Liliana Heker
(Buenos Aires, 1943-)


La crueldad de la vida
La crueldad de la vida
(Buenos Aires: Alfaguara, 2001, 183 págs.)



A mi madre, a destiempo


      Yo estaba en la comisaría, sentada entre un cejijunto y una morochona que le daba de mamar a un crío, pegajosa y bastante aterrada después de un peregrinaje de cinco horas bajo la tarde de marzo más agobiante de que tengo memoria, y me preguntaba si el soplo de terror provendría de la desaparición de mi madre o de ignorar qué podía encontrar si por fin la encontraba cuando, sin razón aparente, se me cruzó el león. No era la primera vez que me pasaba: que un incidente llegado de la nada se instalara en mi cabeza y me perturbase, esa habitación con piernas danzantes, pongamos por caso, yo observándolas desde abajo de una silla y emergiendo entre ellas, de cuerpo entero, un muchacho de pelo enrulado al que llaman Moishke Copetón. La de abajo de la silla carece del concepto de fiesta (no puede aún hoy explicar el amontonamiento y la algarabía) y desconoce todas las palabras salvo ésas, tan curiosas: Moishke Copetón. Es así, sin variantes, cada vez que el evento perneril sobreviene y es así como, en la Seccional 17 de la Policía Federal, mientras esperaba mi turno entre el cejijunto y la morochona, irrumpió el león. El león es el que con más frecuencia aparece, sólo que esa tarde, en lugar de limitarme como otras veces a verlo desde la cama, en reposo detrás de la mesa del comedor, se me ocurrió desviar el foco hacia mi persona de seis años, en la cama, palpitándolo. Fue ahí que —sobre llovido, mojado— caí en la cuenta de que ya no podía pensar en él.
       No se trataba de que lo hubiese olvidado: aún era capaz (pude verificarlo antes de que me llamara el oficial de guardia) de imaginarlo en reposo detrás de la mesa del comedor aguardando el momento oportuno para saltar sobre mí, y de verme a mí misma, los ojos muy abiertos para no dormirme —ya que el miedo provenía de que el león me atacase sin que yo lo supiera y no del ataque mismo—, acechando en la oscuridad hasta que el marasmo me sofocaba y debía levantarme (para provocar al león, para obligarlo a que de una vez saltase). También podía restaurar la voz de mi padre preguntándome desde el otro dormitorio adónde voy, la primera vez con inquietud, ¿la segunda un poco harto?, la tercera al borde justo de la explosión (precavidamente yo nunca me levantaba más de tres veces; prefería —aún prefiero— un león saltándome encima a ciertas tribulaciones de la vida familiar), y el murmullo ininteligible de mi madre, ¿tranquilizándolo?, ¿burlándose de mí?, nunca ha sido muy de fiar mi madre (en rigor, tampoco ahora lo es). Podía incluso reconstruir la desesperanza con que noche tras noche yo registraba, a dos metros de mi cama, la inmovilidad de Lucía durmiendo como si el mundo no estuviese amenazado, y hasta reproducir la secuencia de pensamientos por la que noche tras noche yo concebía que un león podía esperarme detrás de la mesa del comedor. Lo que ya no podía era saber el león; otra conciencia, distinta de la mía, era la que una vez le había tenido miedo. Yo la veía a ella temiendo al león del mismo modo que veía al león, eso era todo, pero ya no era esa que, los ojos muy abiertos, acechaba el silencio tratando inútilmente de descubrir una señal. Como si el hilo que debía unirme a la que fui se hubiese ¿debilitado?, ¿cortado?, ¿qué es crecer? Así, con ese término impropio, nombré en la Seccional 17 el paso de mis años. Crecer. Eso me inquietó. ¿No me diferenciaba tanto de mi madre entonces? Ya me estoy poniendo grande, Mariúshkale, diciéndome el día en que cumplió ochenta y cinco años, y hasta dejando entrever cierta ambigüedad, cierto barrunto de «las dos sabemos que eso no es cierto: la vejez no se ha hecho para mí, soy invulnerable, mis hijas son invulnerables, todo lo que he engendrado es perfecto y por lo tanto exento de la fiebre, los granitos, la melancolía, el fracaso y la muerte». ¿Tanto desmadre hacia arriba y hacia abajo para venir a descubrir que me le parezco? Eso jamás, pensé con tanto fervor que di un salto. El cejijunto echó sobre mí una mirada que me sofrenó y un amable codazo de la amamantadora me indicó que había llegado mi turno.


       ¿Señas del extraviado?, preguntó el oficial haciendo caso omiso de que el extraviado —yo acababa de informarle— se llamaba Perla y era mi madre. Femenino, contesté. Una risita a mi espalda (calculé que del cejijunto) me hizo dar cuenta del error. Estaba muy cansada, eso era. Había respondido en comisarías y en guardias de hospitales tantos interrogatorios impersonales, había caído tantas veces yo misma en la cenagosa labia policial, recelando de que una respuesta mía menos opaca que «femenino» o «tez blanca» pudiera instalar una luz de entendimiento en la mirada del interrogador —claro, claro, ya sé a qué se refiere; y sin más trámite, yacente entre sábanas ¿qué iba a señalar?: ¿una degollada?, ¿un ojo?, ¿un ser baboso y balbuceante?—, y por fin, pocos minutos atrás, había descubierto algo tan desalentador para mi porvenir que nadie debía esperar de mí una respuesta razonable. Señas, no sexo, dijo el oficial. Sentí en la nuca el carraspeo impaciente del cejijunto: no le gustaban mis vacilaciones. Me quedé muda. Señas, señas particulares, me ayudó el oficial. Quise decirle que mi madre, toda ella, era una seña particular, yo sufría, oficial, yo de niña sufría porque añoraba una madre como todas las madres, ella misma me lo había inculcado con sus canciones, las madres, cuando no abandonaban a sus hijos ciegamente en cuyo caso se llamaban madres sin corazón o sea no-madres ya que el corazón es el órgano maternal por excelencia, como se desprende de aquel poema (recitado por mi madre) en que el hijo, a pedido de la amante cruel, robó el corazón de su madre que dormía soñando acaso con él, y ya en el umbral sombrío de su amada cruel cayó, y aquel corazón gritó: ¿Te has hecho daño, hijo mío? Cuando tenían corazón, digo, eran santas que rezaban en soledad con cinco medallas que por cinco héroes las premió la Patria o viejecitas abnegadas que lavaban ropa junto al piletón, y recibían con un beso al desorientado que soñó no sé qué mundo y se hundió en un mar profundo con delirante afán que el vicio le enseñó. ¡Madre!, clamaba el desorientado a la vuelta, las tristezas me abatían y he llorado sin tu amor. Y ella que le dice: Ven para acá, pilluelo, que con un par de besos en la frente disiparé las nubes de tu cielo. Así eran las madres, según las canciones de mi madre. Pero ella no. Ni me abandonaba ciegamente ni rezaba en soledad, y lavaba la ropa, sí, pero refunfuñando ya que no consideraba el lavado una tarea para la que estuviera destinada. Corazón debía tener pero era arbitraria y mentirosa. El día mismo en que lo conoció al Rubio no le quedó más remedio que mentirle. Cómo que no le quedó más remedio, pensaba yo en la cama matrimonial. Era domingo por la mañana porque las mañanas de los domingos en la cama matrimonial constituían el ámbito protegido en el que se narraban las historias. Las historias eran de índole diversa. A veces sólo consistían en el relato minucioso de la película del sábado a la noche. (Los sábados a la noche Perla y el Rubio iban al cine; él, chambergo y echarpe blanco de seda; ella, gran rosa de gros prendida en la solapa y un sombrero que la transfiguraba —Perla resplandecía debajo de los sombreros como si esas delicadas urdimbres de plumas, velos o pajas tuvieran la virtud de despojarla de las pequeñas decepciones de la vida cotidiana—). En esos casos las historias eran narradas una única vez y no presentaban más complicación que la de la trama en sí, lo que no era poco ya que Perla no omitía detalle y hasta (comprobé con los años) retocaba algunos, así que yo, apretada contra el cuerpo mullido que me cobijaba mientras la voz me llenaba de pavor, iba registrando, domingo tras domingo, la minuciosa crónica del hombre que elaboró una estrategia demoníaca para convencer a su esposa de que se está volviendo loca, o la de la mujer muerta que, junto con el ama de llaves, atormenta a la joven que acaba de casarse con el viudo, o la de la muchacha sordomuda ferozmente violada por un hombre brutal. ¿Qué es «violada»?, pregunto, presintiendo algo siniestro detrás de la palabra «violada». Es lo peor que le puede pasar a una mujer. Terminante Perla, estableciendo uno de esos agujeros negros que yo iría rellenando a los ponchazos hasta constituir eso que, enmudecido ante el oficial de guardia de la Seccional 17, trataba de no preguntarse dónde, en qué punto el hilo se debilitó, se cortó, si es que alguna vez hubo algo parecido a un hilo. Igual, las películas no eran del todo inquietantes porque siempre tenían un principio y un fin y no se enlazaban con nada. Las historias de la vida, en cambio, presentaban enlaces con historias de otros domingos pero eran enlaces defectuosos. Además podían perderse en detalles. O no ser más que un detalle como ocurría con los vestidos. Los vestidos llegaban envueltos en una historia pero una vez instalados su descripción era tan dramática que acababan convirtiéndose en la historia misma, como ese traje de fiesta de crêpe amarillo limón, cubierto de arriba abajo con unas plumas enrolladas que Perla llamaba aigrettes, en cada uno de cuyos centros anidaba una piedrita de strass. Yo debía hacer un esfuerzo para no ver a Perla como la damapájaro, gigantesca y maligna con su cara de gavilán y su cuerpo emplumado, que me asediaba por las noches como todo lo que me asediaba y que había visto una vez en un libro; me dejaba arrastrar por las palabras —aigrette, amarillo limón, piedrita de strass— cuyo significado a veces desconocía pero que me sumergían en una bruma de belleza que no necesitaba imágenes ya que aquello que dibujaban las palabras siempre era, para mí, superior a cualquier imagen. En el caso de los vestidos, sin embargo, la operación era complicada. No sólo porque suponía creerle a Perla (¿cómo puede un vestido estar cubierto de plumas y no ser monstruoso?, ¿es posible distinguir en el centro de una pluma enrollada una piedrita de strass?, tempranamente sospeché que Perla exageraba o cambiaba las cosas a su antojo) sino porque además me obligaba a paladear una belleza que me era ajena. Encina, cántaro, carricoche, me remitían a mi propia idea de lo bello pero crêpe amarillo limón me transportaba a un mundo que sólo podía ser deseado por mí desde el deseo de Perla.
       Para peor estaban los accesorios. Los accesorios le conferían al vestido su cabal esplendor. Perla, que había dibujado con esmero el figurín y juntado centavo sobre centavo para pagar el corte de tela y la hechura y controlado con ojo crítico la labor de la modista del barrio hasta que el vestido resultaba a la altura de sus sueños, también había previsto los accesorios. Si uno solo le faltaba prefería encerrarse en su casa y no estrenar nunca el vestido. Y como en general le faltaban casi todos y nunca tenía plata para comprarlos debía pasarse largo tiempo trabajando la moral de sus cinco hermanas (casi tan egoístas y camorreras como ella) para que cada una le prestase lo que a ella le venía bien. Entonces sí, cuando todo estaba en su sitio, la boina gris combinando con el cuello del trajecito, el sobre de cocodrilo del color exacto de los zapatos, los guantes ni más cortos ni más largos de lo que correspondía, se esponjaba como un pavo real e iba a donde la habían invitado. Estaba tan hermosa (coronaba en la cama su relato) que cuando entré todos dijeron que parecía una chica de la aristocracia.
       Yo no tenía una idea muy precisa de qué era la aristocracia pero estaba segura de que se trataba de un estado altamente apetecido por Perla. Lo que me confundía era que, en sus canciones, los aristócratas eran gente abominable que siempre se oponía a los anhelos de los héroes y heroínas de Perla: obreritas tísicas, huérfanos agonizantes y poetas famélicos. Al escuchar esas vidas trágicas, que ella cantaba con voz de cupletista y con cierta alegría mientras limpiaba la casa, yo me ponía a llorar por los miserables de la Tierra. Pero cuando salíamos, todos, hasta el Rubio, debíamos parecer personas de la aristocracia.
       Y hablando del Rubio, ¿cómo que no te quedó más remedio que mentirle?, acababa preguntando yo, escandalizada de que a una chica se le ocurriera engañar al hombre de su vida el mismo día en que lo conoce. Y claro, me decía Perla como quien está a punto de explicar la cosa más natural del mundo; si era evidente que él me había preguntado lo del día de mi cumpleaños porque quería hacerme un regalo.
       Hacía justo un mes que Perla había cumplido veintidós años así que consideró un desperdicio decirle la verdad. Se restó dos meses de vida y él no la defraudó: la tarde de su falso cumpleaños —ya iban por la cuarta o quinta cita— la esperaba en la esquina de Rawson y Guardia Vieja con un estuche de terciopelo azul envuelto en papel de seda: adentro, un relojito Girard-Perregaux.
       Por cosas como ésa Perla se enamoró locamente del Rubio. No sólo era capaz de regalarle a una chica un lindísimo reloj pulsera, también bailaba el vals mejor que ninguno y en las confiterías solía invitar a todo el mundo como si anduviera lleno de plata. Los amigos (decía Perla) lo llamaban Paganini. Una tarde de diciembre (casi un mes después del falso cumpleaños) hasta se le apareció con un DeSoto recién comprado. Pero ella no quiso subir, ni esa vez ni en los encuentros que siguieron: está mal visto (le dijo) que una chica soltera suba al auto de un hombre solo. Fue una lástima porque después del DeSoto él no volvió a tener un auto en su vida y ella amaba los autos. Se soñaba atravesando Buenos Aires junto al Rubio en una regia voiturette. En ese tiempo él no llegó a saberlo. Con la paciencia que casi siempre le tuvo dejaba el DeSoto frente a la casa de la calle Rawson y se iban los dos en tranvía hasta Parque Lezama: Perla adoraba Parque Lezama, cantar valses sobre gente moribunda y charlar largamente sobre el destino. Si él se aburrió de tanto jacarandá y tanta tuberculosa nunca lo dijo: jamás habría herido voluntariamente a alguien. Por distracción, sí. A Perla, un día de carnaval, le dio una cita en la esquina de Corrientes y Maipú y la dejó plantada. Así nomás, entre serpentinas y agua florida, con su vestido de hilo crudo que ella misma había bordado en punto cruz.
       No volvió a tener noticias de él, salvo una foto, enviada meses después desde Ernesto Castro, Para Perla, en la playa. Ni una disculpa, ni una promesa, nada a lo que ella pudiera aferrarse para no naufragar. Hay que decir, además, que la foto era un desastre; sentado en la tierra cerca de una casilla miserable, con una especie de pijama rotoso, sombrero deshilachado y alpargatas, más parecía un croto de los caños que el añorado bailarín de vals. (Mirando treinta años después otras fotos del Rubio —en Azul, en Olavarría, en General Acha—, me di cuenta de que el personaje se me escapaba por los cuatro costados: tanto podía vérselo de bañista como de gaucho; o con impecable traje blanco y panamá, o en camiseta, tomando vino entre malandrines. De lo que se puede dar fe —le dije a Lucía, y no podíamos parar de reírnos pese al pertinaz aleteo de la muerte— es de que estaba encantado consigo mismo. Porque fotos se sacó siempre: en las buenas y en las malas. Y hasta tuvo el tupé de mandarle a ella, pura araucaria y punto cruz, ésa en la que se lo ve tan feo y con el sombrero roto).
       Cómo se las ingenió ella para conciliar al croto de los caños con Paganini es de las cosas que nunca vamos a saber. Despechada debía estar porque durante cinco años cantó sin tregua aquel vals que dice Andate, no vengas con tus súplicas, a recordar las horas de aquel idilio trágico. Pero el caso es que cumplió los veintitrés, los veinticuatro, los veintiséis años rechazando, uno tras otro, a todos los pretendientes que le presentaban.
       A los veintisiete fue a ver a una gitana. (Era una judía rara, le gustaba la palabra de los curas y la buenaventura de las gitanas, sin contar con que cada Jueves Santo iba al cine a llorar con la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo). La gitana le dijo que pronto encontraría al hombre de su vida y que le iba a dar la mano izquierda. Le auguró un hogar en el que habría hijas pero plata, no. La plata no va a quedarse, le dijo; va a entrar y va a salir, pero a quedarse, nunca. Ella se desvivía por ser rica así que desconfió del agüero de la gitana. Y seis días más tarde esperaba a un nuevo pretendiente en la casa de la única de sus hermanas que se había casado con un millonario.
       De esa casa le gustaba sobre todo la araña de cristal de Baccarat del comedor y le disgustaban sobre todo el rayón de amargura en la frente de su cuñado y la verruga junto a su nariz. Contra su voluntad, asignó el mismo rayón a la frente del que iba a venir. Se equivocaba. El que iba a venir era un hombre bonachón y amistoso. En el camino se encontró con un amigo que acababa de llegar de Bahía Blanca aprovechando un pasaje gratis que se había conseguido en razón del congreso eucarístico que se celebraba en Buenos Aires. Ahí nomás, el bonachón le propuso al recién llegado compartir su buena fortuna.
       —Me invitaron a una casa —le dijo—, parece que me quieren presentar a una linda chica. ¿Querés venirte conmigo?
       El otro quiso. Era el Rubio.
       De lo que pasó en esa casa lo que mejor se sabe es que Perla le dio al Rubio la mano izquierda porque la derecha la tenía vendada. Conociéndola, no es arriesgado suponer que lo del vendaje puede haberlo forzado de algún modo, ya que tramposa fue siempre, aunque tampoco es improbable que las cosas hayan ocurrido sencillamente como las contó —dos días antes se había hecho una quemadura muy fea en la mano derecha así que no le quedó más remedio que vendarla— porque también es cierto que siempre fue un poco mágica.
       La cosa es que, cuando los dos amigos estuvieron en la calle, apenas el otro amagó un comentario sobre lo linda que era Perla (decía sin modestia Perla), el Rubio lo paró en seco.
       —Cuidado con lo que vas a decir —le dijo— porque esa mujer es mi novia.
       Y se ve que sabía lo que estaba diciendo porque ocho meses después se casaron.


       ¿Y cuándo le contaste la verdad?, pregunto en la cama matrimonial, más interesada en el problema moral que en el relato en sí. Y es lógico, ¿alguien familiarizado con peripecias como la de la niña que juega junto a un estanque con una bola de oro que caerá al estanque y le será devuelta por un sapo que al final es un príncipe podría admirarse con el caso de un hombre que regresó después de cinco años a la casa del cuñado de la mujer que lo espera? ¿Qué menos puede pedírsele a una historia que esta módica maquinación del azar? El problema de la verdad, en cambio, me preocupa. Aunque no del modo en que le preocupa a Lucía, quien cree que la verdad hay que decirla siempre, pase lo que pase, porque eso es lo correcto. A mí el problema de la verdad me preocupa porque no puedo concebir que una ande por la vida llevando sobre sus espaldas la carga de ciertas mentiras. Un falso cumpleaños, por ejemplo. Hay millones de millones de cosas que tienen que ver con el cumpleaños de una, es así que mentirle a una sola persona sobre la fecha de cumpleaños nos obligará, a fin de que la mentira no se descubra jamás, a modificar cada uno de esos millones de millones de cosas durante el resto de nuestras vidas, con la persona a quien se ha mentido y con todas las otras a quienes alguna vez la persona mentida pueda hablarles. Es una tarea de patas infinitas que comenzará en el instante en que se mienta y no terminará hasta la muerte. Donde se descubre que no es cierto que la mentira constituyera para mí un problema de orden moral. Se trataba de una cuestión puramente práctica aun cuando, frente a Lucía, yo estuviera dispuesta a jurar que mentir es abominable por el hecho en sí. Mentira ésta que no me causaba pavor porque la consideraba un acto en defensa propia y porque reemplazaba a una concepción todavía vaga sobre el bien y el mal que yo presentía próxima aunque no estuviera en condiciones de explicarla. Además, era una mentira que empezaba y terminaba en Lucía (estaba hecha a la medida de Lucía), lo que me eximía de aplicarla a millones de casos.
       Pero Perla no tiene ningún problema con la mentira. Ni en el orden moral ni en el orden práctico.
       —La verdad, ni me acuerdo cuándo le conté la verdad —dice, y da por terminada la cuestión.


       Ésa es mi madre que, fiel a su estilo, consiguió colarse con cierta luz propia en el relato y así disimular el rol modesto que le está destinado: el de extraviada. Pero le guste o no, su presencia es contingente y su búsqueda por hospitales y comisarías —y la posterior travesía a El Refugio de la Dicha que será contada a su debido tiempo— apenas el telón de fondo para el conflicto real: la pérdida del león. Pude haber descubierto esa pérdida cualquier otro día pero me ocurrió justo la tarde del otro extravío, mientras Lucía buscaba a mi madre por una ruta y yo por otra, comunicadas las dos mediante un complicado sistema de mensajes ya que, para colmo de males, la mujer o ángel tutelar que asistía a mi madre acababa de irse a La Plata por un trámite impostergable, lo que impedía que nos hiciera de puente. Fue en medio de ese caos que supe la pérdida del león pero ¿y si lo hubiese descubierto en un día más apacible? ¿Acaso eso habría evitado que me convirtiera en el ente que fui durante los dos años que siguieron (exactamente hasta la mañana de marzo en que visité El Refugio de la Dicha)? Aplanada, algodonosa, inepta para cualquier reflexión que no acabara enroscándose sobre sí misma y su flagrante estupidez. Estiraba el brazo para alcanzar una lata de galletitas y la conciencia de la banalidad de ese acto hacía que me detuviera a mitad de camino, derrumbada por un hálito de fracaso. Eso no impedía que luego me comiese la galletita pero hasta ese pequeño suceso carecía para mí de todo atractivo. La sensación no es agradable, sobre todo si una ha construido su vida sobre el supuesto de cierta excentricidad o estado de gracia. Ahora sabía que ese estado, si alguna vez había existido, yacía bien granítico en el pasado, incapaz de alumbrar mi actualidad, y que aquella cuyo brazo se había estirado para alcanzar la lata de galletitas no merecía de mi parte un mínimo aliento de simpatía.
       Tal vez a alguien le resulte excesivo que la pérdida de un león me haya abatido hasta ese punto, pero ocurre que de los tres o cuatro episodios de los que suele emanar mi destino (hechos poco notorios que me he tomado el trabajo de cargar de sentido y que iluminaban —o eso había creído— cualquier acto mío por imperceptible que fuera, oh, ahí está ella, la impar, elevando el brazo para pescar una galletita, con qué crudeza su cerebro destripa la nimiedad de este acto, con cuánta lucidez ella se ve a sí misma, trivial, angurrienta, buscando la que tiene más relleno; y ya podía, lo más pancha, redimida por la impiedad de mi mirada, saborear la galletita como quien manduca el pan consagrado), de esos tres o cuatro episodios, decía, dos contienen leones. El primero ocurre entre los cuatro y los cinco años. Yo estoy dando vueltas en el patio de la casa de mi abuela mientras, para mitigar el desagrado que me provoca el mundo real, fraguo una historia de la que soy la heroína y en la que gente que no me gusta acaba mostrando la hilacha y gente extraordinaria reconoce mi encanto y mi valentía. Cuando algún incidente o personaje no encaja en el conjunto debo alterarlo, lo que me impone otros cambios que a su vez contienen nuevas imperfecciones que debo enmendar. A medida que me acerco (o creo acercarme) a la historia perfecta mi excitación crece y giro más y más rápido. Ya estoy en un punto vertiginoso, al borde justo del tiempo en que las dificultades se habrán acabado y seré feliz. Entonces, detrás de mí, viniendo de la puerta que da a la cocina, del mismo modo que una cornisa se nos cae sobre la cabeza, escucho: «Parece un león enjaulado».
       El segundo, más que un episodio puede considerarse un razonamiento. Lo despliego noche tras noche y me conduce sin clemencia al león. Yo estoy en la cama, deduciéndolo, y él, detrás de la mesa del comedor, aguarda el momento oportuno para saltar sobre mí. Todas mis noches, entre los cinco y los ocho años, se ven atravesadas por el conocimiento del león. Y lo que yo había descubierto en la Seccional 17 de la Policía Federal era que el recuerdo completo estaba ahí y que yo podría volver a contarlo todas las veces que quisiera y pretender que era mi vida lo que contaba pero que ¿desde cuándo? venía repitiendo una historia vivida por otra.
       Mis actos habían quedado vacíos, algo como eso. Y mi castigo era saberlo. ¿Tal vez un día mi estolidez atravesaría cierto límite y entonces dejaría aun de conocer esa situación e iría por la vida como una imbécil perfecta? Por ahora era una mutante acechando el momento de la transformación ¿en la otra?, ¿en mí misma? Todavía no sabía desde dónde observaba el fenómeno. Como buena mutante no tenía asignada ninguna casilla.
       En los colectivos o haciendo cola para pagar los impuestos yo vigilaba subrepticiamente a mis congéneres. Sinceramente les tenía envidia: no se apreciaba en ellos ni una sombra de inquietud. Hice algunos experimentos para acelerar el pasaje. Una mañana, en el Palacio de Aguas Corrientes, casi lo consigo. Esperaba en un recinto atestado para acogerme a una moratoria que —yo anhelaba— me tornaría en más de un sentido una ciudadana proba. Gente conversaba a mi alrededor. Escucharse a sí mismos no parecía perturbarlos. Tal vez ni siquiera se escuchaban. Hablaban porque la espera era larga y se hacía más llevadero hablar que soportar el silencio. Me propuse intervenir. Concordé con una señora rubia en que uno viene a pagar y lo tratan peor que a un delincuente e hice algunos aportes al plan que tenía un señor pelado para que el país, en menos de un año, se volviera pujante y vivaracho. Ninguna risita interior me distanciaba de mis compañeros. Yo era lo que decía y nada más y ellos —se notaba a la legua— me aceptaban con agrado. Estaba a punto de sentirme cómoda en mi papel cuando una voz de origen incierto murmuró: ¿Es que acaso sois ésa? Ahora veo que en esas palabras había una anticipación de lo que tiempo después iba a descubrir en El Refugio de la Dicha. Y no por el significado de la pregunta; correspondía al tipo de recriminación que interrumpía cada uno de mis actos y que esa misma tarde, en el Palacio de Aguas Corrientes, me dejó muda ante mis semejantes, incapaz de conversar con ellos e incapaz de la vanidad que en otro tiempo me había distanciado de ellos. No por lo que significaba la frase, decía, sino por su estilo, que evocaba al de la pregunta que formula la Bella Durmiente en el instante en que, al cabo de un sueño de cien años, abre los ojos y ve al Príncipe que acaba de despertarla con un beso en los labios, ¿Quién sois, señor, y qué hacéis aquí?, y a cuya lectura yo volvía una y otra vez tratando vanamente de penetrar su perfección e indagando si, despertada yo misma de sopetón al cabo de cien años, conseguiría urdir una pregunta tan rigurosa como ésa, condensadora —¡y con tanta cortesía!— de todo lo que urge saber en circunstancia tan desusada. La reminiscencia debió alertarme pero estaba tan absorta en mi perdición que ni siquiera reparé en lo castizo —o jodón— que, si lo dejan solito, puede ser mi fuero interno. Y ni hablar de la Bella Durmiente. No me permitía pensar en ella ni en la que gira en el patio ni en el león. Consideraba estos pensamientos como un saqueo ya que pertenecían a otra. A aquella que, de los pies a la cabeza, sabe el león y, desentendida de la mujer que llora su pérdida, lo palpita desde la cama.


       La cama es el lugar de los grandes problemas. Cuando Lucía duerme, cuando Perla y el Rubio duermen, Mariana puede pensar los grandes problemas sin que nadie venga a preguntarle por qué está todo el tiempo sin hacer nada. ¿Pensar es no hacer nada? Ése es uno de los grandes problemas que puede dedicarse a pensar cuando nadie la molesta. Si no está en la cama, solamente puede dedicarse a pensar cuando hace de perro. Hace de perro nada más que en los días fríos; en los días calurosos a Lucía no se le hielan los pies así que no le pide que se le siente encima como si fuera su perro. Lucía es friolenta, Mariana no. Le gusta el viento helado en la cara y le gusta la escarcha. Lo que más le gusta de la escarcha es la palabra escarcha. Si piensa: Esta mañana, cuando fui al colegio, la calle estaba cubierta de escarcha, puede creer que está en uno de esos países de los libros en los que se anda en trineo. La palabra escarcha le gusta como la dice ella y no como la dice su madre. Su madre, cuando hace mucho frío, dice: Hoy hace un frío que escarcha, con lo que escarcha es un verbo y se parece a escorcha, que no tiene nada de lindo. Dice verbos raros, a veces, su madre. Si comió mucho dice: Estoy que veneno. Ella nunca ha escuchado a otras personas decir el verbo venenar ni el verbo escarchar, y mucho menos el verbo engurumir. El verbo engurumir está en una canción muy triste que canta su madre y que dice: Canillita lo llamaban y él así lo engurumía. Entonces a Mariana le parece que engurumir es mostrar que se es lo que los otros creen que se es. Lo llamaban canillita y él, sin ningún ocultamiento, engurumía serlo. Y hasta le da la impresión de que lo engurumía con cierto orgullo. Pero a veces se le ocurre que la canción dice: Canillita lo llamaban, y el asilo engurumía, en cuyo caso engurumir vendría a ser cargar uno con una marca del pasado. Aunque el día que discuten sobre el tema Lucía dice que no, que el canillita ni así lo engurumía ni el asilo engurumía; lo que dice la canción —dice Lucía— es: Canillita lo llamaban, y era sido en Gurumía. Así, Gurumía tendría que ser el pueblo natal del canillita, que las dos suponen en España. El problema es cómo sigue, dice Mariana, que siempre está muy atenta a las canciones de su madre. ¿Cómo sigue?, dice Lucía, que suele prestarles menos atención. Mariana canta: Canillita lo llamaban, y él así lo engurumía, cuando un día en una esquina una madre sin entrañas al azar lo abandonó. De arriba abajo sin fundamento, dice Lucía, que ha leído a Saroyan. Las dos se revuelcan de la risa porque se van acordando de esa y de otras letras imposibles que canta su madre, aquella de los amantes suicidas, dice Lucía ahogada de la risa y Mariana canta Adiós madre, adiós padre, adiós hermanos, ya nos vamos y no nos veremos más; si en la tierra nos amábamos constantes, en la tumba nos amaremos mucho más. Cada vez que se les va a terminar la risa se acuerdan de alguna letra nueva. —Ésa que empieza Yo la amé con el alma gentil de mi evidencia, dice Lucía; de arriba abajo sin fundamento, dice Mariana— y no pueden parar. La dificultad reside en que hay canciones que nunca le han escuchado cantar a ninguna otra persona y la única vez que se animan a preguntarle a su madre si en la canción del canillita él así lo engurumía o el asilo engurumía o era sido en Gurumía, se las queda mirando como si estuviera frente a dos locas perdidas, y les dice: ¿No tienen nada mejor de qué hablar ustedes dos? Es así su madre, imposible pescarla en un error. Enseguida da vuelta las cosas y se va lo más campante. Dice estoy que veneno y dice él así lo engurumía y nadie va a saber jamás de dónde saca esas palabras. Como sarcornia. Su madre usa todo el tiempo la palabra sarcornia. Dice: No me mires con sarcornia, y dice: Me lo dijo con sarcornia. Mariana entiende perfectamente lo que quiere decir sarcornia. Ella misma, muchas veces, habla con sarcornia. Y Lucía también. Y el Rubio. Son una familia muy sarcórnica. Pero una vez ella escribe sarcornia en una composición y la maestra se la tacha con lápiz rojo y le dice que esa palabra no existe. Ella le discute y hasta le explica el significado. Pero la maestra se la hace buscar en el diccionario y ahí Mariana descubre que ni siquiera cuando dice una palabra tan hermosa como sarcornia una puede creerle del todo a su madre.
