Liliana Heker
(Buenos Aires, 1943-)


De lo real
Las peras del mal
(Buenos Aires: Editorial de Belgrano, 1982, 145 págs.)



      Usted enseguida va a pensar que no sé lo que hago. Mi mujer ya lo piensa, aunque por otros motivos. Esta mañana, nomás le dije por qué no iba a ir a la Caja, le dirigió a mi hija pobre santa una de esas miraditas que ya se sabe. Por mí, lo mismo podía haberse puesto a caminar como una mosca por el techo: me vine acá, me encerré bien encerrado, y ahí me tiene, meta música, tacatac tacatac, como campanas, como címbalos, como las notas de un clavicordio.
       Al principio no fue tan fácil, miraba la remington y a lo único que atinaba era a caminar de una punta a otra de la pieza y a escuchar los latidos de mi cabeza. (Me latía la cabeza, ya no me late; sólo frío en los pies). Pero a las doce en punto, como nace un dios, me senté ante la Remington y acá me tiene, tableteando como quien tañe un laúd. ¿Laúd? Usted cree qué leyó mal o se perdió alguna pista. Ta-ble-teo más bien le sugiere empleados grises en oficinas grises encorvándose sobre máquinas grises. Pero no. No se perdió ninguna pista. No hay ninguna pista, ése es el chiste. Y si este tacatac no le llena las orejas de trinos y arpegios (simbólicamente, sí, ya sé que usted es el lector y ahora es su tiempo y no oye el tableteo ni los golpes ni siente esta humedad en los pies), si aún ve dactilógrafas donde yo oigo angelitos, es porque no sabe que llevo cinco años aguardando esta sensación en la yema de los dedos y este tamborileo en los tímpanos. Ahora sí lo sabe. Cinco años clavados. Y seguro que no me equivoco porque esa noche, antes de dormirme, le pregunté a mi mujer:
       —¿Qué fecha es hoy?
       —8 de julio —me dijo.
       No tengo que olvidarme de esta fecha, pensé. Porque esa noche, iluso de mí, creía que un año después iba a poder sorprenderla a mi mujer, ¿sabés, Elena, qué fecha es hoy?, hoy hace justo un año que. Y ahí nomás descorchaba una botella de sidra y los dos brindábamos y éramos felices. Y mi hija pobre santa también. Pero eso no ocurrió. Ni ese año, ni el otro, ni el otro. Y casi llegué a renegar de ese día, de la tarde del 8 de julio de 1975, del momento preciso de esa tarde en que, con una carpeta azul en la mano, tuve esa especie de ¿revelación? No quiero que mis palabras enturbien ese instante. Sé que en el hecho de que el señor Vertullo —Jefe de la Sección Corte y Desglose— me eligiera a mí como lector y crítico de su obra inédita Andanzas y vagabundeos: Cuentos y algo más (más que qué, infeliz, pensé mirando el título de soslayo mientras él me entregaba la carpeta azul, y en ese momento supe que la tarde se presentaba turbulenta), en esa elección, decía, tuvo muy poco que ver el dedo del destino. Soy vanidoso. En mis diecinueve años de trabajar en la Caja me cuidé muy bien de que hasta el más imbécil de los que integran el personal de Sistemas fuera amasando una especie de respeto por mi paciente y apasionada erudición de lector de cuentos. Y en la sobremesa de un 30 de diciembre, borracho, ¿no había sido yo el que con pelos y señales les contó Wakefield a sus compañeros de labor? Wakefield, se da cuenta, en un almuerzo de fin de año. Si creyera en Dios diría que esto es un castigo. ¿Y no les dije también que son como trampas? Los cuentos: como trampas. Trampas en las que me dejo caer con una alegría cegadora, sensual, eso les dije. Así que fue mi locuacidad, y no el dedo del destino, lo que me perdió. Mi locuacidad la causa de que el 8 de julio de hace cinco años el señor Vertullo avanzara hacia mi escritorio sonriendo misteriosamente y me dejara (“para que le dé una leidita”) su obra inédita Andanzas y vagabundeos, primorosamente ordenada en una carpeta azul.
       Sintetizo: eso era mero acontecer derramándose amorfo entre los bordes de las hojas, hechos que colgaban deshilvanados como una red de resortes cortada en el corazón. Una obscenidad. No sé si empleé exactamente esas palabras cuando le devolví la carpeta a Vertullo, pero recuerdo sus ojos de huevo duro clavándose en mí, y cómo le temblaban las manos.
