Juan
Bosch
(La Vega, Rep. Dominicana,
1909 - Santo Domingo, 2001)
La Mañosa
(1936)
Palabras del autor para la tercera edición
«La Mañosa» fue escrita en el año 1935, pero su tema se remonta a una época anterior. Por una de esas contradicciones inherentes a la naturaleza de las tiranías, dejó de leerse en Santo Domingo durante un cuarto de siglo a pesar de que un libro sobre los desórdenes armados que se llamaban en nuestro país revoluciones no debía considerarse peligroso para el régimen, sino todo lo contrario.
Sin embargo «La Mañosa» no fue escrita para poner de relieve una situación política, correspondiera o no al presente o al pasado de nuestra convulsa sociedad. «La Mañosa» fue escrita con un propósito estrictamente literario. «La Mañosa» obedeció al plan de elaborar una novela en la que no hubiera un personaje central ni caracteres de carne y hueso que pudieran atraer la atención del lector y «robarse» el libro. En «La Mañosa» no debía haber ni siquiera un tema desenvuelto con los requerimientos normales de intriga, la habitual lucha del «bueno» y del «malo» que tanto atrae a los lectores, la presencia de la mujer cuyo amor es el premio ofrecido al «bueno» como recompensa por sus trabajos y por el heroísmo con que se enfrenta al malvado de la trama. En «La Mañosa», según el plan que me hice, debía haber un «personaje» central, y sería la guerra civil; y todos los seres vivos que desfilaran por las páginas del libro, sin exceptuar la mula que le daría nombre, deberían ser, en un sentido o en otro, víctimas de ese personaje central. El mismo jefe del movimiento armado, Fello Macario, sería otra víctima de la fuerza que había desatado, puesto que su imagen de combatiente leal a ciertos principios debería quedar destruida al final.
Sólo en ese sentido «La Mañosa» sería política, puesto que las continuas revueltas armadas causaron tantos males al país que contribuyeron a impedir su desarrollo. En una forma o en otra,' todos los dominicanos sufrieron las consecuencias de esas contiendas personalistas planteadas y resueltas a balazos.
Frente a un plan literario como el que he resumido en lo que va dicho, quedaba por resolver un aspecto importante; el de la forma. Si lo que me proponía era presentar los efectos de nuestras mal llamadas revoluciones en todos los sectores de la sociedad dominicana, ¿cómo hacerlo? La solución era describir esos efectos, no la «revolución» en sí misma. Eso es lo que explica el escenario de la novela, la casa en el camino real, por donde debían pasar los hombres y las mujeres que circulan por las páginas de la obra; la situación de esa casa familiar en un campo, donde necesariamente tenía que ser el centro de atracción de los vecinos.
«La Mañosa» no es una novela autobiográfica, pero hay en ella muchos detalles autobiográficos: los nombres del padre, de la madre, de los dos niños y de José Veras son auténticos; José Veras fue como se dice en el libro; la casa existió en El Pino, y en esa casa fue curado José Veras de la herida de machete que le infirieron en el cuello dos hermanos que le persiguieron por fechorías antiguas de José; papá tuvo negocio de recuas y su mula de silla fue robada por un cuatrero de los lados de Bonao. Con esos datos se agota lo que hay de autobiográfico en la novela.
«La Mañosa» fue un título simbólico. La mula de silla de papá se llamó La Melada. En la obra se llama La Mañosa porque nuestras llamadas revoluciones de aquellos tiempos eran una maña nacional, la versión tumultuosa y populachera y sangrienta de lo que después de 1930 serían los ya clásicos golpes de estado latinoamericanos.
La novela es un género que en su aspecto formal comenzó a evolucionar en Europa después de la primera guerra mundial y ha seguido evolucionando tanto que ya hoy ha abandonado del todo los viejos moldes que le dieron los maestros del siglo XIX. «La Mañosa» fue un esfuerzo juvenil en ese camino de novedades; un camino que dejé abandonado cuando los infortunios dominicanos me forzaron a dedicar mi limitada capacidad de escritor a la lucha política.
Esto quería decir en la oportunidad que me ofrece una tercera edición de «La Mañosa».
Santo Domingo,
12 de agosto de 1966.
J. B.
Palabras para la edición especial
El 12 de agosto de 1966 escribí unas palabras que iban a figurar al frente de la tercera edición de La Mañosa, y el 31 de agosto de 1968 le daba fin en Benidorm, España, a la primera versión de Composición Social Dominicana. Entre las dos fechas había sólo dos años, pero en esos dos años todo el conjunto de mis ideas había tomado un rumbo nuevo.
En agosto de 1966 me dolía de las interminables guerras civiles que había padecido el país, y «La Mañosa», escrita algo más de treinta años antes de esa fecha, era la expresión novelada de ese dolor; pero para ese mes de agosto de 1966 ignoraba la causa de esas guerras civiles tanto como la ignoraba cuando escribí la novela; y en agosto de 1968 estaba diciendo, en Composición Social Dominicana, que la causa de nuestras guerras intestinas era la lucha de clases, una lucha de clases que carecía de orientación ideológica y que además se llevaba a cabo entre capas diferentes de una numerosa pequeña burguesía que peleaban a muerte porque la guerra civil fue, durante muchísimo tiempo, el canal de ascenso social más seguro que conocía el país. Por la vía de la guerra civil cualquier bajo pequeño burgués pobre o muy pobre, del campo o de los pueblos que llamábamos ciudades, podía llegar a general casi de un salto, y del generalato se pasaba a una posición de privilegio, aunque se tratara, en la mayoría de los casos, de privilegios muy limitados. El general Fello Macario, que tuvo otro nombre, desde luego, nacido en un campo de Bonao de una familia bajo pequeño burguesa pobrísima, se hizo general con dos o tres asaltos audaces, y como tenía presencia y autoridad natural pasó a comandante de armas y a gobernador, pero apenas aprendió a firmar; ahora bien, al morir era dueño de una finca. Por la vía de las guerras civiles había ascendido socialmente desde bajo pequeño burgués muy pobre a propietario rural acomodado. Había luchado para llegar a ese nivel; se había jugado la vida no una sino varias veces, aparentemente por seguir ciertos principios políticos encarnados en su caudillo, y en realidad lo había hecho para obtener lo que alcanzó y para retenerlo.
¿Qué fue lo que le dio a la larga historia de las guerras civiles dominicanas ese aspecto de cadena de violencias sin sentido que todavía hoy es usada para presentarnos a los ojos del pueblo como sanguinarios sin remedio; eso que llevó a uno de los personajes de La Mañosa a decir: «A mi mula le pude quitar las mañas; pero a los hombres nadie se las quita»?
Fue la sensación de inutilidad de nuestras mal llamadas revoluciones. Gracias a ellas hubo hombres que ascendieron socialmente, pero fueron tan contados que no cuajaron en una burguesía, y sin una burguesía que lo dirigiera el país no tenía salida histórica. Esto es lo que explica el desaliento que dejaban las guerras civiles en las capas superiores de la pequeña burguesía, que no veían posibilidad de pasar a la burguesía; eso es lo que explica el desaliento del final de La Mañosa.
Yo no sabía lo que acabo de decir cuando escribí la novela en el año 1935 ni cuando escribí en el 1966 las palabras para su tercera edición; vine a saberlo cuando el conocimiento de lo que es la lucha de clases iluminó para mí la historia del país y me llevó a escribir Composición Social Dominicana.
Ojalá que igual que yo, y por las mismas razones, puedan explicárselo los lectores de esta edición especial de La Mañosa.
J. B.
Santo Domingo, 24 de abril de 1974.
REVOLUCIÓN
Capítulo I
Esto nos lo contó el viejo Dimas, cierta noche agujereada de estrellas:
—Yo andaba con uno de mis muchachos buscando caoba; ya teníamos buen trecho caminando cuando topamos la culebra…
Estábamos en la cocina. Las llamas del fogón se alzaban y removían incansablemente. Pepito y yo atendíamos a Dimas, mientras papá hacía chistes sobre la lentitud con que mamá preparaba el café.
El viejo Dimas explicaba:
—Dende la madrugada habíamos cogido el camino, porque yo sabía que la caoba no se orillaba mucho.
Se detuvo, miró la tierra dorada del piso y prosiguió:
—Dicen que si uno ve un animal de ésos y no lo mata, el animal lo maldice. Asigún cuentan son obra del Enemigo Malo.
Mamá, que iba vaciando el café en el colador, exclamó, con la mirada clavada en Dimas:
—¡Jesús! Ave María Purísima…
Allí, sobre el hombro de madre, estaba la cara de papá, y una sonrisilla maliciosa rompió a bailar entre sus labios.
Eran mansas como vacas viejas aquellas noches estrelladas del Pino. A veces iba Simeón; tarde, después de ver la novia, se detenía en la puerta Mero; una que otra noche no iban ni el uno ni el otro; pero jamás faltaba Dimas. Si llovía entraba el agua en la cocina y se tertuliaba en la casa; bebían café, hablaban de la cosecha, de los malos tiempos, de la muerte de algún compadre. De mes en mes reventaba la luna por encima de la Encrucijada. Una luz verde y pálida nadaba entonces sobre los potreros, subía las lomas distantes de Cortadera y Pedregal, engrasaba las hojas de los árboles que orillaban el Yaquecillo y pintaba de azul las tablas de la vieja casa.
Aquella noche estaba dorado el cielo. Unas nubes berrendas salían por detrás de las lomas y se tragaban las estrellas. Dimas contaba:
—Asina que vide ese animal tan tremendo, tan negro, desenvainé el machete y le tiré dos veces; pero la maldita tenía el cuero duro y nada más le partí el espinazo sin cortarla. Verdá es que el machete no estaba bien afilado, por mucho que el muchacho estuvo dándole en una piedrecita vieja que hay en casa. Bueno, se fue el bicho, yo creía que a morirse lejos, y como yo no lo diba a seguir entre tanto matojo, le dije al muchacho: «Sigue, hijo, que horitica se mete la noche». «Taita —me respondió—, pa mí que esa culebra no está bien muerta». «Ni te apures… Esa condenada ha dío a morirse por ahí»… ¿Morirse?… Bueno.
La cocina estaba llenándose con el olor del café que humeaba. Las llamas se ahogaban bajo la marmita, se sacudían, se alzaban y caían. En todas las paredes bailaban esas llamas diminutas; y bailaban también en la frente, en las cejas y en las manos del viejo Dimas.
—Bueno… —el viejo parecía estar rezando—. Yo apuraba el paso, porque estábamos a boquita e noche y no quería que nos cogiera en el monte. Asina que, ya cansado, alcanzamos el rancho del viejo Matías. «Vamos a dormir en la cumbrera, muchacho». «Taita, no tenemos ni una yagua, y ahí nada más hay varejones podridos».
El rancho del viejo Matías no era rancho ni pertenecía a nadie. Atrás, muy atrás, cuando aún estaba joven el padre de Dimas, Matías había construido aquella vivienda, bien metida en la loma. Vivía cazando, persiguiendo reses cimarronas. Pero los animales fueron abandonando lentamente el sitio, seguidos por manadas de perros jíbaros, y un día el hombre se vio forzado a dejar el rancho. Tomó los firmes de la cordillera, siempre tras las huellas de las reses, barbudo, silencioso y recio; bajaba de año en año, en busca de pólvora o a vender pieles. Después descubrió que el Bonao le quedaba más cerca, y ya no volvió. Se sabía de él en el lugar por las noticias que traían las escasas recuas; poco a poco se destiñó su figura y con el tiempo desaparecieron cuantos le habían conocido.
Matías se fue; pero su rancho quedó. A la cuenta de días, el viento vagabundo le perdió el respeto y empezó a arrancarle yaguas, reblandecidas por las lluvias; comenzaron después a caérsele tablas; al principio en pedazos, más tarde enteras. Iban y venían por los espeques los hilos de comején; gateaban los bejucos por los palos. Cuando los monteros descubrieron que allí se podía pernoctar, le limpiaron el frente, trozaron los arbustos que se entrometían por las rendijas, le amarraron pedazos de yaguas. Sin embargo, se monteaba poco: el mismo Matías había empujado las reses hacia el sur, hacia el monte tupido, cerrado, bruto.
«El rancho del viejo Matías», decía la gente. Pero ya no era rancho ni tenía dueño. No era rancho, por lo menos, la noche que llegaron Dimas y su muchacho. Gateando por los espeques ganaron el techo, donde las varas desnudas, ennegrecidas por las lluvias, se derrengaban bajo el pie cauteloso. Pudieron arreglar algo como una cama, casi en la cumbrera. Lo hacían tanteando, porque entre ellos y las escasas estrellas estaba la tramazón del monte.
A media noche despertó Dimas. Había oído, entre sueños, un golpe seco. A poco, otra vez, tac. Alzó la cabeza.
—Despierta, hijo —recomendó.
Aquel golpe sonó de nuevo, y de nuevo, y de nuevo. Parecía medido el tiempo entre uno y otro.
—Alguno de esos varejones rompiéndose —aventuró el muchacho.
—¿Rompiéndose?
Dimas no era hombre de engañarse. Conocía todos los ruidos del bosque. Nunca había oído aquél. Era como algo que caía. A veces los árboles rozan entre sí, cuando hay viento; pero no sucedía eso, o por lo menos, el ruido era distinto.
La voz de Dimas tenía alzadas y caídas. Bajo las cejas tupidas los ojos se le hacían diminutos. No nos miraba, sino que parecía estar acechando algo que pasaba más allá de alguna pequeña rendija.
—¡Hola! —dijo padre.
Entonces Dimas alzó la mirada. En la puerta estaba Simeón, alto, simple, rojo.
*
* *
En un banco corto y pulido por el uso, frente al fogón, tomó asiento el alcalde. Era hombre bueno, manso. Tenía entre los dientes un roñoso cachimbo de madera. Cruzó los brazos por encima del vientre y saludó echando humo con cada palabra.
Pepito y yo le veíamos con odio, casi: allí estaba meciéndose entre nuestros oídos la historia de Dimas. Simeón la había roto en lo mejor.
—Horitica —habló el recién llegado— me dijeron que andan tiznados por aquí.
Impasible, quieto e indiferente como una piedra, ni soltaba el cachimbo para hablar ni se tragaba el humo. Restregándose ambas manos, lo sostuvo un instante entre los dedos para lanzar al rincón un escupitajo negro.
Dimas se acariciaba la blanca barba y miraba al alcalde; padre, lleno de recelos, comenzó a ojearlo. Suspensa sobre todos, ardía la mirada de mi madre.
Papá rompió el silencio:
—Dudo que sean tiznados.
Simeón cruzó una pierna sobre la otra.
—En lo mismo estoy yo. Nadie sabe atrás de qué andan…
Elevó el techo su mirada clara. En el cobrizo bigote alentaba la llama.
—De todos modos, Pepe, no conviene descuidarse…
Mamá había hablado. Toda la cara de mi madre era filosa. En ese momento se le llenaba con el rejuego de la luz.
—Ni tiznados ni nada.
Dimas había puesto los codos en las rodillas y tenía el cuerpo echado casi sobre las piernas. Las palabras le hacían temblar la barba.
—Ni tiznados ni nada. Están diciendo que de noche tirotean el pueblo.
Papá empezó a encender un cigarro. Disimulaba su impaciencia. Él, como todos, sabía que de un día a otro estallaba la revuelta. Con la cara metida entre las manos, envuelto en el humillo y en la lumbre de fósforo, medio dijo:
—Vagabunderías, Dimas.
Y después, sacudiendo el palillo encendido:
—Mejor siga con su cuento; me estaba interesando.
Simeón pareció apretarse el vientre. Tenía los ojos entrecerrados y sobre la nariz y el bigote se alzaba el humo espeso de su cachimbo.
—Me tenían escambroso esos golpecitos. «Muchacho, haz candela». Pero el muchacho no quería. «Eso es algún palo, taita». Estaba bregando con él, cuando… ¡tac! Ya yo sentía frío en la espalda. " ¡Hum! —dije—. Por aquí debe estar penando un muerto”.
No era muerto; no. Cuando el hijo rayó el fósforo, vieron, casi pegado a los pies de Dimas, un brillo como de carne recién cortada. Algo grueso, rojizo, pegajoso y pesado se movía entre los varejones. El viejo observó detenidamente aquello que parecía estar colgando de mitad abajo. Sin duda alguna, lo que fuera retrocedía. Después… Dimas sintió que la mano de su hijo le apretaba el hombro, le desgarraba la camisa. En los dedos de la otra le temblaba la lucecilla, que se disolvía en la oscuridad. Ahí mismo, ahí enfrente, echándoles encima el calor sofocante de su mirada, un par de ojillos crueles relampagueaban llenos de duros reflejos. Parecían filos de machetes o de puñal. Dimas sintió la sangre subirle a la cabeza y hácersela crecer, como cuando se emborrachaba. De pronto volvió la cara: el hijo tenía la boca retorcida.
—Taita, taita, taita —resollaba.
Recuerdo todavía la palabra con que esa noche comentó Dimas la actitud de su hijo:
—Muchacho pendejo… A quién habrá salido.
Prosiguió después su historieta:
—Ese animal caminó atrás de nosotros, sabaneándonos como a gallinas. Si no hubiera tenido el espinazo roto, nos ahorca. Pero como tenía que enderezarse para saltar los varejones, al llegar al pedazo roto, se le caía. Ésos eran los golpes que yo asuntaba.
De pronto Dimas se agarró la barba blanca.
—Para mí esa culebra no era culebra, porque nosotros anduvimos largo y en camino cerrado. Yo creo que era el Enemigo Malo… ¡Tenía los ojos muy encandilados!
Yo levanté los desnudos piececitos, los puse en la silla y con Sus manos frías y enrojecidas, los sujeté fuertemente.
Trepado en su banco, Simeón sonreía con malicia por entre el humo de su cachimbo.
—Vea compadre —dijo—, con esas pájaras se pasan sustos grandes. Dígale a mi compadre Pepe que le cuente lo que nos pasó aquí mismo.
Su mano zurda indicaba la casa; con la otra se echaba sobre las cejas el sudado sombrero de fieltro.
Papá se puso de pie. Su sombra se quebró y subió por la pared de tablas de palma.
—No me gusta contar eso, porque me pone nervioso recordarlo. Pasé una noche endiablada.
Tomó asiento de nuevo y se quedó con la mirada sucia, como quien piensa en cosas amargas. Después rompió a decir.
Padre hablaba en voz alta, Simeón, oyéndole, cerraba los ojos y parecía dormir. Contaba papá su experiencia de la primera noche pasada en la casa.
Viajando con la recua había visto repetidas veces el caserón vacío; le gustó el tamaño y el sitio le resultaba conveniente. Un día salió dispuesto a conocerla mejor. Ya en El Pino solicitó informes del alcalde. ¡Buen amigo le salió aquel hombre simple, alto y rojo! La propiedad era de cierto rico viejo que vivía en el pueblo. Padre estuvo recorriendo los potreros, viendo las palizadas, las aguadas, los árboles frutales: todo lo observó y midió. Atardecido salieron al camino real, y con la noche cayéndole encima tomó el camino de la vuelta. Durmió en el pueblo. Al otro día, recién salido el sol, buscó al viejo. Era persona complicada y papá explicó que le encontró junto al fogón, en pantuflas y tocado con gorra de lana. Le estuvo sacando muchas vueltas al negocio; pero de repente se sintió cansado y le dijo a papá:
—Cójasela por lo que le dé la gana. Tráigame el dinero cuando le parezca.
—Entonces voy donde el notario “argumentó papá.
—Si usté quiere, vaya; a mí no me hace falta. A usté se le ve la honradez por encima de la ropa.
Papá se esponjaba de orgullo cuando contaba aquello. Siguió el relato, tras algunas consideraciones sobre su seriedad.
Con una recua que pasaba le envió recado a mamá para que fuera preparando los «corotos». Él tornó al Pino. Su primer cuidado fue buscar al alcaide de nuevo. Al abrir el caserón lo encontraron lleno de tusas, aparejos viejos, y una gruesa camada de polvo que apagaba las pisadas. Simeón buscó unas cuantas mujeres para que lo limpiaran, y en el primer día apenas pudieron arreglar la habitación mayor, la misma que después serviría de almacén.
Escasa ya la lumbre del sol, listos para salir, sintieron ruido en el interior.
—¿Qué suena ahí? —inquirió padre.
Era como el canto de un gallo; pero un canto ronco, extraño, impresionante.
El alcalde pretendió ver; pero se devolvió de la puerta, porque estaba demasiado oscuro. Padre le dijo que buscara un trozo de cuaba, y Simeón salió. Pero papá, hombre desesperado, no quiso aguardar y se metió en la habitación. Lo primero que sintió fue que había puesto el pie en algo blando y resbaloso. Pensó rápidamente que había pisado alguna gallina; pero a seguidas sintió que aquello se le envolvía en las piernas y le apretaba. Una desagradable sensación de frío le mordía el vientre. Aquel nudo se hacía estrecho; creía que iba a caer. De pronto sintió que otro nudo se le estaba formando más arriba de la rodilla. ¡Dios! ¿Qué diablo era aquello?
—¡Simeón! ¡Simeón! —gritó.
Tuvo que agarrarse a las tablas. Recordó que tenía fósforos. Rayó uno, presa de sus nervios. Simeón entraba ya. El hacho se revolvía como copa de árbol en día de viento. Al reflejo de la luz vio padre el animal y le vio los ojillos, fijos y criminales. De pronto aquello dejó caer la cabeza contra el piso. ¡Concho, concho! ¡Y qué culebra! ¡Larga, negra, negra y gruesa como un tronco!
—¡Maldita! ¡Maldita!
Simeón lanzaba palabrotas mientras sacudía el machete, que al choque de la luz se veía también rojo, como otro bicho.
El animal buscó un rincón y ya estaba metiendo la cabeza por allí cuando el alcalde la alcanzó con el filo del arma. Al sentirse golpeada se volvió a su perseguidor. Allí en el suelo estaba el hacho, apagándose casi, mientras papá seguía la lucha a ojos, como persona ajena a todo. De pronto comprendió, echó a correr y sujetó la tea. Sintiéndose acorralada, la culebra abrió la boca para repeler de algún modo el ataque. Simeón se impresionó.
—¡Corra, don Pepe; corra, que me bajea!
Una rabia sorda le encendió la sangre y empezó a lanzar machetazos. Parecía loco: tirando golpes, los dos brazos abiertos, las piernas torcidas, mecido el tronco, ya en sombras, ya en luz, enrojecido y oscuro, Simeón daba la impresión de un fantasma que hubiera roto en un baile dislocado de borracho.
Al otro día revisaron toda la casa, hasta los aleros; limpiaron el Yaquecillo y quemaron los pendones, para matarles los nidos a las compañeras.
Silenciábamos todos. Pepito, preocupado, preguntó:
—¿Estaba en nuestro cuarto esa culebra, papá?
Pero padre apenas le oyó. Estaba tendiendo la mano para coger la taza de café que le servia madre.
A través de la ventana se mecía una estrella desflecada, medio escondida en el humo que huía por encima de Simeón.
Capítulo II
Papá era sujeto de pasiones más que de pensamientos. Rojo, de frente alta, nariz gruesa y labios duros, hubiera parecido criollo a no ser por los ojos. Menudos y azules, de mirada hiriente y honda, los ojos de padre se imponían solos. Tenía el bigote y los cabellos rubios. La palabra se le enredaba entre los dientes, y a veces necesitaba uno verle, además de oírle, para entender lo que decía.
Las ideas se le traducían en tormentos. Todo cuanto pensaba lo veía; y nunca buceaba en un hecho, sino que se dirigía de éste a las consecuencias. Si le decían: «Tal mulo se quebró una pata», veía el animal renqueando, dolorido, silencioso y derrengado. Sufría enormemente, más, de seguro, que la propia bestia. Pensaba: «Se morirá; habrá que matarlo». Veía el mulo en el instante de la agonía; y sentía la muerte de su carne, ese arrugamiento largo que sufre el cuerpo cuando se le pega un tiro. Si era de noche no dormía, porque le perseguía la mirada desolada del animal.
Madre no distaba mucho de papá, si bien era más fuerte en sus sentimientos: había que odiar esto o amar aquello; con eso le bastaba. No podía, como padre, ver lo que pensaba. Apegada a lo viejo, la mujer, según ella, debía hablar poco, trabajar sin descanso y vivir de puertas adentro.
Mamá era de estatura aventajada. Tenía el cabello gris, anudado siempre en pequeño moño sobre la nuca. La quijada cuadrada le llenaba la cara de rudeza; así como los ojos pardos, casi negros, y la boca ancha, y la frente plana, aunque alta. Era escasa de cejas y abundante de canas. Tenía complexión robusta; pero la color desteñida y vacía. Sabíamos que no era saludable; pero lo disimulaba a maravilla, porque trabajaba de sol a sol.
A veces mamá se endulzaba y nos entretenía contándonos historias o dibujando malos muñecos en papel de estraza. Sucedía esto pocas veces: le placía más rezar, lo que hacía con sincero fervor.
Padre parecía más cariñoso, sobre todo cuando volvía de algún viaje largo. Sabía cientos de juegos, miles de cuentos, y cantaba motivos de su tierra con una voz bella, gruesa, dulce, acariciadora. De mañana nos llamaba a su cama y nos hacía relatos maravillosos de los mulos que hablaban, del río que se iba volando, de las golondrinas que le contaban lo que hacíamos Pepito y yo. Todo esto lo sazonaba con cosquillas, con mordiscos y apretujones que nos hacían reventar de risa. Nada en casa tan alegre, tan jubiloso como los amaneceres. Los aprovechábamos bien, porque al romper el día se hacía papá serio, y empezaba a pensar en sus negocios, a trajinar, a dar voces. ¡Oh! ¡Cómo hería la voz de papá cuando no se hacían las cosas según ordenaba! Durante todo el día no descansaba; correteaba de un sitio a otro, del potrero a la casa, de la casa al camino. Y así hasta caer la noche. En la mesa hablaba poco y le gustaba que callaran los demás. Sólo al anochecer volvía a ser el padre cariñoso.
Recuerdo que gustaba, metida ya la oscuridad, de tirarse en el piso y levantar brazos y piernas.
—¡Vengan! —nos decía.
Madre regañaba; hablaba de la ropa sucia, de trabajo, de niñadas y tonterías; pero nosotros no la oíamos, ni la oía papá, que nos tomaba por la cintura y nos sostenía en vilo, dándonos empellones hasta que caíamos revueltos en el suelo.
Yo quería entrañablemente a mi padre, porque, a ser sincero, tenía por mí marcada predilección. Decía que yo haría carrera y sufría lo indecible cuando enfermaba. De los dulces, trajes y zapatos, sombreritos o juguetes que traía de sus viajes, lo mejor era para mí. Nunca hería a Pepito, porque mi hermano tenía predilección por cosas distintas: por ejemplo, reventaba de gozo si papá le traía cornetas, sables o tambores, cosas de que yo detestaba; mis grandes placeres me los producían una pizarra, un lápiz, un libro con láminas…
¡Oh, la vida aquella, tranquila, fresca y satisfecha como una tinaja! Todo el campo haciéndose ondulado, ancho y luminoso frente a nosotros; el sustento traído y llevado en aparejos de mulos y serones claros; la salud en risas, el día en trabajos y la noche en cuentos…
Antes habíamos sufrido largo; si no era algo más que sufrir aquello de vivir en perenne huida, amasando la oscuridad y el lodo de los caminos reales, ya sobre la Frontera, ya cruzándola, volviendo y saliendo. Dos veces estuvimos refugiados en las lomas, mientras la tierra se quemaba al cruce de soldados. Extranjero padre y extranjera madre, ignoraban que en estas tierras mozas de América hay que vivir cavando un hoyo y pregonar a voces que es la propia sepultura. Altivos y trabajadores, el éxito les sonreía en toda empresa. Llegaba la revolución en triunfos, les pedía más de lo que tenían, se negaban a dar, y los perseguía; entraba vencedor el gobierno, y terminaba en lo mismo.
Cansados, transidos, caímos en Río Verde, donde mi abuelo había echado raíces y florecía como árbol de tierra criolla. Hombre de pocas palabras y de muchos hechos, de trabajo largo, de arrogante figura; alto, oscuro, imponente, mi abuelo se hizo en pocos años el alma del lugar. A su amparo empezó para nosotros la paz anhelada, o, lo que es lo mismo, podía papá echarse por esos caminos de Dios en busca del sustento, mientras nosotros permanecíamos en casa. Padre levantó recua y con ella llegaba a los confines del país. Se iba cargado de andullos, de tabaco, de cacao, y retornaba con lienzos, jabón, azúcar… Muy de tarde en tarde se hablaba de revueltas; pero en general se vivía dulcemente, sin que nos sacudieran malas noticias ni persecuciones.
A Río Verde llegó padre un día con una mulita nueva, incapaz todavía para la brega de la recua. Era un animalito vivo, inquieto, casi todo cabeza, que movía nerviosamente las orejas y el rabo cuando le molestaba algún ruido. El vecindario entero desfiló por casa para verla.
—Es de San Juan —explicaba padre a las preguntas de los hombres.
Con esto lo decía todo. Le retozaba el orgullo en los ojos y en los labios cuando la veía, cuando le acariciaba el anca, mientras la mulita temblaba de miedo bajo su mano.
Era oscura como la hoja seca del cacao; pero recién llegada estaba todavía lanuda, y aquella lana tenía un color rojizo que la hacía feúcha aunque graciosa. Padre decía que procedía de un hato de renombre y que había dado por ella sesenta pesos «así tan chiquita como la veían».
Como se crio entre nosotros, soportó pacientemente el primer contacto con la realidad: la aparejaron, la ensillaron luego. Estaba ya grandecita, y a la lana había sucedido una piel parda, brillante, que reflejaba limpiamente la luz. La silla fue para ella como una caricia más; pero… ¡cómo pateó, se resistió, tiró mordiscos y corcoveó cuando la quisieron enfrenar! La asustaba el tintineo de los hierros y correteaba enloquecida entre las flores, que le desgarraban las patas con las espinas, entre las pilas de cacao, cuyos granos saltaban como chispas. Se tiraba sobre las mayas que orillaban el camino y espumeaba por la boca, mientras los ojos parecían sal írsele a saltos.
—¡Ah mañosa! —gritaba padre—. ¡Ah mañosa!
Abuelo reía estrepitosamente desde la galería; madre se sujetaba las sienes, arrimada a la ventana; Pepito se asustaba, se recogía entre una enorme mecedora donde estaba sentado. Papá volvió a medio día, sudado, rojo y fatigado.
No sé cuántos días duró la lucha entre el hombre y la bestezuela. Sólo que cuando se acostumbró al freno ya tenía nombre: la Mañosa. Y que fue para nosotros como el de alguien de la familia.
