Liliana Heker
(Buenos Aires, 1943-)
Tarde de circo
La muerte de Dios
(Buenos Aires: Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, 2011, 208 págs.)
Cuando el hombre dio vuelta la esquina los dos chicos vinieron corriendo y le abrazaron las piernas. Los alzó, los revoleó y los acomodó bajo los brazos igual que a paquetes. Avanzaron los tres así, al trote y aullando como autos de carrera hasta que él vio a la mujer y a la asistente social que lo observaban desde la boletería. Bajó con brusquedad a los chicos, que siguieron corriendo y aullando, y caminó con lentitud hacia donde estaban las dos. El hombre tenía una barba oscura, no muy cuidada, y arrugas que tal vez lo hacían parecer mayor de lo que era. La mujer a la que ahora se estaba acercando se veía más joven. Hermosa y con aspecto de cansada.
—Hola, Eva —dijo el hombre, y le dio un beso en la mejilla. Hizo un levísimo movimiento de cabeza hacia la asistente social.
—Milo, no saludaste a —dijo la mujer llamada Eva.
—Sí la saludé —dijo él, cortante—. ¿Ya sacaste las entradas?
Eva le mostró las cuatro entradas desplegadas en abanico. La asistente social los miraba alternativamente a ella y al hombre llamado Milo como pendiente de un acontecimiento.
—Bueno —dijo al fin; hizo con las manos un gesto parecido a una bendición—, ¿les parece que ya me puedo ir?
—Como prefiera —dijo secamente Milo—, si le gusta el circo…
Eva le echó una rápida mirada reprobatoria.
—Por supuesto, Analí —dijo—. No sabés cuánto te agradezco.
La asistente social le dirigió a Milo una sonrisa un poco forzada.
—Me quedaría encantada con ustedes —le dijo—, pero me parece mejor que…
—Por supuesto —se apuró a decir Eva.
Les dijo a los chicos que saludaran a la asistente. La nena vino corriendo y le dio un beso pero el chico, que estaba mirando un cartel con animales, ni siquiera se dio vuelta.
—Soy un león —dijo.
La asistente ahora mostró una sonrisa de comprensión.
—Dejalo, está en su mundo —dijo; echó a su alrededor una mirada que parecía querer abarcar a todo el grupo familiar—. Espero que lo disfruten mucho, después me cuentan.
—Seguro —dijo Milo—, va a ser el día más inolvidable de nuestras vidas.
La asistente miró a Eva con alarma.
—¿Les parece que…?
—Está bien —dijo Eva con impaciencia—. Él es así, nosotros nos entendemos.
La frase pareció distender a Milo. Dirigiéndose a la asistente, levantó las palmas como quien dice: Qué le va a hacer, soy incorregible. La asistente empezó a decir algo pero el redoble de un tambor frenó su intento. Un enano vestido de payaso batía rítmicamente el parche. Detrás venía un hombre de chaqueta colorada con botones dorados. El enano dejó de tocar y el de chaqueta colorada gritó:
—¡Adelante, amigos! ¡El espectáculo está por comenzar!
La asistente social saludó muy rápido, les deseó una buena tarde y se fue.
—¿Por qué dijiste eso? —dijo Eva apenas se pusieron en la cola para entrar.
—¿Eso qué? —dijo Milo.
—Lo del día inolvidable.
—¿Qué te parece? —dijo él.
—A mí no me parece nada —con un ademán decidido, se sacó el pelo de la cara; de pronto levantó el dedo índice—. Y te quiero recordar que fuiste vos el que le dijo a la asistente que lo mejor era una salida los cuatro juntos.
—¡Mejor que qué! —gritó él en la cara de un payaso alto que le pedía las entradas.
Milo se las dio como si no lo viera.
—Soy un león —dijo el chico.
—Sos un enano —le dijo la nena—. ¡Mirá, mirá!
Una chica con pollerita corta y galera se acercó para acomodarlos.
—Es nada más que una chica —dijo el chico.
Milo avanzó atrás de la de galera. El chico se le puso al lado.
—¿Va a haber leones, papá? —dijo.
—No —dijo Milo.
—Mamá me dijo que sí.
—Tu mamá a veces no sabe lo que dice —dijo Milo en voz muy baja.
—Qué. Qué dijiste.
Habían llegado a la fila y estaban los dos junto a la de galera esperando a Eva y a la nena.
Milo le revolvió el pelo.
—Me parece que es un circo muy chico para que haya leones —dijo.
Hizo pasar a Eva, que ubicó a la nena junto al último asiento ocupado y se le sentó al lado.
—No, es grande —dijo el chico—, es el circo más grande del mundo.
Milo lo acomodó al lado de Eva y se sentó en el asiento que quedaba.
Ella lo miró con ironía por encima de la cabeza del chico.
—¿Tenés miedo de que te muerda? —dijo.
—Sí —dijo él.
El chico pareció entusiasmado.
—¿Quién? —dijo—. ¿Quién lo va a morder a papá?
—Callate que ya va a empezar —dijo Eva.
—Papá dice que no va a haber leones.
Esperó, pero no hubo ninguna respuesta. Se inclinó por sobre la falda de su madre para hablarle a su hermana, que estaba muy seria mirando a una chica de malla brillante que vendía golosinas.
—Papá dice que no va a haber leones —le dijo.
La nena lo miró con aire de superioridad.
—Los leones no existen —dijo.
Se escuchó una música muy alegre. Eran el hombre de chaqueta colorada, que ahora batía el tambor, y dos que tocaban el clarinete. Dieron vueltas por la arena y al final se quedaron quietos pero siguieron con la música. Por un costado, de pie sobre un caballo blanco, apareció la chica de pollerita corta con galera. La nena emitió un pequeño grito de admiración. Tenía los ojos enormemente abiertos. Eva le dijo en voz baja:
—Se llama écuyère.
La nena la miró, maravillada.
—¿La conocés? —le dijo.
—No, ¿de dónde querés que la conozca?
La nena, con rabia, volvió a mirar a la écuyère.
—Entonces no sabés cómo se llama —dijo.
Eva resopló.
—Me van a volver loca —dijo—. Todos ustedes me van a volver loca.
La écuyère se puso cabeza abajo sobre el caballo.
—Yo eso lo sé hacer —dijo el chico.
—No, no lo sabés hacer —dijo Eva con energía—. No digas que sabés hacer cosas que no sabés.
—No seas igual que tu padre —murmuró Milo.
—¿Qué estás mascullando? —dijo Eva.
—Nada. Simplemente estaba completando tu frase.
—Acaso yo dije que.
De adelante alguien chistó.
—¡Se van a callar de una vez! —gritó la nena.
La écuyère se colgó de un costado del caballo, después se colgó del otro costado, dio varias vueltas repitiendo el pasaje de un lado al otro, de un salto se paró otra vez sobre el caballo y se despidió saludando con la galera en la mano. Todos aplaudieron.
De nuevo entró la banda tocando a todo lo que daba. El payaso alto que les había pedido las entradas apareció con una mano en la oreja, como si estuviera tratando de descubrir de dónde venía el ruido. En puntas de pie se fue acercando el payaso enano y, con gestos, le pidió al público que no lo delatara. Cuando estuvo al lado del alto le puso el pie. El alto se cayó. Hubo muchas risas.
—A mí me parece que ese enano es una porquería —dijo la nena.
—A mí me gusta —dijo el chico—. A vos, papá, ¿te gusta?
—No —dijo Milo.
—¿Por qué? —dijo el chico.
—Porque odio el circo con toda mi alma. El circo y todo lo que tiene adentro.
—¿Por qué?
—Porque me dan tanta tristeza que tengo ganas de matarme.
Eva lo miró con furia.
—¿Tenías necesidad de decirle eso? —le dijo en voz muy baja.
Él la miró como si le costara entender lo que ella acababa de decirle.
—A esta altura —dijo al fin—, no sé de qué mierda tengo necesidad.
El de chaqueta colorada, con gran emoción, anunció que ahora iba a venir alguien que los iba a dejar mudos, turulatos, patitiesos de asombro: nada menos que el lorito Martín Fierro, gaucho de los que ya no quedan, gran bailarín de malambo.
Milo se agarró la cabeza.
—Por Dios —dijo con desesperación—, de todos los lugares que existen en el mundo ¿tenías que elegir justamente un circo?
La banda arrancó con un malambo. La chica de malla brillante que antes había vendido golosinas entró como en cámara lenta. Sobre su hombro, lo más campante, venía Martín Fierro. Hubo aplausos.
—Hubieses elegido vos el programa —dijo Eva.
Milo gritó:
—¿Tenía alguna posibilidad? —la mujer de adelante se dio vuelta y chistó; él se inclinó sobre el asiento de la mujer hasta casi hablarle en la oreja—. Señora, esto es un quilombo, no me va a decir ahora que el causante del ruido soy yo —la mujer volvió a mirar hacia adelante con actitud airada; él volvió a dirigirse a Eva—. ¿Qué te estaba diciendo? La mujer esta me hizo olvidar.
—No grites más, por favor —susurró Eva—, claro que tenías otra posibilidad. ¿O la asistente no te preguntó si no preferías salir solo con los chicos?
—¡Solo con los chicos! —gritó él—. ¿A qué le llamás vos solo con los chicos? ¡Con los chicos y con la asistente, la puta madre que lo parió!
La mujer de adelante volvió a darse vuelta y clavó los ojos en él.
—El espectáculo está adelante, señora —dijo él—, no atrás.
La mujer le dijo algo al hombre que tenía al lado.
El chico se puso a tirar con insistencia de la manga de Milo.
—Mirá, papá, qué bárbaro. Mirá cómo el lorito baila el quilombo.
Él, como hipnotizado, se puso a mirar al loro. Lo habían instalado sobre una plancha caliente y levantaba las patas frenéticamente para no quemarse mientras la banda arremetía con el malambo.
—Ella dijo que no se iba a meter en nada —dijo Eva—, sólo…
—Sólo se iba a quedar en un costado, muy calladita, a ver si no se me ocurría desnudarme en público o a lo mejor, quién te dice, clavarles un puñal en el pecho a mis hijos.
La nena y el chico dejaron de prestarle atención a Martín Fierro, que se iba en el hombro de la de malla brillante, y lo miraron a él, despavoridos.
—No es nada —dijo Eva—, papá estaba haciendo un chiste. Escuchame —de pronto se puso de pie, levantó al chico, lo puso en su asiento y ella se sentó al lado de Milo—, ¿a vos te parece que, después de lo que pasó, te iban a dejar así nomás que salieras solo con los chicos?
—¿Quiénes me iban a dejar?
—La justicia, ¿quién iba a ser?
—¡La justicia, mirá vos! La justicia me vigilaba desde el cielo y un buen día, así como así, decidió que ya no tengo derecho a ver a mis hijos.
—Nadie dijo que…
—La justicia, amor mío, está metida en todo esto por la sencilla razón de que vos —y la apuntó con el dedo—, vos me denunciaste.
—Te fuiste de casa, ¿no? —ella había levantado la voz—. ¡Y cómo te fuiste, acordate bien! ¿A vos te parece que yo podía permitir que mis hijos se fueran con vos vaya a saber dónde? Porque nunca, te recuerdo, nunca me dijiste a dónde te ibas.
—Al Plaza, qué menos.
—No me importaba que fuera el Plaza o un cuchitril de dos por cuatro, sabés que esas cosas nunca me importaron.
—Cierto, sí. Sos tan desinteresada.
—Callate. Lo único que me importaba era que mis hijos tuvieran un lugar decente para estar con su padre.
—Seguro, sí, y te pareció, o a tu adorada asistente le pareció, que trayéndome al circo a ver a esta manga de chimpancés me iba a convertir mágicamente en ese padre decente que soñabas para tus hijos y entonces los podría llevar a pasear y.
—Quiero que vengan los chimpancés —dijo el chico, y se puso a llorar.
—No hay chimpancés —dijo Eva—; no llores, por favor. Mirá, mirá lo que hace el trapecista —giró la cabeza hacia Milo—. Nunca soñé con un padre decente como vos lo llamás. Y no vinimos al circo para que te conviertas en nada. Era un simple plan que propuso la asistente para ver cómo arreglábamos esto, y no sé si te acordarás pero vos estuviste de acuerdo.
—¡Con qué estuve de acuerdo!
—Con que hiciéramos varias salidas los cuatro juntos hasta que todos se fueran acostumbrando y.
—¡Yo no necesito acostumbrarme a nada! ¡Son mis hijos, entendés! ¡Los amo! ¡Los necesito para estar vivo!
Eva pareció a punto de gritar.
—Ellos también te necesitan —dijo—. Pero entendelo de una vez: con la vida que llevás…
—La vida que llevo, querida mía, es la vida que vos elegiste. ¿O ya no te acordás de cuando me perseguías de boliche en boliche y me decías que nunca habías imaginado que alguien, tocando el bajo, te iba a romper el corazón?
—Me acuerdo, sí. Y por si te interesa el dato, sigo pensando lo mismo. Pero resulta que ahora tenemos dos hijos.
—¿Cuándo vienen los chimpancés? —dijo el chico.
Los trapecistas ya no estaban. Ahora habían vuelto el payaso alto y el payaso enano.
Milo miraba al vacío.
—Todas son iguales —dijo como para sí mismo—. Se enamoran de los músicos y una vez que los tienen en la red…
—¡Eres un perfecto miserable! —gritó el payaso alto que se había caído de espaldas por una zancadilla del enano.
Se escucharon muchas risas pero el chico y la nena miraban la caída como si se tratara de un accidente muy serio. El payaso alto juró venganza.
Ella dijo en tono burlón:
—¿Qué? ¿Te están por pescar otra vez?
Él se rió.
—Nunca más, te lo juro. Ni aunque me pongan un revólver en la nuca.
—¿Tan mal te fue?
Él se había agarrado la cabeza y la movía para un lado y para el otro, como si quisiera arrancársela.
—No sé —dijo—, de verdad no lo sé. A veces, de noche, cuando estoy solo, lo único que quiero es matarme.
—Ya lo sé —dijo ella con suavidad—, ¿y cómo te creés que me siento yo? ¿Y cómo te creés que se sienten los chicos?
Él se soltó la cabeza. Miró a Eva como si recién la viera.
—¿Y para qué sirve tanta tristeza? —dijo—. ¿Qué se arregla con eso?
—No sé, pero a lo mejor vale la pena hacer el esfuerzo. Quién te dice que, si lo intentamos, no podamos estar de nuevo los cuatro juntos.
Él negaba con la cabeza.
—¿De veras sos capaz de creer que todavía es posible? —dijo.
—Sí —dijo ella—, sí que lo creo. ¿Acaso no estamos ahora mismo los cuatro juntos? ¿Y no está bien eso, no es así como tiene que ser la vida?
—¿Así? —él hizo con el brazo un ademán que abarcaba todo el circo—. ¿Te parece que la vida puede ser algo como esto?
La mujer de adelante chistó, sin mirar. Pareció que Milo iba a decirle algo pero Eva apoyó su mano sobre la de él, y él se calmó. Se puso a mirar al malabarista que hizo pruebas con unas clavas, y después con unos aros. Vino el payaso alto y le quería voltear sus enseres pero el malabarista, pese a los escollos, conseguía mantener las cosas en equilibrio.
—Mamá, ¿cuándo vienen los animales feroces? —dijo el chico.
—Ya van a venir. Mirá lo que le hace el payaso al malabarista.
—Al final siempre se cae —dijo el chico—. Yo quería leones.
—Pero no hay leones —dijo Eva con impaciencia—. Hay un malabarista y dos payasos así que mejor que te diviertas con esto.
—¿Por qué? —dijo el chico.
—¿Por qué qué?
—Por qué me tengo que divertir.
—Dios mío —dijo Eva en voz muy baja, pero fue como si gritara—, ¿no podrán ser felices con lo que tienen?
—Muy fácil, sí —dijo él.
—Era fácil, sí. Estábamos los cuatro juntos y nos queríamos. ¿Qué más nos hacía falta?
—Plata, querida. Un buen trabajo todos los santos días para que el jefe del hogar pudiera mantener a su prole según manda tu manual de la sagrada familia.
—Los chicos comen todos los días, cierto. Mirá lo que acabás de descubrir.
—Por eso.
—¿Por eso qué?
—Por eso no podemos vivir los cuatro juntos. Yo no puedo ser ese marido de tus sueños.
—No te pido que seas el marido de mis sueños. Lo único que te pido es que, por lo menos, hagas el esfuerzo.
—¡No hice el esfuerzo, claro! ¿No viví dos años en ese maldito criadero de pollos que me puso tu papá?
—Callate. No culpes a mi padre. Vos le dijiste que necesitabas un lugar cerca de la naturaleza, donde pudiéramos estar aislados de todo.
—Claro, sí, y él entendió que ese lugar era un criadero de pollos. Tenía razón: siempre soñé con limarles cada día los picos a esos reverendos hijos de puta para que no se mataran entre ellos.
—Callate, no vuelvas sobre eso.
—Qué mejor para el bajista que te rompió el corazón, ¿no es cierto? Un criadero de pollos y un buen espectáculo de circo, ustedes sí que dieron justo en mi cuerda sensible.
—¿Qué querías entonces?
—Ver a mis hijos. Nada más simple que eso. Verlos, escucharlos, ser para ellos el único padre que puedo ser.
—Claro, sí. Y varearlos con todas esas putas que tenés por ahí. Y alimentarlos con tu famosa guitarrita.
Él la miró como si fuera a golpearla.
—¡Ah! ¡Te salió al fin! ¡Tu famosa guitarrita! ¡Es eso lo que pensaste siempre de mí!
—Si no se calla de una vez lo hago echar —dijo el que debía ser el marido de la mujer de adelante.
Él acercó su cara a la del hombre.
—Guitarrita —dijo—. Mi mujer acaba de decir “tu famosa guitarrita”.
—Callate, por favor. ¿Ahora resulta que sigo siendo tu mujer?
—No cambies de tema. Dijiste guitarrita. Y sabías que era lo mismo que clavarme un cuchillo.
—No quise decir eso. Vos sabés muy bien que no es eso lo que pienso.
—Pero lo dijiste.
—Porque estoy desesperada.
—Yo también estoy desesperada —dijo la nena.
Eva cerró los ojos como si hubiese recibido un golpe. Calmémonos, por favor, le dijo a él casi sin mover los labios.
—No es nada, mi amor —le dijo a la nena—. Papá y yo teníamos que hablar de algunas cosas. Está todo bien —en la arena apareció el de chaqueta colorada—. Miren quién llegó. Adivinemos qué va a anunciar ahora.
—Animales feroces —dijo el chico.
—Qué animales, a ver —dijo Eva.
—Un chimpancé —dijo el chico.
—Un elefante —dijo la nena.
—Un tigre —dijo el chico.
—Las estrellas de la noche —dijo el de chaqueta colorada—. Cuatro famosas bailarinas recién llegadas de París.
—Ufa, bailarinas —dijo el chico.
—Bobo, ¿no ves que deben ser animales amaestrados? —dijo Eva.
El payaso enano se acercó al de chaqueta y le dijo algo al oído.
—Acá Don Poroto me avisa que van a tardar un ratito. Es que son unas bailarinas muy coquetas y se están arreglando.
Hubo un ¡uhh! generalizado pero Don Poroto se puso a dar unos saltos que siempre terminaban en el suelo y el público se tranquilizó.
—Milo —dijo Eva en voz muy baja; intentó apoyar su mano sobre la de él, pero él retiró la mano con brusquedad—, vos sabés muy bien que no quise decir lo que dije. Pero no sé, estoy mal de verdad, tenía tantas ilusiones con lo de hoy.
—Lógico, cómo no. Yo miraba a Don Poroto y descubría que no hay nada comparable a la vida de hogar y todo se arreglaba. Y capaz que tu papá esta vez me ponía un criadero de búfalos.
—Callate.
—Al menos no me iba a resultar tan fácil retorcerles el pescuezo.
Ella se tapó los oídos.
—No hables de eso, por favor —dijo—, ¿cómo pudiste?
—Es fácil, los vas agarrando uno por uno —hizo el ademán de retorcer algo con las manos—, y cranch. Chau pollo.
La banda encaró con brío el vals número 7 de Chopin.
Él apretó los puños como si tratara de contener algo que estaba a punto de soltarse.
—Lo que faltaba —dijo.
—No hables más, papá, ahí vienen —dijo la nena.
A lo lejos se escuchó un tropel.
—Los animales salvajes —dijo el chico con emoción.
El vals sonó más fuerte. Entonces entraron en fila.
—Con ustedes, por primera vez en América, Mary, Peggy, Betty y Julie, las cuatro chanchas bailarinas recién llegadas de París.
Tenían unas polleritas de colores, una especie de moño entre las orejas, y empezaron a girar en la arena mientras la banda arreciaba con Chopin.
—¿Por qué? —dijo él, y se agarraba la cabeza—. ¿Por qué justamente a mí tenía que pasarme esto?
Ella lo miró con furia.
—Las cosas no te pasan justamente a vos, entendelo de una vez. No sos el centro del universo. Todos en este mundo tenemos el don del sufrimiento.
—Sufren, sí ¿pero no se dan cuenta de que esto es denigrante? ¿Que la música no se creó para esto? ¿Que el ser humano no fue hecho para ver un espectáculo tan horroroso?
Como si sus propias palabras lo hubieran arrastrado, se había puesto de pie y estaba junto al asiento, temblando.
—No, no nos damos cuenta —dijo ella—. No tenemos tu maldita sensibilidad.
El hombre de adelante se dio vuelta.
—Mejor váyase ahora porque si no llamo a la policía.
—Sí, mejor andate —dijo Eva—. Andate ya mismo y dejanos terminar el día en paz —cerró con fuerza los ojos y volvió a abrirlos—. Igual esto no tiene arreglo —dijo.
—Me alegro de que te hayas dado cuenta —dijo él en voz muy baja, pero no se movió. Se quedó con los ojos clavados en ella, vacilante, a la espera.
Eva siguió mirando hacia la arena como si Milo ya no existiera. Después de unos segundos él dio un suspiro, hizo con la mano un tímido chau que nadie vio, y se fue por el pasillo.
Recién cuando los pasos de él no se distinguieron, ella se puso a llorar. Lloraba en silencio, con la cara entre las manos, como si se estuviera deshaciendo.
—Mamá —dijo la nena, y le tiró de la manga.
Eva se destapó la cara.
—No es nada, mi amor, no te preocupes —dijo—. Voy un momento al baño. Sean buenos y no se muevan de acá.
La nena y el chico la miraron alejarse con cara de asustados. El chico se puso a llorar. La nena lo abrazó.
—No llores —le dijo—, ahora enseguida van a venir los leones.
—Mentiras —dijo el chico con rabia—, los leones no existen.
Y los dos, como si no existiera ninguna otra cosa en el mundo, se pusieron a mirar con fijeza a las cuatro chanchas que, sin entender del todo lo que les estaba pasando, giraban y giraban en la arena al compás de una música hecha para alegrar suavemente el corazón de los hombres.
Literatura
.us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar