Juan Bosch
(La Vega, Rep. Dominicana, 1909 - Santo Domingo, 2001)

Los vengadores (1932)
Originalmente publicado en la revista Bahoruco, semanario ilustrado [Santo Domingo],
Año II, Núm 87 (9 de abril de 1932), págs. 6 y 20;
Obras completas, Vol. II, “Narrativa” II
(Santo Domingo: Comisión Permanente de Efemérides Patrias, 2009, 519 págs.), págs. 305-309.



      —Ese viejo es un gran sinvergüenza, y tó el que saque la cara por él, un lambón! ¡Como lo oye!
       Los ojos de Casimiro se pegaron a su interlocutor. Tan claros estaban con la luz de mediodía, que parecían cristales y no ojos.
       —¡Últimamente! ¡Aquí no me mienten más ese degraciao! —dijo, extendiendo el brazo derecho, como quien señala el camino. Después, rumiando algo, entró al bohío y se acomodó en una silla cuyo fondo era piel de cabra.
       El cachimbo de Casimiro tenía curiosos adornos. Regularmente, un cachimbo de barro no dura arriba de tres meses, pero éste contaba dos años ya. Más de cinco veces habíale puesto nueva raíz. Cuidadosamente, por lo mismo de sentirse tan fuera de sí, lo llenó de legítimo andullo; y para encenderlo púsolo boca abajo, de modo tal, que la llama del fósforo, sin necesidad de esforzarse chupando, cubriera toda la picadura. Luego escupió, pasó un pie sobre el salivazo y cruzó las piernas.
       —¡Anda al carááá! —dijo en alta voz, a poco— ¡Dique ese viejo ladrón metiéndose con un hombre de mi sangre! ¡Concho!
       Y se puso en pie.
       Casimiro trabajaba con el viejo Mendo. Desyerbaba, talaba, ordeñaba, llevaba las vacas al abrevadero. El mismo, después de cortar la leña en el fondo de los potreros, casi dos kilómetros distanciados, venia por los burros y tornaba con ellos cargados de trozos. Cuando el viejo Mendo consideraba tener demasiada leña para su consumo, mandaba a Casimiro venderla en el pueblo.
       —Hay que aprovecharlo todo —decía el patrón.
       Y Casimiro partía a pie, precedido por una fila de doce burros viejos, flacos, empeñados en mordisquear cada yerbajo que hubiera en las orillas de la carretera. Al sonar una bocina, Casimiro increpaba su recua:
       —¡Tu, Prieto! ¡Ajilate, condenao! —Y siempre, a la ida o a la vuelta, tenia el alma como de pie en una tembladera. ¡Ay, si por desgracia un auto maltrataba alguno de esos mañosos!
       Algunas veces partía de mañana. Era una fiesta, entonces. Gustábale ver las hembras, con sus flores entre el pelo, montando airosamente en cualquier viejo y gastado animal tan orondas como si fueran en el rucio de don Mendo. ¡Pero la vuelta! ¡La vuelta! ¡Toda una maldición de sol, metido en la carretera como el agua en una zanja! ¡Y los burros, por cansados empeñados en no caminar sino a pulgadas!
       La vida de Casimiro era eso: un eterno trabajar y un eterno temer. ¡Tenia muy malas pulgas el diache del viejo Mendo! Por cualquier caballaita armaba unos pleitos padres. Insultaba, gritaba, manoteaba. Una buena condición, en cambio, adornaba a don Mendo: cada quince días, llegada la noche, llamaba a Casimiro, le entregaba los tres pesos de la quincena y lo retiraba diciendo: ¡A las tres de la mañana aquí. Hay que ordeñar!
       Jamás pudo Casimiro explicarse tal constancia en recordarle el ordeñe en cuatro años de trabajo, sin faltar un solo día; casi siempre antes de la hora estaba él al pie de la vaca exprimiendo la ubre, de modo que a las cinco saliera el muchacho con la leche hacia el pueblo. Y en todo el día no cesaba un minuto. En arrimándose la prima, a eso de las ocho, pasaba frente a la puerta y se despedía del viejo, lector incansable:
       —Jata mañana, Don Mendo —Ponía las trancas del portón, atravesaba la carretera, y sin oír los cuentos de su mujer se echaba en el catre incorporándose al rato para lavarse los pies y desnudarse.
       Esta mañana cuando descargaba la leña en la enramada, sin explicarse cómo, rompió una angarilla. Cayó ella la otra y ambas tenían preñez de trozos de pomos. Casimiro se apresuró a terminar para arreglarla: mas el diablo en la persona de Don Mendo se metió en la enramada sin hacer ruido, con aquellas sus malditas pantuflas marrones, con aquel grasiento sombrero negro y con aquellos terribles insultos escondidos ahí mismo detrás de los labios.
       —¡Oigame!, ¡óigame! ¿Se cree usté que estoy trabajando día y noche para que venga usté, por puro gusto, a mermar mi hacienda?
       —Pero si ha sido sin querer, Don Mendo.
       —!A mi no se me contesta, grosero! ¡A mi no se me contesta, negro indecente!
       Casimiro sintió que una mano gigantesca lo agarró por la cintura y lo zarandeó rápidamente. Fue como si le hubiese dado vueltas, pero tan violentas, que Casimiro no pudo ver sino un vacío. No estaba allí la enramada, los becerros, don Mendo: nada estaba. Y entonces le pareció que la misma mano arrancó su cabeza y la lanzó en un pozo cuyo fondo jamás tocaría.
       —¡Indecente es su madre, degraciao!
       Y tendió todos los músculos, maravillado de no haber ahorcado al viejo.
       Pero luego vio el sombrero negro, las pantuflas marrones y una camisa blanca, subiendo los escalones de la casa. Por la ventana, a poco, alguien tiró cinco monedas de a medio peso, y la mano de don Mendo, ella sola, como si la hubieran arrancado del cuerpo y clavado en el marco de la ventana, señalaba el portón. Luego sonó una voz:
       —Esa es su cuenta. ¡No me pise más aquí!
       Casimiro estuvo largo rato de pie, lo mismo que los postes marcadores de kilómetros en la carretera. Al marcharse recogió las monedas, en las que se redondeaba la luz. Ardían...
       Ya caminaba, ya se sentaba. Tenía en el pecho un fuego quemándole poco a poco. Debían estar calcinadas las costillas. Ponía el cachimbo sobre la mesita y se apretaba las manos hasta que parecían una sola de diez dedos. Ahora también iba su cabeza cayendo en un pozo. Y se empeño en mirar una por una cada figurita de su cachimbo. Pero, nervioso, mete entre los dientes la raíz, casi doce pulgadas larga, comienza a lanzar bocanadas de negruzco humo, aprieta las quijadas, y, al quebrarse la raíz, cayó el cachimbo. Cien pedacitos de barro calcinado se regaron en el piso.
       Casimiro, de un salto, empuño el cuchillo de cocina que dormía en la mesa, corrió hasta la puerta, sintió una llamada como del alma y vio por última vez los pedazos de su cachimbo, entre los que reía la cara del viejo Mendo, con risa de loco.
       No fue hombre, no. Una sombra si; una sombra que cruzó, a medio metro de altura, la carretera. Aquello que corrió no puso pies en tierra. Saltó la talanquera del portón, precisamente cuando el sol hacía caer la proyección de cada uno de los troncos sobre el inmediato inferior. Una mano le brillaba lo mismo que si llevara en ella algún dedo de acero. Y luego, aquella sombra saltando con extraña agilidad los escalones.
       Don Mendo leía y sintió agarrotársele la vista.
       —¿Pero me vas a matar tu, Casimiro? —¡Sí, yo! ¡Yo! ¿Y quien ha de sei sino yo?
       Don Mendo vio un hilo levantarse. Era fino como los de las telarañas. Luego Casimiro escupió:
       —¡Toma, maldito! ¡Toma!
       Un chorro de sangre, al saltar, le manchó la camisa. Los ojos del patrón comenzaron una huida. Fue como cuando se hiela el agua: perdieron brillo y transparencia. Pero no hubo en el tiempo una medida capaz de marcar la saciedad del otro. La mano siguió hasta siempre, inexorable.


Santo Domingo, mayo de 1932.


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