pesado huevo metálico, cuya cáscara estaba formada por cuadros, fue emanando una sensación de seguridad que en escaso tiempo devolvió a Régulo Llamozas el dominio de sus nervios. “Esos vergajos van a saber lo que es un hombre”, pensó. A seguidas volvió a colocar la granada en la cartera; después se puso la corbata y el paltó. Sin duda alguna se sentía mejor.
Faltaba casi toda la hora para que llegaran sus amigos, pero nadie podía saber cuánto faltaba para que llegara la Seguridad Nacional. Desconfiado de sus propios oídos, Régulo entreabrió de nuevo una hojilla de la veneciana, pues muy bien podía haber gente a pie vigilándole ya. Enfrente sólo se veía al muchacho felizmente entregado a su incansable pedalear. El cachorro se había rendido, por lo visto; estaba sentado en la acera de la Quinta Mercedes, muy erguido, mirando a su amito con ojos alegres y húmedos de ternura, la lengua colgándole por un lado de la boca, una oreja enhiesta y la otra caída. Régulo abandonó el sitio y se fue a la sala.
La quinta en que se hallaba tenía sólo dos dormitorios. Los inquilinos eran un matrimonio sin hijos, ella maestra y él vendedor de licores; salían temprano y no volvían hasta las siete y media o las ocho de la noche. Régulo había hablado poco con ellos, entre otras razones porque hacía sólo dos días que lo habían llevado a esa nueva “concha”. En la sala había muebles pesados, algunos retratos familiares, un Corazón de Jesús de buen tamaño, un florero con rosas de papel sobre la mesita del centro y dos grupos de loza imitación de porcelana en dos rinconeras. Régulo halló que esa sala se parecía a muchas. “A Aurora le gustarían estos muebles”, se dijo. “Si tengo que defenderme aquí, estos corotos van a quedar inservibles”, pensó. De inmediato se halló recordando otra vez a su mujer. Silo mataban o si lograba huir, la Seguridad iría a su casa, detendría a Aurora, tal vez la torturarían, y Aurora no podría decir una palabra porque él no había querido ni siquiera enviarle un recado. “La primera sorprendida sería ella si le dijeran que yo estoy en Venezuela”, se dijo. De inmediato, sin saber por qué, recordó que en la casa del pequeño ciclista estaban esperando al doctor para ver al abuelo. “Esos doctores se tardan a veces cuatro y cinco horas”, pensó.
Ahora sí sonaba un auto en la calle. Otra vez, de manera súbita, sintió la paralización total de su ser. La impresión fue clara: que todo lo que bullía en su cuerpo se había detenido de golpe. Reaccionó con toda el alma, imponiéndose a sí mismo valor. “La bicha, primero la bicha”, dijo; y en un instante se halló en el dormitorio, con una granada de nuevo en la mano derecha. Cautamente tornó a entreabrir la persiana. Un Buick verde venía pegándose a su acera. Había dos hombres dentro; uno al timón, otro atrás. En una fracción de segundo Régulo reconoció al de atrás. A seguidas metió la granada en la cartera, sujetó ésta, corrió a la sala, salió a la calle, cerró la puerta tras sí y en dos pasos estuvo en el automóvil.
—Qué hay, compañero —dijo.
El que hacía de chofer puso el carro en movimiento, tal vez un poco más de prisa de lo que convenía. Régulo volvió el rostro. No se veía otro auto en la calle. La negra salía corriendo en pos del niño y el perro saltaba tras ella.
—Cayeron Muñoz y Guaramato —dijo el de atrás.
—¿Muñoz y Guaramato? —preguntó Régulo.
Mala cosa. Los dos habían estado con él en una reunión, tres noches atrás.
—Yo creo que es mejor ir por las Colinas de Bello Monte —opinó el que manejaba.
—Sí —aseguró el otro.
Régulo Llamozas no pudo opinar. Iban con él y por él, pero él no podía decir qué vía le parecía más segura. Durante tres meses no había podido decir una sola vez que quería ir a tal sitio; otros le llevaban y le traían. Tres meses, desde mediados de abril hasta ese día de julio, había semivivido en Caracas, saliendo sólo de noche; tres meses en las tinieblas metido en el corazón de una ciudad que ya no era su Caracas, una ciudad que estaba dejando de ser lo que había sido sin que nadie supiera decir qué sería en el porvenir; tres meses jugándose la vida, viendo compañeros de paso en reuniones subrepticias, cambiando impresiones a media voz, transmitiendo órdenes que había recibido en Costa Rica, instruyendo a hombres y mujeres de la resistencia. No había podido ver el Ávila a la luz del sol ni había podido salir a comerse unas caraotas en un restorán criollo. Todo el mundo podía hacerlo, millones de venezolanos podían hacerlo; él no. “Colinas de Bello Monte”, pensó. De pronto recordó que había estado en esa urbanización dos semanas atrás, en la casa de un ingeniero, y que desde una ventana había estado mirando a sus pies las luces vivas y ordenadas de la Autopista del Este y de la Avenida Miranda, que se perdían hacia Petare, y los huecos iluminados de docenas de altos edificios, que se levantaban en dirección de Sabana Grande y de Chacao con apariencia de cerros cargados de fogatas en cuadro.
—Entra por la calle Edison y trata de pegarte al cerro —dijo el de atrás hablando con el que guiaba.
—¿Habrán hablado Muñoz y Guaramato? —preguntó Régulo.
—Esos compañeros no hablan, vale. Pero ya tú sabes: el tigre come por lo ligero. Esta misma noche estás raspando. Lo que venga que te coja afuera.
—¿Por dónde me voy?
—Por Colombia, vale. Ya no está ahí Rojas Pinilla. Ese camino está ahora despejado.
Por Colombia… Rojas Pinilla había caído hacía dos meses… Desde luego, para ir a Colombia había que pasar por Valencia, y de paso, ¿sería una locura ver a Aurora? Pero claro que sería una locura. Si la Seguridad Nacional sabía que él estaba en Venezuela, la casa de su familia tenía vigilancia día y noche.
—Oye, vale, el camino de aquí a la frontera es largo —dijo.
—Bueno, pero eso está arreglado. Tú vas a viajar seguro. Figúrate que vas a ser soldado, el distinguido Juvenal Gómez, y que te va a llevar un teniente en su propio auto. Hay que trasladar el retrato de tu cédula a otro papel, nada más.
Un automóvil negro pasó rozando el Buick; de los cuatro hombres que iban en él, uno se quedó mirando a Régulo. Durante un instante Régulo temió que el auto negro se atravesaría delante del Buick y que los cuatro hombres saltarían a tierra armados de ametralladoras. No pasó nada, sin embargo. Su compañero comentó:
—Pavoso el hombre.
Régulo sonrió. De manera que el otro se había dado cuenta… Era gente muy alerta la que le rodeaba.
—¿Un teniente? —preguntó, llevando la conversación al punto en que había quedado—. ¿Pero de verdad o como yo?
—De verdad, vale… El teniente Ontiveros.
El teniente Ontiveros llegó manejando una ranchera justo a la hora acordada, y habló poco pero actuó con seguridad. Régulo Llamozas, convertido ahora en el distinguido Juvenal Gómez —con todo y uniforme— comenzó a sentirse más confiado cuando dejó atrás la alcabala de Los Teques; en la de La Victoria, ni él ni el teniente tuvieron siquiera que bajar del vehículo.
Camino hacia Macaroy, silenciosos él y el compañero, Régulo Llamozas se dejaba ganar por la extraña sensación de que ahora, en medio de la oscuridad de la carretera, iba consustanciándose con su tierra, volviendo a su ser real, que no terminaba en su piel porque se integraba con Venezuela. Mientras la ranchera rodaba en la noche, él saboreaba lentamente una emoción a la vez intensa y amarga. Esos campos, ese aire, eran Venezuela, y él sabía que eran Venezuela aunque no pudiera verlos. Sin embargo, tenía conciencia de otra sensación; la de una grieta que se abría lentamente en su alma, como si la rajara, y la de gotas amargas que destilaban a lo largo de la grieta.
En verdad, sólo ahora, cuando se encaminaba de nuevo al destierro, encontraba a su Venezuela. ¿Quién puede dar un corte seco, que separe al hombre de su pasado? Esa patria por la cual estaba jugándose la vida no era un mero hecho geográfico, simple tierra con casas, calles y autopistas encima. Había algo que brotaba de ella, algo que siempre había envuelto a Régulo, antes del exilio y en el exilio mismo; una especie de corriente intensa; cierto tono, un sonido especial que conmovía el corazón.
—Vamos a parar en Turmero —dijo de pronto el teniente—. Va a subir ahí un compañero. Creo que usted lo conoce, pero no se haga el enterado mientras no salgamos de Turmero.
Cruzaban los valles de Aragua. Serían las once de la noche, más o menos, y la brisa disipaba el calor que el sol sembraba durante doce horas en una tierra sedienta de agua. Régulo no respondió palabra. Cada vez se concentraba más en sí mismo; cada vez más parecía clavado, no en el asiento, sino en las duras sombras que cubrían los campos. Iba pensando que había estado tres meses viviendo en un estado de tensión, con toda el alma puesta en su tarea; que en ese tiempo había sido un extraño para sí mismo, y que sólo al final, esa misma tarde, minutos antes de que sonara el teléfono, había dado con una emoción que era personalmente suya, que no procedía de nada ligado a su misión, sino a la simple imagen de un niño que jugaba en bicicleta al sol de la tarde.
—Turmero —dijo el teniente cuando las luces del poblado parpadearon por entre ramas de árboles.
En un movimiento rápido, el teniente Ontiveros guió la ranchera hacia el centro de la especie de plazoleta que separa a los dos comercios más importantes del lugar. Había a los lados maquinaria de la empleada en la construcción de la autopista, camiones de carga y numerosos hombres chachareando afuera mientras otros se movían dentro de los botiquines.
—Quédese aquí. El compañero viene conmigo dentro de un momento —explicó Ontiveros.
—Está bien —aceptó Régulo.
Trató de no llamar la atención. No debía hacerse el misterioso. Lo mejor era mirar a todos los lados. “Hasta Turmero cambia”, pensó. Vio al teniente que bebía algo frente al mostrador y que volvía la cabeza a un sitio y a otro, sin duda tratando de dar con el compañero que viajaría con ellos. “El teniente éste está jugándose la vida por mí. No, por mí no; por Venezuela”, se dijo. En realidad, eso no le causaba asombro; él sabía que había muchos militares dispuestos a sacrificarse.
La brisa movía las hojas de un árbol que quedaba cerca, a su izquierda, y de alguna llave que él no podía ver caía agua. Agua, agua como la que sonaba sin cesar en la taza del servicio, allá en Caracas; sí, en Caracas, en el pedazo de calle de Los Chaguaramos, solitario como la calle de un pueblo abandonado; allí donde el pequeño ciclista pedaleaba sin cesar, seguido por el cachorro.
No estando el teniente con él, se sentía intranquilo; de manera que lo mejor era tener una granada en la mano, por lo que pudiera suceder. La sacó de la cartera y empezó a palparla. En ese instante oyó pasos. Alguien se acercaba a la ranchera. Miró de refilón, tratando de no dar el rostro; eran el teniente y el compañero. Hablaban con toda naturalidad, y en una de las voces reconoció a un amigo. Pero se hizo el desinteresado.
—Podemos ir los tres delante —dijo el teniente Ontiveros—. Córrase un poco, distinguido Gómez.
El distinguido Gómez, todavía con la granada en la mano, se corrió hacia el centro; el teniente dio la vuelta y entró por el lado izquierdo al tiempo que el otro tomaba asiento en el extremo derecho. Súbitamente liberado de su reciente inquietud, Régulo Llamozas sentía necesidad de decir un chiste, de saludar con efusión al amigo que le había salido al camino en momento tan difícil. El teniente Ontiveros encendió el motor, puso la luz y la ranchera echó a andar. En un instante Turmero quedó atrás. Régulo Llamozas se volvió al recién llegado y le echó un brazo por el hombro.
—¡Vale Luis, qué alegría! Nunca pensé que te vería en este viaje.
—Pues ya lo ves, Régulo. Aquí estoy, siempre en la línea. Me dijeron que debía acompañarte hasta Barquisimeto y he venido a hacerlo; de Barquisimeto en adelante te acompañará otro.
Hablaron un poco más de las tareas clandestinas, de los desterrados, de los caídos.
—Yo tenía reunión con Leonardo la noche de su muerte —dijo Luis.
El teniente mencionó a Omaña, contó cosas suyas. Los faros iban destacando uno por uno los árboles de la carretera; y de pronto hubo silencio, porque estaban llegando a la alcabala de Maracay.
Fue después que les dieron paso cuando Luis inició un tema nuevo. Movió el cuerpo hacia su izquierda, como para ver mejor a Régulo, y preguntó de pronto:
—¿Cómo está Aurora? ¿Hallaste grande a Regulito?
—No los he visto —explicó Régulo—. Yo entré por Puerto la Cruz y todavía no he estado en Valencia. Estoy pensando que si pasamos por Valencia después de la una podría llegar un momento a la casa, pero tengo sospechas de que la Seguridad esté vigilando los alrededores.
—¿En Valencia? —preguntó Luis, con acento de sorpresa—. Pero si Aurora no vive en Valencia. Vive en Caracas.
Régulo Llamozas sintió que le daban un latigazo en el centro del alma.
—¿Cómo en Caracas? ¿Desde cuándo? —inquirió casi a gritos. —Desde que su papá se puso grave.
Régulo no pudo hacer otra pregunta. Se sentía castigado por olas de calor que le quemaban el rostro. Comenzó a pasarse una mano por la barbilla y sus negros ojos se endurecían por momentos.
—¿Pero tú no lo sabías? —preguntó el amigo.
Régulo trató de dominar su voz, temeroso de hacer un papel ridículo.
—No, vale —dijo—. Tengo tres meses aquí y hace cuatro que salí de Costa Rica.
—Pues sí —explicó Luis—… Ella vive en la calle Madariaga, en Los Chaguaramos, en una quinta que se llama Mercedes.
No se oyeron más palabras. Ya estaban en Maracay. Debía ser media noche, y la brisa de las calles llegaba fresca después de su paso por los samanes de la llanura. El teniente Ontiveros volvió el rostro y a la luz del tablero vio, con asombro, las lágrimas cayendo por las mejillas del distinguido Juvenal Gómez.
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