Para el tiempo en que llegamos al Pino la Mañosa era ya imprescindible. En ella hacía padre los viajes de negocios y los viajes veloces al pueblo, en busca de medicinas, de ropas o de cartas. Mero, que había dejado Río Verde para seguirnos, la quería entrañablemente. Anduvo enamorado por El Pino Arriba, lo que lo alejaba de las tertulias en la cocina; pero confesaba que entre comprarle creolina al animal o esencia a la novia, prefería lo primero si el dinero no le alcanzaba para las dos cosas.
El vaso de potrero más cercano a la casa era el suyo. Yerba lozana, joven, tierna: era bocado digno de bestia consentida.
*
* *
Se derretía la tarde en los caminos reales, casi a los pies de Mero, y él no lo notaba. Reparaba los aparejos sentado en el quicio de la puerta, ultimando los detalles del viaje.
En el oscuro almacén estaba el viejo Dimas cosiendo los serones, mientras uno de sus hijos tejía sogas de majagua. El viejo escupía y se limpiaba la barba con el dorso de la mano.
Mero hablaba, pero seguía con la cabeza gacha, mordisqueando la cuerda con que reparaba los aparejos:
—Digo yo que como la Mañosa no hay otra, viejo Dimas.
El interlocutor decía:
—Pero de este viaje viene con las ancas afuera. ¿Usté no ha visto las señales del tiempo? Asunte esto: dende que tuve juicio vengo haciendo las cabañuelas, y lo que es este octubre… ¡Cristiano! Ni quiera usté saber el agua que le espera por esos caminos viejos. Yo como don Pepe, hasta dejara el viaje.
La cara de mi padre asomó por la puerta dei comedor, mientras su voz alta y tranquila respondía:
—En noviembre tenemos más agua, Dimas, y cuando hay que comer no se espera para mañana.
—Asina es, don Pepe; yo no lo discuto; pero si hay que dir, yo no llevara la Mañosa. Un animalito como ése no es para meterlo en caminos tan endiablados.
Mero regó los ojos al decir:
—Su mejor recomendación es ésa, viejo Dimas. Nuevecitica taba ella cuando nos tiramos a la Frontera. ¡Y eso sí era sol tupío y bravo!
Usté no más topaba espina y espina. ¡Concho! Ni an sé yo cómo vive la gente en esa Línea mentada.
Padre aprobaba con la cabeza, los labios llenos de sonrisas. Mero se entusiasmaba y manoteaba.
—Solamente pechamos una recua, y eso fue ya dentrando a Dajabón. Anduvimos en el Guaneo, como quien dice. A mí me dolían los huesos de la espalda, y la Mañosa fresquecita, como si hubiera estado en potrero.
Papá explicaba:
—Sí, sí, aquel fue un viaje duro y largo.
—Ello… —Dimas detenía la palabra— hay monturas legítimas, donde Pepe. En Almacén compré yo una vez un caballo alazano que con el paso con que cogía un camino lo terminaba. Ése no conocía sesteo.
Los hombres de campo se entusiasman hablando de cosas queridas. Mero alzó la voz:
—Asina es esa Mañosa, viejo Dimas. De día y de noche, en loma y en tierra llana, no hay apuros con ella.
Padre remachaba:
—¿Mi mula? Por todos los cuartos del mundo no la doy. Y no es sólo porque me desempeñe, sino porque le tengo cariño, como si fuera persona.
—¿Cariño? Asunte: a mi mujer le he dicho que no quiero perros en casa, porque a la hora de morirse me dan más pena que si fueran cristianos. La gente dice que son ángeles… Yo estoy en creerlo.
Dimas siguió cosiendo serones. Por la sombra del almacén trajinaba su hijo, y en los caminos reales, sobre el techo de la casa, entre las hojas de los árboles, el sol se iba haciendo espeso con la llegada de la noche.
Pero ni padre, ni Mero, ni Dimas ni su hijo lo notaban.
*
* *
Al otro día vino Simeón a recortar la mula. Simeón era la autoridad del lugar; sin embargo, sentía placer en servir a papá como cualquier peón. Quizás se debía ello a que papá le regalaba los zapatos que ya él no usaba, uno que otro pedazo de andullo y hasta los pardos, viejos y estrechos pantalones de paño que el alcalde lucía con desmedido orgullo.
Mero tenía que sujetar por la jáquima la mula mientras Simeón le hurgaba entre las orejas con las tijeras, cortándole los crecidos pelos, emparejándole la escasa crin o embelleciéndole el rabo. La Mañosa se mecía constantemente de atrás alante, de un lado a otro, nerviosa como muchacha. Tenía figura de estampa, limpia, brillante, pequeña, rellena. Era oscura como la madera a medio quemar; tenía la mirada inteligente y cariñosa; las patas finas y seguras; las pezuñas menudas, redondas, negras y duras. Todo en ella era vistoso y simpático. Simeón se esmeraba en hacerla más linda, más digna del amor que le profesábamos en casa.
Mero la acariciaba, le hablaba como a persona. La Mañosa acechaba con ojos de susto la sombra de una mula que se removía en el camino, bajo sus patas.
*
* *
Yo estaba en el comedor, desmenuzando restos del desayuno. Un rayo de sol caía sobre el blanco mantel y el aire sano parecía mecerlo. Simeón entró en silencio. Papá venía del patio cuando vio al alcalde.
—Ya tiene la mula nuevecita —dijo él satisfecho.
Tomó asiento en una silla vieja; sacó el roñoso cachimbo de un bolsillo, tabaco del otro y un sucio palo de fósforo de entre el sombrero.
—Quiero recordarle, don Pepe —decía a la vez que encendía— que ande con cuidado en este viaje.
Padre puso la cara gruesa, la mirada muerta.
—¿Cuidado?
Entonces Simeón se levantó, se echó el sombrero sobre la nuca, abrazó a papá de lado, estrechamente, y como quien sabe lo que habla, susurró:
—Hay malas noticias.
Padre preguntó, haciéndose el desinteresado:
—¿Usté cree?
—¿Que si lo creo? Bueno…
Simeón se hacía el importante. Sobre los bigotes rojos se le desteñían los ojos mansos.
—Don Pepe, póngame caso. Ya se está juntando la gente de Monsito Peña.
Papá tomó una silla:
—Oígame, compadre, no es bueno llevarse de las apariencias.
Ya iba el alcalde a contestar algo definitivo cuando Morillo sopló un saludo. Era hombre bajetón, anegrado y bruto de cara. Estaba henchido de malicia.
—¿Cuándo es el viaje?
Venía preguntando, tontamente al parecer, pero papá era hombre arisco como lagarto: Le clavó aquellos ojos azules, tenaces y desconfiados:
—Estamos preparándolo, amigo; nadie sabe cuándo saldremos…
Simeón miraba a papá de reojo, bajo el ala del sombrero. El humo de su cachimbo cruzaba el rayo de sol que se iba retirando poco a poco de la mesa.
Morillo dijo:
—Yo tengo necesidá de mandar una recuita de tabaco al pueblo, y quisiera hacerlo con los muchachos de Dimas; pero asigún entiendo los asuntos están al voltiarse.
—¿Usté cree?
Simeón había hecho la pregunta como si nunca hubiera oído hablar de tal cosa.
—Yo no creo nada, compadre; se conversan muchos embustes… Pero por si acaso, pasado mañana tengo ese tabaquito andando.
—Bueno… —Simeón se miraba los pies—. Cada cual hace lo que le conviene.
Papá se incorporó. Afuera estaba Mero adulando a la Mañosa.
De madrugada se llenó la casa con los gritos de padre, las voces de Mero y los relinchos de las bestias. De los potreros emergía un olor fragante, que se confundía en el patio con el que exhalaba el estiércol reciente.
Los mulos se movían sin cesar. Eran sólo montones de sombras y luces verdes. Uno pretendió morder a otro, y papá corrió dando gritos, le sujetó por la jáquima y la emprendió a bofetones con el agresor.
Pepito hablaba bajito y reía. Por allí andaba Mero, manoteando entre los serones, silbando merengues, mientras arriba, hacia el este, la luna atravesaba velozmente una inmensa nube morada.
Papá cruzó en dirección a la cocina. Parecía alegre, aunque apenas le podíamos distinguir la cara; pero le vimos acercarse a la Mañosa y palmotear sus redondas ancas. El animal estaba sujeto, al portón, cabecigacha, reposada, serena. La luna hacía esfuerzos por aclarar su calor de hierro mohoso.
Con una taza de café en la mano salió papá al patio, conversó con Mero y se acercó a la cocina.
—Me voy, Angela —dijo.
Cargó conmigo, entró al viejo comedor, me puso de pie sobre la silla y, alumbrándose con la lámpara, penetró en su habitación. Cuando salió estaba tocado con sombrero de fieltro y armado de revólver. La luz rascaba el cobre de las cápsulas, arrancándoles brillo. Mi padre se puso en cuclillas, nos llamó a Pepito ya mí y nos sostuvo largo rato con las caras pegadas a sus mejillas.
—Pórtense como hombrecitos, que les voy a traer muchos regalos —aseguró sonriendo.
Después se incorporó. Madre miró a papá con ojos desolados. Cuando él la besó y abrazó, se hicieron un montón confuso, que entre los reflejos de la luz parecía surgir de un incendio.
—¡Adiós! —repitió él, deshaciéndose de mamá.
Nos fuimos a la ventana para verle montar.
Lo hizo de un salto, con asombrosa agilidad; removió una mano, volviéndonos el frente, y clavó la mula. Llevaba la rienda entre los dedos diestros.
Nosotros salimos al patio justamente al tiempo que el último mulo atravesaba el portal. Iba sobre él Mero. Gritaba con voz honda; y hacía restallar el fuete que resonaba en la casa con fragor de tiro.
A la orilla del camino, mientras la luna rodaba, llevada por el viento, pegados Pepito y yo a la falda de mamá veíamos la recua alejarse al trote. Padre nos decía adiós, erguido en la Mañosa. Pero en la Encrucijada había árboles que se agrupaban en sombras. Y la Encrucijada se arremolinó sobre el saco negro de papá, robándoselo a nuestro cariño.
Capítulo III
Nuestra casa estaba pegada al camino. Era grande, de madera, techada de zinc, y el sol le había dado ese color de suela tostada que tenía.
Antes de llegar a ella había que cruzar el Yaquecillo y poco más adelante, el Jagüey. El Jagüey era misterioso, porque cuando llovía era río, y cuando no, se lo tragaba la arena quemada del cauce, para reaparecer bastante lejos, en la vuelta que daba por nuestros potreros. El Yaquecillo es hoy una charca, poblada de cañas lozanas, en la que se crían mosquitos y sanguijuelas.
El lado norte de la casa daba al camino. Tenía ese frente cuatro puertas anchas y altas; las dos que estaban más cerca del Yaquecillo no se abrían. En la pared que recibía el primer sol había tan sólo una puerta y una ventana; la puerta correspondía a la habitación esquinera que servía de almacén y pulpería en la cual, medio hundidos en la penumbra, se amontonaban siempre serones de andullos, cargas de maíz, sacos de frijoles; un mostradorcillo mal parado se apoyaba en la esquina, pegado a la puerta que daba al este. La ventana correspondía al comedor que estaba justamente detrás del almacén—pulpería; y el sol tibio que se metía por la ventana, antes de la tarde, se echaba a dormir sobre la mesa, igual que muchacho mal educado.
En el lado sur, casi pegada a la esquina sureste, se vaciaba una puerta, desde la que salía la naciente calzada de piedras que conducía a la cocina. Ésta se alzaba frente a ella, y era un humilde ranchito de yaguas con aspecto de cosa provisional. En las noches claras era, a pesar de su pobreza, el lugar más prestigiado de toda la casa.
El comedor tenía también una ventana abierta a la contemplación perenne del cielo. Le seguían dos puertas más, que se enfilaban en el mismo lado y que eran salidas al patio de la habitación paterna. El cuarto que ocupábamos Pepito y yo tenía vistas al sur por una puerta y una ventana, y una claraboya alta de persianas que daba al oeste. Esa claraboya estaba cubierta con retazos de telas, porque miraba al Yaquecillo, que ya en esa época empezaba a arrastrarse penosamente por entre lodo y yerbajos, y mamá decía que por ella se metían los mosquitos.
El frente norte de la casa parecía tostado; el sur era pálido, manchado de verde. Sucedía esto porque en él se restregaba la lluvia larga de los inviernos.
Nuestro patio estaba encerrado entre una palizada de alambres de púas que empezaba en la esquina noroeste y se cortaba a poco para dejar subir el cuadro del portón, que consistía en dos espeques gruesos y cuadrados de guayacán, puestos a cerca de tres varas uno del otro. Encima tenía un techito de zinc, gracioso por lo pequeño, que parecía techo de casa de muñecas. Después del segundo espeque seguía el alambre de púas, para doblar en ángulo recto a los veinte pasos y enfilarse hasta tropezar con el primer «vaso», la parte de potrero que cercaba el patio por el sur y la cual reservaba papá para echar en ella la Mañosa, cuando retornaba de viajes largos.
El patio, en la parte este, como era camino obligado del portón al potrero, estaba dorado de menudo y seco polvo, huérfano de grama; pero la yerba se amontonaba en la caseta de desperdicios, que estaba al borde del potrero.
En el ángulo suroeste había un naranjal oscuro, de árboles nervudos y pequeños, con las cortezas blanqueadas de hongos. En esas cortezas grabábamos Pepito y yo las letras que papá nos enseñaba las primas noches.
Vista de lejos, nuestra casa parecía una eminencia mohosa, con corona de plata, porque el zinc brillaba a todos los soles. No había caminante que no se detuviera un segundo a saludarnos o que, si era desconocido, no hiciera más lento el paso de su montura al cruzar el trozo de camino que se echaba frente a casa como perro sato.
Desde la puerta veíamos el tupido monte que orillaba el Yaquecillo: pomares, palmas reales, guayabales, algunos robles florecidos; a la izquierda se hacía alta y sólida la tierra en las lomas de Cortadera y Pedregal; a la derecha, siempre pegado al camino como potranca a yegua, se iba el monte haciendo pequeño, pequeño, cada vez más, hasta arremolinarse en la fronda que cubría la primera curva.
En esa fronda se ahogaba papá cuando se iba; y al lugar, que llamábamos la Encrucijada porque allí cruzaba la vereda de Jagüey Adentro, íbamos a esperarle cuando pensábamos que ya era tiempo de volver. Pero si la lluvia roncaba sobre El Pino, teníamos que conformarnos con esperar en la puerta.
Sucedía a menudo que papá llegaba de noche. Cuando eso había, nos tirábamos nerviosamente de nuestro catre y correteábamos como locos entre las sombras rojas de la casa, dando gritos de contento y buscando con nuestros bracitos inexpertos el torso recio y caluroso de papá.
Capítulo IV
A fines de octubre la lluvia era cosa perenne sobre la tierra. Todos los horizontes se gastaban en el gris de los aguaceros. Ya cada gota se me antojaba un cordón largo tendido desde el cielo hasta mis ojos.
Una gallina había sacado, pero los pollitos se fueron muriendo de frío poco a poco. De manera que para Pepito y para mí, el único entretenimiento posible fue, durante muchos días, corretear por la casa y jugar a escondidas tras los serones.
Mamá parecía haberse vaciado de espinas; los pómulos le hacían esquinas en la cara y rezaba a menudo. A la verdad, me gustaba rezar. Encontraba un placer delicioso en estar de rodillas, las manos juntas sobre el pecho, todo el cuerpo lleno de luminosa dulzura, seguro de que Dios estaba oyendo mis palabras. Una gran bondad me invadía y sentía la carne liviana, casi en trance de volar.
Orábamos en la habitación de mamá, que en el primer nudo negro de la noche se llenaba de sombras. Se veían colgando de los rincones, pegados al techo. Haciendo esquina, una tablilla soportaba una desteñida imagen de San Antonio de Padua, calvo y humilde, con el rostro envuelto en inexplicable ternura, la cabeza ladeada y un rollizo niño a su lado.
San Antonio, según mamá, hacía incontados milagros. Le encendíamos una hedionda vela de cera negra, se la poníamos enfrente, y aquella lengua de luz que se gastaba en humo denso, llenaba de resplandores rosados los más lejanos trozos de pared. El santo parecía llenarse de rubor, y la Mamita le lamía la calva con enfermizo placer.
A menudo me sorprendía a mí mismo alejado de la oración, de los santos, de la tierra: me mecía en una especie de vacío total, embriagado levemente por aquella lucecita temblorosa que daba tumbos a cada empujón del viento húmedo y rendijero, que parecía quemar las mejillas de Pepito y alumbraba los ojos oscuros de mamá.
Era tal el silencio que a veces nos rodeaba, que las cuentas del rosario, golpeando entre los dedos de mamá, sonaban como piedras lanzadas en madera. Madre abría los labios y los juntaba tan de prisa que podíamos seguir su movimiento; pero ni un murmullo salía de ellos; era la oración sepulta y sincera, en la que los labios intervenían tan sólo por la costumbre de modular la palabra.
Al terminar ensayábamos un suspiro. Pepito y yo nos limpiábamos las rodillas, endurecidas ya, y mamá se estrujaba con la diestra la cenizosa cara, mientras sujetaba el rosario con la otra. Entonces empezaba con voz susurrante alguna vieja historia, de las muchas que aprendió del abuelo.
Salíamos después de la habitación para registrar las puertas, los rincones distantes y debajo de las camas y catres. Hablábamos un poco de papá; deducíamos dónde estaría, ella refiriéndose a todo el camino, yo desde el Bonao hasta El Pino, que era el único trecho que conocía, y Pepito de Jima a casa. Después nos acostábamos. Hasta cerca de los primeros plomos del sueño seguía yo arropado por aquella sensación de liviandad y de silencio que me producía el rezo.
*
* *
Cuando papá no estaba en casa y el ala de madre tenía que cubrirnos sin ayuda, se le limaban a mamá aquellos filos cortantes que tenía en la cara y en los ojos. Se hacía dulce, amable, silenciosa. Irradiaba un suave calor en la mesa, en la cocina; en todos aquellos sitios que la conocían agresiva. Le gustaba echar maíz a las gallinas, de madrugada, y hacer historias encantadoras. Por los días del último viaje de papá se mantenía arrebujada en una frazada gris, medio deshilachada y fuera de uso, porque la lluvia sembraba el frío en la tierra y al almanecer venía el viento cargado de agua, empujado desde los cerros azules que levantaban nuestro potrero.
Las mujeres del lugar nos visitaban con más frecuencia; lentas y tímidas, se metían en la cocina y allí hablaban de cosas vagas.
Pepito y yo teníamos las cortas horas de sol en nuestros pies; correteábamos por el camino, nos íbamos a Jagüey, apedreábamos los nidos. Un día, a la hora de la comida, nos dijo mamá que no debíamos salir de la casa o del patio. Por la mañana había estado bastante gente entrando y saliendo. Dejaban caer palabras espesas e inaudibles; comentaban algo entre lentitudes y gestos importantes. Todo aquello lo veíamos Pepito y yo, pero cada uno se esforzaba en no oír y en no comentar.
Tras su recomendación, madre se quedó mirando el cielo sucio. Después lamentó:
—Y Pepe tan lejos…
Pepito alargó el pescuezo y preguntó de improviso:
—¿La revolución, mamá?
—Sí, hijo; están matándose otra vez; pero no se puede hablar de ello.
Madre calló, y un silencio embarazoso se dejó caer muerto sobre la blanca y sencilla mesa.
En la noche fue Dimas a casa. Era hombre bajito y fuerte; encanecido, peludo y de mucha barba. Tenía un vago aire patriarcal y cuanto hablaba interesaba. Nos gustaba por sus cuentos, llenos todos de un recio sabor de aventura, pintorescos y detallados.
Se sentó en la peor de nuestras sillas, escupió a un lado, extrajo el cachimbo y lo fue llenando lentamente de tabaco. Después me llamó, con una voz peculiar de hombre sufrido, y me dijo que le buscara lumbre.
Cuando mamá llegó se destocó haciendo una reverencia rural que trascendía nobleza y sinceridad. A seguidas subió los pies descalzos en los travesaños de la silla, y preguntó:
—¿Cuándo cree usté que vendrá don Pepe?
Mamá dijo que no sabía y se sujetó ambas sienes con fuerza, lo que indicaba que estaba preocupada. Inesperadamente, Dimas explicó:
—En el pueblo rompió la cosa ya, doña. Yo creo que para allá —y señaló la dirección en que estaba padre— debe estar la cosa fea.
A mamá se le estiró la cara de tristeza.
—Me lo dijeron desde esta mañana, y eso me tiene mortificada, Dimas.
—¿Por don Pepe? No se apure, doña, a ese nadie le hace un daño.
—Es verdad, pero…
Dimas chupó su cachimbo y se quedó mirándola, mirándola con estúpida fijeza. A poco se puso de pie y se arrimó a la puerta.
—La noche está cerrada —dijo.
Mamá contestó moviendo la cabeza. Un airecillo hacía remolinos junto a la lámpara.
—Será que va a llover —apuntó madre al rato.
Dimas confirmó:
—Esos aguaceros no tienen fin, doña.
Callaron ambos. Un silencio absoluto comenzó a estirarse entre ellos. Pepito y yo esperábamos no sabíamos qué para pedirle a Dimas que contara algo; pero el viejo se incorporó de pronto, caminó hasta un rincón, y con la misma actitud y el mismo tono de voz que si hubiera estado hablándole a otra persona y no a mamá, dijo:
—Los muchachos taban en el pueblo con una recuita de Morillo, y el gobierno los reclutó ayer.
Madre se movió igual que si la hubiera picado un bicho.
—¿Cómo? —preguntó azorada.
Se veía que quería hacer otro comentario más vivo, que aquella noticia la había herido; pero la actitud conforme de Dimas mataba el comentario antes de que naciera.
—Sí —remachó él acercándose a nosotros—. Dios quiera que salgan bien de ese lío.
Yo, sentía su olor de tierra, de sudor, de esterilla de mulo. Él se volvió:
—Vea, doña, a los santos les ruego que vuelvan vivos, porque yo toy muy orgulloso de esos muchachos… Ni juegan, ni beben ni jaraganean.
Madre comentó, apenada:
—Sí, Dimas; récele a San Antonio para que se los devuelva.
El viejo tornó a acercarse a la puerta.
—Ojalá que don Pepe viniera pronto, para que usté se tranquilice —dijo quitándole importancia a su dolor.
Madre se acercó también; sacó la cabeza y miró hacia el este, esperando.
—Ojalá… —aprobó.
El viejo mascó su dolor, se quedó a solas con él, silencioso, huraño. Al rato dijo adiós y se perdió en la oscuridad, camino de su bohío.
*
* *
Pocos días más tarde fue a visitarnos la vieja Carmita. Llegó muy de mañana, trajeada con ancha bata de prusiana morada; no traía paño en la cabeza y sus cabellos grises resplandecían al sol.
La vieja Carmita vivía en Jagüey Adentro. Era alta, delgada, con la cara fina y salida de huesos. Nunca alzó la voz; nunca dejaron sus ojos de ser dos luces tranquilas en medio de aquel rostro oscuro y afilado.
Saludó en voz baja, desde el portal; entró moviéndose suavemente; ya en la puerta de la cocina, apoyó un brazo en el marco y clavó el otro en su cintura.
—Doña… —dijo en tono suplicante.
Pero no quiso seguir hablando, como si temiera desatar aquella tristeza que le hacía nudos en los pómulos. Después se acercó a mí, al tiempo que murmuraba:
—Dios te guarde, hijo.
Mamá la observaba, la acechaba. Aquella mirada cargada de perspicacia que tenía madre no se enredaba en palabras ni simulaciones.
—¿Ha sucedido algo por allá, Carmita? “preguntó.
—No, nadita —sopló ella.
Pero largo rato después, cuando habían parecido vidriarse sus ojos y cuando nadie esperaba sus palabras, dijo.
—Los muchachos que cogieron el monte.
Mamá no pudo reprimir un movimiento brusco del entrecejo. Miró en vuelo a la mujer, que se entretenía en desensortijar mis cabellos.
—¿Dice usté que cogieron el monte?
La mujer movió la cabeza de arriba abajo. No podíamos precisar qué sentía; parecía indiferente, si bien seguía ostentando aquellos nudos de tristeza en los pómulos.
—Las malas compañías —explicó de pronto—. Se fueron cuatro o cinco.
—¿Y qué pretenden hacer? —objetó madre.
—Bueno, doña… Ellos sabrán.
La voz se le apagaba, y se notaba que le molestaba hablar de tal cosa. Dejó quietos mis cabellos y tomó asiento en el banco. Empezó a tachonarse la falda con los dedos, buscando distracción; pero a poco alzó la cabeza y nos miró con amplitud. Irradiaba extraordinaria serenidad.
El humo de la leña me iba haciendo estrecho junto a cada rendija.
—Doña, los tiempos son malos —explicó ella— y debemos ser conformes. Ya yo perdí un hijo que se fue con el gobierno años atrás.
Mamá no cabía en su dolor.
—¿Y no sospechan lo que sufre una madre? —empezó a preguntar.
—Peor es que salgan ladrones o pendejos, doña —objetó ella.
Calló y se acercó a la puerta. Yo miré el cielo: en aquella mañana tan clara y tan alta sólo cabían palabras de resignación.
Cuando hubo salido me lancé al patio en busca de Pepito; quería contarle la nueva que Carmita nos trajera. Mi hermano no respondió a mis voces. Bajé por las barrancas del Yaquecillo, afanoso, porque mi hermano sabía dar explicaciones a mis dudas, aunque inventara mentiras. Estaba seguro de que iba a gustarle la noticia. No estaba en el Yaquecillo. El arroyo se arrastraba entre cieno y los mosquitos zumbaban sobre el agua muerta. Me cansé de vocear; él no podía estar distante, pero no respondía. Saltando piedras, chapuzándome unas veces y rabiando siempre, tomé la dirección del agua y anduve por el cauce vacío. Poco a poco me fui internando en el estrecho paisaje, donde los helechos crecían con intenso verdor y se alzaban enormes cañas de castilla. Hacia el sur distinguí los cuernos de una res que había bajado a engañar su sed; dos ciguas saltaban y piaban a escasas varas del camino que pasaba por el arroyo sin saltarlo y sin perderse en él, sino reblandeciéndose un poco.
Olvidé en lo que andaba y me tiré de espalda en un recodo de arenillas doradas. Un poco más hacia el norte se metía en el arroyo la yerba del potrero, después de haber descendido por la barranca. Desde donde yo estaba podía tocar con las manos las lilas que se abrían bajo el día.
El sol era llama brava sobre la tierra cuando desperté. A mis ojos adormecidos, todo había cobrado aspecto de cosa recién chamuscada. La voz de Pepito me perseguía con llamadas desesperantes. Me incorporé. De la parda arenilla emergía un calor insufrible y yo sentía los huesos vivos y sufridos bajo la carne. Los jejenes me habían llenado las piernas de ronchas y los mosquitos se habían cebado en mis brazos y en mi rostro.
Cuatro días después, al anochecer, un fuego cruel empezó a calcinarme las entrañas. Me dolían la espalda y las articulaciones.
Simeón fue a verme, una mañana, y dijo que había que darme tisanas de cuaba y mucha quinina. Lamentó no poder ir al pueblo para traerla él mismo.
Mamá estaba sentada a mis pies, en el mismo catre, y el alcalde en una silla, acariciándose el bigote áspero y rojo. Mamá le preguntó por qué no podía ir al pueblo, y en aquella pregunta unía dos intereses, el de mi salud y el de saber la verdad.
Simeón quiso rehuir la respuesta y dijo:
—El gobernador me mandó buscar; pero yo no voy, doña…
Madre comprendió y resueltamente inquirió:
—¿Entonces es verdad todo?
—¿Todo?
Simeón había mirado de refilón, como persona a quien le molesta una duda.
—Todo eso —señalando al oriente— está prendido, dende el Bonao para acá.
—¿Pero se está peleando ya, Simeón?
—Y duro, doña. Anoche asaltaron el Cotuí.
—¿El Cotuí? —sopló mamá llena de sobresalto.
—Sí —atajó él—; pero no se apure por don Pepe, que todo el mundo lo conoce y lo respeta.
Mamá se quedó pensativa. Le llameaban los ojos, y con una mano, maquinalmente, me acariciaba la pierna que la fiebre quemaba. Simeón miraba hacia la ventana con aires de persona que rumiaba un pensamiento importante.
Capítulo V
Esa misma noche llegó papá. Oímos el tropel de los mulos, cuyos pasos se hicieron rápidos al sentir la cercanía del potrero, y los alegres estallidos del fuete con que Mero anunciaba la vuelta.
Papá fue a mi cuarto inmediatamente. Sonreía a toda cara; dijo que sentía cansancio y estaba lleno de lodo. Salió llevando a Pepito, para vigilar la descarga, y gritó enardecido, aturdiéndome a pesar de las paredes.
Desde mi catre seguía paso a paso la faena; por los ruidos de los estribos comprendí que ya habían desensillado la Mañosa; mucho rato después oí a Mero arrear los animales. En la cocina sonaba la voz de mamá.
Papá entró a mi cuarto. Para él era una cosa incomprensible e injusta que yo sufriera de fiebres. Me cubría la frente con su manaza, me hacía preguntas, murmuraba palabras incomprensibles. Tardó buen rato en sentarse y Pepito corrió a trepar en sus piernas. Parloteó incansablemente, tirando de los bigotes de papá, y al fin preguntó qué le había traído. Papá llamó a voces, y cuando mamá, desteñida, apareció en la puerta, le dijo:
—En el pellón hay cosas para ti y los niños.
Madre, sin embargo, no fue a buscar el pellón, sino que entró al cuarto y tomó asiento en mi catre.
—¿Es cierto que ya estalló, Pepe?
Papá sonrió con solapa, mientras sujetaba a Pepito.
—Es tierra endiablada ésta, Angela —dijo—. Milagrosamente he llegado hasta aquí.
Yo traté de incorporarme para ver la cara de padre, que debía estar grave, a juzgar por la voz. Un golpe de viento hizo tambalear la luz, que pareció borracha. Papá estaba oscuro, pero le brillaban los ojos con extraña fuerza.
Una voz saludó desde el comedor. La reconocimos como de Dimas y mamá salió a recibirle.
Padre iba a levantarse cuando el recién llegado entró. Parecía muy contento de que papá hubiera vuelto; pero antes de hablar nada que realmente le interesase, empezó a preguntar cómo estaba el camino, si había mucho lodo, si padre había venido por Bonao o por el Cotuí. Iba enredando su pensamiento entre un montón de palabras que caían de sus labios con un sonido muerto de cosas inútiles. Padre, malicioso, le dejaba hacer. Tampoco papá se traicionaba; había aprendido del campo una cosa: que la mejor tierra no se ve porque la cubre la maleza.
En esa lucha velaban ambos su interés, cuando madre sacó la cabeza por la puerta para preguntar:
—¿Esa otra cosa que está en el pellón es tuya, Pepe?
