Julio Ramón Ribeyro
(Lima, Perú, 31 de agosto de 1929 - Lima, 4 de diciembre de 1994)


La piel de un indio no cuesta cara
Las botellas y los hombres
(originalmente publicado, por error, como Los hombres y las botellas)
(Lima: Populibros Peruanos, 1964, 135 págs.)



      —¿Piensas quedarte con él? —preguntó Dora a su marido. Miguel, en lugar de responder, se levantó de la perezosa donde tomaba el sol y haciendo bocina con las manos gritó hacia el jardín:
       —¡Pancho!
       Un muchacho que se entretenía sacando la yerba mala volteó la cabeza, se puso de pie y echó a correr. A los pocos segundos estuvo frente a ellos.
       —A ver, Pancho, dile a la señora cuanto es ocho más ocho.
       —Dieciséis.
       —¿Y dieciocho más treinta?
       —Cuarentaiocho.
       —¿Y siete por siete?
       Pancho pensó un momento.
       —Cuarentainueve.
       Miguel se volvió hacia su mujer:
       —Eso se lo he enseñado ayer. Se lo hice repetir toda la tarde pero se le ha grabado para toda la vida.
       Dora bostezó.
       —Guárdalo entonces contigo. Te puede ser útil.
       —Por supuesto. ¿No es verdad Pancho que trabajarás en mi taller?
       —Sí, señor.
       A Dora que se desperezaba:
       —En Lima lo mandaré a la escuela nocturna. Algo podemos hacer por este muchacho. Me cae simpático.
       —Me caigo de sueño —dijo Dora.
       Miguel despidió a Pancho y volvió a extenderse en su perezosa. Todo el vallecito de Yangas se desplegaba ante su vista. El modesto río Chillón regaba huertos de manzanos y chacras de panllevar. Desde el techo de la casa se podía ver el mar, al fondo del valle, y los barcos surtos en el Callao.
       —Es una suerte tener una casa acá —dijo Miguel—. Sólo a una hora de Lima. ¿No, Dora?
       Pero ya Dora se había retirado a dormir la siesta. Miguel observó un rato a Pancho que merodeaba por el jardín persiguiendo mariposas, moscardones; miró el cielo, los cerros, las plantas cercanas y se quedó profundamente dormido.
       Un griterío juvenil lo despertó. Mariella y Víctor, los hijos del presidente del club, entraban al jardín. Llevaba cada cual una escopeta de perdigones.
       —Pancho, ¿Vienes con nosotros? —decían—. Vamos a cazar al cerro.
       Pancho desde lejos, buscó la mirada de Miguel, esperando su aprobación.
       —¡Anda no más! —gritó—, ¡y fíjate bien que estos muchachos no hagan barbaridades!
       Los hijos del presidente salieron por el camino del cerro, escoltados por Pancho. Miguel se levantó, miró un momento las instalaciones del club que asomaban a lo lejos, tras un seto de jóvenes pinos, y fue a la cocina a servirse una cerveza. Cuando bebía el primer sorbo, sintió unas pisadas en la terraza.
       —¿Hay alguien aquí? —preguntaba una voz.
       Miguel salió: era el presidente del club.
       —Estuvimos esperándolos en el almuerzo —dijo—. Hemos tenido cerca de sesenta personas.
       Miguel se excusó:
       —Usted sabe que Dora no se divierte mucho en las reuniones. Prefiere quedarse aquí leyendo.
       —De todos modos —añadió el presidente— hay que alternar un poco con los demás socios. La unión hace la fuerza. ¿No saben acaso que celebramos el primer aniversario de nuestra institución? Además no se podrán quejar del elemento que he reunido en torno mío. Toda gente chic, de posición, de influencia. Tú, que eres un joven arquitecto...
       Para cortar el discurso que se avecinaba, Miguel aludió a los chicos:
       —Mariella y Víctor pasaron por acá. Iban al cerro. He hecho que Pancho los acompañe.
