Liliana Heker
(Buenos Aires, 1943-)
Los que viven lejos
Los que vieron la zarza
(Mencion única, VII Concurso Hispanoamericano de Literatura
“Casa de las Americas”, 1966)
(Buenos Aires: Editorial J. Alvarez, 1966, 154 págs.)
En Colonia Vela, si se sigue la dirección que tomó Cristina Bonfanti el 1.° de marzo, es raro encontrar a alguien: el puesto de policía, el almacén y la casa de los Mosquera quedan para el lado opuesto, yendo hacia las vías; pero las otras casas, le dijeron, están más lejos y para allá. Cristina pensó que aquella era una hermosa mañana y que, al fin y al cabo, todo resultaría sencillo. La maestra rural ha salido a dar su paseo matinal; la frase le había sonado tan alegre que casi se imaginó con un vestido hasta los tobillos que sólo permitía ver un diminuto par de botines negros y, en la cabeza, una capellina con siemprevivas.
Chicos había, lo dijo el vigilante; y el señor Mosquera también.
—Chicos hay, señorita—dijo--; lo que pasa es que a estos animales les importa bien poco la instrucción de los hijos. Si se descuida no hay más de dos que le sepan leer el cartel —y el señor Mosquera extendió su dedo grueso y autoritario hacia el cartel donde, desde hacía siete días, era posible leer que el lunes 2 de marzo comenzaban las clases.
—Le colocamos un cartelito, sabe —había dicho el secretario del Consejo—; pero ni va a hacer falta: ya se ha ido a todos los hogares.
La frase que dijo después: “Tiene que haber más de quince alumnos, claro, si no se cierra la escuela”, no fue un problema hasta que transcurrió casi una semana sin que se hubiera inscrito más que Isabel Mosquera. Isabel, eso sí, entraba todas las mañanas con sus trencitas estrechas y su cara de torta a preguntar si ya se había anotado alguno nuevo. Mi papá se lo dice a todos los que ve, así que van a venir señorita, no se preocupe; y se quedaba ahí, tocándolo todo, persiguiéndola por las dos habitaciones, señalando un banco: aquí me voy a sentar yo y usted me va a querer a mí más que a nadie, no es cierto señorita; cuando vengan los otros ya se va a dar cuenta: ni zapatos traen y dicen porquerías. Yo no me junto con ellos. ¿Para qué quiere abrir ese armario, señorita?
—Necesito algunas cosas, Isabel.
—¿Son las cosas de la escuela, señorita? ¿La ayudo? ¿Me regala un cuaderno, señorita?
—No, querida, es mi ropero. Decíle a tu papá que cualquier cosa le aviso.
—¿Y puedo ver lo que tiene adentro, señorita? Me gusta la blusa azul que llevaba ayer. ¿Puedo probármela, señorita?
—No, Isabel, no. Gracias querida. Si viene alguien voy a avisarles. Hasta luego.
—¿No le gusta que me quede con usted, señorita? ¿No me va a querer a mí más que a nadie?
—Sí, sí, por supuesto.
—Entonces, ¿puedo ser la monitora?
—Bueno, bueno. Hasta luego Isabel.
—Hasta luego señorita.
Volvió a la tarde con el señor Mosquera. Va a haber que hacer algo, señorita, dijo el hombre. Sí, por supuesto, señor Mosquera; si estuviera en mis manos... Está en sus manos , m'hijita; puede que a usted le hagan caso: al fin y al cabo es la maestra. Vaya a las casas y hablelés, no la van a comer; y metales lo del asunto de la instrucción a ver si los ablanda. Eso sí; no se me vaya más allá del Estanque Grande: no es lugar para mujer sola. Pero de este lado de acá va a pescar bastantes.
Justo quince. Ni uno menos. Todos enfilados la mañana del 2 de marzo en el patio de la escuela. Después, a la tarde, cuando le presentó el registro al Inspector del Consejo, la señorita Cristina se divirtió en grande: como si estuviera haciendo trampa.
—Bueno, bueno —dijo el Inspector—, parece que andamos justo en el límite.
—Mire lo que son las casualidades —dijo la señorita Cristina. Pero no dijo que la tarde anterior, cuando salía de la casa de los Boyero (una casa inquietante, pensó después, con todos esos pájaros y la vieja jorobada... Pero una casa ¿no?; con gente que come y duerme y ríe ¿no?), en el mismo momento en que descubría el Estanque Grande, hizo un recuento de los alumnos que ya tenía: nueve, sin incluir al más crecido. Que anda en el maíz, había dicho el viejo, y mire si le va a meter en la cabeza lo de la escuela.
—Trece años no es tanto, señor —había dicho la señorita Cristina—; el chico puede aprender a leer; es una criatura todavía.
—¿Criatura? —el viejo la miró de arriba abajo con sus ojitos maliciosos—. Ya anda en edad de montarla, mocita.
La señorita Cristina habría querido dar una respuesta altiva, pero eran las once y veinticinco y, fuera de una docena de huevos, un pato muerto y un pollo muerto, todo lo que había conseguido eran cinco alumnos.
—Volveré más tarde —dijo—: cuando esté el chico.
Pero aún contándolo, pensó mientras dejaba atrás la casa de los Boyero, siguen faltando cinco.
Cruzó el Estanque Grande.
Después, cuando el tiempo continuó transcurriendo, esa zona volvió a ser el territorio de los que viven lejos, y ella no lograba recordarla con nitidez. Sólo veía una tierra confusa e intrincada donde, quizá, la gente vivía de algún modo inconfesable y mejor no pensar en eso. Como si el mundo estuviera cortado en dos por el Estanque Grande y nosotros, los de este lado, los del lado de la escuela y el puesto de policía y las propiedades de los Mosquera y las vías y la casa de Graciana Franta y el rancho de Francisco Viancaba y el molino, no tuviésemos por qué pensar en eso.
Con el tiempo ya ni pareció cierto que aquella vez Cristina Bonfanti había cruzado el Estanque Grande y pisó lo de allá; y que tuvo que atravesar bastante hasta toparse con Rafael Sívori, el segundo de los entrerrianitos, quien se quedó mirándola azorado, déle abrir la boca y volverla a cerrar, mientras ella también lo contemplaba como boba sin decir esta boca es mía.
Al fin habló.
—¿Hay alguna casa por acá? —dijo.
Que fue en el mismo instante en que Rafael se había decidido a largar aquello que lo tenía ahí, emocionado y mudo, frente a la señorita Cristina Bonfanti.
—Usted es la maestra —dijo.
A partir de ahí todo estuvo bien. Los entrerrianos resultaron ser cinco, y todos ¡bendito sea Dios! todos en edad escolar. La madre de los entrerrianitos fue cariñosa y ella también sabía leer, sabe señorita, y qué lindo que está eso; y sí que los iba a mandar a todos, o que otra cosa iba a querer ella para sus hijos, sabe señorita, y sírvase otro mate.
Se camina de otro modo con catorce alumnos seguros. Cuando entró en el rancho del viejo seguía siendo fuerte.
Fabio Santana tenía ojos burlones y chiquitos, igual que el viejo; él también de una sola larga mirada la recorrió entera. Se detuvo morbosamente en el pecho y en las piernas. Dijo:
—Bueno; si la señorita ordena aprenderemos a leer.
Y fue así que la tarde del 2 de marzo, después de un cuarto de hora de revisar papeles, el Inspector, sin darse cuenta, estaba repitiendo la frase que un rato antes había dicho la señorita Bonfanti.
—Mire lo que son las casualidades.
Antes de irse agregó:
—Va a tener que enlazarlos. A ver si se le escapa alguno y tenemos que clausurar la escuela.
Los primeros días, sin embargo, la señorita Cristina no pensó en eso. Es cierto que los entrerrianos faltaban mucho y, al fin, las dos chicas y el mayor dejaron de venir, pero quién va a andar reparando en estas cosas cuando el día no alcanza con todo lo que hay que hacer.
—Y encima se le ocurre meterse con los bulbos—refunfuñaba la vieja Felicidad, la casera. Imposible de concebir, razonaba, que alguien sea tan desquiciado como para enseñarles trabajo de quinta y jardinería justamente a éstos, que andan en la tierra desde que nacieron.
—Mire, Felicidad —decía la señorita Cristina—, no es cosa mía: lo pide el reglamento, qué se le va a hacer. En cualquier momento viene una inspección y yo qué hago.
—Por mí. Si está loca arregleselás. La cría se le va a reír en la cara.
Pero no se reían. Había que verlos: fascinados porque la señorita Cristina ha hecho un hoyo en la tierra, y ha metido una semilla en el hoyo, y ha cubierto con tierra la semilla, y ha vertido agua sobre la tierra. Silenciosos y emocionados aguardan el último acto del ritual: cuando la señorita Cristina, arrebolada por el trabajo, alza los ojos y pregunta:
—¿Entendieron?
—Sí, señorita —contesta el respetuoso cortejo; aunque ninguno de sus integrantes llegará a saber en su vida qué es lo que debió entender.
—A ver, Rosaura, ¿cómo se siembra el zapallito?
Rosaura no ha vacilado en abrir la boca; y se ha quedado así, maravillada.
—Mirá que te va a entrar un sapo por la garganta le ha dicho Jacinto Boyero.
Todos se rieron. E Isabel Mosquera aprovechó la coyuntura para agitar la mano.
—Yo lo sé, señorita —dijo—; yo lo sé.
—Bueno, Isabel —dijo la señorita Cristina—; explicále al resto de tus compañeros cómo se siembra el zapallito.
Isabel se separó del grupo hasta ponerse al lado de la señorita Cristina y allí, frente a todos sus compañeros, aspiró ampliamente y explicó.
—Muy bien, Isabel —dijo la señorita Cristina—; has estudiado.
De atrás, alguien silbó.
—¿Quién silba de ese modo? —dijo la señorita Cristina. Aunque de sobra sabía cuál era el único capaz de emitir aquel sonido largo, provocador, malévolo. Lo había escuchado muchas veces cuando cruzaba las piernas, cuando se agachaba, cuando en un arranque de ternura acariciaba a alguno de los otros. Soñaba con ese silbido. Lo sentía a solas, en su pieza, cuando se quitaba el vestido y muchas veces, mientras trataba de dormirse, el silbido venía nítido, cercano, a través de la ventana abierta. Se levanta y cierra la ventana. Afuera, alguien ríe.
—¿Quién silba? —repitió.
—¿Acaso no sabe quién le anda silbando por la vida? —dijo Fabio Santana.
—No vuelvas a hacerlo —dijo la señorita Cristina.
—Es que usted se me retoba, mi prenda —dijo Fabio Santana—. ¿Para qué le hace creer a éstos que lo que hace la boluda se llama estudiar?
No se sabía si el apodo de Isabel Mosquera lo había inventado Fabio o quién, pero, por supuesto, él era el único que se atrevía a llamarla así delante de la maestra.
—¡No seas insolente!
—Y si no, ¿qué? ¿Me vas a poner en penitencia?
—¡A jugar, chicos! ¡A jugar! Ya es hora del recreo.
Entró en pieza, como siempre que le pasaba algo con el muchacho.
—Ya la tenemos a la llorona —dijo la vieja Felicidad unos minutos después—, moqueando como recién parido. Mientras, afuera se están matando.
—¿Muera? —dijo la señorita Cristina—. ¿Qué pasa afuera?
—La Rosaura, que la tiene entre ojos a la hija del almacenero. Le está haciendo pasar una buena.
Rosaura, las rodillas sobre el estómago de Isabel Mosquera, tiraba de las trenzas de la otra.
—¿Qué pasa ahí? —dijo la señorita Cristina.
Se separaron; Isabel, entre sollozos, trató de explicar algo. Rosaura dijo:
—Ella no sabe nada de zapallitos —y pateaba el suelo—. Ella en su vida plantó un zapallito.
—Yo estudié, señorita —dijo Isabel Mosquera—; le juro que estudié. ¿Qué culpa tengo si en mi casa no hay zapallitos?
—Sí —dijo la señorita Cristina— ¿Qué culpa tiene?
Hubo un silencio reflexivo. Durante un segundo, todos sintieron compasión por Isabel Mosquera. Isabel volvió a sollozar.
—Castiguelá, señorita —dijo—; me hizo doler.
—Te vas a quedar después de hora, Rosaura —dijo la señorita Cristina.
—Ahora, señorita —dijo Isabel—, yo quiero ver cómo la castiga. Es mala, muy mala, señorita. Y mi papá sabe cosas sobre ella. Cosas terribles. Yo escuché.
—Silencio Isabel. Silencio chicos. A clase.
A la hora de la salida también salió Rosaura.
—¿Adónde vas? —dijo la señorita Cristina.
—A casa, señorita —dijo—. ¿Adónde quiere que vaya?
—¿No te acordás lo que dije, Rosaura? —dijo la señorita Cristina.
—No, señorita —dijo Rosaura.
—Dije que te quedaras después de hora.
—Ah.
Cara de india. Ladina y mentirosa. Imposible quererla. Había algo en sus ojos, como en los ojos de Fabio, que intimidaba. Como si tuvieran cosas que enseñarle a una. Pobrecita, se esforzó en pensar la señorita Cristina; es una criatura, pobrecita. Le acarició el pelo.
—Contáme, Rosaura —dijo—; contáme por qué hiciste eso.
—Nunca, señorita; nunca se lo voy a contar. Aunque me caiga muerta.
—Vamos, no exagerés; no ha de ser para tanto. Vení, sentáte. Vos sabés que la maestra es como la segunda madre. Vas a ver que después te sentís aliviada.
—¿Y me jura por la Virgen que pase lo que pase nunca en la vida va a contar una sola palabra?
—Te lo juro.
Rosaura revisó cada uno de los rincones, miró debajo de todos los bancos, y cerró la puerta.
—Ella me quiere asesinar, señorita —dijo. —Rosaura, ¿cómo podés decir algo tan monstruoso? ¿No tenés temor de Dios?
—¿Y ella, señorita? ¿Por qué no le pregunta a ella si no tiene temor de Dios? ¿O es que no me cree, señorita?
—Pero Rosaura, ¿cómo voy a creer semejante cosa de la pobre Isabel, que es incapaz de matar una mosca?
—Ya va a ver, señorita. Ya va a ver las señales.
Cuando la señorita Cristina la detuvo ya había algo de sangre en las muñecas de Rosaura.
—¿Por qué hiciste eso, Rosaura?
—Para que usted me crea, señorita.
—Ibas a mentirme.
—Ahora sí, señorita. Pero antes nunca, jamás en la vida le he mentido. Ella me quiere asesinar porque yo soy la dueña de todo esto y a mí me robaron de la cama cuando yo era muy chica. El padre de Isabel me robó, y mató a mi mamáy a mi papá, y me tiraron de cabeza en el rancho de ahora, y todas mis pulseras, y todos mis vestidos fueron para Isabel. Y si algún día hay un vigilante que quiera escucharme se lo voy a contar todo y a Isabel la van a meter presa. ¿Me cree ahora, señorita? ¿No es cierto que me cree?
—Yo te quiero mucho, Rosaura; y quiero que nunca más vuelvas a tener miedo cuando estés conmigo. Si te pasa algo vení a contármelo. Y tratá de ser feliz, por el amor de Dios.
Y la señorita Cristina le dio un vaso de leche y pan con mermelada. Y Rosaura habló de los pollitos que nacían por su casa. Uno verde nació una vez, dijo. Y pió como el pollo verde. Y la señorita Cristina rió. Y Rosaura también rió. Y terminó todos los panes. Y vació el frasco de mermelada. Y cuando se fue, le quedaron unos lindos bigotes blancos.
(Santiago Juan es el más inteligente y Graciana Franta la más hacendosa pero Francisco Viancaba pone en todo mucho empeño y aplicación y eso, ha dicho la señorita Cristina, eso ¡vaya si tiene valor!; Angela María Contouris está de acuerdo en todo sal-vo en que Graciana Franta sea la más hacendosa: muestra su labor a la clase y repite que quién se atreverá a decir que ella no es más hacendosa que Graciana Franta; la señorita Cristina dice que tu labor es muy linda Angela María y que está bien poner empeño y aplicación para mejorar siempre pero que está mal sentir envidia de una compañera. Lo que más les gusta a todos es cantar, pero Octavio Sívori, que es muy correcto, explica a quien quiera oírlo que él, personalmente, prefiere las cuentas y el dictado. A Fabio Santana no lo quiere nadie porque es más grande que los demás, en clase se lo pasa silbando, y le hace burla a la señorita Cristina que es tan bue-na. Isabel Mosquera tiene una caja con 24 pinturitas que vuelve loco al grado pero hay que ser muy educado si uno quiere que ella preste alguna: ya le faltan cinco e Isabel ha dicho que si siguen robando un buen día se aparece el padre con la policía y hace meter preso al culpable. Los recreos son complicados porque los niños le levantan la pollera a las niñas; Angela María Contouris dice que Francisco Viancaba le ha tocado el culo; la señorita Cristina explica que eso no se dice Angela María pero a ella se lo han tocado lo mismo. Vicente Moruzzi y Graciana Franta traen huevos frescos para la señorita Cristina pero una vez Santiago Juan viene con un pavo y les mata el punto a todos. Francisco Viancaba y Vicente Moruzzi tienen piojos y un día la señorita Cristina los hace quedar después de la escuela y les lava la cabeza con querosén: les da un rico almuerzo y, de postre, flan de chocolate. Quién fuera piojoso, comenta Santiago Juan. Una mañana se cae un pedazo del techo y entre Santiago Juan, Fabio Santana y Rafael Sívori lo arreglan lo más bien. La señorita Cristina cuelga cuatro láminas: una con el General San Martín cruzando los Andes, otra con la Casa de Tucumán, otra con dos niños en un prado juntando flores para mamá, y otra con los siete enanitos que son de un cuento que la señorita les contó. Una vez cuelgan un dibujo muy hermoso que ha hecho Rafael Sívori y otra, un enorme cartón con aplicaciones en papel glacé, que ha hecho Graciana Franta. La escuela es linda y alegre.)
Fue el Inspector del Consejo quien trajo a la señorita Cristina a la realidad; notó que no sólo tres de los entrerrianitos: también los dos Boyero habían desaparecido.
—Pero hace apenas siete días, señor Inspector —dijo la señorita Cristina Bonfanti—; pudo haberles pasado algo.
—No digo otra cosa, señorita Bonfanti —dijo el señor Inspector—; pero trate de regularizar esto; mire que, ya de antes, estaba justo en el límite.
—Supongo que eso no será motivo —dijo la señorita Cristina Bonfanti— para que, ya en mayo y con casi quince chicos a medio aprender, nos cierren la escuela, señor Inspector.
—El reglamento es el reglamento, señorita Bonfanti —dijo el señor Inspector—. Pero no se preocupe; siga nomás que ya vamos a volver por acá.
La notificación llegó una semana después: comunicaba que el día 22 de mayo una comisión del Consejo pasaría a constatar si el número de inscritos acordaba con lo estipulado; de no ser así, esa comisión, lamentándolo mucho, procedería a clausurar el establecimiento de enseñanza primaria en Colonia Vela, durante el año en curso. Francisco Viancaba dijo que sí, que él sabía por qué dejaron de venir los Boyero.
—Les quemaron el rancho —dijo Francisco Viancaba—; porque eran brujos.
—¿Brujos? —dijo la señorita Cristina—; ¿cómo brujos?
Francisco Viancaba se encogió de hombros. Uno no contesta algo como eso. Brujos, simplemente, y todo el mundo lo sabía. Y a nadie le sorprendió que al fin cayeran las autoridades y prendieran fuego a todo. Fue grandioso, a la noche: terrible y grandioso a la vez. Él se había bajado de la cama y había ido a mirar. Vio sombras que se movían despavoridas. Y oyó gritos: como maldiciones rajando la
oscuridad. Después llamó:
—¡Jacinto!
Las dos sombras se acercaron corriendo, agarradas 63
de la mano. Aurora lloraba pero Jacinto tenía los dientes apretados y lo miró fijo. Mucho tiempo (le pareció a Francisco) estuvieron así, mirándose. Después, desde la quemazón, alguien llamó. Francisco fue viéndolos mientras se alejaban, hasta que se volvieron dos bultos más, borrándose entre las llamaradas.
—No —dijo—. Qué sé yo para dónde habrán ido.
Entonces no hay más que diez, pensó la señorita Cristina. Y esa noche lloró.
Sentada en el suelo, entre recortes azules y blancos de papel crepé. Y bien que le había dicho a Angela María que no cortara tan angostos los flecos. Perdida en el centro del campo, apenas iluminada por la luz temblona de una lámpara a querosén, muy enojada con Angela María Contouris que no ha cortado suficientemente anchos los flecos de una cinta patria que nunca, ningún esplendoroso 25 de mayo con versos y discursos y un insólito, desparejo, violento himno nacional, iban a festejar. Siempre hacen las cosas al revés: una les dice ancho y ellos entienden angosto; una les dice azul, blanco y azul, y ellos se acercan, contentísimos, a mostrar blanco, azul y blanco. Una se enoja con ellos porque son tan pavos y tal vez, a la noche, cuando deberían caer rendidos por haber pasado cinco horas dándole a la azada, o bombeando, o limpiando la cocina, o arrimando leña, ellos se afligen por ser tan pavos y, en puntas de pie, tanteando en la oscuridad, buscan un trapo azul y un trapo blanco a ver si de una vez por todas les sale bien; y en una de ésas ni siquiera consiguen un trapo azul y piensan anaranjado es lo mismo y esa noche se van a la cama sonrientes, acariciando con orgullo un trapo blanco, anaranjado y blanco.
Oyó golpes en la puerta. Ya está aquí otra vez, qué diablos se propone; qué tiene que ver él con los versos a French y Beruti, y las pinturitas de Isabel Mosquera, y las cuentas de restar. Pero no era Fabio Santana. Una chica, afuera, gritaba hasta enronquecer, abramé señorita, usted me dijo que viniera, abramé señorita.
Rosaura, completamente desnuda, entró en el aula. “Me persiguen”, dijo; “¿Vio que yo le dije?; vinieron a mi cama para matarme y tuve que escapar”.
—Tapemé, señorita.
Detrás llegaron el señor Mosquera y el vigilante. “Degenerada”, gritó el señor Mosquera; “así te quería agarrar, degenerada”. Y el enorme señor Mosquera se abalanzó sobre la pequeñísima Rosaura Cardales de ocho años, quien, temblando de miedo dentro de una colcha marrón, sólo atinaba a cubrirse más y más. Cubrirse hasta el rostro.
Al tiempo se fue sabiendo todo. Cómo la madre de Rosaura, por veinte pesos la vez, se la entregaba al empleado del almacén. Y cómo el indignado señor Mosquera no cejó hasta descubrirla así, desnuda en la cama del hombre, la carne misma del pecado, mirelá usted, mire si no hay que encerrarlas. Y como la señorita Cristina lloró y el vigilante transó y la madre de Rosaura explicó. Que igual va ir a parar a eso la desdichada así que, digamé señor Mosquera, dónde está lo malo de que ahora le adelante unos pesos a su madre. Y el señor Mosquera se hizo cargo.
Esa noche Rosaura durmió en la cama de la señorita Cristina, quien no pudo pegar los ojos. Y para qué, Rosaura. Para qué estar mirándote y conmoverse mirándote, tan serena durmiendo, tan igual a cualquier chico del universo durmiendo. Para qué imaginar que mañana, cuando te despiertes, vamos a conversar vos y yo, te voy a dar pan con dulce, y voy a pedirte que seas feliz. Para qué mañana vamos a ensayar versos, y Angela María va a poner empeño y aplicación en cortar anchos los flecos, y lo voy a retar a Vicente Moruzzi por su gran manchón de tinta, y cuando ustedes no me vean le voy a lavar las orejas a Francisco Viancaba, y le voy a indicar a Graciana Franta que si faltan dos para la resta le pida diez al de al lado, y les voy a contar la hermosa historia del Patito Feo. Para qué si ustedes no son más que diez, diez pobres diablos perdidos en la anchurosa tierra; para qué si dentro de cuatro días se hará justicia y ya nadie recordará que las orejas hay que tenerlas limpias, y si da trece hay que poner el tres y llevarse uno para el de al lado, y oíd mortales el grito sagrado, y nunca se escribe ene antes de la pe, y es muy feo, Rosaura, muy feo a los ojos del Señor, que una niña de ocho años se acueste desnuda en la cama de un hombre. Para qué, Rosaura, si Jacinto yAurora Boyero andan errantes por algún camino y ni siquiera habían aprendido a hacer derechos los palotes. Para qué si dentro de unos años igual vas a parar en esto desdichada. Para qué si la otra margen del Estanque Grande no es lugar para mujer sola de modo que lo lamentamos mucho pero los otros, los del lado de allá, no se pudieron enterar que del lado de acá hace casi tres meses que se inició el año lectivo y tampoco se van a enterar de que los alumnos eran sólo diez y no valió la pena mantener una escuela para tan poca cosa. Para qué cortar cintas azules y blancas. ¿Me querés decir, Rosaura?
—Pero usted prometió, señorita —dijo Graciana al día siguiente.
—Cierto, pero ya tenemos suficientes cintas por este año.
—Pero al menos voy a poder acabar esta escarapela, ¿no es cierto señorita? —dijo Vicente.
—No, Vicente; no la vas a acabar. He cerrado con llave el armario. Ya perdimos demasiado tiempo con estas cintas.
Y faltó un día para la llegada de la comisión. Un 21 de mayo agobiante, gris, opaco. Allí estuvieron todos: Angela María Contouris, y Rosaura Cardales, y Francisco Viancaba, y Rafael Sívori, e Isabel Mosquera, y Graciana Franta, y Octavio Sívori, y Fabio Santana, y Vicente Moruzzi, y Santiago Juan. Y aunque Angela María lo ignoraba, era muy posible que, a partir de ese momento, diera lo mismo el modo en que estaban cortados los flecos.
A las diez y cuarto de la mañana, para alegría de todos los alumnos, se oyeron los primeros truenos. Media hora más tarde, Colonia Vela no era más que el agua. La lluvia no paró hasta las siete y cuarto así que ese día nadie pudo irse antes de la escuela. Hasta Isabel Mosquera, a quien vinieron a buscar con paraguas, capa y botitas, decidió quedarse. Lo que sucedió en esas ocho horas en que permanecieron todos reunidos bajo el techo del colegio no es sencillo de explicar. ¿Qué pasa cuando adentro está oscuro y hay que encender las luces mientras afuera el mundo sigue negro, y el viento sopla, y la lluvia cae? ¿Qué pasa con doce personas, así perdidas en el universo?
Si doce personas tienen hambre y frío encienden un buen fuego, y tratan de estar próximos, y buscan por todos lados, y trepan uno a los hombros del otro hasta dar con algo para comer. Y Rosaura, que sabe hacer los mejores buñuelos de la región, pide la harina que le alcanza Graciana; y Francisco Viancaba prende la hornalla, e Isabel Mosquera descubre la yerba, y Santiago Juan pone la pava en la hornalla, y la vieja Felicidad muestra un frasco con dulce de higos que tenía escondido, y la señorita Cristina pone azúcar en las tazas, y Angela María vierte la leche, y Octavio Sívori corta el pan. Si doce personas se miran a los ojos y sonríen, no es raro que Rafael Sívori pierda la timidez y recite un largo, larguísimo poema de gauchos y todo sin equivocarse. Si once personas han escuchado, mudas y con lágrimas en los ojos, recitar a Rafael, ya no asombra que después canten: todos juntos, con la señorita Cristina como directora de coro y la vieja Felicidad atrás, inventando palabras asombrosas. Si doce personas han cantado juntas, reído juntas, comido juntas mientras afuera la tempestad barre con todo, la casa empieza a pertenecer a todos los hombres del mundo. Ese es el día en que se puede abrir el ropero de la señorita Cristina y revolver las cosas magníficas que guarda; el día en que Isabel Mosquera encuentra la blusa azul y comenta: “usted no se imagina cómo me gusta esa blusa, señorita”. Y seguro que la señorita Cristina le pedirá que se la pruebe, y que otra va a encontrar un chal, y alguno un sombrero, y alguien una inolvidable pollera con volados. Serán graciosos así: grotescos y alborozados, inventando gestos para sus disfraces, riéndose. Y cuando la gente ríe tanto que al final le duele el estómago y tiene que despatarrarse sobre la cama y, además, Isabel Mosquera lleva puesta su blusa azul, nadie debe extrañarse en el instante en que Isabel descubra que Rosaura tiene los mismos ojos de una actriz que ella vio una vez en una película, tan hermosos que a la noche soñó con ellos y ya nunca los pudo olvidar. Entonces lo dice:
—Rosaura —dice—, vos tenés los ojos más lindos del grado.
Y después que cuenta la película Rosaura le regala sus dos pasas de uva porque total a ella no le gustan. Y Francisco Viancaba narra la historia de su bisabuelo. Y Vicente Moruzzi, que es un reconocido actor, hace reír a todo el mundo imitando a un loco que mucho tiempo antes andaba por Colonia Vela diciéndole a la gente que él es el Redentor y que viene a salvarlos porque ellos, los miserables de esta tierra miserable y sola, son el pueblo elegido y de ellos será el reino de los cielos. Y Octavio Sívori baila un malambo. Y como faltan cuatro días para el de la Patria, Angela María recordará los adornos. Entonces se abrirán las puertas del armario y se sacarán todos los moños y todas las cintas y todas las escarapelas y todas las banderas. La gente recortará, pegará, coserá, dará martillazos en las paredes, pintará, colgará primorosos flecos.
Nadie puede destruir esta escuela. La señorita Cristina lo ha decidido: ha entrado en su dormitorio y busca su mejor papel de carta.
—Esta carta es para tu mamá —le dice a Rafael Sívori. Y, parada ante la clase, explica que mañana, 22 de mayo, vendrá la inspección para clausurar nuestra escuela. Pero no lo vamos a permitir, chicos.
En el aula hay un tumulto. Un rato después todos han comprendido muy bien lo que hay que hacer. Rafael Sívori entregará el papel a su madre, quien, impresionada por la carta autoritaria y al mismo tiempo cariñosa de la señorita Cristina donde se enuncia con elocuencia que la obligación de toda madre argentina es enviar a sus hijos en edad escolar a la escuela, enviará a los tres que faltan. En cuanto a Jacinto y Aurora, chicos, diremos que tienen el sarampión pero ya están mejorando, gracias a Dios, y pronto los tendremos entre nosotros.
Fabio Santana silbó.
—¿Qué te pasa, Fabio Santana?
—¿Se puede saber para qué arma tanto lío?
—A vos no te interesa todo esto, ¿eh? ¿Qué hacés aquí, me querés decir?
—La miro, mi prenda.
—Para eso no se viene a este lugar, ¿entendés? ¿Por qué no te vas?
—Para que seamos quince, mocita; así te sacás tu gusto.
Había dejado de llover. Me va a hacer una porquería, pensó la señorita Cristina. Pero fue sólo un instante. Había que despedir a los chicos. Porque, cuando ha llovido, y la gente rió junta, y comió, y vivió, y lloró junta, las despedidas tienen algo de patético, algo de andén solitario y frío donde se sabe, en el fondo del corazón, que el adiós es doloroso, inevitable, para toda la vida.
El 22 de mayo la escuela resplandecía entre tanto sol y tantas cintas celestes y blancas. La carta que trajo Rafael Sívori decía: La señorita es muy buena a mí me hubiera gustado tanto que todos vayan a la escuela y sepan leer y sabe señorita esas cosas que tiene una que yo pienso que con los años si dios quiere y la virgen los voy a mandar a todos si dios quiere pero ahora ando muy jodida de las piernas y la necesito a la leonor y a la alicia para las cosas de la casa y al alfonso para que me traiga unos pesos pero hubiera sido lindo mandarlos a todos sabe señorita si no fuera que yo ando medio jodida y los necesito a los tres. Andrea Sívori.
—Chicos —dijo la señorita Cristina— ¿se acuerdan qué día es hoy?
Isabel se acordaba.
—22 de mayo —dijo.
—Sí, Isabel —dijo la señorita Cristina—, hoy es 22 de mayo. Hoy va a venir una inspección. Recuerden que tienen que ser muy educados.
—¿Colgamos las otras escarapelas, señorita? —dijo Angela María.
—No —dijo la señorita Cristina—, no colgamos más escarapelas. Ya no habrá fiesta, chicos. Muy ordenaditos, despegaremos todos los papeles.
Angela María iba a llorar. Santiago Juan iba a patear un banco. El que dio la voz fue Francisco Viancaba.
—Allá —dijo—: en el carretón grande.
Todos salieron a la puerta. Desde lejos no se distinguió bien cuántos venían.
—Unos diez —dijo Vicente Moruzzi.
Fabio Santana, parado adelante, llevaba las riendas. Eran siete. Un carretón destartalado los traía derecho para la escuela. Los diez de acá sacaron pañuelos y saludaron. Los siete del carro respondieron.
—Son del otro lado del Estanque —dijo Fabio Santana cuando los bajó—; los demás días los va a traer un viejo de por allá.
Isabel Mosquera, la monitora del colegio de Colonia Vela, trajo el registro. Santiago Juan repartió los cuadernos. Francisco Viancaba entró dos sillas del dormitorio de la señorita Cristina.
—Estas, por ahora —dijo—. Mañana nos ponemos con los muchachos y hacemos dos más como las otras.
Vicente Moruzzi le levantó la pollera a la más grande de las chicas. Isabel Mosquera comentó que esos dos de allá seguro tienen piojos y ella no pensaba juntarse con ésos. Angela María mostró las banderas:
—Son para la fiesta del 25 —dijo—. Esta es la escuela más adornada del mundo.
Octavio Sívori extendió su cuaderno a cada uno de los siete nuevos y a cada uno de los siete le hizo notar que él no sólo sabía escribir sino que hasta escribía con tinta.
—A que vos no sabés —dijo en cada oportunidad.
Y Graciana Franta les fue diciendo a los siete que no se preocupen, que ella hace mucho tampoco sabía pero la señorita Cristina es muy buena y les enseña a todos. Santiago Juan le indicó a Eustaquio Fernández dónde quedaba el excusado.
—Esperáte —dijo la señorita Cristina—. Esperáte que tu nombre es el único que falta.
—Eustaquio Fernández —dijo el chico.
La señorita Cristina escribió en el registro: Eustaquio Fernández. Los contó. Diecisiete. Después iba a levantar los ojos y mirarlo al muchacho. Entonces iba a saber Fabio Santana cómo la señorita Cristina sabe mirar lindo cuando quiere: con ternura; como allá, hace mucho, en los bailes del pueblo.
En el aula, hablando a gritos, mostrándose los cuadernos, tirándose del pelo, riéndose, había dieciséis mocosos alborotadores.
La señorita Cristina se quedó un momento contemplándolos y después fue hasta la puerta. Lejos, en el campo, se iba yendo el carretón. No para el lado del almacén; no para las vías. Para el otro lado. La señorita Cristina no supo por qué. Pero le pareció que Fabio Santana, parado tan solo en mitad del carro, debía estar silbando.
Literatura
.us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar