Liliana Heker
(Buenos Aires, 1943-)
Ahora
Los que vieron la zarza
(Mencion única, VII Concurso Hispanoamericano de Literatura “Casa de las Americas”, 1966)
(Buenos Aires: Editorial J. Alvarez, 1966, 154 págs.)
Tal vez sería mejor que me fuera por un rato, acá voy a acabar por ponerme nervioso. Mamá y Adelaida no hacen más que llorar en la pieza donde duerme Juan Luis (como si esto pudiera hacerle algún bien a mi hermano) y a papá da pena verlo; recién me asomé al living y sigue parado frente a la ventana, vigilando la esquina. Se le va a notar en la cara cuando doble la ambulancia.
Es curioso que haya escrito ambulancia: en el mismo instante en que lo escribía me los figuré llegando en auto. Sería peor en auto, no sé por qué. Sí, sé por qué. No puedo borrarme la idea de que Juan Luis va a gritar como gritaba Blanche en Un tranvía llamado deseo. Y a Blanche la vinieron a buscar en auto.
Le dije a papá que pensaba salir a dar una vuelta pero no pareció gustarle mucho la idea. Es natural: Juan Luis puede despertarse en cualquier momento y si anda como anoche papá no va a poder manejarlo solo (con mamá y Adelaida ya se sabe que no se puede contar). Me pregunto hasta cuándo va a durar esta pesadilla. Pero no, no hay que dejarse ganar por la angustia. Habrá que intentar una nueva vida ahora que se lo llevan a Juan Luis, casi nos estábamos transformando en maniáticos nosotros también. Me parece que hiciera siglos que no siento el sol sobre la piel.
Mudarnos, eso será lo primero. Hace un rato traté de hacérselo entender a Adelaida, pero me miró un poco horrorizada. Nuestra infancia, la comprendo: cuesta desprenderse de los lugares. Las siestas en esta pieza, los domingos, cuando esta pieza era el comedor diario: ella, Aleta y la Reina Ginebra; yo, el Mago Merlín; Juan Luis, el Príncipe Valiente. La grieta de allá me servía para templar la Espada Cantora. Y en verano corríamos bajo el sol hasta que nos dolía la cabeza. Pero es eso justamente lo que hay que evitar: el sentimentalismo. Acá todo está como contaminado de Juan Luis. Lleno de su recuerdo, quiero decir. Si seguimos en esta casa nunca podremos reponernos. Cada mañana, cuando mamá riegue las azaleas, va a decir lo que dice siempre: “Pensar que este cantero me lo hizo hacer Juan Luis cuando vendió su primer cuadro, pobre hijo”. Y si alguno señala las telarañas en la pileta del patio Adelaida va a contar: “En esta pileta, Sebastián lo quiso bañar a Juan Luis cuando Juan Luis tenía tres años”. Y la va a mirar a mamá, y las dos se van a poner a llorar. Ayer mismo, a la tarde, mamá estaba buscando no sé qué radiografía y encontró la foto que le sacaron cuando ganó el concurso de dibujo. “¿Te acordás?”, dijo; “qué lindo era; apareció en el escenario y todos aplaudieron. ¿Te acordás lo orgullosa que estaba yo?”. Apretó la foto contra su corazón. “¿Cuántos años tenía?”, dijo; “¿diez?”. “No, once”, dijo Adelaida; “¿no te acordás de que Sebastián estrenaba los largos ese día?”. Mamá suspiró y adiviné que estaba llorando. “Qué felices hubiéramos podido ser”, dijo. Después oyó un ruido y miró hacia la puerta. Cuando vio que yo la estaba observando se secó rápido los ojos con el dorso de la mano, no le gusta que la vean llorar. Me senté a su lado para tranquilizarla pero ella empezó a acariciarme la cabeza como una tonta y a murmurar hijito querido. Está muy nerviosa, pobre mamá, y al fin consiguió que yo también me pusiera nervioso. O no sé; tal vez el haber vivido tanto tiempo en tensión. El contacto de la mano tiene que haber actuado como catalizador. Me sentí como otra vez —no debía tener más de cuatro años porque Juan Luis todavía dormía en la cuna, en el dormitorio con mamá y papá—, yo acababa de soñar (o me estaba imaginando) perros. Nada más que eso. Una pavorosa cantidad de perros negros y peludos, perros feos, en montón, arrancándose las orejas a dentelladas. No me animaba a gritar por temor a que, en la otra pieza, se despertara mi hermanito. Recuerdo que esa noche escuché, por primera vez, los latidos de mi corazón. Estaba por llevarme las manos a los oídos y entonces la oí. ¿Te pasa algo, hijito?, oí sobre mi cabeza. Ella me acariciaba la frente y se sentó en mi cama. Y fue como si toda la paz del mundo se sentara en mi cama, con ella.