       —Bueno, no es para tanto, ¿no? —dijo, tratando de sonreír.
       Infeliz, pensé, si no era para tanto para qué te pusiste a escribir.
       Y entonces esto cayó sobre mí.
       Y no sé si llamarlo revelación pero sí sé que Moisés, cuando vio la zarza ardiente, no pudo haber sentido tanto revoltijo en el corazón. Yo lo podía hacer, ¿se da cuenta? Yo sí sabía. Yo lo debía hacer. No tenía más que captar un hecho, advertir una imperceptible fisurita en la realidad, cruzarme con un pequeño acontecimiento que tintinearía sólo para mí como una campanita de plata. Yo. Yo era un cuentista.
       Volví a mi casa silbando. Me costó simular un tono habitual cuando les di un beso a mi mujer y a mi hija y, como casualmente, pregunté:
       —¿Alguna novedad?
       —No, ninguna —dijo mi mujer.
       Y nunca va a saber que esa frase, dicha distraídamente entre un rumor de espumaderas y sartenes, abrió el abismo en el que lentamente voy cayendo. Porque desde esa noche de hace cinco años nunca me ocurrió nada.
       Al principio no le di importancia. Me levantaba contento y me acostaba contento, como si cada uno de mis actos estuviera cargado de sentido. Cada paso mío era una puerta abierta, ¿se da cuenta? O un imán. Estaba seguro de que el acontecimiento vendría a mí, que me haría señas desde el sillón de una peluquería o desde la ventanilla de un tren. Pero con el tiempo empecé a alarmarme. Echaba una rápida mirada a la gente del ómnibus al que acababa de subir, buscaba el trato con extraños, pegaba la oreja a cualquier pared medianera. Nada. Ni un mero accidente callejero, ni la más tenue ilusión óptica, ninguna perturbación. Empecé a levantarme excitado, hoy va a ocurrir, murmuraba, me lo dice el corazón. Tomaba trenes cuyo destino desconocía, o le escupía a un viejito. Pero no pasaba nada; el día iba transcurriendo y cada minuto se llevaba un poco de mi alegría de vivir, me vaciaba. De noche era peor. Cerraba los ojos con la esperanza de que tendría una pesadilla escalofriante o un sueño delicioso; con el tiempo, lo único que pretendía era soñar, cualquier minucia, algo que horadara estas noches como pequeñas muertes. Tengo un amigo que soñó con Carlos Pellegrini: Carlos Pellegrini lo venía a buscar a la casa y se iban los dos a dar una vuelta. Yo, ni eso. Mis noches son un pozo del que salgo sin el más mínimo recuerdo. Adquirí el hábito de cenar pesado, un buen guiso de mondongo, esas cosas, dicen que comer mondongo trae pesadillas: a mí no me trajo nada. Me di a la bebida. Cuentan cosas espantosas del alcohol: alucinaciones, delirium tremens, hombres que descuartizaron a su madre y que después, ya sobrios, lloraban sobre las porciones, aristócratas que llegaron a lo más abyecto, millonarios que acabaron pidiendo limosna. A mí el vino me da sueño. Duermo bien, y cuando me despierto nadie viene a contarme que le rompí un violín en la cabeza, la policía no me busca por asesinato. Nada. Desde hace cinco años mi vida está vacía como una caverna. La felicidad, la justificación de mi vida están al alcance de mi mano y, como por encanto, la realidad se nubla, se achata cuando yo paso.
       Pero hace un mes exacto tomé una decisión. Fue por un error auditivo. “8 de junio”, dijo alguien, pero yo entendí “julio”. 8 de julio. Sentí un dolor a la altura del pecho. No hay esperanzas. Inexplicablemente acepté que mi plazo se había cumplido sin apelación.
       —8 de julio ya —murmuré.
       Era un hombre sin vida.
       —De junio —me corrigieron—. 8 de junio.
       Absurdo, ya sé que lo va a pensar. La alegría que sentí era absurda. Pero me inundó. Un dios pródigo me estaba regalando un mes. Y entonces tomé la decisión. Lo voy a escribir. Aunque continúe esta desgracia, aunque siga sin pasarme nada, lo voy a escribir. Antes de que acabe de transcurrir el 8 de julio lo voy a escribir.
       Me gustan los aniversarios, me gustan los símbolos, por eso decidí que fuera hoy. ¿Un desatino? Yo también, hace unos años, habría pensado como usted. Un cuento sin anécdota, un desatino, este hombre no sabe lo que hace. No, señor. Este hombre sabe muy bien lo que hace. Por eso hoy a la mañana se vistió con sumo cuidado, como para una ceremonia, tomó tres tazas de café en lugar de su habitual tazón de café con leche, y mirando a su mujer y a su hija con aire misterioso, porque él sintió que su aire era misterioso (ja, ja, ya me siento personaje, esto es magnífico), les dijo que hoy no iba a ir a la Caja. Y acá está, tacatac, meta música, tacatac, como clarines, como fliscornos, como los llamados de un trombón. Y lo va a escribir aunque usted siga pensando que él no sabe lo que hace, que un cuento sin anécdota es imposible, y aunque la mujer se gaste los nudillos golpeando a la puerta y el hombre también. ¿Qué hombre? No importa qué hombre, no van a conseguir distraerme. Sé lo que tengo que hacer. Es un designio. Ya no me importa que lo real se achate y se esconda ni que mi mujer grite. Nada me va a detener: ni los golpes de mi mujer, ni el hombre ese, ni el agua. Se ve que hay un problema con las vertientes. ¿Qué vertientes? Vertientes que rumorean, glu glu. Habrán crecido de golpe porque el agua me llega a los pies. Sí, sí, me voy a sacar los zapatos, cómo no, nomás termine esta frase me los voy a sacar. Ya está. Pero de aquí no salgo aunque mi mujer y el hombre griten. No salgo hasta que no termine mi cuento. Las llamas están apagadas, ¿no? Eso han dicho. Y vertiente más o menos todos nos vamos a morir, ya se sabe que hay gente que escribía al lado del Niágara y no por eso. Cómo gritan. ¡Qué vertiente más o menos da lo mismo! Ahora sí me oyeron. Es magnífico. La primera vez en mi vida que uso los signos de admiración. ¡Voto a bríos! ¡Rayos y centellas! Es poderoso, ellos no podrían entenderlo. Golpean y golpean. Gritan. Que de qué vertientes hablo, gritan, que acá nunca hubo vertientes, que fue una inundación. Muy bien, aquí no se desmiente a nadie, pongámosle inundación. Me da lo mismo, total, yo ya me saqué los zapatos. Y el incendio está apagado, ¿no?, ellos mismos lo dijeron hace un momento. Entonces, ¿dónde está el problema? Me parece que si uno llama a los bomberos y le rompen un caño y le inundan la casa, después no tiene derecho a andar quejándose. Peor es morir quemado y al fin y al cabo en esta casa todos sabemos nadar. Que mi hija le tiene miedo al agua, eso sí que no se lo discuto a nadie, pero ¿a qué no le tiene miedo esa pobre criatura, siempre tan nerviosa? Suerte que ya está internada, si no escuché mal. Y si ya está internada, ¿para qué voy a salir? A lo mejor ellos se creen que porque éste es un cuento sin anécdota uno puede salir y entrar cuando se les ocurre. No respetan, eso noto. Que se ocupen de mi pobre hija en lugar de andar golpeando tanto. ¿No dijo mi mujer que fue por ellos dos que abrió el gas la pobre santa, que se quiso matar cuando se enteró de que iban a huir los dos juntos? Pero hace tres años que los encubría, eh, eso mi mujer lo dice despacito, sí. Buena mandarina la chica, y después puro abrir el gas. Así empiezan las desgracias, ya se sabe. Cualquiera enciende un fosforito y zas, explosión. Y después de la explosión un lindo incendio y cuando menos se lo piensa uno tiene a los bomberos encima y le inundan la casa. Pero ya pasó todo, ¿no? La chica bien internada en una clínica y el fuego apagado. Ahora, si mi mujer se quiere ir con el tipo, eso es cosa de ellos. Ya sé, ya oí que son amantes, miren la novedad. Me imaginaba que no se van juntos a correr la maratón de los barrios. Pero yo, a qué voy a salir: ¿a darles la bendición? Que me dejen en paz. Estoy escribiendo. ¿O es que no me oyen, acá, meta música? Tacatac, tacatac. Como tambores. Tacatac. Como timbales. Tacatac. Como los triunfales latidos del universo.



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