       Lucía sí sabe todas las palabras como deben ser porque lee el diccionario. Se mete en el baño con el diccionario y se queda horas encerrada ahí para que nadie la moleste. El diccionario está un poco deshojado y tiene una historia anterior a su nacimiento. Las historias anteriores a su nacimiento le dan un vacío en el corazón. Las del tiempo en que su madre y su padre se conocieron no porque son tan antiguas que son como cuentos, y las de su madre y las hermanas cuando eran chicas menos que menos. Las hermanas Malamud eran seis (sin contar varones) y todas camorreras, pero la más camorrera debía ser su madre porque ahora que todas son señoras lo sigue siendo. Las historias de las hermanas Malamud le encantan porque eran muy pobres y muy bromistas y se reían de todo y porque tenían de vecinos a una familia de italianos de lo más alegres y amistosos que al fin resultaron los principales de la mafia. En cambio las historias donde está Lucía pero ella todavía no nació le dan un vacío en el corazón porque la hacen darse cuenta de que su madre, su padre y Lucía vivían lo más contentos sin ella y no tenían ninguna necesidad de que existiera. Eso le da rabia pero nada en el mundo le da tanta rabia como la niña muerta. La niña muerta aparece en algunas de las historias del pasado. Lucía y su madre hablan de ella y de cómo la esperaban y de las cosas que ocurrieron mientras la esperaban, pero nunca dicen una palabra acerca de lo que a ella le da miedo. Y no cualquier miedo, un miedo raro, miedo hacia atrás. Nunca dicen que si la muerta no hubiese nacido muerta ella no estaría en el mundo y nadie lo sabría. La odia y le da una alegría tremenda que esté bien muerta. Pero eso también le provoca miedo porque alegrarse de la muerte de alguien es lo peor que se puede hacer en la vida, y peor si se trata de una hermana así que no se lo puede decir a nadie y es el secreto más terrible que guarda. El diccionario es del tiempo de la niña muerta. Se lo regalaron a Lucía antes de que la niña naciera porque nadie sabía que llegaría muerta así que estaban contentos y se hacían regalos. Vino, le han contado, en una pequeña biblioteca, junto con seis libros de cuentos, tres a cada lado del diccionario. Nunca ha visto una biblioteca como ésa: entiende que el tiempo que le ha tocado vivir no da objetos tan hermosos. Indaga sobre los libros de cuentos que rodeaban el diccionario. Nadie sabe nada, nadie recuerda nada, han desaparecido sin dejar vestigios, trata inútilmente de concebir la naturaleza espléndida de esos libros que ya nunca serán posibles sobre la Tierra. Es injusto, lo único que queda de tanto esplendor es el diccionario. Odia los diccionarios, eso de que las palabras vengan por orden alfabético, odia el orden alfabético, el abecedario le parece la cosa más aburrida que hay en el mundo, no existe manera de aprenderlo porque no se lo puede razonar. Lo que no se puede razonar no se puede aprender. Alguna vez ella pensó que las letras venían ordenadas desde las más conocidas hasta las más desconocidas, así bastaría hacer un esfuerzo para ver cuál era más conocida entre dos, si la ene o la erre por ejemplo, y al final se podría decir el orden de cualquier letra, ¿pero qué quería decir esa ka antes de la eme?, ¿y la ese después de la cu? Al abecedario no se lo puede más que repetir como un loro, es una vergüenza que las palabras vengan puestas así y con una definición aburridísima abajo, se vuelven feas, a ella las palabras le gustan en el medio de otras palabras, así, aunque nunca las haya escuchado en su vida, adivina lo que quieren decir y es como un juego. Pero Lucía adora el diccionario y se pasa horas encerrada en el baño para leerlo sin que nadie la moleste. O a ella le parece que son horas porque está afuera esperando que salga para que jueguen juntas. Cuando su hermana está en el baño ella cree que si sale y juegan juntas va a ser feliz, pero cuando Lucía sale ella cree que la felicidad no se alcanza nunca: Lucía está furiosa ya que ella, pese a que se dijo y redijo que se quede ahí adentro y se pudra si quiere, que no le va a pedir que salga, al final no ha podido soportar tanta espera y ha acabado llamándola lo cual (lo sabía por anticipado), apenas sale Lucía, desencadena su desdicha. Hay una vez que no. Esa vez se cumple su sueño porque Lucía, después de su encierro con el diccionario, sale del baño y la busca: quiere que escuche un canto que ha compuesto en el baño acerca de sus ganas de una enciclopedia. Mariana sabe qué es una enciclopedia porque unos días atrás, cuando su hermana dijo por primera vez que quería una, ella le preguntó: Luci, ¿qué era una enciclopedia? Lucía miró hacia un punto muy lejano y dijo: Es un libro que contiene todo el saber. Ella tuvo que hacer un esfuerzo muy grande para imaginar ese saber total y otro aún mayor para concebir el libro capaz de contenerlo. ¿Sería así? ¿Lucía se encerraba para leer el diccionario pero quería una enciclopedia?, ¿ella se desvivía porque su hermana saliera del baño pero después se arrepentía de haberla llamado porque era más desdichada que antes? ¿La perfección no era posible en este mundo? De todos modos, la tarde en que Lucía sale del baño y la busca para que conozca el canto que ha compuesto se parece bastante a la perfección.
       El canto habla de las ganas de Lucía de tener una enciclopedia, del dinero que hace falta para comprarla y abruptamente termina: Y como no tengo me voy a aguantar. Directo al grano como le gustan a ella los poemas. ¿Qué es poesía? ¿Y tú me lo preguntas? Poesía eres tú. Dicen lo que dicen y listo. Pero las cosas casi nunca son tan sencillas. La tarde de Amado Nervo, ay, Mariana ni quiere pensar en esa tarde desventurada, Lucía tirada en la cama leyendo La amada inmóvil y ella haciendo de perro y pensando lo más contenta. Ni el título del libro le gusta, se imagina a una mujer paralítica en una silla de ruedas y no consigue amarla y menos escribirle poemas, pero por las dudas nunca se lo ha dicho a Lucía. Y en eso Lucía le dice: Escuchá este poema. Lucía siempre le lee las cosas que le gustan mucho y eso a Mariana le encanta, sobre todo cuando le lee las partes divertidas de una novela porque eso lo entiende lo más bien y las dos se matan de la risa. Pero esta vez tiene el tono que pone cuando va a leerle algo sublime así que ella, llena de temor, se prepara para escuchar el poema más hermoso del mundo. Se llama Cobardía, ha dicho su hermana, y eso la tranquiliza porque sabe perfectamente qué es la cobardía: es lo peor que hay después de la traición y ningún héroe la perdona. Pero en el poema que Lucía le está leyendo nadie huye en la batalla ni tiembla en presencia del enemigo. La mujer amada pasa con su madre, que no se entiende bien qué hace en un poema de amor, y tiene el pelo de trigo garzul. Ella no sabe qué es el trigo garzul pero no puede dejar de ver a la amada con una especie de escoba azul coronándole la cabeza. Para colmo al poeta se le abren al mismo tiempo todas las heridas que tiene en el cuerpo, que no se sabe cómo se las hizo y que parecen muchísimas, y le empiezan a sangrar delante de la amada y de la madre de la amada. El poeta dice muy triste que las dejó pasar sin llamarlas pero a ella le parece que sangrando como estaba era lo mejor que podía hacer. El poema termina sin que las cosas se aclaren. ¿Te gustó?, pregunta Lucía. Sí, Luci, dice ella. Entonces Lucía, con esa perfidia que tiene a veces, le dice: Explicame. Es el momento más espantoso que haya pasado en su vida. Sólo recuerda las heridas sangrando todas al mismo tiempo y la escena le parece asquerosa pero es demasiado tarde para decirlo. ¿Es cobarde? Es cobarde. ¿Para qué decís que te gusta si no entendiste nada de nada?, dice Lucía. Es inflexible e inclemente y Mariana no sabe qué es peor cuando está con ella, si equivocarse en el arte o decir una mentira. No es como con Dios que puede ver adentro de su cabeza y entonces sabe por qué miente cuando miente y sabe que no lo hace para mal de nadie sino para bien de sí misma, y eso a Dios le parece perfecto. Es muy tranquilizante que alguien sepa de verdad cómo es una y no haya que darle todo el tiempo explicaciones. Además, él también está contentísimo con ella porque ella le habla como a una persona normal, no como los otros que le hablan haciéndose los buenitos. A Dios le divierte mucho cómo es ella. Todas las noches en la cama, cuando la luz está apagada, ella junta las manos como vio que hacen en los dibujos de los libros, y le pide las cosas que quiere. De rodillas al lado de la cama no se puede poner porque Lucía se daría cuenta, pero esas cosas a Dios no le importan. Él sabe perfectamente que ella no se puede poner de rodillas porque es judía. Ella no entiende del todo qué es ser judía, lo que le molesta es que no puede tomar la comunión y que, en el colegio, en lugar de estudiar religión que es tan lindo con todas esas vidas de santos, tiene que estudiar moral. La moral parece ser lo contrario de la religión pero no comprende del todo en qué consiste y le parece que la maestra de moral tampoco. Una vez les hace hacer una composición aburridísima sobre el ahorro, otra vez les lee El sastrecillo valiente y otra les recita un verso sobre un durazno que no debe manchar la blancura inmaculada del vestido de la niña que come el durazno porque la mancha no le va a salir más. Al final dice algo sobre las malas acciones pero es lo menos interesante del poema y a ella le parece que si querían hablar de malas acciones hubiesen empezado por ahí y listo. Lo único que aprende del poema es que, de todas las cosas del mundo que pueden manchar un vestido, lo que más mancha es el durazno, así que, aunque es bastante sucia y suele tener marcas de tinta, de chocolate y de otros materiales, cada vez que come un durazno toma toda clase de precauciones porque, gracias al poema, está segura de que, si le cae jugo de durazno en un vestido, mejor tirar el vestido porque la mancha no va a salir jamás. Pero eso no le hace entender del todo qué es ser judío. Su madre, si una persona ayuna el Día del Perdón, dice de esa persona que es muy judía y lo dice como si eso fuera algo meritorio pero ella misma no se esfuerza demasiado por ser muy judía: el Día del Perdón simplemente come poco. No comer me da languidez, dice su madre, y parece estar segura de que ésa es una razón indiscutible para no ayunar. Lo que sí, no como mucho, dice. Mariana piensa que su madre es poco judía, y su padre menos judío que su madre porque el Día del Perdón come igual que cualquier otro día, y Lucía menos todavía porque el Día del Perdón, si le dicen que tiene que ir a la sinagoga a saludar a los abuelos, vomita y se enferma. Decididamente, ellos son una familia muy poco judía pero igual ella no se puede arrodillar al lado de la cama y ni decir Jesucito de mi vida porque eso lo hacen los goim. Es bastante complicado: ella puede no hacer las cosas que hacen los judíos pero no puede hacer las cosas que hacen los goim así que en lugar de Jesusito de mi vida dice Diosecito de mi vida. Y le reza con las manos juntas todas las noches, cuando nadie la puede ver. Pedirle, le pide las cosas una por una porque Dios sabe cómo es ella pero no tiene por qué saber las cosas que quiere. Hay cosas que quiere una sola vez y cosas que quiere siempre; ésas se las pide a Dios todas las noches.
       Una de las cosas que le pide todas las noches es que, dentro de seis años y medio, cuando tenga los años que Lucía tiene ahora, ella sepa tantas cosas como Lucía. Y un poco más. Lo malo es que Lucía quiere que ella sepa todas las cosas ahora porque si no es una bruta. ¿Quién escribió La Ilíada?, pregunta Lucía una de las veces que juegan a las preguntas y respuestas. Homero, contesta ella. ¿Quién escribió Don Quijote de la Mancha?, pregunta Lucía. Miguel de Cervantes, dice ella. ¿Quién escribió La Divina Comedia?, pregunta Lucía. (A veces, cuando no juegan, a ella le gusta imaginarse que están jugando a las preguntas y respuestas y que Lucía le hace una pregunta tan difícil que nunca se habría imaginado que una chica tan chica como ella la supiera. ¡Y tan brillantemente! Pero con Lucía toda imaginación es inútil. ¿Quién escribió La Divina Comedia?, ha preguntado). Ella no tiene la más remota idea de quién escribió La Divina Comedia así que ni siquiera puede inventar una respuesta que más o menos disimule su ignorancia. Entonces elige exaltar su parte moral. Recta, valiente, veraz hasta el suplicio, eleva la vista y dice: No sé, Lucía. Pero su hermana pasa por alto este momento de altura moral y le dice que es una bruta. Sos una bruta, le dice, cómo alguien a los seis años no va a saber quién escribió La Divina Comedia. Y ahí se termina el juego.
       —Estás tergiversándolo todo.
       Esto es nuevo. Que Lucía se entrometa en el relato es un hecho totalmente nuevo. Además, ella no está tergiversando nada; simplemente, está contando su versión de los hechos.
       —No es cierto. Contás sólo una parte de los hechos, que no es lo mismo. Y la parte que me hace quedar como el monstruo de la historia, nada menos. Pero ¿quién jugaba con vos al almacenero?, ¿y quién te hacía los bocaditos princesa? Y te advierto que esto no es una intromisión, es un mero acto en defensa propia.
       Lo del almacenero es incuestionable. A la tarde, cuando tomaban la leche sentadas las dos a la mesa de la pequeña cocina, Lucía era el almacenero. ¿Cuánto de queso quiere, señora? ¿Prefiere flauta o pan francés? Y ahí nomás blandía el cuchillo y cortaba con el gesto firme y con la generosidad con que cortaba el almacenero. A ella le encantaba cuando Lucía hacía de almacenero. Todas las tardes, mientras observaba cómo Lucía preparaba la leche, aguardaba estos minutos de dicha.
       —Ves, te traicionó el inconsciente. Yo preparaba la leche, yo cortaba el queso, yo hacía los panqueques. Vos te sentabas y mirabas.
       Ella se sentaba y miraba. Y daba indicaciones. Lo sabía todo, la teoría de todo, cuánta harina llevan los panqueques, qué es el baño María, de qué modo hay que revolver la leche para que no se haga nata.
       —¿Y las torrejas? Ahí te agarré.
       Ahí la agarró. Ella no tenía la más remota idea de cómo eran las torrejas. Ignoraba el tópico tanto como lo ignoraba Lucía. Eso era lo tremendo. Que a veces las dos tenían unas ganas intolerables de comer torrejas porque la palabra «torrejas» les parecía una promesa de felicidad. Pero no sabían cómo eran. Así que se pasaban largo rato discutiendo las propiedades que debería tener algo con un nombre tan hermoso y le ponían todo lo crujiente, todo lo dorado y deleitoso que es posible sobre la tierra. Tal vez ahí (y en la risa que a veces les daban ciertas cosas absurdas de la vida al punto que se agarraban la barriga y no podían parar de reírse aunque los ojos se les llenaran de lágrimas), tal vez ahí está la clave de que, a lo largo de los años y de las diferencias —yo te hacía de perro para calentarte los pies, y yo tenía que hacerte la leche, te tenía que estar cuidando todo el tiempo porque vos eras bastante estúpida—, a pesar de los roles nunca abandonados de la hermana pequeña y la hermana mayor, se sigan buscando una a la otra como quien acude al último refugio.
       Pero a no ponerse sentimentales, estas dos hermanas tienen una relación perversa, si no, no hay pathos.
       —Ves, eso es lo que yo digo. No seguís con las torrejas porque necesitás historias perversas. ¿O qué punto omitiste, vamos a ver?
       Los bocaditos princesa, es cierto. Jura que va a volver sobre los bocaditos princesa pero no ahora. Está perdiendo el rumbo, los personajes se le rebelan y ella, que suele ser tan prolija —este suceso acá, ese otro más adelante, evitar ciertas efusiones que no vienen al caso, si cada cosa no está en su sitio no hay historia y se acabó, ¿te encerrás en tu casa y no salís hasta que te prestan el sombrerito gris? Chist, ¿quién interrumpe ahora?— acaba de darse cuenta de que este relato, que empezó con un yo bastante ortodoxo —¿aunque a punto de desintegrarse?— descubriendo que ha perdido al león, astutamente se ha deslizado hacia una ella que, lejos de haberlo perdido, no hace otra cosa que machacar en sus arrabales como si quisiera anticipar que acá nada grave ha pasado, ¿ni los granitos ni el fracaso ni la muerte? Evitar este atajo, tramposamente conduce otra vez a mi presunta semejanza con Perla. Y ésa no es la historia. La historia es el león, su pérdida, yo petrificada ante el oficial que por cuarta vez pregunta: ¿No recuerda ninguna seña particular del extraviado?


       Ninguna, contesté; ninguna seña. Y con la docilidad de una vaca apuré el resto de las respuestas, cosa de que el cejijunto no tuviera ningún motivo de queja y la amamantadora pensara qué lindo, qué mamá tan normal tiene la señora, qué normales y tiernas y perfectas somos todas las mamás del mundo y ella misma, aunque no sea mamá pobrecita, qué normal parece que es.
       Conclusión: que salí de la Seccional 17 tan ignorante como había llegado sobre el paradero de mi madre y con la novedad de que ya no podía pensar en el león. El calor era una oleada del infierno. Busqué un teléfono. Desde mi casa, en el contestador, la voz de Lucía, abrumada por el desaliento, me señalaba los pasos dados, los pasos a dar y sus ganas de morirse; en su casa, en el contestador, dejé registradas mis últimas aventuras y mi propio deseo de no morirme sin antes haber asesinado a todos los viejos del mundo. Por disciplina llamé también a la casa de mi madre aunque sabía que el Ángel Tutelar aún no podía haber vuelto de hacer su trámite en La Plata. Váyase a La Plata nomás, le había dicho yo hacía menos de seis horas; Lucía y yo nos arreglamos. Mentira, Lucía y yo no nos arreglamos con nada que no sea La Divina Comedia y las torrejas. O su sabor ilusorio porque ni torrejas aprendimos a hacer. Ustedes estudien, nos decía Perla, que cuando tengan que cocinar seguro que van a saber cómo se aprende. Una más de sus mentiras, podemos arreglárnosla con la fórmula del ácido desoxirribonucleico o con un endecasílabo, pero la simple hechura de un huevo frito nos paraliza. El Ángel Tutelar seguro que habría podido encontrarla, sabe qué se hace en casos así, es eficaz y acogedora; al menos habría podido recibirme en su regazo, he perdido a mi gallito, lirí lirá, le habría cantado yo, ella habría posado sobre mí sus anchas alas de ángel y mi madre y el león y todo lo perdido que en ese momento ululaba en mi cabeza se habría esfumado de la faz de la Tierra. Pero no había vuelto, lirí lirá. Corté el teléfono y caminé sin rumbo por Las Heras: todo lo que deseaba era sentarme en algún umbral y llorar como Dios manda. Ahí mismo, a mi derecha, estaba la escalinata de la Facultad de Ingeniería, por qué no al fin y al cabo si no la tenía a Perla pendiente de mis pasos para que no tropezara, para que no cayera, para que no llorara, qué motivo tenés para llorar, Mariúshkale, si te lo di todo, aceite de hígado de bacalao para que seas la más fuerte, manzanas verdes para que seas la más inteligente, historias para que seas la más soñadora, vestiditos de piqué francés para que parezcas de la aristocracia, ¿qué te puede faltar, hijita? El león, mamá, me falta el león, y lo triste es que debí descubrirlo antes, esta misma mañana contemplando como una imbécil la pantalla de la computadora pude haberlo descubierto, toda mi energía puesta en la Carta Blanca como si la existencia consistiera en eso, en colocar la cu roja debajo de la ka negra, la jota negra debajo de la cu roja, marche a la casilla de la derecha el as de pique, el dos de pique, el tres de pique, como si el leve movimiento del mouse generando en la pantalla un desplazamiento de las cartas pudiera encubrir el hecho consumado: no era por mera distracción u ocio poético que momentáneamente me había desviado de un destino de ¿grandeza?, cuánto hacía, Dios mío, que no pronunciaba esa palabra, y no con pudorosos signos de interrogación, a boca llena, convencida de pies a cabeza de que aquella que en la cama había inventado un león no podía menos que. Y sí. Tal vez ella sí. Sólo que (podría haber descubierto ante la Carta Blanca si entonces no sonaba el teléfono) el desvío no era momentáneo ni parecía tener cura porque yo ya no era ella.
       El llamado ocurrió cuando ponía 9 rojo debajo de 10 negro. Atendí con celeridad. ¿Esperaba el timbrazo de la musa o el de la juventud eterna? Igual no eran. En cambio era el Ángel Tutelar: Llamó la señora Ema, su mamá tenía que estar ahí a las 12, pero no llegó… Sí, sí, de acá salió a las 11 menos veinte y estaba lo más bien, ¿no se le ocurre qué pudo haberle pasado?
       No se me ocurre. Estoy sentada en la escalinata de la Facultad de Ingeniería y no se me ocurre ni creo que se me vaya a ocurrir durante el resto de mi vida dónde puede estar Perla. La imagino vestida de blanco inmaculado partiendo de su casa para recorrer a pie las veinticinco cuadras que la separan de la casa de Ema, especialista en máscaras de belleza, flor de nombrecito, te enmascara, te viste de hermosura, oculta el cansancio, el miedo, la corrupción, y te devuelve digna de la luz del día. Para entender por qué la Madreperla —casi ochenta y seis años, marido tempranamente muerto, piel de pergamino, cráneo desfigurado por osteoporosis deformante, huesos al borde de hacerse añicos por ídem— caminaba todos los meses veinticinco cuadras para hacerse una máscara de belleza, hay que tratar de verla sacándole brillo al diminuto departamento que el Rubio (después de años de peregrinar por pueblos de provincia buscando un trabajo que no lo hiciese desdichado) pudo por fin alquilar para que recalásemos los cuatro; es necesario imaginarla lustrando los pisos hasta sacarles resplandores de espejo y mientras tanto soñándose entre toallones esponjosos, acariciada por manos expertas que la devolverían al mundo con su hermosa cara aún más hermosa, igual a una chica de la aristocracia. Quiero decir que Perla iba todos los meses a hacerse una máscara de belleza simplemente porque ahora podía hacerlo y le importaba muy poco que la cara se le estuviese cayendo a pedazos. Entre toallones esponjosos seguro que se sentía espléndida y que tardíamente era dichosa. Y hacía caminando las veinticinco cuadras que la separaban de la casa de Ema y otros trayectos hacia metas diversas porque tres años atrás, sentada con Lucía ante el escritorio del médico que con mesura había hablado de la gradual inutilidad de sus huesos, ella, con la autoridad de quien está convencida de que siempre tiene razón, dijo: Doctor, si algún día no puedo caminar prefiero morirme. Y lo dijo sin una sombra de pena porque los años la habían vuelto sabia (O a lo mejor siempre lo había sido sólo que yo, abrumada por su empeño de ahuyentar de mí toda desdicha, no me había dado cuenta a tiempo y recién en los últimos años, tomando mate las dos en su casa y comiéndonos con cierta alegría las medialunas que yo llevaba, me di cuenta de que, de tan arbitraria, era capaz de comprender cualquier cosa que una le contara). Así que se largó a caminar por la simple razón de que el movimiento es mejor que la inmovilidad y si una tiene piernas ha de darles el mejor uso posible, y porque secretamente sabría que si un día llegaba a detenerse nunca más iba a arrancar. Solía vestirse de blanco, impecable de pies a cabeza, zapatos combinados, cartera haciendo juego, y emprendía cualquier camino como quien dispone de todo el tiempo del mundo porque los años le habían otorgado la placidez que hace falta para sentarse de trecho en trecho junto a la ventana de cualquier cafecito a recuperar el aliento y contemplar cómo pasa la vida. Y alcanzaba cualquier objetivo que se hubiera propuesto. De puro empecinada y de puro maga. Con la única salvedad de aquella pesarosa tarde de marzo en que no llegó a destino.
       Y ahí estaba yo, llorando en la escalinata de la Facultad de Ingeniería, sin la más pálida idea de dónde buscarla. He perdido a mi gallito, lirí lirá. La canción volvió a atravesarme y ahora tenía tiempo de indagar de dónde venía. De Perla naturalmente, su canción de las cosas perdidas. Era enloquecedor. Lucía o el Rubio o yo revolviendo la casa para encontrar un objeto extraviado y ella, su voz de cupletista, irrumpiendo en medio de nuestra desesperación, Van tres noches que no duermo, lirí lirá, sólo pienso en mi gallito, lirí lirá, lo he perdido lirí lirá, pobrecito, lirí lirá, el domingo que pasó. De dónde las sacaba, Dios mío, taitas, gallitos, ciegas de nacimiento, el apuesto porquerizo Jerinaldo, una zagala llamada Flor de Té, el pobre viejo qu desde el tranvía, talán talán, ve pasar a su hija, la desgraciada, medio dopada por el champán, son demasiadas emociones, a veces lo prefiero al Rubio que tiene una sola canción. Es una canción muy triste y el Rubio dice que cuando se va al sur con su hermano León, los dos se la pasan cantándola. Es raro imaginarse al Rubio y a su hermano León, que es más bien feo, avanzando de noche por la ruta y cantando algo que dice Virgencita por Dios te lo pido, no seas malita con mi papá, él se emborracha, me pega mucho, desde que falta de aquí mamá. Y lo más raro es que el Rubio la canta de tal manera que nunca se sabe si la canción lo hace reír o lo hace llorar. Parece las dos cosas, que un poco se burla y un poco le da una pena enorme por la nena esa tan desdichada. Nunca se sabe con el Rubio. Perla medio se enoja con él porque canta mal y a ella no le gusta que sus seres queridos hagan las cosas mal, pero el Rubio canta como se le canta. Tranquilo, sin enojarse casi nunca, pero siempre hace lo que quiere. A lo mejor ni se da cuenta de que la hace sufrir. Es tan distraído: todos los mediodías, cuando se va, dice chau muchachos. Como si nunca se hubiese fijado en que alrededor de la mesa sólo quedamos Perla, Lucía y yo. Chau, muchachos, dice él como si nada y con las arañas es todavía peor.
       Las arañas llegan tres años después de la mudanza y son todo un acontecimiento. Es la primera vez que Perla, el Rubio, Lucía y yo vivimos en una casa que es nuestra casa. En realidad no es una casa, es un departamento minúsculo, y no es nuestro porque es alquilado pero, en doce años de casados, es la primera vez que Perla puede desembalar los manteles que bordó para su ajuar y un juego de té de porcelana azul que les regalaron para el casamiento. Fuera de las camas donde dormimos, y de una mesa plegadiza y unos bancos, los muebles tardan en llegar. Durante dos años, cada mediodía, Perla extiende en el piso del comedor el poncho que el Rubio ha ganado en un concurso de rancheras, y luego saca de la cocina la mesa plegadiza y la pone, abierta, sobre el poncho. Cuando terminamos de almorzar, Perla vuelve a poner la mesa, plegada, en la cocina, y la cubre con uno de los manteles bordados del ajuar. Ornada así, Perla se olvida de que es una vulgar mesa plegadiza y la contempla con embeleso. Cuando van llegando los muebles también los contempla con embeleso. Son grandes y lustrosos y ocupan todos los espacios vacíos. Sólo faltan las arañas. Como un baldón, del techo de cada cuarto sigue colgando un cable con una lamparita en el extremo. Hasta que un día la plata alcanza y Perla va a comprar las arañas. Nos cuenta que son espléndidas y esta vez no miente. Un mediodía vuelvo del colegio y ahí están. La del comedor, sobre todo, es suntuosa. Diez luces y un chaparrón de caireles como lágrimas. Cuelga sobre la mesa y parece ocupar, entero, el pequeño techo del comedor. Bajo su cristalería, sentadas para el almuerzo, Perla, Lucía y yo, muertas de emoción, esperamos al Rubio.
       Su llegada siempre es un acontecimiento dichoso. Apenas se lo escucha silbando por el pasillo, se sabe que unos segundos más tarde la llave va a girar en la cerradura y que él, antes de entrar del todo, nos va a mirar, medio asomado a la puerta, como verificando que somos las que somos. El Rubio tiene unos ojos lindos, entre grises, verdes y azules, con puntitos; bajo su mirada burlona y un poco triste el mundo precariamente se ordena. La vez de las arañas la cerradura gira y él se asoma y nos mira como siempre. Estamos las tres expectantes y él sin duda lo ha notado porque no termina de entrar y nos estudia con desconcierto. Nosotras aguardamos en silencio. Por fin Perla no soporta la tensión y le pregunta: ¿No notás nada? El Rubio es una de las personas más amables que he conocido. Voluntariamente sería incapaz de defraudar a alguien. Es así que, desde la puerta, con esa expresión de náufrago que a veces pone, trata de descubrir la novedad que nos tiene transidas. Por fin se ilumina. Echa sobre nosotras una mirada cómplice y, contento de contentarnos, lo dice. ¿Qué?, dice, ¿compraron bananas? Así es el Rubio. Tan distraído y tan discreto que se muere un verano sin habernos contado cómo era.
       Perla, en cambio, no tiene un pelo de discreta. Nada de morirse sin previo aviso. Más bien borrarse de la faz de la tierra en pleno viaje a una sesión de belleza. Ése es su estilo. Yo, sentada en la escalinata de la Facultad, ya no sé por dónde buscarla. He perdido a mi gallito, lirí lirá, insistentemente canto y lo peor es que tal vez no lo canto por Perla sino por el león. Y por todas las cosas que alguna vez han sido y ya nunca serán sobre la tierra. Pero sobre todo por la mujer deshecha que no sabe dónde buscar a su anciana madre.
       Con desgano me puse de pie y fui hasta un teléfono. En mi casa no había ningún mensaje nuevo. Llamé a la casa de Lucía y escuché su voz en el contestador pero decidí que no tenía sentido dejarle otro mensaje sin novedades. Llamé a lo de mi madre con la esperanza de que el Ángel Tutelar hubiese vuelto. La señal de llamada sonó cinco voces. Ya iba a cortar cuando atendieron. Se escucharon ruidos como de alguien que tiene problemas con el auricular. Después la inconfundible voz de cupletista. No dijo hola. Imperativa, un poco enojada, como quien ha decidido que, sea quien fuere la persona que llama, ha de ser la causante de sus recientes males, preguntó:
       —Quién habla.
       —Mariana —dije.
       —Quién —gritó. Olvidé decir que estaba sorda así que, por precaución, separé el auricular de mi oreja.
       —Mariana —grité. Algunos transeúntes me miraron.
       —Quién —volvió a gritar.
       Suspiré.
       —Mariana, tu hija —dije a los gritos.
       —Cuál hija —dijo ella, como si hubiese engendrado una docena. Y tuve la certeza de que, como lo había estado temiendo toda la tarde, había recuperado a mi madre.


       Ese anochecer Perla cuenta que en algún punto del camino hacia la casa de Ema se sintió cansada y tomó un taxi. Que le dio al taxista la dirección de su casa pero cuando llegaron su casa no estaba y el lugar era desconocido. Que ni ella ni el taxista, que era muy amable, pudieron resolver una situación tan rara así que el taxista, pobre, por fin se fue y ella se quedó sola buscando su casa pero no la encontró. Que una chica muy amable vio que andaba desconcertada. Le preguntó dónde vivía, llamó a un taxi y le dio la dirección al taxista. El taxista, que era muy amable, la trajo a su casa y ahí estaba ella.
       Al día siguiente vuelve a contar el episodio. La inclusión de un nuevo detalle, contado en estilo directo, me permite descubrir que Perla no le dio al primer taxista el cruce de calles de la esquina de su casa sino otro formado por la calle donde vive y la del departamento pequeño en el que cantaba valses y cerró los ojos del Rubio. Se lo hago notar pero no lo entiende. Recién la cuarta vez que se lo explico hay un destello de pánico en su cara y pregunta: ¿Cómo pudo pasarme esto? Lo inquietante no es su dificultad para entender algo tan simple; tampoco el hecho de que los dos viajes en taxi tienen que haber durado no más de media hora y ella estuvo ausente casi siete. Lo inquietante es que a Perla no le preocupe en lo más mínimo ese hueco en su vida. En apariencia, ni siquiera ha conseguido registrarlo. ¿Cómo pudo pasarme esto? es lo único que repite cada vez que concluye el relato, y se refiere al error cometido con el primer taxista, no a las siete horas borradas. Hay una primera tarde en la que no ocurre su relato; sólo la pregunta como un problema no resuelto o una reminiscencia. ¿Cómo pudo pasarme esto? Estamos en el living de su casa; entre las dos, las medialunas que he traído y el mate que acabo de preparar como si la persistencia del rito pudiera disimular algunas alteraciones del mundo real. ¿Cómo pudo pasarme esto?, ha preguntado en medio de la nada. Esa vez el relato lo hago yo: el inicio de la caminata, el cansancio, el primer taxi, el error, la búsqueda, el segundo taxi, la llegada. Cada tanto deslizo una pregunta de soslayo. Tal vez tomada por sorpresa acabe recordando en qué etapa se perdió, si tuvo miedo, si, como yo, se sentó a llorar en una escalinata. Inútil. Una vez que he comenzado el relato, ella parece oírlo apenas como una música familiar que acompaña el mate y las medialunas. Sólo interviene, de tanto en tanto, para preguntar: ¿Cómo pudo pasarme esto? Ya te lo dije cien veces, mamá, digo yo por fin, absolutamente harta. No acusa recibo de mi hartazgo. Hay un silencio prolongado y ella vuelve a preguntar: ¿Cómo pudo pasarme esto? Un día ya no lo pregunta; da la impresión de que ha olvidado por completo el equívoco con las calles. Después el extravío mismo parece haber caído en el olvido. Las medialunas también. Una tarde me he dado cuenta de que no soporto verla comer y he dejado de llevarlas: he decidido que la comida es una actividad íntima que sólo el Ángel Tutelar debe presenciar. Perla nunca me pregunta por las medialunas. Por el mate tampoco. Un día he dejado de prepararlo pero no parece haberse dado cuenta. Ahora, cuando voy a visitarla, todo lo que hago es sentarme frente a ella y pensar en el león. Su pérdida ya es un hecho contundente. Soy una mujer agobiada con una madre decrépita. Y mis conversaciones con Lucía no abordan La Divina Comedia sino la última catástrofe causada por Perla.
       Debo decir que tanto Lucía como yo tardamos en aceptar que la mujer reiterativa a la que cada una visitaba dos veces por semana y a la que las dos telefoneábamos cada día no era la misma que solía cantar, con ritmo de vals, las diez estrofas de El nocturno a Rosario. Perla siempre había tenido el don de la insistencia: si estábamos tristes o resfriadas ella, que consideraba estas desviaciones como un fracaso personal, era capaz de reprocharnos tantas veces los desarreglos que nos habían llevado a esos estados y de recordarnos con tal asiduidad los métodos, propios e infalibles, para que recuperásemos la lozanía, que acabábamos curándonos sólo para no escucharla. Aunque vivíamos gritándole que estábamos hartas de su celo porque fuéramos felices, su deseo era tan egoísta o prodigioso que, pese a nuestros gritos, ella se hacía la osa y persistía en mantenernos alejadas de todo mal. Era insoportable y mágica. Y como nosotras estábamos convencidas de que siempre iba a ser así, cuando sus conversaciones se fueron reduciendo a la repetición de unas pocas frases, Lucía y yo le gritamos con desesperación que parara, que no repitiera tantas veces lo mismo, que ya la habíamos entendido, y ni siquiera nos dábamos por enteradas de que un día Perla había dejado de tolerar que el Ángel Tutelar la vistiera y la peinara y que el ser frente al cual nos sentábamos cada vez que íbamos de visita era una vieja desgreñada de pelo blanco, siempre en camisón, que no preguntaba por sus nietos ni recordaba al Rubio ni tenía el más mínimo interés en que Lucía y yo fuéramos dichosas.
       Fue el Ángel Tutelar quien nos abrió los ojos. Un día plegó sus anchas alas y nos dijo que ya no podía con Perla. Lucía y yo nos miramos con terror. El Refugio de la Dicha fue la consecuencia de ese terror.


       Según una prima segunda a quien Lucía providencialmente encontró en esos días de zozobra, El Refugio de la Dicha era el lugar exacto que andábamos necesitando. Lo único que debíamos hacer era llamar a la señora Daisy y concertar una entrevista. Ella se encargaría de lo demás. Justo lo que nos hacía falta: que alguien nos cobijara en su regazo y se encargara de todo. La llamé. Su voz optimista me garantizó el ámbito ideal para convertir la última etapa de la vida en un verdadero paraíso. Traigan a la abuela y sus cositas imprescindibles, me dijo, que mientras nosotras arreglamos los detalles ella será asistida por personal tan idóneo y simpático que solita pedirá quedarse.
       Así que una mañana de marzo, menos calurosa que aquella tarde de dos años atrás en la que Perla y el león casi se pierden para siempre, Lucía esperaba sentada al volante de su auto y yo salía de la casa de mi madre con un ser tembloroso y enajenado que alguna vez había sido la Madreperla.
       Trabajosamente la ubicamos en el asiento de atrás. Me senté al lado de Lucía.
       —Adónde vas —dijo Perla, apenas el auto arrancó.
       —Vamos, mamá —dijo Lucía—. Vamos las tres.
       —Qué dijiste —dijo Perla.
       —Que vamos las tres —dijo Lucía gritando.
       —Qué tres —dijo Perla.
       —Vos, Mariana y yo —dijo Lucía gritando.
       —¿Yo? —dijo Perla.
       —¿Yo qué? —Lucía resopló.
       —Vos vas con nosotras —dijo gritando.
       —¿Vos vas con nosotras? —dijo Perla.
       —Yo no —absurdamente gritó Lucía—. Vos vas con nosotras —y en voz baja me dijo—: Podrías hablar vos también un poco, ¿no?
       —¿Viste qué día precioso? —dije a los gritos. A Perla no pareció interesarle mi observación.
       —Me parece que no ve nada —me dijo Lucía.
       —Un poco ve —dije—, pero me parece que no le importa.
       —Adónde vas —dijo Perla.
       —A un lugar que me dijeron que es lindísimo —dijo Lucía a los gritos.
       —De lindísimo no debe tener nada —dije yo.
       —No dije que era, dije que me dijeron.
       Es así Lucía. No tiene problemas en ser feroz, pero mentir no miente nunca.
       —¿Adónde vas? —dijo Perla.
       Lucía murmuró algo que no se escuchó muy bien.
       —Es curioso —dije yo—. Con un padre y una madre tan mentirosos, ¿dónde habremos aprendido a no mentir nosotras dos?
       —A vos te enseñé yo —dijo Lucía.
       —Ah, sí —dije yo—. Vos me enseñaste todo. Sin vos yo sería una bestia ignorante.
       —Sí —dijo Lucía—, serías una bestia ignorante.
       Tal vez sea cierto, muchas veces lo había pensado. Con una madre tan arbitraria, con un padre tan distraído y con mi natural inclinación a mirarme el ombligo, ¿qué hubiese sido de mí sin una hermana mayor que me azuzase? Naturalmente no se lo dije. La observé de reojo: manejaba con demasiada cautela. Mi mal es la pereza y el de Lucía la cautela, pensé. ¿Y el miedo? ¿De dónde venía el miedo?
       —No corras —dijo Perla.
       Eché una mirada al exterior. Correr habría sido una actividad milagrosa. Avanzábamos por avenida Córdoba (y avanzar ya es un verbo exageradamente optimista) con más lentitud que si reptáramos.
       —No corro, mamá —dijo Lucía. Con docilidad pero a gritos.
       Esperé una réplica, Perla nunca había admitido que sus impresiones no fueran las únicas verdaderas. Pero no escuché nada. Me di vuelta y la observé. Tenía la vista perdida en un objeto inexistente y parecía haber olvidado por completo su advertencia anterior. También parecía haber olvidado que iba en un auto con sus dos hijas. Y aun que tenía hijas.
       —Creo que de cualquier manera va a ser lo mejor —dije.
       p>Lucía pareció aliviada.
       —Sí —dijo—. Además, si tiene todo lo que dicen, seguro que le va a encantar.
       Yo no creía que le fuera a encantar. Más bien creía que iba a ser lo mejor para nosotras. Ella, tanto piqué francés y tanto amor, había formado un par de perfectas inútiles que detestaban la vejez, temían la enfermedad y estaban muertas de terror ante esta circunstancia nueva que les ofrecía el destino (¿acaso Perla las había educado para este destino?), por eso avanzaban a paso humano por la avenida Córdoba tratando de convencerse una a la otra de que estaban haciendo lo mejor para su madre y para el mundo y que el lugar hacia el cual se dirigían era realmente un refugio de la dicha en el que Perla, por fin, recuperaría el don de cantar valsecitos y el Rubio se asomaría a la puerta para contemplarla con su enigmática mirada azul.
       No mirábamos para atrás. Ni Lucía ni yo mirábamos para atrás. Dábamos por sabido (yo daba por sabido y puedo jurar que Lucía también) que ella iba lo más oronda rumbo a lo desconocido. Yo ni siquiera pensaba (debía hacer un esfuerzo para no pensarlo, pero por fidelidad a lo que es íntegro y bello lo estaba consiguiendo) que a Perla, que había añorado los viajes, le debía dar lo mismo esta travesía en auto hacia El Refugio de la Dicha que mirar el mar junto al Rubio desde la cubierta del «Giulio Cesare» (con el que tanto había soñado sin conseguir más que un único cruce del río en el Vapor de la Carrera) o ser conducida en un féretro hasta la tumba de La Tablada donde él, con su cara bonachona e irónica pero siempre joven, la esperaba desde hacía cuarenta años, pero no a esta vieja, por favor, tráiganme a la cantora de valses, dice el Rubio desde su foto amarronada, a la del vestidito de hilo crudo bordado con sus manos en punto cruz, a la que soñaba con ser rica pero se reía hasta las lágrimas como si reírse, al fin y al cabo, fuera la fortuna más grande que una podía tener y era capaz de saborear un sándwich de anchoas como quien toca el cielo.
       Fue en la temporada aquella, que duró un verano entero y casi el otoño, en la que vivimos los cuatro apiñados en una trastienda, y el Rubio, por primera y única vez, pareció que sentaba cabeza. Justo entre el tiempo en que vivimos con los abuelos y la mudanza al departamento de las arañas. El Rubio había alquilado un pequeño negocio y dormíamos en la parte de atrás, yo compartiendo la cama pequeña con Lucía y a un metro la cama grande donde dormían Perla y el Rubio. Fue maravilloso, yo sentía contra mi cuerpo el cuerpo de mi hermana y escuchaba la respiración del Rubio y la de Perla, sus conversaciones en voz muy baja. Entonces no tenía pesadillas. Era un tiempo de pasaje, un tiempo sin ataduras en el que cada uno podía esperar lo que quería: el Rubio, que por fin iba a comprar el auto con el que Perla y él soñaban; Perla, que no tendría que contar más los centavos; Lucía, que iba a vivir en una casa de verdad donde podría armar una biblioteca. Yo todavía no esperaba gran cosa; ni siquiera tenía conciencia de que era feliz (La conciencia de la felicidad, me acuerdo, la aprendí una noche de verano, cuatro años después, en el departamento de las arañas. Debía ser el fin de enero porque pocos días después cumplí ocho años. Íbamos a veranear por primera vez y, por primera vez, yo iba a ver el mar. Esa noche no necesité desear con desesperación que Lucía se despertase para que se me borrara el miedo; Lucía estaba tan despierta como yo, las dos sentadas en su cama y hablando del mar, de lo que cada una soñaba que era el mar. A la madrugada salimos a esperar el auto de un amigo del Rubio. Yo nunca había visto la calle de madrugada, el silencio cargado de esperanza que guarda esa hora única. Lucía y yo no discutíamos por nada. Abrazadas, hermanadas por el deseo y la alegría, caminábamos por la calle desierta cantando un bolero). En el tiempo de la trastienda sólo esperaba las noches calurosas pero no hubiese sabido encontrar las palabras para explicar por qué. El Rubio bajaba las persianas del pequeño negocio, dejaba la puerta abierta para que entrase el aire vibrante del verano y, a oscuras para que no nos vieran desde la calle, comíamos sándwiches de anchoa con pan negro y con mucha manteca y bebíamos —cerveza los padres, Bilz las hijas—, y charlábamos, y reíamos, y nadie pensaba en la muerte. Y aunque yo aún no podía ponerlo en palabras, muchos años después sabría que había sido feliz.
       Ráfagas en las que todo parece estar en armonía, pensé. Igual que los bocaditos princesa.
       —Menos mal. Creí que te habías olvidado.
       Y yo pensé que Lucía ya no iba a interrumpirme ahora que aparece en directo.
       —Aparezco en directo pero no en mi mejor expresión. Convengamos en que ese viaje no fue lo más hermoso que vos y yo hayamos hecho en nuestras vidas.
       No fue lo más hermoso ni fue lo más noble, pero esas dos mujeres asustadas que se iban aproximando a El Refugio de la Dicha también éramos nosotras. Por eso tengo que hablar de ese viaje.
       —Hablá todo lo que quieras. Pero antes contás lo de los bocaditos princesa. Ya te dije que no pienso seguir siendo el ogro de la historia.
       En eso estaba, en los bocaditos princesa. El bocadito princesa, ya que la singularidad era parte de su esencia: no más de uno por vez. El bocadito princesa era un invento de Lucía, ocurría cuando tomábamos la leche, y su aparición era independiente del almacenero. Es decir: aunque estuviéramos jugando al almacenero, en el momento en que preparaba el bocadito princesa, Lucía era Lucía. El bocadito princesa tenía todo lo apetecible que se puede comer en el mundo, la parte más dorada del pan, mucha manteca, el corazón del queso, el fiambre más rico que había en la heladera, tomate, si había aceitunas, aceituna, si había pepinos agridulces, pepino agridulce. Contenía todo lo que hacía falta para ser el manjar perfecto, pero en cantidades tan minúsculas que una se lo comía de un solo bocado. Era como la felicidad, cuando una se quería acordar ya había pasado.
       Ahora avanzábamos un poco más rápido, en silencio. El rodar del auto tenía algo de terminal, algo que se parecía a la muerte, pero que era menos prestigioso, más miserable que la muerte. Así que le dije a Lucía:
       —Una vez que la dejemos ahí, no nos quedamos mucho, ¿no?
       Y Lucía me dijo:
       —Bueno, primero tenemos que asegurarnos de que se sienta cómoda y todas esas cosas.
       Miré para atrás. Perla seguía con los ojos clavados en el vacío. Hice un pequeño experimento.
       —¿Te sentís bien, mamá? —dije a los gritos.
       Ni siquiera giró la cabeza hacia mí. Estaba inmóvil e inexpresiva, como si nunca le hubiese hablado.
       —Mamá, ¿estás bien? —dijo Lucía a los gritos.
       —No corras —dijo Perla.
       Y fue todo lo que dijo hasta que llegamos a El Refugio de la Dicha.
       El frente era promisorio. Blanco, de dos plantas, con la puerta y el marco de las ventanas pintados de verde.
       —Lindo, ¿no? —dijo Lucía. Estaba empecinada en convencerse de que las cosas marchaban bien.
       —Parece decente —dije yo, incapaz de darle una satisfacción plena a Lucía aun cuando el beneficio me incluyera.
       Sacar a Perla del auto no resultó una tarea grata. Pero no fue su casi imposibilidad de moverse lo que me impresionó; fue su absoluta falta de resistencia a lo que Lucía y yo hacíamos con su cuerpo. Se entregó, pensé. Por fin se entregó. Me acordé del león y tuve ganas de llorar.
       Y ahí estábamos las tres ante la puerta verde. En la chapa, a mi izquierda, leí: El Refugio de la Dicha. Residencia recreativa para mayores. Ya me estoy poniendo grande, Mariúshkale, me había dicho Perla menos de tres años atrás, y ni siquiera creía en sus palabras. Ahora había ocurrido: definitivamente era mayor. Las tres mujeres que esperábamos ante la puerta de El Refugio de la Dicha éramos mayores. ¿Cuál cuadro indeseable conformaríamos para la persona que, en pocos segundos, abriría la puerta? Se escuchaban sus pasos presurosos.
       Ya estaba ante nosotras. Robusta, con guardapolvo rosa y desbordante de amabilidad. Nos esperaban, sí, sí, la señora Daisy nos estaba esperando con legítimo entusiasmo, ¿y esta hermosura que traíamos era la abuela? Cobardemente no miré a Perla; creo que Lucía tampoco la miró. Desentendidas, dejamos que la de rosa la elogiase, la sobase y la depositase en otro Guardapolvo, pero verde nilo. No sé en qué momento perdimos a Perla: mi atención estaba puesta en seguir a Guardapolvo Rosa.
       Se notaba que el lugar estaba bien organizado. Silloncitos, plantitas, ancianitos con aire de autistas desparramados aquí y allá. Yo procuraba no mirar a los costados. Caminaba junto a Lucía con los ojos fijos en la espalda de Guardapolvo Rosa que no paraba de saludar, de pellizcar, de limpiar la baba de uno, de mecer el rodado de otra, derramando optimismo por donde pasaba. Nos depositó en una oficina muy coqueta. Detrás del escritorio, la señora Daisy. Era rubia y tetona. Hablaba. Creo que ya estaba hablando cuando llegamos y que siguió hablando cuando nos fuimos. No es improbable que fuera su estado natural, algo tan incorporado a ella como las tetas. Todo lo que nos dijo era maravilloso. Nosotras mismas, emanadas de sus labios, éramos maravillosas. Ella era muy psicóloga y se había dado cuenta enseguida de que estaba tratando con personas cultas e inteligentes y eso la gratificaba más que ninguna otra cosa porque parece que los de nuestro rango intelectual estábamos en mejores condiciones que el vulgo de captar la atmósfera estimulante del hogar. Según pude entrever en su discurso, a los abuelitos los hacían coser, los hacían bordar, los hacían triscar por praderas en flor y batir palmas y soplar y hacer botellas. Yo estaba tratando de imaginar a Perla —la lejanía en que se había sumido en los últimos tiempos— interrumpida a sacudones para que se pusiera a aplaudir y pedorrear, cuando, en el hueco que dejaron dos palabras de la señora Daisy escuché la voz un poco temblorosa de Lucía. «Es que nuestra madre es una persona muy especial», increíblemente dijo la voz de mi hermana, y yo hice pata ancha porque ya estaba dicho, qué joder, o se pensaba la señora Daisy, como habían creído el oficial de policía y el cejijunto y aun la morochona tan tierna, que nuestra madre era un extraviado cualquiera. Ella cantaba Mis harapos y decía Estoy que veneno y envuelta en su vestido de plumas amarillo limón parecía una chica de la aristocracia. Y era tan mágica, o su amor era tan desmesurado y mágico que ahuyentaba de nuestra aura la desgracia. Hasta la tarde en que perdí el león. Lo pensé de improviso y toda la desdicha del mundo se desplomó sobre mi cabeza.
       Fuimos izadas sin resistencia (al menos de mi parte, ya que a esta altura yo había decidido que resistir era inútil) y conducidas de aquí para allá por la señora Daisy, quien personalmente nos ofrendaba esta visita por el hogar para que corroboráramos con nuestros propios ojos sus delicias, hechas a la medida de una persona tan especial como nuestra madre. Mentira, quise decirle a Lucía, mamá ya no tiene nada de especial, ninguna de nosotras tiene nada de especial, sólo nos queda el recuerdo minucioso de eso bello que alguna vez fuimos, o de eso que ahora creemos que alguna vez fue bello. Macana tenía un boliche, escuché. Me detuve. Parecía un sueño pero no debía ser un sueño porque Lucía también aparentaba haberlo escuchado. Por algo también se detuvo y me miró. Las dos sabíamos quién era la única persona en el mundo a quien habíamos oído decir algo tan curioso como eso. Porque Perla podía mentir todo lo que se le antojara pero bastaba que sospechase el atisbo de un engaño en su interlocutor para que soltase aquella frase extraordinaria cuyo origen, aún hoy, sigue siendo para mí un verdadero misterio. Macana tenía un boliche. Qué pasa, queridas, nos dijo la señora Daisy. No hizo falta que le contestásemos. Un pequeño revuelo llegando de un lugar próximo nos congeló a las tres. Cálmese, abuela, se oyó, nítida, una voz persuasiva. Más te quisieras vos ser mi nieta, dijo la voz de cupletista.
       Contrariando a la señora Daisy, Lucía y yo nos abalanzamos al lugar de donde había venido la voz. Vimos a Perla de pie, agarrándose a una silla para no caerse, aferrando con la mano libre un objeto que no identifiqué pero que ella parecía dispuesta a estrellar contra el primer Guardapolvo que osase tocarla. Cálmese, abuela, volvió a decir el Guardapolvo. Perla se llevó la mano al pecho. ¿Yo, tu abuela?, dijo. Y ocurrió un pequeño prodigio. Se rió. Y juro que se rió con sarcornia.
       Algo debió pasarnos a Lucía y a mí porque le dimos un empujón a la señora Daisy que intentaba detenernos y nos pusimos una a cada lado de Perla. Tranquilizate, mamá, ya nos vamos, dijo Lucía. Y Perla: Está visto que a ustedes dos no se les puede dar rienda suelta. Admitimos que tenía razón y bajo el clamor de la señora Daisy, quien nos explicaba lo natural y hasta saludable que había sido esta reacción de la abuela y de qué modo el pequeño incidente no hacía más que confirmar lo motivada que nuestra querida madre tan especial se iba a sentir en este lugar de privilegio, tomamos a Perla una de cada brazo y emprendimos las tres el camino de la salida.
       Lucía y yo apenas podíamos aguantar la tentación, teníamos que taparnos la boca y disimular los pequeños resoplidos para que la señora Daisy y sus Guardapolvos no se dieran cuenta de nuestro estado. Apenas estuvimos en la calle y la puerta se cerró, explotamos. Tuvimos que soltar a Perla para poder doblarnos en dos y reírnos como Dios manda. Cualquier día iban a convencer a mamá de que jugara al don pirulero, decía Lucía llorando de risa. Y yo: La Daisy esa no tenía ni idea de con quién se estaba metiendo. Nos agarrábamos la panza y nos apoyábamos una en la otra para no caernos y nos desternillábamos de risa ante la mirada recriminatoria de Perla que poco a poco se fue perdiendo en un mundo que desconocíamos pero que yo, en la calle, ya empezaba a sospechar. Me acordé de las torrejas. De la tarde aquella en que tuvimos unas ganas tan desmesuradas de comer torrejas que no podíamos resistir un segundo más sin morder su carne crujiente. Entonces yo, del mismo modo que deducía cada noche la presencia del león, tramé su fórmula y luego que la discutimos y la perfeccionamos hasta el delirio, Lucía puso manos a la obra. Salió algo que más bien se parecía a unas bolas de fraile desanimadas. Fue grandioso. Señalábamos las bolas de fraile, torrejas, torrejas, murmurábamos, y nos reíamos tanto que Perla, que estaba llegando, nos escuchó desde el pasillo y cuando vino y vio las bolas quería enojarse pero casi se muere de risa.
       Ahora también: nos vi desde la mirada vacía de Perla, riéndonos las dos a más no poder junto a la puerta verde de El Refugio de la Dicha. Y ahí mismo tuve la certeza de que nunca había dejado de saber el león. De que, en medio de la noche, yo seguía urdiendo su presencia amenazante y, muerta de miedo y de curiosidad, aún aguardaba su ataque.
       Y entendí que es ésa, justamente, la crueldad de la vida: uno nunca se pierde a sí mismo. Aunque los dientes se ablanden en la boca y una bruma de olvido o de cansancio aplaque el entendimiento, una seguirá atada a la misma vanidad, y el mismo miedo, y el mismo incontenible deseo de reír que han alumbrado otras edades. Por más que haya olvidado de qué tenía miedo, y no le quede nada para envanecerse, e ignore de qué diablos se estaba riendo.
       Entonces entramos las tres en el auto y emprendimos el regreso. Sin saber Lucía y yo qué íbamos a hacer con Perla, desconociendo Perla hacia dónde la conducíamos, aterradas las tres y plenas de una sensación de triunfo que carecía del más mínimo fundamento. Absurdas, desoladas e imbatibles. Hasta el final.



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