Liliana Heker
(Buenos Aires, 1943-)


El concurso
La muerte de Dios
(Buenos Aires: Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, 2011, 208 págs.)



      El concurso, dijo la mujer bancaria, sería sólo para la plantilla local y sus familias. Remus se quedó suspendido en la palabra “plantilla”, de chico le compraban zapatos demasiado grandes y les ponían plantillas hasta que los pies le crecían, ¿perdón?, que la profesora Lusarreta le va a resultar de inestimable ayuda, dijo la mujer. Ah, sí, dijo él y pensó con melancolía que entonces los zapatos ya estaban viejos. Va a ser muy estimulante para los narradores del área, dijo la mujer. Remus calculó que en el mundo de los vivos debía de haber no más de quince cuentistas que valieran la pena: improbable que el área de los bancarios de una pequeña ciudad costera —familia incluida— contuviera alguno, pero dado su estado de abatimiento de los últimos tiempos la propuesta de la mujer no resultaba del todo mala: pasaje de ida y vuelta en coche-cama, honorarios y tres días de hotel. La perspectiva de quedarse horas mirando el mar, de dejarse emborrachar por el bramido pendular de la rompiente hasta que el alma se le disolviera y las tribulaciones del desamor y del fracaso quedaran reducidas a lo que eran: una gota en el universo, bien valía uno o dos días de mala lectura, así que dijo que sí, que aceptaba.
       La caja le llegó dos semanas después. Era más grande de lo que había supuesto así que, durante días, no se animó a abrirla. Miraba el paquete de refilón, como a una culpa, y se prometía que, en cualquier momento, iba a llamar a la mujer bancaria y le diría, con cualquier pretexto, que le era imposible ser jurado. Sabía que nunca iba a hacerlo pero la sola posibilidad le provocaba alivio. El llamado de la profesora Lusarreta lo tomó desprevenido. La profesora era locuaz y manifestaba una enorme confianza en el criterio de Remus, justamente había sido ella quien había insistido en no ser jurado sino apenas el geniecillo auxiliar (risita) del hombre sabio, ¿qué podía aportar una simple profesora al dictamen de alguien de su valía? Eso lo desarmó. De pronto se descubrió coincidiendo con la profesora acerca de algunos aspectos altamente promisorios del material presentado, qué diversidad, qué mundos ignotos puede ocultar un autor desconocido, ¿qué boludeces estaba diciendo?, ¿andaría tan hambriento de un poco de fe, aunque fuera prestada, que era capaz de realizar actos abyectos con tal de mantenerla encendida? Cuando cortó tenía muy claro que no había marcha atrás. Caminó hacia la caja como una forma de autocastigo. No la abrió enseguida. Se quedó mirándola, temeroso, a la espera de que un cataclismo lo liberara del compromiso. Por fin, insultándose en voz baja, buscó una tijera y cortó el piolín.
       No había sido una tarea menor. En los últimos años cada acción mínima venía requiriendo de él un esfuerzo descomunal. Convivía con cajones abarrotados de papeles que no se animaba a revisar, el revoltijo de ropa hacía que el mero acto de vestirse fuera una pesadilla, la biblioteca estaba invadida por libros indeseados que no se decidía a tirar y libros amados que era incapaz de restituir a su sitio. Y eso sí es grave, se había dicho más de una vez, paralizado ante la instancia de buscar cierto libro, mirando el desorden como a una montaña que nunca se animaría a escalar: cuando el caos irrumpe en lo único que te importa es hora de que vayas colgando los guantes. Pero ni eso. Él no tenía guantes que colgar ni coleta que cortarse de un tajo. Simplemente, esto que iba languideciendo dentro de él, muriéndosele de a poco sin que el menor indicio lo hiciera visible a los otros de modo que las mujeres bancarias y las lusarretas de toda índole seguirían requiriéndolo en nombre de vaya a saber qué antiguo brillo sin que él tuviera siquiera el empuje para decirles que no.
       La lectura resultó peor de lo que había supuesto, un veneno de efectos idiotizantes, anotó atrás de un formulario, que sólo puedo neutralizar hundiéndome hasta las verijas en Stendhal (solía pasarle en los últimos años: sumergirse en ciertas relecturas como quien busca un pedazo de tierra firme cuando el mundo bajo sus pies parece desmoronarse); ¿qué los llevará a tomarse este trabajo?, ¿creerá alguno de ellos que realmente es capaz de escribir una página que valga la pena? Pensó que sería posible inventar una historia con un personaje como estos concursantes: pueril y desangelado pero lleno de fe en sí mismo. Aunque maliciaba que no sería él quien la escribiera —ni ésa ni ninguna otra— porque daba la casualidad de que él sí había perdido toda confianza en sus propias palabras —¿de verdad la había tenido alguna vez o sólo se trataba de un sueño? ¿O de un exceso más entre los excesos de los verdes años?
       Leyó con minuciosidad y pesadumbre, chapoteó durante días entre episodios insípidos y aventuras demasiado acontecidas, atendió llamados de la profesora Lusarreta —ansiosa por intercambiar impresiones con él— y de la mujer bancaria —desesperada por imprimir los diplomas—, y las fue preparando a que quizá el material no daría para menciones, capaz que tampoco para segundos premios, justamente para prestigiar el concurso deberían premiar sólo la excelencia, ¿no les parecía a ellas? A ellas les parecía cualquier cosa que él decidiera, cómo no, con tal de que esa decisión les llegara a tiempo para que estuvieran los diplomas, había tanta expectativa entre el público local, ¿se daba cuenta Remus? Remus se daba cuenta y prometía que sí, que llegaría a tiempo. Ganas no le faltaban: necesitaba librarse de esta pesadilla —tenía la sensación de que en la última semana no había hecho otra cosa que leer bazofia— y, sobre todo, necesitaba encontrar un cuento aceptable que justificara su viaje al mar. Sin un primer premio no había viaje, eso lo tenía muy claro, y él necesitaba el mar, cuanto más abrumado por la lectura más esperanzas ponía en el viaje. Quién sabe si, en medio de esa paz y alejado de todo lo que lo atormentaba, algo de lo que parecía muerto no despertaba en él.
       Tal vez fue ese deseo del mar o un breve ataque de benevolencia, tal vez fue que las virtudes, aunque modestas, eran reales, lo cierto es que, cuando sólo le quedaban por leer tres o cuatro cuentos, encontró uno que le pareció aceptable. Nada del otro mundo, pero al menos con una trama, con un esbozo de estructura, y con una situación menos anodina que las otras. Comprobó rápidamente que lo que restaba no ofrecía nada mejor y llamó a la profesora Lusarreta. Le expuso con una elocuencia que no admitía refutación (eso todavía lo hacía muy bien) la distancia que había entre ese cuento y los demás y un rato después, metido en la cama, sintió que esa noche la lectura de Rojo y negro era un placer merecido.
       Dos días después, luego de un viaje agradable en coche-cama, llegó al mar. Apenas pudo echarle un vistazo porque tenía el tiempo justo para ir al hotel, darse una ducha, y vestirse para el acto de entrega de premios. Los detalles los había arreglado el día anterior con la mujer bancaria. ¿No quedaría un poco pobrecita la ceremonia así, con un solo premio?, había dicho la mujer. De ninguna manera, dijo Remus, y pensó que daba lo mismo; si en eso que la mujer llamaba “la ceremonia” había veinte personas, ya era mucho. Él se comprometía (dijo) a hacer una pequeña introducción explicando las pautas del concurso, anunciando el primer premio y señalando sus virtudes; luego se convocaba al premiado, se le entregaba el diploma y… (vaciló: se dio cuenta de que el acto quedaba realmente pobretón; por fortuna, desde que había terminado con la lectura del concurso, andaba inspirado)… y luego le pedimos al autor premiado que lea su cuento, dijo con vivacidad. El esquema pareció conformar a la mujer bancaria y ahora Remus caminaba hacia la Asociación prometiéndose que apenas terminara el acto (no podía durar más de una hora), antes de cenar, se iría a caminar por la costa. El programa completo —punto final del concurso, caminata por el mar, cena— le pareció delicioso. Se sentía liviano y jovial.
       Llegó puntual a la Asociación. En el hall lo esperaban la mujer bancaria, la profesora Lusarreta y algunas autoridades del banco. Estuvo desusadamente amable, se dio cuenta de que, por primera vez en mucho tiempo, estaba de buen humor.
       Recién cuando la mujer bancaria le dijo que podían pasar a la sala, reparó en la gente; entraba a montones, acicalada y encorbatada como para una gala. Tal vez hay una función de algo, pensó, pero apenas lo hicieron atravesar una cortina se dio cuenta de que estaba en el escenario de un teatro y de que la gente endomingada iba ocupando las butacas. Lo hicieron sentar entre la mujer bancaria y la profesora Lusarreta. Cuando el gerente del banco empezó a hablar ya no quedaban asientos vacíos. El tono del gerente era solemne y emotivo. Remus se aisló con facilidad de sus palabras —tenía buen ejercicio en eso— y se entretuvo especulando sobre qué podría llevar a tanta gente a asistir a un acto así de desabrido. A lo mejor el premiado es un tipo muy popular, pensó sin mucha convicción. Ahora hablaba la profesora Lusarreta. Del honor que había constituido para ella ser el apoyo de alguien tan tatatá tatatá como él, y de que ella había sido apenas la hormiguita ayudando al (elefante, se le cruzó a Remus y tuvo unas ganas locas de reírse, y también de escribir sobre esto, porque de pronto el mundo volvía a ser un lugar absurdo y sorprendente, puesto ahí, ante sus ojos, para que él lo contara, ¿cuánto hacía que no tenía esa sensación maravillosa?), y que tratándose de una personalidad tan tatatá tatatá como la suya, ¿qué podía agregar ella?, mejor acortaba este tremendo suspenso y le cedía el micrófono a Remus para que diera el resultado de este encomiable concurso que había superado ampliamente las expectativas de nuestra querida familia bancaria. Aplausos.
       Remus arrancó con diplomacia; habló de lo ponderable del número de trabajos, del esfuerzo que eso debió implicar para cada concursante y del buen síntoma que es para una sociedad pequeña como ésta tener tanta gente que escribe. Después explicó por qué, aunque las bases indicaban otra cosa, el jurado (se sintió el Rey Sol) había decidido dar sólo un único premio. Habló de Maupassant, de Poe, de Quiroga, de epifanías y pistolas cargadas, del bagaje de pavor o de belleza que puede guardar cualquier incidente mínimo. Y algo que excedía los avatares de este concurso empezó a crecer dentro de él, algo que se parecía a la pasión y que él, en ese momento, se juró alimentar para que no muriera, para que en cambio creciera y se multiplicara y. Descendió bruscamente de las alturas y dijo el nombre de la persona premiada. Los aplausos fueron menos calurosos que lo previsible. El premiado subió al escenario —era un hombre bastante joven—, el gerente del banco le dio el diploma y un sobre, y Remus lo invitó a leer su cuento. Fue un poco cansador para él tener que escucharlo completo pero lo consolaba saber que éste era el último paso de su tarea.
       Cuando el premiado terminó de leer, los aplausos de Remus fueron de genuino entusiasmo. Eso le impidió recapitular, un momento después, si el público también había aplaudido. Ya estaba levantándose de su asiento cuando un hombre del público dijo en tono perentorio:
       —Quiero una explicación.
       —¿Perdón…? —dijo Remus.
       —Que quiero una explicación de por qué el primer premio lo ganó ese cuento.
       —Bueno —dijo Remus con una breve risita—, está claro que si ganó el primer premio fue porque era el mejor, ¿no?
       —Eso está por verse —se oyó una voz de entre el público. No era la del hombre que había hablado recién.
       —Perdón —volvió a decir Remus—, me parece que no entiendo.
       —Si no entiende —ahora una voz aguda de mujer—, me gustaría saber para qué se mete a jurado.
       Remus volvió a sentarse. Vio que el primer premio bajaba discretamente del escenario.
       —Señora, quiero advertirle que uno no se mete a jurado —estaba haciendo un gran esfuerzo para no perder la calma—. A uno lo invitan —e hizo un gesto hacia la mujer bancaria. Pero ella lo miraba con expresión ansiosa, como esperando de Remus una solución a este imprevisto.
       —Mire usted, así que al señor lo invitan —el que había hablado primero, ahora estaba de pie; hizo un giro con el brazo extendido, apelando a la complicidad del público—. Pero ¿quieren que les diga una cosa? Si a mí —se golpeó el pecho—, si a mí me invitan a un congreso de criadores de cocodrilos, ¿saben lo que digo? —pausa, suspenso—: ¡Digo que no!
       Aplauso cerrado. Muchos otros se habían puesto de pie. Algunos gritaban.
       Remus sintió el deseo insoportable de rodear con sus manos el cuello de ese hombre, y apretar y apretar hasta que se esfumara de su boca todo sonido. En cambio preguntó:
       —¿Se puede saber cuál es el problema?
       —El problema, señor —se impuso entre el griterío un hombre que levantaba el dedo, admonitorio, por qué no te meterás el dedo en el culo, pensó Remus—, es que yo no me voy a ir de acá sin una explicación valedera de por qué ese cuento que leyó el señor es mejor que el mío.
       ¡Yo tampoco!, ¡yo tampoco!, se oyó desde distintos lugares.
       Por fin Remus pudo entender lo que pasaba y la razón de que hubiera tanta gente: los concursantes habían sido invitados sin que les dijeran el resultado, y cada uno, con sus adeptos, había venido seguro de que era el ganador.
       —Señores —dijo en un tono que le pareció persuasivo—, ocurre que la literatura no es una ciencia exacta; hay diversos imponderables que hacen…
       —Imponderables las bolas —dijo una señora—. A mí me dice ahora mismo por qué no ganó mi cuento.
       Remus buscó con desesperación a la mujer bancaria, pero no estaba en el escenario ni la vio entre el público. En cambio la profesora Lusarreta seguía allí y miraba el vacío con expresión catatónica.
       —Pasa, señora, que no tengo la menor idea de cuál es su cuento.
       —Es el de la mujer que está harta de que el marido…
       —Señora, los cuentos eran ciento cuarenta y tres; se podrá imaginar que no puedo retener los detalles de cada uno.
       —Entonces se lo voy a leer ya mismo; acá lo tengo —y exhibió unas hojas.
       —¡Yo también quiero leer el mío! —dijo un hombre muy bajito.
       Otras voces se alzaron. Entre todas, se elevó la del dedo admonitorio.
       —¡Tengo la solución! —dijo. Se hizo un silencio expectante—. Que cada uno de nosotros lea en voz alta su cuento y públicamente decidamos cuál es el mejor.
       ¡Eso! ¡Sí!, aulló la sala.
       Esta gente está loca, pensó Remus. En ese momento, la profesora Lusarreta le susurró tímidamente en la oreja:
       —Creo que no queda otra solución.
       —Usted también está loca —dijo Remus. Dio un puñetazo en la mesa—. ¡No tengo por qué dar explicaciones! —gritó—. ¡Yo soy el jurado y el juicio del jurado es inapelable!
       —Un perfecto ridículo —dijo una adolescente—. Eso es lo que es usted.
       Fue un puñal en el centro mismo de su corazón. Esa adolescente, que ahora se estaba yendo, iba a guardar para siempre de él esa declaración suya, payasesca.
       —No te vayas —dijo—, por favor, no te vayas antes de escuchar lo que te quiero decir.
       Y le explicó ciegamente, casi como si se confesara, que él no se sentía, nunca se había sentido, jurado de nadie salvo de sí mismo, y que era eso, esa ferocidad para juzgarse en relación a algo que él concebía alto y bello, o el hartazgo ante tanta palabra escrita para nada, lo que hacía años que le impedía escribir una sola página y tal vez lo autorizaba a ser implacable con sus semejantes.
       Pero la adolescente ya no estaba. Sólo había una multitud enardecida que gritaba: ¡No se siente jurado de nadie y nos juzga a nosotros! ¡Es un fracasado! ¡Leamos nuestros cuentos delante de sus narices para que por fin surja la verdad!
       Una mujer se puso de pie y se disponía a leer. Varios gritaron ¡después yo! Y agitaron sus hojas en el aire.
       Dios mío, no merezco este castigo, pensó Remus. Y al mismo tiempo pensó que tal vez sí lo merecía, por arrogante, por soberbio, por creerse con derecho a hablar en nombre de una obra alta y bella que él no podría realizar nunca.
       Miró a su costado y vio que la profesora Lusarreta se había ido. Que le lean a magoya, murmuró, lo que es yo, esto no me lo aguanto. Y con bastante agilidad saltó del escenario con el propósito de escapar.
       No llegó muy lejos. Alguien lo aferró de las solapas para impedirle la huida; otro le dio un golpe en el plexo. Mientras caía, vio a una enfurecida pléyade de autores que, bien alta la fe en sí mismos, se abalanzaban sobre él, hambrientos de celebridad y de gloria.



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