Liliana Heker
(Buenos Aires, 1943-)


Vida de familia
Las peras del mal
(Buenos Aires: Editorial de Belgrano, 1982, 145 págs.)



      Hay individuos particularmente no emotivos. Nicolás Broda pertenecía a esa especie. Con seguridad que si al mirar hacia arriba cualquier noche hubiera visto dos estrellas rodando por el cielo en sentido contrario y a punto de chocar, en vez de esperar el cataclismo se habría puesto a reunir las informaciones necesarias y a la mañana siguiente, después de mucho manipular las ecuaciones de Lagrange aplicadas a la mecánica de tres cuerpos, habría llegado a comprobar que, en efecto, un satélite lanzado treinta y ocho días atrás y otro lanzado hacía apenas cuatro días, debían crear la ilusión de choque desde el lugar y a la hora en que él había estado contemplando el cielo.
       La mañana del 7 de julio se despertó porque una olla o algo metálico acababa de caer en la pieza de al lado. Cada casa suena de una manera distinta. Y durante un instante tuvo la intención de indagar por qué se le había cruzado la palabra “distinta”. Tengo que levantarme, pensó, pero ni siquiera abrió los ojos porque solapadamente sabía que no. No tenía que levantarse porque era sábado o (operador de Boole) porque el despertador aún no había sonado. Es cierto que tenía que ir al Centro de Cómputos a revisar la prueba de una rutina (era programador fortran, además de estudiante avanzado de matemática) pero daba lo mismo que fuera enseguida o más tarde. Se desperezó ampliamente y razonó que eso era lo bueno de los sábados: empezaban como cualquier día y de pronto, la libertad. ¿La libertad?, pero desechó de inmediato esa fuente de reflexiones porque consideró una huevada amanecer tan bizantino.
       Hizo un ligero esfuerzo y abrió los ojos. El segundo esfuerzo le llevó más tiempo y un mayor ejercicio de su voluntad: giró la cabeza para mirar la hora. Eran las ocho y veinte: el despertador no había sonado.
       Para el tercer esfuerzo (sacar el brazo de debajo de la frazada y alcanzar el reloj) no necesitó ejercitar nada porque su movimiento estaba alentado por un auténtico interés: quería saber si la campanilla se había descompuesto o él se había olvidado de darle cuerda. Comprobó enseguida que se había olvidado de darle cuerda. También comprobó que la aguja del despertador, que habitualmente estaba fija en las ocho, marcaba las siete y media. ¿Qué hice anoche?, trató de recordar. Ya estaba despierto del todo.
       El ruido de la olla volvió a oírse: como un repiqueteo leve que acabó enseguida. Era en la pieza de sus padres. Recordó a su padre, de robe de chambre en el balcón. También recordó lo que había hecho la noche anterior. Había estado en el departamento de Segismundo Dantón y habían hablado de la teoría de la complejidad de una cadena binaria, de algunas mujeres, de Musil, y de cuando iban al cine Medrano a ver las series de Tarzán. Nicolás había regresado a su casa caminando: se sentía liviano como un pájaro. Su condición de pájaro, comprobó después, había estado cruelmente motivada por el olvido, en el departamento de Segismundo, de un portafolios que contenía varios manuales de IBM, un dump que ocupaba lo menos treinta páginas, una edición casi desconocida de los cuentos de Maupassant, un tratado universal de matemática prepitagórica, documentos, otros utensilios, y las llaves, que si bien no gravitaban mucho en el sentido literal de la palabra, lo obligaron a tocar el timbre durante casi diez minutos y a compartir después algunas impresiones de índole socioeconómica con su desvelado padre. Lo cierto es que pese a este incidente se había sentido tan exaltado y juvenil que no era extraño, reflexionó, que se hubiera olvidado de darle cuerda al despertador. Por el momento no le interesó dar una respuesta al hecho de que la aguja marcara las siete y media. Estaba contento. Así que se levantó a lo recluta y se puso a cantar Ay, Jalisco, no te rajes con toda la voz que le salía del alma. Porque es peligroso querer a las mala-aas. Extendió el sonido “as” hasta donde le fue posible, y abrió la puerta de la pieza.
       Una mujer desconocida en enaguas, corpulenta y de pelo oxigenado, estaba saliendo del dormitorio de los padres de Nicolás.
       —¿Querés dejarte de gritar? —dijo la mujer. Y entró en el baño y cerró de un portazo. Nicolás había interrumpido el canto como si le hubieran cortado la corriente. Hay una barrera para la sorpresa, se le ocurrió; por encima de la barrera se produce una inhibición. Se quedó quieto en mitad del corredor, sin saber muy bien qué hacer.
       La mujer abrió la puerta del baño y se asomó.
       —Oíme, Alfredo —empezó a decir; pero se interrumpió y lo miró con detenimiento—. Tenés la farmacia abierta. —Señaló un lugar, debajo de la cintura de Nicolás.
       Nicolás se acomodó los calzoncillos. Con toda modestia, no podía dejar de admirar la sangre fría que estaba demostrando en circunstancias tan extrañas. Trató de imaginarse la escena, cuando se lo contara a Segismundo. “Y entonces una jovata salió del baño y me llamó Alfredo”.
       Claro, y ahí nomás se pusieron a cantar el Brindis de la Traviata. “Palabra te digo, estaba ahí como estás vos: la hubiera podido tocar”.
       —¿Y? —dijo la mujer; sin embargo, algo en el aire de Nicolás seguramente la estaba preocupando porque cambió de tono—. ¿Te sentís mal, Alfredito? —dijo.
       —No —dijo Nicolás—. No.
       Advirtió que la mujer se le estaba aproximando con la mano extendida y el propósito inequívoco (y maternal) de tocarle la frente para ver si tenía fiebre.
       —No, no —repitió Nicolás. Arqueó el cuerpo hacia atrás como quien está por sacar de cabeza, dio media vuelta, reculó, y se metió en el baño con tanta violencia que la mujer dio un grito.
       Lo primero que hizo en el baño fue acercarse al espejo y mirarse. Necesitaba reflexionar con serenidad. No, lo que necesito es lavarme la cara. Se lavó la cara, y se lavó el cuello, y metió la cabeza entera debajo de la canilla. Pensó que tratar de racionalizar (con tan pocos datos verificables) algo en apariencia tan irracional como lo que acababa de ocurrirle, implicaba de algún modo aceptar lo irracional. El era capaz de no dejarse llevar por las apariencias. Se secó con energía, se estiró el pelo con los dedos, e inició el movimiento de extender la mano para alcanzar el cepillo de dientes.
       Lo que vio le hizo detener la mano antes de llegar a su objetivo. Allí había cinco cepillos de dientes. Y si él nunca habría podido describir los cepillos que usaban sus padres y su hermano, en cambio habría podido afirmar tres cosas: a) no era ninguno de los que estaba viendo; b) allí siempre había habido cuatro cepillos; c) el suyo, con punta de caucho —especialmente indicado para la prevención de la paradentosis—, no estaba.
       No trató de comprenderlo; se propuso algo más expeditivo: vestirse. Estar en calzoncillos agregaba al caso una dificultad accesoria que convenía eliminar. Se peinó. Colgados de un clavo, en la puerta —nunca había visto un clavo allí— encontró un vaquero y una camisa. Aceptó que no eran suyos. El fin justifica los medios, pensó algo inconexamente mientras se ponía los pantalones. Verificó que los pantalones y la camisa le quedaban bien.
       Salió del baño muy nervioso. No tenía una idea muy clara de cómo debía actuar. ¿Debía llamar a esa mujer? Y, sobre todo, ¿cómo debía llamarla? Era un hecho que la mujer le había dicho “tenés la farmacia abierta”. También era un hecho lo de la fiebre. Dio un breve suspiro y trató de pensar lo menos posible en lo que iba a hacer.
       —Mamá —dijo.
       Después de algunos segundos la puerta del dormitorio fue entreabierta y la cabeza de la mujer rubia apareció en la abertura.