Él contestó que sí y siguió acariciando a Pepito, mientras clavaba la mirada en Dimas.
Yo tenía unas ganas locas de saber qué era «aquella cosa»; pero hasta mi niñez estaba saturada de campo; también yo comprendía que no se debe hablar de lo que más interesa. Fue el propio papá quien llamó a madre para decirle que trajera «aquello». Yo la vi asomarse de nuevo a la puerta, con los ojos agudos de astucia, pero padre insistió y no hubo más remedio que hacerlo.
Al retornar madre encontró que papá se había desabotonado el saco y despojado del revólver. Dimas lo tenía en las manos y lo observaba con cuidado. Padre le explicó que se lo había dado Dosilién, cierta vez que estuvo en casa arreglando los trámites para cruzar la Frontera con un contrabando de armas. Eso sucedió en Cabo Haitiano, donde yo recordaba haber visto al feroz cabecilla.
Mamá trajo un bulto negro que padre fue desenvolviendo poco a poco. Al retirar la tela dejó al descubierto un revólver oscuro, grande, que tenía reflejos indecisos a la luz de gas.
—Me ha costado cincuenta pesos —explicó a Dimas, poniéndolo en sus manos y recibiendo el otro.
Dijo que era de campana y muy seguro; pero Dimas no atendía a sus palabras. Acariciaba el revólver con los diez dedos; metía el ojo por el cañón; tentaba la empuñadura, movía los goznes. Al devolver el arma lamentó más que dijo:
—Uno asina necesito yo, don Pepe.
Papá sonrió, no teniendo que contestar. Mamá no había hablado, aunque no dejaba de observar al viejo Dimas. Una vez que, estuvo afuera, el viejo se acercó a padre y preguntó:
—¿Es verdad que está fea la cosa, don Pepe?
Quemándole con la mirada, le contestó padre:
—Más de lo que usté se cree, amigo.
El viejo se estiró hacia él; papá se remojó los labios con la lengua. Se golpeó las rodillas con las manos, puso a Pepito en mi catre y empezó a contar.
El segundo día le amaneció pasada ya la loma de las Gallinas. Había pernoctado en un bohío y con las luces de la madrugada empezó a cargar. La sabana toda, amplia y pelada, rezumaba azul claridad. El dueño del bohío le indicó el horizonte: a caballo y a pie, pero de tan menudo tamaño que parecían muñecos de cera, se adivinaban unos hombres que manchaban el amanecer.
—Son revolucionarios —dijo el campesino.
—¿Está usté seguro? —preguntó papá mordiéndose los labios.
—Sí —confirmó él—. Monsito Peña tiene todo esto alzado.
Padre tenía entre sus ojos al país entero: conocía bien cada camino y cada dirección.
—Esos hombres van a Barbero —dijo.
El otro, sonriéndose con visible amargura, aceptó:
—Sí, a Barbero; pero no son más que un chin; ojalá no se tope con ellos.
—¿Yo?
Papá iba a vomitar alguna injuria; no lo hizo, sin embargo, sino que pensó: ‘‘Aunque arda el mundo entero esta noche entro al Pino”. Había visto la Mañosa, con los huesos apuntándole en el anca; sufría con el animal, y ya tan cerca del potrero nada lo detendría.
Le dejó unas monedas al hombre y montó. En el paso del primer arroyo había unos hombres regados. Las carabinas mohosas apuntando al cielo; los ojos enrojecidos por el trasnoche y el alcohol; la voz arrugada con que dieron el alto: todo indicaba que allí estaba el primer cantón de Monsito Peña.
Los revolucionarios alborotaron algo al verle llegar; él les gritó que dejaran seguir los animales, y en el tono que usó dejaba entrever a la vez una amenaza si no lo hacían y un premio si le obedecían. Los alzados le vieron meter la mano en el bolsillo y le oyeron después preguntar por Monsito. Los mulos pateaban el sucio camino arreados por Mero. Papá tiró unas cuantas monedas, y un hombre joven, seco y esquivo, que le salió al encuentro, le dejó pasar mientras le cantaba al oído la voz de padre:
—¡Compren aguardiente!
Y nada más. Pero cuando hubo caminado apenas doscientas varas se le quebró encima la mañana con los ruidos retumbantes de cinco descargas. Unos cuantos rezagados encontró padre; estaban armados y reían bajo el sol. A voces sueltas supo que Monsito Peña acababa de fusilar cinco enemigos.
Cerca ya del poblado empezó a topar palizadas caídas, ranchos que humeaban todavía, restos de animales muertos para alimentar la tropa a la carrera. Desde los montes iba ascendiendo un apelotonamiento de nubes negras. Apretó el paso y llegó, con las primeras gotas, a una casa. El dueño le contó que los alzados habían asaltado el Cotuí.
En todo lo que anduvo no había visto un hombre ocupado en trabajo. Solos y silenciosos, los potreros se doblaban bajo el viento de lluvia que subía del río.
Había empezado la revuelta. ¡Revolución! Por todos los confines del Cibao rodaba un sangriento fantasma y la misma tierra olía a pólvora. Los hombres iban abandonando los bohíos a mujeres e hijos y se marchaban con la noche, o bajo la madrugada, apretando febrilmente el arma recién conseguida. Parecían ir a fiestas lejanas, a remotos convites. Respiraban una alegría feroz. Y los firmes de las lomas se iban poblando de tiros y de quemas en las primas noches.
Uno hubiera podido verlos pasar, fila tras fila, enfriándose en los barrancos de los ríos, quemándose en los caminos pelados, bajo el sol inclemente.
¡Revolución! ¡Revolución! Bien sabía padre cómo cada enemigo cobraba, al amparo de la revuelta; bien sabía padre que no quedaban hombres para torcer andullos; bien sabía padre que las llamas no tardarían en chamuscar los conucos, en marear las hojas de los plátanos; que pronto ardería el maíz, cuando las bandas entraran de noche a asolarlo todo. Y bien sabía que todo dueño de reses encontraría, una mañana cualquiera, los huesos de sus mejores novillos sacrificados en la madrugada.
Cruzó el pueblo al trote. Más alante, en una parada, supo que el general Fello Macario estaba acantonado a todo lo largo del río Jima. Desde Piedra Blanca hasta Rincón el prestigio del general Macario era indiscutible. Padre se contaba entre sus amigos y decidió pasar. Aún no teniendo su amistad, lo hubiera hecho: a dos horas escasas estaban los potreros, el hogar, la mujer y los hijos.
Tenía ya buen rato orillando el Jima; había que cruzarlo bien abajo, porque tenía un repecho alto y duro, de brava roca, el mismo que le impedía desbocarse sobre los campos cuando crecía.
Mero fue quien le llamó la atención: había oído voces, pero tan lejanas que se confundían con el canto de la corriente. El río rebullía a sus pies. Es todavía una vena de agua rauda y limpia; salta los escalones de piedras y se cubre de blancas espumas. Un poco antes de que tomaran la bajada para cruzarle, un hombre oscuro, de expresión aturdida, atajó a mi padre para decirle que no pasara. Papá comprendió que tenía miedo, y le invitó a seguir con él. El hombre no supo cómo darle las gracias. Montó de un salto sobre el mulo y papá le recomendó que debía apearse del otro lado, porque los animales estaban cansados. Tampoco contestó: la alegría le había roto la lengua, igual que si hubiera sido de vidrio.
Atravesaron el Jima. Entre las piedras altas y peladas que lo encajonaban, disimulada por los pedruscos y las sinuosidades, estaba la vanguardia, a la que el general había confiado su primer cantón. Papá fingió no haberla visto, y Mero trató de pasar como si no hubiera habido gente.
Uno, dos, tres, hasta doce revolucionarios saltaron, en alto las carabinas, gritando frases sucias. Padre tiró de las riendas. En un instante se percató de que las eminencias estaban coronadas de armas.
—¡No hay paso! —gritó alguien.
Papá simuló un asombro que no sentía; medio sonrió; sintió la sangre zumbándole en la cara; pero no dudó de que el momento se hacía duro. A pocos pasos estaba Mero, pálido de ira, rodeado por figuras estrafalarias y agresivas. Algunos animales se entretenían en mordisquear la grama que asomaba entre las piedras.
Padre tiraba el ojo en redondo, buscando un amigo, un conocido siquiera; y mientras tanto hablaba tonterías, procurando hacerse grato. Alguien se le acercó lentamente; al principio se veía como una masa negra y amenazante; después, al estar cerca, estalló en risas y dijo:
—¡Pero si es don Pepe, caramba…!
Y esa exclamación, que se le cayera del pecho a un hombre del montón, de dudosa estampa, decidió el asunto. Pero antes de seguir tuvo padre que tirarse de la Mañosa para beber a pico de botella un trago por el triunfo de la causa. Y que dejar también en el cantón de Jima algunas monedas para que aquellos infelices soportaran el frío cortante que se alzaba del río.
Una vez dejado a sus espaldas aquel trozo hostil del camino, los animales fueron amasando lodo denso hasta bien entrada la noche. El nuevo compañero se tiró de su montura tan pronto dejó de oírse el griterío de los acantonados. Iba con los pantalones remangados y alzando la voz a cada dos pasos para arrear la recua y ahuyentar su miedo.
En Jumunucú se detuvo papá en una pulpería. A la escasa luz de la jumiadora había un grupo de campesinos bebidos y discutidores; hedían a tabaco y ron malo. Preguntaron algunas cosas; quisieron saber dónde estaba la revolución. Algunos cabeceaban pegados al mostrador y el pulpero se movía de un lado a otro sin decir palabra. En la frente se le leía este pensamiento: «No pagarán». Padre pidió dulces para nosotros; el grupo le invitaba a beber y no sin trabajo pudo escapar. Ya sobre su mula, comprendió que aquellos desgraciados despedían la vida corriente: esa noche, o al amanecer, tomarían caminos extraviados para unirse a los alzados.
El paso de Jagüey quedaba cerca. Antes de llegar había que cruzar sobre una ceiba gigantesca que estaba atravesada en la ruta. Papá iba observando cómo una hilacha de luna forcejeaba con las nubes; Mero venía tras él y cerraba la recua el desconocido que se les unió antes de cruzar el Jima.
Metiendo estaba la Mañosa sus primeras pezuñas en el agua cuando, inesperadamente, surgieron cuatro o cinco sombras del recodo. No se les distinguía; tan sólo eran sombras a la escasa luz de aquel pedacito de luna. Papá tuvo tiempo de ver que alzaban armas que los desconocidos agitaban a la vez que gritaban atronadores altos. Padre sintió que se le quemaba el corazón. Tiró del revólver, con ánimos malsanos, precisamente al tiempo que una de las sombras se agarraba a la rienda.
—¡Bandidos! —tronó padre.
Entonces uno del grupo gritó:
—¡Ah! ¡Es Pepe, es Pepe!
Papá sentía que se ahogaba, que se asfixiaba.
—¿Eres tú, Cun? —preguntó fuera de sí.
La voz respondió que sí. Le rodearon. Eran amigos de la ciudad, gente honesta y de trabajo a quienes el alzamiento había sorprendido en campo enemigo. Todavía recuerdo algunos nombres: Mente, Cun, Ramón.
Ya fuera del río, y mientras lamentaban el error, aquellos amigos pidieron noticias casi implorándolas. Temían a la revuelta; buscaban caminos extraviados, lo mismo que los que tomaban el monte; sólo que ellos lo hacían para huir.
Papá les explicó dónde estaban los cantones y les dijo, además, que era preferible caer en las manos del general Macario. Pero ellos no estaban dispuestos a tal cosa; sabían que era caudillo generoso y valiente; comprendían que no podían escapar a los revolucionarios si tomaban la ruta del Bonao; pero preferían correr el riesgo de encontrar a la gente de Monsito Peña, cabecilla sanguinario y sordo al perdón, porque los cantones de éste dominaban menores distancias.
Padre comprendió que nada los detendría; antonces pensó que el compañero que traía desde Jima podría serles útil.
—Váyanse con este hombre —dijo—. Él les llevará por las lomas de Sierra Prieta; si logran atraversarlas, corten derecho y tomen el rumbo de Maimón. Es el único camino. Pudiera también suceder que ya Macario tenga gente más arriba; pero no importa. De todos modos, insisto en brindarles mi casa…
Pero los amigos no quisieron. Abrazaron a padre y se fueron. El guía se habría negado a acompañarles si aquellos hombres no hubieran tenido armas.
Se fueron. Papá los vio cruzar los escasos hilos del Jagüey y perderse en la curva. Iban como prófugos, dejando atrás sus hogares, caminando por veredas escondidas, con el corazón pendiente de cualquier ruido. Eran honrados y trabajadores. El sangriento fantasma que enloquecía al Cibao les hacía semejantes a bandoleros.
Con el dolor de aquella despedida llegó padre a casa. Y todavía ese dolor le hacía sorda la voz, mientras contaba al viejo Dimas su accidentado viaje.
Capítulo VI
Aunque el día amaneció nublado, con las nubes espesas y oscuras rozando las copas de los árboles y los techos de los bohíos, mucha gente conocida y desconocida estuvo visitándonos desde que las gallinas dejaron los palos.
Mero llegó antes que el sol, tomó una botella de creolina en el comedor, charló con mamá, buscó un poco de cal en el almacén, y se fue a los potreros a curar dos mulos que se habían estropeado en el viaje.
Mero vivía en Pino Arriba y a lo que parece no tenía padre ni madre, porque nunca le oí hablar de ellos. Se había echado novia, y las primas noches le encontraban sentado en el bohío de ella, silencioso, mirándola con actitud tímida.
Él era persona moza, de pocas líneas y carne indecisa. Parecía que todas las palabras habían muerto sobre sus labios y que todas las luces nacían en sus ojos. Mulato, alto de pómulos, trabajador y sufrido, no tenía estampa fija ni se sabía a ciencia cierta en qué acabaría. Entró al servicio de papá en Río Verde, se le acomodó en el corazón porque no contestaba a sus regaños, porque era honrado y porque como no hablaba, no ofendía. Madre le quería mucho, y siempre encontraba abundante el café para guardarle su tacita.
Ni en Río Verde ni en El Pino vivía en casa; allá tenía la suya y al mudarnos encontró bohío en Pino Arriba. Se retiraba cuando nos sentía con sueño y volvía antes de que despertáramos del todo.
Alguna que otra vez hablaba de su hermana, mujer a la que parecía profesar un cariño limpio. Ella tenía unos hijos que él llamaba «mis sobrinos del diablo»; y cuando la ocasión le ponía frente a una recua que debía pasar por Río Verde, amarraba algunos «clavaos» en un pañuelo y se los enviaba a los muchachos «para que compraran dulces».
*
* *
Papá conversaba con Simeón, que entre palabras se ponía de pie para recomendar a mamá cómo había de hacer la tisana que me curaría las calenturas. A mi padre le tenía disgustado el estado de alarma y de desorden que se había producido, y lamentaba sobre todo el reclutamiento de los hijos de Dimas.
Ellos no eran asiduos de casa; pero trabajaban con papá, uno viajando con la recua; y en ocasiones los dos, cuando padre contrató cierta venta de troncos de roble y los utilizó para que ellos los cortaran y los sacaran al camino; y cuando había que preparar las cargas de andullos o frijoles, en vísperas de salidas.
Aquellos muchachos gozaban fama de serios y de trabajadores. Ambos eran blancos, ligeramente curtidos por el sol; ambos finos, respetuosos, bien criados. No nos visitaban con frecuencia, porque estaban en edad de hacerles ruedas a faldas jóvenes y libres; y por eso se les encontraba en los campos distantes, en las galleras o en las fiestas; de noche, sobre todo, se mantenían en velaciones lejanas. Dimas estaban muy orgulloso de ellos, aunque era discreto al alabarlos.
Padre le estaba explicando a Simeón algo relacionado con ellos cuando se asomó por el patio la vieja Carmita. Estuvo callada mientras padre no la saludó; después preguntó si no había visto a sus hijos. De seguro que papá mentía al decirle que sí; y ella lo notó porque aunque se despidió con ánimos de irse, se mantuvo rondando por la cocina alrededor de mamá, como quien busca un consuelo que no quiere pedir.
Probablemente papá estaba enterado de todas las nuevas del lugar; se las contaría mamá en la noche. Quizá por eso había estado oyendo hasta bastante tarde el ruido peculiar del fósforo cuando se enciende, señal de que estaba insomne y fumaba.
Yo estaba extenuado por la fiebre del día anterior; sentía una flacura interior, algo que me desteñía los colores y me invitaba a un sueño intenso. El frío me nacía en los propios huesos, se me adueñaba de la carne, me martirizaba.
Papá y Simeón seguían comentando sus asuntos; de rato en rato se levantaban, estrechaban manos anónimas, hablaban en voz alta. Pero de improviso padre gritó, notándosele el asombro:
—¿José Veras? ¡Caramba!
¡Estaba en casa José Veras! Salí corriendo, lleno de un impulso estúpido, tropecé con una silla, oí a mamá clamar que me haría daño, y me lancé sobre aquel hombre a quien quería entrañablemente. Él me recibió en el pecho, me apretó, me tentó con sus manos duras y me sostuvo cargado con un brazo mientras echaba el otro en el hombro de padre.
*
* *
¡José Veras! Ladrón, haragán, valiente, simpático, dueño de una vida aventurera y atrayente, recalaba en casa después de algunos meses de ausencia. Se había criado en Río Verde y veneraba a mi abuelo.
Era cuellicorto y cabezón. Tenía bigote copioso, frente estrecha, espesas cejas, la mirada afilada y la boca siempre rota en risas. A veces resultaba pendenciero, si amanecía con la sangre gorda; pero los que le conocían no se le atravesaban, porque a José Veras le pesaba el ruedo de los pantalones.
Nunca trabajaba y robaba a plena luz. Sin embargo, la propiedad del amigo no tenía mejor celador que él, ni su familia más abnegado enfermero cuando hacía falta; ni río botado ni tiempo de agua ni revoluciones le paraban cuando andaban en diligencias de gente de su querer.
Al parecer abusaba de su fama, y en el juego engañaba miserablemente a los demás o pedía lo que él sabía que nadie le negaba. Es el caso que vivía y que no doblaba el lomo. A veces desaparecía y averiguábamos que estaba en la cárcel, ya porque hubiera vendido un novillo ajeno, ya porque hubiera tendido a alguien en pleno camino, con las tripas afuera.
Tenía el cuerpo bien medido y musculoso, tanto que parecía un saco lleno de piedras. Vestía traje gris; estaba descalzo y usaba sombrero de fieltro verde, medio raído y con lamparones de sudor y polvo. Comenzó a charlar de muchas cosas, vigilado por la mirada astuta del alcalde.
Se fue largo rato después, dejándome acostado; él mismo me llevó al catre y me recomendó que me cuidara. Volvió en la tarde, cuando hubo encontrado acomodo en un bohío desvencijado que estaba al otro lado del Yaquecillo. Las yaguas calcinadas se le caían a pedazos y el viento cantaba con ronca voz entre sus rendijas. Todos decían que en aquel bohío salían muertos. La vegetación que le rodeaba era greñuda, llena de mayas, pajonales y bejucos; éstos gateaban por las esquinas del bohío y rompían en verdor sobre el techo. En El Pino nadie se hubiera arriesgado a dormir en él; y cuando mamá le preguntó cómo se atrevía a hacerlo, le contestó José Veras que Para los muertos tenía su oración y para los vivos su revólver. Entre risas dijo más tarde que el bohío le gustaba porque nadie le pedía cuentas si le arrancaba las tablas para hacer su candelazo en las noches de frío.
Capítulo VII
Cuando papá consideró que los mulos habían repuesto en los potreros su fatiga, y cuando le vio las ancas firmes a su Mañosa, dispuso un viaje rápido al pueblo para llevar telas y otras cosas «antes de que la gente se embullara con los tiros». Salió bien de mañana y volvió cuando el sol rastreaba desde el oeste. Estaba muy alegre, porque había hecho buena venta. Dijo, acomodándose para regustar mejor la cena recién comida, que en el pueblo había dudas, decires, pesimismos.
—¡Ay de esa gente si Pello Macario los coge ahora desorganizados!
—Manque no los coja, don Pepe; manque no los coja —sentenciaba Simeón.
En un rincón, huyéndole a la luz retozona para esconder su tristeza, Dimas sólo atinaba a decir:
—Con que no vido a los muchachos, don Pepe; con que no los vido…
Más que hablar con papá, parecía hacerlo con la noche dilatada, con la noche plena que se estaba endureciendo afuera.
La vida del campo estaba suspensa para todo aquello que no fuera la revolución. En las tertulias de casa se contaban historias de sangre; se hablaba de tal pleito, de las bajas que hubo en tal lugar. Cada día aparecían noticias nuevas que nadie sabía de dónde procedían, puesto que ninguno de los contertulios salía del Pino. Se decía que las tropas pasaban de noche, y alguien aseguraba que sentía los pasos de las monturas.
Papá era o muy crédulo o muy incrédulo. Sus simpatías estaban con los alzados, quizá porque era amigo del general Fello Macario, quizá porque el gobierno había reclutado a los hijos de Dimas, cuyo dolor, manifiesto perennemente, aunque lo disimulara, indignaba a quienes le querían.
La amenaza de la revolución paralizaba las vidas. A cada momento se la creía ver aparecer por el recodo de la Encrucijada, arrasándolo todo.
Sin embargo, la tal amenaza no podía matar el deseo de diversiones. A pesar de que a cada amanecer faltaba alguna cabeza de hombre en algún bohío, porque en la noche tomó el camino de los cantones; a pesar de que nadie sabía qué cosa desagradable le guardaba la revuelta; a pesar de que nadie sabía cuándo podía aparecer una columna armada, la gente se preparaba a bailar.
Desde muchas noches antes a la del sábado se oía retumbar la tambora por los lados de Jagüey Adentro. Eran ruidos sordos, epilépticos, con ritmo de tiroteo lejano. Los hombres ensayaban merengues; y cuando la brisa venía del este, llegaba hasta nosotros la voz desgarrada del acordeón.
El entusiasmo iba cundiendo en los campos vecinos. Desde la tambora parecía irse desprendiendo un calor que emborrachaba. En la noche trepidaban las sombras bajo el convite apremiante de aquella tambora.
Simeón habló con papá para que pusiera cantina en Jagüey Adentro; pero padre le contestó que él no contribuía para esas cosas, cuyo final era siempre sangriento. Él sabía bien cómo va levantando el ánimo la copa apurada sin medida, cómo enardece la música tosca del acordeón. En toda fiesta flota un vaho viril y cruel, un olor confuso de sudor y de mulo caminado, una pestilencia de pólvora, que acaba poseyendo a los hombres y termina en chorro: de sangre.
El baile debía ser el sábado en la noche; sin embargo, desde antes del atardecer empezaron a cruzar por el camino incontadas mujeres. No se sabía de dónde salían tantas. Unas tenían color de cacao: otras eran blancas, con la sangre apretada en las mejillas; otras parecían negras de tan oscuras. Todas llevaban trajes anchos, de colores chillones; todas movían las caderas con vaivenes de hamacas y todas tenían ojos encendidos, como fogones en las medias noches. En los moños altos y copiosos lucían su gracia los claveles reventones y las tímidas rosas.
Pasaban también hombres, agrupados, en caballos, a pie, bien trajeados, descalzos; gentes de todas las razas y de todas composturas. Venían vociferando, reían, charlaban y bebían a pico de botella.
Papá y yo estábamos en el camino real, junto al portón. Veíamos aquel desfile abigarrado que padre comentaba con palabras despectivas. La tarde se arrimaba también hacia allá, hacia Jagüey Adentro; parecía ir cruzando el cielo en amplios trazos de luz morada. Oíamos claramente la tambora con su ruido esquivo, veloz, desesperante. Por el camino, con la cabeza gacha, venía Dimas; traía las manos a la espalda y parecía no querer andar.
En eso oímos tiros. Sí; eran tiros. Seis, siete. Sonaron claramente, por encima del sordo rugido de la tambora.
Dimas se detuvo. Nos miró con ojos desolados y absurdos. Estaba ya cerca de casa y corrió.
—¡La revolución, la revolución!… —roncaba.
Pero no era la revolución. Vimos un hombre que venía, desde la Encrucijada, en nuestra dirección. Corría alocado; se detenía de pronto, disparaba y tornaba a huir.
—¡Es José Veras! —gritó papá.
¡Sí; era José Veras! Se le veía como una mancha gris, atareado en cargar el arma humeante. Cerca, cerca, tirándole los cascos de las monturas sobre las espaldas, le seguían cuatro nombres. Traían los sables en alto y se inclinaban hacia el camino.
Yo estaba asustado. Mamá y Pepito corrieron al portal boquiabiertos. Papá los atajó; los empujaba con las manos, con las palabras. Se metió en el almacén a todo correr. Cuando salió de nuevo, con el revólver oscuro en la mano, acababa de caer José Veras.
Los perseguidores saltaron sobre él en desorden. Vimos claramente el chorro de sangre que le nació en el pescuezo. Pero aún así, en el suelo, disparó dos veces.
—¡Asesinos! ¡Asesinos! —tronó papá.
Y haló el gatillo tres, cuatro veces. Dimas corrió sobre el grupo; llevaba en alto su cuchillo.
Los caballos se arremolinaron junto al cuerpo herido de José Veras. Aquello parecía una mancha confusa, medio perdida en el atardecer. También papá corría, gritando insultos. Pero los desconocidos lograron montar.
Nos ahogaba el sobresalto, mientras el camino real se alargaba tras los cascos de aquellos cuatro caballos veloces.
*
* *
Toda la gente del baile se desbocó en el patio de casa. Venían agrupadas como hormigas; una algarabía terrible se alzaba de aquel montón inquieto que gritaba y gesticulaba.
Tenían al herido tendido con la cabeza sobre la calzadita que llevaba a la cocina. Un machetazo cruel, que desde la oreja derecha hasta casi la mitad del cuello le había tumbado buen trozo de carne, había abierto salida a la sangre abundante de José Veras. La tierra mojada y negra se la iba chupando con avidez. Las mujeres y los hombres se inclinaban con miradas tímidas y asustadas sobre el herido.
A medida que pasaba el tiempo se agrandaba el grupo. Simeón escupía indecencias, mientras caminaba de un lado a otro con el entrecejo arrugado. No comprendía que se pudiera herir tan cobardemente a un hombre.
Sólo José Veras parecía tranquilo: ojeaba el grupo y trataba de sonreír; pero a cada esfuerzo le borbotaba la sangre por la herida. Tenía ya el pecho y los hombros rojos.
La vieja Carmita había venido también entre los curiosos; se alejó de todos, se dobló cerca de la alambrada y escogió algunas yerbas. Pidió permiso a mamá para majarlas en la cocina. Pero ni madre, ni padre, ni nadie sabe qué convenía hacer. Todo el mundo se movía de un lado a otro, protestando y asqueado del suceso; aquella masa confusa sólo sabía mecerse en círculos sobre José Veras.
Carmita pedía una aguja con hilo y papel de estraza. Habló con Simeón. Dimas daba voces, queriendo pasar.
La vieja se inclinó junto a la cabeza del herido. El quiso moverse para verla; la sangre le salió entonces a caños, ensuciando la falda morada de Carmita.
—Estése quieto, compadre, que vamos a coserlo —recomendó el alcalde.
Él movió los párpados, aprobando. La vieja le llenó el hueco de carne viva con las yerbas majadas, metió también papel de estraza y comenzó a coser la despiadada cortadura.
Todo el mundo trató de no ver. Sólo una mujer joven, de encendida color, dejó los ojos fijos en José, mordiéndose los labios.
Oyéndoselo contar a la gente supimos que José estaba jugando con unos hombres que decían ser del Bonao, pero a quienes se sospechaba como procedentes del Cantón de Jima. Hizo trampas para quedarse con una onza, se la reclamaron, se negó a devolverla, y acaeció la tragedia.
Papá ordenó que le arreglaran con sacos viejos y aparejos una cama en el almacén. Simeón se le acercó para preguntarle quién era su agresor. Desde el suelo, apuntándole una sonrisa maligna en la boca descolorida, respondió Veras:
—Ésas son cuentas mías, compadre…
La vieja Carmita explicaba a un grupo de mujeres:
—Ése no se muere… Yerba mala…
Los hombres buscaban, con justo disimulo, la dirección de la gallera.
Capítulo VIII
Un día amaneció El Pino en revuelos, pues se aseguraba que la columna revolucionaria llegaba de un momento a otro. La gente correteaba por el camino, dando voces y arreando los cerdos y los becerros. Ladraban los perros y los hombres se mangueaban, se acercaban, cuchicheaban entre sí y guiñaban los ojos.
En realidad, lo que había sucedido era que media docena de alzados apostados en Jima se hicieron de caballos y llegaron hasta Jumunucú para comprar ron. En la pulpería bebieron de lo lindo y estando en calor se les ocurrió disparar los revólveres. Uno de los vecinos, cuando la noche cerró silenciosa sobre los tiros, salió cautelosamente, cruzó unos cuantos guayabales y llegó al bohío más cercano.
—Por ahí vienen ya —dijo.
En ese bohío se alarmó la gente, y corrieron adonde unos primos que tenían cerca de Jagüey.
—Por ahí viene la revolución —dijeron.
Uno de los muchachos, que oyó la voz y creía que amanecía, se echó afuera, cruzó el río y llegó hasta la casa de la vieja Carmita. Le aseguró que la columna estaba casi entrando al Pino y hasta le juró que sus hijos venían en ella. La vieja Carmita tocó en las puertas de todos los bohíos cercanos, alborotó a los hombres, y en la madrugada estaba El Pino entero sobresaltado, esperando oír de momento la corneta que anunciara la llegada.
José Veras, que estaba bastante aliviado de la herida, pedía que le dejaran salir o, por lo menos, asomarse a la puerta, porque quería ver si entre los que llegarían estaban sus heridores.
El frío apretaba, aunque estaba despejado el cielo. José Veras se había recetado a sí mismo resina de amacey, y tenía el cuello rojo, morado casi. Me tenía consigo cuando las fiebres me permitían levantarme; me hacía preguntas y cuentos. El día del revuelo en El Pino estuvo nervioso; pero a medida que se acercaba la noche, como viera que se trataba de alarmas falsas, se le fueron haciendo mustios los ojos, como las flores castigadas por el sol de mediodía.
En la tarde, mientras la gente aún se removía de arriba abajo y en la cocina se hacían vaticinios y se adelantaban conceptos, José Veras desenredaba sus mejores voces para contarme una historia. La luz del atardecer persistía temblona en las rendijas. Él, con los pies cogidos, de nalgas en su camastro, la mirada infantil y alegre, entretenía mi impaciencia.
