Liliana Heker
(Buenos Aires, 1943-)


Antes de la boda
La crueldad de la vida
(Buenos Aires: Alfaguara, 2001, 183 págs.)



      El mantel era de lino y en lugar de los vasos de diario habían puesto copas de cristal. Eso y cierta propensión a los brindis por parte del padre indicaban que ésa no era una cena como todas las cenas aun cuando la madre, nomás se habían sentado a la mesa, aclaró que no debían esperar una comida especial: con tanto preparativo apenas le había quedado tiempo para entrar en la cocina. Una larga discusión entre la madre y la chica acerca de qué utensilios son imprescindibles en la vajilla de una pareja joven contribuyó a que el ambiente no fuera del todo festivo; y no por la discusión en sí —a la chica parecía complacerla dictaminar el modo en que, en su casa, se iba a poner la mesa, y a la madre escucharla también— sino porque el muchacho, sin duda para que quedara claro que conversaciones como ésa lo aburrían mortalmente, se había pasado toda la cena jugando con el gato, y la abuela, contrariada porque (según dijo) acá mucho discutir sobre molinillos de pimienta pero nadie se dignaba a explicarle qué se festejaba esa noche, volcó dos veces la copa de vino. Alegría, alegría, se apuró a gritar la madre en las dos ocasiones pero eso no mejoró las cosas así que, apenas concluida la cena, la chica corrió hacía el teléfono y el muchacho se fue del living con el gato al hombro, aunque no llegó muy lejos porque el padre, que también salía en ese momento, le pidió que volviera, que todavía faltaba el brindis. Si se la pasó brindando toda la noche, le dijo el muchacho al gato, pero volvió y, con un movimiento armónico de sus largas piernas (era muy alto y delgado), se sentó en el suelo con las piernas cruzadas. El gato, que había saltado de su hombro, vaciló unos segundos en medio de la habitación y por fin fue a instalarse sobre la panza plana de la chica que, tirada en el diván, los pies apoyados muy altos en la pared, hablaba en voz muy baja por teléfono. Cuando el padre volvió con una vieja victrola portátil y un disco de pasta, sólo se escuchaban el ruido de vajilla que hacía la madre al levantar la mesa y el cuchicheo mimoso de la chica. El hombre acomodó la victrola sobre una mesa ratona, puso el disco en la victrola y, con sumo cuidado, apoyó el pickup en el borde del disco. Se escuchó el chirriar de la púa y, enseguida, los primeros compases de El vals del aniversario. ¿Hay una fiesta acá?, dijo la abuela. La madre, a punto de entrar en la cocina con una pila de platos sucios, se detuvo y los miró a todos con la expresión de quien hace un balance del que está satisfecho. Hoy no, mañana, dijo con aire soñador; un casamiento. ¿Quién era que se casaba?, dijo la abuela. Griselda, te lo digo a cada rato, dijo la madre, y entró en la cocina. ¿Griselda? (la abuela parecía encantada); se llama igual que yo. Miró a su alrededor y localizó las largas piernas desnudas emergiendo del diván. ¿Vos sos Griselda?, dijo. Griselda no pareció haberla escuchado: besaba repetidamente la bocina del teléfono. La abuela inclinó la cabeza con gesto estimativo. Sos linda, dijo, pero muy flaca; a los hombres no les gustamos tan flacas. No vas a creer, dijo el muchacho. ¿Es tu marido?, dijo la abuela. Griselda cortó el teléfono. No, dijo; ese pendejo boludo es mi hermano. Ojalá te haga tan feliz como mi Leonardo me hizo a mí, dijo la abuela; ¿lo conociste a mi Leonardo? Lo conocí, dijo Griselda; era mi abuelo. ¿Tu abuelo? (la abuela entrecerró los ojos como si tratara de comprender algo muy complicado; por fin hizo un gesto de triunfo). Entonces no lo conociste: nunca dormiste con él. El padre llamó a su mujer con impaciencia. Que ya era hora de que acostara a su madre, le dijo apenas entró. No puede faltar en el brindis, dijo la mujer; aunque no entienda las cosas no puede faltar en el brindis; sabés lo que siempre quiso a los chicos. Y apoyó una mano en el brazo del hombre. Vení, le dijo, bailémonos este valsecito así se te pasan los nervios. Él dijo que ella, como siempre, tenía razón, y se acercó a la victrola. Con cuidado, hizo retroceder el pickup. Se escucharon los primeros compases de El vals del aniversario. ¿Qué se festeja?, dijo la abuela. Un casamiento, dijo el muchacho, y echó una rápida mirada sobre sus padres: se los veía gordos y tiernos preparándose para el baile en el centro de la habitación. ¿Un casamiento?, dijo la abuela; ¿quién se casa? ¡Basta, por favor! Griselda había bajado las piernas con un movimiento tan brusco que el gato saltó de su panza y el padre y la madre quedaron en suspenso, sin iniciar el baile. El padre pareció a punto de decir algo pero la madre le indicó con la mano que no hablara. Que no se pusiera nerviosa, le dijo a Griselda, si no mañana iba a tener feo el cutis. El muchacho sacó un cigarrillo; ¿viste, Mozart?, le dijo al gato; la preparan como a una vaca campeona. El gato, con un elegante envión, se fue a instalar en lo alto del bargueño. Leo, no molestes a Griselda, dijo la madre. Que si no mañana va a tener feo el cutis, canturreó Leo. Idiota, murmuró Griselda. ¿Griselda?, dijo la abuela; se llama igual que yo. Observó a la chica como si acabara de reconocerla. ¿Todavía no te gusta tu nombre, mi reina?, dijo. Las palabras mi reina parecieron tener un efecto beneficioso sobre la chica. Sí, abuela, ahora me gusta, dijo con voz amable. Vaciló un momento y por fin agregó: Desde que me regalaste aquel libro, ¿te acordás? La abuela se rió. Sos una vanidosa igual que tu abuela, dijo; ¿al final se lo leíste a tu hermanito? ¿Qué hermanito?, dijo Leo, ¿de qué carajo habla esta gente? El padre, que entraba con una botella de champán, miró al muchacho con reprobación. La madre debió captar cierta tensión en el aire porque se apuró a tomar al marido del brazo. Al final, ¿bailamos o no bailamos?, dijo. El padre pareció indeciso. El muchacho miró a su alrededor, como buscando algo con qué encender el cigarrillo. Por fin el padre se encogió de hombros, dejó la botella sobre la mesa y fue hasta el tocadiscos. Levantó el pickup y lo apoyó en el comienzo del disco. Se escuchó el chirriar de la púa y, enseguida, los primeros compases de El vals del aniversario.
       ¿Qué se festeja?, dijo la abuela. Nadie pareció haberla escuchado. Leo se había puesto de pie y buscaba algo en un cajón, el padre y la madre giraban enlazados, Griselda se miraba las manos con aire pensativo, Mozart, desde lo alto del bargueño, observaba a los bailarines con curiosidad.
       Un casamiento, dijo la abuela.
       Esta respuesta fue formulada con tanta cortesía, con tan aplomado don de gentes que Griselda levantó la vista y Leo dejó de registrar el cajón y se dio vuelta. Se miraron. Y fue la recuperación del tiempo en que les bastaba buscar los ojos del otro para verificar que los dos estaban captando lo mismo: algo muy cómico, o muy repugnante, o muy hermoso que nadie más a su alrededor era capaz de ver. Él y ella, solos contra el mundo. Así que Griselda tomó una cajita de fósforos de al lado del teléfono, y la hizo sonar como quien agita una bandera blanca.
       Leo se acercó y encendió el cigarrillo. ¿Qué era eso del libro?, dijo y se sentó en el diván, al lado de Griselda. Boludeces, trampas de la abuela; Griselda se rió. Que a ella de chica su nombre le parecía horrible y entonces la abuela vino con ese libro antiguo, ¿se acordaba él?, Griselda, la reina del bosque. Y le dijo en secreto que se lo leyera a su hermanito; que cuando él escuchara el cuento iba a estar seguro de que Griselda es el nombre de una reina que duerme en una encina y habla con los pájaros, y le iba a parecer hermoso: todo lo que ella debía hacer era aprender a escucharlo con los oídos de él. Tenía razón, dijo Griselda; yo te miré la cara de embobado que tenías y santo remedio: desde ese día mi nombre me encanta. Porque sos una vanidosa igual que tu abuela, dijo Leo. Griselda le sacó la lengua. Los bailarines pasaron muy cerca, casi rozándolos, y después se alejaron. Los dos se quedaron observándolos. Por fin Griselda dijo: ¿No son hermosos así, cuando bailan? Sí, dijo Leo, como dos ballenatos contentos. Griselda se rió, pero sin ganas, y tuvo la sensación de que esto ya había ocurrido. Estaban en un casamiento, ella medio incómoda con su vestido inflado y puntilloso y él con zapatillas; nadie había podido convencerlo de que a un casamiento no se va con zapatillas y ahora ella, con ese vestido tan armado, sentía admiración y un poco de envidia por ese hermanito tan personal que ya estaba tan alto como ella. Se habían acomodado en un rincón medio alejado, una cabeza junto a la otra, tan lindos y esbeltos, pensaba ella qué pensarían los otros al verlos así, muertos de risa y cuchicheando como si nadie más que ellos dos contara en la fiesta. La gente bailaba un pasodoble y ellos observaban los pies de los bailarines, Pisa morena, pisa con garbo, decía el pasodoble y la palabra “garbo” mientras les miraban los pies era lo que más risa les daba. Garbo, repetía ella, y tenían que taparse la boca para que no los escucharan reírse. Pero después del pasodoble vino un vals. Entonces ella experimentó algo que (lo supo enseguida) no le iba a resultar fácil explicarle a Leonardo, un vacío tal vez, o la sospecha de haber nacido en la época equivocada, o con los sentimientos equivocados. Dijo: ¿Sabés una cosa?: yo no me voy a casar nunca.
       Observó en Leonardo el destello de triunfo que habían provocado sus palabras y entonces agregó lo que de verdad quería decir. Pero hay una cosa por la que me da una lástima terrible no casarme —míró a su madre y a su padre que bailaban y sintió nostalgia de algo que, esa noche de sus catorce años, presintió imposible—; porque no voy a poder bailar el vals con papá vestida de novia. Qué lindo, dijo Leonardo; le miró el cuello: la danza del chancho con la jirafa, dijo. Griselda se rió pero sin ganas, sólo para que él no la creyera menos perversa de lo que ella se sentía. Ahora también se rió. Leonardo se puso de pie. No sé de qué te reís si toda esta estupidez te vuelve loca, dijo, y salió del living. El gato saltó del bargueño y se fue detrás de él.
       Qué valsecito, dijo la madre. Radiante y un poco colorada en medio del living, daba la impresión de que todavía estaba girando. Le señaló al padre la botella de champán y salió para la cocina. Es así, dijo el padre mientras intentaba descorchar la botella, la vida es así; ayer nomás lo bailábamos en nuestro propio casamiento y hoy —miró a su alrededor como quien espera corroborar algo dichoso expandiéndose por la habitación, pero sólo la abuela, que llevaba con la cabeza el compás de una música inexistente, parecía festiva, de modo que dejó la frase en suspenso, como si nunca la hubiese comenzado, y se concentró en la botella—. El corcho saltó en el momento preciso en que entraba la madre con cinco copas de champán en una bandeja. Qué se festeja, dijo la abuela. Un casamiento, dijo la madre. ¡Un casamiento! La abuela, muy emocionada, juntó las palmas a la altura del pecho. ¿Vos sos la novia?, le dijo a Griselda. Sí, abuela, dijo Griselda. Ay, hija, daría cualquier cosa por estar en tu lugar. Griselda se rió. No te rías, hija, vos todavía ni te imaginás lo que es estar entre los brazos de un hombre que te hace volar por. ¡Por favor!, dijo el padre, hacé callar a tu madre y brindemos de una vez. Llenó las copas. ¡Leo!, llamó la madre. Le dio una copa a Griselda y otra a la abuela que ahora explicaba lo que es sentir las manos de tu hombre en las partes más prohibidas de. Por favor, mamá, la interrumpió la madre, tranquilizate un poco que tenemos que brindar. ¡Leonardo!, llamó. Leonardo, Leonardo, a la orilla del río te aguardo, cantó la abuela. Griselda, la copa en la mano, miró a su alrededor con expresión de desamparo. Mozart, dijo, y fijó la vista en la puerta en actitud de espera. Brindemos por la eterna felicidad de los novios, dijo el padre levantando la copa. La madre emitió un sollozo; el padre, como si la emoción de su mujer lo alentara, elevó la voz y habló sobre la significación de esa noche y sobre la alegría y al mismo tiempo la tristeza que todos sentían hoy, tristeza porque el primer pichón volaba del nido y alegría porque. ¿Qué se festeja?, gritó la abuela como si recién se despertara, y se puso de pie con un movimiento tan brusco que se tiró encima la copa de champán. ¡Alegría, alegría!, se apuró a gritar la madre, y corrió con una servilleta a secar el vestido de la abuela. Pero es así, la vida es así, dijo el padre con el tono de quien cierra un tema que ya no admite discusión, y se tomó de un trago la copa de champán. La madre también brindó por la felicidad de su hija y de su futuro yerno, e indicó que mejor se fueran todos a dormir tempranito, que al fin y al cabo la fiesta era mañana. Con firmeza empujó hacia la puerta a la abuela que se resistía, justo ahora, dijo, tener que irse justo ahora. Vamos, mamá, dijo la madre, así mañana estamos descansados. Y sacó de la habitación a la abuela que seguía hablando sobre el amor. El padre sacudió la cabeza y se puso a recoger las copas; después le dio un beso a Griselda y se fue para la cocina. Griselda miró la habitación vacía, el mantel de los cumpleaños un poco manchado y cubierto de migas, la botella de champán sin terminar abandonada en un ángulo. Flotaba en el aire un sentimiento de despedida, algo que tal vez la madre y el padre habían estado buscando inútilmente toda la noche sin saber que estaba ahí, en el recuerdo del vals, en el mantel de los cumpleaños que alguna vez había significado la esperanza. Desde la cocina se escuchaba el trajín del padre que estaría lavando los platos para que la madre, por la mañana, se encontrara con esa discreta ofrenda de amor y de lejos llegaba la letanía de la abuela alabando el matrimonio. Mozart, llamó a media voz y esperó, pero el gato no vino a buscarla como venía todas las noches. Mozart, volvió a llamar en voz más alta, pero el gato no vino.
       Fue a su dormitorio con la ilusión de encontrarlo enroscado en la cama pero no estaba. Caminó hasta la habitación de su hermano; entró y dio un portazo. Te lo llevaste, dijo con furia. Leo y el gato, desde la cama, la miraron con cierta sorpresa. ¿Me llevé qué?, dijo Leo; estaba recostado sobre las sábanas, las manos debajo de la cabeza y el torso desnudo; el gato, sentado a un costado. A Mozart; fuiste capaz de llevarte a Mozart justo hoy. Estás loca, dijo Leo; ¿desde cuándo uno puede hacerle hacer a un gato algo que él no quiere? No sé desde cuándo, lo que sé es que querés arruinarme la noche. Leo se sentó en la cama; parecía dolido. ¿Por qué iba a querer arruinarte la noche?, dijo. Porque no me perdonás lo de la fiesta de casamiento y todo eso; como a vos esas cosas siempre te parecieron ridículas, dijo Griselda. Y eso qué tiene que ver, yo sé que a vos te encantan, dijo Leo; ¿acaso no te moriste siempre por bailar el vals con papá? Griselda hizo un gesto de sorpresa. ¿Cómo sabés?, dijo. Porque me lo dijiste en el casamiento ese en que nos matamos de risa todo el tiempo, dijo Leo. ¿Te acordás de eso?, dijo Griselda con expresión de maravilla; se sentó en la cama. ¿Y cómo no me voy a acordar?, dijo Leo; vos estabas toda de blanco y me dijiste que les tenías envidia a las novias de otros tiempos. ¿Eso te dije?; es asombroso. ¿Qué es lo asombroso?, dijo Leo. Que a los catorce años yo dijera eso; si ni siquiera tenía idea de qué es el amor. ¿Y ahora sabés?, murmuró Leo. ¿Qué dijiste?, dijo Griselda. Nada, nada, dijo Leo; que a veces no te entiendo. ¿Qué es lo que no entendés?, dijo Griselda. Lo de la envidia, dijo él ¿Qué envidia?, dijo ella. A las novias de antes, recién lo dijiste, dijo él. Ah, no es fácil de explicar, dijo Griselda, la emoción, qué sé yo, el miedo a lo desconocido y toda esa ceremonia. ¿Qué ceremonia?, dijo Leo. Todo, todo era una ceremonia en los casamientos de antes, el traje blanco, el vals, la noche de bodas, ¿te imaginás cómo debía sentirse la abuela cuando esperaba la noche de bodas? Eso no cambia con los tiempos, dijo Leo. ¡Claro que cambia!, dijo Griselda, enojada. Ahora sabés todo desde siempre y te acostás con quien querés y cuando querés, ya no hay misterio, no sé, ya no hay esa idea del pecado que. Misterio hay, dijo Leo, la cosa es saber dónde está. Y apoyó una mano en la pierna de su hermana.
       Fue extraño. Pero no por el gesto en sí, ni siquiera por las palabras. Fue extraño por el modo en que la mano, luego de permanecer inmóvil durante unos segundos, fue avanzando por la pierna desnuda, con extrema lentitud, como si las yemas de los dedos quisieran beberse, gota a gota, el miedo y el deseo que iban despertando a su paso. Y porque Griselda, aunque murmuraba no, no, y sacudía la cabeza, no hizo ningún movimiento para librarse de la caricia. Al contrario. Dejó que sus propias manos se desplegaran sobre la espalda de su hermano, echó la cabeza hacia atrás para que nada se opusiera a los labios desconocidos que ahora recorrían su cuello y dejó que lenta y gozosamente, ante la mirada apreciativa del gato, se consumara la ceremonia de bodas sobre la que tanto se había conversado esa noche.



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