       Nicolás avanzó unos pasos hacia la mujer.
       —Señora —le dijo con decisión—, en principio quiero aclararle que usted no es mi madre. También quiero aclararle que me gustaría saber qué significa todo esto y dónde está —tosió fugazmente—, y dónde está de verdad mi madre.
       Sintió que le estaba latiendo un párpado, cosa que siempre le obsesionaba.
       La mujer respiró hondo —era realmente corpulenta—, apretó los labios y se dio vuelta. Se dirigió a alguien que estaba dentro del dormitorio.
       —¿Y? —dijo—. ¿Qué me contás ahora?
       —¿Qué te cuento? —respondió una voz ronca, de hombre—, que hace una hora que quiero un poco de té, eso es lo que cuento.
       La mujer volvió a respirar hondo, emitió un sonido como hmm, y miró otra vez en dirección a Nicolás.
       —Mirá —le dijo—, tu padre está con otro ataque de gota. Y vos sabés muy bien que tu padre está con otro ataque de gota. Y encima te venís a hacer el gracioso.
       Nicolás la contemplaba un poco maravillado.
       —Perdón, mamá —dijo, con una especie de presencia de ánimo o de tan fino humor que realmente lamentó que, dentro de ese corredor, él fuera la única persona capaz de apreciarlo.
       La frase pareció tener algún efecto sobre la mujer. Salió del dormitorio, cerró la puerta, y se acercó a Nicolás con un vago aire de intrigante teatral.
       —Es terrible, Alfredito —le dijo en tono confidencial—, de verdad es terrible. Que esto, que lo otro, que los sillones, que lo de más allá. Decime si es vida esto, Alfredito —sacó un pañuelo del bolsillo del deshabillé (ahora tenía puesto un deshabillé ciruela) y se sonó la nariz—. Y para colmo anoche. ¿Vos no lo oíste? —hizo una pausa, pero demasiado breve para que Nicolás pudiera contestar algo—. Chelita vino como a las seis, también, si será desgraciada tu hermana sabiendo cómo se pone, te juro, creí que se iba a quedar muerto ahí mismo. ¿En serio no oíste nada?
       Nicolás hizo un movimiento ambiguo con la cabeza.
       —Bueno —dijo la mujer—, ya te das una idea. Te juro, mirá, te juro, a veces me dan ganas de dejarlos a todos y mandarme a mudar. ¿Vas a salir? —dijo de pronto. Nicolás observó que, sin que nada lo hiciera prever, la mujer había cambiado de tono, como si la última pregunta correspondiera a otra escena.
       —Sí —dijo.
       —Ah, bueno —dijo la mujer—, menos mal. Cuando volvés, me traés del almacén una harina de maíz, una virulana, dos sachettes de leche y fideítos para la sopa. Preguntale si llegó la vaselina, él ya sabe.
       Sólo un instante. Nicolás naufragó. Pisó tierra firme como un conquistador. Había comprendido que, en adelante, no debía perder el control de la situación.
       —¿No puede ir Chelita? —dijo.
       La mujer suspiró.
       —Se acostó como a las seis —dijo—. ¿Vos te creés por si acaso que se va a levantar antes de la una?
       Oyeron que el hombre de la voz ronca pedía un té a través de la puerta.
       —No te digo —dijo la mujer—. A veces me dan ganas de dejarlos a todos y mandarme a mudar —señaló los pies de Nicolás, “ponete los zapatos”, le dijo, y salió por la arcada que daba al comedor.
       Algo que notó Nicolás cuando entró en su pieza fue que en el lugar donde siempre había estado la biblioteca se hallaba una especie de cómoda con estantes en la parte superior. Encontró zapatos debajo de la cama. Las medias estaban una adentro de cada zapato, cuidadosamente enrolladas. Nicolás razonó que una persona que se esmera tanto para guardar sus medias sin duda siempre debe usar ropa limpia, de modo que se sentó en la cama y se calzó. Comprobó que los zapatos le quedaban bien.
       Sobre el respaldo de una silla estilo francés encontró un pullover y un gabán. Sin saber por qué, cuando vio que también eran de su medida se acordó de la historia de Ricitos de Oro. Se guardó en el bolsillo del gabán doscientos pesos que había visto sobre una especie de mesita ratona, y se fue.
       Era una mañana gris, y bastante fría. Díaz Vélez estaba a su izquierda, Cangallo a su derecha, el taller de tapizados pegado a la casa, la colchonería La Estrella, justo enfrente. En la esquina, Nicolás saludó al diariero y el diariero lo saludó. Pensó que lo más indicado sería volver a su casa, comprobar que todo estaba en orden, y dejarse de pavadas. Pero enseguida desistió de esa idea. Si en efecto toda estaba en orden, el acto impulsivo de volver sólo habría significado que su estado de ánimo era anormal. Y si por el contrario la mujer estaba, Nicolás se encontraría otra vez en medio de una situación irresoluble de la que justamente necesitaba salir. De modo que siguió con su propósito de ir al Centro de Cómputos, y tomó el 26 en Corrientes.
       Se bajó en Uriburu y caminó hasta Paraguay. Atravesó la entrada y el gran hall y, mecánicamente, se dirigió a la puerta marrón de la izquierda donde, sobre una plancha dorada, se leía “Centro de Cómputos”.
       Empujó la puerta y entró.
       La sensación que tuvo no era la primera vez que la experimentaba. Ya le había ocurrido una noche, dos o tres años atrás. Estaba yendo al cine Lorraine y desde que había subido al ómnibus venía creando y perfeccionando, algo delirantemente, un programa que serviría para escribir teleteatros por computadora. Se había bajado donde su corazón le dijo que era Paraná (era Ayacucho) y había cruzado la calle al mismo tiempo que volvía hacia atrás con su programa para ver si no había entrado en un loop sin salida. Recién cuando estuvo a punto de entrar en el cine comprobó que allí no había ningún cine, ni librería a la derecha, ni teatro enfrente. Estaba en un lugar totalmente extraño. Durante varios segundos había tenido la intolerable impresión de que la realidad se había desplazado, sintió que todo aquello en lo que había creído era falso, y que las referencias con las que hasta ese momento había contado para ubicarse, súbitamente carecían de sentido.
       En el Centro de Cómputos volvió a pasarle. Sólo que esta vez no era porque hubiese cometido algún error. Cuando salió, un minuto más tarde, ya había averiguado algo importante: allí no trabajaba ni nunca había trabajado una persona llamada Nicolás Broda.
       Otro dato de importancia lo obtuvo ante una casa de departamentos de fachada amarilla. Había ido a esa casa a recuperar su portafolios (adentro tenía los documentos) y a confiarle a Segismundo Dantón lo que le estaba ocurriendo. Había pensado muy bien la forma en que se lo iba a explicar a Segismundo. Pero cuando se acercó al portero eléctrico e iba a apretar el botón correspondiente al 10° “B”, comprobó que no había ni décimo ni be. La casa tenía ocho pisos y los departamentos estaban numerados del 1 al 27.
       Caminó bastante. Se había figurado, algo patológicamente, que todo consistía en no gastar los ochenta pesos que le quedaban. Pero después del mediodía empezó a lloviznar y Nicolás acabó reconociendo que si bien era la idea de volver a esa casa lo que lo angustiaba, no existía por el momento ningún otro lugar al que pudiera volver. De modo que contó seis monedas de a diez y tomó el ómnibus. Cuando le faltaba poco para llegar vio por la ventanilla a un hombre grandote, de cara colorada, que estaba apoyado en una puerta cancel y pareció ponerse muy contento de haberlo descubierto en el ómnibus. El colorado chifló, agitó ampliamente un brazo, le indicó que le telefoneara haciendo girar un dedo alrededor de la oreja, y cuando el ómnibus ya estaba arrancando señaló con el pulgar hacia una ventana que tenía a su derecha, le guiñó un ojo a Nicolás, e hizo que sí con la cabeza. Nicolás sintió que las orejas le quemaban. Desvió la vista de la ventanilla: la señora que estaba sentada a su lado le sonrió, completamente enternecida y feliz.