—…Bueno… Pata e Cajón taba aquí, un ejemplo, y taba en La Vega. Andaba con un saco más grande que una casa y ahí diba metiendo cuanto muchacho topaba. Una vez nos llamó el gobernador a cinco presos, que tábamos en la cárcel por desgracias que le pasan a uno, y nos dijo: «Ya Pata e Cajón ta haciendo mucho daño; yo los suelto a todos ustedes si me lo consiguen…».
Salieron los cinco presos: cada uno tomó caminos distintos, hacia los pasos de los ríos, porque Pata de Cajón tenía la propiedad de aparecer en varios sitios a un mismo tiempo. Casi nadie le había visto; pero se dio el caso de desaparecer cuatro niños a la vez, en lugares distintos, y en todos habían encontrado las huellas cuadradas, increíblemente grandes, del fantasma.
Uno o dos viejos aseguraban haberlo topado, ambos de noche. Era, según decían, hombre bajito, que podía crecer o hacerse como una hormiga, de acuerdo con sus deseos. Se rumoreaba que había venido de Haití y que tenía panales de avispas en las barbas blancas, espesas y largas.
Más de un mes estuvieron los presos acechando a Pata de Cajón. Una noche, pasada ya la media, José Veras, que cuidaba el paso de Pontón, vio bajar por los cerros de Terrero dos hachos de cuaba, grandes como pinos nuevos. José no era hombre capaz de sentir miedo; pero era tan impresionante el sordo ruido de pedregones desprendidos que salía de los cerros, y tan azul y extraña la lumbre que despedían aquellos hachos, que José se hincó, rezó un padre nuestro y dos salves y sintió no tener vela para alumbrarse el camino de los cielos.
Por la sabana de Pontón, tostada, amplia, llana como palma de mano y despoblada, empezó a cruzar una gigantesca figura que se envolvía en la sombra, a pesar de los hachos que la precedían. Los tales hachos caminaban solos con pasmosa serenidad, igual que si la mano del diablo los sujetara.
Ya estaba cerca la aparición. José pude distinguir el tamaño de los pies, disformes, cuadrados y grandes como cajas de mercancías. Sobre ellos se alzaba la figura dudosa que él estaba en obligación de apresar.
José se había metido entre las mayas que orillaban la sabana; miraba con ojos enloquecidos de pavor y sentía ganas de correr, de hacerse ligera guinea entre aquellos pajonales pardos, enrojecidos por la lumbre de los hachos.
Recordó la misión que le habían confiado; pensó en los niños que desaparecerían esa noche. Se sintió heroico y comprometido, ya no dudó y desenfundó el revólver.
Pero los tiros no salieron. José Veras sudó frío. El fantasma caminaba sobre él, así, volando, volando. José se aterrorizó hasta los mismos huesos y lanzó un grito terrible. Después… No supo más. Los vividores del lugar lo encontraron, a la mañana siguiente, tendido de cara al cielo, apretando el revólver con mano agarrotada.
—Asina —terminó— puedo jurar que lo vide, como se lo toy contando…
Se apretó más los brazos contra los pies.
Una tristeza absurda le poblaba de pena el rostro.
—Hace ya mucho tiempo que Pata e Cajón no sale —explicó—. Me dijeron que se fue otra vez pa Haití.
Parecía lamentar en su interior la ausencia del fantasma, mientras manoteaba matando los mosquitos que se le asentaban en las piernas. Yo me sentía debilucho.
Y me levanté para dejar a la jumiadora que se adueñara del vasto almacén: sobre el techo de zinc se iba haciendo gruesa la noche picada de estrellas.
Capítulo IX
Enfermo estaba yo, con una fiebre que me hacía arder la sangre, cuando recibimos las primeras noticias seguras. Se sabía sin lugar a dudas que llegarían en la tarde y además que las avanzadas del gobierno se replegaban con precipitación hacia el pueblo porque una columna de la revolución había atacado por la espalda.
El camino parecía un hormiguero y en todas las caras había risas insolentes. Desde que el sol dejó su inclemencia empezó la gente a apostarse en las palizadas. José quería levantarse; pero una llovizna menuda empezó a salpicar los campos y se fue haciendo gruesa. El viento sin ley de las lomas la tornó chubasco; sin embargo los hombres no se iban.
En casa se trajinaba como nunca y padre hizo ensillar la Mañosa para que Mero fuera a toda carrera hasta Pedregal y comprara algunas medias botellas de ron en la pulpería que vegetaba allí.
Entrando ya la noche oí el rumor vago, confuso y atronador, que iba creciendo rápidamente. Pepito estaba a mi lado, temblando de frío, hecho un manojo de nervios. Sentíamos igual que si un río salido de madre se hubiera adueñado del camino real y corriera arrasando con bohíos, con árboles, con piedras. Algunos disparos sueltos cantaron en el anochecer y se distinguían gritos roncos, voces ardidas, palabras desnudas. Papá caminaba a grandes trancos de una habitación a otra.
Al amparo de las sombras, que se metían apelotonadas en la casa, salté del catre y me fui al almacén. Me sentía exhausto y crecido a un tiempo. José Veras entreabrió una puerta; veíamos el agua gotear por las arrugas del zinc.
—Ese es Fello Macario —dijo él.
Señalaba al primero, jinete elegante, de pecho salido, que montaba un nervioso y bien parado caballo rosillo. Tenía la piel oscura y llevaba sombrero de Panamá. No se le veía arma. Vestía saco achocolatado y pantalones azules y estrechos, cubiertos de rodilla abajo por negras polainas. A medida que se acercaba se distinguía mejor el rostro viril del general. Se adornaba el labio superior con bien hecho bigote; usaba pañuelo de seda arrollado al cuello. Miraba por encima de los hombros, sereno, arrogante, seguro, como hombre acostumbrado al mando.
Su caballo era también de jefe. Marchoso, embarbado, brioso y alto; no movía la cola y pisaba como si temiera hacerle daño a la tierra.
Tras el general se adivinaba un hormiguero de hombres montados y a pie. A su lado venía un negro bajito, jinete en alazano pequeño; tenía la corneta terciada sobre el amplio pecho.
De la columna, que caminaba torciéndose, moviéndose, ladeándose, se elevaba un vasto rumor de conversaciones alegres; alguna que otra voz se alzaba en gritos; muy atrás se adivinaba otro grupo, medio ahogado en la llovizna.
José Veras estaba nervioso y ardía en deseos de tirarse al camino; le bailaban los ojos; se mordía las rabizas del bigote, palidecía… Yo me sentía colmado de entusiasmos, enamorado de la postura elegante, viril y simpática de aquel general legendario, de quien se contaban cien generosidades y no sé cuántos gestos de valor. Se decía que en todo el Cibao no encontraba compañero en la seguridad de su muñeca; que no perdía tiro; corría de boca en boca la historia de que cierta vez en la fiebre del combate metió su caballo en la montonera enemiga para arrancarle a una rumba de muertos el cadáver de un compadre; que se lo echó por delante y que retornó a su tropa al tren picado de su montura, sin apresurarla, sin disparar y sin volver el rostro.
Cincuenta merengues cantaban las hazañas del general Fello Macario; y yo lo tenía ahora al alcance de mi vista, y sentía que una felicidad ardiente y desconocida descendía sobre mí. Pero cuando vi que, ya casi frente a casa, el general dirigía su montura hacia el portal, y sentí que papá salía a recibirle, dejé la rendija y corrí a mi catre.
Oí el saludo cordial de mi padre; oí la voz del recién llegado, autoritaria, salida a borbotones, como las burbujas de la botella metida en el río; oí la voz alegre de mamá dándole la bienvenida y oí las pisadas del rosillo en el patio.
Pepito corrió al comedor y subió a la ventana. Volvió inmediatamente a decirme que había muchos, muchísimos caballos en el portal, tratando de entrar, pero que el general lo había prohibido.
Las pisadas de las bestias, frente a la casa, en el trocito de camino que se nos echaba delante como perro sato; las voces aguardentosas de los revolucionarios; el tintineo de los estribos y los frenos, cuando los animales pretendían sacudirse la llovizna de encima: todo aquel clamor ronco, nuevo y vertiginoso, penetraba en mi habitación, cabeceaba contra las paredes y me golpeaba en las sienes.
A poco sentí pisadas recias en el comedor y sonido de espuelas. La voz de Fello Macario, baja y mandona, colmó la casa. Estuvo largo rato hablando con padre y me di cuenta perfecta de cuándo llegó Mero con el ron y cómo chasqueó los labios el visitante, indicando que le había gustado. Después se pusieron de pie y creí que él se iría; pero las pisadas se acercaron e irrumpieron en mi habitación. Mamá les seguía con luz. A su gracia pude ver al general.
Era de expresión adusta, cerrada, imponente. La nariz afilada y la boca prieta, la barbilla pronunciada y el entrecejo le hacían difícil a las intimidades. Sus ojos pardos, manchados de rojo, se movían con impresionante pesadez, igual que si estuvieran metidos en barro. Tenía la quijada sólida y la cabeza pequeña, con el pelo cortado a rape y jaspeado por puntos de canas. Estuvo sentado en una silla serrana, junto a mi catre; me pasó varias veces la mano por la cara, al descuido, mientras contestaba las preguntas de papá; al descuido también pareció tentarme por el pescuezo, con el dorso oscuro.
—Este muchacho se está quemando, Pepe —dijo.
—Unas calenturas… —comentó mamá.
—Yo lo voy a curar de una vez —aseguró.
A la sonrisa de duda que se descosió en el rostro de mi padre respondió él con otra de sapiencia. Pidió ron a mamá; se desabotonó el saco, sacó del cinturón un hermoso puñal que tenía el mango negro y adornado con plata, buscó a tientas una cápsula y lentamente, como hombre que de nadie depende, comenzó a desplomar la munición. Logró sacar el cascarón, no sin algún trabajo, y había vaciado la pólvora en su mano zurda cuando retornó mamá trayendo el ron. Él se bebió un trago, sin asquearse, igual que quien bebe agua, echó la pólvora en el resto y me tendió el vaso. Papá gritó que no me diera tal bebida, pero él le contestó, sonriendo, que «ésa era la medicina de los hombres». Sujeté asustado el vaso, tragué el ron y sentí que un candelazo me abrasaba la garganta.
Fello Macario me miraba con sus ojos pardos, pesados e impresionantes. Las lágrimas me saltaban de los ojos y entre ellas veía la expresión apesadumbrada de mi padre. De pronto pareció acordarse de algo, le dijo al general que esperara y salió.
El general no habló palabra, como tampoco mamá, mientras papá estuvo fuera. Él parecía estar jugando con algún pensamiento y yo atendía a las voces de Pepito, que se elevaban entusiastas y agudas en el patio.
Padre entró con el revólver de Dosilién en la mano.
—Quiero dejarle esto de recuerdo, ya que ha honrado mi casa —explicó tendiéndole el arma a Fello Macario— ¿Sabe usté a quién perteneció esto?
El general movía la cabeza a un lado y a otro, indicando que no. Al fin, a la sonrisa pedante de papá, respondió:
—Ni lo supongo.
—A Dosilién —dijo.
—¿A Dosilién? —preguntó asombrado.
Papá afirmó con gestos. Afuera engrosaba el ruido. Siempre me seguía pareciendo un río que arrastraba espeques, alambres, hombres, árboles. Pepito vino corriendo a decir no sé qué cosa al oído de mamá, y ella salió apresurada. Fello Macario escuchaba atentamente a papá.
—Me habían dicho que estaba compuesto.
—Sí, —aseguró papá— está compuesto. No hay bala que lo corte mientras usté lo tenga encima.
El general sonreía satisfecho.
—Usté no sabe lo que le agradezco este regalo, Pepe —dijo poniéndose de pie.
Caminó dos pasos, con igual torpeza que si estuviera aprendiendo a moverse sobre la tierra, despojado de su caballo. Se acercó a mí, y con una ternura que me abrumaba empezó a peinarme con su mano áspera. Alta la cabeza, mirando lejos, dijo:
—Pepe, acuérdese de que arriba y abajo, en gobierno o en revolución, el general Fello Macario es su amigo.
Había hablado con voz entrecortada. Al salir se le regó la luz en la espalda. Era, efectivamente, un bello ejemplar de mulato. Ya en la puerta se volvió con un movimiento lento, señaló al oeste y recomendó:
—Ahí en Pedregal voy a dejar un cantón: cuídeme esos muchachos como si fueran suyos, Pepe.
—La gente que anda con usté —respondió papá notándosele la emoción— es gente que manda en esta casa, general.
Se fueron. Por las otras habitaciones iban sonando sus pisadas, acompañadas de ruidos de espuelas. Y las espuelas eran de plata, si yo no había visto mal.
Capítulo X
Una semana después había renacido la paz en el lugar. El sol rubio, retozón y malcriado, llenaba de oro los pardos caminos del campo. Mero iba y venía sin cesar; sacaba los mulos, los peinaba, les curaba las mataduras y les revisaba las patas; recosía aparejos maltrechos, serones rotos; se pasaba horas enteras retejiendo sogas desflecadas. A menudo iba Carmita para cambiarle la resina de amacey a José Veras, hablaba poco o no hablaba y rara vez se refería a sus hijos, lamentando no haberles visto cuando la revolución pasó. José le explicaba que ellos estarían en otros sitios, «porque la guerra era muy grande, y había mucha gente en el monte».
José se arriesgaba a salir y se metía en la cocina bien de mañana para hacer rabiar a mamá con su descuido o para contarme cuentos en los que no faltaba un muerto que ora galopaba en las ancas de su caballo hasta derrengarlo en cualquier recodo de camino lleno de tinta, ora le mandaba buscar una botija repleta de onzas, ora le pedía que le rezara para sacarle de penas.
El viejo Dimas silenciaba y la mayor parte del día la pasaba apretándose la frente con la mano corta y recia. Nadie le traía noticias de sus hijos y a ratos sólo sabíamos cosas desagradables para el gobierno, en cuyas filas estaban.
—En estos días —rezongaba a menudo— no hay que pensar en trabajo. Todito lo echan a perder estas condenadas revoluciones.
Apenas venían campesinos a casa; alguno se aparecía, de tarde en tarde, con un mísero andullo, o con dos cajones de maíz. Papá se quejaba del mal tiempo, aunque entre días se le oyera decir que, a pesar de todo, la vida iba adelante.
Y así era… Con algunos empujones, es cierto; pero la vida iba adelante. Podíamos compararla con las aguas escasas y pestilentes del Yaquecillo: cuando le lloviera en las lomas bajaría impetuoso, alzándose hasta lo más alto de sus raquíticas barrancas.
El jefe del cantón de Pedregal se presentaba temprano en busca de su café, volvía a medio día a comer y retornaba en la noche para tertuliar y echar un trago, si aparecía.
Era aquél un tipo pintoresco, negro, rechoncho, de mirada vivaz y alegre decir. Resultaba gracioso y simpático con nosotros, a quienes miraba como personas superiores; pero hombre que le cayera bajo la voz de mando, era hombre perdido. Le chillaban las palabras de una manera atroz, y si contaba un hecho de armas en el que había actuado, anulaba a cuantos intervinieron en él para crecerse de modo desaforado. Él había mandado el fuego y repartido la guerrilla; y fue él quien, en tal pleito, le tumbó la cabeza de un machetazo al general tal; y él quien hizo prisionero a aquel otro general; y él quien, cuando tal pleito estaba perdido, se apareció con seis hombres y un corneta y a toque de avance y descarga cerrada salvó la situación.
Era de verle cómo saltaba y removía los brazos, cómo se le incendiaban los ojos y cómo se doblaba e imitaba la corneta con la voz y los tiros con un ruido seco de la garganta. Era un remolino vivo y no cabía en espacio alguno, por ancho que fuera, cuando contaba lo que él llamaba «un sucedido».
Se mantenía cargado de armas. Tenía un sable terciado, sujeto a la cintura por una cinta ancha y tricolor; dos revólveres, el uno cacha negra y el otro nacarado; usaba un puñal largo y agudo, que llevaba envainado a la espalda, con el mango hacia el lado derecho. Del hombro izquierdo hasta la cadera del otro lado le pendía una cartuchera cuajada de municiones y otra se le enroscaba en la cintura, sobre la guayabera de fuerte—azul. A todos les resultaba chocante, y José aseguraba que los hombres así no salían guapos, pero que aquel «diache» comía balas. Para mí era un mortificante problema pensar cómo se hacía para dormir tan repleto de hierros peligrosos.
En las tertulias de la cocina y por los labios de aquel hombre desfilaron todos los generales habidos y por haber. Contando los pleitos en que había figurado, resultaba que había recibido su bautismo de fuego por lo menos veinte años antes de nacer. El mismo no recordaba de dónde era, y unas veces decía que había nacido en Piedra Blanca, otras que en Santiago, otras que en la Línea.
Algunas noches se ponía a detallar por qué sitios estaba triunfante la revolución, cuáles eran los lugares por los que el gobierno podía recibir refuerzos. Papá dedujo por esas conversaciones que la gente que estaba en el pueblo se veía apretada y que nada más por la línea férrea mantenía contacto con el gobierno. Con un candor infantil dibujaba planos en el suelo, utilizando astillas o el cuchillo de Simeón.
—Aquí está tal tropa —decía señalando el lugar en la tierra—; y aquí tal estación, y el general Fulano está acantonado allí.
—Ajá, ajá…
Una vez papá aseguró que de él estar en el pellejo del general Fello Macario, ganaba la revolución con un solo encuentro.
—Yo… —explicaba— corto por Pedregal o por los Mameyes, hago que algunas guerrillas tiroteen el pueblo por la entrada de Pontón y cuando me estén esperando les salgo en la misma vía férrea, cortándoles las comunicaciones.
—Bueno, don Pepe —observaba José Veras— pero usté no cuenta con que ellos tienen todo el pueblo y para mover tropas lo hacen corriendito. Contimás que si se tiran con la guerrilla y la aflojan, se meten por este camino hasta el mismo Bonao, y le alborotan el gallinero al general.
Papá le miraba pesadamente, obligado a callar, porque por boca de José Veras hablaba la verdad aplastante del hombre que no ha teorizado en su vida, sino que ha actuado siempre.
—Lo que pasa —terciaba el negro—, es que en el pueblo hay balas y soldados de verdá. Correteando de arriba abajo no se ganan pleitos, don Pepe, sino metiéndose entre la candela.
Inmediatamente comenzaba a contar una acción en la que él había intervenido. El general decía que así y él que asá; discutieron, por poco si se matan en el calor de la disputa; pero cuando hubo que atacar, se hizo como él dijo y se triunfó.
—Ahora están murmurando —soplaba Simeón— que esperan refuerzos y que tal vez le traigan hasta unos cañoncitos…
El negro alzaba los ojos asombrado. Absorta en su oficio, mamá acechaba el glu-glú del agua que estaba en el fogón.
*
* *
A medida que fue tomando confianza, el jefe del cantón se fue apareciendo acompañado. Los que con más frecuencia iban eran un hombrecito descolorido, con sólo la piel sobre los huesos, silencioso, de modales lentos, cabellos muertos y negros y ojos de matón; y un mulatazo enorme, que casi no cabía por la cocina, dulce al hablar, al moverse, al mirar. En su cuerpo todo era flojo y caminaba como persona con sueño. Otros muchos se turnaban en las visitas; pero no eran asiduos. José los interrogaba a todos y como al descuido preguntaba por gentes del Bonao. Bien se veía que vivía alimentando el deseo de vengarse. Dimas se interesaba por noticias que vinieran del pueblo, deseoso de que alguien le dijera un día que sus hijos estaban sanos y salvos. Generalmente se mantenía exprimido, como las guayabas que el mulo pisa en los caminos; tenía los párpados amoratados y la lengua pesada para la conversación.
Sabíamos que la revolución no acometía de manera resuelta, y hasta el negro se quejaba de ello, lamentándose de que el general no encontrara oportunidad propicia para lucirse. No era muy discreto hablar así, pero él se sentía seguro y sabía que en casa nadie le iba a hacer una mala jugada.
Oyéndole hablar, todos fuimos cobrando un miedo vago a no se sabía qué cosa; temíamos que un suceso inesperado hiciera cambiar los acontecimientos, o, por lo menos, que los detuviera allí donde estaban. Ya hubiera sido bastante amargo eso, porque aunque yo no entendiera que vivir era cosa difícil, se lo oía decir a los mayores, y la vida tal como estaba, me llenaba de sustos. Sabía que la revolución estancaba las fuerzas en marcha; que entre los conucos iba haciendo estragos el bejuco bravo; que el maíz ennegrecía al sol, sin que la mano que lo había sembrado fuera a recogerlo; que en su propio tallo se hacía tripa oscura e inútil la fragante hoja de tabaco, y, sobre todo, que por los callejones de cada campo empezaba a crecer el fantasma del hambre.
Una noche, pesada de incertidumbres, llegó el negro cabizbajo, tumbó el pilón y tomó asiento en él. Con la frente en la mano estuvo largo rato sin decir palabra. Se rascaba las piernas y parecía quejarse. Papá le miraba y se asombraba.
—¿Se siente malo? —preguntaba solícito.
Al cabo de buen rato, alzando la mirada, el hombre dijo, sencillamente:
—Dentraron refuerzos al pueblo.
Todo el mundo abrió la boca, pero el asombro las llenó de silencio.
Capítulo XI
A carrera desbocada, un jinete que traía los brazos abiertos y el sombrero sobre la nuca pasó como una exhalación frente a casa y nos gritó:
—¡La revolución viene por ahí!
Papá se tiró al camino y llamó a voces; pero el hombre iba ya metiéndose en la Encrucijada, cubierto por una ligera nube de polvo.
No sabiendo qué partido tomar, papá se dirigió velozmente hacia el oeste, buscando de seguro acercarse al cantón de Pedregal; pero ya cruzado el Yaquecillo se devolvió y entró mordiéndose los labios al almacén; anduvo rebuscando por su habitación y tornó armado.
—¿Dónde está Mero? ¿Dónde está Mero? —preguntaba desorientado.
Nos dimos a llamar a Mero, a voces colmadas, correteando hasta la alambrada de atrás, y bastante después le oímos gritar desde el fondo de los potreros. Padre le indicaba con la mano que apresurara el paso y cuando estuvo cerca le dijo que trajera un mulo cualquiera, porque tenía que hacer un mandado.
Mero aparejó el animal y no sé qué cosas le recomendó papá, porque él se avivó en los preparativos y cuando estuvo montado pegó con los talones en las costillas del mulo, que partió al trote. Después padre entró, nos llevó al comedor y cerró la boca y el ceño.
Hacia el medio día, lívido, con un montón de noticias siniestras atragantado hasta no dejarle hablar, volvió Mero y se metió de un salto en el comedor.
—Hay más de veinte heridos ahí en Pedregal, don Pepe; cuando llegué estaba uno agonizando.
Los ojos de aquel infeliz eran incapaces de fijarse en cosa alguna; la cara de papá se hacía gruesa y Pepito miraba como los perros apaleados. Con señales, más que con palabras, le hizo papá contar todo lo que sabía, y supimos de esa manera que desde el amanecer se estaba librando un combate feroz a la entrada del pueblo. Los muertos no se podían contar y se iban despachando los heridos menos graves hacia Pedregal, con el propósito de que los atendieran y, de ser posible, los enviaran más atrás. El negro que comandaba el cantón, persona con experiencia en esas cosas, no quería mal impresionar a la gente del Pino y por eso se mantenía allí con los heridos, tratando de curarlos con agua y yerbas, multiplicándose, abnegado y heroico. José Veras estaba entre ellos, cortando tapones de maguey en los pajonales vecinos, taponando balazos, aliviando con palabras y caricias a los infortunados.
Aún allí, entre la sangre cálida que imponía respeto, José Veras removía a los heridos, les tomaba las caras entre las manos y se las estudiaba con interés manifiesto: buscaba una que él debía recordar con justo odio.
Al decir de Mero, entre ratos se oían las pisadas veloces de algunos caballos, llegaban los jinetes, cada quien con un abaleado sobre las piernas, los soltaban en silencio y dando escasas noticias de lo que sucedía allá alante, se marchaban con las bocas cerradas, pálidos y rabiosos. Uno que otro decía al llegar: «Mataron a Fulano». O si no: «Cortaron malamente al capitán Tal».
Deprimidos por las nuevas estuvimos esperando la llegada de José Veras. Entró a pie, con insolente lentitud. Como tuviera la mirada pesada, no hizo falta preguntarle nada. El mismo, cuando lo creyó conveniente, empezó a contar. Sus noticias eran fatales: según él la revolución había perdido el empuje y sólo gracias al coraje del general Macario se estaba aguantando: pero la derrota era inminente. Comprendiéndolo así, el negro que mandaba en Pedregal había dado orden de que fueran repartiendo los heridos de manera discreta, llevándoselos sobre todo a la loma, acompañados por hombres sanos. Los más graves quedarían allí, y como era inhumano exponerlos a la intemperie y a la crueldad del enemigo, se les ultimaría dándoles un balazo en la sien a cuantos padecieran.
Mamá se sujetaba ambas manos, apretándolas, y unas lágrimas limpias empezaban a rodarle por las mejillas. Mirándola, José quiso consolarla:
—Ésa es la guerra, doña; no hay remedio… O se mata o lo matan…
Pero esas palabras ni a él le satisfacían, porque bien claro se le veía el dolor.
La expresión triste de mi padre no se debía tan sólo a la posible derrota de los que habían ganado su simpatía, sino al temor de, las represalias, al miedo de que, triunfante el gobierno, se viera obligado, como antes, a buscar su seguridad en la huida perenne, en el escondite, en la fuga. Se alzaba ante nosotros, una vez más, la amenaza de la mala vida, del refugio en las lomas inhóspitas, o en la remota frontera, o en otro país, en último caso.
Torva era la expresión de cada uno en casa, hasta el atardecer, cuando de manera definitiva nos enfrentamos a la realidad: la revolución había sido derrotada.
Mero fue el primero en señalar a los prófugos, una fila de sombras aplastadas que correteaban por las lomas que nos quedaban atrás. Otros iban gateando afanosamente por los repechos y a la distancia los veíamos como niños que jugaban. Después… Después ya no hubo tregua para los que huían. Descaradamente irrumpían en el camino real, tiraban las armas entre los matorrales, en los guayabales, bajo las mayas; se metían por los potreros o en el monte de enfrente; huían de manera vergonzosa, llenos de un miedo cerval e inhumano. Algunos venían en caballos canijos, taloneando a las pobres monturas que ya llevaban desflecados aparejos, ya estaban al pelo, ya ensilladas. Se oían tiros sueltos, imprecaciones y advertencias. A ratos gritaba alguno:
—¡Párense, pendejos! ¡Párense!
Aquellas voces aumentaban la confusión y el miedo, encendían los ánimos de huir que llevaban algunos y denotaban el profundo desconcierto que llenaba el momento.
A la puerta de casa, al trote más que a la carrera, llegó uno de los hombres de Pedregal, aquel descolorido y flaco que tenía ojos de matón. Se metió como en propiedad suya y tenía aires serenos.
—¿Qué pasa, por fin? —le preguntó papá, sujetándole por el hombro.
—Ya lo ve —respondió el hombre, señalando con un gesto el camino, los montes y las lomas.
—¿Derrotados?
—No; todavía no; el general está peleando duro a estas horas; pero casi toda la-tropa se le ha huido.
Tomó asiento y murmuró en voz baja:
—Ha sido una carnicería… Ojalá que usté viera cómo están los heridos ahí en Pedregal.
Pepito se agarraba a la falda de mamá, pálido y con la mirada huidiza. Papá tenía anudado el ceño y la boca trancada. Madre rompió en preguntas, todas vagas; José Veras callaba junto al hombre. Por la puerta se podían ver los grupos que pasaban en fuga.
El visitante procuró saber cuál era el camino que lo llevaría a Sabana del Puerto, donde tenía una tía. No era de esas tierras y no quería caer mansamente en las manos del gobierno. Se conocía que era valiente sin titubeos, pero que estaba seguro de no haber hecho muchas cosas buenas, y quería evitar tropiezos.
José Veras le estuvo explicando, lo mejor que pudo, señalando con la mano, mencionando nombres de individuos que encontraría en la marcha. Papá le regaló unas monedas y antes de que la tarde cayera del todo se fue cruzando los potreros para caer en Jagüey Adentro. Estuvimos en el patio mientras pudimos ver su cabeza meciéndose entre la alta yerba páez. Ya íbamos a entrar cuando nos sorprendieron las voces de Pepito, que llamaba a gritos. Corrimos todos a través de la casa, en dirección del camino real, atropellándonos en la carrera. José Veras se tiró afuera, con el revólver en la mano.
Había frente a la puerta un hombre, jinete en penco bayo, que sujetaba por un brazo a otro que se descolgaba penosamente de las ancas. Cuando éste hubo tocado tierra con los pies, desplomándose sobre José, el que le sujetaba golpeó las costillas del penco con sus recios talones y partió al galope. No había dicho palabra y ni siquiera volvió la cara, como si no hubiera dejado allí nada.
Padre se tiró al camino, enrojecido de súbito, y tomó al hombre por los pies mientras José le clavaba sus manos en las axilas. Entre los dos lo llevaron hasta el quicio de la puerta; al soltarlo se quedó flojo, encogido, los brazos junto al cuerpo. Durante un segundo movió la cabeza y levantó con visible esfuerzo los párpados: sus ojos tristes y pardos se mecieron de un lado a otro, sin gobierno.
Tornaron a cargarlo, doblado como hamaca, y lo recostaron en el mismo sitio que acogió a José Veras la tarde de su tragedia. ¡Oh! ¡Y qué angustia nos oprimía a todos, viendo tendido a nuestro frente aquel cuerpo largo de hombre!
Estábamos velándole en el almacén, a la luz de una jumiadora que daba tumbos sin cesar. De hora en hora sentíamos pisadas alejándose y compadecíamos a quienes iban así, buscando amparo en la distancia, cargados de miedo, bestezuelas más que hombres.
El herido respiraba con afán. Mamá rezaba y sostenía en sus piernas la cabeza de Pepito, abatido por el sueño. En una silla, doblado, preocupado, papá fumaba, acechando los movimientos del desconocido.
Aquella angustia mortal que nos ahogaba colmaba el almacén, le mantenía los ojos serios a losé Veras y nos aplastaba el corazón a todos, y lacia gigantescos los ruidos comunes, los de una ata infatigable o los del viento en cualquier ama.
*
* *
Los gallos empezaban a cantar la media, uno tras otro, en el vasto círculo del campo, cuando el herido pretendió incorporarse. Un esfuerzo sobrehumano le hinchó la cara; pero se desplomó sobre el aparejo mordiendo un gemido. José se apresuró a calmarlo, golpeándole suavemente el hombro.
Pasado un tiempo, el hombre logró alzar la frente y entreabrir los ojos; su primera actitud fue mirar en redondo, con la boca abierta. Sus ojos eran dos luces sin voluntad en mitad del rostro. Estaba encendido de fiebre y preguntó, lleno de miedo:
—¿Dónde toy yo?
Papá y mamá corrieron sobre él musitando:
—En su casa, amigo; en su casa.
El hombre pareció comprender, movió la cabeza de arriba abajo y se dejó caer de lado, como quien no quiere luchar más. Temíamos que la vida no quisiera retornar hasta el corazón de aquel desconocido. Pero él reaccionó pronto. Cuando menos lo esperábamos se torció, apoyó una mano en el suelo y alzó medio cuerpo.
—Me duele mucho aquí —dijo de manera clara, señalándose la tetilla.
Era allí donde estaba herido. Un hoyo fino de bala le había subido la carne viva y José Veras le había puesto un tapón de maguey en él, sustituyendo el de trapo sucio que había traído.
—Sí —le explicó papá—; es un balazo; pero ya se está curando.
El hombre le miró con los ojos cargados de dulzura, sonrió algo, igual que si una lucecilla verde le hubiera iluminado los labios, y murmurando las gracias y las buenas noches se acomodó de nuevo en su camastro.
Íbamos a levantarnos ya, para ir a dormir. José Veras había porfiado por quedarse a cuidar el herido y rebuscaba sacos en los rincones para arreglar una almohada. Estábamos en la puerta del comedor, madre, Pepito que dormitaba, papá y yo, cuando oímos un tropel afanoso cruzar el Yaquecillo. Padre se detuvo en seco; mamá tomó actitud de acecho; Pepito me miraba con ojos alocados. Sentimos a los caballos detenerse de golpe y casi de inmediato tembló la puerta a unos golpes insistentes y nerviosos.
—¿Quién va? ¿Quién va?
La voz de papá no tenía nada de tranquila; era alta y áspera. José Veras cruzó la habitación en carrera, se pegó a la pared para oír y desenfundó el revólver. Los golpes persistían y persistían también las preguntas de papá, que nos metía apresuradamente en el comedor.
—¡Pepe, Pepe! —demandaba una voz ronca, cortada y nerviosa.
—Es el general —aseguró José tranquilizándonos.
Padre se dirigió a la puerta, interrogando quién era.
—Soy yo, Fello Macario —contestaron de afuera.
Papá se agachó para destrancar; abrió la puerta con cautela; pero la mano oscura y nerviosa del general tiró de ella. Inmediatamente le vimos entrar, con paso rápido y ruido de espuelas.
—Perdone, doña —dijo dirigiéndose a mamá, mientras se quitaba el sombrero con extraña y noble cortesía.
Papá pretendía preguntar algo más; antes de que hablara se le adelantó el general para explicarle:
—Mi caballo está herido y necesito una montura buena.
Padre pareció perplejo un momento, mientras afuera sonaban los hierros tascados por los animales de los que acompañaban a Fello Macario.
—Lo único que tengo es una mula, general —aventuró papá—, aunque buena.
—Cualquier cosa, Pepe, cualquier cosa…
Todos los gestos de aquel hombre acusaban su prisa. Nada le importaba en la vida; nada… Necesitaba tan sólo una montura. Papá estaba también nervioso.
—José, José —dijo de pronto—; vete al primer vaso y tráele la Mañosa.
José Veras atravesó el almacén, atravesó el comedor y abrió la puerta que daba al patio. Un viento frío se coló por ella, se arrastró de barriga sobre el piso y dio de bofetadas a la jumiadora… El herido se movió como para resguardarse de ese airecillo entrometido; lanzó un quejido sordo y volvió a estar tranquilo.
—¿Quién es? —dijo el general señalándolo.
—No sé —contestó padre—. Está herido de un balazo en la tetilla.
El general se le acercó, se agachó y removió la cabeza del hombre para verle mejor. Clavaba en aquella carne ardiente sus dedos recios de caudillo.
—Es Momón —explicó poniéndose de pie.
Y luego, dejando caer una mirada compasiva sobre él:
—Lo cortaron esta mañana, en la salida de Pontón.
—¿Estaba con usté? —preguntó papá mirándole fijamente.
—Sí —respondió a secas.
Y luego, como para justificar esa afirmación, dijo, indicando con la barbilla la dirección del Bonao.
—Es de los lados de casa.
E inmediatamente se dirigió a la puerta, donde masculló unas órdenes a los hombres que le esperaban. Se volvió para decir que tenía urgencia en salir. Le habían herido el caballo, aquel noble y bello bruto que parecía hecho para la fiesta de los tiroteos. Recomendó a papá que lo curara y lo cuidara, porque él volvería.
Oíamos a José Veras abrir el portal. Fello Macario sacó la cabeza al camino, ordenó que desensillaran el rosillo y enjaezaran la Mañosa. Iba a despedirse de nosotros ya, cuando el herido levantó la cabeza y lo llamó a pobres voces.
—Dígale a máma que yo toy bueno y sano —rogó el hombre.
El general lo miró pesadamente, casi angustiado.
—Pierda cuidado, Momón —afirmó.
Durante un instante que se hizo fantásticamente largo, mantuvo sus ojos brillantes y fijos en algún punto doloroso. Pareció dudar entre irse o quedarse amparando al herido; pero se resolvió de golpe, saludó otra vez y dio la espalda.
José Veras corrió para cortarle el paso.
—Yo me voy con usté, general —dijo.
Papá pretendió protestar; pero Fello Macario le atajó con una mano, mientras sonreía levemente, satisfecho sin duda de que, todavía derrotado, su presencia marcial y mandona arrastrara vidas por los caminos de la revolución.
Él ignoraba que José Veras se acogía a su prestigio para buscar a un hombre.
LOS VENCEDORES
Capítulo I
Sin duda alguna, aquello era la paz; es decir, en todo había un cansancio, un desabrimiento, una especie de sueño profundo aunque inútil. El sol lamía y lamía los montes distantes, los dormidos caminos y los bohíos escasos. La guerra se había ido con la noche, ensuciando de sangre los ríos, galopando en las ancas de la Mañosa y arrastrando consigo a José Veras.
No volvían los hombres que habían abandonado el quicio de sus casas, el machete al brazo, la carabina a la espalda, a pie o con el espinazo de algún penco bajo las piernas; pero había paz.
Padre y Mero curaban del rosillo del general. Momón se levantaba ya, caminaba por el patio, se bañaba con aquel sol inofensivo. No estaba bien del todo, porque tenía en la cara un color de caña madura y los huesos le salían de entre la carne como piedras; pero Momón se estaba curando.
De noche, cuando no me aturdía la fiebre, se sentaba él en la orilla de mi catre y me contaba sus historias, sin verme, con la voz floja.
—Aquel condenado gato empezó a crecer, compadre Juan. Mi compadre no era un hombre blandito, pero ¡concho! , cualquiera no le cogía gusto al gato…
Nunca estábamos del todo a oscuras, porque la luz del comedor se atrevía hasta mi cuarto. Así podía yo verle, hecho una masa negra, inmóvil como un tronco. Su voz se llenaba de flojeras y me ponía tierno de miedo.
—Decían que era un extranjero blanco como su taita y dizque tenía un baúl de morocotas que eso daba pena. Pero lo enterró y se embromó. Cuantito mi compadre me dijo: «Momón, no puedo dormir porque siempre tá ese hombre llamándome», yo me malicié que andaba penando. «Pregúntele qué quiere», le dije al compadre.
Al otro día le fue el compadre con el cuento a Momón: el blanco tenía una botija. La había enterrado poco antes de morir en un botado, al tronco de una mata de cajuil, poco antes de llegar a la sabana de Cañabón. Allá se fueron ellos, esperanzados y alborotados; pero desde que dejaron el Jima atrás, se les pegó aquel gato negro, que maullaba, les miraba y esponjaba el rabo. El compañero tiraba el ojo y se impresionaba con aquel animal tan pertinaz. Con mucho disimulo esperó a Momón, que iba detrás, y le dijo al oído.
—Pa mí que ese gato es Abenuncio.
Momón calculó que sí; bien podía ser él.
¿No estaba penando el muerto? De seguro que el diablo no quería dejarle ir. Pero Momón tenía una oración que le había enseñado cierto brujo haitiano y con ella era capaz de irse hasta el propio infierno. Me explicaba:
—Esa oración no al dejo yo… Cuando sea grandecito se la voy a enseñar, por si se ve en apuros. Con ella no se siente miedo y si lo andan buscando usté la reza, le pasan por la verita y nadie lo ve.
Por eso Momón no temía. El otro no era blandito; pero cuaiquiera… Cuando empezaron a orillar la loma les pareció que el gato endemoniado comenzaba a crecer. Ellos lo miraban con a rabiza del ojo… ¡Sí! ¡Crecía! Ya estaba como un perro; ya estaba como un puerco; ya estaba como un potrico. Momón rezaba y rezaba. Oía las quijadas del compañero golpeando como dos piedras, oía el viento zumbando entre los árboles, oía el río que a lo lejos se desbarrancaba entre pedregones; le corría por el pescuezo y por la espalda un sudor frío, que le sacaba el calor del cuerpo y le dejaba la boca amarga. Se hacían los fuertes, acorralados entre su miedo y la noche; pero llegó un momento en que ya no pudieron más porque los pies se les fueron haciendo pesados y eran como pilones de madera verde. Agarrado a él, el compañero temblaba. Se atrevieron a volver la cara. ¡Pegado a ellos estaba el gato, grande como un caballo, con los ojos encandilados como dos fogones, el rabo esponjado como un pino!
En ese instante, cuando la voz de Momón sonaba ronca y angustiada, vi una sombra crecer en la puerta. Se me erizó la piel, se me enfriaron las manos y los pies; un grito cortante me ahogaba. Momón callaba y miraba; miraba y me sujetaba una pierna. Se movió la sombra y sentí que el grito me desgarraba por dentro, se me agigantaba en la garganta. No pude con él y sentí, al vaciarlo, que me dejaba exhausto.
Me pareció que papá corría sobre mí. Pero no era papá, porque tenía los ojos encandilados, y era grande como un caballo y tenía un rabo esponjado como un pino.
Después, además del miedo, toda la noche empezó a caerse sobre mí, igual que si hubiera sido de tierra seca. Y junto con ella, la mano de papá, untada de aguardiente con romero.
Al otro día, de mañana, desperté a las voces de padre, que regañaba con Momón. Él era delgado y triste; tenía los hombros cuadrados y angulosos y miraba con ojos humildes. Papá le estaba explicando que no debía contarme tales cosas, y Momón protestaba, ignorante de que me impresionaba vivamente, porque en él mismo había un aire de persona casi difunta.
Padre caminaba frente a la mesa, pesadamente; daba puñetazos y argumentaba que no se podía llenar la cabeza de un niño con mentiras mágicas. Desde mi catre veía los pies de ambos y oía claramente las palabras de Momón, cargadas de pena, que caían sobre mis nervios como guijarros.
—Lo que yo le contaba a Juan no eran embustes, don Pepe; eso me pasó a mí y le pasa a cualquiera.
Papá se movió de prisa y clavó en Momón una mirada repleta a la vez de asombro y de ironía. Parecía que iba a estallar en risas; parecía también que pretendía arañarle. Movió la cabeza de un lado para otro; paseó frente a la mesa… El sol le alumbraba los pies y alumbraba también los de Momón, cuya figura se esfumaba junto a las líneas rotundas de mi padre.
Había algo en el rostro de papá que decía: «Es un hombre tonto». Pálida, en desorden los grises cabellos, entró mamá y comentó:
—Sí, Momón; no se pueden contar esas cosas al muchacho; lo mata una alferecía.
Momón, silencioso, se miraba las manos.
—Lo que voy yo a hacer es dirme, don Pepe. Ya yo toy bueno; quería entretener a Juan…
—No; usté no se va, no se va.
Padre decía que no con las manos; se sujetó de espaldas a la mesa.
—Usté se queda aquí, Momón, y se irá cuando esté bueno, si no quiere quedarse; pero ahora no.
Bajo la mirada de mi madre se fue Momón lentamente al almacén; padre permanecía allí, pensando tal vez.
Yo estaba viendo el sol, el sol que se tiraba a dormir en el piso, como lo hubiera hecho un pobre.
Aquella luz, aquel silencio, aquella especie de sueño que tenían los días, era la paz. La fiebre seguía cociéndome; Pepito persistía en corretear por los alrededores; Mero había pedido permiso para ir a Río Verde, donde agonizaba un sobrino. A veces papá se quejaba de haber prestado la Mañosa, otras se agradecía de haber hecho un servicio al general Fello Macario.
¿Y los hijos de Dimas? ¿Y los de Carmita? ¿Y José Veras? Nada ni nadie. Lo que había era paz, paz y paz, algo así como si desde los altos cielos, desteñidos, casi blancos, hubiera estado cayendo sobre nosotros un cuento infantil que nos hacía dormir.
Los días iban y venían, se marchaban por los cerros de Cortadera y Pedregal y volvían por encima de la Encrucijada. Uno de ellos, cuando la mañana de vidrio nadaba sobre los potreros, me levanté para ir al comedor. Me sentí vacío, alto y transparente. Era como si la claridad, el silencio y la soledad me hubieran chupado la vida. La cabeza se me iba en círculos amplios y veloces; todo me daba vueltas: la habitación, las sillas, las mesas. Las puertas cruzaban ante mis ojos huecas, vacías, muertas.
Me recogieron en el suelo y me llevaron al catre, entre el llanto de mamá, el susto de Pepito y las voces de mi padre.
Era yo como un saquito de huesos que pugnaban por desunirse. Momón me acompañó todo el día y papá se estrujaba las manos mientras llegaba Simeón, a quien mandara buscar.
Y eso, eso era la paz: la somnolencia gruesa, las puertas muertas, la luz borracha, las historias de Momón y el silencio grave de los otros.
*
* *
Llovía; llovía sobre los montes, sobre el camino, sobre los ríos. La lluvia cerraba los horizontes distantes y cubría las distancias cercanas. El agua tamborileaba sobre el zinc, roncaba en el alto espacio negro y llenaba de rumores la vasta casa de madera.
En mi habitación estaban, bajo la rubia luz de gas, mi padre y Momón, mamá y Pepito. Momón se había sentado sobre una caja vacía; tenía los codos en las piernas, la cabeza entre las manos, los ojos entornados, y hablaba:
—Ése era un monteo muy serio, don Pepe. No más hizo la noche dentrar y ya estaba negrecita como fondo de paila. A Blanquito le dije yo: «Mire a ver, compadre, si colgamos las hamacas en buen palo». Pero él dizque ni se veía las palmas de las manos. Me costó a mi dir tentando los troncos; entonces se le ocurrió a él prender candela. Sacó del seno una cuabita que teníamos, la quemó con un fósforo y recogió unos palos.
¡Cristiano! ¿Quién lo mandaría a hacer eso? Estaba la candela lo más alegre y nosotros contentísimos, cuando en eso oigo un pitido. «Compadre Blanquito —le dije—, prepare su carabina, que para mí andan las reses por ahí».
Momón contaba una historia de montería.
Era en las altas lomas de Bonao, hacia el sur; aquéllas son tierras negras como el hierro, de tan tupida vegetación que el sol cae muerto de cansancio sobre los recios árboles antes de poder besar el suelo. Por entre aquellos troncos espesos andaba Momón con un tal Blanquito, en busca de reses cimarronas.
Decía Montón que estaba deshecho y que le abrumaba el monte, cerrado de árboles. Allí estaba la candela tratando de abrirlo, cuando sonó a su vera el rugido del animal. Momón seguía:
—«Compadre Blanquito, asegúrese con esa carabina, que lo tenemos arriba»; y él como si tal cosa, acostado al lado de la lumbre, con su cachimbo en la boca y mirando para arriba.
Allí estábamos todos tan silenciosos que el ruido de la lluvia se quedaba con toda la casa, se metía por las paredes, rodaba por el piso, arañaba el zinc. Pepito, papá, mamá, yo, los cuatro éramos sólo oídos y ojos. Y Momón seguía sin moverse, cambiando de voces, los ojos entornados y las manos en las mejillas.
—Cuando quiso darse cuenta, estaba el animal paradito a la vera de nosotros con los ojos prendidos y dos chifles como dos sables. ¡No quiera usté saber el susto que me di, don Pepe! Cogí la carabina con una mano y con la otra jalé a Blanquito y en lo que se revuelca un burro ya estábamos nosotros arrinconados. El diache del animal era el mismo diablo, don Pepe: un toro más grande que yo, berrendo en negro, con un yunque como el tronco de una ceiba. Nosotros rompimos a correr por entre los palos y él a largarle pezuña a la candela. Saltaban las brasas arriba de él, y él metiéndoles cacho. Muertos del susto estábamos y sin poder correr por entre ese monte más negro que el carbón y tupido de bejucos. Yo quería flojarle un tiro; pero no díbamos a poder desollarlo esa noche, contimás que esos pájaros son muy delicados, y donde usté mata uno se arremolinan todos a pitar y gritar. Yo estaba, don Pepe, con el corazón en la boca. Los perros ladraban, saltaban y se le diban encima al animal y él ni caso les hacía. En una de ésas un cachorro muy bueno que llevábamos se le acercó más de la cuenta, se viró y le clavó el cacho entre la barriga; le sacó las tripas enteritas y se las pisoteó el muy condenado.
Callaba Momón, para recordar y descansar, y mandaba la lluvia. Entraban retazos de viento, se medio caía la luz…
—Esa noche la pasé en claro, don Pepe. Cada vez que se movía un palo estaba yo parado, con la carabina entre las manos. Los perros se mantenían ladrando y ladrando. En eso empezó a caer un agua templada. Entonces sí era Ja cosa de a verdad. A mi compadre le dije: «Ahora si nos fuñimos, porque con este tiempo no hay quien montee». Aquel demontre de hombre era hasta su poquito haragán. ¿Sabe lo que me dijo? Que él lo que tenía era gana de dirse. ¿Usté ha visto? Bueno… hay gentes que no son personas. Teníamos las monturas en Arroyo Toro y dende el amanecer estábamos en el monte. “Pero compadre —le dije yo—, ¿cómo vamos a estar un día y una noche caminando en el monte, muertos de miedo, para volver a casa sin una tajadita de carne?
Momón sonreía; sonreía y miraba a mi padre.
—Hay gentes que no Son personas, don Pepe…
En eso: clom, clom, clom.
Mamá miró en redondo; papá irguió la cabeza y se murió para todo aquello que no fuera el ruido; Momón se puso de pie, llenando de sombras un rincón.
—Están llamando —dijo.
Y padre y él salieron, mientras madre los veía desde la puerta. Oíamos cuando la abrieron y los oímos retornar enseguida. Entraron con un hombre bajito, oscuro y sólido. Sacudía el sombrero contra los pantalones, desde los que caía el agua a chorros. Una sonrisa ancha, amarilla y sana le ponía los pómulos altos.
—Siéntese —dijo padre.
Pero el hombre se miraba los pantalones, las manos, la camisa; se le veía que no quería mojar la silla. Papá insistió y él se sentó en la caja que ocupaba antes Momón, bajo la horadante mirada de mi madre. Estuvo buen rato callado, ojeándonos observándonos. Esperábamos que iba a pedir posada, a decir que no podía llegar a su destino con semejante tiempo; pero nos sorprendió a todos preguntando de pronto:
—¿Es usté don Pepe?
—Sí.
Padre se acariciaba el bigote.
—Tengo que decirle una cosa; pero…
Papá le invitaba:
—Diga, diga.
—Es a usté solo —rezongó él.
Madre quemaba a papá; Pepito quemaba al hombre; Momón quemaba a madre; entre todos me hacían arder.
—Dígalo aquí, no tenga miedo —recomendó padre.
—No, don Pepe; es asunto delicado.
Padre nos señaló:
—Éstos son mis hijos, ésta es mi mujer; éste es de la casa.
El hombre alzó unos ojos dudosos hasta Momón.
—¿De dónde viene?
Era papá quien había preguntado.
—De arriba —dijo, señalando indecisamente hacia el este.
—¿Del Bonao?
—No me comprometa, don Pepe.
El hombre tenía la cabeza baja y le daba vueltas al sombrero, con aquellas manos gruesas, cortas.
—No tenga miedo; diga.
Entonces el hombre alzó la frente.
—Usté tiene aquí un caballo rosillo.
Papá dijo que sí con la cabeza.
—Bueno, yo vengo a buscarlo.
Momón comentó:
—Anjá… vuelve la fiesta.
—¿A buscarlo? —inquirió madre.
—Sí; a buscarlo. Ustedes saben ya…
Padre se puso de pie.
—Venga —ordenó al hombre.
Y por la estrecha puerta lo llevó al comedor, por donde andaba rodando el ruido que la lluvia metía bajo el zinc.
Cuando volvieron escondía papá los ojos, pero se notaba que desde ellos se le estaba cayendo una mortificación.
—Momón —dijo—; necesitamos buscar el rosillo del general.
—¡Concho!… Con esta noche sí no creo que lo topemos.
Padre tenía una mano embolsillada y la frente caída.
—Pero este hombre no puede esperar a mañana.
El recién llegado tenía los ojos regados en toda la cara.
—No puedo, no; tengo que dirme esta noche sin falta. Y hasta suerte a que está lloviendo…
Mamá cortaba el hombre a miradas.
—Bueno… —Momón se había sacudido las manos—. Yo voy a buscarlo, si hace falta.
—Pero usté está enfermo, Momón —objetó mamá.
—¡Falta que hace Mero aquí! —lamentó padre.
Efectivamente, hacía falta; sólo él conocía como su casa el pedazo de potrero donde estaba el caballo rosillo; tanto lo había caminado que a tientas podía meterse en él sin tropezar y sin torcer el rumbo.
—¿Sabe dónde duerme siempre? En el tronco del higüero.
—¿Para allá? —Momón señalaba al oeste.
—No, papá; no —atajó Pepito.
Su manecita hablaba tanto como su boca. La voz se metía como punta de cuchillo en aquel roncar terrible de la lluvia.
—Ayer tardecita estaba por los alambres que dan al caimito.
Padre se rascó la cabeza. ¿Dónde diablos estaría ahora ese animal? Y aunque fuera de día, ¿no era una barbaridad meterse entre las altas yerbas de páez, bajo la loca lluvia, a buscar un caballo que estaría escondido sabe Dios en qué rincón?
El recién llegado se adelantó, siempre en las manos el sombrero.
—Enséñeme dónde está el vaso, que yo lo busco.
Madre ya no pudo impedir que sus ojos destruyeran al intruso.
*
* *
Supimos que volvían porque la lluvia no pudo ahogar el chapoteo del caballo en el patio. Momón entró tiritando. En la puerta de mi habitación lo sacudió una tosecita menuda. Dijo que había costado trabajo encontrar el animal; pero que aquel hombre era endiablado: ni que se hubiera criado en el potrero: lo anduvo de arriba abajo, sin tropezones, sin «equívocos».
Papá estuvo hablando con él allá en el almacén. A poco de haberse ido me fui metiendo en el sueño suavemente, como una hoja seca que planea desde el árbol al camino. Sé que desde lejos me llegaba la voz de papá:
—Otra vez estos líos, otra vez…
*
* *
Capítulo II
Durante dos días estuvo Momón quejándose: decía que sentía la cabeza crecida y que «un viento malo» se le había metido en la espalda. Al tercero no pudo levantarse y cuando padre fue a ver qué le pasaba lo encontró ardiendo de fiebres, rojo, resecos los labios y brillantes los ojos. Tosía y tosía sin descanso; a ratos le oíamos gemir; a veces hablaba de manera atropellada y en alta voz. Deliraba, cocido por la calentura traidora.
Mamá se mortificaba; recogió yerbas viejas, especias y no sé qué más; se metió en la cocina y volvió después con una tisana. Papá no quiso que la llevara ella misma, arguyendo que debía cuidarse por nosotros. Decía él que más tarde o más temprano, Momón estaba llamado a morir del pecho, porque aquel balazo le había malogrado un pulmón.
Yo no entendía qué quería decir él con eso de «morir del pecho». Sólo sentía la enfermedad de Momón porque me hacía falta: él arrullaba con sus charlas mi sueño; él me acariciaba la quemada cabecita, cuando la enfermedad me removía las entrañas; él me velaba; él me cantaba merengues movidos; él me cargaba cuando, estando aliviado, me emperraba en ver el patio o los potreros. Estaba quebrantado, tirado en el oscuro almacén, a solas con su dolor, gimiendo y retorciéndose, y a mí me dolía su soledad. Le había hecho daño aquel corretear de noche en busca del caballo, bajo el agua; y según entendía por las palabras de papá, nunca más se levantaría del lecho, Con muchos días de anticipación lloré sin consuelo la muerte que le anunciaban a Momón.
Antes de la semana estaba flaco, descolorido y laso. Los huesos de la quijada, los de la sién y los del hombro le hacían filos. Tenía la mirada humilde y despavorida; los labios amarillos e inmóviles. Seguía tosiendo y al hacerlo se agarraba el pecho con dedos crispados. Carmita venía a diario, Simeón le acompañaba en las primas noches y trataba de alegrarlo con cuentos picarescos, mamá seguía haciéndole tisanas; pero papá se mantenía alejado y no quería que nosotros entráramos al almacén. A menudo murmuraba con mamá, en la cocina o en el patio; aquellas murmuraciones se referían a la inconveniencia de tener a Momón en casa.
Estando así, abrumados todos por el malestar de aquel hombre, a quien habíamos recogido herido sin sospechar que íbamos a quererlo, llegó una tarde Mero. Entró vociferando desde el portal, llamando a gritos. Padre le abrazó con efusión y mamá puso la cara de fiesta para recibirle.
—El viejo les manda muchos recuerdos —fueron sus primeras palabras.
Tenía la boca colmada de alegrías y enseguida empezó a contar cosas del abuelo, el patriarca de Río Verde. Estaba bien de salud, aseguraba Mero, pero vivía comiéndoselo la rabia, porque una tropa del gobierno que pasó por allá, camino de Licey, le había llevado un caballo y tres novillos. El viejo pataleó cuanto pudo, dijo que los tales animales no se los sacarían de su casa estando él vivo. Oía yo a Mero contar y me parecía ver al abuelo, chispeantes los ojos, quietos los brazos y soltando por la boca toda clase de insultos. La tropa dizque veía a sus jefes atareados con el viejo, y reía a escondidas; pero los oficiales lograron, tras mucha adulación, sacar el caballo y los novillos a cambio de un vale en el que le aseguraban que los animales serían religiosamente pagados al terminar la revuelta. Abuelo consintió y pegó el vale en la pared, para mostrarlo a las visitas y tener un motivo real que justificara sus desahogos, que no eran pocos, por cierto.
Madre y padre oían la historia complacidos; Mero tenía una expresión bulliciosa, infantil y agradable. Contó que el sobrino había estado a las puertas de la muerte; pero que él consiguió una curandera que lo salvó con sopas de auyamas y unas friegas de no sé qué hojas maceradas en aguardiente. Hablaba por los codos, como quien teme no poder decirlo todo. Fue al cabo de un rato cuando preguntó por Momón.
—Está muy delicado —sopló papá bajando la voz.
—¿Delicado?
—Sí; se mojó hace unos noches y para mí está malogrado ahora.
Mero movía la cabeza en redondo, manifestando su pesadumbre; casi sin hablar le indicó mamá que estaba allí, en el almacén; y con pasos livianos, destocado, respetuoso, igual que quien se acerca a un cadáver, Mero fue entrando hasta detenerse junto a Momón. Le contempló apenado, movió los labios en un gesto cansado y dudoso y tornó de la misma manera para decir:
—No lo salva nadie, don Pepe.
Yo sentía que otra vez me nacía adentro un dolor lacerante, un desconsuelo incolmable. Rompí a llorar, tratando de ahogar los sollozos con la almohada para que no me sintieran, mientras en la cabeza me golpeaban aquellas palabras crueles:
—No lo salva nadie, don Pepe…
En la noche se reunieron en el comedor papá y Mero, Simeón y mamá. Yo pedía que me levantaran, medio calmado ya, y me llevaron después de haber cerrado la ventana, por donde entraba un airecillo fresco.
—Hubo un pleito duro en Licey —dijo Mero.
Parece que la revolución trató de detener los refuerzos que iban al pueblo, los mismos que la desbandaron pocos días después, y que los encontró en Licey, donde, según Mero, se enredaron en una batalla ruda, sangrienta y larga. Cuando él llegó a Río Verde encontró todavía huellas de la pelea: heridos, ropa ensangrentada en algún bohío y tumbas frescas. Triunfante el gobierno, entró y se llevó lo que encontró a mano: hombres, cerdos, víveres y hasta una muchacha que se fue tras el oficial. La verdad era que allí no habían sufrido la guerra mayor cosa.
Nosotros le oíamos atentos. Él acababa de callar cuando saludaron en la puerta. Mero se incorporó sin aspavientos y salió a recibir al viejo Dimas, que ya tenía un pie sobre el piso.
—Por allá vide a sus muchachos —dijo.
El viejo se quedó agarrado al marco, tembloroso y serio. Quería reír y se esforzaba en no hacerlo; quería llorar, quería abrazar al que le daba nueva tan feliz… Pero fue metiéndose en el comedor poco a poco, buscó a tientas una silla, cruzó las piernas y sólo preguntó, con una voz borrada:
—¿Los vido?
—Vienen para acá pronto —respondió Mero.
Todos rompimos en inquisiciones atropelladas. Mero explicó que estaban sanos, aunque tristes; uno, el menor, se había dado bravo y le gustaban los tiros; al otro le habían hecho un rasguñito en una pierna, cosa de nada.
Anhelante la mirada, entreabierta la boca, el viejo le escuchaba sin hablar y sin moverse.
—¿Y dice que vienen pronto? —habló al rato.
—Sí —aseguró el otro—. Los van a licenciar.
Dimas pegó los codos en ambas rodillas, bajó la cabeza y empezó a comentar:
—Lo que es el diablo… Mis muchachos metidos en esos líos.
Se le iluminaba la frente con el contento; y a lo largo de la conversación estallaba en risas sin motivo aparente.
Por la mañana, bien temprano, se juntaron en el patio de casa el alcalde y Dimas, Mero y papá. Los tres primeros tenían machetes; Mero estaba todavía con la alegría de la vuelta; Dimas tenía la que él le trajo. Pidieron café y se fueron.
A medio día, cuando retornaron, supimos que habían estado arreglando el bohío donde dormía José Veras. Le chapearon el frente y los lados, le remendaron el techo con yaguas nuevas, le aseguraron las tablas falsas y le pusieron trancas en las puertas. De donde Simeón trajeron un catre medio viejo, algo sucio de polvo y telarañas, y Mero lo llevó allá, después que hubo comido.
Yo no sabía qué querían con tales remiendos y composturas; pero en la tarde, entre Dimas y Simeón tomaron a Momón, que ya era apenas un hacinamiento de huesos de los que salían quejidos interminables; le sujetaron por debajo de las axilas y bajaron con él al camino real.