       —¿Pancho?
       —Un muchacho que me va a ayudar en mi oficina de Lima. Tiene sólo catorce años. Es del Cuzco.
       —¡Que se diviertan, entonces!
       Dora apareció en bata, despeinada, con un libro en la mano.
       —Traigo buenas noticias para tu marido —dijo el presidente—. Ahora, durante el almuerzo, hemos decidido construir un nuevo bar, al lado de la piscina. Los socios quieren algo moderno, ¿Sabes? Hemos acordado que Miguel haga los planos. Pero tiene que darse prisa. En quince días necesitamos los bocetos.
       —Los tendrán —dijo Dora.
       —Gracias —dijo Miguel—. ¿No quiere servirse un trago?
       —Por supuesto. Tengo además otros proyectos de más envergadura. Miguel tiene que ayudarnos. ¿No te molesta que hablemos de negocios en día domingo?
       El presidente y Miguel se sentaron en la terraza a conversar, mientras Dora recorría el jardín lentamente, bebía el sol, se dejaba despeinar por el viento.
       —¿Dónde está Pancho? —preguntó.
       —¡En el cerro! —gritó Miguel—. ¿Necesitas algo?
       —No; pregunto solamente.
       Dora continuó paseándose por el jardín, mirando los cerros, el esplendor dominical. Cuando regresó a la terraza, el presidente se levantaba.
       —Acordado, ¿no es verdad? Pasa mañana por mi oficina. Tengo que ir ahora a ver a mis invitados. ¿Saben que habrá baile esta noche? Al menos pasarán un rato para tomarse un cóctel.
       Miguel y Dora quedaron solos.
       —Simpático tu tío —dijo Miguel—. Un poco hablador.
       —Mientras te consiga contratos —comentó Dora.
       —Gracias a él hemos conseguido este terreno casi regalado —Miguel miró a su alrededor—. ¡Pero habría que arreglar esta casa un poco mejor! Con los cuatro muebles que tenemos sólo está bien para venir a pasar el week-end.
       Dora se había dejado caer en una perezosa y hojeaba nuevamente su libro. Miguel la contempló un momento.
       —¿Has traído algún traje decente? Creo que debemos ir al club esta noche.
       Dora le echó una mirada maliciosa:
       —¿Algún proyecto entre manos?
       Pero ya Miguel, encendiendo un cigarrillo, iba hacia el garaje para revisar su automóvil. Destapando el motor se puso a ajustar tornillos, sin motivo alguno, sólo por el placer de ocupar sus manos en algo. Cuando medía el aceite, Dora apareció a sus espaldas.
       —¿Qué haces? He sentido un grito en el cerro.
       Miguel volvió la cabeza. Dora estaba muy pálida. Se aprestaba a tranquilizarla, cuando se escuchó cuesta arriba el ruido de unas pisadas precipitadas. Luego unos gritos infantiles. De inmediato salieron al jardín. Alguien bajaba por el camino de pedregullo. Pronto Mariella y Víctor entraron sofocados.
       —¡Pancho se ha caído! —decían—. Está tirado en el suelo y no se puede levantar.
       —¡Está negro! —repetía Mariella. Miguel los miró. Los chicos estaban transformados: tenían rostros de adultos.
       —¡Vamos allí! —dijo y abandonó la casa, guiado por los muchachos.
       Comenzó a subir por la pendiente de piedras, orillada de cactus y de maleza.
       —¿Dónde es? —preguntaba.
       —¡Más arriba!
       Durante un cuarto de hora siguió subiendo. Al fin llegó hasta los postes que traían la corriente eléctrica al club. Los muchachos se detuvieron.
       —Allí está —dijeron, señalando al suelo.
       Miguel se aproximó. Pancho estaba contorsionado, enredado en uno de los alambres que servían para sostener los postes. Estaba inmóvil, con la boca abierta y el rostro azul. Al volver la cara vio que los hijos del presidente seguían allí, espiando, asustados, el espectáculo.
       —¡Fuera! —les gritó—. ¡Regresen al club ¡No quiero verlos por acá!
       Los chicos se fueron a la carrera. Miguel se inclinó sobre el cuerpo de Pancho. Por momentos le parecía que respiraba. Miró el alambre ennegrecido, el poste, luego los cables de alta tensión que descendían del cerro y poniéndose de pie se lanzó hacia la casa.
       Dora estaba en medio del jardín, con una margarita entre los dedos.
       —¿Qué pasa?
       —¿Dónde está la llave del depósito?
       —Está colgada en la cocina. ¡Qué cara tienes!
       Miguel hurgó entre los instrumentos de jardinería hasta encontrar la tijera de podar, que tenía mangos de madera.
       —¿Qué le ha pasado a ese muchacho? —insistía Dora.
       Pero ya Miguel había partido nuevamente a la carrera. Dora vio su figura saltando por la pañolería, cada vez más pequeña. Cuando desapareció en la falda del cerro, se encogió de hombros, aspiró la margarita y continuó deambulando por el jardín.
       Miguel llegó ahogándose al lado de Pancho y con las tijeras cortó el alambre aislándolo del poste y volvió a cortar aislándolo de la tierra. Luego se inclinó sobre el muchacho y lo tocó por primera vez. Estaba rígido. No respiraba. El alambre le había quemado la ropa y se le había incrustado en la piel. En vano trató Miguel de arrancarlo. En vano miró también a su alrededor, buscando ayuda. En ese momento, al lado de ese cuerpo inerte, supo lo que era la soledad.
       Sentándose sobre él, trató de hacerle respiración artificial, como viera alguna vez en la playa, con los ahogados. Luego lo auscultó. Algo se escuchaba dentro de ese pecho, algo que podría ser muy bien la propia sangre de Miguel batiendo en sus tímpanos. Haciendo un esfuerzo, lo puso de pie y se lo echó al hombro. Antes de iniciar el descenso miró a su alrededor, tratando de identificar el lugar. Ese poste se encontraba dentro de los terrenos del club.
       Dora se había sentado en la terraza. Cuando lo vio aparecer con el cuerpo del muchacho, se levantó.
       —¿Se ha caído?
       Miguel, sin responder, lo condujo al garaje y lo depositó en el asiento del automóvil. Dora lo seguía.
       —Estás todo despeinado. Deberías lavarte la cara.
       Miguel puso el carro en marcha.
       —¿A dónde vas?
       —¡A Canta! —gritó Miguel, destrozando, al arrancador, los tres únicos lirios que adornaban el jardín.
       El médico de la Asistencia Pública de Canta miró al muchacho.
       —Me trae usted un cadáver.
       Luego lo palpó, lo observó con atención.
       —¿Electrocutado, no?
       —¿No se puede hacer algo? —insistió Miguel—. El accidente ha ocurrido hace cerca de una hora.
       —No vale la pena. Probaremos, en fin, si usted lo quiere.
       Primero le inyectó adrenalina en las venas. Luego le puso una inyección directa en el corazón.
       —Inútil —dijo—. Mejor es que pase usted por la comisaría para que los agentes constaten la defunción.
       Miguel salió de la Asistencia Pública y fue a la comisaría. Luego emprendió el retorno a la casa. Cuando llegó, atardecía.
       Dora estaba vistiéndose para ir al club.
       —Vino el presidente —dijo—. Está molesto porque Mariella ha vomitado. Han tenido que meterla a la cama. Dice que qué cosa ha pasado en el cerro con ese muchacho.
       —¿Para qué te vistes? —preguntó Miguel—. No iremos al club esta noche. No irás tú en todo caso. Iré yo solo.
       —Tú me has dicho que me arregle. A mí me da lo mismo.
       —Pancho ha muerto electrocutado en los terrenos del club. No estoy de humor para fiestas.
       —¿Muerto? —preguntó Dora—. Es una lástima. ¡Pobre muchacho!
       Miguel se dirigió al baño para lavarse.
       —Debe ser horrible morir así —continuó Dora—. ¿Piensas decírselo a mi tío?
       —Naturalmente.
       Miguel se puso una camisa limpia y se dirigió caminando al club. Antes de atravesar la verja se escuchaba ya la música de la orquesta. En el jardín había lagunas parejas bailando. Los hombres se habían puesto sombreritos de cartón pintado. Circulaban los mozos con azafates cargados de whisky, gin con gin y jugo de tomate.
       Al penetrar al hall vio al presidente con un sombrero en forma de cucurucho y un vaso en la mano. Antes de que Miguel abriera la boca, ya lo había abordado.
       —¿Qué diablos ha sucedido? Mis chicos están alborotados. A Mariella hemos tenido que acostarla.
       —Pancho, mi muchacho, ha muerto electrocutado en los terrenos del club. Por un defecto de instalación, la corriente pasa de los cables a los alambres de sostén.
       El presidente lo cogió precipitadamente del brazo y lo condujo a un rincón.
       —¡Bonito aniversario! Habla más bajo que te pueden oír. ¿Estás seguro de lo que dices?
       —Yo mismo lo he recogido y lo he llevado a la asistencia de Canta.
       El presidente había palidecido.
       —¡Imagínate que Mariella o que Víctor hubieran cogido el alambre! Te juro que yo...
       —¿Qué cosa?
       —No sé... Habría habido alguna carnicería…
       —Le advierto que el muchacho tiene padre y madre. Viven cerca del Porvenir.
       —Fíjate, vamos a tomarnos un trago y a conversar detenidamente del asunto. Estoy seguro de que las instalaciones están bien hechas. Puede haber sucedido otra cosa. En fin, tantas cosas suceden en los cerros. ¿No hay testigos?
       —Yo soy el único testigo.
       —¿Quieres un whisky?
       —No. He venido sólo a decirle que a las diez de la noche regresaré a Lima con Dora. Veré a los padres del muchacho para comunicarles lo ocurrido. Ellos verán después lo que hacen.
       —Pero Miguel, estérate, tengo que enseñarte donde haremos el nuevo bar.
       —¡Por lo menos quítese usted ese sombrero! Hasta luego.
       Miguel atravesó el camino oscuro. Dora había encendido todas las luces de la casa. Sin haberse cambiado su traje de fiesta, escuchaba música en un tocadisco portátil.
       —Estoy un poco nerviosa —dijo.
       Miguel se sirvió, en silencio, una cerveza.
       —Procura comer lo antes posible —dijo—. A las diez regresaremos a Lima.
       —¿Por qué hoy? —preguntó Dora.
       Miguel salió a la terraza, encendió un cigarrillo y se sentó en la penumbra, mientras Dora andaba por la cocina. A lo lejos, en medio de la sombra del valle, se divisaban las casitas iluminadas de los otros socios y las luces fluorescentes del club. A veces el viento traía compases de música, rumor de conversación o alguna risa estridente que rebotaba en los cerros.
       Por el caminillo aparecieron los faros crecientes de un automóvil. Como un celaje, pasó delante de la casa y se perdió rumbo a la carretera. Miguel tuvo tiempo de advertirlo: era el carro del presidente.
       —Acaba de pasar tu tío —dijo, entrando a la cocina. Dora comía desganadamente una ensalada.
       —¿Adónde va?
       —¡Qué sé yo!
       —Debe estar preocupado por el accidente.
       —Está más preocupado por su fiesta.
       Dora lo miró:
       —¿Estás verdaderamente molesto?
       Miguel se encogió de hombros y fue al dormitorio para hacer las maletas. Más tarde fue al jardín y guardó en el depósito los objetos dispersos. Luego se sentó en el living, esperando que Dora se arreglara para la partida. Pasaban los minutos. Dora tarareaba frente al espejo. Volvió a sentirse el ruido de un automóvil. Miguel salió a la terraza. Era el carro del presidente que se detenía a cierta distancia de la casa: dos hombres bajaron de su interior y tomaron el camino del cerro. Luego el carro avanzó un poco más, hasta detenerse frente a la puerta.
       —¿Viene alguien? —preguntó Dora, asomando a la terraza—. Ya estoy lista.
       El presidente apareció en el jardín y avanzó hacia la terraza. Estaba sonriendo.
       —He batido un récord de velocidad —dijo. Vengo de Canta. ¿Nos sentamos un rato?
       —Partimos para Lima en este momento —dijo Miguel.
       —Solamente cinco minutos —en seguida sacó unos papeles del bolsillo—. ¿Qué cuento es ese del muchacho electrocutado? Mira.
       Miguel cogió los papeles. Uno era un certificado de defunción extendido por el médico de la Asistencia Pública de Canta. No aludía para nada el accidente. Declaraba que el muchacho había muerto de una “deficiencia cardiaca”. El otro era un parte policial redactado en los mismos términos.
       Miguel devolvió los papeles.
       —Esto me parece una infamia —dijo.
       El presidente guardó los papeles.
       —En estos asuntos lo que valen son las pruebas escritas —dijo—. No pretenderás además saber más que un médico. Parece que el muchacho tenía, en efecto, algo al corazón y que hizo demasiado ejercicio.
       —El cerro está bastante alto —acotó Dora.
       —Digan lo que digan esos papeles, yo estoy convencido de que Pancho ha muerto electrocutado. Y en los terrenos del club.
       —Tú puedes pensar lo que quieras —añadió el presidente—. Pero oficialmente éste es un asunto ya archivado.
       Miguel quedó silencioso.
       —¿Por qué no vienen conmigo al club? La fiesta durará hasta media noche. Además, insisto en que veas el lugar donde construiremos el bar.
       —¿Por qué no vamos un rato? —preguntó Dora.
       —No. Partimos a Lima en este momento.
       —De todas maneras, los espero.
       El presidente se levantó. Miguel lo vio partir. Dora se acercó a él y le pasó un brazo por el hombro.
       —No te hagas mala sangre —le susurró al oído—. A ver, pon cara de gente decente.
       Miguel la miró: algo en sus rasgos le recordó el rostro del presidente. Detrás de su cabellera se veía la masa oscura del cerro. Arriba brillaba una luz.
       —¿Tiene pilas la linterna? —preguntó.
       —¿Qué piensas hacer?
       Miguel buscó la linterna: todavía alumbraba. Sin decir una palabra se encaminó por la pendiente riscosa. Trepaba entre cantos de grillos e infinitas estrellas. Pronto divisó la luz de un farol. Cerca del poste, dos hombres reparaban la instalación defectuosa. Los contempló un momento, en silencio, y luego emprendió el retorno.
       Dora lo esperaba con un sobre en la mano.
       —Fíjate. Mi tío mandó esto.
       Miguel abrió el sobre. Había un cheque al portador por cinco mil soles y un papel con unas cuantas líneas: “La dirección del club ha hecho esta colecta para enterrar al muchacho. ¿Podrías entregarle la suma a su familia?”.
       Miguel cogió el cheque con la punta de los dedos y cuando lo iba a rasgar, se contuvo. Dora lo miraba. Miguel guardó el cheque en el bolsillo y dándole la espalda a su mujer quedó mirando al valle de Yangas. Del accidente no quedaba ni un solo rastro, ni un alambre fuera de lugar, ni siquiera el eco de un grito.
       —¿En qué piensas? —preguntó Dora—. ¿Regresamos a Lima o vamos al club?
       —Vamos al club —suspiró Miguel.


(París, 1961)


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