Liliana Heker
(Buenos Aires, 1943-)


Un resplandor que se apagó en el mundo
Un resplandor que se apagó en el mundo
[Incluye: Don Juan de la Casa Blanca,
“Georgina Requeni o la elegida”
y “Un resplandor que se apagó en el mundo”]
(Buenos Aires: Editorial Sudamericana, Colección El Espejo, 1977, 143 págs.)



“Créanme, todo depende de esto: haber tenido, una vez en la vida, una primavera sagrada que colme el corazón de tanta luz que baste para transfigurar todos los días venideros”.
                  Rainer María Rilke



      Había un árbol del paraíso que era su árbol. Tenía un hueco en el tronco y en realidad no era un paraíso sino un ombú. Se lo había dicho su tío Catán, la persona que más le había gustado en el mundo hasta que le empezó a gustar la muchacha que quería ser actriz. Iban caminando los dos por Parque Chacabuco y el tío señaló el árbol y le dijo: “Ves, éste es un ombú; el viejo ombú de nuestras pampas”. “No”, había pensado él, “es un paraíso”, pero no lo dijo porque ése tenía que ser un secreto aun para su tío Catán. Siempre había sabido que si un día lo perseguían iba a correr y correr hasta el parque, se deslizaría por el hueco del árbol, y se quedaría a vivir en el tronco hasta convertirse en un hombre desconocido de extraordinaria fuerza y barba larguísima. Entonces iba a salir del tronco, se iba a casar con la muchacha que quería ser actriz, y nadie más lo podría molestar en la vida con estupideces.
       Una tarde dorada de noviembre caminó hacia su paraíso e hizo algo que había deseado desesperadamente desde que había leído el libro ilustrado de Las aventuras de Huckleberry Finn; eligió con sumo cuidado un yuyo largo y muy verde, se acostó bajo el árbol, puso el yuyo entre sus dientes, y comenzó a mordisquearlo suavemente, aturdido de felicidad.
       Éstos no eran tiempos fáciles como los de Huck, en que se podía lo más bien ser un vagabundo, pasarse días enteros pescando en el arroyo, y huir a alguna isla con un amigo negro sin que la gente anduviera haciéndose tanto problema. Él no tenía ningún amigo negro, ni siquiera tenía un arroyo. Igual no iba a andar quejándose de la suerte. Éste había sido su último día de clase y ahora se podía quedar lo más tranquilo masticando pasto bajo el árbol sin que todo el mundo anduviera diciéndole lo que tenía que hacer para ser bueno. Además conocía un hombre borracho que era casi tan fantástico como el negro Jim. No era como esos borrachos viejos y colorados que a veces se ven por ahí. El hombre era joven y flaco y muy pálido. A él le gustaba la cara que tenía, y hasta pensaba que algún día se iba a poder escapar con el hombre, aunque eso le daba un poco de miedo porque sabía perfectamente que los borrachos matan a la gente. Como los locos.
       —Peor que los locos —había dicho su padre cuando él le contó lo que había visto en la esquina de su casa. Y su padre levantaba el dedo, amenazador—. Porque los locos son pobres desdichados que no tienen la culpa de lo que hacen. Pero los borrachos son pecadores.
       Él se había quedado duro en el asiento. Pecadores. Los pecadores se van al infierno. Él iba todos los sábados a estudiar su catecismo a la iglesia de la Medalla Milagrosa: sabía muy bien cómo era el infierno. A veces pensaba por qué algunas personas grandes eran tan tontas y cometían pecados, si después se tenían que ir a un lugar tan espantoso. Le costaba creer que el hombre flaco era un pecador. En realidad, al principio ni siquiera se dio cuenta de que era un borracho. Le parecía que los borrachos eran otra cosa. El padre de Huck, esa bestia. O el padre de Tom Canty, el mendigo de Príncipe y mendigo, que a la noche mataba a golpes a su mujer y a sus hijos pequeños. El hombre pálido y flaco no era como ésos. Simplemente andaba con la vista un poco perdida y caminaba despacio y muy erguido, o se quedaba horas sentado en el umbral de su casa conversando cosas en voz baja. Por eso él nunca hubiera dicho que era un borracho hasta que una tarde pasó cerca de donde el hombre estaba parado y una mujer gorda y horrible salió de la casa y le gritó.
       —Borracho —le gritó—. Borracho perdido, igual que tu abuelo.
       A él le sorprendió mucho esa frase. No le parecía que una persona pudiera ser borracha igual que su abuelo. Los abuelos eran gente más bien perfecta, como los padres. Pero la mujer agarró de la manga al hombre flaco y lo sacudió hasta que el hombre se cayó sentado, y se quedó ahí, como si nunca en la vida fuera a moverse. Él, no sabía por qué, tuvo ganas de llorar. No lloró. Se acercó al hombre y trató de ayudarlo a que se levantase. Pero el hombre no parecía tener ninguna gana de levantarse. En realidad, ni siquiera lo miró. Así que él tuvo que hacerse el distraído e irse para su casa.
       Él debía salvar al hombre flaco. Si alguna vez se animaba, iba a acercarse y le hablaría. Del padre de Tom Canty y del padre de Huck. Y del infierno. Le iba a decir que lo peor que hay en el mundo es ser un borracho, porque son peores que los locos, que son casi los peores. El hombre iba a darse cuenta y tiraría para siempre todas las botellas de vino que guardaba en un baúl. Después resultaba que era un hombre maravilloso y un gran violinista. Recorría el mundo tocando el violín y se hacía famoso. Le mandaba cartas desde todos los países, con unas estampillas tan extraordinarias como nunca se habían visto. Un día regresaba con un regalo. Él miraba el paquete cuadrado y no se daba cuenta de qué podía ser eso. Lo abría y casi se queda muerto de la emoción. Porque allí estaba la cámara fotográfica más fantástica que uno se podía imaginar. Entonces él empezaba a sacar fotos. De los ojos de las moscas, y de los pájaros que volaban, y de las nubes en el momento en que revientan y empiezan a soltar la lluvia. Ganaba un gran concurso y se iba a recorrer el mundo con su cámara al hombro. Era el único capaz de sacarles fotos a los leones de África y a los indios apaches. Era un fotógrafo muy valiente. Después volvía. Volvía de noche y cantando. Ella se asomaba a la ventana para ver quién venía cantando y él le sacaba una foto y le decía que se casara con él. Él era alto y famoso y ella era la actriz más grande del mundo. ¿Y el violinista? Se quedó paralizado de horror. Se había olvidado por completo del violinista. A ver si cuando él estaba recorriendo el mundo iba el violinista y se casaba con la muchacha. No, eso jamás. El violinista se había muerto nomás él se fue, estaba enfermo de hacía mucho por todo lo que se había emborrachado antes de que él lo salvara. Por suerte él una vez le había sacado una foto. Él y ella se casaban y colgaban la foto en el comedor de su casa. Los dos habían querido mucho al violinista.
       Extendió los brazos a los costados, satisfecho. Por un segundo había creído morir de desesperación pero las cosas se habían solucionado una vez más. Levantó las piernas y tocó el suelo con los pies, atrás de su cabeza. Aguantó hasta catorce en esta posición, después volvió a estirarse. Para ser franco, le aburría un poco tener que estar siempre acostado. Además ya se había comido todo el yuyo. Seguro que Huck se sentaba de vez en cuando. Podía jurarlo, sí, que en una de las ilustraciones aparecía sentado, con la espalda apoyada contra un tronco. Él se sentó y apoyó la espalda contra el tronco. Y fue una suerte tan extraordinaria que hubiese hecho eso que casi se quedó sin aliento. Porque allá lejos, por la calle Curapaligüe, casi a un paso de la Medalla Milagrosa, ¿quién estaba pasando? Ni más ni menos que ella, la muchacha que quería ser actriz, el primero y el único amor de su vida. Se puso de pie muy apurado: tenía que hacer algo sensacional. Miró hacia arriba, una rama altísima de su paraíso. Tomó envión y de un solo salto consiguió colgarse de la rama. Eso lo enloqueció. Se estuvo balanceando unos segundos, saltó al suelo, corrió por el parque hasta Curapaligüe, cruzó la calle corriendo y alcanzó a la muchacha justo al final de la iglesia. Entonces caminó al ritmo de ella, unos pasos hacia el costado, mirándola de reojo y pensando si no sería demasiado alta para que él le dijera que la amaba. Vio que tenía un bolsillito en la blusa, con una “G” bordada en azul. Eso era grandioso. La señorita Ge caminaba junto a su amado, sin saberlo. Ella dobló por Santander y justo cuando él se decidió a decirle algo que iba a ser realmente maravilloso la señorita Ge desapareció en una casa con zaguán. El alma de él cayó a sus pies. ¿Qué podía hacer ahora? Vio un llamador y ya estaba seguro de atreverse a golpear cuando vio algo más, que lo hizo olvidarse del llamador. Una chapa dorada. Clases de Declamación y Arte Escénico, decía. ¡Era cierto! ¡Él lo había descubierto entonces! ¡La muchacha iba a ser de verdad una actriz!
       Pensar que al principio, en el tiempo en que él había empezado a mirar la ventana de ella desde su ventana, no conseguía darse cuenta de lo que ella quería ser. La ventana de ella no quedaba justo enfrente, así que era tremendo: si ella estaba cerca él la veía lo más bien, pero si se iba para adentro ya no la veía más. Lo mejor, en esa época, era cuando ella se sentaba frente a su mesita porque entonces la podía ver todo el tiempo. A veces recortaba fotos de las revistas, a veces escribía tanto que él llegaba a pensar si no estaría escribiendo una novela o algo así de fantástico. Pero cuando llegó la primavera, y él descubrió el secreto de las noches, pensó que ya no podía equivocarse: la muchacha quería ser actriz.
       Y ahora lo sabía. Ella estaba ahí adentro estudiando para ser actriz. Se sentó en el umbral: no podía dejar que se perdiera esta oportunidad. Estaba seguro de que en el momento en que ella saliera él iba a realizar una hazaña tan extraordinaria que la muchacha no podría dejar de fijarse en él y admirarlo. Entonces se harían amigos y una noche, cuando ella abriera los postigos, él la iba a llamar desde su ventana y la muchacha sabría que él estaba ahí, cada noche, mirándola. Pero no, no iba a llamarla porque era un secreto. Lo había descubierto hacía como dos meses y era el mejor secreto de su vida. Antes él había creído que al fin de la tarde, cuando ella encendía la luz y cerraba los postigos, ahí se terminaba todo. Pero una noche él no se podía dormir. Se levantó y fue hacia la ventana. Había luz detrás de los postigos de la muchacha. Y ya se iba a meter otra vez a la cama cuando de pronto vio que los postigos se abrían y ella apareció en la ventana con su hermoso camisón blanco y comenzó a hacer las cosas más maravillosas que nadie pudiera imaginarse.
       Desde esa vez él esperó cada noche espiando por una rendija de su persiana hasta que los postigos se abrían.
       Entonces ella volvía a aparecer con su hermoso camisón blanco. A veces se llevaba las manos al pecho y después extendía los brazos con desesperación; a veces inclinaba el cuerpo fuera de la ventana y miraba hacia un lado y hacia el otro, como si esperara la llegada de alguien que venía a buscarla desde muy lejos; a veces se acodaba en el alféizar y se quedaba un rato muy largo moviendo los labios, o tirando besos, o sonriendo como si tuviera una conversación muy hermosa con uno que estaba oculto entre las plantas del jardín. De pronto ella entraba, desaparecía por unos minutos, y eran minutos de gran angustia porque él no sabía qué estaba pasando adentro; podía ver una mano agitándose en el aire, o un pedazo de camisón que flotaba, y estaba seguro de que ella debía estar bailando, y que eso debía ser lo más hermoso de todo. Al final siempre salía, se quedaba unos minutos mirando la noche, y cerraba los postigos. Recién entonces él se iba a dormir. Había noches en que los postigos no se abrían y entonces él se quedaba hasta muy tarde, helándose los ojos de tanto mirar por la rendija. Al fin se dormía junto a la ventana y cuando se despertaba generalmente estaba amaneciendo y los postigos estaban cerrados. Eso era desesperante porque él nunca llegaba a saber si los postigos se habían abierto mientras él dormía o no se habían abierto nunca. Esas veces se iba a la cama muy triste. Pero otras noches ella estaba como nunca. Entonces él apuntaba sus manos delante de su cara, guiñaba un ojo y, clic, le sacaba una foto. Él sabía muy bien sacar fotos; su tío Catán le había enseñado ese verano. Un día, él iba a tener una cámara suya. Entonces podría sacarle una foto de verdad a la muchacha, una foto bailando, y la colgaría de su pieza. “Quién es”, le iba a preguntar su madre. “Es una actriz”, le iba a contestar él. Y su madre lo iba a dejar que la tuviera colgada porque ella no era una actriz como las otras, que andan pintarrajeadas, y fuman, y se emborrachan, la carne del pecado, como decía su tía abuela. Ella era una actriz en camisón blanco. Parecida a una santa, o a un ángel, como la novia de Sandokán o la dulce Ilene.