Cuando me asomé a la puerta iban más allá del Yaquecillo. El enfermo se desmadejaba, incapaz de tenerse.
Por mamá supe que se había hecho menester hacerlo, porque vomitaba sangre y eso era peligroso.
*
* *
A las preguntas de cómo le iba, contestaba papá:
—Viviendo.
Y así era en realidad. Aquella palabra, seca y estática, expresaba en todo su alcance el estado de ánimo en que nos hallábamos; lo explicaba con la mayor sencillez, con una limpieza que no detenía el entendimiento. «Vivíamos». Entre días, por hacer algo, papá y Mero revolvían el almacén, llenándolo de polvo; ensacaban el maíz, estibaban los andullos, enseronaban el café. Decía padre, como justificando su innecesaria actividad, que había que ir preparando un próximo viaje, el que haría tan pronto como volviera la Mañosa. Ya no podía tardar puesto que el general había mandado por el caballo; pero el hecho de pedirlo de manera tan discreta, tan escondida, tenía una significación enorme. Sospechábamos que él retornaría pronto y la sospecha nos abrumaba, es decir, abrumaba a papá y a mamá, que a Pepito y a mí lo que nos preocupaba era la seriedad con que ellos comentaban sus recelos.
Cuantas veces les era posible, se detenían secreteando, en el patio, en la casa o en la cocina. Se conocía que nadie debía darse cuenta de lo que hablaban. De noche les escuchábamos rumorando en su habitación, discutiendo en voz baja, hasta que la oscuridad ahogaba el insomnio. A nosotros nos llegaban retazos de esas conversaciones:
—Dios no lo quiera… Es que esta gente se ha vuelto loca… De momento el general le da un susto al gobierno…
Pepito, que entendía mejor que yo, me iba explicando los alcances de esas frases. Yo comprendía apenas, y me alegraba pensar que tendría otra oportunidad de ver al general, y que tal vez con su vuelta curaría Momón o que retornaría José Veras.
Cierto día, como epilogando una de esas conversaciones importantes, madre le dijo a papá, cuando estábamos comiendo:
—¿Por qué no volvemos a Río Verde?
—¿A Río Verde? —preguntó padre muy extrañado.
Explicó a seguidas que ya había estado allí un tiempo y que no era justo molestar al abuelo; que en aquella época había motivos, pero no entonces. Mamá le discutió algo, tratando de convencerle, y se levantaron de la mesa exponiendo cada uno su punto de vista.
Creyente con una fe infantil, al volver a mi habitación me hinqué y, lleno de fervor, le pedí a San Antonio que hiciera posible nuestro viaje a Río Verde. Me gustaba aquel campo; pero me gustaba de una manera honda, difícil de explicar. Encontraba que allí se me volvía pesada de felicidad el alma; que una confianza inexplicable me poseía al lado del abuelo. Él era duro para con los hombres, pero conmigo se hacía tan tierno como el ala de un ave. Tenía aquel viejo agrio una manera original de entretenerme y enseñarme; sus historias estaban salpicadas de explicaciones útiles; sus regaños eran mesurados y juiciosos. Nunca decía: «porque me da la gana», sino «por tal cosa», «por tal razón».
El mismo lugarejo era encantador, recatado, silencioso; más poblado que El Pino; con más niños de mi edad, un río bastante robusto y una vegetación rica en árboles frutales, diversa y henchida. Todo allí parecía vivir jocundamente, con placer de estar vivo.
Río Verde no estaba echado, como El Pino, a la orilla de un camino común, sino que tenía uno para sí, uno que terminaba poco más adelante de la casa de mi abuelo; un camino que se desprendía del real, lo que evitaba vivir con el ojo de todos los caminantes puestos sobre uno.
Estuve acariciando el sueño de volver allá, y ya me sentía flojo de pesadumbres, seguro, ágil de cuerpo y alma, a distancia de las fiebres y de la gravedad de Momón, de la ausencia de la Mañosa y de la preocupación de mis padres.
Pero a la hora de cena, como mamá tocara de nuevo el tema, papá le contestó de manera definitiva, diciéndole que no había que pensar más en ello.
—Aquí dejo los huesos antes de volver a considerarme un derrotado —dijo.
Le lucían los ojos de extraño modo; y yo sentí que adentro se me elevaban los escombros de una ruina nueva.
Capítulo III
Con una recua que, cargada de lodo, compuesta por caballos descarnados y dos hombres turbios, pasó por El Pino, según parecía, procedente del Bonao, se enteró Simeón de muchas cosas que nos contó esa noche, en la cocina pálida y discreta.
—Esa gente que diba en derrota —explicaba él— cogió por estas lomas, porque después les era fácil descolgarse y caer en el Bonao. Ahora dizque están por volver a lo suyo y asigún noticias que me dieron el general Fello Macario no ha sacado la cabeza todavía. Ustedes verán como el diablo se menea otra vez.
Papá, que tenía su temor, que presentía muchas cosas y que trataba de esconderse a sí mismo tales presentimientos, empezó a echarle nudos a la conversación.
—Yo no creo que sea posible eso, Simeón. La revolución quedó deshecha para siempre. Fue un golpe muy duro…
—Creerá usté eso, compadre; pero yo que conozco las vueltas del mundo le aseguro que vuelven, y si vuelven no los para nadie.
—¡Jum!
Dimas gruñía. Sus hijos estaban en el pueblo; permanecían atados a la suerte de la paz. Cuantas veces se quebrara ésta, se le quebraba a Dimas el corazón.
—Pa mí que debieran dejar ya esas caballás. Total, nosotros no cambiamos si no es para mal. Sube éste, y el precio del tabaco igual; sube el otro, y lo mismo. Lo más que pueden hacer con nosotros es reclutarnos y llevarnos a un pleito pa que nos maten como a perros. Cuando están por armar sus desórdenes, todo se les vuelve ir de casa en casa, diciendo que nosotros los del campo somos los hombres, que si la revolución triunfa nos salvamos, que si esto y que si aquello.
La cara patriarcal y conforme de Dimas se llenaba de una amargura plena, de un aire de dolor impresionante por lo callado.
—Suerte he tenido yo —comentaba Mero—, andando arriba y abajo y siempre me he salvado de una recluta de ésas.
Y agregaba:
—Por allá, por casa, todos perdían el juicio por andar con su revólver y caer en una desocupada… Gracias a Dios, nunca he usado eso… Con nadie me meto pa que no se metan conmigo, y no le ando atrás a ningún general de ésos que entusiasman a uno, y después, cuando suben… «si te he visto no me acuerdo».
Padre, aprobando con la cabeza, mantenía una expresión cerrada.
—¿Pero volverán?
—Sí, compadre —hablaba Simeón—; vuelven Todo es que Fello Macario toque una corneta.
—Hombre endiablado… —decía Dimas.
Así era: hombre endiablado, que no sabía vivir si no era volcando sobre la tierra montoneras de vidas; que removía los más oscuros instintos de sus prójimos y los arrastraba tras la cola de su caballo rosillo; que había nacido capitán como José Veras había nacido ladrón.
*
* *
Muerto parecía el campo; lánguidos los caminos; innecesario el cielo; sobrante el sol.
Las fiebres se me crecían dentro de la carne otra vez; me lanzaban en abismos de delirios; me hacían la sangre agua.
Papá meditaba cerca de mi catre; mamá correteaba de la cocina a la casa; Simeón chupaba su roñoso cachimbo; Dimas movía la cabeza, como si hubiera sido la rama de un árbol. Entre sueños oí decir que Momón se secaba por momentos, y que ya apenas le quedaba un rinconcito de vida en aquellos pulmones destrozados. También él estaba padeciendo, en su bohío, a solas con aquel pensamiento radiante: «Dígale a máma que yo toy bueno y sano».
Siempre, como una pesadilla, oía esas palabras y le veía en el instante en que se movió para decirlas. Quería hacerme la idea de su madre y me la figuraba igual a una vieja que conocí en Río Verde: Eloísa, Eloísa la de frente a casa; Eloísa, chiquita, arrugada, que andaba meciéndose y se mantenía cubierta con un chal negro de burda tela. En mis delirios se asomaba esa madre ignorada, la cual estaría esperando en el Bonao la vuelta del hijo que «estaba bueno y sano».
Había momentos en que la fiebre me enloquecía materialmente; empezaba sintiendo que me alzaba lentamente de los pies y que la cabeza se me iba haciendo grande, grande, grande. Después se me tornaba pesada y tenía la impresión clara de que el cuerpo se alargaba fantásticamente. Más tarde me parecía que el cuerpo empezaba a evaporarse, perdiéndose en el aire, desdibujándose, hasta que sólo quedaba sobre el catre una cabeza descomunal, roja, monstruosa. Unos sueños macabros empezaban a rondar en torno a ella: aves gigantescas, mariposas de alas duras y enormes… Una culebra de escamas rojas y verdes se iba arrastrando poco a poco, con mirada ansiosa y temible… Gritaba, hablaba, daba voces. Mi padre y mi madre acudían, pero se transformaban en seres pavorosos; estiraban los brazos para ayudarme y aquellos brazos se tornaban visiones dantescas; hablaban y sus palabras tenían sonidos fúnebres, extraños.
Por lo regular despertaba frío de miedo, con la garganta repleta de gritos. Miraba en redondo, y todavía con los ojos abiertos sentía que tenía a mi lado las multiformes pesadillas que me asediaban antes.
Mi madre me untaba aguardiente con romero; me hacía oler ajo, por si tenía lombrices; me acariciaba y me hablaba con voz doliente. Cerca estaba padre, gruesa la expresión y en la mano la frente.
Cuando las fiebres cedían al cuidado de mamá y podía levantarme, era tan débil como la llama de la vela expuesta al viento. Sentía la voluntad anulada y me parecía vivir lejos de mi propio cuerpo. Entonces amaba el sol, sobre todo el sol; me divertía cualquiera futileza, adoraba los colores, el canto de los pájaros y las flores. Con pasos inseguros caminaba por el patio, me iba hasta el naranjal a recoger azahares, me apoyaba en los espeques del portón para avizorar el camino.
En un cuerpo nacido años antes empezaba a aposentarse la vida de nuevo; todas las cosas aparecían por primera vez ante mis ojos asombrados; el amor me colmaba el pecho, un amor vasto y tranquilo, para las piedras y los animales, para las plantas y los hombres, para la tierra y para el agua… Un amor… Un amor que no se siente a menudo y que lava el alma, la purifica, la eleva.
Capítulo IV
—¡Lo peché! ¡Lo peché! Ahora yo me voy, don Pepe; tengo que andar apurando el paso porque no quiero que me alcancen esos condenados. La Mañosa viene por ahí. Usté no la va a conocer, don Pepe.
José Veras montaba un caballo «melao» que espumeaba por la boca y chorreaba sudor. Era justamente el medio día. Arremolinados a su vera, nosotros hacíamos coro a su prisa con gestos e interjecciones. Papá, más que con la palabra, preguntaba con los ojos.
José venía de allá, del Bonao. Había estado buscando aquel hombre con una constancia feroz; lo había encontrado, y el cuchillo se le fue entero en la carne del otro, por la tetilla. Ahora tenía que huir, que tirarse hacia remotos parajes, hasta que perdieran el odio los hermanos del difunto. Pero aquéllos serían también como él, vengativos y crueles, porque nadie, absolutamente nadie les sembró en el pecho, cuando eran niños, la semilla de la generosidad.
De pequeños los harían rezar, y alguna vez los llevarían al pueblo para que confesaran. Y es seguro que el cura les hablaría del poder de Dios, de la venganza divina, del castigo de los cielos; pero ellos nunca habían visto descender un rayo sobre la cabeza de un malvado, ni en el momento de cometer un crimen ni después; nadie les dijo que los otros hombres veían, como ellos, y que no debía destruirse tan precioso don; nunca les enseñaron… Ellos procedían devolviendo con mal el bien que no les habían hecho.
José Veras jamás había temido; tenía una conciencia sorda, en la que acumulaba odio tras odio. Esa vez huía porque le perseguían y la persecución era justicia, personal o no, pero era justicia. No temía a los hombres, sino a la justicia que ellos querían hacer en él.
No quiso dejarnos hablar. Alzó una rama fuerte que tenía en la mano, arreó la montura y se alejó. Cruzó el Yaquecillo al trote, chispeando de agua las piedras y las orillas.
De pie junto a la puerta, le vimos perderse en el recodo. Padre volvió la vista, cargada de pesimismo, y tropezó con la de mi madre, húmeda, desolada. Entramos.
*
* *
Esperamos una hora, dos, tres… La Mañosa no venía. Caminando del patio al comedor, del comedor al portón, las personas que frecuentaban la casa discutían y comentaban la actitud de José Veras. No había habido lugar a explicaciones y nadie sabía a qué atribuir aquello de que la mula venía atrás y de que no la conoceríamos.
La tarde se iba consumiendo entre conversaciones pesadas y lamentaciones cuando Pepito, que jugaba en el camino, entró dando voces y diciendo que traían la mula. Se olvidaron de mí y se lanzaron todos al portón; yo logré abrirme paso por entre las piernas de papá. Estacionados todos allí, discutían que si era ella, que si no era ella. Una mula venía, cierto; pero se trataba de un animal esmirriado, flaco como un machete, de pelambre descolorida y escasa. Traía paso lento, haragán, y la montaba un hombre canijo, a quien se le veía el aburrimiento de lejos. Cuando mula y jinete se fueron acercando, aquélla fue alzando las orejas con trabajo y aparentaba estar cobrando aspecto más vivo, más alegre. Papá dijo:
—No es ella, pero…
Simeón, quitándose el cachimbo de la boca, sujetó a padre por un brazo y aseguró:
—¡Ésa es la Mañosa, compadre!
—¡No! —roncó papá.
El mismo trataba de engañarse; porque aquello que le traían era un despojo y su Mañosa no podía ser tal cosa; él no se resignaba a la idea de que le hubieran convertido el animal en tan lamentable esqueleto.
Sin embargo, era ella, la Mañosa, la misma. La reconocimos cabalmente a diez pasos, más que por otra cosa, por la expresión regocijada que le reanimó la cara al oler sus potreros y al vernos de nuevo. Pero no podía tenerse. Los huesos de la cara cortaban; sobre los ojos tenía dos huecos profundos; traía las orejas caídas; las costillas de relieve, las ancas afiladas. Le habían cambiado el color, por el lodo, por lo reseco del pelo y sobre todo… sobre todo por aquella terrible culebrilla que no pudimos notar sino estando pegados a ella; por aquella culebrilla que le había vuelto llaga toda la pata.
—Pero… ¿Cómo es esto, cómo es esto? —sollozaba casi mi padre, sujetando a la Mañosa por la jáquima y al hombre por una pierna.
—¿Qué le ha pasado a mi mula, qué le ha sucedido? —preguntaba con una voz dolida, amarga.
El hombre nos miraba desde su aparejo, un aparejo desflecado que traía por apero. Su expresión era estúpida, infeliz.
—Me entregaron esta mula para que la trajera —dijo.
—Apéese, amigo; apéese —recomendó Simeón, tratando de evitar que explotara el enojo de mi padre.
Él se dejó caer, se sacudió los fondillos y saludó quitándose el sombrero. Todo lo hizo con un aire de perfecta idiotez.
Padre contemplaba a su mula y se le aguaban los ojos.
*
* *
En la sombra húmeda del naranjal, la mano puesta sobre el anca de la Mañosa, Mero monologaba. Desde el corazón le subían, en una creciente incontenible, todas las palabras tiernas que tenía sepultas, las que no les decía a los sobrinos ni a la hermana, las que él hubiera deseado secretear al oído de la novia. Aquel extraño sentimiento que le torturaba le hacía suponer en la Mañosa capacidad humana, sensibilidad humana.
Pepito y yo silenciábamos, respetuosos; Mero espantaba con el sombrero las moscas que ronroneaban sobre la llaga. El animal, poseído de una lentitud religiosa, movía el rabo y la cabeza, trataba de acariciarse la carne enferma, miraba con los ojos fúnebres…
—Consígame un poco de cal, Pepito —dijo Mero.
Ido mi hermano, siguió a solas:
—Estás muy mala, Mañosa. Esos condenados te han dejado en el hueso y de ñapa con una culebrilla que te está matando…
Hablando sin mirarme, siempre la mano en el anca, compungido y respetuoso:
—Yo voy a procurar curarte; pero si la Virgen no me ayuda…
Incapaz de comprender bien a Mero, yo le oía sin ponerle atención. Me llegaban voces de la cocina y me daba cuenta de que allá trataban de hacer hablar al hombre.
Pepito vino corriendo, mancha blanca sobre el fondo descolorido de la casa y el patio. Traía cal y creolina. Mero tomó la primera en las dos manos, las puso altas, sobre la carne viva del animal, y apretando el blanco polvo entre las palmas, lo fue estrujando lentamente. La cal caía pintando la costra hedionda de la culebrilla. La bestia movió una pata, le tembló toda la piel, alzó la cabeza…
—Malo —dijo Mero.
Y se quedó mirando lejos, lejos. Se recostó en un tronco de naranjo. Nosotros le hacíamos coro a su ausencia.
Papá se acercó, preguntando de lejos.
—No se salva, don Pepe —le contestó Mero.
*
* *
Sospechaban en casa que aquel hombre callaba mucho porque sabía demasiado. Aparentaba ser distraído; pero a la hora de cena puso toda su atención en lo que servían. No quiso sentarse a la mesa, sino que ocupó una silla pegada a la pared, encaramó los pies en el travesaño, tomó el plato con una mano y se lo llevó a la altura de los ojos. Se metía cucharas repletas en la boca golosa y contestaba con gruñidos a las preguntas que padre le dirigía.
Era él delgado y amarillo como la naranja seca; la nariz fina le limaba todo el aire de imbecilidad que le daban los ojos, apagados, pequeños y sosos. Tenía los pelos de la barba y el bigote escasos y crecidos, así como los de la cabeza, brillantes, grasosos, que le cubrían el pescuezo y le caían en mechones sobre las orejas.
Chocaba verle sin armas, cosa inusitada aún en los más pacíficos hombres; vestía sucia camisa amarilla, pantalón azul, duro, corto y estrecho, y un sombrero de cana. Cerca de él se respiraba un olor desagradable, que tenía mucho de animal y mucho de basura podrida.
A la hora de dormir se arregló él mismo un nido en el almacén, siempre silencioso, y se retiró hasta que se asomó la madrugada por encima de la Encrucijada. Por la mañana tenía cara más dispuesta, saludó con cierta confianza y se fue a la cocina a pedir su café como si tal cosa. Ya en la tarde empezó a echar los primeros párrafos con Simeón.
Hablando se le fue quitando el miedo o la timidez, y hablando fue soltando cabos, que padre y madre, Dimas y Mero anudaban. Hubo un momento en que el alcalde hizo una pregunta, a simple vista, curiosa:
—¿Cuándo sigue para el pueblo? —dijo.
El hombre movió la cabeza y le sacudió algo el cuerpo. Miró por entre el entrecejo y se pellizcó la palma de una mano. Estuvo buscándose espinas por la muñeca, disimulando. Al fin dijo:
—Yo no voy al pueblo.
—Anjá… Yo taba creyendo que sí —comentó Simeón.
Padre se encerró en algún pensamiento oscuro.
—Entonces ¿para dónde va usted? —preguntó de repente.
—Bueno… —el hombre rompió a reírse— Bueno… Yo me vuelvo pa casa.
Señalaba la dirección que le había traído, el camino que había dejado atrás. Padre aumentó su confusión cuando insistió:
—¿A usté lo mandó el general, el general Macario?
—¿A mí?
El hombre se señalaba el pecho y miraba extrañado. Mamá cruzó por delante del fogón, puso los brazos en jarras, se quedó viendo al hombre y le interrogó, con suave voz:
—¿Por qué trajo esa mula aquí? ¿Quién se la entregó?
—¡Ah! Asunte ahora… ¿Y el diache de José Veras no se lo explicó a ustedes?
—No —dijo papá, interesándose más.
—Y así son las cosas, don. Yo toy aquí, como quien dice viviendo, y ustedes no saben quién soy ni pa qué sirvo. Yo creía que ese diablo de hombre…
—José Veras no dijo nada —repitió padre.
—Bueno, entonces…
—Cuente, amigo.
*
* *
Era aquella una historia que comenzaba atrás y en Licey. No estaba claro por qué quisieron matar a un hombre en un baile; pero sí estaba claro que José Veras le defendió, machete en mano. Al otro día, en un callejón cualquiera, uno de los agresores apareció muerto, horriblemente apuñalado. El hombre tuvo que huir y tomó rumbo hacia arriba, hacia la salida del sol. Eran locos los tiempos y el trabajo apenas producía. Así fue como él se dedicó a vender animales, caballos, reses, cerdos. Le tomó cariño al oficio y acabó haciéndose de las bestias sin dar nada en cambio. Por senderos escasos, caía al otro lado de la cordillera y por allí vendía sus presas.
El general Fello Macario llegó un día derrotado, perseguido por el gobierno, y buscó refugio en las orillas del Bonao; no le era difícil conseguirlo, porque le querían todos. La montura del general era una mula pretenciosa, parejera, bonita. La había cambiado por su caballo rosillo, que había dejado herido en el camino.
—Guárdeme esta mula aquí —le dijo el general a un amigo—. Cuídemela, que yo la mandaré buscar.
Fello Macario solicitó un animal cualquiera y con algunos compañeros se internó por las vueltas de Arroyo Toro. José Veras no se le desprendía del lado. El general estuvo mandando recados, día y noche, y a las tres semanas reunió a los compañeros.
—La costa está lista ya —dijo.
Encargó a José Veras que volviera a buscar la mula y que la llevara él mismo al Pino. José Veras bajó, solicitó el animal y encontró a la gente desconcertada: alguien había robado la Mañosa.
José se rascó el pescuezo, movía la cabeza; al cabo dijo:
—Ahora sí se pone malo el asunto. Yo vine aquí atrás de un hombre y no me voy sin conseguirlo; pero ahora tendré que sabanear también la mula.
Volvió a donde el general.
—Se han robado la mula —explicó— así es que déme cinco días pa buscarla, porque yo no me le presento a don Pepe sin ese animal.
A pie, hurgando los potreros, preguntando en cada bohío, resuelto y desorientado, Veras anduvo y anduvo hasta que un día vio en el lado de un callejón unas huellas que le resultaron sospechosas.
—San Antonio —dijo con una irreverencia insultante—, te voy a prender como siete docenas de velas si me la pones atravesada por aquí.
Siguió aquellas huellas, emperrado en que pezuñas tan pequeñas sólo la Mañosa las tenía. El rastro se le perdió en una cerca inculta, llena de breñales, cadillos y gramales; pero José notó que alguien había andado por la cerca en la madrugada o en la noche anterior. Siguió la ruta indicada por las breñas maltrechas y al caer la tarde columbró el techo de un rancho entre unos árboles apretados. Apuró el paso. Pronto se iba a cerrar la oscuridad y no quería perder tiempo. Ya cerca distinguió una montura amarrada y un hombre echado junto a ella. Se hizo de cautela, cosa que nadie realizaba mejor que él, y sorprendió al desconocido, encañonándole el revólver a diez pasos.
—¡Párese, vagabundo! —tronó José.
El otro se puso de pie de un salto y sujetó la mula por la jáquima. Movía la cabeza indicando duda; abría los ojos y los cerraba de prisa. José se le acercaba lentamente.
—¡Pedazo de sinvergüenza…! Lo que más lejos tenía era que te diba a pechar por aquí.
A pesar de sus palabras, el tono de José no tenía nada de amistoso; una amenaza tremenda llenaba el momento de vaho asfixiante.
—¡Páseme! —le dijo dando un manotón a la jáquima de la mula.
El desconocido estaba pálido y asustado.
—Compadre José, no me haga nada. Usté sabe que yo le debo la vida… Si la mula es suya, cójala y perdone…
—¡Mire cómo la ha puesto! —tronó José señalando la culebrilla que ya mostraba más de una cuarta de llaga en la piel.
—Pero eso no le pasó conmigo, créame, compadre José, eso no le pasó conmigo.
El desconocido estaba seguro de que Veras le iba a matar. Amparado en la abrumante soledad que les rodeaba, le pegaría un tiro y después se alejaría tranquilamente, montado en la mula, a pasos cortos.
—¡Coja por delante, vagabundo! —ordenó José, señalando el camino de la vuelta—. Si sé dejo que lo maten como un perro aquella noche…
Se refería a la del baile, cuando aquel hombre que se había robado la Mañosa estuvo a punto de caer destrozado por los machetes de sus enemigos.
El hombre se hincó, lleno de una angustia mortal y de un miedo enorme.
—Haga conmigo lo que quiera, compadre José; haga conmigo lo que quiera, pero tenga en cuenta que yo soy agradecido y que si hubiera sabido que la mula era suya, ni le pongo la mano.
El cuatrero abriendo camino y José detrás, jinete en la Mañosa, anduvieron toda la noche. Cuando al uno se le fue pasando la rabia y al otro el temor, empezaron a conversar con monosílabos y acabaron dirigiéndose frases enteras en las que no había rencor.
—Sabaneando ando yo a un hombre que me cortó en El Pino —dijo José ya en la madrugada.
—¿Y ese diache no sabía con quién se taba metiendo? —preguntó el otro.
—Asigún parece…
José le explicó como era, y las figuras de los compañeros. Cavilando y cavilando, el otro llegó a concluir en que conocía a su heridor.
—Vive por los lados de Jayaco… Sí; es un hombrecito medio atrevido —aseguraba.
—Entonce usté me va a llevar allá. Lo que soy yo no me voy sin verle la cara.
Anduvieron. Pedían posada en los bohíos escasos, comían poca cosa, y a la tercera noche dijo el otro:
—Horita estamos en Jayaco.
La culebrilla de la mula seguía en progreso; la bestia enflaquecía a ojos vista; acortaba el paso, y cuando el jinete se descuidaba, caminaba con lentitud de buey, cansada, abrumada.
A eso de la media, el otro le señaló un bohío a José y le dijo que el hombre vivía allí.
Veras desmontó, apretó un brazo del compañero y le masticó estas palabras terribles:
—Usté me lleva esta mula al Pino, donde don Pepe; y si por un por si acaso no llega con ella, lo busco y lo arreglo aunque se meta en el fin del mundo.
El otro le juró por su madre que así lo haría. Se despidieron y el cuatrero buscó el camino real. Al otro día, antes de las doce, sintió a su espalda pisadas veloces y se viró: José Veras venía montando un «melao» que se bebía los vientos. Se detuvo a su lado apenas un segundo para decirle:
—Los hermanos del difunto me vienen pisando el rabo. Acuérdese de lo que le dije… A don Pepe, en El Pino.
El cuatrero le vio seguir en rauda carrera. Apenas si pudo decirle, con la voz ahogada por los cascos del caballo:
—¡Adiosito, compadre!
Media hora después le pareció que una cabalgata irrumpía a su espalda. Eran tres hombres bien montados, los hermanos del muerto. Si José no andaba vivo, se lo comían.
—¿Usté ha visto pasar un hombre por aquí, vestido así y asá? —preguntó uno de ellos.
—Hombre… Yo vide uno que pasó hace un rato; pero cogió por aquí, por el camino del Cotuí. Diba en un melao bonito…
Sí; ése era. El caballo es robado y él mató a mi hermano.
—¿Cómo?
El cuatrero se esforzaba en aparentar calma y horror. ¡Ay de él si aquellos tres diablos sabían que él había señalado la casa del difunto al matador!
Los perseguidores se internaron en la dirección que él les indicaba. Sintió liviano el corazón.
¡Ya le había pagado con buena moneda a José Veras!
*
* *
El hombre hizo cuantos esfuerzos pudo para que no creyeran que él era el ladrón de la Mañosa; pero en casa comprendieron todos y alumbraron con entendimiento los puntos oscuros. Después de todo, se había portado bien y no valía la pena echarle en cara su robo. Por eso, tácitamente, convinieron en hacer que le creían; y hasta para darle mayor fuerza a tal generosidad, Simeón masculló, en acabando el hombre:
—Yo ni supongo quién será él; pero se lució en ésta.
El hombre estuvo buen rato callado. Al fin dijo:
—Me vuelvo esta noche, con la fresca. Tengo que caminar a pie.
Todos pensamos, mirándonos: «Será bien poco, porque en el primer potrero le cae arriba a un animal».
—Yo le voy a buscar unos clavaos, amigo, para aliviarle el camino —prometió papá.
Él, con la mirada resbalosa, agradeció la bondad de mi padre. Tornó a su silencio redondo y, cruzado de brazos, los pies en el travesaño de la silla, se dio a esperar la hora de salir.
Allá, en el naranjal, la mula inocente miraba el enjambre de moscas que se le acercaba sobre la llaga.
Capítulo V
Era domingo. En aquel campo los domingos se denunciaban en el enorme silencio que parecía emerger de la propia tierra, en la ropa planchada de las mujeres y los hombres, en el paso de algún jinete que llevaba sus gallos a lugares cercanos, y más que nada, en el sol. El sol del domingo era allí despacioso, discreto y ardiente. Parecía estar clavado en un cielo chato, pintado expresamente para tal día; parecía estar enardecido… Las nubes se arrinconaban más allá de las lomas, mucho más allá, bien lejos.
Era domingo. Habíamos comido y yo jugaba a la sombra del almacén, en la orilla del camino. Buscaba piedrecillas blancas para lavarlas y entregarlas a mi hermano como monedas, a fin de quitarle alguna tontería, cuando alcé la cabeza y vi aparecer unas figuras entre el verdor de la Encrucijada. Balanceándose al paso de los animales, aparecían un hombre, una mujer con paraguas, dos niños. El hombre y la mujer tenían sendos bultos por delante. A poco vi que sobre las piernas de él se perfilaba una figura humana, bien pequeña, bien corta. Llamé a Pepito. Sujeto a la puerta, sin descender al camino, miró y miró.
—Son viajeros —me dijo.
¿Viajeros? No entendía. Para mí eran, sencillamente, unas personas que montaban caballos y si me atraían se debía, más que nada, al paraguas con que la mujer parecía defenderse del sol.
El grupo se acercaba y crecía. Distinguí la ropa del varón, negra y de paño, y distinguí la de los niños, mayores ambos que yo y que Pepito. Después noté en la cara del hombre una mancha oscura; a poco me di cuenta de que gastaba grueso bigote. Se tocaba con sombrero de fieltro y lo que traía delante era una niña. La nena usaba un sombrero que debía ser del padre, porque padre sin duda era él. Detrás caminaba la mujer, con falda azul y blusa blanca. El paraguas le tapaba el rostro; pero en los brazos sujetaba una cosa que yo no acertaba a definir.
Pepito, visiblemente alegre, dijo:
—Mira, Juan… Son dos muchachitos.
Yo no contesté. Miraba aquella niña que venía a la delantera del señor; me ensimismaba en los cabellos rubios, que refulgían a la luz del sol. Los tenía largos hasta el hombro y en ellos se enmarcaba una carita rosada, saludable, contenta.
El grupo estaba ya cerca, casi a nuestro alcance. El señor hizo adelantar un poco su caballo y lo acercó a la casa; tomó dirección como si caminara sobre mí, detuvo la montura y dijo, con voz bastante cansada y vuelto hacia la mujer:
—Vamos a desmontar un rato aquí.
Yo dejé de buscar piedrecillas. Mamá, que de seguro había visto a la gente por el patio, entraba al almacén, secándose las manos, cuando tropezó con Pepito, que corría hacia ella.
Se asomó a la puerta y recibió el saludo cortés del hombre.
—Quisiéramos descansar un rato aquí, doña —dijo él en tono de súplica.
Madre contestó afablemente:
—Cómo no, cómo no. Váyase apeando en lo que le aviso a mi marido.
Papá llegó todo atareado, a tiempo de recibir a la niña que el señor trataba de poner en tierra; se acercó a la mujer, mientras el desconocido desmontaba, y diciendo algunas palabras de cortesía, sujetó el bulto que ella tenía sobre el pecho. Era un mamoncillo, un pequeñín lindo, blanco y llorón, un niño diminuto, que apenas entreabría los ojos y plañía con apagado sonido.
—Tiene sólo dos meses —explicó ella, como si le hubieran preguntado la edad.
Mi padre se lo entregó a mamá, que lo acunó en los brazos, lo meció, le puso los dedos entre los cortos labios. Yo corrí sobre él, alborotado y sintiendo no sé qué loca alegría: nunca, nunca había visto cosa tan graciosa, personita tan pequeña, figura de gente tan borrosa y tan menuda; jamás había visto un niño de meses, y aquél me atrajo y me colmó de una ternura inexplicable. Me lo figuraba y lo quería igual que a un polluelo recién nacido, o a un gatito o a un potriquillo.
Mamá decía cosas gratas para el niño, y sonreía a la madre, y miraba a la niña, la hembrita que venía en las piernas del padre; y mientras acomodaba al mamoncillo sobre su hombro, se dirigía a la mujer, diciéndole esas cosas tiernas y agradables que las madres saben decirse entre sí.
El señor y papá estaban bregando con los animales, tratando de meterlos por el portón, cambiándose palabras. Pepito se dirigía a los niños mayores, preguntándoles mil cosas, poseído de un aire grave y simpático de afabilidad y cortesía.
Las mujeres entraron a las habitaciones con el pequeñín, los hombres buscaron asiento en unas sillas que padre sacó del comedor, y nosotros, los tres niños visitantes, Pepito y yo, escogimos un rincón para sentarnos en círculo y parlotear.
Explicaba uno de ellos su viaje, se mantenía seriecito el otro, y yo me entretenía oyendo hablar a la niña. Era una mujercita de mi edad, más o menos, trajeada con bata azul, zapatos rojos y medias rosadas que le cubrían las rodillas. Tenía una extraordinaria vivacidad en la carita; se le amontonaban los pómulos cuando reía y hablaba cortando las palabras, sazonándolas con expresiones aturdidas. Conversaba de su casa, y de sus muñecas, y de un libro lleno de figuras que le había regalado el padre. Era incansable. A su lado me mantenía yo mudo, bebiéndomela con la atención. Era un placer doloroso para mí verla tan expresiva, tan sana, tan rosada. Por lo visto la había enrojecido más de la cuenta el solazo del camino. A su lado debía parecer yo un semivivo, pálido, enclenque, silencioso y hasta consumido por la extraña tristeza que la fiebre me dejaba en las entrañas, como un sedimento inexpulsable.
La niña, que parecía estar en todas, se incorporó de súbito y atravesó el almacén, corriendo, llamando a su madre. La había visto cruzar el comedor y se tiró en su regazo, buscando no sé que alivio, como si se hubiera impresionado con mi expresión enfermiza o como si de pronto le hubiera entrado ese sueño profundo que parece atontar a los niños.
Estuve un momento perplejo, medio viendo el comedor, a las mujeres, a la niña, al pequeñuelo. Oía vagamente la voz de mi padre y las respuestas del visitante. El niño seriecito mantenía caída la cabeza y Pepito y el hermano discutían. Les puse atención:
—Papá tiene gallos —decía el uno.
—Y el mío una mula que se llama la Mañosa…
Me incorporé. Detestaba del tema que los dos muchachos habían escogido; hubiera querido conversar con el otro, oírle, saber algo de él; pero su seriedad precoz me distanciaba. Me fui al comedor. Las dos mujeres reían a cada palabra. La visitante mecía sobre el hombro al pequeñín, cuyos ojos aparecían hundidos entre gruesos párpados.
—Ahora —decía mamá— voy a prepararles una comida ligera.
—¡No, no! —protestaba la otra— ¡Si ahorita estamos en el pueblo!
—No me diga que no; es algo rápido.
Mamá tenía el tono y la expresión alegres. La mujer la atajó:
—Entonces, espérese, que me iré con usté a la cocina… No me gusta oír hablar a los hombres… Siempre…
—Sí —cortó mamá—. Sólo saben hablar de negocios.
Ambas salieron. El sol florecía junto a la puerta. Oí el fru-fru de la falda azul y ancha, miré de paso la minúscula cara del niño. Otra vez la tristeza me ahogaba, aquella tristeza demasiado grande para mis pocos años…
Las conversaciones de padre y el visitante rodaban cerca, en la otra habitación. Me acerqué con disimulo.
—No, nada —decía padre.
El otro, caído el bigote sobre una boca fina y dolida, afirmaba:
—Nada, amigo. Ahora se han puesto los tiempos muy duros para los hombres de trabajo.
Papá parecía meditar lo que oía. Puso una mano en la rodilla del visitante.
—Ésta sería una gran tierra si no fuera por esas condenadas revoluciones.
—Así es. Ya usté ve: yo estaba encaminado. Vivíamos con brega y con muchas privaciones; pero vivíamos. En eso, la maldita revolución revienta… No sabe uno dónde estar ni con quién. Cuando Fello Macario se alzó, corrieron a casa, me cogieron zapatos, comida, dinero, telas… Todo eso dizque lo pagaban a los pocos días. Coge el general Fello Macario el pueblo y me quita el resto, con promesas de cubrir el valor seguida. A mí, francamente, no me pesaba darle lo mío al general, porque me gusta y me siento su amigo; pero cuando creíamos que estaba mejor la cosa, lo derrotan y me embromo…
El señor parecía no reparar en mí: parecía no reparar en nada. Su mirada muerta se tendía hacia ninguna parte, y las manos le pendían juntas, como manojos de hojas mareadas.
—El gobierno no quiso pagarme porque yo había aprovisionado al general… Bueno, amigo, la de acabarse… Ya usté ve ahora. Esperando que reviente otra vez la revolución, con la esperanza de cobrar algo para enderezarme, se me muere el muchacho y tengo que dejar el sitio. Ni la mujer ni yo podíamos seguir viviendo ahí… Ella no estaba acostumbrada a tan mala vida y…
—Comprendo —dijo papá apretándose la frente—. Considero que debe ser cosa tremenda perder un hijo.
Miró en redondo, buscándome. Un temor hondo bullía en sus pupilas. Yo mismo sentí como si mi fin hubiera estado cerca y tuve la seguridad de que la muerte nos rondaba. Sentía una suprema lejanía en la carne. Padre seguía mirándome. Se volvió inesperadamente, quizá tratando de ahuyentar el fúnebre pensamiento que le asediaba.
—¿Y se dice algo? —preguntó.
El otro parecía lamentar a solas la pérdida del hijo y contemplaba a los dos muchachos, al seriecito, sobre todo.
—Sí —aseguró—. Es una cosa de momento, que yo no sé cómo ha tardado tanto. Va el general está juntando gente.
Empezaron a hablar de Fello Macario. El hombre dijo que le conocía desde hacía años; contó su historia a retazos, explicando que había sido persona mansa y de trabajo hasta un día en que una tropa le fusiló un hermano. El hermano aparecía como gente distinguida, seria y apreciable; teníanle en gran respeto por su lugar, y apuntaba hacerse de prestigio que a la postre podía resultar peligroso para un gobierno desordenado. Algún enemigo le preparó nasa y cayó en ella. Fello Macario le vio partir, amarrado sobre un caballo, precedido y seguido por soldados sanguinarios. Se abrazaron y el menor juró vengarle, si le sucedía algo. Y le sucedió. Suerte fue que pudiera encontrar su tumba, entre un monte cerrado, medio hoyada ya por los jíbaros y los cerdos cimarrones. Frente a la tierra blanda que cubría la huesa del hermano, Fello Macario lloró en silencio. Después… Después se hizo sentir el hombre. Acechó su oportunidad, y un día, cuando la gente del pueblo murmuraba no sé de qué injusticia, Fello Macario montó, se armó de revólver, visitó bohíos, comprometió gente y bajó de las lomas al frente de un centenar de hombres; sitió el pueblo, puso plazo a las fuerzas para que se rindieran, desafió al comandante de armas a matarse delante de sus tropas respectivas… Cuando pudieron darse cuenta, había florecido un nuevo general sobre el estercolero de una injusticia: el general Fello Macario. Como una llama voraz, su prestigio cundió en todo sitio, llenó el Cibao, colmó los confines del país. Se le reconocían valor, nobleza, entereza, dignidad. Se abrazaba a toda causa que contara con el favor de los humildes, y aunque no sabía realizarlas, las hacía triunfar en el campo de las armas.
Padre oía al hombre hablar y le apuntaba cierta insana satisfacción en los ojos. Él estimaba y admiraba al general Macario; en cambio…
—Lo que no se va en lágrimas se va en suspiros, amigo. Ahí tiene usté a Monsito Peña.
—Sí, Monsito Peña.
El otro movía de arriba abajo la cabeza. «Monsito Peña», habían dicho ambos. Era el reverso.
—La última que hizo, ahora, en estos días, fue cortarles las orejas a cinco soldados.
—¿Cortarles las orejas?
—Sí. Y lo peor fue que se 1as hizo comer cocinadas.
—¿Cómo?
Padre, involuntariamente, se puso de pie. Su ceño cortaba, y cortaban ciertas palabras que yo oía asombrado. Rápidamente paseó de un lado a otro. El hombre le veía sin comentar nada.
—¿Cómo?
Había tornado a su asiento y clavaba la mirada en el visitante.
—Como lo oye —confirmaba él.
—¡Oh! ¡Oh!
Claramente se le notaba el asco a papá. Arrugaba toda la cara y tragaba saliva.
—Pero tampoco es culpa de él, amigo —explicaba el señor—; tampoco es culpa de él, sino de la maldad que hay aquí.
—¿Maldad? ¡No! ¡Qué maldad ni maldad! ¡Eso es el colmo de la crueldad, señor mío!
Bajo el bigote caído le apuntaba una sonrisa amarga al hombre.
—Crueldad… ja, ja. Crueldad. Monsito Peña ha hecho cosas que no pueden decirse, cosas que nadie creería.
—¿Y no ha encontrado quien le cobre alguna?
—Es hombre muy esquivo, amigo; y tiene su gente también, no lo dude.
—Bandoleros, serán.
—Sí, eso, bandoleros. Hasta los criminales tienen sus simpatías.
Papá silenció un rato. De seguro pensaba en la tremenda verdad que acababa de soltar el otro.
—Hasta los criminales… —corroboró al rato.
Ambos callaron, y así estaban, meditando, cuando llegaron las mujeres a llamarles.
Estaban las visitas terminando su refrigerio y yo absorto en la conversación graciosa de la pequeña, cuando llegó a la puerta un muchachón.
—Dice Carmita que si usté puede ir allá, que Momón ta muy malo —dijo dirigiéndose a mamá.
—¿Qué tiene? —inquirió ella sin levantarse.
El muchacho le dio vueltas al sombrero, entrecerró los ojos, y al cabo de rato sopló:
—Dizque ta agonizando…
—¿Agonizando?
Madre se había incorporado de pronto. Sus manos revolotearon, como dos mariposas gigantes, y, pálida, impresionada, se dirigió con los ojos a mi padre, que golpeaba la mesa con los nudillos y contemplaba al muchacho.
—Perdonen —dijo a los extraños.
Sin preguntar otra cosa se dirigió al camino. Yo seguía el vuelo de su falda, el resbalar de sus pies.
—¡Mamá! ¡Mamá! —grité, echándome afuera, súbitamente mordido por un dolor insufrible.
—No, no —respondió—. Irás después, más tarde, con tu papá.
Se iba de prisa, de prisa, gastando velozmente la distancia. Me volví. De pie, estupefacto, mi padre me observaba. Corrí alocado y me tiré sobre él, incapaz de contener aquel llanto crudo que me ahogaba.
*
* *
Los extraños nos acompañaron hasta el bohío donde moría Momón. Íbamos Con ellos papá, Pepito y yo. No sabíamos de dónde salía tanta gente ni cómo la noticia había cubierto tan pronto las distancias que separaban los escasos bohíos del Pino. Frente a la morada del desdichado se detuvieron los visitantes, cabecearon algo; a la mujer le brillaron lágrimas en los ojos. Yo estaba con Pepito casi entre las patas de los animales, deseando ardientemente subir en uno de ellos y mirar lo que los jinetes veían. No me atrevía a entrar, por miedo a papá. El hombre llamó y estuvo un momento hablando con padre. Le encargaron saludos para mamá, nos dijeron adiós y se fueron. Imposibilitado de ver a Momón y lleno de un vago sentimiento de dolor, les vi alejarse. Ellos no se volvieron. El sol del domingo esplendía bajo el cielo chato, tras las figuras de aquellos viajeros tristes.
Pepito me sujetaba una mano. Estaba inquieto, frío, y le abrumaba la gente, que se agrupaba sobre nosotros, se movía, nos empujaba, nos mecía. Nadie lloraba. A veces oíamos algunos quejidos que debían ser de mamá o de Carmita. Pepito hizo esfuerzos y se fue acercando a la puerta siempre con mi mano entre la suya. Por entre una pierna y un pantalón vi el catre, los pies de Momón, amarillos, traslúcidos, y una vela ardiendo. Traté de alzarme. Alguien pasaba una mano sobre la cara del muerto. Me levanté más: los huesos de la quijada de Momón estaban allí, agresivos, filosos. Tenía la barba crecida. No sé por qué me sentía sereno, aunque molesto por el olor de tanta gente y por el murmullo de las conversaciones. Vimos a papá acercarse. Pepito me llevó a la orilla del camino y desde allí observamos cómo padre salía con Dimas, con el viejo Morillo, con Simeón y con otro hombre. Estuvieron comentando algo en una esquina del bohío y después Dimas se fue con Simeón hacia su casa. Algunas mujeres salieron de los callejones vecinos y se encaminaron hacia la casa del difunto. A poco distinguimos el murmullo de los rezos que empezaba a llenar la tarde como el abejoneo de millares de insectos. La tarde empezaba a manifestarse. Sobre los cerros de Cortadera, el cielo se hacía más bajo, más cercano, más sólido, pepito me hablaba del muchacho que charló con él en casa, y yo apenas atendía a lo que decía. Vimos a Dimas y a Simeón aparecer con algunos varejones, en el confín del camino. Venían tratando de algo, al parecer. A poco de entrar ellos empezaron a salir hombres y a formar grupos. En algunos discutían, suavemente, como si hubieran temido despertar a Momón. Decían que si era muy tarde, que si había que hacerlo, que si el difunto no aguantaba… Pepito callaba, con los ojos quietos como manchas azules.
Persistía la tarde en hacerse sentir. Ya aparecía sobre nosotros una inmensa nube parda y el sol descendía de prisa, como deseando echarse a rodar por las faldas de las lomas.
Simeón, fumando su roñoso cachimbo, estaba con el frente hacia el poniente. De pronto sujetó a Dimas por un hombro, le hizo virarse y señaló. El viejo se quedó perplejo y dijo:
—Cualquiera cree que es mi muchacho.
Simeón le miró y pareció sonreír.
—Ése mismo es, compadre.
Dimas tornó a ver. Allá, en el recodo distante, se veía una mancha movida, que caminaba tambaleándose, se detenía, alzaba los brazos y lanzaba gritos que oíamos vagamente.
—No —aseguró Dimas—; ése no es de los míos.
Desinteresado en apariencia del que venía, se volvió a la puerta; pero Simeón le apretó el hombro de nuevo y remachó:
—Po ése es de los suyos, compadre.
Dimas alzó los ojos y contempló al alcalde, después detuvo la vista en la figura que llegaba y se le ensombreció el rostro. A esto algunos hombres miraban también hacia allá, comentando algo.
—¿Ése no es el hijo de Dimas? —preguntó alguien.
La figura se distinguía, aunque no del todo. Era, a claras luces, un borracho que caminaba haciendo festones y vociferando no sé qué cosa. Poco a poco la gente fue deteniendo la atención. Ya el hombre estaba a la distancia de una piedra. Ya…
—¡Es él! —gritó una voz del grupo.
Dimas miró en redondo, como los toros bravos, y pareció desafiar a todos. Avanzó dos pasos, retrocedió, clavó los ojos en el borracho.
—¿Será mi hijo? —preguntó en tono candente— ¿Será mi hijo?
Pacientemente, uno dijo:
—Es él.
Unos cuantos empezaron a caminar sobre el que venía. Dimas casi gritó, volviéndose:
—¿Mi hijo borracho?
Y era su hijo; sí. A unos cuantos pasos se detuvo, hosco y torpe, levantó un brazo y vociferó:
—¡Viva el gobiernooo!
Los hombres se le acercaban. Dimas se abrió paso, y cuando estuvo cerca, como quien se queja contra el mundo, gimió:
—¡Esto es lo que me devuelven, un borracho!
Abatió la cabeza frente al hijo que parecía no reconocerle, y volvió los desolados ojos a todos los conocidos, a todos los amigos, a todos los que le veían.
—¡Un borracho…! —terminó.
Y todavía podía dar gracias, porque el otro quizá no se lo devolverían, como no le habían devuelto los suyos a Carmita, como no le habían devuelto Momón a la madre que esperaba en el distante Bonao, a la madre que creía que el hijo estaba «bueno y sano».
La queja aguda de Carmita, el llanto silencioso de mamá, las lamentaciones de algunos hombres y las lágrimas que me diluían en una ansia incontenible de seguirle, fue lo único que acompañó a Momón. No tardaría en anochecer. Diez o doce campesinos marchaban a su vera, para relevar a los que llevaban las parihuelas. Los vimos subir un ligero desnivel, los vimos irse apagando en el camino. Momón iba en hombros, casi pegado al cielo que empezaba a ennegrecer, al cielo chato y denso del domingo.
Momón iba alto…
Capítulo VI
—Borracho, ha venido borracho…
Esto era a veces, cuando todos silenciaban; el viejo Dimas no era hombre de vivir lamentándose, pero se quejaba porque ya no resistía. Aguantó callado que le reclutaran los hijos; soportó impasible la noticia de que le habían herido uno; sólo él y Dios sabían cuántas lágrimas tuvo que tragarse cuando se encerraba a solas en el bohío, ignorando la suerte de los muchachos. Todo lo había sufrido con paciencia; pero hubiera preferido ver al hijo muerto y no borracho.
—Eso se le irá quitando, Dimas —decían en casa para consolarle.
—No lo deja; y ahorita le pierde el gusto al trabajo, y el hombre que no trabaja roba, porque si no, ¿cómo vive?
Sus razones tenía. El hijo andaba rondando por las pulperías lejanas, de mañana en Pedregal, de noche en Jumunucú. No le dirigía la palabra al padre y se llevaba bien con ciertos amigazos de fama, cuya vida consistía en esperar, sentados frente al mostrador de una pulpería, el paso de viandantes que entraran a comprar algo y les brindaran un trago.
Al muchacho era milagro verle; pero no conservaba la apariencia limpia y cuidada de antes; ni tenía el aire ingenuo y simpático. Estuvo en casa una o dos veces, contando episodios de su corta vida militar, y el viejo Dimas no escondía el disgusto que le proporcionaba tenerle al lado.
—Ahora veremos cómo sale el otro —decía consolándose.
«El otro», según supimos, se había encariñado con la carabina y con las costumbres del pueblo.
—Le va a ser difícil conseguirlo —comentaba Mero.
—Asigún…
—Ojalá le saliera general, Dimas —chanceaba papá—, a ver si lo saca a usté de apuros.
—¿General? No, don Pepe; yo lo que quiero es que se dé hombre serio, como su taita. En esos trances de tiros lo que puede sacar es lo que el pobre Momón.
Poniendo la cara triste, mamá rogaba:
—Dios lo tenga en la gloria.
En la gloria… Yo pensaba: «En la gloria». Sí, allí debía estar Momón, en aquel paraje alto y lleno de luz que me describía madre, en aquel jardín lejano, donde las plantas florecían en ángeles y donde músicas que yo era incapaz de materializarse resonaban día y noche. Allí debía estar, sólo que se me hacía trabajoso figurarme a Momón entre santos vistosos, él, Momón, con sus pantalones remendados y desteñidos, con su barba crecida, con sus pies descalzos.
*
* *
¡Qué pesadas se hicieron las primas noches que siguieron a la muerte de Momón y a la vuelta del hijo de Dimas! Las conversaciones se estancaban, degeneraban en palabras lastimosas; todo se volvía suspirar y mugir como los becerros abandonados. A mí se me cargaba el corazón con un peso insoportable, me abrumaba el desgaire con que se movían y hablaban los otros.
Las fiebres parecían haberme olvidado, pero todavía me sentía inseguro y propenso al lloro, débil, incapaz hasta para jugar con Pepito. Durante todas las horas del día me mantenía consumiéndome a mí mismo, escogiendo con un placer torturante los pensamientos que más me dolieran. Me esforzaba en buscarle un fin trágico a José Veras, y no apartaba de la mente el último momento en que lo vi, cruzando el pobre caudal del Yaquecillo, anhelante y apurado en poner tierra entre las patas de su caballo y las de los que le perseguían; me detenía horas enteras en el recuerdo de Momón, y de noche despertaba mirando sus pies muertos, sus pies amarillos e inmóviles; o contemplaba la escena aquella en que él iba en hombros de cuatro o cinco campesinos toscos, camino de la fosa, solo, tan solo. La figura del general Fello Macario entraba a veces en aquellos siniestros pensamientos míos, gallarda, marcial y atrayente. Ya le veía cargando con su caballo rosillo sobre la gente del gobierno, ya le veía cayendo lentamente de la montura, roto el pecho de un balazo, laso el brazo, torcida la cabeza; o se me figuraba estar a su vera oyéndole mandar en la fiebre del pleito, remolineando su sable bruñido en la diestra, con la mirada fogosa, con las palabras veloces e hirientes. Inesperadamente me asaltaba la imagen del cuatrero, triste, zonzo y comilón. Le veía perdiéndose en un camino largo y oscuro, montando un asno descarnado.
Mi padre no dejaba de echarme el ojo de tarde en tarde y viéndome con cara tan poco infantil, tan preocupada, se alarmaba y me decía que estaba enfermo; me tomaba el pulso, me hacía sacar la lengua. Después llamaba a mamá:
—Angela, este niño tiene algo; este niño está muy triste.
Mamá me alzaba, me sentaba en sus piernas y me alisaba los cabellos con sus manos afanosas. No hablaba, no comentaba; acaso decía con entonación sufrida:
—Cuándo podremos dejar este lugar, para que mi hijo se sane…
Y se quedaba contemplando el patio, los potreros, que verdeaban allá, en el confín del cielo, parejos y satisfechos.
Escasos días habían transcurrido cuando empezaron los contertulios a mostrarse inquietos y a decir que Fello Macario había levantado cabeza. Se acechaban las recuas para pedir informes.
—La revolución se está armando —decían.
Pasaba algún desconocido que iba en viaje de diligencias al pueblo.
—La revolución se acerca —decía.
Dimas y Simeón, Mero y la vieja Carmita, el hijo de Dimas y el viejo Morillo, que alguna vez se arrimaba por casa, todos traían noticias recogidas al azar, en bocas pasajeras.
Un día, por finja voz del campo, salida de todas partes a un mismo tiempo, rompió en clamores:
—¡La revolución! ¡La revolución!
De los montes cerrados y lejanos acudía gente que repetía la voz:
—¡La revolución! ¡La revolución!
En todos los bohíos las manos callosas recogían ropas y hacían bultos; en las pulperías se agotaban las reservas de sal. El que iba a beber ron y a comprar gas, el que iba a buscar creolina y a vender frijoles, la mujer que pedía jabón, la que llevaba maíz, todos repetían el clamor:
—¡La revolución! ¡La revolución!
Una tarde, ahogándose de miedo, el viejo Morillo llegó a casa, metió los dedos en las orejas de papá, le tentó el pecho, nervioso.
—A Pedregal acaba de llegar una fuerza del pueblo.
—¿Fuerzas? —inquirió padre.
El viejo Morillo no acabó de asegurar sus palabras: veloz como un ventarrón, el alcalde se metió en la casa y dijo:
—Una tropa en Pedregal.
Y después, Dimas; y Mero, que traía la cara azul; y más tarde otro; y otro. Innumerable gente corrió a casa, masticando lamentaciones y lloros. Padre les atendía, les calmaba. Pero después, a la anochecida, empezaron a llegar peores noticias: la revolución venía ya, a toda prisa; iban a chocar en Pedregal, iban a tropezar con aquella tropa ignorada, iban…
Papá escuchó, impávido, y pensó. Después, impaciente e inseguro como la brizna que el viento agita, empezó a recoger opiniones nuevas con todos los que llegaban. Al fin, medio oscuro ya, se fue a un rincón con Mero.
—Hay que ver al general —dijo.
Mero huyó la cara.
—Hay que ver al general —repitió papa.
—¿Y cómo? —preguntó el otro.
—¿Cómo? Yendo adonde él esté.
—Anjá.
Mero se cogió ambas manos tras la espalda. Padre se rascó la cabeza.
—…Si la Mañosa estuviera sana… —lamentó.
Encendió un cigarro y se acercó a otra gente que llegaba, otra gente igual a la anterior, a toda la que había estado entrando en casa aquella tarde, con idéntico miedo, con el mismo ánimo abatido.
Habla y habla, papá se fue comiendo una hora, dos horas. Cerrada la noche, al amparo de la luz que nuestra lámpara regaba en el camino, vimos pasar un hombre que tambaleaba.
—Véalo —despreció Dimas—. Borracho…
Papá tuvo una idea súbita.
—Llame al muchacho, Dimas, llámelo.
El borracho accedió a acercarse. Se le movía la cabeza como un péndulo, babeaba y tenía sucios los ojos. Padre le preguntó de dónde venía. Con una risita imbécil él indicó que de arriba, de Jumunucú.
—Ahora —explicó— voy a juntarme con mi gente.
Era un borracho manso, hasta cortés, si se quiere. Reía y reía; eso era todo. Dimas quería fulminarlo con su rencor.
—¿Con la que está en Pedregal? —preguntó padre.
El beodo afirmó con la cabeza. Casi se caía y persistía en sonreír.
Papá dio unos pasos por el almacén.
—Hay que avisarle; hay que avisarle —decía.
De pronto alzó la cabeza y clavó los ojos en Simeón.
—¿Usté se atreve, compadre?
—Ello… —el alcalde rehuía.
Padre le cogió por los hombros.
—Oiga, Simeón, si se prenden aquí, vamos todos a correr peligro. Yo no quiero aguantar un tiroteo con mi mujer y mis muchachos en este caserón de madera.
Con las inquietas manos indicaba la inseguridad del sitio, señalaba las paredes, el zinc. El alcalde se puso en pie de un salto.
—No hay que decir más, compadre.
Iba a tirarse al camino ya. Papá le llamó y estuvo recomendándole algo en el comedor. Mamá, mientras tanto, trataba de levantar el espíritu de unas mujeres asustadas, a las que Pepito y yo, ignorantes, veíamos con pena y con cierto desdén.
*
* *
A los pequeños nos hicieron dormir, mientras los mayores velaban la vuelta del alcalde. Pepito y yo comenzamos alguna conversación que se fue apagando con el sueño. Oíamos el ruido de pasos en el almacén; oíamos la voz de Dimas. Todo aquello se fue hundiendo, hundiendo…
Nos despertaron el trajín, los golpes de las puertas, las órdenes de papá. Mamá vino a decirnos, quedamente, que nos vistiéramos porque teníamos que irnos. Pepito se tiró del catre, muy asombrado, y vino a decir que estaban empaquetando muchas cosas, y que al parecer íbamos al pueblo. Yo me lancé al suelo; papá me besó. Eran impresionantes su premura, el tono de su voz, lo anudado que parecía por los nervios. Me asusté. Inconscientemente me encontré en el patio, agarrado a una mano de mamá. Lo atravesamos a toda carrera. La noche negra se iba abriendo pesadamente frente a nosotros. Recuerdo a trechos nuestra huida por el potrero, cortándonos con las piedras que se escondían entre la húmeda yerba. Hubimos de pasar por una alambrada, bajo una mata copiosa de caimitos. Ante nuestros ojos apareció la mancha vaga de un camino. Mamá llamó. Un perro empezó a morder la oscuridad. Mamá llamó otra vez. Cerca estaba un bohío. La cabeza de la vieja Carmita se suspendió en el hueco negro de una ventana. La salita del bohío bailaba a la luz espesa de una pobre jumiadora. Palabras pálidas se arrastraban por el camino.
¡La revolución! ¡La revolución! En el vientre inmenso de la noche todo se arrinconaba, todo se guarecía, todo huía del sangriento fantasma que venía tronando desde el remoto Bonao.
*
* *
En la madrugada desperté y todavía creía dormir. ¿Por qué estaba sobre mí aquel techo bajito de yaguas? ¿Y por qué mi madre lloraba sentada en mi catre? ¿Por qué había tantas bocas siseando secretos en la otra habitación? Me sentía afiebrado y de seguro estaba sufriendo otra pesadilla, otro delirio. En las rendijas abundantes azuleaba el amanecer. Mamá levantó la cabeza, pareció escuchar y se acercó a la puerta. Poco a poco la fue abriendo.
—Pepe, Pepe… —llamó en soplos—, Pepe, Pepe… Óyelos.
¿Que oyera qué? Me incorporé. Pepito se estrujaba los ojos y bostezaba. Un rumor crecía Por los lados de la Encrucijada. De pronto Pepito se sentó.
—¡La corneta, la corneta! —gritó.
Me miraba y me clavaba las uñas. Sí, una corneta vibraba lejos; y se oía el lejano trepidar de cascos de caballos. Papá se asomó a la puerta y nos indicó que calláramos; después entró y nos acarició maquinalmente. Mamá guareció su cabeza en el hombro de padre y rompió a sollozar.
—No te pongas nerviosa —dijo él con entonación muy dulce.
Crecía el rumor. Simeón llamó a papá.
—Ya están prendiéndose, don Pepe —dejó oír.
Una descarga nos desplomó el cielo encima. Sonó de manera limpia, llenándonos de pavor. La corneta cantaba. A poco, otra descarga. Debían estar tirando por los lados de casa. Otra, y otra, y otra. Tiros graneados y seguidos comenzaron a estallar. Pepito seguía apretándome el brazo. Yo creía escuchar voces altas. Simeón y Mero comentaban de sorda manera. Mamá, como la gallina sacada, pretendía cubrirnos con sus brazos. Padre salió.
—No tengan miedo, no tengan miedo —rastrillaba madre.
Otra descarga. Sentimos que el rumor engrosaba, que los tiros se iban multiplicando. A la vez parecían correrse hacia el poniente, hacia las lomas, hacia Pedregal. Simeón sacó la cabeza y sonrió a mi madre.
—Se están dando cogío, doña; se están dando…
Tornó a comentar con Mero. A poco volvió padre.
—Están ganando, Angela.
—¿Quiénes? —inquirió mamá, alargando el pescuezo.
—La revolución. Los tiros suenan más lejos.
—Ah…
Pepito se acurrucaba entre las piernas de mi madre y mi espalda. Silencio. O mejor dicho, un ruido vago, distante, cada vez más. Otra descarga, apenas resuelta. Otra, más lejana. Tiros y tiros, que se oían de momento en momento más diminutos, menos completos. Los nervios iban dejando a mamá.
—Parece que van arrasando, Angela —dijo papá.
Inmediatamente salió. Oíamos sus pasos rondando la puerta del camino. Algunos animales cruzaban el camino asustados. El perro empezó a gemir, a gemir.
—Doña, la cosa pasa.
La vieja Carmita nos miraba desde su habitación.
Allá, en el límite de lo posible, resonaban otras y otras descargas. A veces oíamos un cachito de la corneta, cuando el viento se revolvía sobre nosotros. Sentimos que alguien abría la puerta. La aldaba cayó. Madre se levantó y abrió del todo; yo me pegué a su falda. En la puerta del camino estaban Simeón y papá tratando de hurgar con la vista entre los pajonales de la loma. El viento trajo otro tronar. De pronto, otro, otro. Nos pareció distinguir mejor los últimos. Más disparos. Más disparos. Simeón se viró y miró fijamente a papá; papá se viró y miró fijamente a mamá. ¿Sería…? Por los lados de la Encrucijada se acercaba alguna tropa. Alguna, alguna… Pero los tiros parecían retornar, y un ronco estampido retumbó, rompiéndonos de miedo. ¿Sería…? ¡En los potreros de casa se estaba peleando! ¡Sí, se estaba peleando en los potreros! La poca luz nos impedía ver, pero oíamos claramente el tamborilear de la fusilería resonando allí. ¡Y los disparos venían paso a paso, paso a paso!
Simeón cerró la puerta de golpe y nos miró desolado.
—¡Por ahí viene gente juyendo! —gritó.
Estaba acabando de decirlo. Unas manos alocadas empezaron a golpear contra las tablas de la casa.
—¡Abran! ¡Abran! —suplicaba alguien.
Papá se tiró contra la puerta.
—¡Escóndanse! —tronó.
Apenas le pude ver sacar el revólver de la funda. Parecía un relámpago su brazo. Nos atropellamos bajo el catre, Pepito y yo. Mi hermano no podía tenerse, tembloroso. Lloraba. No sé qué cosa dijo papá en la puerta. Después sí le oí:
—¡Entre! ¡Entre!
Era una mujeruca. Se sujetaba el pecho y venía despeinada.
—¡Por ahí viene acabando con todo el general Fello Macario! —sollozó.
Y no encontrando qué hacer, se tiró en los brazos de mamá, que hubo de sacar fuerzas para decirle alguna cosa que la tranquilizara.
Sobre nuestras cabezas, súbitamente, estalló un loco retumbar, una fiera música de tiros, una horrísona tempestad. Esta vez sí pudimos sorprender voces tremendas, elevándose sobre el rugir de las carabinas. Y encima de todas ellas, como flotando, como volando, el canto metálico de la corneta.
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? —preguntaba Simeón a la mujer, rompiéndole el brazo con los dedos, comiéndosela con los ojos.
Ella se había idiotizado.
—¡La revolución! ¡La revolución! —repetía sin conciencia.
—¡Sí, la revolución! ¿Pero qué pasa?
Las descargas, y las descargas.
—¡Me voy a morir! ¡Me voy a morir, mamá! —gemía Pepito, incapaz ya de soportar más.
Padre corrió hacia él, lo alzó, se lo echó sobre un hombro.
—No, mi hijo, no.
Pero padre también estaba loco. Aunque era indudable que el estruendo tornaba a alejarse… Padre también estaba loco. Mamá corría de un rincón al otro. La vieja Carmita, tranquila, no se movía de una silla. Y el estruendo alejándose a todo correr, hacia Pedregal, hacia el oeste…
*
* *
Capítulo VII
Al tiempo de la vuelta, desde el mismo bohío fuimos cayendo entre grupos alborotados. El día era ya cosa decidida. Cierto olor acre parecía flotar sobre la tierra. Los hombres de las cercanías caminaban de prisa y desde lejos voceaban palabras contentas y a veces bastante puercas. Íbamos recogiendo explicaciones a retazos:
—Na más fue que Fello Macario dentrara…
—Por entre esos pajonales andan como guineas…
Una brusca alegría estallaba en todos los rostros. Papá iba de unos a otros preguntando; volvía a nosotros, aclaraba algo…
—El primer pleito, el de la madrugada, no lo dio el general; él llegó después.
Mamá no acertaba a interesarse ni a comprender. Un tinte cenizo le sacaba la carne de la cara. Pepito se prendía de mí y repetía cuanto oía.
—¡Ey, amigo!
Papá voceaba a todos los que veía pasar. Muy callada, Carmita dejaba acercarse a la gente para preguntar:
—¿Y no sabe si diba alguno de mis muchachos…?
*
* *
Retornamos atravesando el potrero, que la noche anterior cruzamos casi en vuelo. A lo lejos divisábamos el camino, y en él hombres que correteaban, gritaban y agitaban armas.
—Parece que se peleó allí —decía papá indicando las cercanías de nuestra casa.
Los dos pequeños pretendíamos alzarnos en unos pies inútiles. Mi madre se sujetaba la quijada, y bien veíamos que sus ojos no tenían acierto y que aquel ancho campo no le cabía en ellos.
—Vamos…
Papá guiaba. La casa dorada parecía caída y malherida. Habíamos pasado ya la alambrada que cerraba el primer vaso y estábamos acercándonos al patio. Seguían pasando hombres, aunque menos numerosos. Hacia allá veíamos todos, hacia el camino. De improviso padre se detuvo, abrió ambos brazos, moviendo las manos. De espaldas, como estaba, le notamos la intensa impresión. Mamá se asustó y corrió sobre él; acercó la cabeza por encima de su hombro, movió los brazos buscando algún amparo, se sujetó las sienes y volvió el rostro desencajado, murmurando algunas cosas.
—¡Pepe! ¡Pepe! —gritó angustiada.
Los niños corrimos a su lado. Padre dio media vuelta, la sujetó, la apretó: pero no apartaba la cara del patio ni variaba la dolorosa expresión que le desarmaba el rostro.
Lleno de un pavor horrible, empecé a temblar y a llorar. No sabía qué sucedía; no comprendía. Alzaba los ojos y veía a mamá sollozando. Traté de ver… Allí, en nuestro propio patio, igual que un muñeco destrozado por las manos torpes de un niño, había un hombre tendido boca arriba, con los labios blancos y entreabiertos, los dientes crecidos bajo ellos en siniestra sonrisa, la carne sin color, un boquetón en la frente y el boquetón cubierto de moscas ávidas.
Le habían roto los bolsillos, le habían arrancado la carabina y la cartuchera, y por los desgarrones de la ropa se le veía la piel mulata templada de hinchazón, fría, muerta.
Mamá se prendía a la camisa de mi padre. Un llanto amargo le aventaba el pecho. Papá le calentaba las sienes con las manos y la dejaba llorar, porque ella lo hacía por todas las madres que habían perdido sus hijos en la trágica fiesta de los tiros.
*
* *
Pese a que durante todo el día anduvieron en casa atareados, recomponiendo la casa, sacando todo lo que habían enseronado —desde almohadas y sábanas hasta cubiertos—, no pudimos arrancar de la mente la figura de aquel hombre derribado por una bala. Con mucho trabajo, según contaron después, pudieron sacarlo del patio entre Mero, Dimas y unos cuantos hombres que el alcalde recogió en los alrededores. Llevaron el cadáver, a través de los potreros, hasta el mismo Pedregal. A la vuelta contaron que la tierra había quedado sembrada de muertos en aquel sitio, y que entre ellos había pasado arrolladora la revolución, camino del pueblo.
¡Qué hormigueo el que padeció el camino aquel día! ¡Qué de gente estrafalaria, mal vestida y peor armada la que pasó a la zaga de los revolucionarios! Los veíamos cruzar en bandadas, apresurados, vociferantes. Al paso veloz sostenían conversaciones sembradas de risas, y al vernos gritaban, ebrios de un alcohol terrible:
—¡Viva el general Fello Macario! ¡Viva el general Fello Macario!
Todavía no era redondo el triunfo de la revolución y ya innumerables hombres empezaban a dar hurras al nuevo vencedor.
Por todos los rincones del campo cundió aquella borrachera funesta; en bohío alguno se atendió a otra cosa que a recoger noticias, a aumentarlas, a pasarlas adulteradas al vecino.
—¡Derrotó el general a otra fuerza en Pontón!
—¡La gente del gobierno está dejando el pueblo a la carrera!
Mi padre oía a todos, pero sólo atendía a su propio pensamiento, a la tortura que le había impuesto aquel infeliz tirado en el patio de la casa, pasto de moscas, víctima inútil.
De codos en la mesa, cerrado el rostro, calló y vio comer a los demás. Se incorporaba, paseaba, saludaba a éste o al otro vecino que lamentaba, hipócritamente:
—¡Vea qué matanza!
Abroquelado en un silencio hostil, veía pasar los últimos restos de la gentada que iba hacia el asalto del pueblo.
*
* *
Y triunfó la revolución. Había cobrado fuerzas increíbles, como si las piedras y las semillas hubieran parido hombres para sumarlos a sus filas. En casa lo dijeron, acaso una hora después de haber sucedido. Se peleó corto. El general Fello Macario metió su tropa en la fortaleza, copó las bocacalles, ocupó los pasos de los ríos y se nombró a sí mismo gobernador. Apenas sabía firmar; pero rubricaba como ninguno con su sable páginas horrendas escritas en las sabanas o en los callejones.
Papá estaba por el potrero con Mero, en busca de la Mañosa. Sólo movió la cabeza cuando supo la nueva.
—¿Y no se pone contento, don Pepe? ¡El general es gobernador!
Simeón, que le había hablado, le oyó el único comentario que hizo desde que topó el muerto.
—El general será gobernador; pero mi mula está casi agonizando.
E inmediatamente le dio la espalda, se pasó los dedos gruesos por entre el cabello y caminó hacia el patio, donde el sol derrengaba la cocina y los naranjos.
Capítulo VIII
—Ahora viene Monsito Peña —se decía en El Pino con cierto tono de disgusto.
Va no había guerra; pero aquel cabecilla sanguinario la encendía donde estaba; las descargas de sus fusilamientos resonaban peladas, y se erizaba de cruces la tierra que él pisaba.
—Ahora dizque viene Monsito Peña —murmuraban.
Papá no respondía con el más incoloro comentario. Si se trataba de Fello Macario hablaba esperanzado, y decía que tenía que hacerle una visita tan pronto pasaran los primeros días de atareo. Sin duda papá se hubiera entusiasmado con el triunfo del amigo, pero la gravedad de la Mañosa le mantenía preocupado, si bien apenas hablaba de ello. Otra cosa había: el mundo estaba trastornado, se hallaba al revés, y mientras la gente se acostumbrara, no iba él a estar de brazos cruzados, agotando las reservas de que disponía para sacarnos adelante en la brega del vivir. Las mejores horas del día las gastaba en silencio, haciendo cálculos o dando paseos. A menudo llamaba a Mero y se dirigían al potrero. En uno de esos viajes me llevó. Anduvimos sorteando los malos pasos y tuvimos que meternos bien adentro para encontrar la mula. Estaba bajo un memizo y daba pena verla: en relieve el costillar, color de barro reseco el pelo, el pescuezo flaco como una tabla, abultada de huesos; nos sintió llegar y apenas movió trabajosamente la cabeza. Mecía un rabo lento para espantar las moscas y parecía clavada en la tierra.
Con dolida expresión nos miró Mero.
—Ya no dura una semana… —dijo.
La bestia, como si entendiera, volvió a él la pedregosa cabeza y le barrió la figura con unos ojos opacos y fatigados.
*
* *
La gente seguía con su noticia.
—El que viene es Monsito Peña.
Nosotros esperábamos, un poco asustados. Pasados dos días, empezaron a dudar de la veracidad del informe. Papá le fue dando sueltas a la lengua:
—Lo mejor que puede hacer el general Macario es dejar ese hombre en Cotuí…
Mi madre rezaba a escondidas, pidiendo a San Antonio que contuviera al feroz Monsito Peña, que lo dejara en aquellos lugares, acostumbrados a sus correrías, donde la huella de su montura cabía apenas entre los montones de tierra que cubrían a sus víctimas. De paso por su habitación la veíamos hincada, musitando oraciones, fervorosa, cándida.
Una que otra tarde, grupos de tres, de cuatro, de cinco hombres armados pasaban hacia el pueblo. Eran los rezagados, los que se habían quedado requisando en el camino o los que habían guardado puestos avanzados. Algunos iban en son de agregados, sin otro título que el de simpatizadores. Pretendían todos coger su tajada de la res que el general Fello Macario desollaba a su antojo en el pueblo.
Viendo esos grupos, cuando los contertulios de casa los columbraban en la frontera de la Encrucijada, se pensaba que eran los primeros de los que acompañarían a Monsito Peña. Un ligero revuelo de pies y manos llenaba el almacén, algunas cabezas se asomaban vueltas hacia el este…
Pero Monsito Peña no venía. Un día, entre la tarde y la media, Mero llamó con señales e indicó hacia el oriente. Nos apresuramos todos en tirarnos afuera, y vimos: un grupo de hombres que parecían enfilados venían seguidos por dos de a pie y uno de a caballo. Papá tenía las manos embolsilladas y apenas se movió para preguntar:
—¿Será Monsito?
—No, son presos —dijo Mero.
Nos quedamos allí para verlos pasar. Notamos que uno de los jinetes revoleaba un brazo, como enviándonos pruebas de amistad.
—Don Pepe, —habló Mero entre dientes— aquel diache que saluda, ¿no es el negro que estaba en Pedregal?
Padre dijo que no con la cabeza; pero mamá intervino:
—El mismo —afirmó tranquila.
Los que venían delanteros se acusaban ya. Notamos que los traían amarrados en cuerda y que los hacían caminar de prisa. El jinete que saludó espoleó la cabalgadura, echándose la carabina sobre las piernas. Al acercarse le veíamos la gran risa que le alboreaba bajo los ojos.
—¡Don Pepe! ¡Don Pepe! —empezó a gritar cuando estuvo a distancia de dejarse oír.
Papá también levantó una mano y correspondió:
—¿Cómo está? ¿En qué anda?
El negro clavó de nuevo, tiró de la rienda justamente sobre nosotros, se desmontó, siempre sujetando la carabina y sonriendo, echó un brazo sobre el hombro de mi padre y saludó a mamá con el mayor respeto. Entonces se volvió para señalar a la fila:
—Trayendo unos presitos —explicó.
Y a seguidas:
—Traigo mucha sed, doña; consígame un vaso de agua, que se lo voy a agradecer.
Con una mano agarraba el freno, con la otra el arma. No me explico cómo pudo acariciarme al pasar por mi lado.
Desde que entró al almacén empezó a removerse.
—¡Concho, don Pepe! ¡Ésa si ha sido una brega larga! ¡Se me está trozando la cintura!
El mismo tomó una silla, amparado por la cara cordial de papá, se destocó y se echó fresco con el sombrero.
—Bueno, don Pepe… Dimos un pleito por los lados de Barbero que eso dio pena. ¡Concho!
Se puso de pie y sacó la cabeza.
—Traigo cinco presos peligrosos —dijo poniendo ojos de misterio.
Mamá le traía el agua pedida. Corrió a recibirla, y bebiéndola nos miraba a todos. Tragó como una res, glugluteando de manera ruidosa.
—¡Ay doña! Esto se lo pagará Dios en el cielo.
Otra carrera hacia la puerta.
—Son peligrosos, don Pepe.
No daba tiempo a nadie para hacer preguntas ni para moverse; él solo llenaba el almacén de voces y de acciones.
—¿Y qué gente es ésa, amigo? —preguntó papá como sin querer.
—Jum… Unos diaches que andaban preparando un pronunciamiento.
Ya los presos estaban cerca, porque oíamos las recomendaciones de los guardianes.
—¡Párense, párense! —gritó el negro sacando una mano.
Papá se puso de pie y se asomó al camino.
Se volvió al negro y lo cortó con una mirada veloz.
—¡Ahí van dos amigos míos! —clamó señalando a los presos.
—¿Amigos?
El negro parecía muy extrañado. Los ojos de mamá saltaban del uno al otro. Mero abría la boca, pretendiendo hablar.
Papá se echó afuera, súbitamente, y corrió sobre la cuerda. El negro corrió tras él y le sujetó por un hombro. Nosotros nos acercábamos al grupo. Oímos algunas palabras que papá casi le secreteaba al negro.
—¡Cómo no, don Pepe; cómo no! —dijo él.
Inmediatamente se dirigió a los presos, ordenó no sé qué cosa a los guardianes, y él mismo encaminó la cuerda hacia la sombra del alero. Los prisioneros se inmovilizaban de asombro. Papá se tiró en los brazos de dos que iban al centro, medio ahogándose al decir:
—¡Cun! ¡Mente!
Imposibilitados de abrazarle, ellos se contentaron con recibirle en los pechos y gemir:
—¡Pepe! ¡Pepe!
*
* *
Sueltos, libres por un rato, los dos amigos se estrujaban los brazos y se acomodaban en sillas. Papá estaba sentado frente a los dos y en un rincón el negro, mirándoles con creciente interés. Uno de ellos contaba:
—Cuando nos dejaste ahí mismo, en el Jagüey, cogimos el monte y salimos en Almacén. Pasó la revolución, los compañeros hicieron unas compras de cacao y tabaco y volvieron por tren al pueblo.
—¿Por qué se quedaron ustedes?
—Teníamos que hacer negocio, Pepe, —contestó el otro—, algo que nos diera siquiera los gastos del viaje…
Siguieron contando. Pasada la revuelta, en derrota la gente de Fello Macario hacia el Bonao y las huestes de la revolución que asediaban por el lado del oeste, encontraron que podía darles buen resultado comprar armas y municiones de los revolucionarios que huían. Juntaron bastantes.
Papá no podía contener la amargura que le rebosaba la cara.
—¿Y por qué compraron cosas tan peligrosas?
—Para llevarles comida a los hijos —fue la tranquila respuesta de uno.
La conversación degeneró. Apenas ocultaba papá su disgusto. Eran amigos, sus amigos. Ya había tratado de salvarlos, al principio de la revuelta, cuando ellos lo asustaron en el paso del Jagüey. Les brindó entonces su casa y no la aceptaron; les dio un hombre para que los sacara hasta el otro lado de las lomas, y torcieron el rumbo. Ahora iban presos, ¡presos! , sabe Dios hacia qué destino ingrato.
El negro se puso de pie. El día corría más veloz de la cuenta.
—Trátelos con consideración, amigo —recomendó papá.
Ellos protestaron:
—Nos han tratado bien, Pepe, dentro de lo posible.
Inmediatamente empezó el negro a alborotar de nuevo. Corrió a buscar el caballo, que trataba de mordisquear en el camino alguna grama; dio voces, ordenó, gritó. Mente y Cun retornaron a la fila. Se despidieron de mamá con aparente tristeza. Ella ni siquiera pudo hablar.
Amarrados de nuevo, y listos para partir, se le ocurrió a papá llamar al jefe otra vez.
—¿Cree usté que les pasará algo malo? —preguntó.
—¡Jum! Yo no sé, don Pepe, pero…
—¿Qué?
—Son gente peligrosa. Se pueden salvar, si la Virgen hace un milagro.
—¿Cómo?
Papá trataba de esconder su interés.
—Como le digo, don Pepe.
Como si le hubiera desgajado un profundo dolor, padre se fue acercando a mamá lentamente, lentamente, mientras los presos gritaban adioses y el caballo del negro desmenuzaba el polvo del camino.
*
* *
Había la cuerda desaparecido, comida por el recodo glotón. Con la voz estrecha de sufrimientos, papá comentaba:
—Los van a fusilar, Ángela; me lo ha dicho él.
Repetía sin cesar esa frase, que de seguro le obsesionaba, y mi madre le contemplaba destemplada, llorosa.
—Tú eres amigo del general, Pepe; usa de tu amistad; habla con él.
Papá se detuvo en seco. Parecía que acababa de descubrir su razón de vivir.
—¡Eso es! —dijo entusiasmado de repente.
Comenzó a dar carreras.
—¡Mero! ¡Mero! ¡Tráeme cualquier mulo: el mejor, el que esté más cerca!
Mero cortó hacia los potreros, a toda pierna, y papá se metió en el cuarto, seguido por mamá, a vestirse, a alistarse. Hablaban y hablaban. Una esperanza súbita los embargaba a los dos.
Cuando estuvo vestido se encontró con el mulo ensillado. Era un animal de carga que le iba a dar mal viaje; pero él no lo sentiría. Al montar la bestia se encabritó y reculó.
—¡Ah condenado! —gritó— ¡Bien se ve que no eres la Mañosa!
Mero se apresuró para sujetarle el freno. Papá casi voló sobre la silla. Le vimos alzar una mano; vimos el anca redonda del animal, fueteada por el rabo veloz, vimos el camino torcer…
Pasó una hora y pasaron dos. Llegó a casa Carmita y dijo:
—Dizque diban con una cuerda de presos…
Llegó Dimas y dijo:
—Vi pasar una cuerda como de diez presos.
Llegó Simeón y dijo:
—Me cuentan que llevaban como veinte presos.
Se detuvo un rato un hombretón que vivía en Pino Arriba y dijo:
—Por ahí pasaron un montón de presos.
Mamá les fue contando a todos la historia de los prisioneros y explicó que se trataba de gente buena, unos amigos a quienes papá había encontrado a la vuelta del último viaje. Decía después que papá andaba por el pueblo, y que había ido a ver al general para pedirle la libertad de esos amigos.
Se corrió la voz por el campo y empezó a llegar gente que saludaba y hablaba de mil sucesos… Todos buscaban que mamá les confirmara el cuento de que papá iba a pedir que no fusilaran a cincuenta enemigos que se habían pronunciado la noche antes.
Esperando nos sorprendió el atardecer, creció la noche, se cerró, se hizo pesada sobre el mundo. En el comedor de casa, hablando siempre de lo mismo, estaban los visitantes de todos los días. Nos vieron cenar y no se fueron. Sazonaba la noche, asomándose a las ventanas. Si oíamos pasos de monturas, nos acercábamos a la puerta. Mamá lamentaba.
—Pepe ha tardado mucho.
Dimas y el alcalde le decían que esperara, que esperara. Y observando sus consejos nos alborozó la llegada de papá. Nos juntamos todos en la puerta, malgastando gritos. Él se tiró del mulo, lo abandonó, como si no le importara el animal, y sin decir palabra cogió las manos de mi madre, se las sujetó, se las acercó al pecho, las soltó de pronto y se metió en su cuarto, tirándonos encima el tremendo dolor que le había hinchado los ojos.
Capítulo IX
Allí estábamos, en el comedor. En un rincón, la vieja Carmita se clavaba en la pared; a su lado, estrujándose las manos que parecían molestarle, callaba Mero; junto a la mesa, marcando las uñas en el mantel, Simeón; con los pies cruzados y con los brazos cruzados, frente a mí, Dimas; a mis lados, Pepito y mamá; bajo la ventana, en una mecedora destartalada, rumiaba papá su tristeza.
Nadie hablaba. A ratos alguien se movía; entre el silencio crujían las medias toses de Dimas. La cara de mi padre se había vuelto ancha para el vuelo de la luz que sobre mí se sostenía limpia y tranquila. Y dijo mi padre, mucho después, rompiendo aquel mutismo tenso y lóbrego:
—Simeón, esto será siempre igual, igual siempre.
El alcalde aprobó bajando la cabeza. Después corroboró:
—Igualito, don Pepe.
Entonces papá empezó a contar:
—Se resistió el mulo en el camino…
Se le había resistido el animal. Llegó al pueblo casi dos horas más tarde de lo justo, y enderezó los pasos hacia el centro. Vio mucha gente, demasiada gente que se separaba, que se disolvía. Al parecer, la multitud había estado reunida en algún sitio. Preguntó.
—Fusilando unos que estaban.
¡Oh! ¡Y qué salto le dio el corazón en el pecho! Arreó el mulo y les fue buscando el núcleo a los grupos. Todos parecían venir de los lados del cementerio. Hacia allá se encaminó. Efectivamente, un hacinamiento de hombres, mujeres y niños discutidores y de caras feroces, se desprendía de las cercanías. Siguió andando, medio confuso y medio asqueado. Alcanzó a ver un pelotón que abandonaba el lugar. ¡Cómo resaltaban los soldados sobre el sol verde que les quedaba atrás! Papá veía gente, gente. Las casas y las calles le daban vueltas bajo las patas del mulo. Oía trozos de relatos y topaba más grupos. Desembocó en una placeta descuidada. Al fondo estaban las paredes del cementerio. Trató de acercarse a la puerta; pero allí había un abigarramiento difícil de hendir. Los curiosos indicaban un sitio haciendo comentarios. Al sitio miró él: era un paño de la pared; estaba manchado de sangre. Sintió horror, repulsa, mal sabor que le subía hasta la garganta. Toda la cabeza le ardía y le sonaba. Anduvo más. Cerca de la puerta vio un corro y en él a un oficial que pinchaba con el sable un bulto que yacía a sus pies. Papá iba montado y por eso pudo ver. En viendo sintió vértigos y volvió la cabeza del animal. Una hoguera se le encendía en el pecho. Tenía ganas de tirarse, de arremeter contra el grupo, a tiros, a mordiscos; quería desgarrarles las carnes. Aquella gente estaba contemplando cadáveres ensangrentados, que se amontonaban uno sobre otro, juntando los pies, las cabezas y los destrozados pechos en un manojo horripilante. Y entre los cadáveres, verde, lívida, asomaba la faz de Cun, contraída, torcita, rota.
Papá clavó desesperadamente las espuelas en el vientre de su mulo y como un loco cruzó calles hasta llegar a un edificio bajo, custodiado por soldados. Se tiró y se lanzó a una puerta. Trataron de detenerle; pero él se desentendió del brazo que le cruzaba una carabina delante y se metió impetuoso hasta el mismo escritorio del general. Fello Macario lo vio llegar y se puso de pie. La habitación estaba llena de gente.
—¡General, general! —casi sollozó papá.
El general tenía el rostro amargo y la voz destemplada. Le abrazó.
—¡Cuánto me alegro de verlo, Pepe!
¡Cómo! ¿Se alegraba? ¿Era capaz de estar alegre, mientras una orden suya abatía vidas, allí cerca, a cinco cuadras? ¿Era capaz de alegrarse?
—Usté lo estará general; pero yo no tengo motivo para sentirme contento.
Fello Macario le ensuciaba los ojos con su mirada pesada.
—Venga por aquí, Pepe.
Siempre con el brazo echado sobre la espalda de papá, lo llevó a otra habitación. Se oían las conversaciones de los que quedaban atrás. Eran vividores, eso es: vividores. Quemaban incienso ahora; antes huían.
—Pero general… ¿Cómo ha fusilado usté a esa gente? ¿Por qué?
Macario se sujetó el bigote y miró al suelo. Levantó la cabeza.
—Era necesario —explicó.
—¿Necesario general? ¿Es necesario matar?
—No, matar no, Pepe; pero hay que dar ejemplos.
¡Oh! ¿Y era aquel Fello Macario, el revolucionario noble, el de las generosidades que andaban de boca en boca? Cierto que se mostraba muy apenado, como desteñido. Pero… ¿Era él? ¿Él? ¡Conque Fello Macario consideraba que había que dar ejemplos! A papá se le caía el mundo encima, se le derrumbaba el cielo sobre la cabeza.
—¿De qué ejemplos habla, amigo; de qué ejemplos?
—Esa gente iba a turbar la paz.
Papá quería reír, quería llorar.
—¿Paz?… No, general. Eran hombres serios que andaban buscando la comida de sus hijos.
—No Pepe; usté no comprende. Esta política…
—¡No se trata ahora de política! ¡Se trata de que antes eran hombres como usté y yo, con hijos a quienes querer, y con mujeres; se trata de que eran hombres y ahora no son nada, porque usté ordenó que los volvieran nada, nada…!
A papá se le cargaban los ojos de lágrimas. El general soportaba cortésmente, esforzándose, si bien también tenía la voz alterada. Tomó a papá por la cintura, como a un niño malcriado que se quiere mucho, y lo fue llevando con disimulo hasta la puerta.
—Vuélvase por aquí, Pepe, cuando esté más calmado. ¡Si usté supiera lo que es esto, lo que se sufre en esta política!
Padre se vio en la acera sin saber cómo. Montó. Estaba atolondrado, borracho de indignación.
Todavía por las calles del pueblo había grupos que escupían palabras quemantes y comentaban el suceso.
*
* *
Meciendo la cabeza como copa de palmera, Dimas dijo:
—La gente es peor que las bestias…
En su rincón, Carmita pensaba en los hijos mientras se le apagaban los ojos. Mero veía a papá y a mi lado lloraba madre.
La noche maduraba sobre la tierra generosa del Pino. Papá me acariciaba la cabeza con una manaza de piedra. Se puso de pie y poco a poco se acercó a la ventana. Trataba de alejarse de mamá, cuyas lágrimas rodaban rojas.
—Tengo el alma podrida, señores —roncó, como hablando con la noche.
Estaba de espaldas y procuraba penetrar el horizonte cerrado. Su voz parecía un quejido. Se volvió lentamente, y al rato, desalentado, roto, dijo:
—A mi mula le pude quitar las mañas, pero a los hombres nadie se las quita.
Dimas y Simeón aprobaban en silencio. En la ventana trapeaba la brisa.
Mamá seguía llorando.
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