       Nomás bajó del ómnibus se le presentó un problema: ¿debía entrar al almacén y comprar lo que la mujer rubia le había pedido o debía ignorar esa situación? Imaginó que si llegaba sin el paquete y la mujer estaba, no sólo se pondría furiosa sino que muy probablemente lo obligaría a bajar de nuevo para hacer las compras, de modo que decidió ahorrarse problemas y hacer las compras desde ya.
       Le pareció que el almacenero era el de siempre, aunque no hubiera podido asegurarlo.
       —Anótelo en la cuenta —dijo, un poco ansioso, cuando el hombre le entregó el paquete.
       —Andá tranquilo, cuñado —le dijo el almacenero.
       Antes de salir, Nicolás se impuso una pequeña tarea.
       —¿Ya llegó la vaselina? —preguntó.
       La vaselina no había llegado. Nicolás se apuró a decírselo a la mujer nomás la mujer le abrió la puerta y agarró el paquete. Lo preocupaba la posibilidad de tener algún roce con ella —las mujeres tan corpulentas siempre le habían producido una cierta aprensión—. Sintió un gran alivio —exagerado alivio, pensó— cuando la mujer le dijo que no importaba. “No importa, Alfredito”, le dijo la mujer: “andá a comer”.
       Nicolás entró al comedor y los conoció a todos. El de la cabecera, flaquito y de pijama rayado era el señor con gota. A su izquierda, estaba Chelita. A su derecha, había una silla vacía en la que se estaba sentando la rubia. Al lado de la rubia, el Quinto Cepillo. Y al lado de Chelita otra silla vacía en la que se acomodó él. Estaban tomando la sopa.
       El señor con gota hizo tamborilear el dedo índice sobre el borde de la mesa y lo encaró a Nicolás.
       —¿Se puede saber dónde estuviste? —dijo.
       Nicolás trató de organizar una respuesta apropiada pero no llegó a hablar porque el Quinto Cepillo salió en su defensa.
       —Si está bien que se oree un poco, Rafael —dijo. Tenía la voz que Nicolás esperaba de sus anteojitos redondos. Suspiró—. Es un día tan lindo.
       Le lanzó una tierna guiñadita a Nicolás, para lo cual tuvo que levantar notoriamente el carrillo e inclinar la cabeza hacia el lado del ojo cerrado.
       —Está bien, está bien —refunfuñó el señor con gota—, en esta casa todo está bien. Que te escupan el betún, está bien; lo de las hormigas, está bien. Que esta desnaturalizada vuelva a las seis de la mañana, está bien. Todo está bien en esta casa.
       La expresión del Quinto Cepillo pasó de la ternura a la insidia.
       —Ah, yo no sé —dijo—, yo no sé qué tiene que hacer una chica decente toda la noche fuera de su casa.
       Nicolás la miró de reojo a Chelita y no pudo dejar de admirarla: tomaba su sopa como una princesa entre los piratas. Pensó que la imagen se la había sugerido el pelo de ella, largo y rojizo. Fugazmente, se vio mordiéndole el pelo, en la cama. Esto es una monstruosidad, pensó. Y tuvo un sobresalto. Acababa de darse cuenta de que lo monstruoso había sido justamente eso, haber estado a punto de pensar: Esto es una monstruosidad: ella es mi hermana.
       —Lo que yo no sé —dijo la rubia—, es por qué no te metés la lengua en el culo.
       Con esto, el grupo se desanimó. Cada tanto, el Quinto Cepillo sacaba un pañuelito y se sonaba la nariz. En esos casos, la rubia emitía un breve sonido nasal y lo miraba al señor con gota. Finalmente, pareció que el señor con gota no toleraba más la tensión porque le dijo a Nicolás que encendiera el televisor. Nicolás no dejó de advertir el papel que él (o el otro) desempeñaba en esa casa.
       Hizo una pequeña experiencia: le pidió la sal a Chelita. Con una especie de esfuerzo mental había conseguido recuperar —le pareció— un aire habitual de “científico displicente e irónico”. Se sentía atractivo. Discretamente desinteresado esperó el desenlace. Tuvo un desencanto: cuando Chelita dio vuelta la cabeza y le alcanzó la sal no demostró haber notado nada especial en su semblante. Todo lo que hizo fue un rápido gesto de fastidio con la boca. Después siguió comiendo. Nicolás sintió —nunca había sentido algo parecido— que Chelita lo despreciaba.
       Después de ese fracaso, desistió de deslumbrar a nadie. Se comportó como los demás esperaban que se comportase y eso le evitó disgustos. En realidad, tuvo pocas oportunidades de comportarse de cualquier manera porque apenas terminó de comer se encerró en su pieza. (Si es válido llamar su pieza a una habitación donde no había un solo libro, una sola cifra escrita, la más oculta quemadura de cigarrillo, que Nicolás pudiera reconocer como suya.)
       Por un cuaderno de cuarto grado supo su nombre completo: Alfredo Walter di Fiore. También supo que su maestra estaba segura de que con tesón y perseverancia iba a conseguir vencer los escollos y salir adelante. El material de lectura no le fue particularmente revelador; el único indicio de una pasión —aunque bien podía ser producto del azar— consistió en que había dos libros dedicados a contabilidad. Encontró: Mis montañas, de Joaquín V. González, La noche fatal, de Cronin, tres o cuatro libros de la colección Rastros, uno de Corin Tellado, El asesinato considerado como una de las bellas artes, La historia de San Martín, por Bartolomé Mitre, El conde Lucanor, varios anuarios de la revista Fantasía, un número de Idilio, tres de Selecciones, una Botánica de Dembo, una Contabilidad de tercer año, Los enanitos jardineros, Lo que usted debe saber sobre Contabilidad, Lo que usted debe saber sobre el Pensamiento de la Humanidad, Lo que usted debe saber sobre la Digestión, Pepita Jiménez, La Ninfa Sedienta, y el libro Corazón.
       Cartas no había por ningún lado. Encontró una foto de una gordita bastante insulsa, Para Alfredo, con mi cariño de siempre; también encontró un talonario de remitos con varias páginas arrancadas y en cuyo remito 43 estaba escrito a lápiz —la letra era bastante parecida a la suya—: flor, color, amor, y un poco más abajo, se van todos a la puta que los parió. A las siete ya había conseguido de alguna manera sistematizar su caso: o esto era un sueño, o esto le estaba pasando. Suponiendo que fuera un sueño, ¿era posible que él considerase, dentro del sueño, esta posibilidad de estar soñando? Sí, ya que cosas como ésa suelen ocurrir en los sueños. Pero, ¿suele ocurrir, también en los sueños, esta clase de razonamientos? A las siete y veinte aceptó que esto le estaba pasando, y salió a caminar.
       En el almacén de la esquina le pidió al almacenero que le fiara un atado de cigarrillos (el almacenero había accedido con un gesto de socarrona complicidad) y en la puerta de una librería no se animó a sonreírle —inesperadamente temió que su sonrisa pudiera parecer estúpida u obscena— a una adolescente que salía con varios paquetes y un enorme rollo de papeles pintados. Siguió de largo con un vago sentimiento de culpa. Oyó que los paquetes y el rollo acababan de caerse. Sin meditarlo se dio vuelta, volvió hacia atrás, y los levantó. “Gracias”, le dijo la adolescente. Y ocurrió algo: lo miró.
       Nicolás había sido mirado como Nicolás.
       Entonces sí le sonrió a la muchacha. Todo me lo quitaréis, se le cruzó. Y él era un estudiante avanzado de matemática, amante de Musil, antiguo partidario de las series de Tarzán en el cine Medrano, que le estaba sonriendo a una muchacha.
       Ella se acomodó los paquetes y el rollo, volvió a agradecerle efusivamente, y se fue.
       Nicolás se dio cuenta de que había estrellas. Consiguió ubicar dos estrellas de la constelación del Centauro. ¡Todo me lo quitaréis!, pensó. ¡Todo me lo quitaréis! ¡Todo! ¡El laurel y la rosal... ¡Pero quédame una cosa que arrancarme no podréis! Y algo, en el corazón, le cantó.
       Pero no era que de pronto se sintiese feliz. Los que había amado, lo que había compartido, aquello que hasta el día anterior había sido su pasado, ¿adónde iba a buscarlo ahora? Estaba solo hasta donde se puede estar solo. Pero era él. Y ni todas las mujeres rubias, ni todos los señores con gota, ni todos los hombres colorados que se apoyan en todas las puertas cancel del mundo, podían quitarle esta sensación (era como un canto, era como la alegría de alguien que canta), esta sensación de ser él bajo la nítida noche de julio.
       Decidió que había un solo camino y que él iba a ser capaz de seguir ese camino. Iba a asumir a Alfredo Walter di Fiore, y lo iba a hacer crecer hasta que se abriera paso por entre las mujeres rubias y los hombres con gota. Iba a hacer por Alfredo Walter Di Fiore lo que tal vez nunca hubiera llegado a hacer por Nicolás Broda. Porque desde sus tiempos de Tarzán había esperado una prueba: el acto heroico o desmesurado que sólo él iba a ser capaz de realizar. Y él iba a ser capaz de realizarlo.
       Esa misma noche, cuando llegó a su casa, dio el primer paso: “Tengo que hablarte”, le dijo a Chelita. Su triunfo lo fue leyendo en los ojos de la muchacha. “Creo que vos nunca me conociste bien”. Los ojos de ella pasaban del desprecio al asombro y Nicolás supo que iba a triunfar. Habló como el imbécil que al final no era imbécil sino que tenía un alma contradictoria y tortuosa, estaba como aplastado por la vida, aplastado por una familia que desde chico lo había condicionado, ella también, sí, que no llorara ahora, ella también había contribuido a todo esto, y él estaba harto y había decidido cortar con todo y empezar de nuevo. Le comunicaba que había decidido estudiar matemática. ¿Matemática, él? Sí, matemática, siempre había soñado con estudiar matemática y estaba seguro de que podía llegar lejos. Había estado preparándose a escondidas todo este tiempo, había leído muchos libros a escondidas, y estaba seguro de lo que estaba diciendo. También le comunicaba que dentro de muy poco, nomás consiguiera un nuevo trabajo, pensaba irse a vivir solo. Ella lo admiraba al fin. Estaba arrepentida y avergonzada y quería pedirle perdón. Él no necesitaba su perdón pero permitió que ella lo besara y hasta la abrazó un poco. Se fue a dormir como de fiesta.
       Recién a la mañana siguiente, cuando se despertó y reflexionó en todo lo que le había sucedido, pudo salir de su situación de autoengaño. Se dio cuenta de que sólo había dado el primer paso: lo que le restaba era largo y difícil.
       Lo invadió una gran desazón. De pronto sentía que no iba a tener fuerzas para seguir adelante. No, se dijo, no tengo que dejarme ganar por la angustia. Una a una fue repitiendo las decisiones que había tomado. Lenta y voluntariamente empezó a recuperar su entusiasmo de la noche anterior. Pensó que la exaltación es un estado incomprensible cuando uno no está exaltado. Se acordó de que Weininger había dicho algo parecido respecto del genio.
       Oyó un ruido y miró. Alguien estaba abriendo la puerta de su pieza.
       Nicolás vio entrar a una mujer alta y flaca, de pelo gris. La mujer se acercó a la ventana y alzó la persiana. Miró hacia la cama de Nicolás.
       —Ya son las nueve, Federico —le dijo.
       Después se acercó a una especie de escritorio, pasó un dedo por la superficie y se miró el dedo. “Otra vez hay tierra aquí”, dijo.
       Antes de irse de la pieza lo miró de nuevo y le pidió que se apurara. Le recordó que la noche anterior él había prometido que se levantaría temprano para pintar el techo de la cocina.



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