       El sol se había escondido ahora. Quedaban unos reflejos rojos en el cielo pero ya empezaba a ser de noche. Él sabía que no hay que andar de noche solo porque la oscuridad está llena de peligros para un niño, pero también sabía que le estaba pasando algo muy importante porque se había enamorado. Por Júpiter, qué maravilloso era eso. Pensar que él había creído que ya nunca se iba a enamorar. Todos los hombres de los libros tenían una amada, y él miraba a las mujeres y como si nada. Y eso que no era ningún tonto. Sabía bastantes cosas sobre las mujeres. Y hasta había tenido oportunidad de ver un culo. De una chica como de seis o siete años, además. La chica se había bajado las bombachas para hacer pis, y antes miró para todos lados pero no lo notó porque él se había escondido detrás de un árbol. Pero para ser franco, lo que vio no le había parecido nada del otro mundo. Claro que cada vez que se lo contaba a sus amigos decía que sí, que era realmente sensacional. Y que antes de que la chica se hubiera subido las bombachas él había salido de detrás del árbol y había corrido hacia ella, aullando y golpeándose la boca con la mano, y flor de susto se había pegado la chica. Él se veía obligado a mentir a veces, por más que sabía que era una de las peores cosas que se podían hacer. Por ejemplo para su cumpleaños, cuando él esperaba que su tío Catán le regalase una cámara fotográfica y el tío le salió con un pantalón y una camisa para el colegio, él casi se muere de la tristeza. Pero igual dio saltos de alegría y dijo qué linda camisa, tío, nunca vi una camisa tan linda, porque se dio cuenta de que su tío había querido traerle una cámara fotográfica y si le había hecho un regalo tan asqueroso era porque la madre se lo había pedido. Así que no le había quedado más remedio que mentir. Y eso es lo que él decía. Que mentir así no podía ser un pecado porque no le hacía mal a nadie y hasta a veces se hacía un bien a sí mismo. Y él era de la opinión de que uno tiene que tratar de hacer el bien a cualquiera, aunque sea a sí mismo. Ésa era su manera de pensar. Por ejemplo cada vez que hablaban de mujeres él tenía que decir que lo que más le importaba eran los culos, pero en el fondo no le hacían ninguna gracia. Estaba seguro de que la muchacha que quería ser actriz no debía tener ningún tipo de.
       Entonces sucedió algo tremendo. Los pies de ella pasaron taconeando a su lado. Él supo que era un castigo por las porquerías que había estado pensando. Porque antes de que se diera cuenta, o se animara a hacer algo fantástico, la señorita Ge había desaparecido detrás de la esquina.
       Era de noche ahora. Tenía que volver enseguida a su casa. Decidió que no. Iba a demostrar que era muy valiente: no le tenía nada de miedo a esta hermosa noche estrellada. Caminó otra vez por Curapaligüe, pasó la iglesia, que en la oscuridad parecía llena de misterios, y entró en el parque. Nunca había estado en el parque de noche. Era magnífico y peligroso y él era como Huck: libre y feliz como Huck. Buscó su árbol; se iba a tirar bajo sus hojas para contemplar las estrellas. Cuando se acercaba vio un bulto que se movía. Pensó que tendría que luchar contra un animal terrible. Pero cuando estuvo al lado vio que el bulto se desarmaba y un hombre y una mujer estaban mirándolo.
       —¿Qué hacés ahí? —dijo el hombre.
       Él no sabía bien qué tenía que contestar.
       —Miro —dijo.
       —Fijate vos —dijo el hombre—. ¿Y no tenés otra cosa que hacer?
       —No —dijo él.
       —Ja —dijo el hombre—. Seguro que no tenés una novia.
       —Seguro que tengo una novia —dijo él.
       —Y qué le hacés —dijo el hombre.
       Él pensó un momento alguna respuesta fabulosa.
       —De todo —dijo.
       El hombre y la mujer se rieron. Él sintió que esos dos no debían estar en su árbol.
       —¿Por qué no te vas con tu novia? —dijo el hombre.
       —Ella no está ahora —dijo él—. Ella es actriz.
       —Ah, actriz —dijo el hombre—. ¿Y vos qué sos? ¿Mister Atlas?
       —¿Yo? —él se quedó pensando. Era muy importante lo que le estaba pasando—. Yo soy fotógrafo —dijo.
       —Entonces andá a sacarle una foto a la concha de tu hermana —gritó el hombre—. Y dejate de joder.
       Durante unos segundos él se quedó quieto pero después se puso a correr. Corrió bajo los árboles y bajo el cielo hondo y negro esforzándose por no mirar a nadie y por no pensar en nada. Corrió como si toda su vida dependiese de que no se detuviera nunca. Sólo al llegar a la iglesia le dio vergüenza haber sentido tanto miedo. Se detuvo en seco, admirado por los latidos de su corazón. Los árboles eran plantas y no podían hacerle daño. Nadie podía hacerle daño: él era muy valiente; por eso iba a conquistar el corazón de la muchacha.
       Se obligó a caminar muy despacio, tan despacio como no había caminado nunca en su vida. Miró muy fijo a la cara de cada hombre que se le cruzaba en el camino. Vio a un perro que estaba revolviendo un tacho de basura. Cuidado con los perros vagabundos: están todos rabiosos. Se acercó al perro y lo acarició. “Jerry”, le dijo, “Jerry de las Islas”. El perro pareció ponerse contento. Él volvió a caminar, esperando secretamente que el perro lo siguiera. No, nadie lo seguía. Dobló por Santander, hasta Pumacahue. En la esquina de su casa vio al borracho, que estaba sentado en su umbral, y era como encontrarse con un viejo amigo.
       —Chau, pibe —le dijo el borracho.
       Y fue tan hermoso que le dijera chau pibe que todo volvió a estar bien en el mundo.
       Cuando le abrieron la puerta y lo inundó el milagro de la luz se alegró de no ser un niño vagabundo. La casa tenía olor a pollo asado y a papas fritas, y él se dio cuenta de que estaba muerto de hambre. Nadie le gritó por haber llegado tan tarde; al contrario, todos parecían contentos de que hubiera vuelto. El tío Catán estaba allí, pura charla e historias de las cosas que había vivido en estos días, y felicitándolo a cada momento por el fin de las clases. Él se puso loco de alegría cuando la madre gritó desde la cocina que se sentaran a la mesa.
       Fue a ocupar su lugar y entonces la vio. No es fácil explicar cómo la vio porque estaba adentro de una caja, envuelta en papel de seda y atada con una cinta de celofán azul, pero él la vio antes de deshacer el paquete. Y cuando por fin lo deshizo y la tuvo entre sus manos, negra y flamante y suya, creyó que el corazón le iba a estallar de felicidad.
       Fue una cena alegre. El tío Catán contaba anécdotas y todos hablaban mucho y se reían por cualquier cosa. Él se cuidó muy bien de estar todo el tiempo bien despierto y dichoso porque sabía que era eso lo que estaban esperando y que todos habían sido muy buenos con él. Los amaba a todos, amaba a la Humanidad. Pero no fue dichoso de verdad hasta que la madre lo miró y dijo que ya era hora de irse a dormir. Éste había sido un día lleno de emociones para él, dijo, y se iba a enfermar si seguía levantado. Él pensó que no, que nunca se iba a enfermar, que la vida era algo maravilloso y que él estaba vivo. Pero se levantó dócilmente porque estaba decidido a ser siempre bueno, y porque lo que quería era estar solo.
       Cuando estuvo acostado y la madre le dio un beso, él cerró los ojos como si ya empezara a quedarse dormido. Pero nomás estuvo solo se levantó. A tientas buscó la cámara. Suavemente tocó cada una de sus partes. La abrió, como suprema demostración de que era suya. Comprobó que tenía un rollo y la cerró. Después hizo aquello que había estado esperando durante toda la cena.
       En puntas de pie caminó hacia la ventana y espió por la rendija. Había luz en la habitación de la muchacha, los postigos estaban cerrados. Él pensó si ocurriría, si esta noche única también iba a ocurrir. Dijo que sí, que esta vez era seguro que ella abriría su ventana. Y entonces supo lo que iba a hacer.
       Le dio miedo pensarlo, de peligroso e increíble que era. Pero supo que iba a ser capaz de hacerlo. Estaría en el jardín de la muchacha que quería ser actriz cuando ella abriera la ventana. Se iba a asomar y la vería como era adentro: bailando y agitando los brazos con su camisón blanco. Y así le iba a sacar su primera foto.
       Esperó junto a la ventana, aterrado, sabiendo que si los postigos se abrían antes de que él estuviera allí todo se habría perdido.
       Al fin oyó cómo su tío Catán se despedía y cerraba la puerta y escuchó los pasos habituales de sus padres antes de ir a dormir. Esperó más todavía. Esperó hasta que ya no se filtró luz por debajo de la puerta. Toda la casa estaba en silencio, pero él oía los latidos de su corazón.
       Lentamente, para que nadie pudiera escucharlo, alzó la persiana. Era una noche cálida y olorosa, iluminada por la luna llena. Cantaban los grillos y él sabía que eso daba buena suerte. Lo que iba a hacer era una hazaña peligrosa pero él estaba hecho para las hazañas peligrosas. Era Sandokán salvando a Mariana de las garras de su miserable tío, era el Príncipe Val conquistando en rudas batallas el corazón de la dulce Ilene. Era el hombre más valiente de la tierra mirando la misteriosa noche desde su ventana.
       Con suavidad, apoyó la cámara en el alféizar. Tomó envión con las manos apoyadas y se sentó, con las piernas colgando hacia afuera. Miró para abajo y por última vez midió el riesgo. Como en una ceremonia, colgó la cámara de su hombro y limpiamente, con el corazón alegre y temeroso, saltó.
       Era maravilloso y tremendo estar caminando solo a estas horas de la noche. Algo se movió entre las sombras. “Me matan”, pensó. Pero era un gato que después de atravesar unos arbustos se quedó quieto, mirándolo con sus fijos ojos amarillos. “Fuera, gato”, murmuró. El gato seguía allí, impasible. “Gatito, miau”, dijo con fingida ternura. El gato no se movió. Él no debía darle importancia. Caminó hasta el cerco de la casa de la muchacha, lo saltó y atravesó el jardín. Ahora estaba bajo su ventana. Bajo su ventana. Acababa de darse cuenta de un detalle espantoso: no llegaba ni a asomar la nariz hacia adentro. Así nunca podría sacar la foto. Buscó desesperadamente algo en qué encaramarse pero no encontró nada. Recordó que en la casa vecina estaban ampliando el fondo, que había ladrillos cerca de la entrada. Era riesgoso lo que iba a hacer pero esa noche única él era capaz de correr todos los riesgos.
       Robó. Venía pensando en eso mientras caminaba otra vez hacia el cerco de la muchacha haciendo equilibrios para no tirar los tres ladrillos apilados, ese domingo iba a tener que confesar un pecado mortal y tal vez ya estaba decidido que se iría irremisiblemente al infierno. No había nada que hacer.
       Apoyó los tres ladrillos en el suelo. Tomó uno y lo tiró al otro lado. Lo asustó el golpe seco, no tenía que sentir miedo. Tiró el otro y el otro, tres golpes como tres balazos. Ahora la policía podía venir y llevarlo preso. Qué les iba a decir, nunca entenderían la verdad. “Vine para robar una gallina”, éste era el tipo de explicaciones que la policía podía entender. Cuánto le dan a uno por robar una gallina ¿cadena perpetua? No, cadena perpetua es para los asesinos. No lo pensó más y saltó el cerco. Trasladó los tres ladrillos y los apiló, uno sobre el otro, bajo la ventana. Ya estaba todo preparado. Entonces se sentó en el suelo y se puso a esperar.
       Tal vez después, durante el resto de su vida, iba a tratar de recuperar la esperanza con que esa noche aguardó que los postigos se abrieran. Todo lo que es digno de ser amado en el mundo lo esperaba detrás de esa ventana. Y esa ventana finalmente se iluminó.
       Él sintió la luz que se agrandaba sobre su cabeza y casi no podía creer el milagro. La muchacha estaba en la ventana, tan cerca que parecía imposible. La imaginó con su camisón blanco, buscando a alguien en la noche. La oyó suspirar y casi se le rompe el corazón. Al fin la muchacha entró y él contó hasta cien. Le pareció poco y contó hasta doscientos. Entonces se puso de pie, se paró sobre los ladrillos, y pudo por fin mirar hacia adentro.
       Allí estaba su cama provenzal con una colcha floreada, y allí estaba su mesa de trabajo cubierta de recortes, y su mesita de luz con un velador que era un niño campesino sosteniendo una pantalla. Había un ropero con un gran espejo, y había una muñeca con un brazo roto, y un oso blanco y sucio, y una guitarrita, amontonados sobre un pequeño baúl. Él estaba maravillado por todas las cosas hermosas que tenía la muchacha en su pieza. Entonces vio la foto. Estaba clavada con tachuelas sobre la pared de enfrente y mostraba a la mujer más horrible que él había visto en su vida. Tenía un vestido negro, muy escotado, y la cabeza llena de rulos. Estaba reclinada sobre unos almohadones, fumando un cigarrillo con una boquilla muy larga, y a punto de llevarse una copa a los labios.
       A la muchacha al principio no la vio. Lo que sí vio fue algo oscuro que se movía al borde de la cama, algo como agazapado casi debajo de la cama. Pensó que era un ladrón que esperaba a la muchacha para atacarla, pensó si se animaría a entrar y defenderla. Decidió que se animaría. Iba a agarrar el velador y se lo iba a romper en la cabeza al hombre. Lo mataba, y a él lo metían en la cárcel. Cuando salía ya era grande y entonces la muchacha se casaba con él.
       Pero cuando eso se puso de pie, y él supo que iba a ser capaz de saltar hacia adentro, ya no era un ladrón. Era la muchacha. Sólo que no tenía su camisón blanco; llevaba un vestido negro y escotado, un vestido que él notó enseguida que no era suyo, y unos tremendos zapatos de taco alto. Y en la mano sostenía algo, que sin duda era lo que había estado buscando debajo de la cama, algo que durante un segundo hizo que el corazón de él se detuviera. Porque lo que la muchacha sostenía en la mano era una botella.
       Todo lo que ella hizo después, él lo vio como si fuera un sueño, o una pesadilla, algo demasiado espantoso para ser verdad. La muchacha sacó una pequeña copa de un cajón, vertió líquido de la botella en la copa, consiguió un cigarrillo y lo encendió. Después, con el cigarrillo en una mano y la copa en la otra, sin sacar los ojos del retrato espantoso que se veía sobre la pared, se recostó en la cama y lentamente, con los ojos entrecerrados, dio una larga pitada al cigarrillo y comenzó a beber.
       Él sintió algo que lo hizo avergonzarse de sí mismo.
       Sintió que estaba viendo a la muchacha toda empañada. No. Ella no se merecía que un hombre llorara. Sandokán había llorado por Mariana muerta. Él no iba a derramar ni una lágrima por ésta.
       Muy derechito, y con los ojos secos, bajó de los ladrillos. Los miró un momento, recordó que había robado para conseguirlos, y de una patada deshizo la pila. El ruido hizo asomarse a la muchacha pero él ya no estaba ahí. Él había atravesado el jardín corriendo, y de un salto había cruzado el cerco. Recién entonces se dio vuelta y la miró por última vez, negra y horrible, mirándolo desde su ventana.
       Entonces le gritó:
       —Borracha —le gritó—. Borracha perdida, igual que tu abuela.
       Después siguió corriendo. Al llegar al jardín de su casa se detuvo. Algo le estaba sucediendo. Escuchó el áspero canto de los grillos, vio luciérnagas que se encendían y se apagaban en la oscuridad, se vio a sí mismo con su cámara nueva, parado sobre la tierra en la palpitante noche de noviembre. Miró hacia arriba y supo que nunca más iba a llorar.
       Casi lo mató de felicidad el espectáculo. Y de cara al cielo, buscando una dimensión más alta, un territorio que no pudiera ser corrompido por la vanidad de los hombres, empuñó su cámara y, con infinito amor y una nueva esperanza, disparó por primera vez el obturador y fotografió la blanca, la inmutable, la inalcanzable cara de la luna.



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