Liliana Heker
(Buenos Aires, 1943-)


De la voluntad y sus tribulaciones
La muerte de Dios
(Buenos Aires: Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, 2011, 208 págs.)



      Mientras iba en taxi a recibir el Premio Trayectoria de Escenografía, Vica se acordó del otoño: de una tarde precisa de otoño en la que ella, caminando distraída por un parque, miró de pronto a su alrededor y fue traspasada, volteada casi, por la luz ámbar que bajaba de los árboles. Es eso lo que quiero recuperar, pensó. Justo en ese instante un desparramo de colores golpeó su ojo derecho como una alucinación.
       —Pare un momento —le dijo al taxista. Ignoraba qué iba a hacer pero salió del auto a la disparada, segura de que no debía desperdiciar una coincidencia tan bien construida.
       En rigor, lo que Vica se había propuesto recuperar, más que a una percepción del otoño se parecía a la borrachera incesante de estar viva pero, salvo en las cartas que le mandaba a Brueghel, trataba de ni mencionar el tema: maliciaba que a sus años y en un mundo como éste el propósito iba a sonar ridículo. Y, sin embargo, ahí está el cogollo de la mandarina, le había escrito a Brueghel, ¿o acaso una no es la que es aun en tiempos de derrumbe?: a pesar del mundo y de mis arrugas sigo añorando esos chorros de alegría que en otro tiempo me atravesaban, me tumbaban, me dejaban maltrecha y aterrada, porque esto de la alegría pega, y de qué manera, aunque almitas sufridas me miren como a un monstruo o una idiota, pega, doy fe, tanto como el alcohol o la locura, la tiene a una siempre a trasmano y en estado de paradoja por más que pataleen los dolorosos que siempre andan echando agua para su molino.
       Lo cierto es que últimamente tenía la impresión de que los chorros se le habían reducido a una hilacha acuosa. O al recuerdo lejano de un perfume que un día la había embriagado de pies a cabeza así que andaba (le escribió a Brueghel) como el grajo que se emplumó de pavo real, ¿leíste la fábula de Esopo?, no sé por qué de chica me marcó tanto, no tenía la más pálida idea de qué era un grajo pero eso de que los pavos reales lo echaran a picotazos y sus hermanos los grajos no lo reconocieran, no sé, me daba miedo, y así ando, resistiéndome por una cuestión de principios a entrar en el bando de los senectos pero sin estar tampoco en mí misma, ya sé, ya sé, como si te estuviera escuchando, ¿quién es a esta altura la tal mimisma? Por el momento me tiene sin cuidado, lo único cierto es que ando por la vida a la pesca de un buen revolcón que me coloque de nuevo sobre mis patas.


       Error. Lo que su ojo había creído una exuberante fuente de dicha resultó un puesto de flores artificiales o dignas de serlo, pero Vica había llegado a él tan decidida que el florista —sonrisa de oreja a oreja— la estaba esperando. Ya no tenía manera de echarse atrás sin decepcionarlo (tarea para el hogar: por qué, si soy capaz de maldades difíciles de confesar, me resulta insoportable la sola idea de decepcionar a un florista al que no voy a volver a ver en mi vida) así que un minuto más tarde se encontraba en esta calle fortuita con el taxi esperando y con un ramo de algo parecido a zanahorias. ¿Qué debía hacer para otorgarles un sentido? ¿Olfatearlas? ¿Mordisquear uno que otro pistilo? ¡Tirarlas!, bramó su parte más bravía. Miró a su alrededor buscando sin mucha convicción un tacho y algo que percibió —algo todavía intangible— hizo que dejara en suspenso su propósito.
       Es raro el modo en que perduran los lugares. Como si algo quedara en el aire, como si el espacio, desentendido de los cambios, se resguardara igual que un cristal. En esa cuadra no quedaba una sola fachada del tiempo que ahora la envolvía como un aura, Vica cierta tarde en esa misma vereda, unos pasos delante de su madre y de su tía Argenta, bebiéndose la ilusión de libertad de un mundo sin límites que se abre sólo para ella, y viniendo en dirección contraria el hombre borracho, zozobra, impulso de retroceder hacia el ámbito protegido desde donde su madre la llama. No —¿primer germen de la voluntad?, ¿primera saciedad de una protosed de aventuras?—, me quedo y me enfrento a él, sola, entonces el instante supremo, él la mira y Vica no huye, le sostiene la mirada, la prueba ha durado apenas un segundo, después él seguirá su camino con el aire extraviado de siempre y detrás de Vica, como un refugio, se desplegará el cuchicheo habitual entre su madre y su tía al que se va a acercar con disimulo para oír, como otras veces, fragmentos de una historia que no alcanza a completar, ¿un pariente?, ¿un primo?, ¿puede un borracho harapiento ser primo de una persona?, ¿de su madre?, el mundo guarda secretos que la hacen ensoñar, quiere bebérselos a todos, y sin embargo acá está con un ramo de zanahorias que no se atreve a tirar, descubriendo —¿palpitaciones?, ¿eso que estoy sintiendo son palpitaciones?— que está a apenas tres cuadras de la casa donde alguna vez tramó todo lo que.
       No sos ahora. Confesando, Vica.
       Shh, no es ése el problema.
       Ése es el único problema, querida. Si ni siquiera te atrevés a tirar esas flores de porquería.
       Son flores.
       Son feas. ¿O es que los años te volvieron piadosa?
       Eso justamente era lo que tenía que descubrir: en qué consiste el trabajo de los años. Sólo así podría vislumbrar cómo se desanda el camino. Y si era cierto que, cuando ponía la proa hacia un derrotero, sólo un cataclismo podía torcerle el rumbo, también era cierto que, en este caso, la empresa parecía tan descabellada que ni a Brueghel se había animado a confesársela. Cómo explicarle, sin que él le tirara algún Fausto por la cabeza, que la juventud que ella andaba buscando no podía negociarla con diablo alguno porque el desafío era justamente ése: descubrir por sí misma el camino hacia atrás del mismo modo que, con esmero y perseverancia, había conseguido por fin en la séptima década de su vida hacer la vertical. Y que nadie le viniera con los fangos y botulismos que desde múltiples pantallas le prometían un rejuvenecimiento rápido y sin dolor. Aunque también de ese cáliz había bebido, cómo no. ¿O acaso unos meses atrás, entre aguas milagrosas y picos nevados, bajo el refulgente cielo de Mendoza, no se había untado con barro de pies a cabeza y se había tendido al sol como un cocodrilo? A ninguna promesa de esplendor se negaba, comía radichetas, masticaba semillas, se colgaba cabeza abajo, probaba su resistencia sobre pastos y arcillas, estaba convencida de que, con determinación y cierta sabiduría, cualquier envejecimiento del cuerpo puede demorarse hasta el infinito. Pero lo que buscaba era otra cosa cuya sustancia se le escurría cada vez que trataba de atraparla. Y ahora, portando el ramo de zanahorias, estaba segura de que esa casa tenía algo que decirle sobre el tema.
       Volvió al taxi, le pagó al taxista, pensó sin pena en el premio viudo, y rumbeó para la casa.


       Lo primero que vio fue el llamador de bronce, esa mano cuya belleza la había obsesionado, ¿o era la pequeña bola lo que me obsesionaba, lo incongruente de esa mano perfecta sosteniendo una bola? Con brío tiró de la mano de bronce. Desengaño. El llamador estaba muerto; la bola, brutalmente pegada a la puerta. Mejor, pensó, qué le habría dicho a quien le abriera: en esta casa, una noche, dejé asentado en un cuaderno lo que sería mi vida, algo intenso y único que iba a ser mi vida, y se ha perdido, no el cuaderno, la vida, se ha perdido y lo peor es que ni siquiera me di cuenta de cómo sucedió.
       —¿Usted es la pensionista?
       Se dio vuelta. Una especie de cuervo gordo y viejo la señalaba con el dedo. Vica le dijo que sólo estaba mirando pero él no pareció haberla escuchado.
       —No es que quiera meterme pero va a encontrar diez pensiones mejores que ésta, ¿le digo?, esto ni siquiera es una pensión —pareció reparar en las flores—. Perdone, no quiero ofenderla ni ofender a la persona que la recomendó. Entre paréntesis, ¿quién la recomendó?
       —Una conocida, no tiene importancia —dijo con sequedad. Quería que el cuervo se fuera, algo todavía sin forma culebreaba en su cabeza.
       —¿Esas flores son para Emilce?
       No, son para tu abuela.
       —Sí —dijo. Le dio la espalda y, como arrastrada por su propia brusquedad, tocó el timbre.
       Dio resultado; escuchó que el cuervo se iba. Después escuchó ruido de pasos dentro de la casa, acercándose.
       —Quién es —una voz de mujer; podía ver su silueta voluminosa detrás del vidrio esmerilado. Supo que no se iría de ahí sin entrar en la casa.
       —Quiero alquilar un cuarto —dijo.
       —Quién la recomendó.
       Tomó aire.
       —Es bastante difícil de explicar —respuesta astuta: prometía una historia, ¿picaría la curiosidad de la mujer?
       Picó. Había entreabierto el postigo.
       —Explíquese.
       No era simpática. Descartar relatos del tipo “pregunté en la panadería y ahí me dijeron…”.
       No hay mejor mentira que la verdad.
       —Para serle franca, fue una antirrecomendación.
       El postigo se abrió del todo. La mujer era grandota y desaliñada; podía andar cerca de los cincuenta años pero algo en su cara parecía haberse quedado en la infancia.
       —¿Qué me está queriendo decir?
       Vica se sintió locuaz.
       —Que entré en la panadería a preguntar por una pensión y alguien me dijo con tanta saña que no viniera acá que —pausa, suspenso—. Acá estoy.
       —¿Quién? —había odio en la voz de la mujer—. ¿Quién le dijo eso?
       —No sé, no lo conozco —tomar la delantera—. ¿No piensa hacerme entrar?
       La mujer cerró el postigo. Vica tuvo la sensación de que, detrás de la puerta, estaba al acecho. ¿Y yo? Se vio, las vio a las dos como en un escenario. Dos mujeres, una a cada lado de una puerta, esperando, ¿esperando qué? ¡Qué payasada es todo esto! Con furia, dio medio giro para irse. Todavía podía llegar a tiempo a la ceremonia de premiación.
       Entonces la mujer abrió la puerta.


       Hiedras de plástico, una virgencita-gallo-cenicero y un reloj cucú que, en el momento en que Vica entró, se largó desesperado a gritar la hora. Pero en el suelo seguían intactos los baldosones en damero que ella había surcado cuando todavía venía con su madre de visita, a veces como el alfil, a veces como el caballo, o como el caballo pero en un pie, o en un pie y con los ojos cerrados, las dificultades se le combinaban hasta el infinito.
       —¿Qué le pasa? ¿Ahora se arrepintió?
       —No, no —trató de recapitular, de recobrar el tiempo perdido—. ¿Puedo ver la habitación?
       La mujer resopló.
       —¿Y qué es lo que acabo de decirle? —dijo.
       Con ese carácter, muñeca, no vas a conseguir muchos clientes, pensó Vica mientras pasaban al patio. Podía haber apostado cuál era la habitación que la mujer le iba a mostrar. En cambio no estaba preparada para lo que vio apenas la puerta fue abierta: dos camas provenzales, en una de las cuales, medio siglo atrás, ella había consumado la muerte de su tía Argenta.


       Esa mañana, en la Escuela Normal, habían ensayado El adiós a la maestra. En el momento en que cantaban Pasando los meses, pasando los años, seremos adultos, geniales tal vez, algo parecido al vértigo la arrasó. Vio su destino, o algo jugoso y aromático que ella estaba a punto de morder y que esa noche, en el cuaderno de su tía Argenta, llamó mi destino. Salió de la escuela con la sensación de que algo o alguien estaba por caer sobre ella para borrar de un golpe el aburrimiento de su vida en familia. Era una de esas mañanas en las que la transparencia del aire se puede tocar; hacía frío y el cielo hería de tan azul. A veces (le escribió una vez a Brueghel), el recuerdo de ese azul todavía me traspasa. Pero al entrar en el vestíbulo lo que la golpeó fue la oscuridad y un olor rancio a flores y a gente encerrada. Supo enseguida que su tía Argenta había muerto. Desde que ella y su madre se habían ido a vivir a esa casa de mujeres y a ella la habían instalado con su tía Argenta, todas las noches, antes de dormirse, tramaba planes perfectos para asesinarla. Un estilete —extremadamente fino en la punta— era el instrumento más usado. Se lo clavaba entre el centro de las cejas y la nariz —el punto en que el conde de Nevers hunde su estocada secreta—, único sitio de la superficie humana (ella sabía) que garantiza una muerte rápida e indolora. Esta última cualidad la había incorporado no porque la inquietara el posible sufrimiento de su tía sino por la necesidad de que, a la mañana siguiente (el estilete debía ser clavado durante la noche, eso lo tenía claro, con delicia volvía una y otra vez al momento en que, luego de verificar el ronquidito típico que emitía su tía cuando estaba boca arriba, se levantaba de la cama y, con la precisión de un cirujano, clavaba el estilete en el sitio exacto, stop), cuando alguien la descubriera, la cara de la muerta no mostrara signos de dolor. El dolor podía despertar sospechas pero el problema no era ése: estaba segura de que un orificio tan diminuto no podía advertirse ni con la lupa de un detective (lo creería un poro más), sólo que prefería que los detectives ni apareciesen. Se fue mientras dormía. Alguna de las mujeres de la casa debía pronunciar esa frase. Vica la había escuchado en un radioteatro y le pareció tan oportuna que se vio obligada a agregarle al pinchazo la cualidad de no provocar dolor así alguien podía decírsela a cada uno de los que venían al velorio.
       Su abuela vino y la abrazó llorando.
       —Se fue mientras dormía —dijo.
       Y ella pensó por primera vez que sería capaz de lograr cualquier cosa que se propusiera.


       —Esas camas —dijo para recuperarse—, ¿cómo las consiguió?
       —Vinieron con la casa —dijo la mujer. Vica imaginó camas a los tropezones, avanzando a rastras de la casa—. ¿Y a qué viene tanta pregunta?
       —Si voy a vivir acá, tengo que…
       —Usted no piensa vivir acá, ¿se cree que no la conozco? Años de conocer gente como usted, no tienen nada que hacer y entonces se andan metiendo en casas ajenas para divertirse husmeando lo que no les importa.
       —¡Quién le dio derecho a creer que me conoce! —gritó Vica con furia real, ¿acaso alguien con un cenicero-gallo-virgencita podía suponer, siquiera por un segundo, que era capaz de conocer a una persona como ella?
       —¿Usted se cree que soy una caída del catre? —dijo la mujer—. Nadie que tenga verdaderas intenciones de quedarse en un lugar va a presentarse diciendo que le recomendaron que no viniera.
       No rezonaba tan mal al fin y al cabo. Pero Vica no debía permitir que se le pasase la indignación.
       —Pues yo sí —por si el “yo” resultaba poco elocuente, se golpeó el pecho—. Yo hago cosas como ésa, vaya sabiéndolo desde ahora.
       ¿A qué venían esas pautas futuras? Entrevió que se estaba acercando a un punto del que le iba a resultar problemático regresar. Pero ¿no era lo que estaba buscando? Toma la flor del día: ésa había sido siempre su manera de vivir.
       —Se lo dije de entrada, fue el tono de ese tipo lo que me hizo elegir esta pensión. Y le digo más, ¿sabe lo que hice a modo de desagravio, después que escuché a ese canalla? —le extendió el ramo con gesto teatral—. Le compré estas flores. Si las acepta…
       ¡Iuju! (el corazón le dio un brinco). ¡Ya te decía yo que las flores iban a tener un sentido!
       Notó con inquietud que la mujer tenía los ojos llenos de lágrimas.
       —… Dios me perdone —estaba diciendo— es que pensé… Imagínese, usted viene acá, a mi casa, a contarme que alguien me insultó y yo que igual la hago pasar y no sé, no sé cómo decirle, ahora me quiero morir de la vergüenza pero me pareció que andaba por el barrio haciéndose la galllinita clueca, perdóneme la franqueza. ¿Usted desde cuándo se quedaría?


       Se había ido sin saludar a nadie una noche de hacía cuarenta y cinco años, dos días después de conseguir su primer trabajo: corista en el Maipo. (Mil veces mejor que morirse de chatura en una oficina, le dijo a Brueghel cuando la aceptaron). Tenía las pocas cosas que le importaban adentro de una bolsa y la firme convicción de que nunca volvería.
       Se fue directo a la casa de Brueghel.
       —No te preocupes —le dijo—. En cuatro meses ahorro lo que hace falta y me alquilo un departamento.
       Él la miró como a un bicho raro.
       —¿Siempre planificás las cosas con tanta anticipación?
       Ella pensó un momento.
       —Siempre que necesito anticipación. Esto —y señaló la bolsa con sus pertenencias—, como habrás notado, lo planifiqué en apenas dos días. O agarraba la oportunidad en caliente o me quedaba a pudrirme de vieja con todas esas condenadas.
       De algún modo era cierto. Lo había decidido dos días atrás, en cuanto pasó la prueba del Maipo (¿Cómo le iba a explicar al mujeraje que tenía un trabajo nocturno?, le dijo a Brueghel. ¡Y semejante trabajo!). Pero, en rigor, había empezado a trabajar para esa partida a los quince años. El día mismo del entierro de su tía Argenta, cuando la reunión de duelo terminó y todas las de la casa se fueron a dormir.
       Entonces, sola por primera vez en el dormitorio, paladeando con cada fibra de su cuerpo esa soledad, hizo lo que se venía prometiendo desde que había recibido la noticia de la muerte: sacó del escondite la llave del escritorio-secreter de su tía, abrió la puertita de madera tallada y sacó los cuadernos.
       (Todas las noches, antes de acostarse y luego de quitarse de la cabeza innumerables horquillas y un postizo en forma de banana, envuelta en una bata de matelasé que a Vica le provocaba náuseas, Argenta abría el secreter, sacaba de allí un cuaderno, y escribía. Después, con cierto aire de satisfacción, leía lo escrito, volvía a guardar el cuaderno bajo llave, escondía la llave y se iba a la cama. Vica la espiaba con los ojos entrecerrados, fingiendo que dormía, y después pasaba un largo rato despierta imaginando qué escribiría su tía, cuál sería el secreto de esa vida. A veces, era la confidencia de un amor prohibido, otras, la historia completa del primo borracho; en algunos casos la trama era tan intrincada y libidinosa que a Vica le llevaba varias noches de insomnio y masturbación desenredarla y hasta llegaba a reconciliarla con esa mujer a la que detestaba más que a ninguna otra persona en el mundo).
       Ahí estaban ahora ante ella, ordenados por años. Tomó uno al azar y con hambre empezó a leer. “Hoy me levanté a las siete de la mañana. Me bañé. Desayuné. A las nueve fui a hacer las compras. El verdulero está enfermo así que me atendió el hijo, muy amable. A la vuelta, me crucé con Rosita, nos saludamos. Volví a casa…”. Pasó varias páginas. “Hoy me levanté a las siete y veinte de la mañana; el despertador no sonó. Me bañé. Tomé un desayuno liviano”. Avanzó, retrocedió, fue febrilmente de un cuaderno a otro. Nada. Sólo la copia tediosa de una vida tediosa. Entendió que esa repetición, y no las llamas de las que se hablaba en las clases de religión, era el infierno. Su infierno, al menos. Buscó el último cuaderno y, como quien comete una deliciosa herejía, debajo del acto final de la vida de Argenta (“Cenamos carne al horno con papas y de postre chuño; ahora son las veintidós horas. Me voy a dormir. Mañana será otro día”), escribió. Escribió hasta la madrugada, con letra ardiente y despareja, mientras página tras página iba descubriendo lo que sería su vida: una vorágine fulgurante que en algún momento llamó “mi destino”. Una aventura elástica, frondosa y sin fin.
       Tener un cuarto para ella sola marcó el inicio de esa aventura. Se encerraba con llave y, parada ante el espejo y con el auxilio de una silla, ensayaba una y otra vez las posiciones de danza que le sonsacaba en el recreo a una compañera del Normal. Al año se fue animando a robarles a las mujeres de la casa lo que, en el relato hecho a Brueghel, llamó el impuesto a la desdicha, cantidades casi imperceptibles que, junto con los vueltos escamoteados, le permitieron, a los diecisiete años y a escondidas, anotarse en una escuela de danzas clásicas en cuyo umbral, pacientemente sentado, conoció a Brueghel. Él iba, no a tomar clases, sino a esperar —en vano— al asistente de la profesora del que estaba enamorado, y ella (según le confesó a Brueghel una de las primeras veces que volvieron juntos), a recuperar el tiempo perdido. Porque desde chica soñé con estudiar danzas clásicas (y en la vereda se plantó en un arabesque gozoso, desafiando la mirada reprobatoria de un vecino que pasaba) pero ahí se metía la jefa de las condenadas, mi tía Argenta, con su monserga de la mala vida que llevan las chicas bailarinas, como si en su podrida existencia hubiese conocido alguna.
       —Pero ¿me querés decir a dónde pensás llegar con estas clasecitas de morondanga?
       Ella bajó de golpe la pierna.
       —No sé a dónde quiero llegar —dijo con violencia—, sé que hay ciertos pasos que tengo que cumplir.
       —¿Por qué?
       Ella se encogió de hombros.
       —Qué sé yo, porque me van armando, algo así —dijo—. Es como si supiera que tengo que ser de cierta manera. No, que quiero ser de cierta manera, o no sé, que tengo que hacer ciertas cosas para ser yo. La yo que yo quiero ser, te das cuenta, y ésa que un día va a ser yo hoy tiene que ir a la escuela de danzas. Así de simple.
       —Estás más loca que un plumero —dijo Brueghel; habían llegado a la puerta de la casa pero él la tomó del brazo y la llevó de nuevo hacia la esquina—. Ya tenés diecisiete años —le dijo con fiereza—. ¿Te das cuenta de que nunca vas a ser la Pavlova?
       —¡Y quién te dijo que quiero ser la Pavlova! Quiero bailar, sólo eso. Desde chica quiero bailar, y si recién pude empezar hace unos meses, bueno, eso no tiene por qué ser un problema. Voy a llegar exactamente al punto en que estaría si hubiera empezado a los ocho; recién ahí voy a ver qué hago con eso.
       Y llegó. Encerrada en la pieza fue ensayando hasta el agotamiento, de día y de noche, los pasos que les enseñaba la profesora, lo que dos años después de esa charla con Brueghel, a los casi veinte años, le valió ser la mejor alumna de la clase y despertar cierta adoración en una vedette que iba a lo de la profesora a hacer entrenamiento. Fue ella la que le avisó que en el Maipo estaban probando chicas. Un día después de este aviso, Vica se presentó a la prueba. Si la eligieron por mérito propio o por recomendación de la vedette nunca lo supo y tampoco le importaba. El trabajo era nocturno y eso la llevó a decidir, de un día para el otro, lo que más deseaba en el mundo: irse de la casa. Después de una cena en la que, como era habitual en los últimos tiempos, se peleó a rabiar con su madre y con sus tías (sólo que, esta vez, secretamente dichosa porque sólo ella sabía que esa cena era la última), cuando todas se fueron a dormir, juntó en una bolsa las pocas cosas que le importaban, y, sin saludar a nadie, se fue de la casa.


       Y ahora, cuarenta y cinco años después, acababa de dejar arreglados todos los detalles para el regreso: una historia plausible en la que ella, radicada en el sur, debía quedarse dos meses en Buenos Aires, un trabajo que la obligaría a pasar mucho tiempo dentro de la casa, dos días de pago adelantado.
       Salió de la casa con el compromiso de instalarse a la tarde siguiente y el extemporáneo deseo de aullar. Nada se pierde, todo se transforma, se le cruzó, pero ni se molestó en analizar si Lavoisier, en este caso, había dado en la tecla. Tenía que abocarse a una cuestión más doméstica: elaborar un listado mental de las tareas que ineludiblemente debería cumplir antes de ausentarse y que, dado que ahora sólo quería darle rienda suelta a la emoción, empezaría a realizar a la mañana siguiente.
       Lo cotidiano (pensó en algún momento de esa mañana) suele atenuar la contundencia de las grandes decisiones. Para irse sin dejar un caos detrás de sí debía pagar cuentas, ordenar papeles, planchar, lavar, efectuar varios llamados anunciando viaje urgente, desalentar sin remordimientos un romance que despuntaba, suspender turnos, decirles que no a unos chicos teatristas y pobres que le habían pedido la escenografía de Solness, preparar un equipaje razonable. En suma (pensó), cumplir con los requisitos exigidos cuando una va a dejar en suspenso una vida demasiado construida. Ahí está el problema del paso del tiempo, creyó descubrir: una va acumulando demasiado lastre y eso le impide el corte poético: irse del modo en que se había ido ella cuando no poseía nada que le doliera dejar atrás. Tal vez por ese lado andaba el aprendizaje que buscaba: ser capaz de partir con la levedad con que una noche, llena de pavor pero casi sin carga, ella había abandonado la casa y a sus habitantes y todo aquello que —le dijo a Brueghel— le impedía vivir.
       Le estaba ocurriendo seguido últimamente: creer que por fin había descubierto en qué consiste el trabajo del tiempo. Una semana atrás, sin ir más lejos, le había pasado. Y la revelación le provocó tal entusiasmo que, contrariando su conducta al respecto, se lo había contado por mail a Brueghel, cierta cualidad que alguna vez tuvo el tiempo para mí (le había escrito) y que se me perdió. Ni siquiera se me perdió, se fue escurriendo sin que lo notara. Un tiempo que se escurre sin que una lo note, ¿no te da miedo? Tal vez a vos no, pero a mí sí me da miedo. Porque ahí está el cambio feroz, la baba que me va acercando sin pena ni gloria a la muerte. El tiempo de la infancia, el tiempo de la adolescencia, era eterno, cada instante estaba tan cargado de sí mismo que resultaba interminable, por eso los años, cuando uno es chico, resultan infinitamente largos, ¿a vos no te pasaba? Cómo pasa el tiempo, decían los viejos y una pensaba qué idiotez está diciendo éste, si para mí el tiempo no pasa nunca. Parece mentira que ya se termine el año, ¿viste alguna vez a un adolescente decir semejante imbecilidad? Es perverso, es cruel, el tiempo que nos acerca a la muerte es el más veloz. Pero ahora que lo sé, tengo que encontrar la manera de revertir este acortamiento vertiginoso.
       Cierto que, como era de prever, la respuesta de Brueghel fue burlona pero ¿no dejaba entrever cierta impresión? Confiada en esto, mientras ponía la ropa lavada en el secarropas decidió que iba a llamarlo por teléfono a su refugio de Canoa Quebrada para contarle de viva voz el episodio de la casa; no quería privarse de escuchar la reacción de él ante un chisme tan suculento. (Desde el asunto de los chinchulines, Brueghel había decidido aislarse y lo único del mundo exterior que despertaba en él algún interés eran los chismes —ahí está la verdadera sal del humano adulto, decía, en lo que se niega a contar pero igual se le filtra por alguna hendija y se va perfeccionando de boca en boca—; por lo demás, había decidido no causarse la menor incomodidad y se dejaba envejecer sin resistencia; Vica, que, según él, solía dejarlo exhausto con tanto movimiento inútil, era su fuente más torrencial de vida exterior de modo que, antes de encender el secarropas, ella tenía decidido llamarlo para recibir en vivo los comentarios de él sobre el episodio). Pero apenas accionó el botón del secarropas cambió de idea: su resolución de mudarse a la casa era demasiado tiernita, ¿resistiría las ironías de Brueghel al respecto? Después de sacar la ropa seca fue hasta la computadora y, en un largo mail, le contó la escena completa. ¿Viste ésos que, después de un ataque, pierden la escritura, o la destreza del caminar?, le escribió al final; les van enseñando cómo era, y lo ejercitan y lo ejercitan y, cuando te querés acordar, ya están escribiendo o caminando de nuevo. Pero a mí, ¿quién puede enseñarme cómo era ese movimiento del alma que, vaya a saberse por qué, un día dejé de ejercitar? Tengo que aprenderlo sola, y estoy segura de que algo en esa casa me va a develar qué desaprendí. Puso “enviar” y subió a lo de su vecina para dejarle la plata de las expensas.
       Estaba explicándole lo del viaje imprevisto cuando se escuchó una explosión que las paralizó a las dos.
       —Me parece que fue en tu casa —dijo con temor la vecina.
       Y era. Luego de un registro rápido —alivio fugaz: todo está como era entonces—, como de un mazazo comprobó que se había derrumbado entero el techo del baño. El accidente (se recordó diciéndole algo por el estilo a Brueghel) es lo único que puede frenarme. Y un viento de catástrofe estuvo a punto de voltearla.


       Estaban los dos sentados sobre el colchón destripado, esperando que se hiciera de noche para sacarlo a la calle. Hacía pocos días que ella se había mudado a su primer departamento. A él se le había pasado el enojo y cuando ella por fin consiguió contarle el incidente entero terminó riéndose como loco.
       —Te das cuenta, ¿no? —le dijo él cuando ella llegó al fin del relato—, arremetés como una locomotora contra lo que se te ponga en frente y al final conseguís cosas que van a ir a parar directo a la basura.
       —No, no —ella sacudía la cabeza—. No aproveches este tropezón para hacer pata ancha. El del mundo negro sos vos, no yo. Para mí lo que cuenta es que quería un colchón y acá está —pareció recapacitar; al fin se encogió de hombros—. A la larga o a la corta, todo lo que una hace va a parar a la basura. La cuestión no es ésa.
       —La única cuestión es ésa —dijo Brueghel—. Tratar de que algo, una millonésima parte de lo que uno hace, no se convierta en basura. Pero yo al menos tengo bien claro que nunca lo voy a conseguir.
       Y ahí, por primera vez —y una de las últimas—, sentados los dos sobre el colchón mientras esperaban que se hiciera de noche, Brueghel le habló de sí mismo. Talentoso para el dibujo, te das cuenta (le contó), eso decían de mí cuando era chico. Y yo me la creí. Me mandaron a tomar clases con maestros en serio (ahí le lanzó una mirada intencional que Vica simuló no registrar: que desembuche de una vez, pensó). Pero aprendí demasiado. Un día me di cuenta de que todo lo que hubiese querido hacer ya estaba hecho. Nunca voy a poder ser Brueghel, ¿te das cuenta?
       —Ésa es la diferencia entre vos y yo —dijo Vica—: que yo no tengo talento para nada en especial —hizo una pausa—. Salvo para la vida. Y quién te dice que eso no sea una ventaja. La vida es tan inagotable, no sé, que una siempre puede estar persiguiendo algo. Ahí debe estar la cosa: en que yo quiero algo y lo persigo, lo persigo…
       Él, con un gesto de burla, señaló el colchón.
       —Hasta que lo conseguís.
       —Yo no me burlaría tanto —dijo ella—, realmente es así.
       Él la miró con una mezcla de irritación y curiosidad.
       —Decime la verdad, pero bien desde el fondo de las tripas, ¿en serio creés que vas a poder conseguir cualquier cosa que te propongas?
       Ella se quedó pensando unos segundos. Se rió.
       —Hay excepciones —dijo—. ¿Alguna vez te conté lo del planchado?
       Él dijo que no.
       —Bueno, cuando fuimos a vivir a la casa de las condenadas, la miserable de mi tía Argenta le metió en la cabeza a mi mamá que estar todo el día ociosa me iba a trastornar. Estar ociosa, según sus preceptos, era no hacer las tareas del hogar, el peor pecado que puede cometer una mujer, te imaginás. Así que me plantó ante la tabla de planchar, me encajó una pila de ropa, y me dijo que tenía que dejarla toda planchada. ¡No sé planchar!, gritaba y lloraba yo. Sí, sabés, imperturbable la muy turra; cualquiera sabe, no hay más que pasar la plancha una vez y otra vez, y todas las veces que haga falta hasta que no quede ni la menor arruguita. Estuve horas, me acuerdo; siempre que pasaba la plancha por alguna parte se arrugaba otra, entonces planchaba esa nueva arruga y se arrugaba algo que había quedado abajo. Pero al final fue quedando todo impecable y yo pensaba te voy a refregar la ropa por la cara, gran yegua, vas a aprender para siempre que si yo me pongo a planchar, plancho mejor que nadie, pero ahora que lo viste te juro que nunca más en mi vida voy a planchar tu podrida ropa simplemente porque no me da la gana. Eso pensaba y me sentía cada vez más contenta y más poderosa. ¿Y sabés lo que pasó? Chift. Saltó una llamarada de la plancha y se quemó casi todo. Así que nunca tuve oportunidad de decirle a mi tía lo que quería decirle. Para ella estaba más claro que el agua: yo era una inútil y una haragana y lo mejor sería ponerme en vereda antes de que fuera demasiado tarde.
       —¿Y?
       —Y nada. Que la cosa sigue siendo igual: planchás y planchás hasta que no te queda ni una arruguita, mirá qué fácil. El problema es si te ocurre un accidente, ¿te das cuenta?, eso que te cae de la nada y te quema toda la ropa sin que lo puedas detener. El auto que dobla a toda velocidad justo cuando estás cruzando. Eso sí que me da miedo. Pero si el auto no dobla, si la llamarada no salta… —pensó un momento—. Y, sí: cualquier cosa que me proponga la voy a conseguir. A eso ponele la firma.
       —No me cabe la menor duda —dijo Brueghel.


       A Vica sí, después de la caída del techo, le cabían algunas dudas. Desde hacía unos minutos miraba como hipnotizada la montaña de escombros y se preguntaba si no sería una advertencia. Tal vez había depositado demasiadas expectativas en esa mudanza, si es que merecía llamarse mudanza. A esta altura ni siquiera estaba segura de que eso que ni siquiera sabía cómo nombrar fuera factible de ser rearmado como se rearma el propio cuerpo.
       El cuerpo se arma como se arma una casa: el día en que cumplió sesenta años se lo había escrito a Brueghel, justamente a él que consideraba el cuerpo un adminículo superfluo y, en cierto sentido, inconcebible. Vica le contó, muy orgullosa, cómo, pocos días atrás, había conseguido por fin pararse sobre las manos (ya sé, querido mío, que estás pensando para qué diablos alguien, a los sesenta años o a cualquier edad, va a necesitar pararse sobre las manos si ya pararse sobre los pies resulta un esfuerzo desmesurado, pero así soy, hay un triunfo en eso de vencer el orden natural, un triunfo sobre el paso de los años). Y eso, le escribió, era lo maravilloso del cuerpo, que siempre se podían extraer de él ciertos acordes imprevisibles. Una lo ve, te das cuenta, una lo toca y al mismo tiempo lo percibe desde su interior. Es extraordinario el cuerpo, siempre es posible moldearlo y sacarle brillo como a cualquier otra cosa material (en ese momento se vio, como si fuera vista por otro, y tuvo una ráfaga de miedo). No hablo de las arrugas (le escribió), ésas son marcas que va dejando lo vivido. De joven una tiene una cara al tuntún, linda o no linda pero totalmente azarosa. En cambio con los años cada uno va teniendo la cara que se merece. ¿Viste que algunas caras más que envejecer se descomponen? No hay operación que las arregle, por alguna fisura se les cuela la descomposición. Pero hay otras que con arrugas y con patas de gallo igual resplandecen, dejan ver algo, no sé, cierta vitalidad, o cierta alegría que viene de adentro. Y pensó, mientras escribía, si a ella aún le quedaría algún rastro de eso que acababa de llamar vitalidad o alegría. Y también pensó, quizá por primera vez, si sería posible recuperar eso que ahora temía haber perdido del mismo modo que se recupera el movimiento.
       Por eso andaba a la deriva, tratando de atrapar la punta del hilo. Si la atrapaba, creía a veces, ya no iba a dejar que se le escapase y eso que alguna vez la había constituido —¿esa alegría?, ¿esas ganas?— volvería a embriagarla.
       Mirando el derrumbe, la alegría le parecía algo imposible de concebir y de lo único que tenía ganas era de sentarse en el suelo y ponerse a llorar. Muy fácil —decidió—, un simple llamado a Emilce, quédese por favor con el adelanto a modo de compensación, y acá no ha pasado nada.
       Se nos anda enflaqueciendo la voluntad.
       ¿Querés que te confiese una cosa? Siempre fue flaca, tal vez ahí está el mérito.
       ¿Quién te dijo que hay un mérito?
       Yo. Yo lo digo. Ningún hada madrina me tocó con la varita, vos lo sabés muy bien. Lo que soy, lo soy desde la nada, o desde un sueño tan improbable que ni a Brueghel, al principio, me animé a contárselo. Cómo me miró cuando al fin le confesé que había decidido ser escenógrafa. ¿Desde dónde te creés que sos capaz de construir un clima, un mundo que hable por sí mismo, arriba del escenario? ¿Te creés que en la vida todo es soplar y hacer botellas? Pero hablaba, de puro sorprendido nomás, sin pensar realmente lo que estaba diciendo: para mí ninguna cosa es soplar y hacer botellas. Y ya estaba bien agarradita a los escenarios cuando se lo dije. Volviéndolo loco a Saulo para que me enseñara todo lo que se puede enseñar. Lo demás, pensaba, lo voy a ir buscando sola. Y ahí tenés: homenaje en París el mes pasado, homenaje en Buenos Aires ayer si no me hubiese desviado del camino.
       Homenajes, puaj, lo que queda para los sexagenarios que alguna vez fueron brillantes. Si al final esta carrera de los artistas es igual a la administrativa. Persisten en el puesto, se portan más o menos bien para no ser despedidos, y con los años llegan a gerentes. A los sesenta, gran homenaje de despedida con lágrimas, medalla y todos los chiches. Un asco. ¿Qué quedó de ese desenfreno con que buscabas que la locura de Strindberg se respirara en el escenario aun antes de que ningún actor abriera la boca?
       Sabés que estuve semanas tratando de construir un Ibsen único para estos chicos teatristas; tienen dos mangos pero yo les dije que eso no importaba para nada: el alma oscura de Solness iba a estar ahí desde el momento mismo en que se levantara el telón. Bah, ni telón tienen, pero era Solness, te das cuenta, unos chicos jóvenes que querían hacer nada menos que Solness.
       Y durante semanas estuviste dando vueltas en círculo sin que se te ocurriera una sola imagen que valiese la pena. Por eso acabás de decirles, muy afligida, que lo sentís tanto pero viaje urgente, ellos tienen que entender cómo son estas vicisitudes de la gente famosa, ella se va a otro mundo a buscar el sacudón de la juventud enterna. Capaz que a la vuelta de juvencia algo se le ocurre.
       ¿En qué quedamos? ¿Lo que está mal es que me vaya o que me quede?
       Lo que está mal es que algo esté mal. Antes no pensabas en esos términos, te tirabas de cabeza. Y a veces te la rompías, hay que decirlo. Pero.
       Pero aquí estoy, vivita y coleando.
       Sin dar pie con bola para ese Solness, ¡justamente Solness!
       Ahí está el meollo. Soñaba con algo tan… solnessiano. Quería que, sin que los chicos gastaran un mango, cada plano, cada textura, cada espacio desierto hablara de las contradicciones de Solness, de la conciencia de su impotencia.
       Y no te da el cuero.
       No sé si no me da el cuero, yo no lo diría así. Creo que el cuero me da. Pero estoy vacía.
       ¿Y esa voluntad que te hacía mover montañas?
       Una voluntad flaca, ya te dije. O una voluntad que flaquea. No sé, parece cómico pero, en el fondo, siempre necesité mucha voluntad para tener voluntad. Tal vez el mérito esté ahí, ¿no te parece? Con voluntades gordas y perennes capaz que cualquiera mueve montañas. Y hablando de montañas —miró los cascotes—, imposible que deje esto así.
       Se acordó de otro derrumbe y de cómo había ido juntando, uno a uno, los cascotes en bolsas porque no tenía un centavo para pagarle a alguien que hiciera el trabajo, ¿no acababa entonces de mudarse a su primer departamento?, y apenas se le cruzó esta pregunta el episodio de los cascotes se le entreveró con el asunto del colchón y de pronto se descubrió calculando si aquel otro derrumbe habría ocurrido antes o después del colchón, detalle que tal vez carecía de importancia, sólo que no podía sustraerse a especulaciones como ésta, registraba aniversarios, comparaba acontecimientos que se habían verificado en una misma fecha de distintos años, descubría coincidencias imperceptibles entre sucesos sin una vinculación aparente (esto de las dos mudanzas, ¿no constituía una pista digna de ser atendida?), como si tuviera la esperanza de armar una red significativa con elementos que, en sí, carecían de toda significación. ¡Basta!, se dijo, no es buen momento para acordarse del colchón. Y se hundió, ahora sí, en la imagen de sí misma juntando los cascotes hasta que a las tres de la madrugada, arrastrándolas, fue sacando a la calle las bolsas como quien quiere alejar de su vida la desesperanza.
       Tengo que llamar a alguien para que arregle esto, se dijo, no puedo dejar semejante desastre por un capricho que, ahora me doy cuenta, carece totalmente de fundamento.
       Estaba buscando en la cartera el número de Emilce cuando sonó el teléfono. Unos timbrazos después emergió del contestador la voz estridente de Brueghel: Pensaba que lo tuyo era puro divague de Fausto trasnochado pero ahora veo que estás totalmente loca. ¿Así que le vas a pedir a una camita provenzal que te dé la receta de la juventud eterna? Está bueno: así después te plantás frente al espejo a repetir una y otra vez los ejercicios que te recomiende la provenzal hasta quedar hecha una pendeja. Demasiada fe en tu voluntad, querida. ¿Te doy un consejo? Acordate del colchón. Y después te tomás un tecito de valeriana y te metés en la cama; capaz que mañana te despertás curada.


       La casa se arma como se arma el cuerpo, le dijo esa vez a Brueghel. Después de cuatro meses de vivir en la casa de él y tal como lo había planeado, ella había conseguido por fin juntar la plata y alquilarse un departamento. Él había ido a conocerlo y no parecía muy convencido.
       —Sí —dijo Vica—, por ahora no hay otra cosa que sarro y cucarachas pero ya vas a ver: una casa se arma como se arma el cuerpo —él seguía con cierto aire de escepticismo—. Tiene mucha luz —agregó—, eso sí que es fundamental porque sin luz no hay tu tía. Con todo lo demás, yo me las arreglo.
       Y se las arregló. Con masilla, con venenos, con saldos de papel pintado y con abundante polvo limpiador, trajinando día y noche sin más droga que la visión —cambiante— del departamento platónico que ardía en su cabeza fue rellenando lo hueco, matando lo invertebrado y bruñendo toda superficie que, debajo de sedimentos viles, alentaba la promesa de un refucilo.
       Le faltaba casi todo pero sabía hasta en el mínimo detalle cómo iba a ser su departamento.
       —No me importa cuándo lo voy a tener completo —le dijo a Brueghel desde la silla en la que ahora estaba parada dándole martillazos a la pared—; para mí, las mediciones del tiempo son nociones despreciables. Lo único que me importa son los sucesos que me van acercando a lo que quiero.
       Lo que quería lo iba armando como se arma un rompecabezas: con despojos, con muy poca plata y con un poder de convicción capaz de romper el corazón de electricistas y tapiceros. A ese departamento platónico que ella tenía entero en su cabeza pertenecía el colchón serruchado. Se trataba de un invento que, cuando lo concibió, le hizo palpitar el corazón. Había encontrado la manera de subsanar una carencia que le resultaba fatal para la nueva vida que proyectaba: una cama de dos plazas. A duras penas había conseguido una camita escueta, regalo de una compañera de danzas. Con una colcha colorida que compró en el Once y unos almohadones tejidos al croché por su nueva vecina, la cama terminó siendo de día un diván bastante atractivo. El problema eran los amantes que ella planeaba tener en esta nueva etapa de la vida; no podía acostarlos en una camita casi infantil. Para peor, el inconveniente no era sólo de orden económico: con o sin dinero, una cama de dos plazas no entraba de ninguna forma. Su invento solucionaba de manera brillante este trastorno. Todo lo que necesitaba era un colchón de dos plazas. Le pedía al portero (un tipo muy simpático) que lo serruchara transversalmente en tres partes iguales, mandaba a hacerles a las partes unas lindísimas fundas (a la vuelta de su casa había un tapicero que la adoraba y le hacía precio en todo), apilaba las tres porciones enfundadas una sobre otra, contra la pared, ponía arriba unos almohadones que, mientras tanto, le iba a hacer la vecina, y ¿qué le quedaba?: un primoroso sillón doble donde se iban a sentar sus visitas. Cuando con algún amante alcanzaban el momento crucial, lo único que debía hacer ella con suma sensualidad era tirar los almohadones sobre su cama real, poner las tres porciones en el suelo una atrás de la otra de modo que recobraran su original forma de colchón, y agarrate Catalina.
       La única traba era el precio del colchón; calculaba que le iba a llevar mucho tiempo juntar la plata para comprarlo. Sin embargo, cierta fuerza subterránea (difícil de explicar a los otros pero que ella sentía de una manera casi física corriendo en silencio debajo de esa tenacidad visible que la llevaba a agujerear paredes y seducir tapiceros) también esta vez hizo su labor. Se manifestó en una compraventa, durante el atardecer muy caluroso de un día de verano. Ella entró justo cuando estaban bajando la cortina metálica, dispuesta a comprar una mesita desvencijada de patas exquisitas que había visto dos días atrás.
       —Ya cerramos —le dijo el dueño.
       —Por favor, es nada más que una mesita que vi el otro día —dijo ella—. No le voy a robar mucho tiempo porque ya está elegida. Y la necesito ahora.
       El hombre emitió una especie de bufido pero la dejó entrar.
       —Terminá de bajar la cortina —le dijo al muchacho que lo ayudaba—. Hago esta venta y nos vamos.
       Justo cuando acababa de pagar, ella lo vio, enorme y henchido contra una pared, con un papelito prendido por un alfiler. Se acercó al papelito y, cuando vio el precio, el corazón le dio un vuelco: era tan barato que podía pagarlo con la plata que le quedaba.
       —Quiero ese colchón —dijo.
       —A las diez abrimos —le dijo el dueño.
       —No —dijo ella—, lo quiero ahora.
       El dueño juntó las manos como si rezara.
       —Escúcheme —le dijo—, ya cerramos. Le juro por mis hijos que mañana a la mañana el colchón va a seguir ahí.
       —Es que no puedo volver mañana. Lo necesito ahora.
       El dueño la miró de arriba abajo.
       —¿Lo piensa llevar puesto?
       Ella, sin vacilar, miró al muchacho, que estaba parado ahí como esperando algo. Era grandote y con pinta de buenazo.
       —¿Vos me podrías ayudar? —le dijo.
       El muchacho levantó las palmas, como disculpándose.
       —Ya me voy —dijo.
       —Es sólo un ratito —dijo ella—. Por supuesto te voy a pagar por esto. No sabés el favor que me harías.
       El muchacho miró al dueño, parecía medio desesperado.
       —Asunto tuyo, pibe —le dijo el dueño.
       —Es que la persiana ya está baja —dijo el muchacho.
       —Con que la levanten un poquito… —dijo ella.
       No quiso mirar ni cuando el muchacho levantó a medias la cortina ni cuando el dueño, muy agachado y entre puteadas, pasó el colchón por la abertura, ni cuando el muchacho se lo cargó sobre la espalda. En silencio, también muy agachada, ella salió portando la mesita.
       Bajo el sol pegajoso de febrero constituyeron una procesión extraña. El muchacho cargando sobre la espalda el colchón enorme y ella con su mesita, tratando de entablar con él una conversación, cosa de atenuar el malestar que le provocaba verlo cargar por su culpa algo tan pesado e incómodo. El muchacho transpiraba y no parecía tener ganas de charlar. Se limitó a seguirla las seis cuadras que los separaban del departamento. Cuando llegaron al ascensor ella, cobardemente, le dijo:
       —Andá vos nomás por el ascensor. Yo subo por las escaleras.
       Cómo hizo él para poner y sacar el colchón del ascensor, nunca lo supo. Cuando Vica llegó arriba, él la estaba esperando sentado sobre el colchón.
       —Hasta acá llegué —le dijo.
       Ella entró un momento al departamento y salió con toda la plata que le quedaba hasta fin de mes. Le pagó al muchacho, le agradeció efusivamente, le dio un beso, secretamente esperó que él, ante tanta prueba de amor, la iba a ayudar a entrar el colchón. Pero no, su ángel bienhechor ya había dado por terminada su misión. Se metió muy rápido en el ascensor y cerró la puerta corrediza como quien clausura cualquier vínculo futuro.
       A Vica el desaliento le duró apenas un minuto. Después, con determinación, puso el colchón de canto y, con muslos, brazos y caderas, lo fue empujando hasta que lo tuvo, entero, adentro de su casa. Ya era suyo. Lo volcó (ocupaba todo el piso libre) y pudo mirarlo por primera vez.
       Era repugnante, con manchas de sangre y otras de un color aún más dudoso. Si el cotín había tenido algún dibujo no se le notaba por lo gastado y sucio. Pero qué importaba; un día cercano, bien serruchado en tres perfectas secciones transversales, estaría cubierto de una tela preciosa y nadie sabría nunca de su corazón corrompido. Fue a ver al portero.
       —¿Serruchar un colchón? —le dijo el hombre—. Eso es imposible.
       —No diga que es imposible —dijo Vica—. Las cosas siempre se pueden serruchar. Uno empieza por algún lado, y sigue y sigue, y al final quedan serruchadas.
       —Pero, Viquita —dijo el portero; se notaba que le partía el corazón contrariarla—. Un colchón no es como cualquier cosa. ¿Tiene flejes?
       —Y, flejes me parece que tiene —dijo Vica.
       —¿Ve? ¿Cómo va a serruchar un fleje?
       —¿Usted no podrá conseguir un cortafierros?
       El portero la miró, desahuciado; penosamente siguió argumentando, pero todo fue inútil. Al día siguiente, a la hora de la siesta, munido de serrucho y tijera hojalatera entró en el departamento de Vica. Ella se disculpó por las manchas, como si estuviera exhibiendo algo íntimo y obsceno, pero al portero ese detalle no pareció importarle. Enceguecido, encaró el fleje con la tijera.
       —¡Por la marca! —gritó Vica, que ya había hecho las mediciones correspondientes y había dejado indicadas con marcador las tres secciones idénticas.
       —Por la marca —murmuró el portero.
       Después de varios intentos consiguió cortar el fleje; las dos puntas saltaron hacia los lados. El portero miró a Vica.
       —¿Se da cuenta, Viquita? —dijo.
       —Serruche por ahí —dijo Vica, como si no lo hubiese escuchado.
       El portero serruchó. Un desparramo de resortes y de algo pulverizado y maloliente puso fin a la tarea.
       —Le dije, Viquita, que no se podía —dijo el portero cuando se iba. Y parecía triste.
       A Brueghel no lo convenció tan fácil como al portero. Casi llorando tuvo que rogarle que viniera a ayudarla a sacar el colchón a la calle. Ahora que sabía que no iba a servir, no soportaba un minuto más tenerlo en el departamento, con su olor asqueroso y su alma destripada.
       Lo velaron los dos sentados sobre él, discutiendo y contándose historias y riéndose hasta que se hizo noche cerrada.
       —No entra en el ascensor —le dijo Brueghel después que, trabajosamente, lo sacaron al pasillo.
       —El muchacho pudo meterlo —dijo Vica.
       Brueghel la miró con odio y, de tres puñetazos, metió en el ascensor el colchón, que quedó oprimido contra la pared del espejo. Mientras bajaban, vieron a algunos vecinos que observaban atónitos cómo un hombre y una mujer pasaban acostados boca arriba sobre un colchón, sólo que verticales.
       Igual que se transporta un cadáver, sacaron el colchón a la calle. A la mañana siguiente había desaparecido.


       Puto amargado, dijo Vica mirando con furia hacia el teléfono, estás ahí igual que una planta, resignado a no moverte, a no pintar, a no vivir, y venís a darme lecciones a mí.
       Como una tromba, fue hasta el dormitorio. Pensó que un día de estos tenía que escribirle a Brueghel unas cuantas cosas. Que después de casi medio siglo venía a darse cuenta de que él nunca la había entendido, que era como si en todos estos años ella hubiese estado tratando de explicarle la tercera dimensión a una hormiga. Lo de “hormiga” le gustó, le dio ánimos; abrió el bolso, abrió la valija, y en desorden pero con brío empezó a meter las cosas que iba sacando del placar. Registrador de fracasos, le iba a escribir, a buena hora te venís a acordar del colchón, ¿pero quién te dice que no me quedó también de eso una marca, que algo de lo que soy ahora no viene de tanto trajín inútil? La vida es tan curiosa, tan llena de vueltas. Y no me vengas a decir, como me dijiste una vez, que soy una optimista incurable. No me gustan los optimistas, no me anoto en ese gremio. Tienen fe en el mundo, en el alegre desarrollo del mundo, o de lo que sea, hacia un futuro mejor. Y yo no tengo fe en el mundo ni en nada. Lo único que me empuja es cierta compulsión, llamémosla moral, a trabajar para que las cosas —y el mundo también, por qué no— se muevan hacia donde yo creo que tienen que moverse. ¿Quiero ser Pieter Brueghel? Bueno, a inventar se ha dicho. A inventar ese Brueghel del siglo veintiuno ¿por qué no? Pero vos ¿qué te vas a tomar ese trabajo? Mejor largás todo, mejor nos abandonás a todos y te vas a trabajar de difunto en Canoa Quebrada sólo porque tu almita sensible no pudo soportar que a un trasnochado que tuvo la sublime idea de ponerle “La tortura del militante” a un ramillete de chinchulines sangrantes le dieran el Gran Premio de las Artes Visuales. Puede que así sean las cosas, mi querido, pero lo que es yo no les haría el caldo gordo.
       Y volvió a saber, de pies a cabeza, que tenía que ir a esa casa. Se fijó la hora; Emilce estaría esperándola, preocupada por la tardanza. De pronto le pareció tentador el cariño que había despertado en esa mujer. La iba a mimar mientras ella se dejaba embeber por el espíritu de la casa. Resuelta empuñó la valija, se puso el bolso al hombro y, sin siquiera echarle un vistazo al derrumbe, salió del departamento.


       Y acá estaba otra vez ante la mano perfecta que era como un cristal en su memoria. Eludió pensar en la rigidez de la mano, en su imposibilidad de emitir el sonido metálico que alguna vez, pese a los pesares, la había hecho vibrar de ilusión.
       Tocó el timbre y vio la sombra que se acercaba. Estaba preparando una amplia sonrisa para Emilce pero, cuando la puerta se abrió, abruptamente tuvo que acomodarse a lo que percibió como una inversión de la realidad: quien estaba ante ella, observándola con una sonrisita irónica, era el cuervo.
       Se tragó la sorpresa y lo saludó con neutralidad.
       Él parecía estudiarla.
       —¿Hoy se vino sin flores? —dijo.
       Vica ignoró la pregunta.
       —Buscaba a Emilce —dijo.
       —¿Y ahora ya no la busca? Je, je. Pase, ella la esperaba más temprano.
       Vica entró, algo desconcertada. Adentro, los baldosones en damero y el gallo-cenicero-virgencita seguían en su lugar. Desde la puerta abierta que daba al patio, llegaban olores culinarios. El cuervo le extendió una llave.
       —Querida —escuchó la voz lejana de Emilce—, me agarraste justo con las manos en la masa. Acomodate nomás que yo ya voy a hacerte los honores.
       —Que lo disfrute —dijo el cuervo. Y salió de la casa.
       Parada en mitad del vestíbulo, Vica tuvo la incómoda sensación de estar dentro de una representación teatral. No sabía muy bien qué le tocaba hacer ahora.
       Entrar, princesa, ¿no viniste para eso?
       Con cierta aprensión abrió la puerta del dormitorio.
       Acá estaba, por fin. Dejó la valija sobre la cama, el bolso en el suelo, y miró a su alrededor tratando de sentir algo especial. Ante la perspectiva de acomodar el equipaje, lo único que podía experimentar era cansancio. Pensó que la emoción es un sentimiento imprevisible: a veces basta con la resonancia lejana de un perfume para que florezca, otras veces, la habitación entera en la que una, medio siglo atrás, ha comenzado el pertinaz trabajo de construirse no provoca otra cosa que esta desazón.
       ¿Y qué esperabas?, pensó que le iba a decir Brueghel cuando se lo contara, ¿que la camita provenzal, al ritmo de la farolera tropezó, te iba a meter de cabeza en el túnel del tiempo?
       Se rió; ya no estaba enojada con Brueghel: lo necesitaba. Hasta pelearse con él le resultaba un amparo. Pero ahora (acababa de darse cuenta) la acuciaba una necesidad menos emotiva: un baño. Claro que conocía muy bien ese recinto enorme, con tres puertas (una de las cuales daba a su dormitorio), que siempre le provocaba el mismo terror: seguro que se había olvidado de correr uno de los tres pasadores y entonces alguien podría entrar intempestivamente y vulnerar su intimidad. ¿Debía pasar al baño sin más vueltas o correspondía que le preguntara alguna cosa a Emilce? Ahora ésta es mi vivienda, trató de convencerse; pagué por esto. Y con decisión abrió la puerta intermedia.
       Inesperadamente, fue allí donde, por primera vez, la sacudió un ramalazo de recuerdo. Sólo que no fue grato. Ese espacio blanquísimo y helado la trajo de un golpe a la desolación de la adolescencia. Vio unos estantes laterales que en su tiempo no estaban: amontonados allí, frascos, potes e instrumentos diversos. La estremeció un sentimiento de repulsión; ¿tendría que compartir el baño con alguien? Emilce no le había dicho nada sobre el tema. Abrió con miedo el botiquín: estaba vacío pero eso no la hizo sentirse mejor. Estaba verificando la limpieza de las toallas cuando escuchó dos golpecitos leves en la puerta.
       —¿Todo bien, querida?
       No era la situación más cómoda para que aclararan el asunto de la privacidad.
       —Creo que sí —dijo con esfuerzo.
       La voz de Emilce sonó jovial.
       —Puse nuestras cosas a un costado, querida, así te queda todo el botiquín para vos. Quedate tranquila que nosotros sólo vamos a usar este baño para bañarnos.
       ¿Nosotros? ¿Nuestras cosas? La invadió la imagen del cuervo desnudo en esa gran bañadera con patas. Le dieron ganas de vomitar pero no, ¿por qué el cuervo? No tenía ni idea de quién vivía con Emilce. Salió del baño hacia el dormitorio.
       Abrió la valija y el bolso, miró de refilón todo lo que había traído; demasiado tal vez. Ordenarlo le pareció una empresa imposible. Instaló la notebook y le escribió a Brueghel: Hace un rato, cuando escuché tu mensaje en el contestador, me enojé con vos y te llamé “puto amargado”, pero ahora, mirando las valijas que todavía no desarmé, te juro que entiendo que uno, un buen día, decida bajar los brazos y quedarse inmóvil para siempre.
       Toc toc. Saltó en la silla. Escuchó la voz melosa de Emilce.
       —¿Te parece bien la cena a las nueve?
       Se sintió invadida.
       —Emilce, no arreglamos eso —dijo con brusquedad—. Sólo la estadía.
       Hubo un silencio detrás de la puerta, ¿de decepción?
       La voz de Emilce llegó tardía y triste.
       —Era sólo una cena de bienvenida.
       Escuchó los pasos, alejándose. Soy una miserable, pensó. Además estaba hambrienta y no tenía por qué empezar con su trabajo de indagación ya mismo. Entreabrió la puerta. Olor a comida.
       —Muy bien, Emilce —dijo con voz entusiasta—. A las nueve voy a estar allí como que me llamo Victoria.
       Escuchó la respuesta jubilosa y volvió a la notebook.
       Pero no te hinches de orgullo como un pavo real (siguió); sabés que jamás te escribiría para darte la razón. Vine a esta casa a descubrir cierta ¿flexión del alma? y como que me llamo Victoria que la voy a encontrar, ya sabés cómo soy. Emilce me invitó a cenar así que ahora mismo acomodo todo, me doy una ducha y me visto de punta en blanco. Pienso tomarlo como una ceremonia de iniciación, después te cuento.
       Y con un impulso que no le era desconocido y que provenía justamente del cansancio y de las ganas de mandar todo al diablo y permitir que la vida hiciera su faena sin inmiscuirse ella, acomodó de un saque sus pertenencias, reunió sus elementos de tocador y se fue para el baño.
       Revisó varias veces los tres pasadores, limpió lo que le inspiraba desconfianza, ordenó sus cosas en el botiquín. Recién entonces abrió la ducha y entró en la bañadera.
       I’m gonna wash that man right out of my hair, espumada cantó por costumbre. Solía ser un canto curador, un ensalmo que la restañaba de ciertos trabajos de amor perdidos. Pero esta vez no había un hombre que ella necesitara lavar de su cabeza, ningún amado en ciernes agitándola y lo curioso es que ni siquiera le importaba, ¿se habría librado al fin del aguijón de la carne? Ah, querido Sófocles, yo que podría escribir —y algún día, por qué no, tal vez la escriba— una historia non sancta sobre el amor y sus formas, ¿me habré curado?, ¿hay afanes entonces que se curan para siempre?, ¿que se terminan para siempre? Casi se dejó atrapar por la melancolía. Tal vez hay algo, entonces, que ya hice por última vez, y ni siquiera lo sé. Pero no. Dejó que el agua corriera por su cabeza espumosa. Hay un movimiento del alma, una posibilidad del alma que sólo muere con una. I’m gonna wash that man right out of my hair, cantó a toda voz y era una canción gozosa, el canto de una mujer desnuda que todavía es capaz de sentir como un regalo la alegría del agua corriendo por su cuerpo y arrastrando cada una de las pequeñas vacilaciones de este día tan complicado.
       Aun cantando, duchada, dichosa, dicharachera, ¿dechado de?, no, dechado de nada, pero plena de sí misma porque algo se conserva aun en el desbarranque, ¿verdad?, ¿cierta capacidad de juego?, ¿cierta disposición para la embriaguez?, levanta grácil la pierna para salir de la bañadera. ¿Demasiado profunda tal vez?, ¿ha olvidado la altura real de sus paredes? Apoya el pie sobre la baldosa mojada y cuando levanta la otra pierna algo se desequilibra, algo queda sin sostén, su cuerpo sin sostén vuela por el aire, es una cosa cayendo en caída libre, su voluntad no cuenta ante la pura gravedad, la cosa aterriza sin su intervención, golpe seco, cráneo (antiguo receptáculo de tanto juego, ah) contra borde de mármol, cuerpo muerto, desnudo, cerebro antigua máquina, inútil, lo estudiarán cuando la encuentren, ¿dentro de media hora?, ¿una hora?, ella no vino a cenar, ¿qué habrá pasado?, tras ella todos al bosque han ido pero ninguno la encontró; sólo trajeron sus zapatitos, dicen que un lobo se la comió. Querida, voz meliflua le llegará a la que agoniza que, ya sin lengua viva, no podrá responder, ¿pasó algo? No habrá respuesta. Golpecitos, golpes, golpazos, hay que romper la puerta, ¡estupor!, fascinación de encontrar lo que se deseaba encontrar, entonces la perdición final, gente entrando, observando el cuerpo, cuántos relatos después, cuántos detalles contados por aquellos que presenciaron ese cuerpo. Manipulación, investigación, ¿fue violada?, ¿no se habrá tratado de un crimen pasional? Nadie la conoce por acá, apareció ayer con un ramo de flores. La historia es escabrosa e infinita. Es noticia. De otra. Soy otra. ¿No es eso lo que me paralizó cada vez que algo me paralizó? El temor al accidente, a que algo fuera de libreto (fuera del control de mi voluntad) me sacara de mi centro, estrafalario, excéntrico, pero mío, trabajosamente buscado y logrado —mal logrado, pero no malogrado— y me instalara ¿en la muerte?, ¿en ese accidente total que es la muerte?, ¿en esa no instalación que es la muerte? Me saca —¿ya me sacó?, quiero moverme y no puedo, ¿ya me sacó?— de esa persona laboriosamente conseguida y sostenida. Yo. No es posible.
       Es posible. Sabés perfectamente que es posible.
       Pero no todavía, por favor, quiero vivir, ¿o acaso no soy capaz de un poco de alegría? Alguien golpea la puerta, ¿es el cuervo? No quiero morir, no quiero morirme acá. No puede estar pasándome esto.
       Entonces, con un esfuerzo feroz, vuelve en sí. La cabeza le duele espantosamente, es hermoso. Su dolor, su cabeza, su cuerpo machucado. Son hermosos. Arrastrándose, agarrándose del borde, muy despacio para no desplomarse, se va poniendo de pie. Está mareada, ama su mareo, ama cada punto doloroso de su cuerpo. Con extremo cuidado mueve el pasador y sale del baño hacia el dormitorio.


       Con dedicación, con entusiasmo, con un dolor de cabeza feroz se engalanó como para un gran acontecimiento. Tenía un chichón como una pelota de tenis, ¿pero quién podía verlo? ¿Quién llegaría a conocer este dolor secreto? Se miró en el espejo y le pareció que irradiaba. Antes de salir para el comedor abrió la notebook. Estoy de buen humor (le escribió a Brueghel) y te voy a decir por qué: hace una hora vencí a la muerte. Casi nada lo del ojo, ¿no te parece? Decime si con semejante precalentamiento lo demás no va a ser moco de pavo. Pulsó “enviar” y, vibrante de pies a cabeza, salió de la habitación.


       Cuando entró en el comedor lo primero que le llamó la atención fue el ramo de zanahorias, dentro de un gran jarrón, en el centro de la mesa. Lo segundo, la cara del cuervo, emergiendo detrás de las zanahorias. La mesa estaba puesta para tres. Un mantel bordado en punto cruz se volcaba generosamente hacia los lados de la mesa. Dijo buenas noches. El cuervo dijo buenas noches y emitió una risita.
       —Se ve que es de las que se salen con la suya —dijo.
       Vica, pese al dolor de cabeza, se sentía zumbona y jovial.
       —Algo así —dijo, divertida. Pero su respuesta no debió escucharse porque, mientras la decía, resonó un ¡Querida! agudo desde la puerta del comedor.
       Se dio vuelta y vio a Emilce que, sosteniendo una gran fuente, la miraba embelesada desde la puerta.
       Vica la saludó e iba a preguntarle dónde debía sentarse pero Emilce, que había dejado la fuente, la agarró de los brazos y le plantó un beso en cada mejilla.
       —Querida Vica —dijo una vez que la soltó—, bienvenida a nuestro hogar.
       —¡Aramos, dijo el mosquito! —bramó el cuervo.
       —No empieces —murmuró Emilce casi sin mover los labios. Tomó a Vica de un codo y la empujó con suavidad hacia una de las sillas. Se sentó enfrente y se dispuso a servir.
       Parece orgullosa de su rol, pensó Vica mientras extendía la mano para recibir el plato.
       —Claro, el padre es el último orejón del tarro —dijo el cuervo en tono quejumbroso.
       ¡Guau! (exclamación interior de Vica), hay más cosas en una familia de las que caben en tu dolorida cabeza. De golpe se sentía rebosante de salud y normalidad.
       —Faltaba más, tu papá primero —dijo.
       El cuervo la miró con cierta ironía.
       —No se haga la pendeja conmigo, señora Vica. Acepte el plato y coma en paz, no vaya a creer que esto pasa acá todos los días.
       Viejo choto, pensó Vica, ¿por qué no te meterás esa lengua en el culo?
       —Gracias —dijo, recibiendo el plato con su sonrisa más mundana.
       —No le hagas caso, querida —Emilce le extendió un plato al cuervo—. Él siempre es así, le gusta pelear.
       —No le hagas caso, no le hagas caso —refunfuñó el cuervo—. Así estás vos por no hacerme caso.
       —¡Cómo estoy! ¡A ver! —saltó Emilce con violencia—. Comé, querida, que se va a enfriar.
       Vica empezó a comer. Estaba riquísimo. Pensó que debía prestar mucha atención a lo que se hablaba en esta mesa, así después se lo contaba a Brueghel, pero sobrevino un silencio bastante largo en el que sólo se escuchaba comer al cuervo.
       —Está delicioso, Emilce —dijo Vica; el silencio la estaba poniendo nerviosa.
       —Me alegro de que te guste —dijo Emilce—, lo preparé especialmente para vos.
       El cuervo dio un golpe con la palma sobre la mesa.
       —¡Cómo estás! —gritó como si se hubiera quedado en suspenso desde la pregunta anterior de Emilce y recién ahora pudiera reaccionar—. ¡Así estás! Recibiendo extraños en mi casa para no morirte de hambre.
       —¡En primer lugar, ésta no es tu casa!
       El cuervo bufó. Con calma le explicó a Vica:
       —La madre dejó un intríngulis de papeles que cualquier día…
       —En segundo lugar —lo interrumpió Emilce; parecía alterada—, Vica no es una extraña, es mi amiga —y señaló el ramo de zanahorias.
       Vica le sonrió, con toda la simpatía de que era capaz en una circunstancia tan inusual.
       —A vos, nena, sí que te compran con espejitos de colores —dijo el cuervo; se dirigió a Vica—. Pero así como la ve, ella hoy en día podría ser una gran cantante lírica.
       Emilce emitió un suspiro sonoro.
       —No empieces otra vez con eso —dijo—. Vos sabés muy bien que la profesora de canto dijo que yo no tenía verdadero talento.
       —¡Qué me estás diciendo! —ahora el cuervo parecía furioso—. ¡Y para el zapateo americano sí tenías verdadero talento!
       —Me gustaba —dijo Emilce, casi llorando. Empezó a levantar los platos.
       —¿Hacías zapateo americano? —dijo Vica con tono muy interesado.
       La pregunta sonaba estúpida, lo tenía claro, pero le pareció que, a esta altura, era una descortesía no participar de algún modo.
       —Se iba a Gaeta a escondidas, apañada por la madre —dijo el cuervo como quien delata un crimen.
       —Bueno, son cosas que una hace en la adolescencia —dijo Vica con una melancolía que la sorprendió. La cabeza le dolía horrores.
       —¡Con ese culo! —bramó el cuervo—. ¡Por favor!
       —Hubiese sido feliz —sollozó Emilce. Y se fue con la fuente para la cocina.
       —Una fracasada feliz, ja ja, igual que una vaca —dijo el cuervo—. Qué lindo, eh —gritó como para que se oyera aun desde la cocina—, qué linda la felicidad de las vacas.
       Vica se dio cuenta de que empezaba a sentir un odio desmesurado por ese hombre. Un odio totalmente fuera de lugar, trató de pensar, ¿qué le importaba al fin y al cabo esta guarida de chiflados? El llanto de Emilce llegaba cada vez más fuerte desde la cocina.
       —Voy a ver qué le pasa —dijo Vica.
       —Deje, siempre es lo mismo, después viene hecha unas pascuas —la miró, como si la viera por primera vez—. Y usted, señora Vica, ¿a qué se dedica? Jo, jo, me salió un verso, qué poeta soy, mamita querida.
       —Soy escenógrafa —dijo Vica tratando de mantener la calma.
       El cuervo sacudió la cabeza como quien dice: “Mirá vos, quién lo iba a decir”. En ese momento entró Emilce con una fuente humeante; tenía una sonrisa un poco exagerada.
       —Mi especialidad —dijo, apoyando la fuente sobre la mesa—, ojalá te guste.
       —No crea que comemos así todos los días —dijo el cuervo; y a Emilce—: ¿Sabías que era escenógrafa?
       —Sí, me lo dijo ayer.
       —¿Y cómo no me contaste? —a Vica—. Yo también ando por el ramo.
       —Ah, no diga —dijo Vica—. ¿Qué hace?
       —Cortinas. Pero no cualquier clase de cortinas, puede preguntarle a cualquiera por acá. Le voy a decir algo, señora Vica —y se tocó el pecho—: yo, así como me ve, tengo la delicadeza de haber triunfado. ¿Sabe cómo empecé? Como un simple empleado de Abolengo, ¿conoce Abolengo? Gran tapicería, no le voy a discutir, pero yo ahí era un pinche del montón. Ahora bien, ¿sabe qué es lo que tengo de bueno? Una voluntad de fierro. Ascendí, ascendí, y acá me tiene: el cortinero independiente más reconocido de Almagro.
       Aparta de mí ese cáliz, pensó Vica.
       —Qué bien —dijo—. Qué rico está esto, Emilce.
       —Qué bien, qué rico, a usted todo le da lo mismo. Un guiso le parece igual que el itinerario de una vida.
       —No trates así a nuestra huésped —dijo Emilce.
       El cuervo se levantó y, parsimoniosamente, tomó un libro muy gordo de una repisa adosada a la pared. Vica, por segunda vez, fue invadida por un sentimiento involuntario de recuperación. Pero no era la recuperación que andaba buscando: lo que se había instalado dentro de su pecho, con tanta intensidad que desesperadamente necesitaba gritar hasta quedar vacía, era la pesadilla de cada noche al sentarse a la mesa, su tía Argenta y sus otras tías pontificando, su abuela, tan parecida a una planta, su madre, hundida en ese persistente miedo de vivir. Pero no, no debía dejarse ganar por el desánimo; trataría de vivir todo esto como si ya se lo estuviese contando a Brueghel.
       —Huésped —oyó; vio al cuervo de pie, leyendo algo en el libro: un diccionario—. Persona alojada en casa ajena en calidad de invitada. ¿Usted, señora Vica, se aloja en esta casa en calidad de invitada?
       —No —dijo Vica al mismo tiempo que Emilce gritaba ¡Sí!
       Hubo un instante de perplejidad general. A Vica le pareció que Emilce la estaba mirando con rencor. Decidió que en una casa de locos lo mejor era mantener la calma.
       —Emilce —dijo casi con ternura—, mejor llamemos a las cosas por su nombre. Vos sabés que…
       —Ah, qué bien —dijo el cuervo—, por fin tenemos a una persona sensata por estos pagos.
       Entonces se escuchó la voz enardecida de Emilce.
       —¡Miente! —gritó—. ¡Seguro que miente! Siempre quiere salirse con la suya. —Se levantó de un salto y fue hacia el diccionario.
       El cuervo le cortó el paso.
       —¡Ese diccionario no lo toca nadie! ¡Es mío!
       —¡Entonces la casa…!
       —Eso está por verse —dijo el cuervo; se sentó y se dirigió a Vica—: La madre dejó un intríngulis de papeles que cualquier día va a resultar que… —Vica sintió una especie de escalofrío. La cabeza le martillaba y ya no tenía ganas de comer. En cambio el cuervo se inclinó sobre la mesa para agarrar la fuente. Momento que aprovechó Emilce para levantarse muy rápido y correr hacia el estante. Antes de que el cuervo pudiera reaccionar, tomó el diccionario, salió de la pieza y cerró con un portazo.
       El cuervo se encogió de hombros.
       —Que se saque el gusto, total… —dijo. Y siguió comiendo.
       Vica trató de concentrarse en el comedor, en recordar cómo eran antes los muebles del comedor.
       —¡Acá está, acá está! —Emilce había irrumpido con el diccionario abierto. Leyó—: “Huésped: Persona alojada en casa ajena”. No dice nada de “invitada”. Mentiste otra vez —miró a Vica—. De chica me hacía lo mismo. Cambiaba las definiciones como le convenía a él.
       —Quería hacer de ella algo más que la holgazana ignorante que es —dijo.
       Vica vio que a Emilce se le llenaban otra vez los ojos de lágrimas. Sintió una furia que le venía de muy lejos.
       —¡Por qué no se calla de una buena vez! —gritó.
       —Por la sencilla razón de que estoy en mi casa. Yo no tengo que andar como usted, mendigando una cama de casa en casa.
       —¡Mendigando! ¡Pero qué me está diciendo! ¿Usted tiene idea de quién soy yo?
       Se vio en ese mismo comedor, colmada de ira, tratando de explicar algo que la constituía pero que era demasiado grandioso o demasiado difuso para que ella pudiera ponerlo en palabras.
       —¡Una fracasada! —gritó el cuervo—, ¿o se cree que yo me chupo el dedo? Ja, ja. Una escenógrafa que, a sus años, tiene que andar yirando de pensión en pensión es una fracasada.
       —¡Y usted es un perfecto imbécil hijo de puta que, para lo único que sirve, es para aplastar la vida de los demás! —gritó Vica desde la soledad y la impotencia de otros tiempos.
       Emilce se puso de pie.
       —¡Cómo te atrevés, en mi casa, a faltarle el respeto a mi padre!
       Vica trató de usar un tono persuasivo.
       —¿No te das cuenta de que este viejo siniestro te está destrozando la vida? —dijo.
       Emilce miró a su padre. Después, hecha una furia, arremetió contra Vica.
       —¡Fuera de esta casa! —gritó. Y le cruzó la cara de una bofetada.
       —¡Bravo, hija! —gritó el cuervo—. ¡Éste es mi pollo!
       Vica se dio cuenta de que ya ni siquiera sentía odio sino algo que se parecía más a una cólera sin destino.
       —Qué perfecto manicomio —dijo.
       —¡Vieja chiflada y fracasada! —dijo el cuervo.
       —Te doy diez minutos para desaparecer de esta casa —dijo Emilce.
       Y entre los dos, abrazados, la fueron arriando hacia la habitación.


       Borracha de furor y de desaliento, aturdida por los insultos de Emilce y del cuervo que le llegaban a través de la puerta, con la cabeza a punto de explotarle, Vica fue cargando en completo desorden sus pertenencias. No juntó sus cosas de tocador. A último momento prefirió no entrar en el baño, donde dos horas atrás había muerto y resucitado. Lo único que quería era irse cuanto antes de esa casa.
       En el momento de salir con su carga, Emilce, parada como un centinela junto a la puerta, le plantó casi en la cara el ramo de zanahorias. Vica lo agarró como pudo y salió de la casa.


       Ah, la vida, pensó después de caminar un buen rato como una autómata; la vida y sus vueltas. Otra vez estaba sola en medio de la noche, huyendo de la casa sin haber saludado a nadie. Vieja chiflada y fracasada, le había gritado el cuervo, a ella justamente que vino a este lugar a descubrir el secreto de la juventud. Fui por lana y volví trasquilada, se le cruzó de golpe, ¿de dónde lo había sacado?, la moraleja de una fábula, tal vez, una frase que quedó ahí, emboscada desde la infancia, esperando el momento preciso para saltar sobre ella. La vida es como un remolino, se dijo, y fue atrapada por una imagen: era la pelea multitudinaria de un dibujo animado en la que todos los luchadores giran amontonados, y de pronto emerge una cabeza, emerge un brazo, que después es tragado por el remolino pero sigue ahí, todos están ahí, todo esto que gira al mismo tiempo está ahí, soy yo. Siempre yo. La que sigue huyendo de noche con su carga, llena de miedo y de incertidumbre, sin saber todavía qué le depara el destino. Se encogió de hombros. ¿Qué es lo que cambió a fin de cuentas?
       La esperanza, mi querida. Falta la esperanza. Ésa que hace cincuenta años salió de esta casa con su pequeña carga no quería recuperar nada del pasado; huía del pasado. Lo que buscaba, eso desconocido y sabroso de lo que tenía tanta hambre, eso, ella sabía, eso lo iba a encontrar hacia adelante.
       ¿Y ahora?
       Te lo pregunto, ¿y ahora?
       Se rió en la noche. Y le resultó extraño escuchar el eco de su risa en la calle desierta.
       Parece cómico, ¿no? O da miedo, no sé muy bien. Pero sigue siendo así la cosa (volvió a reírse). Siempre estoy por ser la que nunca fui.
       Lo cual no es muy alentador, princesa, a juzgar por lo deplorable de tu estado actual.
       Deplorable las bolas, dijo en voz alta con energía.
       Depositó el equipaje en el suelo, tiró con violencia el ramo de zanahorias sobre una montaña de basura y, ante la mirada sorprendida de un hombre que venía por la vereda de enfrente, ensayó un arabesque rápido pero bastante digno. Después sacó el celular y le mandó un mensaje a Brueghel: ¡Lo encontré! (le escribió). El secreto de la juventud, al fin de cuentas, resultó una perogrullada.
       Imaginó la intriga de Brueghel y se sintió fugazmente envuelta en un hálito de triunfo. Antes de guardar el celular escribió otro mensaje. Adelante con Solness: les prometo que, con los restos del naufragio, vamos a armar algo que valga la pena.
       No tenía ni idea, por el momento, de cómo se las iba a arreglar con esta nueva faena pero ya había puesto la proa y eso era algo. Recién entonces levantó de nuevo su carga y, maltrecha y muy cansada, con un dolor de cabeza que empezaba a enloquecerla, con una montaña de escombros aguardándola en su casa, dio el primero de los pasos hacia la intrincada aventura de la vida.



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