Bien, supongo que este tipo de vivencias quedan fijadas en el subconsciente; basta el estímulo adecuado para que afloren. De cualquier modo fue una picardía, aflojar justo cuando más hacía falta mantener la calma. Apenas abrí los ojos y le vi la cara a mamá me arrepentí de la agachada. No hay nada que hacerle, por algún lado siempre se explota. Pienso que habríamos terminado por neurotizarnos si papá no cortaba por lo sano.
Papá entró, justo cuando lo nombraba. Mejor dicho, asomó la cabeza por la puerta, me vio escribiendo, y volvió a salir sin decir una palabra. Es increíble hasta qué punto la gente, en una situación límite, puede perder la conciencia de sus propios actos; papá debe pensar que esto que ha hecho es lo más normal del mundo. Pero no debo burlarme de él, al fin y al cabo le tocó la peor parte en este asunto. Llamar a la clínica no debe haber sido nada fácil. Yo mismo, no sé si me habría animado. La forma en que lo hizo, sobre todo: confieso que me maravilló su sangre fría. Anoche intentó matar al hermano, lo oí perfectamente. No sé, supongo que era la manera más directa de dar a entender la gravedad del caso pero igual sonaba feroz. Juro que me electricé en la cama.
No; la peor parte aún no ha ocurrido. Habrá que hablar con los médicos, quiero decir. Querrán saber cuándo le notamos los primeros síntomas, cómo fue su relación conmigo, qué lo pudo haber llevado a hacer lo que hizo. Y bien, ¿por qué voy a tener que ser justamente yo el que dé las explicaciones? Por dos razones. Primero: porque tengo que evitarles a papá y a mamá (y también a Adelaida) la violencia de hablar de esto. Segundo: porque no veo que puedan aportar gran cosa, han simulado durante tanto tiempo que todo lo que Juan Luis hacía era normal. Un modo de la neurosis, naturalmente. O un modo de la salvación. (Sabían, sin embargo. Recuerdo un incidente más que significativo. Estábamos los cinco cenando. En la radio, acababa de terminar un programa musical. El locutor, ahora, estaba leyendo El Horla. Por la parte en que se empieza a notar cuál es la enfermedad que padece el protagonista Adelaida se levantó y apagó la radio. Un gesto silencioso pero cargado de sentido. Yo esperé que papá o mamá hicieran algo, dijeran alguna cosa que correspondiese a un padre o una madre cuya hija acaba de interrumpir, sin consultarlos, la transmisión de un cuento que todos estaban escuchando. Nada de eso. El silencio que siguió fue tan denso que, durante unos segundos, temí que Juan Luis se levantara y le tirara a alguien la radio por la cabeza.)
Pero ni de chico era normal. Brillante sí, pero no normal. Es eso lo que me preocupa, acabo de darme cuenta. Cómo se lo explico a los médicos, eso. Me preguntarán: ¿Y por qué nunca dijo nada sobre esas miradas? Les diré: No siempre me miraba así, doctor, yo creía que era porque me tenía rabia. Me preguntarán: ¿Por qué nunca avisó que gritaba de noche? Les diré: Éramos chicos, doctor, usted sabe cómo son esas cosas: tenía miedo que le pegaran (ahí mamá va a saltar con que ella nunca le levantó la mano a ninguno de sus hijos; no, tengo que poner mucho cuidado en no decir eso, así me evito complicaciones). Van a preguntar: ¿Y cómo los otros no notaron nada? Ése será el punto más difícil de explicar. Podré decir: Usted sabe cómo se comportan los padres en general con el hijo menor, y más uno como Juan Luis, un chico aparentemente perfecto, doctor, de ésos que se llevan el premio a fin de año. O si no: Usted es psiquiatra, doctor; no le tengo que explicar justamente a usted hasta qué punto se puede defender una familia burguesa contra lo anormal. No, no podré decirlo. No voy a tener valor para destruirle a mamá la imagen que guarda. Por otra parte, mejor que ni nombre la infancia, no sea cosa que me hagan responsable de la enfermedad de Juan Luis. Ya se sabe cómo son los psiquiatras: a todo le dan un significado. Voy a decir lo que todos piensan: que la primera manifestación se produjo en lo de Baldi. Eso, nadie me lo podrá desmentir porque aquella vez fuimos los cinco.
Estábamos en el jardín, eso lo recuerdo perfectamente porque yo advertí los reflejos colorados en la cara de la señora de Baldi (que la hacían parecer todavía más gorda de lo que en realidad es) y pensé que el crepúsculo es una hora particularmente irritante. Se estaba hablando de algo así como un médico homeópata. A mí, ya se sabe que me enfurecen estas conversaciones sin ton ni son, de modo que hice lo que suelo hacer en estos casos: no escuchar. Es sencillo: una simple cuestión de perspectiva. Quiero decir que si uno toma conciencia de que desde un duodécimo piso se abarca un radio mucho mayor que desde el nivel del mar, está en condiciones de comprender que es posible achicar el radio de percepción hasta la zona contenida dentro de nuestra propia piel. Sólo que esta vez, cuando volví de mi aislamiento, tuve la impresión (al principio no fue más que una impresión, algo que se percibía en el aire más que otra cosa) de que la gente del jardín se sentía molesta. Miré a mi alrededor pero ahora me doy cuenta de que ya antes de mirar yo sabía lo que estaba ocurriendo. Era la voz de Juan Luis, y posiblemente había sido eso lo que me sacó de mi ensimismamiento. No; no era el mero hecho de que hablara sino la manera en que lo hacía. Sin interrupción, y con una voz estridente que erizaba la piel. Noté que algunos me miraban, como suplicando. Mamá y papá no; Adelaida tampoco: lo contemplaban a Juan Luis como si nada raro estuviera ocurriendo. Actitud que no fue la última vez que tuve oportunidad de observar y a la que contribuí piadosamente (cada vez que Juan Luis llevaba a cabo alguna de sus rarezas yo contaba algo o hacía algún movimiento llamativo, cosa de llevar la atención hacia mí). La misma tarde del jardín inicié este ritual cariñoso aunque (debo confesarlo) totalmente ineficaz en cuanto a sus últimas consecuencias. Lo primero que hice fue tirar una jarra con sangría de modo que el alboroto obligara a Juan Luis a callarse. Después me las arreglé para centrar la atención. Hablé de mecánica, de espiritismo, de todas esas pavadas que suelen fascinar a la gente. Estoy seguro de que esa vez conseguí neutralizar a mi hermano.
Pero no quiero que se le dé a mi comportamiento más importancia de la que en realidad tiene. El mal ya se había manifestado y aunque tratábamos de no hablar del asunto nuestra conducta cambió. Cada día, cuando se aproximaba la hora del regreso de Juan Luis, empezábamos a hablar a gritos, a indignarnos por cualquier nimiedad, a dar golpes sin sentido. Mamá, como era de esperar, fue la más afectada. Desarrolló una especie de defensa histérica: cada vez que se encontraba con un ser humano comenzaba a hablar de Juan Luis: que sus cuadros, que su novia, que lo lindo que era. En fin, no quiero aparecer como hipersensible pero muchas veces llegué a pensar que invitaba gente nada más que para hablarles de mi hermano. No creo que lo haya hecho conscientemente (imposible atribuirle a mamá una actitud maquiavélica), pero no hay duda de que invitaba gente nada más que para hablarles de mi hermano. Yo me daba cuenta de lo ridículo que esto debía resultar a nuestros invitados pero no podía hacer nada. Al principio sí, trataba de atemperar, como podía, sus ditirambos, pero esto parecía ponerla aún más nerviosa, de modo que al fin opté por el más absoluto mutismo cuando venían visitas. (Felizmente ahora se les ha acabado la manía de las visitas.)
Sin embargo no podía quedarme con los brazos cruzados. No sólo por mi familia (cada día estaban más apesadumbrados) sino por algo peor: María Laura. No sé, muchas veces me he preguntado qué cosa rara es el amor. Desde un punto de vista lógico no hay ninguna razón para que una muchacha como María Laura (la corporización misma de la alegría de vivir) se sienta atraída por un enfermo. Y sin embargo ahí estaba ella, sin notar nada, viviendo en el mejor de los mundos.
Nomás intenté sugerirle algo me di cuenta de que nunca la convencería de la verdad. Por lo tanto tomé la mejor resolución (al menos al principio pensé que era la mejor): ir a ver al padre de María Laura. Ojalá nunca lo hubiera hecho. El hombre me recibió muy bien, incluso me escuchó con atención y prometió hacer todo lo que yo le pedía, pero después no sé, no sé qué pudo ocurrirle. María Laura tal vez: nunca me quiso esa chica. Lo cierto es que el hombre no sólo permitió que Juan Luis siguiera saliendo con su hija sino que cometió algo más descabellado: le mencionó a Juan Luis mi visita. No; no son ideas mías. Ya sé que parece un disparate que una persona seria ponga en manos de un insano un arma tan peligrosa, pero fue así. Esa misma noche, apenas Juan Luis llegó, supe qué había ocurrido. Por su manera de mirarme lo supe. Como si quisiera apoderarse de mi voluntad. Estuvo un largo rato así, observándome, y al fin sacudió la cabeza. Ignoro qué quería significar con ese gesto pero me corrió un sudor frío. Sentí que nunca más en mi vida tendría un minuto de paz. ¿Que exageraba? De ninguna manera. A partir de ese día comenzó a perseguirme. Sus miradas, sobre todo. Yo no podía dar un solo paso sin sentir sus ojos clavándose en algún lugar de mi cuerpo. Y sus palabras, casi tan insoportables como sus miradas. Cada vez que se refería a mí era para humillarme. Nada ostensible, nada que hiciera pensar a los demás: Juan Luis es un miserable. Ofensas sutiles, en clave. Esto me hizo sospechar un plan: él hacía justamente aquellas cosas que a mí me irritaban. Lo que se proponía entonces era hacerme perder el control, conseguir que toda la atención de la casa recayera sobre mí. Quería despistarlos a mi costa.
La otra tarde mi sospecha se confirmó.
Juan Luis había insistido durante mucho tiempo en hacer mi retrato; al principio no quise prestarme a sus propósitos pero al fin Adelaida me convenció; por otra parte, también a mí me interesaba saber qué perseguía con todo esto. Hasta que vi el cuadro terminado y comprendí. No; nada que tuviera que ver con el retrato en sí; era un buen retrato. Demasiado ocre tal vez. Pero hubo algo que me llamó poderosamente la atención: una mancha injustificadamente amarilla entre el pómulo y la sien derecha. ¿Qué significaba esto? Al principio no lo comprendí muy bien, pero apenas levanté los ojos mis sospechas se confirmaron: Juan Luis se estaba riendo. Apenas podía creer lo que ocurría. “Mi hermano”, pensé, “mi hermano capaz de un cinismo semejante”. Me enceguecí. Iba a golpearlo pero todo lo que hice fue romper el retrato en mil pedazos. Me acuerdo que pensé: qué cosas no llegará a hacer un maniático capaz de trabajar durante dos semanas para hacerle un daño a su hermano. Qué no será capaz de hacer ahora que su juego ha quedado al descubierto.
A partir de ese día traté de ocultarme de su presencia, pero eso lo exasperó. Me perseguía; vigilaba cada uno de mis movimientos. Yo tomaba todas las medidas necesarias para asegurarme de que no me estaba observando (en estas condiciones, hasta respirar se le hace dificultoso a uno) pero supongo que él encontró la manera de controlarme aunque yo no me diera cuenta. Lo cierto es que cada vez que yo intentaba algún trabajo importante, la voz de Juan Luis llegaba de los sitios más inesperados y yo tenía que huir.
No me importaba tanto por mí; era por los míos. Hace varios días que mamá tiene los ojos hinchados de tanto llorar, y a Adelaida le salió una especie de salpullido que la hace parecer feísima. Tal vez sea mejor para ellos que todo haya terminado como terminó. No sé. Tengo una sensación extraña, sin embargo no tendría que estar sorprendido. Era previsible lo que él iba a hacer. No tuve más que verle la sonrisa a la hora de cenar; su obsequiosidad al ofrecerme la pechuga del pollo, para comprender que estaba en el comienzo de otra de sus crisis. Y que esta vez llegaría a las últimas consecuencias.
Pero no fue en la mesa cuando lo comprobé, fue a medianoche, mientras seguía meditando en la cama. ¿Cómo lo supe? No sé. Algo parecido al instinto animal, supongo: las ratas abandonando el barco que va a hundirse. Lo cierto es que estaba reconstruyendo lo que había sucedido en los últimos días, y lo que Juan Luis dijo en la mesa, y de pronto comprendí que tenía planeado matarme esa misma noche. Confieso que al principio el terror me paralizó pero algo dentro de mí me ordenó que peleara por mi vida. Me levanté y, descalzo para no hacer ruido, fui hasta el dormitorio de Juan Luis. No se movió pero adiviné que no dormía.
Una idea me sobrecogió: qué hago si me ataca (Juan Luis siempre tuvo más fuerza que yo). Aunque me repugnaba la idea de usar un arma contra mi hermano, me di cuenta de que estaba en juego mi posibilidad de sobrevivir. Fui a la baulera y busqué el hacha. Después, un poco más tranquilo, volví a su dormitorio. Desde la puerta observé el rectángulo blanco de su cama; no se notaba ningún movimiento pero a esa altura ya no podía engañarme. Me acerqué lentamente y él, corroborando mis sospechas, se sentó en la cama.
No sé hasta dónde podía haber llegado si no hubiera visto mi hacha. Así y todo se abalanzó sobre mí. Recordé que una persona en su estado nunca abandona el plan que se trazó. Me defendí como pude hasta que llegaron papá y Adelaida, que consiguieron liberarme.
Debo haberme desmayado después. Esta mañana, cuando me desperté, apenas recordaba el incidente. Estaba tratando de pensar por qué me dolía tanto la muñeca cuando a través de la puerta oí la voz de papá en el teléfono. “Lo antes posible”, oí, “anoche intentó matar al hermano”. Al principio me corrió como un frío por la espalda. Pero es mejor así. Ya no puedo vivir escondiéndome. Es terrible no sentir el sol sobre la piel. Quiero ser feliz.
Dios mío, creo que me dormí. Oigo su voz afuera. Tal vez ya lo han venido a buscar. Creo que tengo miedo.
Papá no está en la ventana. Lo llamé y me gritó que ya venía, que me quedara tranquilo. Tengo que hablar con él. Tengo que explicarle. Tuve un sueño. No, no es eso. Es algo que siento, que se está por cometer una injusticia, eso. Que él creció a nuestro lado, ¿o es que ellos ya no se acuerdan? Le gustaban las mañanas de sol y el Príncipe Valiente. Y quizás hoy, aunque nosotros pensamos que todo cambió bruscamente para él, aún existe dentro de su alma una región hermosa y nublada que nadie ha conocido todavía. Que nadie va a conocer ya. Oigo las voces afuera. Se lo van a llevar. Lo van a rodear de muros por los que nunca podrá entrar el sol.
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