Julio Ramón Ribeyro
(Lima, Perú, 31 de agosto de 1929 - Lima, 4 de diciembre de 1994)


Nada que hacer, monsieur Baruch
Los cautivos
(no se publicó como un libro individual, pero fue publicado en 1972
como parte del segundo tomo de)
La palabra del mudo. Cuentos 1952-1972, tomo II.
(Lima: Milla Batres Editorial, 1973, 291 págs.)



      El cartero continuaba echando por debajo de la puerta una publicidad a la que monsieur Baruch permanecía completamente insensible. En los últimos tres días había deslizado un folleto de la Sociedad de Galvanoterapia en cuya primera página se veía la fotografía de un hombre con cara de cretino bajo el rótulo “Gracias al método del doctor Klein ahora soy un hombre feliz”; había también un prospecto del detergente Ayax proponiendo un descuento de cinco centavos por el paquete familiar que se comprara en los próximos diez días; se veía por último programas ilustrados que ofrecían las memorias de sir Winston Churchill pagaderas en catorce mensualidades, un equipo completo de carpintería doméstica cuya pieza maestra era un berbiquí eléctrico y finalmente un volante de colores particularmente vivos sobre “El arte de escribir y redactar”, que el cartero lanzó con tal pericia que estuvo a punto de caer en la propia mano de monsieur Baruch. Pero éste, a pesar de encontrarse muy cerca de la puerta y con los ojos puestos en ella, no podía interesarse por esos asuntos, pues desde hacía tres días estaba muerto.
       Hacía tres días justamente monsieur Baruch se había despertado en la mitad de la tarde, después de una noche de insomnio total en la cual había tratado de recordar sucesivamente todas las camas en las que había dormido en los últimos veinte años y todas las canciones que estuvieron de moda en su juventud. Lo primero que hizo al levantarse fue dirigirse al lavatorio de la cocina, para comprobar que seguía obstruido y que, como en los días anteriores, le sería necesario, para lavarse, llenar el agua en una cacerola y enjuagarse sólo los dedos y la punta de la nariz.
       Luego, sin darse el trabajo de quitarse el pijama, se abocó por rutina a un problema que lo había ocupado desde que Simón le cedió esa casa, hacía un año, y que nunca había logrado resolver: ¿cuál de las piezas de ese departamento sería la sala-comedor y cuál la dormitorio-escritorio? Desde su llegada a esa casa había barajado el pro y el contra de una eventual decisión y cada día surgían nuevas objeciones que le impedían ponerla en práctica. Su perplejidad venía del hecho que ambas habitaciones eran absolutamente simétricas con relación a la puerta de calle —que daba sobre un minúsculo vestíbulo donde sólo cabía una percha— ya que ambas estaban amobladas en forma similar: en ambas había un sofá-cama, una mesa, un armario, dos sillas y una chimenea condenada. La diferencia residía en que la habitación de la derecha comunicaba con la cocina y la de la izquierda con el water-closet. Hacer su dormitorio a la derecha significaba poner fuera de su alcance inmediatamente el excusado, adonde un viejo desfallecimiento de su vejiga lo conducía con inusitada frecuencia; hacerlo a la izquierda implicaba alejarse de la cocina y de sus tazas de café nocturnas, que se habían convertido para él en una necesidad de orden casi espiritual.
       Por todo ello es que monsieur Baruch, desde que llegó a esa casa, había dormido alternativamente en una u otra habitación y comía en una u otra mesa, según las soluciones sucesivas y siempre provisionales que le iba dando a su dilema. Y esta especie de nomadismo que ponía en práctica en su propia casa le había producido un sentimiento paradójico: por un lado le daba la impresión de vivir en una casa más grande, pues podía concluir que tenía dos salas-comedor y dos dormitorios-escritorio, pero al mismo tiempo se daba cuenta que la similitud de ambas piezas reducía en realidad su casa, ya que se trataba de una duplicación inútil del espacio, como la que podía provenir de un espejo, pues en la segunda habitación no podía encontrar nada que no hubiera en la primera y tratar de adicionarlas era una superchería, como la de quien al hacer el recuento de los títulos de su biblioteca pretende consignar en la lista dos ediciones exactas del mismo libro.
       Ese día monsieur Baruch tampoco pudo resolver el problema y dejándolo en suspenso una vez más regresó a la cocina para preparar su desayuno. Con su taza de café humeante en una mano y una tostada seca en la otra se instaló en la mesa más cercana, dio cuenta meticulosamente de su frugal alimento y luego se trasladó a la mesa de la habitación contigua, donde lo esperaba una carpeta con papel de carta. Cogiendo una hoja escribió unas breves líneas, que metió en un sobre. Encima de éste anotó: Madame Renée Baruch, 17 Rue de la Joie, Lyon. Y más abajo, con un bolígrafo de tinta roja, añadió: personal y urgente.
       Dejando el sobre en un lugar visible de la mesa monsieur Baruch prospectó mentalmente el resto de su jornada y aisló dos hechos que de costumbre realizaba antes de enfrentarse una vez más a la noche: comprarse un periódico y prepararse otro café con su tostada seca. Mientras esperaba que anocheciera vagó de una habitación a otra, mirando por sus respectivas ventanas. La de la derecha daba al corredor de una fábrica donde nunca supo qué fabricaban, pero que debía ser un lugar de penitencia, pues sólo la frecuentaban obreros negros, argelinos e ibéricos. La de la izquierda daba al techo de un garaje, detrás del cual, haciendo un esfuerzo, podía avistarse un pedazo de calle, por donde los automóviles pasaban interminablemente con sus faros ya encendidos. Pasó también un carro de bomberos haciendo sonar su sirena. Alguna casa ardía a la distancia.
       Monsieur Baruch prolongó su paseo más de lo habitual, convenciéndose ya que debía renunciar al periódico. Aparte de las ofertas de trabajo, nunca los terminaba de leer, no entendía lo que decían: ¿qué querían los vietnamitas?, ¿quién era ese señor Lacerda?, ¿qué cosa era una ordenadora electrónica?, ¿dónde quedaba Karachi? Y en este paseo, mientras anochecía, volvió a sentir ese pequeño ruido en el interior de su cráneo, que no provenía, como lo había descubierto, del televisor de madame Pichot ni del calentador de agua del señor Belmonte ni de la máquina en la cual el señor Ribeyro escribía en los altos: era un ruido semejante al de un vagón que se desengancha del convoy de un tren estacionado e inicia por su propia cuenta un viaje imprevisto.
       En el departamento ahora oscuro se mantuvo un momento al lado del conmutador de la luz, interrogándose. ¿Y si salía a dar una vuelta? Ese barrio apenas lo conocía. Desde su llegada había estudiado el itinerario más corto para llegar a la panadería, a la estación del metro y a la tienda de comestibles y se había ceñido a él escrupulosamente. Sólo una vez osó apartarse de su ruta para caer en una plaza horrible que, según comprobó, se llamaba la plaza de la Reunión, circunferencia de tierra, con árboles sucios, bancas rotas, perros libertinos, ancianos tullidos, rondas de argelinos sin trabajo y casas, santo Dios, casas chancrosas, sin alegría ni indulgencia, que se miraban aterradas, como si de pronto fueran a dar un grito y desaparecer en una explosión de vergüenza.
       Descartado también el paseo, monsieur Baruch encendió la luz de la habitación donde había dejado la carta, comprobó que seguía en su lugar y atravesando la siguiente habitación a oscuras entró en la cocina. En cinco minutos se afeitó con esmero, se puso un terno limpio y regresó ante el espejo del lavatorio para observarse el rostro. No había en él nada diferente de lo habitual. El largo régimen de café y tostadas había hundido sus carrillos, es verdad, y su nariz, que él siempre consideró con cierta conmiseración debido a su tendencia a encorvarse con los años, le pendía ahora entre las mejillas como una bandera arriada en señal de dimisión. Pero sus ojos tenían la expresión de siempre, la del pavor que le producía el tráfico, las corrientes de aire, los cinemas, las mujeres hermosas, los asilos, los animales con casco, las noches sin compañía y que lo hacía sobresaltarse y protegerse el corazón con la mano cuando un desconocido lo interpelaba en la calle para preguntarle la hora.
       Debía ser el momento del film de sobremesa, pues del televisor vecino llegó una voz varonil, que podía ser muy bien la de Jean Gabin en comisario de policía hablando en argot con un cigarrillo en la boca, pero monsieur Baruch, indiferente a la emoción que seguramente embargaba a madame Pichot, se limitó a enjuagar su máquina de afeitar, extraer la hoja y apagar la luz. Vestido se introdujo en la ducha, que quedaba dentro de una caseta metálica; en un rincón de la cocina y abriendo el caño dejó que el agua fría le fuera humedeciendo la cabeza, el cuello, el terno. Aferrando bien la hoja de afeitar entre el índice y el pulgar de la mano derecha levantó la mandíbula y se efectuó una incisión corta pero profunda en la garganta. Sintió un dolor menos vivo del que había supuesto y estuvo tentado de repetir la operación. Pero finalmente optó por sentarse en la ducha con las piernas cruzadas y se puso a esperar. Su ropa ya empapada lo hizo tiritar, por lo cual levantó el brazo para cerrar el caño. Cuando las últimas gotas dejaron de caer sobre su cabeza experimentó en el pecho una sensación de tibieza y casi de bienestar, que le hizo recordar las mañanas de sol en Marsella, cuando iba por los bares del puerto ofreciendo sin mucha fortuna corbatas a los marineros o aquellas otras mañanas genovesas, cuando ayudaba a despachar a Simón en su tienda de géneros. Y luego sus proyectos de viaje a Lituania, donde le dijeron que había nacido y a Israel, donde debía tener parientes cercanos, que él imaginaba numerosos, dibujando en sus rostros en blanco su propio rostro.
       Un nuevo carro de bomberos pasó a la distancia haciendo sonar su sirena y entonces se dijo que era absurdo estar metido en esa caseta oscura y mojada, como quien purga una falta o se oculta de una mala acción (¿pero toda su vida acaso no había sido una mala acción?), y que mejor era extenderse en el sofá de cualquiera de las habitaciones y fundar con ese gesto una nueva pieza en su casa, la capilla mortuoria, pieza que desde que llegó sabía que existía potencialmente, asechándolo, en ese espacio simétrico.
       No tuvo ninguna dificultad en ponerse de pie y salir de la ducha. Pero cuando estaba a punto de abandonar la cocina sintió una arcada que lo dobló y empezó a vomitar con tal violencia que perdió el equilibrio. Antes de que pudiera apoyarse en la pared se encontró tendido en el suelo bajo el dintel de la puerta, con las piernas en la cocina y el tronco en la habitación contigua. En la siguiente habitación la luz había quedado encendida y desde su posición de cúbito ventral monsieur Baruch podía ver la mesa y en su borde el lomo de la carpeta con papel de carta.
       Mentalmente se exploró el cuerpo, a la caza de algún dolor, de alguna fractura, de algún deterioro grave que revelara que su máquina humana estaba definitivamente fuera de uso. Pero no sentía ningún malestar. Lo único que sabía es que le era imposible ponerse de pie y que si algo en fin había sucedido era que en adelante debía renunciar a llevar una vida vertical y contentarse con la existencia lenta de las lombrices y sus quehaceres chatos, sin relieve, su penar al ras del suelo, del polvo de donde había surgido.
       Inició entonces un largo viaje a través del piso sembrado de prospectos y periódicos viejos. Los brazos le pesaban y en su intento de avanzar comenzó a utilizar la mandíbula, los hombros, a quebrar la cintura, las rodillas, a raspar el suelo con la punta de sus zapatos. Se contuvo un rato tratando de recordar dónde había dejado esa larga venda con la que en invierno se envolvía la cintura para combatir sus dolores de ciática. Si la había dejado en el armario de la primera pieza sólo tendría que avanzar cuatro metros para llegar a él. De otro modo, su viaje se volvería tan improbable como el retorno a Lituania o el periplo al reino de Sión.
       Mientras memorizaba y se debatía contra la sensación de que el aire se había convertido en algo agrio e irrespirable y reproducía los actos de sus últimas semanas y recreaba los objetos que guardaba en todos los cajones de la casa, monsieur Baruch sintió una vez más la sirena de los bomberos, pero acompañada esta vez por el traqueteo del vagón que se desengancha y acelerando progresivamente se lanza desbocado por la campiña rasa, sin horario ni destino, cruzando sin ver las estaciones de provincia, los bellos parajes marcados con una cruz en las cartas de turismo, desapegado, ebrio, sin otra conciencia que su propia celeridad y su condición de algo roto, segregado, condenado a no terminar más que en una vía perdida, donde no lo esperaba otra cosa que el enmohecimiento y el olvido.
       Tal vez sus párpados cayeron o el globo de sus ojos abiertos se inundó con una sustancia opaca, porque dejó de ver su casa, sus armarios y sus mesas para ver nítidamente, esta vez sí, inesperadamente, a la luz de un proyector interior, maravillosamente, las camas en las que había dormido en los últimos veinte años, incluyendo la última doble de la tienda del Marais, donde Renée se apelotonaba a un lado y no permitía que pasara de una línea geométrica e ideal que la partía por la mitad. Camas de hoteles, pensiones, albergues, siempre estrechas, impersonales, ásperas, ingratas, que se sucedían rigurosamente en el tiempo, sin que faltara una sola, y se sumaban en el espacio formando un tren nocturno e infernal, sobre el que había reptado como ahora, durante noches sin fin, solo, buscando un refugio a su pavor. Pero lo que no pudo percibir fueron las canciones, aparte de un croar sin concierto, como de decenas de estaciones de radio cruzadas, que pugnaban por acallarse unas a otras y que sólo lograban hacer descollar palabras sueltas, tal vez títulos de aires de moda, como traición, infidelidad, perfidia, soledad, cualquiera, angustia, venganza, verano, palabras sin melodía, que caían secamente como fichas en su oído y se acumulaban proponiendo tal vez una charada o constituyendo el registro escueto, capitular, de una pasión mediocre, sin dejar por ello de ser catastrófica, como la que consignan los diarios en su página policial.
       El bordoneo cesó bruscamente y monsieur Baruch se dio cuenta que veía otra vez, veía la lámpara inaccesible en la habitación contigua y bajo la lámpara la carpeta de cartas inaccesible. Y ese silencio en el que flotaban ahora los objetos familiares era peor que la ceguera. Si al menos empezara a llover sobre la calamina reseca o si madame Pichot elevara el volumen de su televisor o si al señor Belmonte se le ocurriera darse un baño tardío, algún ruido, por leve o estridente que fuere, lo rescataría de ese mundo de cosas presentes y silenciosas, que privadas del sonido parecían huecas, engañadoras, distribuidas con artificio por algún astuto escenógrafo para hacerle creer que seguía en el reino de los vivos.
       Pero no oía nada y ni siquiera lograba recordar en qué rincón de la casa había podido dejar la venda de la ciática y lo más que podía era progresar en su viaje, sin mucha fe además, pues los periódicos se arrugaban ante su esfuerzo, formaban ondulaciones y accidentes que él se sentía incapaz de franquear. Aguzando la vista leyó un gran titular “Sheila acusa” y más abajo, con letras más discretas, “Lord Chalfont asegura que la libra esterlina no bajará” y al lado un recuadro que anunciaba “Un tifón barre el norte de Filipinas” y luego, con letras casi imperceptibles —y qué tenacidad ponía en descifrarlas— “Monsieur y madame Lescène se complacen en anunciar el nacimiento de su nieto Luc-Emmanuel”. Y después volvió a sentir el calor, la agradable brisa en su pecho y al instante escuchó la voz de Bernard diciéndole a Renée que si no le aumentaban de sueldo se iría de la tienda del Marais y la de Renée que decía que ese muchacho merecía un aumento y su propia voz recomendando esperar aún un tiempo y el crujido de las escaleras la primera vez que descendió en puntillas para espiar cómo conversaban y bromeaban detrás del mostrador, entre carteras, paraguas y guantes y un rasguido que no podía ser otro que el del mensaje que dejó Renée antes de su fuga, escrito en un papel de cuaderno y que él hizo añicos después de leerlo varias veces, pensando idiotamente que rompiendo la prueba destruiría lo probado.
       Las voces y los ruidos se alejaron o monsieur Baruch renunció a sintonizarlos, pues al girar el globo del ojo efectuó una comprobación que lo obligó a cambiar en el acto todos sus proyectos: más cerca que los armarios de ambas habitaciones y de su venda improbable estaba la puerta de calle. Por su ranura inferior veía la luz del descanso de la escalera. Empezó entonces a girar sobre su vientre, con una dificultad extrema, pues le era necesario modificar toda la orientación de su itinerario inicial y mientras trataba de hacerlo la luz del descanso se encendió y se apagó varias veces, al par que sonaban pasos en las escaleras, pero probablemente en redondo o en los pisos más bajos o en el sótano, pues nunca, nunca terminaban de acercarse.
       Con el esfuerzo que hizo por cambiar de rumbo, su cabeza dejó de apoyarse en la mandíbula y cayó pesadamente hacia un lado quedando reclinada sobre una oreja. Las paredes y el techo giraban ahora, la chimenea pasó varias veces delante de sus ojos, seguida por el armario, el sofá y los otros muebles y a la zaga una lámpara y estos objetos se perseguían unos a otros, en una ronda cada vez más desaforada. Monsieur Baruch apeló entonces a un último recurso, tenido hasta ese momento en reserva y quiso gritar, pero en ese desorden, ¿quién le garantizaba dónde estaba su boca, su lengua, su garganta? Todo estaba disperso y las relaciones que guardaba con su cuerpo se habían vuelto tan vagas que no sabía realmente qué forma tenía, cuál era su extensión, cuántas sus extremidades. Pero ya el torbellino había cesado y lo que veía ahora, fijo ante sus ojos, era un pedazo de periódico donde leyó “Monsieur y madame Lescène se complacen en anunciar el nacimiento de su nieto Luc-Emmanuel”.
       Entonces abandonó todo esfuerzo y se abandonó sobre los diarios polvorientos. Apenas sentía la presencia de su cuerpo flotando en un espacio acuoso o inmerso en el fondo de una cisterna. Nadaba ahora con agilidad en un mar de vinagre. No, no era un mar de vinagre, era una laguna encalmada. Trinaba un pájaro en un árbol coposo. Discurría el agua por la verde quebrada. Nacía la luna en el cielo diáfano. Pacía el ganado en la fértil pradera. Por algún extraño recodo había llegado al paisaje ameno de los clásicos, donde todo era música, orden, levedad, razón, armonía. Todo se volvía además explicable. Ahora comprendía, sin ningún raciocinio, apodícticamente, que debía haber hecho el dormitorio en el lugar donde dejó la venda o haber dejado la venda en el lugar que iba a ser el dormitorio y haber echado a Bernard de la tienda y denunciado a Renée por haber huido con la plata y haberla perseguido hasta Lyon rogándole de rodillas que volviera y haberle dicho a Renée de partir sin que Bernard lo supiera y haberse matado la noche misma de su fuga para no sufrir un año entero y haber pagado un asesino para que acuchillara a Bernard o a Renée o a los dos o a él mismo en las gradas de una sinagoga y haberse ido a Lituania dejando a Renée en la indigencia y haberse casado en su juventud con la empleada de la pensión de Marsella a la que le faltaba un seno y haber guardado la plata en el banco en lugar de tenerla en la casa y haber hecho el dormitorio donde estaba tendido y no haber ido a la primera cita que le dio Renée, en el Café des Sports y haberse embarcado en ese mercante rumbo a Buenos Aires y haberse dejado alguna vez un espeso bigote y haber guardado la venda en el armario más cercano para poder ahora que se moría, lejos ya del rincón ameno, caído más bien en un barranco inmundo, tentar una curación in extremis, darse un plazo, durar, romper la carta anunciadora, escribirla la mañana siguiente o el año siguiente y seguirse paseando aún por esa casa, sesentón, cansado, sin oficio ni arte ni destreza, sin Renée ni negocio, mirando la fábrica enigmática o los techos del garaje o escuchando cómo bajaba el agua por las tuberías de los altos o madame Pichot encendía su televisor.
       Y todo era además posible. Monsieur Baruch se puso de pie, pero en realidad seguía tendido. Gritó, pero sólo mostró los dientes. Levantó un brazo, pero sólo consiguió abrir la mano. Por eso es que a los tres días, cuando los guardias derribaron la puerta, lo encontramos extendido, mirándonos, y a no ser por el charco negro y las moscas hubiéramos pensado que representaba una pantomima y que nos aguardaba allí por el suelo, con el brazo estirado, anticipándose a nuestro saludo.


(París, 1967)


Literatura .us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar